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ArribaAbajo- VI -

Dijo el por moderaos hasta seis veces, subiendo gradualmente de tono, y la última repetición debió de oírse en el puente de Toledo. El otro José estaba muy aturdido con la bárbara charla del grande hombre, el más desgraciado de los héroes y el más desconocido de los mártires. Su máscara de misantropía y aquella displicencia de genio perseguido eran natural consecuencia de haber llegado al medio siglo sin encontrar su asiento, pues treinta años de tentativas y de fracasos son para abatir el ánimo más entero. Izquierdo había sido chalán, tratante en trigos, revolucionario, jefe de partidas, industrial, fabricante de velas, punto figurado en una casa de juego y dueño de una chirlata; había casado dos veces con mujeres ricas, y en ninguno de estos diferentes estados y ocasiones obtuvo los favores de la voluble suerte. De una manera y otra, casado y soltero, trabajando por su cuenta y por la ajena, siempre mal, siempre mal, ¡hostia!

La vida inquieta, las súbitas apariciones y desapariciones que hacía, y el haber estado en gurapas algunas temporadillas rodearon de misterio su vida, dándole una reputación deplorable. Se contaban de él horrores. Decían que había matado a Demetria, su segunda mujer, y   —331→   cometido otros nefandos crímenes, violencias y atropellos. Todo era falso. Hay que declarar que parte de su mala reputación la debía a sus fanfarronadas y a toda aquella humareda revolucionaria que tenía en la cabeza. La mayor parte de sus empresas políticas eran soñadas, y solo las creían ya poquísimos oyentes, entre los cuales Ido del Sagrario era el de mayores tragaderas. Para completar su retrato, sépase que no había estado en Cartagena. De tanto pensar en el dichoso cantón, llegó sin duda a figurarse que había estado en él, hablando por los codos de aquellas tremendas yeciones y dando detalles que engañaban a muchos bobos. Lo de la partida de Callosa sí parece cierto.

También se puede asegurar, sin temor de que ningún dato histórico pruebe lo contrario, que Platón no era valiente, y que, a pesar de tanta baladronada, su reputación de braveza empezaba a decaer como todas las glorias de fundamento inseguro. En los tiempos a que me refiero, el descrédito era tal que la propia vanidad platónica estaba ya por los suelos. Principiaba a creerse una nulidad, y allá en sus soliloquios desesperados, cuando le salía mal alguna de las bajezas con que se procuraba dinero, se escarnecía sinceramente, diciéndose: «soy pior que una caballería; soy más tonto que un cerrojo; no sirvo absolutamente para nada». El considerar que había llegado a los cincuenta años   —332→   sin saber plumear y leyendo solo a trangullones, le hacía formar de su endivido la idea más desventajosa. No ocultaba su dolor por esto, y aquel día se lo expresó a su tocayo con sentida ingenuidad:

«Es una gaita esto de no saber escribir... ¡Hostia!, si yo supiera... Créalo: ese es el porqué de la tirria que me tiene Pi».

Don José no le contestó. Estaba doblado por la cintura, porque el digerir las dos enormes chuletas que se había atizado, no se presentaba como un problema de fácil solución. Izquierdo no reparó que a su amigo le temblaba horriblemente el párpado, y que las carúnculas del cuello y los berrugones de la cara, inyectados y turgentes, parecían próximos a reventar. Tampoco se fijó en la inquietud de D. José, que se movía en el asiento como si este tuviese espinas; y volviendo a lamentarse de su destino, se dejó decir: «Porque no hacen solutamente estimación de los verídicos hombres del mérito. Tanto mequetrefe colocao, y a nosotros, tocayo, a estos dos hombres de calidá nadie les ensalza. A cuenta de ellos se lo pierden; porque usted, ¡hostia!, sería un lince para la Destrución pública, y yo... yo».

