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Universidad de Alicante
Ángela Grassi inicia su producción novelística en 1861 con El bálsamo de las penas, cuando ya era una autora conocida en los círculos literarios por sus piezas dramáticas, musicales y composiciones poéticas277. La novela, publicada por entregas en la Crónica de Ambos Mundos, debió de gozar de un estimable éxito, ya que desde esta fecha hasta 1878, última edición, se conocen nada menos que cinco reimpresiones de la misma278. El bálsamo de las penas constituye el primer eslabón de una considerable obra narrativa en la que destacan títulos como El lujo (1865), El camino de la dicha (1866), Las riquezas del alma (1866), Los que no siembran no cogen (1868), La gota de agua (1875), El copo de nieve (1876), El capital de la virtud (1877), Marina (1877)... Relación que aumenta significativamente si atendemos a los relatos que aparecieron publicados en revistas como La Madre de Familia, Crónica de Ambos Mundos, Diario de Barcelona o El Correo de la Moda y que no llegaron a editarse en volumen suelto279.
El corpus novelístico de Ángela Grassi se adscribe, salvo en algún caso excepcional, como sucede con Marina y La dicha de la tierra, novelas históricas, al género —134→ folletinesco. A esa novela popular de corte melodramático que había sabido atraerse con sus heroínas desvalidas, sus perversos traidores y el triunfo del amor y del bien al final del relato, el interés del público lector de mediados de siglo. Un tipo de relato, en definitiva, de menor pretensión artística, pero que puesto al alcance del lector medio gracias a su difusión en la sección de folletines de los periódicos y las ediciones en entregas sueltas, gozará del favor de un público no demasiado exigente. Procedimientos de difusión innovadores que alcanzan su punto álgido cuando Wenceslao Ayguals de Izco y Juan Martínez Villergas se asocian para fundar en 1842 la empresa editorial La Sociedad Literaria de Madrid, centrando en buena medida su éxito comercial y económico en la publicación de periódicos satíricos -La Risa, El Dómine Lucas, El Fandango...- y en la difusión de las obras del célebre escritor Eugenio Sue y otros folletinistas franceses. Ayguals de Izco, alentado por la gran aceptación que obtuvo El judío errante, publica una serie de novelas -María o la hija de un jornalero, La marquesa de Bellaflor o el niño de la inclusa, Pobres y ricos o la bruja de Madrid, sus tres obras más destacadas que consolida el género, alcanzando durante las décadas siguientes una extraordinaria popularidad gracias a autores como Fernández y González o Pérez Escrich280. La novela por entregas, pues, se había convertido en el género idóneo para llegar a un considerable número de lectores y si a este hecho le añadimos que en este tipo de relato siempre subyace en su trama argumental un componente social, religioso, moral o político, comprenderemos al analizar El bálsamo de las penas por qué Ángela Grassi decide ensayar un género literario que todavía no parece apropiado para el espíritu de la mujer -la lírica es el género literario femenino por excelencia-, a pesar de los aciertos de Cecilia Böhl de Faber o Gertrudis Gómez de Avellaneda, por citar sólo a las novelistas más representativas de mediados del siglo XIX.
La trama argumental de la novela de Ángela Grassi sigue una ordenación lineal articulada por los sucesos biográficos protagonizados por sus principales personajes, aunque, en ocasiones, éstos o la propia autora relaten o rememoren algunas experiencias vividas con anterioridad con el fin de que el lector disponga de todos los datos necesarios para interesarse en la historia que se le ofrece. La autora recurre en El bálsamo de las penas a sucesivos triángulos amorosos para tejer una historia que se inicia con brillantez y que, paulatinamente, va decayendo a medida que nos acercamos al final de la —135→ narración. Ángela Grassi no consigue evitar los defectos característicos de este tipo de relato y alarga la intriga a base de acumular penalidades y repetir, con pocas variantes, las mismas fatalidades sobre sus resignados personajes, desembocando la novela en un desenlace poco justificado.
