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Fernando Gutiérrez: Anteo e Isolda. Editorial Janés, Barcelona, 1951

Ricardo Gullón





La poesía lírica renunció, hace mucho, a contar. Los poemas con argumento pertenecen al pasado y quizá al futuro; pero en el presente apenas son concebibles. Al cuento sucede el puro canto, expresión lírica de acontecimientos íntimos o de emociones suscitadas por la presión del mundo exterior. Bien entendido que de ese mundo forman parte seres y personas que con entera legitimidad pueden atraer la atención del poeta y ser causa de sus versos. Tal sucede en Anteo e Isolda, poema de Fernando Gutiérrez (premio «Ciudad de Barcelona», 1950), que evoca un episodio amoroso del cual el poeta es espectador y no partícipe; interviene vicariamente, por medio de los personajes cuyos sentimientos trata de manifestar.

Según van siendo revelados esos sentimientos se descubre el dominante en el autor: la ternura. Ternura contenida, indicio de un punto de nostalgia por la belleza frustrada de la aventura; los héroes son tristes y fueron creados para la leyenda: no para la vida. Su tránsito por la tierra no parece tener otra finalidad que la de proporcionar asunto al poeta, ofreciendo su evasión como ejemplo de alejamiento gratuito de la realidad. Si el poeta siente ternura y no tristeza, es porque Anteo e Isolda no mueren. Imágenes de estirpe luminosa y etérea, permanecen en un espacio claro, abierto y puro, donde las palabras vivir y morir carecen de sentido.

El poema de Fernando Gutiérrez cíñese al gran tema eviterno de la poesía: el amor, llevado a su extrema linde de hondura por la suprema variación en que se resuelve: la muerte. Amor y muerte llenándolo todo, reduciéndolo todo al capital binomio en que se enfrentan.

Uno es todo dolor o todo nada. Cuando el amor muere y el corazón queda sin zumo, olvidado de sí y huero en el latido, el dilema, quevedescamente enunciado en el verso transcrito, se impone con dramática verdad y exige inmediata respuesta. Después del amor y la muerte nada queda; es decir, sí: una anciana pálida que llora, una superviviente sombra inclinada sobre la muerte, que ni siquiera llora porque se sabe residente en un universo fantasmal donde no se muere, donde seguirá encontrando los espectros al fin vertidos a su verdadera esencia.

Anteo e Isolda alcanzan la plenitud del ser en el amor y en la muerte. La muerte les infunde vida, alzándoles a personajes míticos, a figuras prototípicas del triste amor. La muerte es necesaria y consustancial con esa plenitud que los configura y diferencia de otros; por eso digo que les hace vivir, atribuyéndoles la representación de quienes, menos afortunados, se diluyen en la felicidad incolora o en la desgastada monotonía de lo cotidiano. El destino del hombre expresado en la leyenda con la necesaria carga de sugerencias para dar a entender su eventual falacia y los inesperados (y previsibles) azares del episodio amoroso.

El poema está construido con tanta sobriedad como rigor. Tres veces alternativamente hablan; monólogos o diálogos, y de vez en vez, el poeta describiendo cómo es la escena y los personajes, para completar, en proceso lógico y claro, el conocimiento que éstos transmiten de sí. Me gusta esta técnica severa, esta composición equilibrada y medida que pondera con prudente gracia los elementos del poema. Habla cada cual en su momento y la clara exposición cuaja en tensa corriente, siempre de parejo nivel, sin imprecatorias crecidas ni súbitos descensos, remansándose a veces y marchando otras hacia la peripecia, nunca precipitada ni detenida, y aconteciendo al fin con la natural sencillez de lo inexorable.

Fernando Gutiérrez escribe un verso noble, grave, denso, desinteresado, de resonancias fáciles y armonías rebuscadas. Sus imágenes responden a la connatural gravedad de la expresión. Tras los cuatro sonetos iniciales, que incluyen versos tan hermosos como el destacado, los endecasílabos fluyen libremente y se encadenan con soltura. La palabra comunica fielmente la fantasía lírica y en su transparencia adquiere valor plástico; el poeta maneja el lenguaje con flexibilidad porque conoce sus recursos y es capaz de crear una tensión consistente sin forzarlos, sin retorcer la sintaxis ni extremar los contrastes. Suave, sencillamente, el verso brota y el poema cuaja en este delicado tono confidencial, en esta limpia media voz, la más apropiada para cantar el dulce idilio y breve elegía de Anteo e Isolda.





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