La vanidad de Platón cayó de golpe cuando más se remontaba, y no encontrando aplicación adecuada a su personalidad, se estrelló en la conciencia de su estolidez. «Yo... para tirar   —333→   de un carromato -pensó-. Después dejó caer la varonil y gallarda cabeza sobre el pecho y estuvo meditando un rato sobre el porqué de su perra suerte. Ido permaneció completamente insensible a la lisonja que le soltara su amigo, y tenía la imaginación sumergida en sombrío lago de tristezas, dudas, temores y desconfianzas. A Izquierdo le roía el pesimismo. La carga de la bebida en su estómago no tuvo poca parte en aquel desaliento horrible, durante el cual vio desfilar ante su mente los treinta años de fracasos que formaban su historia activa... Lo más singular fue que en su tristeza sentía una dulce voz silbándole en el oído: «Tú sirves para algo... no te amontones...». Mas no se convencía, no. «Al que me dijera -pensaba-, cuál es la judía cosa pa que sirve este piazo de hombre, le querría, si es caso, más que a mi padre». Aquel desventurado era como otros muchos seres que se pasan la mayor parte de la vida fuera de su sitio, rodando, rodando, sin llegar a fijarse en la casilla que su destino les ha marcado. Algunos se mueren y no llegan nunca; Izquierdo debía llegar, a los cincuenta y un años, al puesto que la Providencia le asignara en el mundo, y que bien podríamos llamar glorioso. Un año después de lo que ahora se narra estaba ya aquel planeta errante, puedo dar fe de ello, en su sitio cósmico. Platón descubrió al fin la ley de su sino,   —334→   aquello para que exclusiva y solutamente servía. Y tuvo sosiego y pan, fue útil y desempeñó un gran papel, y hasta se hizo célebre y se lo disputaban y le traían en palmitas. No hay ser humano, por despreciable que parezca, que no pueda ser eminencia en algo, y aquel buscón sin suerte, después de medio siglo de equivocaciones, ha venido a ser, por su hermosísimo talante, el gran modelo de la pintura histórica contemporánea. Hay que ver la nobleza y arrogancia de su figura cuando me lo encasquetan una armadura fina, o ropillas y balandranes de raso, y me lo ponen haciendo el duque de Gandía, al sentir la corazonada de hacerse santo, o el marqués de Bedmar ante el Consejo de Venecia, o Juan de Lanuza en el patíbulo, o el gran Alba poniéndoles las peras a cuarto a los flamencos. Lo más peregrino es que aquella caballería, toda ignorancia y rudeza, tenía un notable instinto de la postura, sentía hondamente la facha del personaje, y sabía traducirla con el gesto y la expresión de su admirable rostro.

Pero en aquella sazón, todo esto era futuro y solo se presentaba a la mente embrutecida de Platón como presentimiento indeciso de glorias y bienandanza. El héroe dio un suspiro, a que contestó el poeta con otro suspiro más tempestuoso. Mirando cara a cara a su amigo, Ido tosió dos o tres veces, y con una vocecilla que sonaba   —335→   metálicamente, le dijo, poniéndole la mano en el hombro:

«Usted es desgraciado porque no le hacen justicia; pero yo lo soy más, tocayo, porque no hay mayor desdicha que el deshonor».

-¡Repóblica puerca, repóblica cochina! -rebuznó Platón, dando en la mesa un porrazo tan recio, que todo el ventorro tembló.

-Porque todo se puede conllevar -dijo Ido bajando la voz lúgubremente-, menos la infidelidad conyugal. Terrible cosa es hablar de esto, querido tocayo, y que esta deshonrada boca pregone mi propia ignominia... pero hay momentos, francamente, naturalmente, en que no puede uno callar. El silencio es delito, sí señor... ¿Por qué ha de echar sobre mí la sociedad esta befa, no siendo yo culpable? ¿No soy modelo de esposos y padres de familia? ¿Pues cuándo he sido yo adúltero?, ¿cuándo?... que me lo digan.

De repente, y saltando cual si fuera de goma, el hombre eléctrico se levantó... Sentía una ansiedad que le ahogaba, un furor que le ponía los pelos de punta. En este excepcional desconcierto no se olvidó de pagar, y dando su duro al Tartera, recogió la vuelta.