El relato se estructura en dos partes, prácticamente idénticas, pues si en la primera el triángulo amoroso está constituido por Claudio, Eugenio y Genoveva, en la segunda, rechazado Eugenio, aparece un nuevo contrincante en escena, el joven Nicolás, siendo precisamente los capítulos VII y VIII, de un total de dieciséis, los que marcan el momento de mayor intensidad dramática. En ambas historias amorosas la lealtad de Claudio tanto hacia Eugenio, su amigo y protector, como hacia Nicolás, su propio hermano, le impedirá proclamar su amor por Genoveva. Un sentimiento que se ve obstaculizado además por su pertenencia a distinta clase social y por las incesantes intrigas de que son objeto ambos personajes. En la primera parte el lector asiste al lento y paulatino acercamiento entre los protagonistas, progresión que culmina en el momento en el que Genoveva se plantea romper su compromiso con Eugenio al darse cuenta de sus sentimientos hacia Claudio. La originalidad del triángulo amoroso y por consiguiente su alejamiento del relato folletinesco, consiste en que tanto Claudio como Eugenio son personajes trazados con sumo cuidado y especial afecto por parte de la autora, pues en sus retratos se percibe un fondo noble que los iguala. Las diferencias entre ambos son de orden social, condicionadas por las distintas experiencias vividas, pues mientras Eugenio por su origen familiar aristocrático ha crecido sin ningún tipo de preocupaciones, Claudio es la encarnación del personaje-víctima de este tipo de relatos, acumulando sobre su biografía todo tipo de penalidades -huérfano, sin medios económicos, responsable de una familia de cinco miembros, despedido injustamente del trabajo, etc.-, experiencias que le conducen a una mayor madurez y que le capacitan para renunciar a su propia felicidad en aras de la de los demás. Frente al carácter sólido de Claudio, Eugenio está dotado de un temperamento alegre, extrovertido, frívolo, en ocasiones, propio de aquel que no se ha visto forzado a luchar contra la adversidad. En estos primeros capítulos Ángela Grassi muestra sus excelentes dotes narrativas al manejar con acierto los materiales que utiliza, graduando con mesura y verosimilitud los obstáculos que interpone en el camino de Claudio en su acercamiento a Genoveva.
A partir del mencionado capítulo VII los acontecimientos se complican y se suceden vertiginosamente, perdiéndose en gran medida esa cuidada lógica de que hace gala en los primeros, pues la autora introduce una nueva serie de impedimentos en la relación amorosa, como el apasionado amor que Nicolás, hermano pequeño de Claudio, siente por la heroína o la falsa acusación de robo de que es objeto Claudio. La novela desemboca, cuando todo apunta a un final feliz -Claudio y Genoveva después de vencer todos los obstáculos se han prometido en matrimonio-, a una renuncia que lleva a Genoveva a ingresar en un convento y a Claudio a vivir con la esperanza del encuentro con la mujer amada después de la muerte.
Ángela Grassi inicia la novela con la presentación de esos dos personajes masculinos que componen el primer triángulo amoroso: Claudio Martínez y Eugenio Salazar, personajes que, como ya hemos apuntado, congeniarán a pesar de pertenecer a diferentes clases sociales. Desde el primer momento el lector advierte la ideología que subyace en el fondo de la novela. La autora al enlazar mediante la amistad a estos dos personajes manifiesta su alejamiento de otros folletinistas que difunden ideas de corte socialista. —136→ En la novela no existe la lucha de clases y serán los propios personajes con su peculiar comportamiento los que se harán acreedores de censuras o alabanzas. Pobres y ricos pueden coincidir en virtudes o en defectos, sin que la clase social juegue un papel determinante en su comportamiento bondadoso o malévolo. La posición de la escritora está próxima a un humanismo cristiano, en el que los más agraciados por la fortuna deben proteger y cuidar de los necesitados, mientras que éstos nunca se rebelan contra su destino, confiando en todo momento en la providencia divina. La amistad, la caridad, el amor al prójimo, ese es el bálsamo de las penas al que alude Ángela Grassi en su dedicatoria a Luisa Ayllón y los valores que intenta transmitir a sus lectoras.
