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ArribaAbajoCapítulo VII

Donde se muestra que aunque el ánima racional ha menester el temperamento de las cuatro calidades primeras, así para estar en el cuerpo como para discurrir y raciocinar, que no por eso se infiere que es corruptible y mortal


Por cosa averiguada tuvo Platón que el ánima racional era sustancia incorpórea, espiritual, no sujeta a corrupción ni a mortalidad como la de los brutos animales; la cual, salida del cuerpo, tiene otra vida mejor y más descansada, pero entiéndese (dice Platón) habiendo vivido el hombre conforme a razón, porque si no, más le valiera al ánima quedarse para siempre en el cuerpo, que padecer los tormentos con que Dios castiga a los malos.

Esta conclusión es tan ilustre y católica, que si él la alcanzó con la felicidad de su ingenio, con justo título tiene por renombre el divino Platón. Pero aunque es tal cual parece, jamás le cupo a Galeno en su entendimiento, antes la tuvo siempre por sospechosa, viendo delirar al hombre cuerdo por calentársele el celebro, y volver en su juicio aplicándole medicinas frías. Y, así, dijo que se holgara que fuera vivo Platón para preguntarle cómo era posible ser el ánima racional inmortal alterándose tan fácilmente con el calor, frialdad, humidad y sequedad; mayormente viendo que se va del cuerpo por una gran calentura, o sangrando al hombre copiosamente, o bebiendo cicuta, y por otras alteraciones corporales que suelen quitar la vida; y si ella fuera incorpórea y espiritual, como dice Platón, no le hiciera el calor (siendo calidad material) perder sus potencias, ni le desbaratara sus obras.

Estas razones confundieron a Galeno y le hicieron desear que algún platónico se las absolviese; y creo que en su vida no le halló, pero después de muerto la experiencia le mostró lo que su entendimiento no pudo alcanzar. Y, así, es cierto que la certidumbre infalible de ser nuestra ánima inmortal no se toma de las razones humanas, ni menos hay argumentos que prueben ser corruptible. Porque a las unas y a los otros se puede responder con facilidad: sola nuestra fe divina nos hace ciertos y firmes que dura para siempre jamás. Pero no tuvo razón Galeno de embarazarse con tan livianos argumentos, porque las obras que se han de hacer mediante algún instrumento no se colige bien en filosofía natural haber falta en el agente principal por no salir acertadas. El pintor que dibuja bien, teniendo el pincel cual conviene a su arte, no tiene culpa cuando, con el malo, hace las figuras borradas y de mala delineación; ni es buen argumento pensar que el escribano tenía alguna lesión en la mano, cuando por falta de pluma bien cortada le fue forzoso escrebir con un palo.

Considerando Galeno las obras maravillosas que hay en el universo y la sabiduría y providencia con que están hechas y ordenadas, coligió que había Dios en el mundo, aunque no le veíamos con los ojos corporales; del cual dijo estas palabras: Deus nec factus est aliquando, cum perenniter ingenitus sit ac sempiternus. Y en otra parte dice que la fábrica y compostura del cuerpo humano no la hacía el ánima racional ni el calor natural, sino Dios o alguna inteligencia muy sabia. De donde se puede formar un argumento contra Galeno y deshacer su mala consecuencia. Y es de esta manera: «tú sospechas ser el ánima racional corruptible porque si el celebro está bien templado acierta muy bien a discurrir y filosofar, y si se calienta o enfría más de lo que conviene, delira y dice mil disparates. Eso mesmo se infiere considerando las obras que tú dices ser de Dios; porque si hace un hombre en lugares templados donde el calor no excede a la frialdad, ni la humidad a la sequedad, le saca muy ingenioso y discreto, y si es la región destemplada, todos los saca estultos y necios». (Y así dice el mesmo Galeno que en Escitia por maravilla acierta a salir un hombre sabio, y en Atenas todos nacen filósofos). Pues sospechar que Dios es corruptible porque con unas calidades hace bien estas obras, y con las contrarias salen erradas, no lo puede confesar Galeno, pues ha dicho que Dios es sempiterno.

Platón va por otro camino más acertado, diciendo que, aunque Dios es eterno, omnipotente y de infinita sabiduría, que se ha como agente natural en sus obras y que se sujeta a la disposición de las cuatro calidades primeras, de tal manera que para engendrar un hombre sapientísimo y semejante a él, tuvo necesidad de buscar un lugar, el más templado que había en todo el mundo, donde el calor del aire no excediese a la frialdad, ni la humidad a la sequedad. Y, así, dijo: Deus vero, quasi belli ac sapientiae studiosus, locum qui viros ipsi, simillimos producturus esset, electum in primis incolendum praebuit. Y si Dios quisiera hacer un hombre sapientísimo en Escitia o en otra región destemplada, y no usara de su omnipotencia, saliera por fuerza necio por la contrariedad de las calidades primeras; pero no infiriera Platón, como hizo Galeno, que Dios era alterable y corruptible porque el calor y la frialdad le impiden sus obras. Eso mesmo se ha de colegir cuando el ánima racional, por estar en un celebro inflamado, no puede usar de discreción y prudencia; y no pensar que por eso es mortal y corruptible. El salir del cuerpo y no poder sufrir la gran calentura ni las demás alteraciones que suelen matar los hombres, sólo arguye que es acto y forma sustancial del cuerpo humano, y que para estar en él requiere ciertas disposiciones materiales acomodadas al ser que tiene de ánima, y que los instrumentos con que ha de obrar estén bien compuestos, bien unidos y con el temperamento que sus obras han menester; todo lo cual faltando, por fuerza las ha de errar y ausentarse del cuerpo.

El error de Galeno está en querer averiguar por principios de filosofía natural sí el ánima racional, faltando del cuerpo, muere luego o no, siendo cuestión que pertenece a otra ciencia superior y de más ciertos principios, en la cual probaremos que no es buen argumento el suyo, ni que se infiere bien ser el ánima del hombre corruptible por estar en el cuerpo quieta con unas calidades y ausentarse de él por las contrarias. Lo cual no es dificultoso probarse. Porque otras sustancias espirituales de mayor perfección que el ánima racional eligen lugares alterados con calidades materiales en los cuales parece que habitan a su contento, y si suceden otras disposiciones contrarias, luego se van por no poderlas sufrir. Y, así, es cierto que hay disposiciones en el cuerpo humano las cuales apetece el demonio con tanta agonía, que por gozar dellas se entra en el hombre donde están, y así queda endemoniado; pero corrompidas y alteradas con medicinas contrarias y hecha evacuación de los humores negros, podridos y hediondos, naturalmente se torna a salir. Véese esto claramente por experiencia: que en siendo una casa grande, oscura, sucia, hedionda, triste y sin moradores que la habiten, luego acuden duendes a ella; y si la limpian y abren ventanas para que le entre el sol y claridad, luego se van, especialmente si la habitan muchas gentes y hay en ella regocijos y pasatiempos y tocan muchos instrumentos de música.

Cuánto ofenda al demonio el armonía y buena proporción, muéstrase claramente por lo que dice el texto divino: que tomando David su arpa y tocándola, luego huía el demonio y salía del cuerpo de Saúl. Y aunque esto tiene su espíritu, yo tengo entendido que naturalmente molestaba la música al demonio y que no la podía sufrir. El pueblo de Israel sabía ya por experiencia que el demonio era enemigo de música, y por tenerlo así entendido dijeron los criados de Saúl de esta manera: ecce spiritus Dei malus exagitat te: jubeat Dominus noster rex, et servi tui, qui coram te sunt, quaerent hominem scientem psallere cithara, ut quando arripuerit te spiritus Domini malus, psallat manu sua et levius feras. De la manera que hay palabras y comparaciones que hacen temblar al demonio, y por no oírlas deja el lugar que tenía elegido para su habitación. Y, así cuenta Josefo que Salomón dejó escritos ciertos modos de conjurar, con los cuales no solamente echaba de presente al demonio, pero jamás osaba volver al cuerpo de donde una vez fue lanzado. También el mesmo Salomón mostró una raíz de tan abominable olor para el demonio, que aplicándola a las narices del demonio, lo echaba luego fuera. Es tan sucio el demonio, tan triste y enemigo de cosas limpias, alegres y claras, que entrando Jesucristo en la región de los Geraseos, cuenta san Mateo que le ocurrieron ciertos demonios metidos en dos cuerpos muertos que habían sacado de los sepulcros, dando voces y diciendo: «Jesús, hijo de David, ¿qué tema tienes con nosotros en haber venido antes de tiempo a atormentarnos? Rogámoste que si nos has de echar de este lugar donde estamos, que nos dejes entrar en aquella manada de puercos que allí está». Por la cual razón los llama la divina Escritura sucios espíritus. Por donde se entiende claramente que no sólo el ánima racional pide disposiciones en el cuerpo para poderlo informar y ser principio de todas sus obras, pero aun para estar en él, como en lugar acomodado a su naturaleza, las ha menester: pues los demonios, siendo de sustancia más perfecta, aborrecen unas calidades corporales y con las contrarias se huelgan y reciben contento. De manera que no es buen argumento el de Galeno: «Vase el ánima racional del cuerpo por una gran calentura, luego es corruptible»; pues lo hace el demonio (de la manera que hemos dicho), y no es mortal.

Pero lo que en este propósito más se ha de notar es que el demonio no solamente apetece lugares alterados con calidades corporales para estar en ellos a su contento, pero aun cuando quiere obrar alguna cosa que le importa mucho, se aprovecha de las calidades corporales que ayudan para aquel fin. Porque si yo preguntase ahora en qué se pudo fundar el demonio cuando, queriendo engañar a Eva, se metió antes en la serpiente ponzoñosa que en el caballo, en el oso, en el lobo y en otros muchos animales que no eran de tan espantable figura, yo no sé qué se me podría responder. Bien sé que Galeno no admite los dichos y sentencias de Moisés ni de Cristo nuestro redentor, porque ambos, dice, que hablan sin demostración, pero de algún católico he deseado siempre saber la solución de esta duda, y ninguno me la ha dado.

Ello es cierto, como ya lo dejamos probado, que la cólera quemada y retostada es un humor que enseña al ánima racional de qué manera se han de hacer los embustes y engaños. Y, entre los brutos animales, ninguno hay que tanto participe de este humor como la serpiente; y, así, más que todos dice la divina Escritura que es astuto y mañoso. El ánima racional, puesto caso que es la más ínfima de todas las inteligencias, pero tiene la mesma naturaleza que el demonio y los ángeles. Y de la manera que ella se aprovecha de esta cólera ponzoñosa para ser el hombre astuto y mañoso, así el demonio, metido en el cuerpo de aquella bestia fiera, se hizo más ingenioso y doblado. Esta manera de filosofar no espantará mucho a los filósofos naturales, porque tiene alguna aparencia de poder ser así. Pero lo que más les ha de acabar el juicio es que quiriendo Dios desengañar al mundo y enseñarle llanamente la verdad (que es la contraria obra que hizo el demonio) vino en figura de paloma, y no de águila ni de pavón ni de otras aves que tienen más hermosa figura. Y sabida la causa es que la paloma participa mucho del humor que inclina a rectitud, a llaneza, a verdad y simplicidad, y carece de la cólera, que es el instrumento de la astucia y malicia.

Ninguna cosa destas admite Galeno, ni los filósofos naturales. Porque no pueden entender cómo el ánima racional y el demonio, siendo sustancias espirituales, se puedan alterar de calidades materiales como es el calor, frialdad, humidad y sequedad: porque si el fuego introduce calor en el leño, es por tener ambos cuerpo y cantidad en que sujetarse, lo cual falta en las sustancias espirituales. Y admitido por cosa imposible que las calidades corporales pudiesen alterar la sustancia espiritual, ¿qué ojos tiene el demonio, ni el ánima racional, para ver los colores y figuras de las cosas, ni qué olfato para percibir los olores, ni qué oído para la música, ni qué tacto para ofenderse del mucho calor, para todo lo cual son menester órganos corporales? Y si, apartada el ánima racional, del cuerpo, se ofende y tiene dolor y tristeza, no es posible dejar de alterarse su naturaleza y venirse a corromper. Estas dificultades y argumentos embarazaron a Galeno y a los filósofos de nuestros tiempos, pero a mí no me concluyen.

Porque, cuando Aristóteles dijo que la mayor propriedad que la sustancia tenía era ser sujeto de los accidentes, no la coartó a la corporal ni espiritual, porque la propiedad del género igualmente la participan las especies; y, así, dijo que los accidentes del cuerpo pasan a la sustancia del ánima racional, y los del ánima al cuerpo, en el cual principio se fundó para escrebir todo lo que dijo de fisionomía. Mayormente, que los accidentes con que se alteran las potencias todos son espirituales, sin cuerpo, sin cantidad ni materia; y, así, se multiplican en un momento por el medio y pasan por una vidriera sin romperla, y dos accidentes contrarios pueden estar en un mesmo sujeto con toda la intensión que pueden tener; por las cuales propriedades los llamó el mesmo Galeno indivisibles, y los filósofos vulgares, intensionales. Y, siendo de esta manera, bien se pueden proporcionar con la sustancia espiritual.

Yo no puedo dejar de entender que el ánima racional apartada del cuerpo, y también el demonio tenga potencia visiva, olfativa, auditiva y tactiva; lo cual me parece que es fácil de probar. Porque si es verdad que las potencias se conocen por las acciones, cierto es que el demonio tenía potencia olfativa, pues olía aquella raíz que Salomón mandaba aplicar a las narices de los endemoniados; y que tenía potencia auditiva, pues oía la música que David daba a Saúl. Pues decir que estas calidades las percibía el demonio con el entendimiento, no se puede afirmar en la doctrina de los filósofos vulgares, porque esta potencia es espiritual y los objetos de los cinco sentidos son materiales. Y, así, es menester buscar otras potencias, en el ánima racional y en el demonio, con quien se pueden proporcionar.

Todas estas dudas soltara bien el ánima del rico avariento de quien cuenta san Lucas que estando en el infierno alzó los ojos y vio a Lázaro que estaba en el seno de Abrahán, y dando voces dijo así: Pater Abraham, miserere mei: mitte Lazarum ut intingat extremum digiti sui in aquam ut refrigeret linguam meam, quia crucior in hac flamma; como si dijera: «Padre Abrahán, tené misericordia de mí y envíame a Lázaro, para que moje la extremidad de su dedo en agua y me refresque la lengua, porque estoy atormentado en esta llama». De la doctrina pasada y de lo que dice esta letra se colige que el fuego que abrasa las ánimas en el infierno es material como el que acá tenemos, y que ofendía al rico avariento y a las otras ánimas (por divina disposición) con el calor, y que si Lázaro se llevara un jarro de agua fría, que sintiera gran recreación metiéndose en ella. Y está la razón muy clara; porque si no pudo sufrir estar en el cuerpo por el mucho calor de la calentura, y cuando bebía agua fría sentía el ánima gran recreación, ¿por qué no entenderemos lo mesmo estando unida con las llamas del fuego infernal? El alzar los ojos el rico avariento, y la lengua sedienta, y el dedo de Lázaro, todos son nombres de las potencias del ánima para poderse la Escritura explicar: los que no van por este camino, ni se fundan en filosofía natural dicen mil disparates.

Ello es cierto falta de entendimiento pensar que el demonio, o el ánima racional apartada del cuerpo, no podrá conocer los objetos de los cinco sentidos aunque carezca de instrumentos corporales, porque por la mesma razón les probaré que el ánima racional apartada del cuerpo no puede entender, imaginar, ni hacer actos de memoria. Porque si, estando en el cuerpo, no puede ver quebrados los ojos, también no puede raciocinar ni acordarse si el celebro está inflamado. Pues decir que el ánima racional apartada del cuerpo no puede raciocinar por no tener celebro es desatino muy grande, el cual se prueba en la misma historia de Abrahán: Fili, recordare quia recepisti bona in vita tua, et Lazarus similiter mala; nunc autem hic consolatur, tu vero cruciaris; et in his omnibus inter nos et vos chaos magnus firmatus est, ut hi qui volunt hinc transire ad vos non possint, nec inde huc transire. Et ait: rogo ergo te, Pater, ut mittias eum in domum patris mei habeo enim quinque fratres, ut testetur illis, ne et ipsi veniant in hunc locum tormentorum. De donde concluyo que, así como estas dos ánimas razonaron entre sí, y se acordó el rico avariento que tenía cinco hermanos en casa de su padre, y Abrahán le trujo a la memoria la buena vida que en el mundo había tenido y los trabajos de Lázaro, sin ser menester el celebro, de la mesma manera pueden las ánimas ver sin ojos corporales, y oír sin oídos, gustar sin lengua, oler sin narices y tocar sin nervios ni carne; y muy mejor sin comparación. Lo mesmo se entiende del demonio, por tener la mesma naturaleza que el ánima racional. Y si no, pongamos por caso que el ánima del rico avariento alcanzara de Abrahán que el ánima de Lázaro viniera al mundo a predicar a sus hermanos y persuadirles que fuesen buenos, para que no viniesen a aquel lugar de tormentos donde él estaba. Pregunto yo ahora: ¿cómo el ánima de Lázaro acertara a venir a la ciudad y a la casa de, y si los encontrara en la calle, en compañía de otros, si los conociera por su rostros y los supiera diferenciar de los que venían con ellos, y si estos hermanos del rico avariento le preguntaran quién era, y quién le enviaba, si tuviera alguna potencia para oír sus palabras? Lo mesmo se puede inquirir del demonio cuando andaba tras Cristo nuestro redentor oyéndole predicar y viendo los milagros que hacía. Y en aquella disputa que ambos tuvieron en el desierto ¿con qué oídos percebía el demonio las palabras y respuestas que Cristo le daba?