«Noble amigo -díjole a Izquierdo al oído-, no me acompañe usted... Estimo en lo que valen sus ofrecimientos de ayuda. Pero debo ir solo, enteramente solo, sí señor; les cogeré in   —336→   fraganti... ¡Silencio...!, ¡chis!... La ley me autoriza a hacer un escarmiento... pero horrible, tremendo... ¡Silencio digo!».

Y salió de estampía, como una saeta. Viéndole correr, se reían Izquierdo y el Tartera. El infeliz Ido iba derecho a su camino sin reparar en ningún tropiezo. Por poco tumba a un ciego, y le volcó a una mujer la cesta de los cacahuetes y piñones. Atravesó la Ronda, el Mundo Nuevo y entró en la calle de Mira el Río baja, cuya cuesta se echó a pechos sin tomar aliento. Iba desatinado, gesticulando, los ojos fulminantes, el labio inferior muy echado para fuera. Sin reparar en nadie ni en nada, entró en la casa, subió las escaleras, y pasando de un corredor a otro, llegó pronto a su puerta. Estaba cerrada sin llave. Púsose en acecho, el oído en el agujero de la llave, y empujando de improviso la abrió con estrépito, y echó un vocerrón9 muy tremendo: ¡Adúuultera!

«¡Cristo!, ya le tenemos otra vez con el dichoso dengue... -chilló Nicanora, reponiéndose al instante de aquel gran susto-. Pobrecito mío, hoy viene perdido...».

Don José entró a pasos largos y marcados, con desplantes de cómico de la legua; los ojos saltándosele del casco; y repetía con un tono cavernoso la terrorífica palabra: ¡adúuultera!

-Hombre de Dios -dijo la infeliz mujer, dejando a un lado el trabajo, que aquel día no   —337→   era pintura, sino costura-, tú has comido, ¿verdad?... Buena la hemos hecho...

Le miraba con más lástima que enojo, y con cierta tranquilidad relativa, como se miran los males ya muy añejos y conocidos.

«-Fuertecillo es el ataque... Corazón, ¡cómo estás hoy! Algún indino te ha convidado... Si le cojo... Mira, José, debes acostarte...».

-Por Dios, papá -dijo Rosita, que había entrado detrás de su padre-, no nos asustes... Quítate de la cabeza esas andróminas.

Apartola él lejos de sí con enérgico ademán, y siguió dando aquellos pasos tragicómicos sin orden ni concierto. Parecía registrar la casa; se asomaba a las fétidas alcobas, daba vueltas sobre un tacón, palpaba las paredes, miraba debajo de las sillas, revolviendo los ojos con fiereza y haciendo unos aspavientos que harían reír grandemente si la compasión no lo impidiera. La vecindad, que se divertía mucho con el dengue del buen Ido, empezó a congregarse en el corredor. Nicanora salió a la puerta: «Hoy está atroz... Si yo cogiera al lipendi que le convidó a magras...».

-¡Venga usted acá, dama infiel! -le dijo el frenético esposo, cogiéndola por un brazo.

Hay que advertir que ni en lo más fuerte del acceso era brutal. O porque tuviera muy poca fuerza o porque su natural blando no fuese nunca vencido de la fiebre de aquella increíble   —338→   desazón, ello es que sus manos apenas causaban ofensa. Nicanora le sujetó por ambos brazos, y él, sacudiéndose y pateando, descargaba su ira con estas palabras roncas: «No me lo negarás ahora... Le he visto, le he visto yo».

-¿A quién has visto, corazón?... ¡Ah!, sí, al duque. Sí, aquí le tengo... No me acordaba... ¡Pícaro duque, que te quiere quitar esa recondenada prenda tuya!

Desprendido de las manos de su mujer, que como tenazas le sujetaban, Ido volvió a sus mímicas, y Nicanora, sabiendo que no había más medio de aplacarle que dar rienda suelta a su insana manía para que el ataque pasara más pronto, le puso en la mano un palillo de tambor que allí habían dejado los chicos, y empujándole por la espalda... «Ya puedes escabecharnos -le dijo-, anda, anda; estamos allí, en el camarín, tan agasajaditos... Fuerte, hijo; dale firme y sácanos el mondongo...».