Ángela Grassi, conservadora y cristiana, se sirve de un relato folletinesco para presentarnos unos personajes que respetan el orden establecido, sin que la esfera social a la que pertenecen cada uno de ellos impida un comportamiento digno de encomio. De ahí que sus protagonistas, Claudio y Genoveva, actúen a impulsos de sus caritativos y nobles corazones o se enternezcan ante las mismas dolorosas situaciones, estableciéndose, antes de que llegue el amor, una comunión de ideas y sentimientos que desembocará en profundo sentimiento amoroso. En la novela son numerosísimos los ejemplos de comportamiento virtuoso, estableciéndose, en este sentido, una noble rivalidad entre los distintos personajes. En el capítulo I, por ejemplo, Eugenio Salazar, se interesa por Claudio y utiliza sus relaciones sociales para proporcionarle a éste un nuevo empleo que alivie la desesperada situación económica de la familia de Claudio. Eugenio, noble y franco, se las ingenia para protegerlos sin que el orgullo de los necesitados se resienta, haciendo recaer el mérito en un personaje que ni Claudio ni su familia conocen: «-A mí no, dijo vivamente el joven, si esto merece alguna gratitud, tribútesela V. a la dulce Genoveva, que es el ángel bueno de los que sufren y convierte en placer la beneficencia. Y por cierto que tiene razón: hoy que me he asociado a su buena obra, confieso que no tiene la vida placer más deleitable» (El bálsamo de las penas, 1878, pág. 78). De igual forma los miembros que componen la familia de Claudio se esfuerzan, respectivamente, por contribuir con sus humildes atenciones a paliar la penosa existencia de los demás, tal como manifiesta la madre de Claudio, Virginia y Nicolás: «Somos cinco y formamos sólo un alma. Aquí no hay más que un deseo y una opinión. Me basta emitir una idea para que mis hijos participen de ella; les basta manifestar un anhelo para que yo me apresure a complacerlos [...] ¡Qué de delicados sacrificios! ¡Qué de recíprocas atenciones! ¡Qué alegría cuando tras muchas noches de trabajar a escondidas, Virginia puede regalar a sus hermanos el más insignificante objeto! ¡Qué felicidad la de Claudio, cuando puede volver triunfante, trayendo un ramillete de flores para dárselo a su hermana!» (Ibid., pág. 79). La felicidad para esta familia, como para la propia escritora, no estriba en la posesión de bienes materiales, sino en la acumulación de valores morales. Posición ideológica que se reitera en otras muchas de las novelas de la autora, como El capital de la virtud, Las riquezas del alma o El copo de nieve, y que no impide a ésta manifestarse abiertamente contraria a la existencia de estas desigualdades sociales e instar a las lectoras desde sus relatos a compartir los bienes materiales con los menesterosos281.
En El bálsamo de las penas los personajes-perversos se caracterizan por cifrar sus máximas aspiraciones en un plano material: acumulación de riquezas y consolidación o —137→ consecución de una elevada posición social, como sucede en los casos del acomodado banquero Mendoza -padre de Genoveva-, D. Pedro de la Gándara -acaudalado y mezquino notario-, Cándida Duriñán -amante del banquero y principal causante del alejamiento afectivo entre éste y Genoveva, el cínico periodista Nicasio o el enfermizo pintor, Nicolás, que cuando su obra no es premiada en un certamen, muere de desesperación al desvanecerse sus sueños de gloria, de amor, de riqueza. Frente a esta galería de personajes destaca Claudio, que aceptará una vida gris, sin relieve, pero consecuente con sus principios282 y, sobre todo, Genoveva, heroína que descubre que la máxima felicidad radica en compartir con los demás lo que el destino ha proporcionado a cada uno.