Pero tampoco se infiere que si el ánima racional tiene dolor y tristeza, por alterarse su naturaleza con calidades contrarias, que es corruptible ni mortal. Porque las cenizas, con estar compuestas de cuatro elementos y de acto y potencia, no hay agente natural en el mundo que las pueda corromper ni quitarles las calidades que convienen a su naturaleza. El temperamento natural de las cenizas, todos sabemos que es frío y seco; pero, aunque las echemos en el fuego, jamás perderán la frialdad que tienen radical, y aunque estén cien mil años en el agua es imposible, sacadas de ella, quedar con humidad propria y natural. Y con esto, no se puede dejar de confesar que con el fuego reciben calor y con el agua humidad; pero estas dos calidades son, en las cenizas, superficiales y duran poco en el sujeto, porque apartadas del fuego se tornan luego frías, y quitadas del agua no les dura una hora la humidad.

Pero una duda se ofrece en aquel coloquio y disputa que tuvo el rico avariento con Abrahán; y es cómo supo más delicadas razones el ánima de Abrahán que la del rico avariento, habiendo dicho atrás que todas las ánimas racionales (salidas del cuerpo) son de igual perfección y saber. A la cual se puede responder de una de dos maneras.

La primera es que la ciencia y saber que el ánima alcanzó estando en el cuerpo no la pierde cuando el hombre se muere, antes la perfecciona después, desengañándose de algunos errores. El ánima de Abrahán partió de esta vida sapientísima y llena de muchas revelaciones y secretos que Dios le comunicó por ser su amigo. Pero la del rico avariento por fuerza había de salir insipiente, lo uno por el pecado, que cría ignorancia en el hombre, y lo otro porque las riquezas hacen contrario efecto de la pobreza: ésta da ingenio al hombre como adelante probaremos, y la prosperidad se lo quita.

Otra respuesta hay siguiendo nuestra doctrina, y es que la materia en que estas dos ánimas disputaban era teología escolástica, porque saber si estando en el infierno había lugar de misericordia, y si Lázaro podía pasar dende el limbo al infierno, y si convenía enviar al mundo algún muerto que diese noticia a los vivos de los tormentos que en él pasaban los condenados, todos son puntos escolásticos, cuya decisión pertenece al entendimiento como adelante probaré. Y entre las calidades primeras ninguna hay que tanto desbarate a esta potencia como el calor demasiado, del cual estaba bien atormentado el rico avariento. Pero el ánima de Abrahán moraba en un lugar templadísimo, donde tenía gran consuelo y recreación, y así no era mucho que raciocinase mejor. Por donde concluyo que el ánima racional y el demonio se aprovechan para sus obras de las calidades materiales, y que con unas se ofenden y con las contrarias reciben contento, y que por esta razón apetecen estar en unos lugares y huyen de otros, sin ser corruptibles.




ArribaAbajoCapítulo VIII [X de 1594]

Donde se da a cada diferencia de ingenio la ciencia que le responde en particular y se le quita la que es repugnante y contraria


Todas las artes, dice Cicerón, están constituidas debajo de ciertos principios universales, los cuales aprendidos con estudio y trabajo, en fin se vienen a alcanzar; pero el arte de poesía es en esto tan particular, que si Dios o Naturaleza no hacen al hombre poeta, poco aprovecha enseñarle con preceptos y reglas cómo ha de metrificar. Y, así, dice: Caeterarum rerum studia, et doctrina et praeceptis et arte constant; poeta natura ipsa valet et mentis viribus excitatur, et quasi divino quadam spiritu afflatur. Pero en esto no tiene razón Cicerón; porque realmente no hay ciencia ni arte inventada en la república que, si el hombre se pone a estudiarla faltándole el ingenio, salga con ella aunque trabaje en sus preceptos y reglas toda la vida; y si acierta con la que pedía su habilidad natural, en dos días vemos que se halla enseñado. Lo mesmo pasa en la poesía sin diferencia ninguna: que, si el que tiene naturaleza acomodada para ella se da a componer versos, los hace con gran perfección, y si no, para siempre es mal poeta.

Siendo esto así, ya me parece que es tiempo saber, por arte, qué diferencia de ciencia a qué diferencia de ingenio le responde en particular, para que cada uno entienda con distinción (sabida ya su naturaleza) para qué arte tiene disposición natural.

Las artes y ciencias que se alcanzan con la memoria son las siguientes: gramática, latín y cualquier otra lengua; la teórica de la jusrispericia; teología positiva; cosmografía y aritmética.

Las que pertenecen al entendimiento son: teología escolástica; la teórica de la medicina; la dialéctica; la filosofía natural y moral; la práctica de la jusrispericia que llaman abogacía.

De la buena imaginativa nacen todas las artes y ciencias que consisten en figura, correspondencia, armonía y proporción. Estas son: poesía, elocuencia, música, saber predicar, la práctica de la medicina, matemáticas, astrología, gobernar una república, el arte militar; pintar, trazar, escrebir, leer, ser un hombre gracioso, apodador, polido, agudo in agilibus, y todos los ingenios y maquinamientos que fingen los artífices; y también una gracia de la cual se admira el vulgo, que es dictar a cuatro escribientes juntos materias diversas, y salir todas muy bien ordenadas.

De todo esto no podemos hacer evidente demostración, ni probar cada cosa por sí, porque sería nunca acabar. Pero echando la cuenta en tres o cuatro ciencias, en las demás correrá la mesma razón.

En el catálogo de las ciencias que dijimos pertenecer a la memoria, pusimos la lengua latina y las demás que hablan todas las naciones del mundo. Lo cual ningún hombre sabio puede negar; porque las lenguas fue una invención que los hombres buscaron para poder entre sí comunicarse y explicar los unos a los otros sus conceptos, sin haber en ello más misterio ni principios naturales de haberse juntado los primeros inventores, y a buen pláceme, como dice Aristóteles, fingir los vocablos y dar a cada uno su significación. Resultó de allí tanto número dellos y tantas maneras de hablar tan sin cuenta ni razón, que, si no es tiniendo el hombre buena memoria, con ninguna otra potencia es imposible poderse comprender.

Cuán impertinente sea la imaginativa, y el entendimiento, para aprender lenguas y maneras de hablar, pruébalo claramente la niñez, que, con ser la edad en la cual el hombre está más falto de estas dos potencias, con todo eso dice Aristóteles que los niños aprenden mejor cualquiera lengua que los hombres mayores, aunque son más racionales. Y sin que lo diga nadie, nos lo muestra claramente la experiencia, pues vemos que si a Castilla viene a vivir un vizcaíno de treinta o cuarenta años, jamás aprende el romance, y si es muchacho, en dos o tres años parece nacido en Toledo. Lo mesmo acontece en la lengua latina y en todas las demás del mundo, porque todos los lenguajes tienen la mesma razón. Luego, si en la edad que más reina la memoria y menos hay de entendimiento y de imaginación, se aprenden mejor las lenguas que cuando hay falta de memoria y sobra de entendimiento, cierto es que con la memoria se adquieren y no con otra potencia ninguna.

Las lenguas, dice Aristóteles que no se pueden sacar por razón, ni consisten en discurso ni raciocinio; y así es necesario oír a otro el vocablo y la significación que tiene, y guardarlo en la memoria. Y con esto prueba que si el hombre nace sordo, necesariamente ha de ser mudo, por no poder oír a otro el articulación de los nombres ni la significación que los inventores les dieron.

De ser las lenguas un plácito y antojo de los hombres, y no más, se infiere claramente que en todas se pueden enseñar las ciencias, y en cualquiera se dice y declara lo que la otra quiso sentir. Y, así, ninguno de los graves autores fue a buscar lengua extranjera para dar a entender sus conceptos; antes los griegos escribieron en griego, los romanos en latín, los hebreos en hebraico, y los moros en arábigo; y así hago yo en mi español, por saber mejor esta lengua que otra ninguna. Los romanos, como señores del mundo, viendo que era necesario haber una lengua común con que todas las naciones se pudiesen comunicar, y ellos oír y entender a los que venían a pedir justicia y cosas tocantes a su gobernación, mandaron que hubiese escuela, en todos los lugares de su imperio, en la cual se enseñase la lengua latina; y así ha durado hasta el día de hoy.

La teología escolástica es cierto que pertenece al entendimiento, supuesto que las obras de esta potencia son distinguir, inferir, raciocinar, juzgar y eligir; porque ninguna cosa se hace en esta facultad que no sea dudar por inconvenientes, responder con distinción, y contra la respuesta inferir lo que en buena consecuencia se colige, y tornar a responder hasta que se sosiegue el entendimiento.

Pero la mayor probación que en este punto se puede hacer es dar a entender con cuánta dificultad se junta la lengua latina con la teología escolástica, y cómo, de ordinario, no acontesce ser uno juntamente gran latino y profundo escolástico. Del cual efecto admirados algunos curiosos que han dado ya en ello, procuraron buscar la razón y causa de donde podía nacer; y hallaron por su cuenta que como la teología escolástica está escrita en lengua llana y común y los grandes latinos tienen hecho el oído al sabroso y elegante estilo de Cicerón, no se pueden acomodar a ella. Bien les estuviera a los latinos ser ésta la causa; porque forzando el oído con el uso, tuviera remedio su enfermedad. Pero hablando de veras, antes es dolor de cabeza, que mal de oído.

Los que son grandes latinos tienen forzosamente gran memoria, porque de otra manera no se pudieran señalar tanto en una lengua que no era suya. Y porque grande y feliz memoria es como contraria del grande y subido entendimiento en un sujeto, remítele y bájale de punto; y de aquí nace que el que no tiene tan cabal y subido entendimiento (que es la potencia a quien pertenece el distinguir, inferir, raciocinar, juzgar y elegir) no alcanza subido caudal de teología escolástica. El que no se concluyere con esta razón lea a santo Tomás, Escoto, Durando y Cayetano, que son la prima de esta facultad; y hallará grandes delicadezas en sus obras, dichas y escritas en muy llano y común latín. Y no fue otra la causa sino que estos graves autores tuvieron dende niños muy flaca memoria para aventajarse en la lengua latina; pero venidos a la dialéctica, metafísica y teología escolástica, alcanzaron todo lo que vemos por tener grande entendimiento.

De un teólogo escolástico sabré yo decir (y otros muchos que le conocieron y trataron) que, con ser la prima en esta facultad, no solamente no decía elegancias ni cláusulas rodadas al tono de Cicerón, pero leyendo en la cátedra le notaban sus discípulos de muy poco y común latín. Y, así, le aconsejaron -como hombres que ignoraban esta doctrina- que secretamente hurtase algunos ratos al estudio de la teología escolástica y los emplease en leer a Cicerón. El cual, conociendo que era consejo de buenos amigos, no solamente lo procuró remediar en escondido, pero públicamente, en acabando de leer la materia De Trinitate o cómo el Verbo divino pudo encarnar, entraba a oír una lección de latín. Y fue cosa digna de notar que, en mucho tiempo que lo hizo así, no solamente no aprendió nada de nuevo, pero el latín común que antes sabía casi lo vino a perder, por donde le fue forzado leer en romance.

Preguntando Pío IV qué teólogos se habían señalado más en el Concilio tridentino, le dijeron que un singular teólogo español, cuya resolución, argumentos, respuestas y distinciones eran dignas de admiración. Y deseando el Papa ver y conocer un hombre tan señalado, le envió a mandar que se viniese por Roma y le diese cuenta de lo que en el Concilio había pasado. Al cual, puesto en Roma, le hizo muchos favores; entre los cuales le mandó cubrir, y tomándolo por la mano, lo llevó paseando hasta el castillo de Santángelo, y con muy elegante latín le dio cuenta de ciertas obras que en él hacía para fortificarle más, pidiéndole en algunas trazas su parecer. Y respondióle tan embarazadamente por no saber latín, que el embajador de España (que a la sazón era Don Luis de Requesens, Comendador mayor de Castilla) salió a favorecerle con su latín y distraer al Papa a otra materia diferente. En fin, dijo el Papa a los de su Cámara que no era posible saber tanta teología, como decían, un hombre que entendía tan poco latín. Y si como le probó en esta lengua, que es obra de la memoria, y en trazar y edificar, que pertenece a la buena imaginativa, le tentara en cosas tocantes al entendimiento, le dijera divinas consideraciones.

En el catálogo de las ciencias que pertenecen a la imaginativa pusimos al principio la poesía, y no acaso ni con falta de consideración, sino para dar a entender cuán lejos están del entendimiento los que tienen mucha vena para metrificar. Y, así, hallaremos que la mesma dificultad que la lengua latina tiene en juntarse con la teología escolástica, ésta se halla (y mucho mayor sin comparación) entre esta facultad y el arte de metrificar. Y es tan contraria del entendimiento, que por la mesma razón que alguno se señalare notablemente en ella, se puede despedir de todas las ciencias que pertenecen a esta potencia; y también de la lengua latina por la contrariedad que la buena imaginativa tiene con la mucha memoria.

La razón de lo primero no la alcanzó Aristóteles. Pero confirma mi sentencia con una experiencia, diciendo: Marcus, civis Syracusanus, poeta erat praestantior dum mente alionaretur, como si dijera: «Marco siracusano era mejor poeta cuando salía fuera de juicio». Y es la causa que la diferencia de imaginativa a quien pertenece la poesía, es la que pide tres grados de calor; y esta calidad, tan intensa, hemos dicho atrás que echa a perder totalmente el entendimiento. Y así lo notó el mesmo Aristóteles; porque, templándose el Marco siracusano, dice que tenía mejor entendimiento, pero que no acertaba a componer tan bien, por la falta del calor con que obra esta diferencia de imaginativa. De la cual carecía Cicerón, cuando quiriendo escrebir en verso los hechos heroicos de su consulado y el dichoso nacimiento que Roma había tenido en haber sido por él gobernada, dijo así: O fortunatam natam me consule Romam! Y por no entender Juvenal que a un hombre de tal ingenio como Cicerón era ciencia repugnante la poesía, satíricamente le picó diciendo: «Si al tono de este verso tan malo dijeras las filípicas contra Marco Antonio, no te costara la vida».

Peor atinó Platón cuando dijo que la poesía no era ciencia humana, sino revelaciones divinas, porque, no estando los poetas fuera de sí, o llenos de Dios, no podían componer ni decir cosa que tuviese primor. Y pruébalo con una razón, diciendo que, estando el hombre en su libre juicio, no puede metrificar. Pero Aristóteles lo reprende en decir que el arte de poesía no es habilidad humana, sino revelaciones divinas, y admite que el hombre cuerdo y que está en su libre juicio no puede ser poeta; y es la razón que donde hay mucho entendimiento, forzosamente ha de haber falta de imaginativa, a quien pertenece el arte de componer. De lo cual se puede hacer mayor demostración sabiendo que después de haber Sócrates aprendido el arte poética con todos sus preceptos y reglas, no pudo hacer un verso. Y por lo menos fue juzgado en el oráculo de Apolo por el hombre más sabio del mundo.