Dando trompicones, entró Ido en una de las alcobas, y apoyando la rodilla en el camastro que allí había empezó a dar golpes con el palillo, pronunciando torpemente estas palabras: «Adúlteros, expiad vuestro crimen». Los que desde el corredor le oían, reíanse a todo trapo, y Nicanora arengaba al público diciendo: «pronto se le pasará; cuanto más fuerte, menos le dura».

«Así, así... muertos los dos... charco de sangre...   —339→   yo vengado, mi honra la... la... vadita» murmuraba él dando golpes cada vez más flojos, y al fin se desplomó sobre el jergón boca abajo. Las piernas colgaban fuera, la cara se oprimía contra la almohada, y en tal postura rumiaba expresiones oscuras que se apagaban resolviéndose en ronquidos. Nicanora le volvió cara arriba para que respirase bien, le puso las piernas dentro de la cama, manejándole como a un muerto, y le quitó de la mano el palo. Arreglole las almohadas y le aflojó la ropa. Había entrado en el segundo periodo, que era el comático, y aunque seguía delirando, no movía ni un dedo, y apretaba fuertemente los párpados, temeroso de la luz. Dormía la mona de carne.

Cuando la Venus de Médicis salió del cubil, vio que entre las personas que miraban por la ventana, estaba Jacinta, acompañada de su doncella.




ArribaAbajo- VII -

Había presenciado parte de la escena y estaba aterrada. «Ya le pasó lo peor -dijo Nicanora saliendo a recibirla-. Ataque muy fuerte... Pero no hace daño. ¡Pobre ángel! Se pone de esta conformidad cuando come».

-¡Cosa más rara! -expresó Jacinta entrando.

-Cuando come carne... Sí señora. Dice el   —340→   médico que tiene el cerebro como pasmado, porque durante mucho tiempo estuvo escribiendo cosas de mujeres malas, sin comer nada más que las condenadas judías... La miseria, señora, esta vida de perros. ¡Y si supiera usted qué buen hombre es!... Cuando está tranquilo no hace cosa mala ni dice una mentira... Incapaz de matar una pulga. Se estará dos años sin probar el pan, con tal que sus hijos lo coman. Ya ve la señora si soy desgraciada. Dos años hace que José empezó con estas incumbencias. ¡Se pasaba las noches en vela, sacando de su cabeza unas fábulas...!, todo tocante a damas infieles, guapetonas, que se iban de picos pardos con unos duques muy adúlteros... y los maridos trinando... ¡Qué cosas inventaba! Y por la mañana las ponía en limpio en papel de marquilla con una letra que daba gusto verla. Luego le dio el tifus, y se puso tan malo que estuvo suministrado y creíamos que se iba. Sanó y le quedaron estas calenturas de la sesera, este dengue que le da siempre que toma sustancia. Tiene temporadas, señora; a veces el ataque es muy ligero, y otras se pone tan encalabrinado que solo de pasar por delante del Matadero le baila el párpado y empieza a decir disparates. Bien dicen, señora, que la carne es uno de los enemigos del alma... Cuidado con lo que saca... ¡Que yo me adultero, y que se la pego con un duque!... Miren que yo con esta facha...

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No interesaba a Jacinta aquel triste relato tanto como creía Nicanora, y viendo que esta no ponía punto, tuvo la dama que ponerlo.

«Perdone usted -dijo dulcificando su acento todo lo posible-, pero dispongo de poco tiempo. Quisiera hablar con ese señor que llaman Don... José Izquierdo».

-Para servir a vuecencia -dijo una voz en la puerta, y al mirar, encaró Jacinta con la arrogantísima figura de Platón, quien no le pareció tan fiero como se lo habían pintado.

Díjole la Delfina que deseaba hablarle, y él la invitó con toda la cortesía de que era capaz a pasar a su habitación. Ama y criada se pusieron en marcha hacia el 17, que era la vivienda de Izquierdo.