La intencionalidad didáctica del relato es manifiesta, consciente la autora de que se halla frente a un medio idóneo para propagar sus convicciones personales y contribuir a la formación del lector, aleccionando acerca de valores y comportamientos dignos de emulación. Ángela Grassi escribe fundamentalmente para mujeres, para lectoras que pertenecen a una clase social elevada o para aquellas otras de clase media que, como su protagonista Claudio, conocen por experiencia propia la injusticia social. El mensaje es claro para estos dos grupos; al primero Ángela Grassi le propone compartir sus bienes como medio de liberarse del hastío de una existencia sin sobresaltos, mientras que al segundo le alienta para que se mantenga fiel a sus creencias y confíe en la protección y recompensa divinas. La defensa de unos mensajes tan claramente formulados conduce a la autora a adoptar una postura radical en torno al papel que el escritor debe jugar en el concierto social. Ángela Grassi desde su doble condición de mujer y escritora pretende ser, desde la humilde posición que le otorga la sociedad de su tiempo, una voz firme que contribuya a mejorar la sociedad en la que está inmersa: «Si [la Providencia] crea el rayo para que purifique la atmósfera; si ilumina una mente con la luz del genio, es para que irradie sobre las ignorantes turbas... La flor exhala su perfume, y cuando la Providencia quiere, manda una ráfaga de viento para que se lo robe y lo esparza por la llanura. Yo pretendo ser esa ráfaga de viento» (Ibid., pág. 207).
En El bálsamo de las penas Ángela Grassi inicia una interesante reflexión sobre la literatura y el escritor de su tiempo que se prolongará en otras obras posteriores. En la presente novela su atención se centra en un fenómeno social denunciado en numerosas ocasiones por los escritores costumbristas: la aparición de individuos que utilizan el periódico como plataforma para alcanzar notoriedad, poder y riqueza, aunque para ello renuncien a sus convicciones personales y no rehuyan utilizar cualquier tipo de procedimiento con tal de alcanzar su propósito. La censura de Ángela Grassi es demoledora, centrando todas sus severas críticas en el personaje de Nicasio, redactor de un periódico madrileño. El capítulo IV, titulado El literato del siglo XIX, es uno de los más interesantes al respecto, pues en él aparecen recopiladas las críticas más acerbas sobre este personaje nacido al amparo del espectacular desarrollo de la prensa periódica del pasado —138→ siglo. El personaje se presenta a los lectores no como un caso excepcional, sino como ejemplo de un comportamiento generalizado en la sociedad presente283, ofreciéndonos toda una serie de premisas indispensables para que el escritor alcance el éxito apetecido: «En el siglo del vapor es preciso escribir a la ligera... no hay tiempo ni paciencia para profundizar las cosas... [...] Un escritor público no debe tener ideas... Defiende las que le convienen... [...] El escritor no debe saber nada, para dejar libre en su vuelo a la imaginación; basta que aprenda las palabras que estén más en boga y el catálogo de todos los autores célebres. No debe leer, sino escribir; no debe perder el tiempo en meditar, sino hacer. No importa la calidad; lo esencial es la cantidad» (Ibid., pág. 119). A través de estos párrafos extractados se puede apreciar las censuras que Ángela Grassi vierte sobre la débil educación literaria del escritor y su manifiesta falta de ética, censuras que la autora hace extensible a la sociedad de su tiempo284 que admira y admite la existencia de unos escritores o periodistas satíricos carentes del más mínimo escrúpulo285. El catálogo de despropósitos es amplio y entre los consejos que el periodista ofrece a Claudio se encuentran los siguientes: adular los vicios generales y satirizarlos sólo en aquellos que brillen por su talento, fortuna o jerarquía; no consultar nunca con la conciencia, pues nada importa extraviar las ideas del vulgo; adular a los escritores reconocidos y mecenas que más se jactan de proteger la letras; aumentar la propia popularidad, aunque para ello se mienta o se escandalice con algún acto indigno; aparecer en todos los lugares de moda aparentando, aunque esta sea ficticia, una inmejorable situación económica, y «morder, morder a derecha e izquierda, sin respetar ni sexo, ni edad, ni estado, ni compañerismo» —139→ (Ibid., pág. 119), apreciaciones que preludian las censuras que encontramos en las colecciones costumbristas editadas en años posteriores286.