Y, así, tengo por cosa llana que el muchacho que saliere con notable vena para metrificar, y que con liviana consideración se le ofrecieren muchos consonantes, que ordinariamente corre peligro en saber con eminencia la lengua latina, la dialéctica, filosofía, medicina y teología escolástica, y las demás artes y ciencias que pertenecen al entendimiento y memoria. Y así lo vemos por experiencia: que si a un muchacho destos le damos que aprenda un nominativo de memoria, no lo tomará en dos ni tres días; y si es un pliego de papel escrito en metro para representar alguna comedia a dos vueltas que le dé se le fija en la cabeza. Estos se pierden por leer en libros de caballerías, en Orlando, en Boscán, en «Diana» de Montemayor y otros así; porque todas éstas son obras de imaginativa. Pues ¿qué diremos del canto de órgano y de los maestros de capilla, cuyo ingenio es ineptísimo para el latín y para todas las demás ciencias que pertenecen al entendimiento y memoria? La mesma cuenta lleva el tañer y todo género de música.

Por estos tres ejemplos que hemos traído, del latín, de la teología escolástica y de la poesía, entenderemos que es verdadera esta doctrina y que hemos hecho bien el repartimiento, aunque de las demás artes no hagamos particular demostración.

El escrebir descubre también la imaginativa. Y, así, pocos hombres de grande entendimiento vemos que hacen buena letra, de lo cual tengo yo notados muchos ejemplos a este propósito. Especialmente conocí un teólogo doctísimo que, corrido de ver cuán mala letra hacía, no osaba escrebir cartas a nadie ni responder a las que le enviaban, hasta que determinó traer secretamente a su casa un maestro que le enseñase alguna forma razonable, con que pudiese pasar. Y trabajando muchos días en ello, fue tiempo tan perdido, que ninguna cosa aprovechó; y, así, de aborrecido lo dejó, espantado el maestro que le enseñaba de ver un hombre tan docto en su facultad y tan inhábil para escrebir. Pero yo que sé muy cierto que el escrebir muy bien es obra de la imaginativa, lo tuve por efecto natural. Y si alguno lo quisiere ver y notar, considere los estudiantes que ganan de comer en las Universidades a trasladar papeles de buena letra; y hallará que saben poca gramática, poca dialéctica y poca filosofía, y si estudian medicina o teología no ahondan nada. Y, así, el muchacho que con la pluma supiere dibujar un caballo muy bien sacado, y un hombre con buena figura, y hiciere unos buenos lazos y rasgos, no hay que ponerle en ningún género de letras, sino con un buen pintor que leg facilite su naturaleza con el arte.

El leer bien y con facilidad descubre también una especie de imaginativa. Y si es cosa muy notable, no hay que gastar el tiempo en letras, sino hacerle que gane su vida a leer procesos. En esto hay una cosa digna de notar; y es que la diferencia de imaginativa que hace a los hombres graciosos, decidores y apodadores es contraria de la que ha menester el hombre para leer con facilidad. Y, así, ninguno que sea muy donoso puede aprender a leer si no es tropezando y mintiendo.

El saber jugar a la primera, y hacer envites falsos y verdaderos, y el querer y no querer a su tiempo, y por conjeturas conocer el punto de su contrario, y saberse descartar es obra que pertenece a la imaginativa. Lo mesmo es el juego de los cientos; y el trunfo, aunque no tanto como la primera de Alemania. Y no solamente hace prueba y demostración de esta diferencia de ingenio, pero aun descubre todas las virtudes y vicios del hombre, porque cada momento se ofrecen en este juego ocasiones en las cuales da el hombre muestra de lo que también haría en otras cosas mayores viéndose en ellas.

El juego del ajedrez es una de las cosas que más descubren la imaginativa, por donde el que alcanzare delicadas tretas y diez o doce lances juntos en el tablero corre peligro en las ciencias que pertenecen al entendimiento y memoria (si no es que hace junta de dos o tres potencias, como ya lo habemos notado). La cual doctrina si alcanzara un teólogo escolástico doctísimo que yo conocí, cayera en la cuenta de una cosa que dudaba. Este jugaba con un criado suyo muchas veces; y, perdiendo, le decía de corrido: «¿Qué es esto, Fulano, que ni sabéis latín ni dialéctica ni teología, aunque lo habéis estudiado, y me ganáis vos a mí, estando lleno de Escoto y de santo Tomás? ¿Es posible que vos tenéis mejor ingenio que yo? No puedo creer verdaderamente sino que el diablo os revela a vos estas tretas». Y era el misterio que el amo tenía grande entendimiento, con el cual alcanzaba las delicadeces de Escoto y de santo Tomás, y era falto de aquella diferencia de imaginativa con que se juega al ajedrez; y el mozo era de ruin entendimiento y memoria, y muy delicada imaginativa.

Los estudiantes que tienen los libros compuestos, el aposento bien aderezado y barrido, cada cosa en su lugar y en su clavo colgada, tienen cierta diferencia de imaginativa muy contraria del entendimiento y memoria. El mesmo ingenio alcanzan los hombres polidos, bien aseados, y andan a buscar los pelillos de la ropa y se ofenden con las rugas del vestido. Esto cierto es que nace de la imaginativa; porque si un hombre no sabía metrificar y era desaliñado, si por ventura se enamora, dice Platón que luego se hace poeta y muy aseado y limpio; porque el amor calienta y deseca el celebro, que son las calidades que avivan la imaginativa. Lo mesmo nota Juvenal que hace la indignación, que es pasión también que calienta el celebro: si natura negat, facit indignatio versum.

Los graciosos, decidores, apodadores y que saben dar una matraca, tienen cierta diferencia de imaginativa muy contraria del entendimiento y memoria. Y, así, jamás salen con la gramática, dialéctica, teología escolástica, medicina ni leyes; pues que sí son agudos in agilibus, mañosos para cualquiera cosa que toman a hacer, prestos en hablar y responder a propósito. Éstos son proprios para servir en palacio, para solicitadores, procuradores de causas, para mercaderes y tratantes, para comprar y vender, pero no para letras. Con éstos, se engaña mucho la gente vulgar viéndolos tan mañosos para todas las cosas; y, así, les parece que si se dieran a letras salieran grandes hombres; y realmente no hay ingenio para ellas más repugnante.

Los muchachos que se tardaren mucho en hablar tienen humidad demasiada en la lengua y también en el celebro; la cual gastada con el discurso del tiempo, vienen después elocuentísimos y muy habladores por la grande memoria que se les hace moderándose la humidad. Lo cual sabemos de atrás que le aconteció a aquel famoso orador Demóstenes, de quien dijimos que se había espantado Cicerón por la rudeza que de muchacho tenía en hablar y, de grande ser tan elocuente.

También los muchachos que tienen buena voz y gorjean mucho de garganta son ineptísimos para todas las ciencias; y es la razón que son fríos y húmidos, las cuales dos calidades, estando juntas, dijimos atrás que echan a perder la parte racional. Los estudiantes que sacaren la lición puntualmente como la dice el maestro y así la refieren, es indicio de buena memoria, pero el entendimiento lo ha de pagar.

Algunos problemas y dudas se ofrecen en esta doctrina, la respuesta de los cuales por ventura dará más luz para entender que es verdad lo que decimos.

El primero es: ¿de dónde nace que los grandes latinos son más arrogantes y presuntuosos en saber que los hombres muy doctos en aquel género de letras que pertenecen al entendimiento? En tanto que, para dar a entender el refrán qué cosa es gramático, dice de esta manera: grammaticus ipsa arrogantia est; como si dijera: «el gramático no es otra cosa sino la mesma arrogancia».

El segundo es: ¿en qué va ser la lengua latina tan repugnante al ingenio de los españoles y tan natural a los franceses, italianos, alemanes, ingleses y a los demás que habitan el Septentrión? Como parece por sus obras: que por el buen latín conocemos ya que es extranjero el autor, y por el bárbaro y mal rodado sacamos que es español.

El tercero es: ¿cómo las cosas que dicen y escriben en lengua latina suenan mejor, abultan más y tienen mayor elegancia que en otra cualquier lengua por buena que sea, habiendo dicho atrás que todas las lenguas no es más que un antojo y plácito de aquellos que las inventaron, sin tener fundamento en naturaleza?

La cuarta duda es: ¿de qué manera se compadece que, estando escritas en latín todas las ciencias que pertenecen al entendimiento y que las pueden estudiar y leer en los libros aquellos que son faltos de memoria, siéndoles por esta razón repugnante la lengua latina?

Al primer problema se responde que, para conocer si un hombre es falto de entendimiento, no hay más cierta señal que verle altivo, hinchado, presuntuoso, amigo de honra, puntuoso y lleno de cirimonias. Y es la razón que todas éstas son obras de una diferencia de imaginativa que no pide más que un grado de calor, con el cual bien se compadece la mucha humidad que pide la memoria, por no tener fuerza para la resolver. Por el contrario, es indicio infalible que, siendo un hombre naturalmente humilde, menospreciado de sí y de sus cosas, y que no solamente no se jacta ni alaba, pero se ofende con los loores que otros le dan y se afrenta con los lugares y cirimonias honrosas, bien lo pueden señalar por hombre de grande entendimiento y poca imaginativa y memoria. (Dije naturalmente humilde: porque, si lo es con artificio, no es cierta señal). De aquí es que, como los gramáticos son hombres de gran memoria y hacen junta con aquella diferencia de imaginativa, forzosamente son faltos de entendimiento y tales cuales dice el refrán.

Al segundo problema se responde que, buscando Galeno el ingenio de los hombres por el temperamento de la región que habitan, dice que los que moran debajo el Septentrión todos son faltos de entendimiento; y los que están sitiados entre el Septentrión y la tórrida zona son prudentísimos. La cual postura responde puntualmente a nuestra región, y es cierto así. Porque España, ni es tan fría como los lugares del Norte, ni tan caliente como la tórrida zona. La mesma sentencia trae Aristóteles preguntando por qué los que habitan tierras muy frías son de menos entendimiento que los que nacen en las más calientes; y en la respuesta trata muy mal a los flamencos, alemanes, ingleses y franceses, diciendo que su ingenio es como el de los borrachos, por la cual razón no puede inquirir ni saber la naturaleza de las cosas. Y la causa de esto es la mucha humidad que tienen en el celebro y en las demás partes del cuerpo; y así lo muestran la blancura del rostro y el color dorado del cabello, y que por maravilla se halla un alemán que sea calvo; y con esto, todos son crecidos y de larga estatura, por la mucha humidad, que hace dilatables las carnes. Todo lo cual se hace al revés en los españoles: son un poco morenos, el cabello negro, medianos de cuerpo, y los más los vemos calvos; la cual disposición dice Galeno que nace de estar caliente y seco el celebro. Y si esto es verdad, forzosamente han de tener ruin memoria y grande entendimiento; y los alemanes, grande memoria y poco entendimiento. Y, así, los unos no pueden saber latín, y los otros lo aprenden con facilidad. La razón que trae Aristóteles para probar el poco entendimiento de los que habitan debajo de Septentrión es que la mucha frialdad de la región revoca el calor natural adentro por antiparistasis, y no le deja disipar. Y, así, tiene mucha humidad y calor, por donde juntan gran memoria para las lenguas, y buena imaginativa, con la cual hacen relojes, suben el agua a Toledo, fingen maquinamientos y obras de mucho ingenio, las cuales no pueden fabricar los españoles por ser faltos de imaginativa. Pero metidos en dialéctica, filosofía, teología escolástica, medicina y leyes, más delicadezas dice un ingenio español en sus términos bárbaros, que un extranjero sin comparación, porque sacados éstos de la elegancia y policía con que lo escriben, no dicen cosa que tenga invención ni primor. En comprobación de esta doctrina, dice Galeno in Scithiis, unus vir factus est philosophus: Athenis autem multi tales; como si dijera: «en Escitia (que es una provincia que está debajo el Septentrión) por maravilla sale un hombre filósofo, y en Atenas todos nacen prudentes y sabios». Pero aunque a estos septentrionales les repugna la filosofía y las demás ciencias que hemos dicho, viéneles muy bien las matemáticas y astrología, por tener buena imaginativa.

La respuesta del tercer problema depende de una cuestión que hay entre Platón y Aristóteles muy celebrada. El uno dice que hay nombres proprios que naturalmente significan las cosas y que es menester mucho ingenio para hallarlos; la cual opinión favorece la divina Escritura diciendo que Adán ponía a cada cosa de las que Dios le puso delante el proprio nombre que le convenía. Pero Aristóteles no quiere conceder que haya, en ninguna lengua, nombre ni manera de hablar que signifique naturalmente la cosa, porque todos los nombres son fingidos y hechos al antojo y voluntad de los hombres. Y, así, parece por experiencia que el vino tiene más de sesenta nombres y el pan otros tantos, en cada lengua el suyo, y de ninguno se puede afirmar que es el natural y conviniente, porque de él usarían todos los hombres del mundo. Pero con todo eso, la sentencia de Platón es más verdadera. Porque puesto caso que los primeros inventores fingieron los vocablos a su plácito y voluntad, pero fue un antojo racional, comunicado con el oído, con la naturaleza de la cosa, con la gracia y donaire en el pronunciar, no haciendo los vocablos cortos ni largos, ni fuese menester mostrar fealdad en la boca al tiempo de pronunciar, asentando el acento en su conveniente lugar, y guardando otras condiciones que ha de tener la lengua para ser elegante y no bárbara. Desta opinión de Platón fue un caballero español cuyo entretenimiento era escrebir libros de caballerías, porque tenía cierta diferencia de imaginativa que convida al hombre a ficciones y mentiras. Deste se cuenta que, introduciendo en sus obras un gigante furioso, anduvo muchos días imaginando un hombre que respondiese enteramente a su bravosidad; y jamás lo pudo encontrar hasta que, jugando un día a los naipes en casa de un amigo suyo, oyó decir al señor de la posada: «Hola, muchacho, tra qui tantos a esta mesa». El caballero, como oyó este nombre traquitantos, luego le hizo buena consonancia en los oídos, y sin más aguardar se levantó diciendo: «Señores, yo no juego más, porque ha muchos días que ando buscando un nombre que cuadrase con un gigante furioso que introduzgo en esos borrones que compongo y no lo he podido hallar hasta que vine a esta casa donde siempre recibo toda merced». La curiosidad de este caballero en llamar al gigante Traquitantos tuvieron los primeros inventores de la lengua latina, y así hallaron un lenguaje de tan buena consonancia a los oídos. Por donde no hay que espantar que las cosas que se dicen y escriben en latín suenan tan bien, y en las demás lenguas tan mal, por haber sido bárbaros sus primeros inventores.

La postrera me fue forzado ponerla por satisfacer a muchos que han dado en ella, siendo muy fácil la solución. Porque los que tienen grande entendimiento no están totalmente privados de memoria; que, a no la tener, era imposible discurrir el entendimiento ni raciocinar, porque esta potencia es la que tiene la materia y los fantasmas sobre que se ha de especular. Pero por ser remisa, de tres grados de perfección que se pueden alcanzar en la lengua latina (que son entenderla, escrebirla y hablarla bien), no puede pasar del primero, si no es mal y tropezando.




ArribaAbajoCapítulo IX [XI de 1594]

Donde se prueba que la elocuencia y policía en hablar no puede estar en los hombres de grande entendimiento


Una de las gracias por donde más se persuade el vulgo a pensar que un hombre es muy sabio y prudente es oírle hablar con grande elocuencia: tener ornamento en el decir, copia de vocablos dulces y sabrosos, traer muchos ejemplos acomodados al propósito que son menester. Y, realmente, nace de una junta que hace la memoria con la imaginativa en grado y medio de calor, el cual no puede resolver la humidad del celebro y sirve de levantar las figuras y hacerlas bullir, por donde se descubren muchos conceptos y cosas que decir.

En esta junta es imposible hallarse el entendimiento, porque ya hemos dicho y probado atrás que esta potencia abomina grandemente el calor, y la humidad no la puede sufrir. La cual doctrina si alcanzaran los atenienses, no se espantaran tanto de ver un hombre tan sabio como Sócrates y que no supiese hablar; del cual decían los que entendían lo mucho que sabía que sus palabras y sentencias eran como unas cajas de madera tosca y sin cepillar por defuera, pero, abiertas, había dentro en ellas dibujos y pinturas dignas de admiración.

En la mesma ignorancia han estado los que, quiriendo dar razón y causa de la oscuridad y mal estilo de Aristóteles, dijeron que de industria, y por querer que sus obras tuviesen autoridad, escribió en jirigonza y con tal mal ornamento de palabras y maneras de hablar. Y si consideramos también el proceder tan duro de Platón y la brevedad con que escribe, la oscuridad de sus razones, la mala colocación de las partes de la oración, hallaremos que no es otra la causa.