«¿En dónde está el Pituso?» preguntó Jacinta a mitad del camino.

Izquierdo miró al patio donde jugaban varios chicos, y no viéndole por ninguna parte, soltó un gruñido. Cerca del 17, en uno de los ángulos del corredor había un grupo de cinco o seis personas entre grandes y chicos, en el centro del cual estaba un niño como de diez años, ciego, sentado en una banqueta y tocando la guitarra. Su brazo era muy pequeño para alcanzar el extremo del mango. Tocaba al revés, pisando las cuerdas con la derecha y rasgueando con la izquierda, puesta la guitarra sobre las rodillas, boca y cuerdas hacia arriba.   —342→   La mano pequeña y bonita del ceguezuelo hería con gracia las cuerdas, sacando de ellas arpegios dulcísimos y esos punteados graves que tan bien expresan el sentir hondo y rudo de la plebe. La cabeza del músico oscilaba como la de esos muñecos que tienen por pescuezo una espiral de acero, y revolvía de un lado para otro los globos muertos de sus ojos cuajados, sin descansar un punto. Después de mucho y mucho puntear y rasguear, rompió con chillona voz el canto:


A Pepa la gitani... i... i...

Aquel iiii no se acababa nunca, daba vueltas para arriba y para abajo como una rúbrica trazada con el sonido. Ya les faltaba el aliento a los oyentes cuando el ciego se determinó a posarse en el final de la frase:


lla-cuando la parió su madre...

Expectación, mientras el músico echaba de lo hondo del pecho unos ayes y gruñidos como de un perrillo al que le están pellizcando el rabo. ¡Ay, ay, ay!... Por fin concluyó:


sólo para las narices
le dieron siete calambres.

Risas, algazara, pataleos... Junto al niño cantor había otro ciego, viejo y curtido, la cara como un corcho, montera de pelo encasquetada   —343→   y el cuerpo envuelto en capa parda con más remiendos que tela. Su risilla de suficiencia le denunciaba como autor de la celebrada estrofa. Era también maestro, padre quizás, del ciego chico y le estaba enseñando el oficio. Jacinta echó un vistazo a todo aquel conjunto, y entre las respetables personas que formaban el corro, distinguió una cuya presencia la hizo estremecer. Era el Pituso, que asomando por entre el ciego grande y el chico, atendía con toda su alma a la música, puesta una mano en la cintura y la otra en la boca. «Ahí está» dijo al Sr. Izquierdo, que al punto le sacó del grupo para llevarle consigo. Lo más particular fue que si cuando la fisonomía del Pituso estaba embadurnada creyó Jacinta advertir en ella un gran parecido con Juanito Santa Cruz, al mirarla en su natural ser, aunque no efectivamente limpia, el parecido se había desvanecido.

«No se parece» pensaba entre alegre y desalentada, cuando Izquierdo le señaló la puerta para que entrase.

Cuentan Jacinta y su criada que al verse dentro de la reducida, inmunda y desamparada celda, y al observar que el llamado Platón cerraba la puerta, les entró un miedo tan grande que a entrambas se les ocurrió salir a la ventanilla a pedir socorro. Miró la señora de soslayo a la criada, por ver si esta mostraba entereza de ánimo; pero Rafaela estaba más muerta que   —344→   viva. «Este bandido -pensó Jacinta-, nos va a retorcer el pescuezo sin dejarnos chistar». Algo se tranquilizaba oyendo muy cerca el guitarreo y el rum rum de la multitud que rodeaba a los dos ciegos. Izquierdo les ofreció las dos sillas que en la estancia había, y él se sentó sobre un baúl, poniendo al Pituso sobre sus rodillas.

Rafaela cuenta que en aquel momento se le ocurrió un plan infalible para defenderse del monstruo, si por acaso las atacaba. Desde el punto en que le viera hacer un ademán hostil, ella se le colgaría de las barbas. Si en el mismo instante y muy de sopetón su señorita tenía la destreza suficiente para coger un asador que muy cerca de su mano estaba y metérselo por los ojos, la cosa era hecha.