En el capítulo VI Ángela Grassi insiste de nuevo en su análisis sobre la misión del escritor y la repercusión que, en los lectores de su época, provocan las ideas divulgadas a través de la cultura impresa. En esta ocasión adopta una actitud más beligerante a favor de la mujer, pues considera a ésta el ser más idóneo para encauzar la vida cultural hacia un objetivo adecuado: conducir a la sociedad por caminos de mayor responsabilidad y moralidad. La escritora refleja la influencia del escritor en un momento histórico en el que la industria editorial ha llevado la palabra escrita a círculos cada vez más amplios, de ahí la necesidad de que éste no siembre la confusión en las distintas clases sociales y que sus palabras, quizás imprudentes o malévolas, no causen la ruina de su patria. Ángela Grassi, a través de su heroína Genoveva, sostiene que si ella gobernase el país «prohibiría que nadie pudiese dirigir su voz al público antes de haber cumplido cuarenta años, y ordenaría que el hacerlo no fuese una carrera sino una prerrogativa honorífica del talento y del estudio, un medio de consolidar su fama, y no un medio de ganar dinero y alcanzar destinos políticos, y esta autorización sólo se conseguiría después de haber presentado obras que garantizasen al gobierno, protector de los bienes espirituales así como de los bienes materiales, el talento, el juicio y la buena fe del que las hubiese escrito» (Ibid., pág. 167). Frente a este tipo de escritor ideal Ángela Grassi constata que la sociedad regida por los hombres se deja guiar y orientar por «imberbes adolescentes, las más de las veces sin estudio y sin criterio, que nada han visto del mundo y carecen de experiencia [...] que vagan sin norte, impelidos por la fuerza de su ardiente imaginación juvenil y sus pasiones del momento» (Ibid., pág. 167). En líneas posteriores la autora expone las cualidades que, a su juicio, debe poseer el verdadero escritor: sensibilidad, honradez, talento, imaginación, delicadeza de sentimientos y de ideas, pues sus trabajos deben conmover el corazón y el entendimiento. Asimismo recomienda a los jóvenes escritores tener fe y perseverancia en el estudio y su propio trabajo.
Ángela Grassi, al exponer todas estas reflexiones sobre la literatura y el escritor de su tiempo, trata de advertir sobre el peligro que supone para el progreso de la sociedad que el escritor de talento quede silenciado por las voces de escritores mediocres y sin una estricta conciencia que deambulan con éxito por las redacciones de los periódicos. El verdadero escritor tiene la obligación de contribuir con su palabra a regenerar su país y orientar adecuadamente a sus contemporáneos. Para Ángela Grassi el verdadero camino del progreso no es la lucha de clases, el positivismo, el racionalismo científico..., la única vía posible dimana del principal precepto cristiano: amor al prójimo. En El bálsamo de las penas concreta su postura ideológica al denunciar a través de su novela que el abandono de la fe conlleva la ausencia de la caridad entre la clases privilegiadas y la pérdida de la resignación y la paciencia entre los pobres. El mensaje didáctico motiva sin duda esta primera muestra del corpus novelístico de Ángela Grassi, pero no por ello la autora olvida que está ante un producto literario, esforzándose por ofrecer un relato —140→ interesante y ameno a sus lectoras. Al valorar la primera obra narrativa de Ángela Grassi no debemos olvidar que ésta responde a unos condicionamientos ideológicos muy concretos y que la autora extrae de la mediocre literatura contemporánea los recursos literarios que le parecen más apropiados para convencer a sus lectoras de la necesidad de vivir acorde con el ideal cristiano. En El bálsamo de las penas Ángela Grassi apunta sus cualidades como narradora, pues en esta primera obra nos encontramos con un relato que suaviza los excesos del género folletinesco, valiéndose la autora de un estilo sencillo y cuidado en el que destaca la fluidez del relato, sobre todo en la primera parte, una intriga sumamente elaborada y la presentación y análisis de unos personajes que encarnan su propia manera de pensar, virtudes que harán más evidentes en obras como El copo de nieve, La gota de agua y, sobre todo, en Las riquezas del alma, distinguida por la Real Academia con una mención honorífica en 1866. Ángela Grassi no es una figura de primer orden, pero es un ejemplo paradigmático de cómo y con qué limitaciones se desarrolló la creación literaria femenina durante nuestro siglo XIX.
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