¡Pues qué si leemos las obras de Hipócrates, los hurtos que hace de nombres y verbos, el mal asiento de sus dichos y sentencias, la mala trabazón de sus razones, lo poco que se le ofrece que decir para llenar los vacíos de su doctrina! ¿Qué más sino que, quiriendo dar muy larga cuenta a Damageto, su amigo, de cómo Artajerjes, rey de los persas, lo envió a llamar prometiéndole todo el oro y la plata que él quisiese y que le contaría entre los grandes de su reino (habiendo sobre esto muchas demandas y respuestas), dijo así: Persarum rex nos accersivit, ignarus quod apud me maior est sapientiae ratio quam auri. Vale; como si dijera: «el rey de los persas me envió a llamar, no sabiendo que yo estimo más la sabiduría que el oro». La cual materia si tomara entre manos Erasmo, o cualquier otro hombre de buena imaginativa y memoria como él, era poco para dilatarla una mano de papel.

¿Pero quién se atreviera a ejemplificar esta doctrina en el ingenio natural de san Pablo y afirmar que era hombre de grande entendimiento y poca memoria, y que no podía (con sus fuerzas) saber lenguas ni hablar en ellas con ornamento y policía, si él no dijera así: nihil me minus feccisse a magnis apostolis existimo, nam etsi imperitus sum sermone, sed non scientia; como si dijera: «yo bien confieso que no sé hablar, pero en ciencia y saber ningún apóstol de los grandes me hace ventaja». La cual diferencia de ingenio era tan apropriada para la publicación del Evangelio, que ninguna otra se podía elegir mejor. Porque ser el publicador elocuente y tener mucho ornamento de palabras no convenía, atento que la fuerza de los oradores de aquel tiempo se descubría en que hacían entender al auditorio las cosas falsas por verdaderas; y lo que el vulgo tenía recebido por bueno y provechoso, usando ellos de los preceptos de su arte, persuadían lo contrario, y defendían que era mejor ser pobre que rico, y estar enfermo que sano, y ser necio que sabio; y otras cosas que manifiestamente eran contra la vulgar opinión. Por la cual razón los llamaban los hebreos gevañin, que quiere decir engañadores. Lo mesmo le pareció a Catón el Mayor, y tuvo por peligrosa la estada de éstos en Roma, viendo que las fuerzas del imperio romano estaban fundadas en las armas, y éstos comenzaban ya a persuadir que era bien que la juventud romana las dejase y se diese a este género de sabiduría; y así, con brevedad los mandó luego desterrar de Roma y que no estuviesen más en ella.

Pues si Dios buscara un predicador elocuente y con ornamento en el decir, y entrara en Atenas o en Roma afirmando que en Jerusalén habían crucificado los judíos a un hombre que era Dios verdadero, y que había muerto de su propia y agradable voluntad por redimir los pecadores, y que resucitó al tercero día, y que subió a los cielos donde ahora está ¿qué había de pensar el auditorio sino que este tema era alguna estulticia y vanidad de aquellas que los oradores suelen persuadir con la fuerza de su arte? Por tanto, dijo san Pablo: non enim misit me Chtistus baptizare, sed evangelizare; non in sapientia verbi, ut non evacuetur crux Christi; como si dijera: «no me envió Cristo a baptizar sino a predicar, y no con oratoria, porque no pensase el auditorio que la cruz de Cristo era alguna vanidad de las que suelen persuadir los oradores». El ingenio de san Pablo era apropriado para este ministerio; porque tenía grande entendimiento para defender y probar, en las sinagogas y en la gentilidad, que Jesucristo era el Mesías prometido en la ley, y que no había que esperar otro ninguno. Y, con esto, era de poca memoria; por donde no pudo saber hablar con ornamento de palabras dulces y sabrosas. Y esto era lo que la publicación del Evangelio había menester.

Por esto no quiero decir que san Pablo no tuviese don de lenguas, sino que en todas hablaba de la manera que en la suya. Ni tampoco tengo entendido que, para defender el nombre de Cristo, bastaban las fuerzas de su grande entendimiento, si no estuviera de por medio la gracia y auxilio particular que Dios para ello le dio. Sólo quiero sentir que los dones sobrenaturales obran mejor cayendo sobre buena naturaleza, que si el hombre fuese de suyo torpe y nescio. A esto alude aquella doctrina de san Jerónimo, que trae en el proemio que hace sobre Isaías y Jeremías, preguntando qué es la causa que siendo el mesmo Espíritu Santo el que hablaba por la boca de Jeremías e Isaías, el uno proponga las cosas que escribe con tanta elegancia, y Jeremías apenas sabe hablar. A la cual duda responde que el Espíritu Santo se acomoda a la manera natural que tiene de proceder cada profeta, sin variarles la gracia su naturaleza ni enseñarles el lenguaje con que han de publicar la profecía. Y, así, es de saber que Isaías era un caballero ilustre, criado en corte y en la ciudad de Jerusalén, por la cual razón tenía ornamento y policía en el hablar; pero jeremías era nacido y criado en una aldea de Jerusalén que se llamaba Anatotites, basto y rudo en el proceder como aldeano; y de este mesmo estilo se aprovechó el Espíritu Santo en la profecía que le comunicó. Lo mesmo se ha de decir de las epístolas de san Pablo: que el Espíritu Santo presidía en él cuando las escribió, para que no pudiese errar; pero el lenguaje y manera de hablar era el natural de san Pablo, acomodado y proprio a la doctrina que escrebía, porque la verdad y la teología escolástica aborrecen la muchedumbre de palabras.

Con la teología positiva muy bien se junta pericia de lenguas y el ornamento y policía en hablar. Porque esta facultad pertenece a la memoria y no es más que un montón de dichos y sentencias católicas tomadas de los doctores sagrados y de la divina Escritura, y guardadas en esta potencia; como lo hace un gramático con las flores de los poetas Virgilio, Horacio, Terencio y de los demás autores latinos que lee, el cual, conociendo la ocasión de recitarlos, sale luego con un pedazo de Cicerón o de Quintiliano, con que muestra al auditorio su erudición. Los que alcanzan esta junta de imaginativa con memoria, y trabajan en recoger el grano de todo lo que ya está dicho y escrito en su facultad, y lo traen en conveniente ocasión con grande ornamento de palabras y graciosas maneras de hablar, es tanto lo inventado en todas las ciencias, que parece a los que ignoran esta doctrina que es grande su profundidad. Y realmente son muy someros, porque llegándolos a tentar en los fundamentos de aquello que dicen y afirman, descubren la falta que tienen. Y es la causa que con tanta copia de decir y con tanto ornamento de palabras no se puede juntar el entendimiento, a quien pertenece saber de raíz la verdad. Destos dijo la divina Escritura: ubi verba sunt plurima, ibi frequenter egestas; como si dijera: «el hombre que tiene muchas palabras, ordinariamente es falto de entendimiento y prudencia».

Los que alcanzan esta junta de imaginativa y memoria entran con grande ánimo a interpretar la divina Escritura, pareciéndoles que por saber mucho hebreo, mucho griego y latín, tienen el camino andado para sacar el espíritu verdadero de la letra. Y realmente van perdidos: lo uno, porque los vocablos del texto divino y sus maneras de hablar tienen otras muchas significaciones fuera de las que supo Cicerón en latín; lo otro, que a los tales les falta el entendimiento, que es la potencia que averigua si un espíritu es católico o depravado. Ésta es la que puede elegir (con la gracia sobrenatural), de dos o tres sentidos que salen de una letra, el que es más verdadero y católico.

Los engaños dice Platón que nunca acontescen en las cosas disímiles y muy diferentes, sino cuando ocurren muchas que tienen gran similitud. Porque si a una vista perspicaz le pusiésemos delante un poco de sal, azúcar, harina y cal, todo molido y cernido y cada cosa por sí ¿qué haría un hombre que careciese de gusto si con los ojos hubiese de conocer cada polvo de éstos sin errar, diciendo «esto es sal», «esto, azúcar», «esto, harina» y «esto, cal»? Yo no dudo sino que se engañaría, por la gran similitud que entre sí tienen estas cosas. Pero si el un montón fuese de trigo, otro de cebada, otro de paja, otro de tierra y otro de piedra, cierto es que no se engañaría en poner nombre a cada montón aunque tuviese poca vista, por ser cada uno de tan varia figura. Lo mesmo vemos que acontesce cada día en los sentidos y espíritus que dan los teólogos a la divina Escritura: que mirados dos o tres, a la primera muestra todos tienen apariencia de católicos y que consuenan bien con la letra, y realmente no lo son ni quiso el Espíritu Santo decir aquello.

Para elegir de estos sentidos el mejor y reprobar el malo, es cierto que no se aprovecha el teólogo de la memoria ni de la imaginativa, sino del entendimiento. Y, así, digo que el teólogo positivo ha de consultar al escolástico y pedirle que, de aquellos sentidos, le elija el que le pareciere mejor, si no quiere amanecer en la Inquisición. Por esta causa los herejes aborrecen tanto la teología escolástica y procuran desterrarla del mundo, porque distinguiendo, infiriendo, raciocinando y juzgando se viene a saber la verdad y descubrir la mentira.




ArribaAbajoCapítulo X [XII de 1594]

Donde se prueba que la teórica de la teología pertenece al entendimiento y el predicar, que es su práctica, a la imaginativa


Problema es muy preguntado (no solamente de la gente docta y sabia, pero aun los hombres vulgares han caído ya en la cuenta y lo ponen cada día en cuestión) qué sea la razón y causa que en siendo un teólogo grande hombre de escuelas, en disputar agudo, en responder fácil, en escrebir y leer de admirable doctrina, y subido en un púlpito no sabe predicar; y por lo contrario, en saliendo galano predicador, elocuente, gracioso y que se lleva la gente tras sí, por maravilla sabe mucha teología escolástica. Por donde no admiten por buena consecuencia: «Fulano es gran teólogo escolástico, luego será gran predicador»; ni quieren conceder al revés: «Es gran predicador, luego sabe mucha teología escolástica»; porque, para deshacer la una consecuencia y la otra, se le ofrecerán a cualquiera más instancias que cabellos tenga en la cabeza.

Ninguno hasta ahora ha podido responder a esta pregunta más de lo ordinario, que es atribuirlo todo a Dios y a la distribución de sus gracias. Y paréceme muy bien, ya que no saben la causa más en particular. La respuesta de esta duda en alguna manera la dejamos dada en el capítulo pasado, pero no tan en particular como conviene; y fue que la teología escolástica pertenece al entendimiento. Ahora decimos y queremos probar que el predicar (que es su práctica) es obra de la imaginativa; y así como es dificultoso juntar en un mesmo celebro grande entendimiento y mucha imaginativa, de la mesma manera no se puede compadecer que uno sea gran teólogo escolástico y famoso predicador. Y que la teología escolástica sea obra del entendimiento ya lo dejamos demostrado atrás, probando la repugnancia que tenía con la lengua latina; por donde no será necesario volver a ello otra vez. Sólo quiero dar a entender que la gracia y donaire que tienen los buenos predicadores, con la cual atraen a sí el auditorio y lo tienen contento y suspenso, todo es obra de la imaginativa, y parte de ello de la buena memoria.

Y para que mejor me pueda explicar y hacerlo tocar con la mano, es menester suponer primero que el hombre es animal racional, sociable y político; y porque su naturaleza se habilitase más con el arte, inventaron los filósofos antiguos la dialéctica, para enseñarle como había de raciocinar, con qué preceptos y reglas, cómo había de difinir las naturalezas de las cosas, distinguir, dividir, inferir, raciocinar, juzgar y eligir, sin las cuales obras es imposible ningún artífice poderse pasar. Y para poder ser sociable y político, tenía necesidad de hablar y dar a entender a los demás hombres las cosas que concebía en su ánimo; y porque no las explicase sin orden ni concierto, inventaron otra arte que llaman retórica, la cual con sus preceptos y reglas le hermosea su habla con polidos vocablos, con elegantes maneras de decir, con afectos y colores graciosos.

Pero así como la dialéctica no enseña al hombre a discurrir y a raciocinar en sola una ciencia, sino en todas sin distinción, de la mesma manera la retórica muestra hablar en la teología, en la medicina, en la jurispericia, en el arte militar y en todas las demás ciencias y conversaciones que tratan los hombres. De suerte que si queremos fingir un perfecto dialéctico o consumado orador, no se podría considerar sin que supiese todas las ciencias, porque todas son de su jurisdicción, y en cualquiera de ellas sin distinción podría ejercitar sus preceptos; no como la medicina, que tiene limitada la materia sobre que ha de tratar; y la filosofía natural, moral, metafísica, astrología y las demás. Y, por tanto, dijo Cicerón: oratorem, ubicumque constiterit, constitere in suo; y en otra parte dice: in oratore perfecto inest omnis philosophorum scientia. Y por esta causa dijo el memos Cicerón que no había artífice más dificultoso de hallar, que un perfecto orador; y con más razón lo dijera si supiera la repugnancia que había en juntar todas las ciencias en un particular.

Antiguamente se habían alzado con el nombre y oficio de orador los jurisperitos, porque la perfección de la abogacía pedía el conocimiento y pericia de todas las artes del mundo, a causa de que las leyes juzgan a todos y, para saber la defensión que cada arte tiene por sí, era necesario tener particular noticia de todas; y, así, dijo Cicerón: nemo est in oratorum numero habendum qui non sit omnibus artibus perpolitus. Pero viendo que era imposible aprender todas las ciencias, lo uno por la brevedad de la vida, y lo otro por ser el ingenio del hombre tan limitado, lo dejaron caer, contentándose en la necesidad con dar crédito a los peritos de aquel arte que defienden, y no más.

Tras esta manera de defender las causas, sucedió luego. la doctrina evangélica, la cual se podía persuadir con el arte de oratoria mejor que cuantas ciencias hay en el mundo, por ser la más cierta y verdadera. Pero Cristo nuestro redentor mandó a san Pablo que no la predicase in sapientia verbi, porque no pensasen las gentes que era alguna mentira bien ordenada como aquellas que los oradores solían persuadir con la fuerza de su arte. Pero ya recebida la fe, y de tantos años atrás, bien se permite predicar con lugares retóricos y aprovecharse del bien decir y hablar, por no haber ahora el inconveniente que cuando predicaba san Pablo; antes vemos que hace más provecho el predicador que tiene las condiciones de perfecto orador, y le sigue más gente, que el que no usa de ellas. Y es la razón muy clara. Porque si los antiguos oradores hacían entender al pueblo las cosas falsas por verdaderas, aprovechándose de sus preceptos y reglas, mejor se convencerá el auditorio cristiano persuadiéndole con artificio aquello mesmo que él tiene ya entendido y creído. Aliende que la divina Escritura es en cierta manera todas las cosas, y para su verdadera interpretación son menester todas las ciencias, conforme aquel dicho tan celebrado: missit ancillas suas vocare ad arcem.

Esto no es menester encargarlo a los predicadores de nuestro tiempo, ni avisarlos que lo pueden ya hacer, porque su estudio particular (fuera del provecho que pretenden hacer con su doctrina) es buscar un buen tema a quien puedan aplicar a propósito muchas sentencias galanas traídas de la divina Escritura, de los sagrados doctores, de poetas, historiadores, médicos y legistas, sin perdonar ciencia ninguna, hablando copiosamente, con elegancia y dulces palabras; con todo lo cual dilatan y ensanchan el tema una hora, y dos si es menester. Esto proprio dice Cicerón que profesaba el perfecto orador en su tiempo: vis oratoris professioque ipsa bene dicendi hoc suscipere ac polliceri videtur, ut omni de re quacumque sit proposita, ab eo ornate copioseque dicatur.

Luego, si probáremos que las gracias y condiciones que ha de tener el perfecto orador, todas pertenecen a la imaginativa y memoria, tenemos entendido que el teólogo que las alcanzare será muy gran predicador; pero, metido en la doctrina de santo Tomás y Escoto, sabrá muy poco de ella, por ser ciencia que pertenece al entendimiento; de la cual potencia ha de tener por fuerza gran remisión.

Qué cosas sean aquellas que pertenecen a la imaginativa y con qué señales se han de conocer ya lo hemos dicho atrás, y ahora lo tornaremos a referir para refrescar la memoria. Todo aquello que dijere buena figura, buen propósito y encaje, todas son gracias de la imaginativa, como son los donaires, apodos, motes y comparaciones.

Lo primero que ha de hacer el perfecto orador, tiniendo ya el tema en las manos, es buscar argumentos y sentencias acomodadas con que dilatarle y probarle; y no con cualesquiera palabras, sino con aquellas que hagan buena consonancia en los oídos. Y, así, dijo Cicerón: oratorem eum esse puto qui, et verbis ad audiendum iocundis, et sententiis accommodatis ad probandum, uti possit. Esto cierto es que pertenece a la imaginativa, pues hay en ello consonancia de palabras graciosas y buen propósito en las sentencias.

La segunda gracia que no le ha de faltar al perfecto orador es tener mucha invención o mucha lición. Porque si está obligado a dilatar y probar cualquier tema que se le ofreciere con muchos dichos y sentencias traídas a propósito, ha menester tener muy subida imaginativa, que sea como perro ventor que le busque y traiga la caza a la mano; y, cuando faltare qué decir, lo finja como si realmente fuera así. Por eso dijimos atrás que el calor era el instrumento con que obraba la imaginativa, porque esta calidad levanta las figuras y las hace bullir, por donde se descubre todo lo que hay que ver en ellas. Y, si no, hay más que considerar: tiene fuerza la imaginativa, no solamente de componer una figura posible con otra, pero aun las que son imposibles, según orden de Naturaleza, las junta y de ellas vienen a hacer montes de oro y bueyes volando.

En lugar de la invención propria, se pueden aprovechar los oradores de la mucha lección, ya que les falte la imaginativa; pero, en fin, lo que enseñan los libros es caudal finito y limitado, y la propria invención es como la buena fuente que siempre da agua fresca y de nuevo. Para retener lo leído es necesario tener mucha memoria, y para recitarlo delante del auditorio con facilidad no se puede hacer sin la mesma potencia; y, así, dijo Cicerón: is orator erit (mea quidem sententia), hoc tan gravi dignus nomine, qui quaecumque res incideit quae sit dictione explicanda, prudenter, copiose, ornate et memoriter dicat; como si dijera: «este orador será digno de tan grave nombre, que pudiere orar sobre cualquier tema que se le ofreciere, con prudencia (que es acomodarse bien al auditorio, al lugar, al tiempo y ocasión), copiosamente, con ornato de palabras dulces y sabrosas, y recitadas de memoria». La prudencia ya hemos dicho y probado atrás que pertenece a la imaginativa; la copia de vocablos y sentencias, a la memoria; el ornamento y atavío, a la imaginativa; y recitar tantas cosas sin tropezar ni repararse, cierto es que se hace con la buena memoria.

A propósito de lo que dijo Cicerón, que el buen orador ha de hablar de memoria y no por escrito, es de saber que el maestro Antonio de Librija había venido ya a tanta falta de memoria, por la vejez, que leía por un papel la lición de retórica a sus discípulos; y como era tan eminente en su facultad y tenía su intención bien probada, no miraba nadie en ello. Pero lo que no se pudo sufrir fue que, muriendo éste repentinamente de apoplejía, encomendó la Universidad de Alcalá el sermón de sus obsequias a un famoso predicador, el cual inventó y dispuso lo que habría de decir como mejor pudo. Pero fue el tiempo tan breve, que no hubo lugar de tomarlo de memoria; y así se fue al púlpito con el papel en la mano, y entró diciendo así: «Lo que este ilustre varón acostumbraba hacer, leyendo a sus discípulos, eso mesmo traigo yo determinado de hacer a su imitación, porque fue su muerte tan repentina y el mandarme que yo predicase en sus obsequias tan acelerado, que no ha habido lugar ni tiempo de estudiar lo que convenía decir, ni para recogerlo en la memoria. Lo que yo he podido trabajar esta noche traigo escrito en este papel: suplico a vuestras mercedes lo oigan con paciencia y me perdonen la poca memoria». Pareció tan mal al auditorio esta manera de predicar por escrito y con el papel en la mano, que todo fue sonreír y murmurar. Y, así, dijo muy bien Cicerón que se había de orar de memoria y no por escrito. Este predicador, realmente, no tenía propria invención: todo lo había de sacar de los libros y para esto es menester mucho estudio y memoria. Pero los que toman de su cabeza la invención, ni han menester estudiar, ni tiempo, ni memoria; porque todo se lo hallan dicho y levantado. Estos predicarán a un auditorio toda la vida sin encontrarse con lo que dijeron veinte años atrás; y los que carecen de invención, en dos cuaresmas desfloran todos los libros de molde y acaban con los cartapacios y papeles que tienen, y a la tercera es menester pasarse a nuevo auditorio, so pena que les dirán: «éste ya predica como antaño».

La tercera propriedad que ha de tener el buen orador es saber disponer lo inventado, asentando cada dicho y sentencia en su lugar, de manera que todo se responda en proporción y lo uno a lo otro se llame. Y, así, dijo Cicerón: dispositio est ordo et distributio rerum quae demonstrat quid quibus in locis collocandum sit; como si dijera: «la disposición no es otra cosa más que el orden y concierto que se ha de tener en distribuir los dichos y sentencias que se han de decir al auditorio, mostrando qué cosa en qué lugar se ha de asentar para que, concertado con lo demás, resulte buena figura». La cual gracia, cuando no es natural, suele dar mucho trabajo a los predicadores, porque después de haber hallado en los libros muchas cosas que decir, no fácilmente atinan todos al encaje conveniente de cada cosa. Esta propiedad de ordenar y distribuir cierto es que es obra de la imaginativa, pues dice figura y correspondencia.

La cuarta propriedad que han de tener los buenos oradores (y la más importante de todas) es la acción, con la cual dan ser y ánima a las cosas que se dicen; y con la mesma mueven al auditorio y lo enternecen a creer que es verdad lo que les quieren persuadir. Y, así, dijo Cicerón: actio, quae motu corporis, quae gestu, quae vultu, quae vocis confirmatione ac varietate moderanda est; como si dijera: «la acción se ha de moderar haciendo los meneos y gestos que el dicho requiere; alzando la voz y bajándola; enojándose, y tornarse luego a apaciguar; unas veces hablar apriesa, otras a espacio; reñir y halagar; menear el cuerpo a una parte y a otra; coger los brazos y desplegarlos; reír y llorar; y dar una palmada en buena ocasión». Esta gracia es tan importante en los predicadores, que con sola ella, sin tener invención ni disposición, de cosas de poco momento y vulgares hacen un sermón que espantan al auditorio, por tener acción, que en otro nombre se llama espíritu o pronunciación.

En esto hay una cosa de notable, en la cual se descubre cuánto puede esta gracia. Y es que los sermones que parecen bien por la mucha acción y espíritu, puestos en el papel no valen nada ni se pueden leer; y es la causa que con la pluma no es posible pintarse los meneos y gestos con los cuales parecieron bien en el púlpito. Otros sermones parecen muy bien en el cartapacio, y, predicados, no se pueden oír por no darles el acción que requieren sus pasos. Por donde dijo Platón que el estilo del hablar es muy diferente del que pide el buen escribir; y, así, vemos muchos hombres que hablan muy bien y notan mal una carta, y otros, al revés, escriben muy bien y razonan muy mal. Todo lo cual se ha de reducir a la acción; y la acción es cierto que es obra de la imaginativa, porque todo cuanto hemos dicho de ella hace figura, correspondencia y buena consonancia.

La quinta gracia es saber apodar y traer buenos ejemplos y comparaciones; de la cual gusta mucho más el auditorio que de otra ninguna, porque con un buen ejemplo entienden fácilmente la doctrina, y sin él todo se les pasa por alto. Y, así, pregunta Aristóteles: cur homines, in orando, exemplis et fabulis potius gaudent quam commentis? Como si preguntara: «¿por qué los que oyen a los oradores se huelgan más con los ejemplos y fábulas que traen para probar lo que quieren persuadir, que con los argumentos y razones que hacen?». A lo cual responde que con los ejemplos y fábulas aprenden los hombres mejor, por ser probación que pertenece al sentido; y no tan bien con los argumentos y razones, por ser obra que quiere mucho entendimiento. Y por eso Cristo nuestro redentor en sus sermones usaba de tantas parábolas y comparaciones, porque con ellas daba a entender muchos secretos divinos. Esto de fingir fábulas y comparaciones cierto es que se hace con la imaginativa, porque es figura y dice buena correspondencia y similitud.

La sexta propriedad del buen orador es tener buen lenguaje, proprio y no afectado, polidos vocablos, y muchas graciosas maneras de hablar, y no torpes; de las cuales gracias hemos hablado muchas veces atrás, probando que parte de ello pertenece a la imaginativa y parte a la buena memoria.

Lo séptimo que ha de tener el buen orador es lo que dice Cicerón: instructus voce; actione et lepore. La voz abultada y sonora, apacible al auditorio; no áspera, ronca ni delgada. Y aunque es verdad que esto nace del temperamento del pecho y garganta, y no de la imaginativa, pero es cierto que del mesmo temperamento que nace la buena imaginativa, que es calor, deste mesmo sale la buena voz. Y para el intento que llevamos conviene mucho saber esto, porque los teólogos escolásticos, por ser de frío y seco temperamento, no pueden tener buen órgano de voz, lo cual es gran falta para el púlpito. Y así lo prueba Aristóteles, ejemplificando en los viejos por la frialdad y sequedad: para la voz sonora y abultada, requiere mucho calor que dilate los caminos, y humidad moderada que los enternezca y ablande. Y, así, pregunta Aristóteles: cur omnes. qui natura sunt calidi magnam vocem emittere solent? Como si preguntara: «¿qué es la razón que los calientes todos tienen gran bulto de voz?». Y así lo vemos, por lo contrario, en las mujeres y eunucos, los cuales, por la mucha frialdad de su temperamento, dice Galeno que tienen la garganta y la voz muy delicada. De manera que, cuando oyéremos alguna buena voz, sabremos ya decir que nace del mucho calor y humidad del pecho; las cuales dos calidades, si allegan hasta el celebro, echan a perder el entendimiento, y hacen buena memoria y buena imaginativa, que son las dos potencias de quien se aprovechan los buenos predicadores para contentar al auditorio.

La octava propriedad del buen orador dice Cicerón que es tener la lengua suelta, céler y bien ejercitada; la cual gracia no puede caer en los hombres de grande entendimiento, porque para ser presta es menester que tenga mucho calor y moderada sequedad; y esto no puede acontecer en los melancólicos, así naturales como por adustión. Pruébalo Aristóteles preguntando: quam ob causam qui lingua haesitant melancholico habitu tenentur? Como si dijera: «¿qué es la causa que los que se detienen en el hablar, todos son de complexión melancólicos?». Al cual problema responde muy mal diciendo que los melancólicos tienen fuerte imaginativa, y la lengua no puede ir hablando tan apriesa como ella le va dictando y así le hace tropezar y caer. Y no es la causa; sino que los melancólicos abundan siempre de mucha agua y saliva en la boca, por la cual disposición tienen la lengua húmida y muy relajada; cosa que se echa de ver claramente considerando lo mucho que escupen. Esta mesma razón dio Aristóteles preguntando: quae causa est ut lingua haesitantes aliqui sint? Como si dijera: «¿de dónde proviene que algunos se detengan en el hablar?». Y responde que éstos tienen la lengua muy fría y húmida, las cuales dos calidades la entorpecen y ponen paralítica, y así no puede seguir a la imaginativa. Para cuyo remedio dice que es provechoso beber un poco de vino, o antes que vayan a razonar delante del auditorio dar buenas voces; para que se caliente y deseque la lengua. Pero también dice Aristóteles que el no acertar a hablar puede nacer de tener la lengua mucho calor y sequedad; y pone ejemplo en los coléricos, los cuales, enojados, no aciertan a hablar, y estando sin pasión y enojo, son muy elocuentes; al revés de los hombres flemáticos, que estando en paz no aciertan a hablar, y enojados dicen sentencias con mucha elocuencia.

La razón de esto está muy clara. Porque aunque es verdad que el calor ayuda a la imaginativa, y también a la lengua, pero tanto puede ser que las eche a perder: a la una para no acudirle dichos y sentencias agudas, ni la lengua poder articular por la demasiada sequedad. Y, así, vemos que bebiendo un poco de agua, habla el hombre mejor. Los coléricos, estando en paz, aciertan muy bien a hablar por tener entonces el punto de calor que ha menester la lengua y la buena imaginativa; pero, enojados, sube el calor más de lo que conviene y desbarata la imaginativa. Los flemáticos, estando sin enojo, tienen muy frío y húmido el celebro, por donde no se les ofrece qué decir, y la lengua está relajada por la mucha humidad; pero enojados y puestos en cólera, sube de punto el calor y levanta la imaginativa, por donde se les ofrece mucho que decir, y no les estorba la lengua por haberse ya calentado. Éstos no tienen mucha vena para metrificar por ser fríos de celebro; los cuales, enojados, hacen mejores versos y con más facilidad contra aquellos que los han irritado; y a este propósito dijo Juvenal: si natura negat, facit indignatio versum.

Por esta falta de lengua, no pueden los hombres de grande entendimiento ser buenos oradores ni predicadores; y en especial que la acción pide algunas veces hablar alto y otras bajo, y los que son trabados de lengua no pueden orar sino a voces y gritos; y es una de las cosas que más cansa el auditorio. Y, así, pregunta Aristóteles: cur homines lingua haesitantes loqui nequeant voce sumissa? Como si dijera: «¿por qué los hombres que se detienen en el hablar dan siempre grandes voces y no pueden hablar quedo?». Al cual problema responde muy bien diciendo que la lengua que está trabada en los paladares por la mucha humidad mejor se despega con ímpetu que poniendo pocas fuerzas. Es como el que quiere levantar una lanza muy verde tomada por la punta, que mejor la alza de un golpe y con ímpetu, que llevándola poco a poco.

Bastantemente me parece haber probado que las buenas propriedades naturales que ha de tener el perfecto orador nacen, las más, de la buena imaginativa, y algunas de la memoria. Y si es verdad que los buenos predicadores de nuestros tiempos contentan al auditorio por tener las mesmas gracias, muy bien se sigue que el que fuere gran predicador sabrá poca teología escolástica, y el grande escolástico no sabrá predicar, por la contrariedad que el entendimiento tiene con la imaginativa y memoria.

Bien veía Aristóteles por experiencia que aunque el orador aprendía filosofía natural y moral, medicina, metafísica, jurispericia, matemáticas, astrología y todas las demás artes y ciencias, que de todas no sabía más que las flores y sentencias averiguadas, sin entender de raíz la razón y causa de ninguna. Pero él pensaba que no saber la teórica ni el propter quid de las cosas nacía de no haberse dado a ello. Y, así, pregunta: cur hominem philosophum differe ab oratore putamus? Como si dijera: «¿en qué pensamos que difiere el filósofo del orador, pues ambos estudian filosofía?». Al cual problema responde que el filósofo pone todo su estudio en saber la razón y causa de cualquier efecto, y el orador en conocer el efecto y no más. Y realmente no es otra la causa sino que la filosofía natural pertenece al entendimiento, de la cual potencia carecen los oradores, y así no podían saber de la filosofía más que la superficie de las cosas.

Esta mesma diferencia hay entre el teólogo escolástico y el positivo: que el uno sabe la razón de lo que toca a su facultad; y el otro las proposiciones averiguadas y no más. Y siendo esto así, es cosa muy peligrosa que tenga el predicador oficio y autoridad de enseñar al pueblo cristiano la verdad, y el auditorio obligación de creerlo, y que le falte la potencia con que se saben de raíz las verdades. Podremos decirles, sin mentir, aquello de Cristo nuestro redentor: sinite illos: caeci sunt et duces caecorum; caecus autem, si caeco ducatum praestet, ambo in foveam cadunt. Es cosa intolerable ver con cuánta osadía se ponen a predicar los que no saben palabra de teología escolástica ni tienen habilidad natural para poderla aprehender. De éstos se queja san Pablo grandemente diciendo: finis autem praecepti est charitas de corde puro et conscientia bona et fide non ficti, a quibus quidem aberrantes, conversi sunt in vaniloquium volentes esse legis doctores, non intelligentes nec quae loquuntur nec de quibus affirmant; como si dijera: «el fin de la ley de Dios es la caridad, de puro y limpio corazón, de buena conciencia y de fe no fingida; de las cuales tres cosas apartándose, todos se convierten en una vana manera de hablar, quiriendo ser doctores de la ley sin entender qué es lo que hablan ni afirman».

La vanilocuencia y parlería de los teólogos alemanes, ingleses, flamencos, franceses y de los demás que habitan el Septentrión echó a perder el auditorio cristiano con tanta pericia de lenguas, con tanto ornamento y gracia en el predicar por no tener entendimiento para alcanzar la verdad. Y que éstos sean faltos de entendimiento ya lo dejamos probado atrás de opinión de Aristóteles, aliende de otras muchas razones y experiencias que trujimos para ello. Pero si el auditorio inglés y alemán estuviera advertido en lo que san Pablo escribió a los romanos (estando también ellos apretados de otros falsos predicadores) por ventura no se engañaran tan presto: rogo autem vos, fratres, ut observetis eos qui dissensiones et offendicula praeter doctrinam quam vos didicistis faciunt, et declinate ab illis; hujusmodi enim Christo domino nostro non serviunt, sed suo ventri; et per dulces sermones et benedictiones seducunt corda innocentium; como si dijera: «hermanos míos, por amor de Dios os ruego que tengáis cuenta particular con esos que os enseñan otra doctrina fuera de la que habéis aprendido; y apartaos de ellos, porque no sirven a nuestro señor Jesucristo, sino a sus vicios y sensualidad; y son tan bien hablados y elocuentes, que con la dulzura de sus palabras y razones engañan a los que poco saben».

Aliende de esto, tenemos probado atrás que los que tienen mucha imaginativa son coléricos, astutos, malinos y cavilosos, los cuales están siempre inclinados a mal y sábenlo hacer con mucha maña y prudencia. De los oradores de su tiempo pregunta Aristóteles: cur oratorem... callidum appellare solemus; tibicinem, hystrionem, hoc appellare nomine non solemus? Como si dijera: «¿por qué razón llamamos al orador astuto, y no al músico ni al representante?». Y más creciera la dificultad si Aristóteles supiera que la música y representación son obras de la imaginativa. Al cual problema responde que los músicos y representantes no tienen otro fin más de dar contento a los que los oyen; pero el orador trata de adquirir algo para sí, por donde ha menester usar de astucias y mañas para que el auditorio no entienda su fin y propósito.

Tales propriedades como éstas tenían aquellos falsos predicadores de quien dice el Apóstol escribiendo a los de Corintio. Timeo autem ne sicut serpens Evam seduxit astutia sua, ita corrumpantur sensus vestri... Nam eiusmodi pseudoapostoli sunt operarii subdoli, transfigurantes se in apostolos Christi; et non mirum: ipse enim Satanas transfigurat se in angelum lucis, non est ergo magnum si ministri eius transfigurentur velut ministri iustitiae, quorum finis erit opera ipsorum; como si dijera: «mucho me temo, hermanos míos, que así como la serpiente engañó a Eva con su astucia y maña, no os trastornen vuestro juicio y sentido... porque estos falsos apóstoles son como caldo de zorra, predicadores que hablan debajo de engaño; representan muy bien una santidad, parecen apóstoles de Jesucristo y son discípulos del diablo; el cual sabe tan bien representar un ángel de luz, que es menester don sobrenatural para descubrirle quién es; y pues lo sabe tan bien hacer el maestro, no es mucho que lo hagan los que aprendieron su doctrina; el fin de éstos no será otro más que sus obras». Todas estas propriedades bien se entiende que son obras de la imaginativa, y que dijo muy bien Aristóteles que los oradores son astutos y mañosos porque siempre tratan de adquirir algo para sí.

Los que tienen fuerte imaginativa ya hemos dicho atrás que son de temperamento muy caliente; y de esta calidad nacen tres principales vicios del hombre: soberbia, gula y lujuria. Y por esto dijo el Apóstol: eiusmodi enim Christo domino nostro non serviunt, sed suo ventri. Y, así, trabajan de interpretar la Escritura divina de manera que venga bien con su inclinación natural, dando a entender a los que poco saben que los sacerdotes se pueden casar, y que no es menester que haya cuaresma ni ayunos, ni conviene manifestar al confesor los delitos que contra Dios cometemos. Y usando de esta maña, con Escritura mal traída hacen parecer virtudes a sus malas obras y vicios, y que las gentes los tengan por santos.

Y que del calor nazcan estas tres malas inclinaciones y de la frialdad las virtudes contrarias, pruébalo Aristóteles diciendo: et quoniam vim eamden morun obtinet instituendorum; mores enim calidum condit etfrigidum, omnium maxime quae in corpore nostro habentur; idcirco nos morum qualitate afficit et informat; como si dijera: «del calor y de la frialdad nacen todas las costumbres del hombre, Porque estas dos calidades alteran más nuestra naturaleza que otra ninguna». De donde nace que los hombres de grande imaginativa, ordinariamente son malos y viciosos, por se dejar ir tras su inclinación natural, y tener ingenio y habilidad para hacer mal. Y, así, pregunta Aristóteles: cur homo, qui adeo eruditione praeditus est, animantium omnium iniustissimum sit? Como si preguntara: «¿qué es la razón, que, siendo el hombre de tan grande erudición, es el más injusto de todos los animales?». Al cual problema responde que el hombre tiene mucho ingenio y grande imaginativa, por donde alcanza muchas invenciones de hacer mal; y como apetece, de su mesma naturaleza, deleites, y ser a todos aventajado y de mayor felicidad, forzosamente ha de ofender, porque estas cosas no se pueden conseguir sin hacer injuria a muchos.

Pero ni el problema supo poner Aristóteles, ni respondió a él como convenía. Mejor preguntara por qué los malos ordinariamente son de gran ingenio, y, entre éstos, aquellos que tienen mayor habilidad hacen mayores bellaquerías, siendo razón que el buen ingenio y habilidad inclinase al hombre antes a virtud y bondad, que a vicios y pecados. La respuesta de lo cual es que los que tienen mucho calor son hombres de grande imaginativa, y la mesma calidad que los hace ingeniosos, esa mesma les convida a ser malos y viciosos. Pero cuando predomina el entendimiento, ordinariamente se inclina el hombre a virtud, porque esta potencia restriba en frialdad y sequedad, de las cuales dos calidades nacen muchas virtudes como son continencia, humildad y temperancia; y del calor, las contrarias.

La cual filosofía si alcanzara Aristóteles, supiera responder aquel problema que dice: cur genus id hominum quod dionisiacos technitas, id est, artifices bacchanales, aut histriones appellamus, improbis esse moribus magna ex parte consueverunt? Como si preguntara: «¿qué es la razón que los que los ganan su vida a representar comedias, los bodegoneros, carniceros y aquellos que se hallan en todos los convites y banquetes para ordenar la comida, ordinariamente son malos y viciosos?». Al cual problema responde diciendo que, por estar ocupados en estos oficios bacanales, no tuvieron lugar de estudiar; y, así, pasaron la vida con incontinencia, ayudando también a esto la pobreza, que suele acarrear muchos males. Pero realmente no es ésta la razón, sino que el representar y dar orden a las fiestas de Baco nace de una diferencia de imaginativa que convida al hombre aquella manera de vivir; y como esta diferencia de imaginativa consiste en calor, todos tienen muy buenos estómagos y con grande apetito de comer y beber. Estos, aunque se dieran a letras, ninguna cosa aprovecharan en ellas; y puesto caso que fueran ricos, también se aficionaran, aquellos oficios aunque fueran más viles, porque el ingenio y habilidad trae a cada uno al arte que le responde en proporción. Y, así, pregunta Aristóteles: cur in iis studiis quae aliqui sibi delegerint, quamquam interdum pravis, libentius tamen quam in honestioribus versantur? Verbi gratia praestigiatorem aut mimum aut tibicinem se potius esse quam astronomum aut oratorem velit qui haec sibi delegerit? Como si dijera: «¿qué es la causa que hay hombres que se pierden por ser representantes y trompeteros, y no gustan de ser oradores ni astrólogos?». Al cual problema responde muy bien, diciendo que el hombre luego siente para qué arte tiene disposición natural, porque dentro de sí tiene quien se lo enseñe; y puede tanto Naturaleza con sus irritaciones, que, aunque el arte y oficio sea indecente a la dignidad del que lo aprende, se da a ello y no a otros ejercicios honrosos.

Pero ya que hemos reprochado esta manera de ingenio para el oficio de la predicación, y estamos obligados a dar y repartir a cada diferencia de habilidad las letras que le responden en particular, conviene señalar qué suerte de ingenio ha de tener aquel a quien se le ha de confiar el oficio de la predicación, que es lo que más importa a la república cristiana. Y así, es de saber que, aunque atrás dejamos probado que es repugnancia natural juntarse grande entendimiento con mucha imaginativa y memoria, pero no hay regla tan universal en todas las artes que no tenga su excepción y falencia. En el capítulo penúltimo de esta obra probaremos muy por extenso que, estando Naturaleza con fuerzas y no habiendo causa que la impida, hace una diferencia de ingenio tan perfecto, que junta en un mesmo supuesto grande entendimiento con mucha imaginativa y memoria, como si no fueran contrarias ni tuvieran oposición natural. Ésta era propria habilidad y conveniente para el oficio de la predicación si hubiera muchos supuestos que la alcanzaran. Pero, como diremos en el lugar alegado, son tan pocos, que no he hallado más que uno, de cien mil ingenios que he considerado. Y, así, será menester buscar otra diferencia de ingenio más familiar, aunque no de tanta perfección como la pasada.

Y, así, es de saber que entre los médicos y filósofos hay gran discusión sobre averiguar el temperamento y calidades del vinagre, de la cólera adusta y de las cenizas; viendo que estas cosas unas veces hacen efecto de calor y otras de frialdad. Y, así, se partieron en diferentes opiniones. Pero la verdad es que todas aquellas cosas que padecen ustión y el fuego las ha consumido y gastado, son de vario temperamento: la mayor parte del sujeto es frío y seco, pero hay otras partes entremetidas tan sutiles y delicadas y de tanto hervor y calor, que, puesto caso que son en pequeña cantidad, pero son más eficaces en obrar que todo lo restante del sujeto. Y, así, vemos que el vinagre y la melancolía por adustión abren y fermentan la tierra, por razón del calor, y no la cierran, aunque la mayor parte de estos humores es fría. De aquí se infiere que los melancólicos por adustión juntan grande entendimiento con mucha imaginativa; pero todos son faltos de memoria por la mucha sequedad y dureza que hizo en el celebro la adustión. Estos son buenos para predicadores, a lo menos los mejores que se pueden hallar fuera de aquellos perfectos que decimos. Porque aunque les falta la memoria, es tanta la invención propria que tienen, que la mesma imaginativa les sirve de memoria y reminiscencia, y les da figuras y sentencias que decir sin haber menester a nadie. Lo cual no pueden hacer los que traen aprendido el sermón palabra por palabra, que faltando de allí, quedan luego perdidos, sin tener quien los provea de materia para pasar adelante. Y que la melancolía por adustión tenga esta variedad de temperamento, frialdad y sequedad para el entendimiento, y calor para la imaginativa, dícelo Aristóteles de esta manera: homines melancholici varii inaequalesque sunt, quia vis atrae bilis varia et inaequalis est, quippeque vehementer tum frigida tum calida reddi eadem possit; como si dijera: «los hombres melancólicos por adustión son varios y desiguales en la complexión, porque la cólera adusta es muy desigual: unas veces se pone calidísima, y otras fría sobremanera».

Las señales con que se conocen los hombres que son deste temperamento son muy manifiestas. Tienen el color del rostro verdinegro o cenizoso; los ojos muy encendidos (por los cuales se dijo: «Es hombre que tiene sangre en el ojo»); el cabello negro y calvos; las carnes pocas, ásperas y llenas de vello; las venas muy anchas. Son de muy buena conversación y afables, pero lujuriosos, soberbios, altivos, renegadores, astutos, doblados, injuriosos, y amigos de hacer mal y vengativos. Esto se entiende cuando la melancolía se enciende; pero si se enfría, luego nacen en ellos las virtudes contrarias: castidad, humildad, temor y reverencia de Dios, caridad, misericordia y gran reconocimiento de sus pecados con suspiros y lágrimas. Por la cual razón viven en una perpetua lucha y contienda, sin tener quietud ni sosiego: unas veces vence en ellos el vicio y otras la virtud. Pero, con todas estas faltas, son los más ingeniosos y hábiles para el ministerio de la predicación para cuantas cosas de prudencia hay en el mundo, porque tienen entendimiento para alcanzar la verdad y grande imaginativa para saberla persuadir.

Y si no, veamos lo que hizo Dios cuando quiso fabricar un hombre en el vientre de su madre, a fin que fuese hábil para descubrir al mundo la venida de su Hijo y tuviese talento para probar y persuadir que Cristo era el Mesías prometido en la ley. Y hallaremos que, haciéndole de grande entendimiento y mucha imaginativa, forzosamente (guardando el orden natural) le sacó colérico adusto. Y que esto sea verdad, déjase entender fácilmente considerando el fuego y furor con que perseguía la Iglesia, y la pena que recibieron las sinagogas cuando lo vieron convertido, como que hubiesen perdido un hombre de grande importancia y le hubiese ganado la parte contraria. Entiéndese también por las respuestas de cólera racional con que hablaba y respondía a los procónsules y jueces que le prendían, defendiendo su persona y el nombre de Cristo con tanta maña y destreza, que a todos los concluía. Era también falto de lengua y no muy expedito en el hablar, la cual propiedad dijo Aristóteles que tenían los melancólicos por adustión. Los vicios que él confiesa tener (antes de su conversión) muestran también esta temperatura. Era blasfemo, contumelioso y perseguidor; todo lo cual nace del mucho calor. Pero la señal más evidente que muestra haber sido colérico adusto se toma de aquella batalla continua que él mesmo confiesa tener dentro de sí entre la porción superior e inferior, diciendo: video aliam legem in membris meis repugnantem legi mentis meae et ducentem me in captivitatem peccati. Y esta mesma contienda hemos probado, de opinión de Aristóteles, que tienen los melancólicos por adustión. Verdad es que algunos explican, y muy bien, que esta batalla nacía de la desorden que hizo el pecado original entre el espíritu y la carne. Aunque tanta y tan grande, yo creo también que era de la desigualdad de la atrabilis que tenía en su compostura natural, porque el real profeta David participaba igualmente del pecado original, y no se quejaba tanto como san Pablo, antes dice que hallaba la porción inferior concertada con la razón cuando se quería holgar con Dios: cor meum et caro mea exaltaverunt in Deum vivum. Y como diremos en el capítulo penúltimo, David tenía la mejor temperatura de las que naturaleza puede hacer; y de ésta probaremos, de opinión de todos los filósofos, que ordinariamente inclina al hombre a ser virtuoso sin mucha contradicción de la carne.

Luego los ingenios que se han de eligir para predicadores son, primeramente, los que juntan grande entendimiento con mucha imaginativa y memoria, cuyas señales traeremos en el capítulo penúltimo. Faltando esto, suceden en su lugar los melancólicos por adustión. Éstos juntan grande entendimiento con mucha imaginativa; pero son faltos de memoria, y así no pueden tener copia de palabras ni predicar con mucho torrente delante el auditorio. En el tercer lugar suceden los hombres de grande entendimiento, pero faltos de imaginativa y memoria; éstos predicarán con mucha desgracia, pero enseñarán la verdad. Los últimos (a quienes yo no encomendaría el oficio de la predicación) son aquellos que juntan mucha memoria con mucha imaginativa y son faltos de entendimiento. Éstos se llevan todo el auditorio tras sí y lo tienen suspenso y contento; pero cuando más descuidados estamos amanecen en la Inquisición. Porque per dulces sermones et benedictiones seducunt corda innocentium.




ArribaAbajoCapítulo XI [XIII de 1594]

Donde se prueba que la teórica de las leyes pertenece a la memoria; y el abogar y juzgar, que es su práctica, al entendimiento; y el gobernar una república, a la imaginativa


En lengua española no debe carecer de misterio que, siendo este nombre, letrado, término común para todos los hombres de letras, así teólogos como legistas, médicos, dialécticos, filósofos, oradores, matemáticos y astrólogos; con todo eso, en diciendo «fulano es letrado», todos entendemos de común consentimiento que su profesión es pericia de leyes, como si éste fuese su apellido proprio y particular, y no de los otros.

La respuesta de esta duda, aunque es fácil, pero para darla tal cual conviene es menester saber primero qué cosa sea ley y qué obligación tengan los que se ponen a estudiar esta facultad para usar después de ella siendo jueces o abogados.

La ley, bien mirado, no es otra cosa más que una voluntad racional del legislador, por la cual explica de qué manera quiere que se determinen los casos que ordinariamente acontecen en su república, para conservar los súbditos en paz y enseñarles cómo han de vivir y de qué se han de guardar. Dije voluntad racional porque no basta que el Rey o el Emperador, que son la causa eficiente de la ley, explique su voluntad de cualquiera manera para que sea ley, porque si no es justa y con razón, no se puede llamar ley ni lo es, como no sería hombre el que careciese de ánima racional. Y, así, está acordado que los reyes hagan sus leyes con acuerdo de hombres muy sabios y entendidos, para que lleven rectitud, equidad y bondad, y los súbditos las reciban de buena gana y estén más obligados a las guardar y cumplir. La causa material de la ley es que se haga de aquellos casos que ordinariamente acontescen en la república según orden de Naturaleza, y no sobre cosas imposibles o que raramente suceden. La causa final es ordenar la vida del hombre y enseñarle qué es lo que ha de hacer y de qué se ha de guardar, para que, puesto en razón, se conserve en paz la república. Por esta causa se mandan escrebir las leyes con palabras claras, no equívocas, oscuras, de varios sentidos; sin cifras ni abreviaturas; y tan patentes y manifiestas, que cualquiera que las leyere las pueda fácilmente entender y retenerlas en la memoria. Y porque ninguno pretenda ignorancia, las mandan pregonar públicamente, por que el que las quebrantare pueda ser castigado.

Atento, pues, al cuidado y diligencia que ponen los buenos legisladores en que sus leyes sean justas y claras, tienen mandado a los jueces y abogados que nemo in actionibus vel iudiciis suo sensu utatur, sed legum auctoritate ducatur; como si dijera: «mandamos que ningún juez ni abogado use de su entendimiento ni se entremeta en averiguar si la ley es justa o injusta, ni le dé otro sentido más del que declara la compostura de la letra». De donde se sigue que los jurisperitos han de construir el texto de la ley y tomar el sentido que resulta de la construcción, y no otro.

La cual doctrina supuesta, es cosa muy clara saber ya por qué razón el legista se llama letrado, y no los demás hombres de letras. Y es por ser a letra dado, que quiere decir hombre que no tiene libertad de opinar conforme a su entendimiento, sino que por fuerza ha de seguir la composición de la letra. Y por tenerlo así entendido, los muy peritos de esta profesión no osan negar ni afirmar cosa ninguna tocante a la determinación de cualquier caso, si no tienen delante la ley que en proprios términos lo decida. Y si alguna vez hablan de su cabeza, interponiendo su decreto y razón sin arrimarse al Derecho, lo hacen con temor y vergüenza; y, así, tienen por refrán muy usado: erubescimus dum sine lege loquimur, como si dijeran: «entonces tenemos vergüenza de juzgar y aconsejar, cuando no tenemos ley delante que lo determine».

Los teólogos no se pueden llamar letrados (en esta significación) porque en la divina Escritura littere occidit, spiritus autem vivificat. Es muy misteriosa, llena de figuras y cifras, oscura y no patente para todos. Tienen sus vocablos y maneras de hablar muy diferente significación de la que saben los vulgares trilingües. Por donde el que construyere la letra y tomare el sentido que resulta de la construcción gramatical caerá en muchos errores.

También los médicos no tienen letra a que sujetarse. Porque si Hipócrates y Galeno y los demás autores graves de esta facultad dicen y afirman una cosa, y la experiencia y razón muestran lo contrario, no tienen obligación de seguirlos. Y es que en la medicina tiene más fuerza la experiencia que la razón, y la razón más que la autoridad. Pero en las leyes acontece al revés, que su autoridad y lo que ellas decretan es de más fuerza y vigor que todas las razones que se pueden hacer en contrario.

Lo cual siendo así, tenemos ya el camino abierto para señalar el ingenio que piden las leyes. Porque si el jurisperito ha de tener atado al entendimiento y la imaginación a seguir lo que dice la ley sin quitar ni poner, es cierto que esta facultad pertenece a la memoria, y que en lo que se ha de trabajar es saber el número de leyes y reglas que tiene el Derecho, y acordarse de cada una por sí, y referir de cabeza su sentencia y determinación, para que, en ofreciéndose el caso, sepan que hay ley que lo determina y de qué forma y manera. Por donde me parece que es mejor diferencia de ingenio para el legista tener mucha memoria y poco entendimiento, que mucho entendimiento y poca memoria. Porque si no ha de usar de su ingenio y habilidad, y ha de tener cuenta con tan gran número de leyes como hay, y tan desasidas unas de otras, con tantas falencias, limitaciones y ampliaciones, más vale saber de memoria qué es lo que está determinado en el Derecho para cada cosa que se ofreciere, que discurrir con el entendimiento de qué manera se podría determinar; porque lo uno es necesario, y lo otro impertinente, pues no ha de valer otro parecer más que la determinación de la ley. Y, así, es cierto que la teórica de la jurispericia pertenece a la memoria, y no al entendimiento ni imaginativa. Por la cual razón, y por ser las leyes tan positivas, y tener los legistas tan atado el entendimiento a la voluntad del legislador, y no poder ellos interponer su decreto sin saber con certidumbre la determinación de la ley, cuando algún pleitante los consulta tienen licencia del vulgo para decir: «yo miraré sobre este caso mis libros»; lo cual si dijese en médico cuando le piden remedio para alguna enfermedad, o el teólogo en los casos de conciencia, los ternían por hombres que saben poco en su facultad. Y es la razón que estas dos ciencias tienen principios universales, y definiciones, debajo de los cuales se contienen los casos particulares; pero en la jurispericia, cada ley contiene sólo un caso, sin tener que ver con la que se sigue aunque estén ambas debajo un mesmo título. Por donde es necesario saber todas las leyes y estudiar cada una en particular y guardarlas distintamente en la memoria.

Pero en contra de esto, nota Platón una cosa digna de gran consideración, y es que en su tiempo tenía por sospechoso al letrado que sabía muchas leyes de memoria, viendo por experiencia que los tales no eran buenos jueces y abogados, como prometía su ostentación. Del cual efecto no debió atinar la causa, pues en un lugar tan conveniente no la dijo. Sólo vio por experiencia que los legistas muy memoriosos, llegados a defender una causa o sentenciarla, no aplicaban el Derecho tan bien como convenía. La razón y causa de este efeto no es dificultoso darla en mi doctrina, supuesto que la memoria es contraria del entendimiento, y que la verdadera interpretación de las leyes, el ampliarlas, restringirlas y componerlas con sus opuestos y contrarios, se hace distinguiendo, infiriendo, raciocinando, juzgando y eligiendo; las cuales obras hemos dicho muchas veces atrás que son del entendimiento, y el letrado que tuviere mucha memoria es imposible poderlas hacer. La memoria ya dejamos notado atrás que no tiene otro oficio en la cabeza más de guardar con fidelidad las figuras y fantasmas de las cosas. Pero el entendimiento y la imaginativa son los que obran con ellas. Y si el letrado tiene toda el arte en la memoria, y le falta el entendimiento y la imaginativa, no tiene más habilidad para juzgar y abogar, que el mesmo Código o el Digesto; los cuales, abrazando en sí todas las leyes y reglas del Derecho, con todo eso no pueden hacer un escrito.

Fuera desto, aunque es verdad que la ley había de ser tal cual dijo su definición, pero por maravilla se hallan las cosas con todas las perfecciones que el entendimiento las finge. Ser la ley justa y racional, y que provea enteramente para todo lo que pueda acontescer y que se escriba con términos claros y que no tengan dubios ni opuestos, y que no reciba varios sentidos, no todas veces se puede alcanzar, porque, en fin, se estableció con humano consejo, y éste no tiene fuerza para dar orden a todo lo que está por venir. Lo cual se ve cada día por experiencia: que, después de haber hecho una ley con mucho acuerdo y consejo, la tornan (en breve tiempo) a deshacer, porque, publicada y usando de ella, se descubrieron mil inconvenientes, los cuales en la consulta ninguno los alcanzó.

Por tanto, avisa el Derecho a los reyes y emperadores que no tengan vergüenza de enmendar y corregir sus leyes, porque en fin son hombres, y no es de maravillar que yerren. Mayormente que ninguna ley puede comprehender con palabras ni sentencias todas las circunstancias del caso que determina, porque la prudencia de los malos es más delicada para inventar hechos, que la de los buenos para proveer cómo se han de juzga; y, así, está dicho: neque leges nec senatus consulta ita scribi possunt ut omnes casus, qui quandoque inciderint, comprehendantur; sed sufficit ea quae plerumque accidunt contineri; como si dijera: «no es posible escrebir las leyes de tal manera que comprehendan todos los casos que pueden acontescer; basta determinar aquellos que ordinariamente suelen suceder». Y si otros acaescieran que no tengan ley que en propios términos los decida, no es el Derecho tan falto de reglas y principios, que si el juez o el abogado tiene buen entendimiento para saber inferir, no halle la verdadera determinación y defensión, y de dónde sacarla. De suerte que si hay más negocios, que leyes, es menester que en el juez o en el abogado haya mucho entendimiento para hacerlas de nuevo, y no de cualquiera manera, sino que, por su buena consonancia, las reciba sin contradicción el Derecho. Esto no lo pueden hacer los letrados de mucha memoria, porque si no son los casos que el arte les pone en la boca cortados y mascados, no tienen habilidad para más. Suelen apodar al letrado que sabe muchas leyes de memoria al ropavejero que tiene muchos sayos cortados a tiento en su tienda; el cual, para dar uno a la medida del que se lo pide, se los prueba todos, y si ninguno le asienta, despide al marchante. Pero el letrado de buen entendimiento es como el buen sastre, que tiene las tiseras en la mano y la pieza de paño en casa; el cual, tomando la medida, corta un sayo al talle del que sed lo pide. Las tiseras del buen abogado es el entendimiento agudo, con el cual toma la medida al caso y le viste la ley que lo determina, y si no la halla entera y que en proprios términos lo decida, de remiendos y pedazos del Derecho le hace una vestidura con que defenderlo.

Los legistas que alcanzan tal ingenio y habilidad no se deben llamar letrados. Porque no construyen la letra ni están atenidos a las palabras formales de la ley, antes parecen legisladores o jurisconsultos a los cuales las mesmas leyes están pidiendo y preguntando qué es lo que han de determinar. Porque si ellos tienen poder y autoridad de interpretarlas, coaretarlas, ampliarlas y sacar de ellas excepciones y falencias, y las pueden corregir y enmendar, bien dicho está que parecen legisladores. De tal saber como éste se dijo: scire leges non hoc est verba earum tenere, sed vim ac potestatem habere; como si dijera: «no piense nadie que saber las leyes es tener de memoria las palabras formales con que están escritas, sino entender hasta dónde se extienden sus fuerzas y qué es lo que pueden determinar». Porque su razón está sujeta a muchas variedades por causa de las circunstancias, así del tiempo, como de la persona, lugar, modo, materia, causa y cosa; todo lo cual hace alterar la determinación de la ley. Y si el juez, o abogado, no tiene entendimiento para sacar de la ley, o para quitar o poner lo que ella no puede decir con palabras, hará muchos errores siguiendo la letra. Por tanto, se dijo: Verba legis non sunt capienda iudaice; como si dijera: «las palabras de la ley no se han de interpretar al modo judaico», que es construir la letra y tomar el sentido literal.

Por lo dicho concluimos que el abogacía es obra del entendimiento, y que si el letrado tuviere mucha memoria no vale nada para juzgar ni abogar por la repugnancia de estas dos potencias. Y ésta es la causa por donde los letrados muy memoriosos, que nota Platón, no defendían bien los pleitos ni aplicaban el Derecho como convenía.

Pero una dificultad se ofrece en esta doctrina, y al parecer no es liviana. Porque si el entendimiento es el que asienta el caso en la propia ley que lo determina, distinguiéndolo, limitando, ampliando, infiriendo y respondiendo a los argumentos de la parte contraria ¿cómo es posible hacer esto el entendimiento si la memoria no le pone delante todo el Derecho? Porque, como arriba dijimos, está mandado que nexo in actionibus vel iudiciis suo sensu utatur, sed legum auctoritate ducatur. Conforme a esto, es menester saber primero todas las leyes y reglas del Derecho antes que pueda echar mano de la que hace al propósito del caso; porque, aunque hemos dicho que el abogado de buen entendimiento es muy señor de las leyes, pero todas sus razones y argumentos han de ir arrimados a los principios de esta facultad, sin los cuales son de ningún efecto y valor; y para poder hacer esto es menester tener mucha memoria que guarde y retenga tan gran número de leyes como están escritas en los libros.

Este argumento prueba que es necesario que, para que el abogado tenga perfección, se junten en él grande entendimiento y mucha memoria, lo cual yo confieso; pero lo que quiero decir es que, ya que no se puede hallar grande entendimiento con mucha memoria, por la repugnancia que hay, que es mejor que el abogado tenga mucho entendimiento y poca memoria, que mucha memoria y poco entendimiento. Porque para la falta de la memoria hay muchos remedios, como son los libros, las tablas, abecedario y otras invenciones que han hallado los hombres; pero si falta el entendimiento, con ninguna cosa se puede remediar.

Fuera desto, dice Aristóteles que los hombres de grande entendimiento, aunque son faltos de memoria, tienen mucha reminiscencia, con la cual, de lo que una vez han visto, oído o leído, tienen cierta noticia confusa, sobre la cual discurriendo, la vuelven a la memoria. Y puesto caso que no hubiera tantos remedios para representar todo el Derecho al entendimiento, están las leyes fundadas en tanta razón, que los antiguos, dice Platón, que llamaban a la ley prudencia y razón, por donde el juez o el abogado de grande entendimiento, juzgando o aconsejando, aunque no tuviese la ley delante, erraría pocas veces, por tener consigo el instrumento con que los emperadores hicieron las leyes. Y, así, acontesce muchas veces dar un juez (de buen ingenio) una sentencia sin saber la decisión de la ley, y hallarla después escrita en los libros. Y lo mesmo vemos que acontesce a los abogados cuando alguna vez dan su parecer a tiento.

Las leyes y reglas del Derecho, bien mirado, son la fuente y origen de donde los abogados sacan los argumentos y razones para probar lo que quieren. Y esta obra es cierto que se hace con el entendimiento; de la cual potencia si carece el abogado, o la tiene remisa, jamás sabrá formar un argumento, aunque sepa todo el Derecho de memoria. Esto vemos claramente que acontesce en los que estudian oratoria faltándoles el habilidad para ella: que aunque aprendan de memoria los Tópicos de Cicerón (que son las fuentes de donde manan los argumentos que hay para probar cada problema por la parte afirmativa y negativa), jamás saben formar una razón; y vienen otros de grande ingenio y habilidad, sin ver libro ni estudiar los Tópicos, a hacer mil argumentos acomodados al propósito que son menester. Esto mesmo pasa en los legistas de mucha memoria: que recitarán todo el Derecho con gran fidelidad y no sabrán sacar, de tanto número de leyes como hay, un argumento para fundar su intención. Por el contrario, hay otros que, con haber estudiado mal en Salamanca, y sin tener libros ni haber pasado, hacen maravillas en el abogacía.

De donde se entiende cuánto importe a la república que haya esta elección y examen de ingenios para las ciencias; pues unos, sin arte, saben y entienden lo que han de hacer, y otros, cargados de preceptos y reglas, por no tener el habilidad que requiere la práctica, hacen mil disparates. Luego, si el juzgar y abogar se hace distinguiendo, infiriendo, raciocinando y eligiendo, razón será que el que se pusiere a estudiar leyes tenga buen entendimiento; pues tales obras pertenecen a esta potencia y no a la memoria ni imaginativa. De qué manera se puede entender si el muchacho alcanza esta diferencia de ingenio o no, será bien saberlo. Pero antes conviene averiguar qué calidades tiene el entendimiento y cuántas diferencias abraza en sí, para que con distinción sepamos a cuál de ellas pertenecen las leyes.

Cuanto a lo primero, es de saber que aunque el entendimiento es la potencia más noble del hombre y de mayor dignidad, pero ninguna hay que con tanta facilidad se engañe acerca de la verdad como él. Esto comenzó Aristóteles a probar diciendo que el sentido siempre es verdadero, pero el entendimiento, por la mayor parte, raciocina mal. Lo cual se ve por experiencia; porque si no fuese así ¿había de haber entre los graves filósofos, médicos, teólogos y legistas, tantas disensiones, tan varias sentencias, tantos juicios y pareceres sobre cada cosa, no siendo más de una la verdad?

De dónde les nazca a los sentidos tener tanta certidumbre de sus objetos, y el entendimiento ser tan fácil de engañar con el suyo, bien se deja entender considerando que los objetos de los cinco sentidos y las especies con que se conocen tienen ser real, firme y estable por naturaleza, antes que los conozcan; pero la verdad que el entendimiento ha de contemplar, si él mesmo no la hace y no la compone, ningún ser formal tiene de suyo: toda está desbaratada y suelta en sus materiales como casa convertida en piedras, tierra, madera y teja, de los cuales se podrían hacer tantos errores en el edificio cuantos hombres llegasen a edificar con mala imaginativa. Lo mesmo pasa en el edificio que el entendimiento hace componiendo la verdad: que si no es el que tiene buen ingenio, todos los demás harán mil disparates con unos mesmos principios. De aquí proviene haber entre los hombres tantas opiniones acerca de una mesma cosa, porque cada uno hace tal composición y figura como tiene el entendimiento. Destos errores y opiniones están reservados los cinco sentidos, porque ni los ojos hacen el color, ni el gusto los sabores, ni el tacto las calidades tangibles: todo está hecho y compuesto por Naturaleza antes que cada uno conozca su objeto.

Por no estar advertidos los hombres en esta triste condición del entendimiento, se atreven a dar confiadamente su parecer, sin saber con certidumbre cuál es la manera de su ingenio y si compone bien o mal la verdad. Y si no, preguntemos a algunos hombres de letras que, después de haber escrito y confirmado su opinión con muchos argumentos y razones han mudado en otro tiempo la sentencia y parecer, cuándo o cómo podrán entender que atinaron a hacer la compostura verdadera. La primera vez ellos mismos confiesan haberla errado, pues se retractan de lo que antes dijeron. La segunda, yo digo que han de tener menos confianza de su entendimiento, porque la potencia que una vez compuso mal la verdad, y su dueño estuvo tan confiado en los argumentos y razones, ya hay sospecha que lo podrá hacer otra, habiendo la mesma razón; mayormente, que se ha visto por experiencia tener al principio la verdadera opinión y después contentarle otra peor y menos probable.

Ellos tienen por bastante indicio de que su entendimiento compone bien la verdad en verle aficionado a aquella figura, y que hay argumentos y razones que le mueven y concluyen a componer de tal manera. Y realmente están engañados, porque la mesma proporción tiene el entendimiento con sus falsas opiniones, que las otras potencias inferiores cada una con las diferencias de su objeto. Porque si preguntásemos a los médicos qué manjar es el mejor y más sabroso de cuantos usan los hombres, yo creo que dirían que ninguno hay (para los hombres destemplados y de mal estómago) que absolutamente sea bueno ni malo, sino tal cual fuere el estómago donde cayere; porque hay estómagos, dice Galeno, que se hallan mejor con carne de vaca, que con gallinas y truchas, y otros que aborrescen los huevos y leche, y otros se pierden por ellos. Y en la manera de aderezar la comida, unos quieren la carne asada y otros cocida, y en lo asado unos se huelgan comer la carne corriendo sangre y otros tostada y hecha carbón. Y lo que más es de notar, que el manjar que hoy se come con gran gusto y sabor, mañana lo aborrescen y apetecen otro peor. Todo esto se entiende estando el estómago bueno y sano. Pero si cae en una enfermedad que llaman los médicos pica o malacia, allí acontecen apetitos de cosas que aborresce la naturaleza humana; pues le hace mejor gusto yeso, tierra y carbones, que gallinas y truchas.

Si pasamos a la facultad generativa, hallaremos en ella otros tantos apetitos y variedades. Porque hay hombres que apetecen una mujer fea y aborrecen la hermosa; a otros da más contento la necia, que la sabia; la gorda les pone hastío y aman la flaca; las sedas y atavíos los ofende, y se pierden por una mujer llena de andrajos. Esto se entiende estando los miembros genitales en su sanidad; pero si caen en la enfermedad del estómago que llamamos malacia, apetecen bestialidades nefandas.

Lo mesmo pasa en la facultad sensitiva. Porque de las calidades tangibles, duro, blando, áspero, liso, caliente, frío, húmido y seco, ninguna contenta a todos los tactos; porque en la cama dura hay hombres que duermen mejor que en la blanda, y otros en la blanda mejor que en la dura.

Toda esta variedad de gustos y apetitos extraños se hallan en las composturas que el entendimiento hace. Porque si juntamos cien hombres de letras y les proponemos alguna cuestión, cada uno hace juicio particular y razona de diferente manera: un mesmo argumento, a uno parece razón sofística, a otro probable, y a otro le concluye como si fuese demostración. Y no sólo tiene verdad en diversos entendimientos, pero aun vemos por experiencia que una mesma razón concluye a un mesmo entendimiento en un tiempo, y en otro no. Y, así, vemos cada día mudar los hombres el parecer: unos, cobrando con el tiempo más delicado entendimiento, conocen la falta de la razón que antes los movía; y otros, perdiendo el buen temperamento del celebro, aborrescen la verdad y aprueban la mentira. Pero si el celebro cae en la enfermedad que llamamos malacia, allí veremos juicios y composturas extrañas: los falsos argumentos y flacos hacen más fuerza, que los fuertes y muy verdaderos; al buen argumento le hallan respuesta, y el malo los hace rendir; de las premisas que sale la conclusión verdadera, sacan la falsa; con argumentos extraños y disparatas razones prueban sus malas imaginaciones.

En lo cual advirtiendo los hombres graves y doctos, procuran dar su parecer callando las razones en que se fundaron. Porque están los hombres persuadidos que tanto vale la autoridad humana, cuanto tiene de fuerza la razón en que se funda; y como los argumentos son tan indiferentes para concluir, por la variedad de los entendimientos, cada uno juzga de la razón conforme al ingenio que alcanza. Y, así, se tiene por mayor gravedad decir «éste es mi parecer por ciertas razones que a ello me mueven», que explicar los argumentos en que restribaron. Pero ya que los fuerzan a que den razón de su sentencia, ningún argumento dejan por liviano que sea; porque el que no piensan concluye y hace más efecto que el muy bueno. En lo cual se muestra la gran miseria de nuestro entendimiento, que compone y divide, argumenta y razona, y, después que ha concluido, no tiene prueba ni luz para conocer si su opinión es verdadera.

Esta incertidumbre tienen los teólogos en las materias que no son de fe. Porque, después de haber razonado muy bien, no hay prueba infalible ni suceso evidente que descubra cuáles razones son las mejores; y, así, cada teólogo opina como mejor lo puede fundar. Y con responder con apariencia a los argumentos de la parte contraria, escapa con honra, y no hay más que aguardar. Pero, ¡cuitado del médico y del capitán general! Que, después de haber razonado muy bien y deshecho los fundamentos de la parte contraria, se ha de aguardar el suceso; el cual, si es bueno, queda por sabio, y si malo, todos entienden que se fundó en malas razones.

En las cosas de fe que la Iglesia propone ningún error puede haber; porque, entendiendo Dios cuán inciertas son las razones humanas y con cuánta facilidad se engañan los hombres, no consintió que cosas tan altas y de tanta importancia quedasen a sola su determinación; sino que, en juntándose dos o tres en su nombre (con la solemnidad de la Iglesia), luego se pone en medio por presidente del acto, donde lo que dicen bien aprueba, los errores aparta y lo que no se puede alcanzar con fuerzas humanas revela. Y, así, la prueba que tienen las razones que se hacen en las materias de fe es mirar si prueban o infieren lo mesmo que dice y declara la Iglesia católica; porque, si se colige algo en contrario, ellas son malas sin falta ninguna. Pero en las demás cuestiones, donde el entendimiento tiene libertad de opinar, no hay manera inventada para saber cuáles razones concluyen ni cuándo el entendimiento compone bien la verdad. Sólo se restriba en la buena consonancia que hacen; y éste es un argumento que puede engañar, porque muchas cosas falsas suelen tener más apariencia de verdad y mejor probación, que las muy verdaderas.

Los médicos y los que gobiernan el arte militar tienen por prueba de sus razones el suceso y la experiencia. Porque si diez capitanes prueban con muchas razones que conviene dar la batalla, y otros tantos defienden que no, lo que sucediere confirmará la una opinión y reprobará la contraria. Y si dos médicos litigan sobre si el enfermo morirá o vivirá, sanando o muriendo se descubrirá cuál traía mejores razones. Pero, con todo eso, aún no es bastante prueba el suceso; porque tiniendo un efecto muchas causas, bien puede suceder bien por la una y las razones ir fundadas en otra causa contraria.

También dice Aristóteles que para saber qué razones concluyen es bien seguir la común opinión, porque decir y afirmar una mesma cosa muchos sabios varones, y concluirse todos con unas mesmas razones, argumento es (aunque tópico) que son concluyentes y que componen bien la verdad. Pero, bien mirado, también es prueba engañosa; porque en las fuerzas del entendimiento más vale la intensión, que el número: que no es como en las fuerzas corporales, que, juntándose muchos para levantar un peso, pueden mucho, y siendo pocos, pueden poco. Pero, para alcanzar una verdad muy escondida, más vale un delicado entendimiento, que cien mil no tales; y es la causa que los entendimientos no se ayudan, ni de muchos se hace uno, como en la virtud corporal. Y, por tanto, dijo el Sabio: multi pacifici sint tibi, et consiliarius unus de mille; como si dijera: «ten muchos amigos que te defiendan si fuere menester venir a las manos; pero, para tomar consejo, elige uno entre mil». La cual sentencia apuntó también Heráclito diciendo: unus mihi instar est mille.

En los pleitos y causas cada letrado opina como mejor lo puede fundar en Derecho; pero, después de haber razonado muy bien, no tiene arte para conocer con certidumbre si su entendimiento ha hecho la composición que la verdadera justicia ha menester. Porque si un abogado prueba con el Derecho que éste que demanda tiene justicia, y otro defiende, con el mesmo derecho, que no ¿qué remedio hay para saber cuál de estos dos abogados forma mejores razones? La sentencia del juez no hace demostración de la verdadera justicia, ni se puede llamar suceso, porque su sentencia es también opinión, y no hace más que arrimarse al uno de los dos abogados; y crecer el número de los letrados en un mesmo parecer no es argumento para pensar que lo que aquéllos votan es la verdad, porque ya hemos dicho y probado que muchos entendimientos ruines, aunque se junten para descubrir alguna verdad muy ascondida, jamás llegarán a la virtud y fuerzas de uno sólo si es muy subido de punto.

Y que no haga prueba ni demostración la sentencia del juez, véese claramente porque en otro tribunal superior la revocan y juzgan de otra manera. Y lo que peor es, que puede acontescer tener el juez inferior mejor entendimiento que el superior, y ser su parecer más conforme a razón. Y que la sentencia del juez superior no sea también prueba de la justicia es cosa más manifiesta, porque de los mesmos autos, sin quitar ni poner, y de los mesmos jueces, vemos cada día que salen sentencias contrarias; y el que una vez se engañó, estando tan confiado en sus razones, ya hay sospecha que lo hará otra, y así menos confianza se ha de tener de su sentencia, porque qui semel est malus..., etc.

Los abogados, viendo la gran variedad de entendimiento que tienen los jueces, y que cada uno está aficionado a la razón que cuadra con su ingenio, y que en un tiempo se concluyen con un argumento y otro día con el contrario, se atreven a defender cada pleito por la parte afirmativa y negativa; mayormente viendo por experiencia que de ambas maneras alcanzan la sentencia en su favor. Y, así, se verifica muy bien lo que dijo la Sabiduría: cogitationes mortalium timidae, et incertae providentiae nostrae.

El remedio, pues, que hay para esto, ya que las razones de la jurispericia carecen de prueba y experiencia, es eligir hombres de grande entendimiento para ser jueces y abogados, porque las razones y argumentos de los tales dice Aristóteles que son tan ciertos y firmes como la mesma experiencia. Y haciendo esta elección, parece que la república quedaría segura de que sus oficiales administran justicia. Y si los consienten entrar todos de tropel y sin hacer prueba de su ingenio (como ahora se usa) acontescerán siempre las fealdades que hemos notado.

Con qué señales se podrá conocer si el que quiere estudiar leyes tiene la diferencia de entendimiento que esta facultad ha menester, ya lo hemos dichos atrás en alguna manera. Pero para refrescar la memoria y probarlo más por extenso, es de saber que el muchacho que puesto a leer conociere presto las letras y dijere con facilidad cada una cómo se llama, salteadas en el A B C, que es indicio de tener mucha memoria, porque tal obra como ésta es cierto que no la hace el entendimiento ni la imaginativa, antes es oficio de la memoria guardar las figuras de las cosas y referir el nombre de cada una cuando es menester. Y si tiene mucha memoria, ya hemos probado atrás que se sigue la falta del entendimiento.

También el escrebir con facilidad y hacer buenos rasgos y letras dijimos que descubría la imaginativa. Y, así, el muchacho que en pocos días asentare la mano, y hiciere los renglones derechos, y la letra pareja y con buena forma y figura, ya es mal indicio para el entendimiento, porque esta obra se hace con la imaginativa, y estas dos potencias tienen la contrariedad que hemos dicho y notado.

Y si, puesto en la gramática, la aprendiere con poco trabajo, y en breve tiempo hiciere buenos latines, y escribiere cartas con elegancia, y se le pegaren las cláusulas rodadas de Cicerón, jamás será buen juez ni abogado, porque es indicio que tiene mucha memoria, y, si no es por gran maravilla, ha de ser falto de entendimiento. Pero si éste porfiare a estudiar leyes y permaneciere en las Escuelas muchos días, será famoso lector y le seguirán muchos oyentes, porque la lengua latina es muy graciosa en la cátedra, y para leer con grande apariencia son menester muchas alegaciones y amontonar en cada ley todo lo que está escrito sobre ella; para lo cual es más necesaria la memoria que el entendimiento. Y aunque es verdad que en la cátedra se ha de distinguir, inferir, raciocinar, juzgar y eligir para sacar el sentido verdadero de la ley, pero, en fin, pone el caso como mejor le parece, y trae los dubios y opuestos a su gusto, y da la sentencia como quiere y sin que nadie le contradiga; para lo cual basta un mediano entendimiento. Pero cuando un abogado ayuda al actor y otro defiende al reo y otro letrado ha de ser el juez, es pleito vivo, y no se parla tan bien como esgrimiendo sin contrario.

Y si el muchacho no aprobare bien en la gramática, ya hay sospecha que puede tener buen entendimiento. Y digo que hay sospecha porque no se infiere necesariamente tener buen entendimiento el que no pudo aprender latín, habiendo probado atrás que los muchachos de fuerte imaginativa jamás salen con la lengua latina.

Pero quien esto lo puede descubrir es la dialéctica, porque esta ciencia tiene la mesma proporción con el entendimiento que la piedra del toque con el oro. Y, así, es cierto que si en un mes o dos no comienza el que oye artes a discurrir ni dificultar, ni se le ofrecen argumentos y respuestas en la materia que se trata, que no tiene entendimiento ninguno. Pero si en esta ciencia aprobare bien, es argumento infalible de tener el entendimiento que requieren las leyes; y, así, se puede partir luego a estudiarlas sin más aguardar. Aunque yo ternía por mejor oír todo el curso de artes primero; porque no es más la dialéctica, para el entendimiento, que las trabas que echamos en los pies y manos de una mula cerril: que andando algunos días con ellas, toma un paso asentado y gracioso. Ese mesmo andar toma el entendimiento en sus disputas, trabándolo primero con las reglas y preceptos de la dialéctica.

Pero si este muchacho que vamos examinando no salió bien con el latín ni aprobó en la dialéctica como convenía, es menester averiguar si tiene buena imaginativa antes que le echemos fuera de las leyes. Porque en esto hay un secreto muy grande, y es bien que la república lo sepa. Y es que hay letrados que puestos en la cátedra hacen maravillas en la interpretación del Derecho, y otros en el abogacía; y poniéndoles una vara en la mano, no tienen más habilidad para gobernar, que si las leyes no se hubieran hecho aquel propósito. Y por lo contrario, hay otros que con tres leyes mal sabidas que aprendieron en Salamanca, puestos en una gobernación, no hay más que desear en el mundo. Del cual efeto están admirados algunos curiosos, por no atinar la causa de dónde pueda nacer; y es la razón que el gobernar pertenece a la imaginativa, y no al entendimiento ni memoria.

Y que sea así, es cosa muy clara de probar considerando que la república ha de estar compuesta con orden y concierto, cada cosa en su lugar, de manera que todo junto haga figura y correspondencia; y esto hemos probado muchas veces atrás que es obra de la imaginativa. Y no sería más poner a un gran letrado por gobernador, que hacer a un sordo juez de la música.

Pero esto se ha de entender comúnmente, y no que sea regla universal. Porque ya hemos probado que hay manera para que Naturaleza pueda juntar grande entendimiento con mucha imaginativa; y así no repugnará ser grande abogado y famoso gobernador. Y adelante descubriremos que, estando Naturaleza con todas las fuerzas que puede alcanzar y con materia bien sazonada, hará un hombre de grande memoria, de grande entendimiento y de mucha imaginativa; el cual, estudiando leyes, será famoso lector, grande abogado y no menos gobernador. Pero hace Naturaleza tan pocos destos, que puede pasar la regla por universal.



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