No había allí más muebles que las dos sillas y el baúl. Ni cómoda, ni cama, ni nada. En la oscura alcoba debía de haber algún camastro. De la pared colgaba una grande y hermosa lámina detrás de cuyo cristal se veían dos trenzas negras de pelo, hermosísimas, enroscadas al modo de culebras, y entre ellas una cinta de seda con este letrero: ¡Hija mía!

«¿De quién es ese pelo?» preguntó Jacinta vivamente, y la curiosidad le alivió por un instante el miedo.

-De la hija de mi mujer -replicó Platón con gravedad, echando una mirada de desdén al cuadro de las trenzas.

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-Yo creí que eran de... -balbució la dama sin atreverse a acabar la frase-. Y la joven a quien pertenecía ese pelo, ¿dónde está?

-En el cementerio -gruñó Izquierdo con acento más propio de bestia que de hombre.

Jacinta examinó al Pituso chico y... cosa rara, volvió a advertir parecido con el gran Pituso. Le miró más, y mientras más le miraba más semejanza. ¡Santo Dios! Llamole, y el señor Izquierdo dijo al niño con cierta aspereza atenuada que en él podía pasar por dulzura: «Anda, piojín, y da un beso a esta señora». El nene, en pie, se resistía a dar un paso hacia adelante. Estaba como asustado y clavaba en la señora las estrellas de sus ojos. Jacinta había visto ojos lindos, pero como aquellos no los había visto nunca. Eran como los del Niño Dios pintado por Murillo. «Ven, ven» le dijo llamándole con ese movimiento de las dos manos que había aprendido de las madres. Y él tan serio, con las mejillas encendidas por la vergüenza infantil, que tan fácilmente se resuelve en descaro.

«A cuenta que no es corto de genio; pero se espanta de las personas finas» dijo Izquierdo empujándole hasta que Jacinta pudo cogerle.

-Si es todo un caballero formal -declaró la señorita dándole un beso en su cara sucia que aún olía a la endiablada pintura-. ¿Cómo estás hoy tan serio y ayer te reías tanto y me enseñabas tu lengüecita?

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Estas palabras rompieron el sello a la seriedad de Juanín, porque lo mismo fue oírlas que desplegar su boca en una sonrisa angelical. Riose también Jacinta; pero su corazón sintió como un repentino golpe, y se le nublaron los ojos. Con la risa del gracioso chiquillo resurgía de un modo extraordinario el parecido que la dama creía encontrar en él. Figurose que la raza de Santa Cruz le salía a la cara como poco antes le había salido el carmín del rubor infantil. «Es, es...» pensó con profunda convicción, comiéndose a miradas la cara del rapazuelo. Vela en ella las facciones que amaba; pero allí había además otras desconocidas. Entrole entonces una de aquellas rabietinas que de tarde en tarde turbaban la placidez de su alma, y sus ojos, iluminados por aquel rencorcillo, querían interpretar en el rostro inocente del niño las aborrecidas y culpables bellezas de la madre. Habló, y su metal de voz había cambiado completamente. Sonaba de un modo semejante a los bajos de la guitarra: «Señor Izquierdo, ¿tiene usted ahí por casualidad el retrato de su sobrina?».

Si Izquierdo hubiera respondido que sí, ¡cómo se habría lanzado Jacinta sobre él! Pero no había tal retrato, y más valía así. Durante un rato estuvo la dama silenciosa, sintiendo que se le hacía en la garganta el nudo aquel, síntoma infalible de las grandes penas. En tanto,   —347→   el Pituso adelantaba rápidamente en el camino de la confianza. Empezó por tocar con los dedos tímidamente una pulsera de monedas antiguas que Jacinta llevaba, y viendo que no le reñían por este desacato, sino que la señora aquella tan guapa le apretaba contra sí, se decidió a examinar el imperdible, los flecos del mantón y principalmente el manguito, aquella cosa de pelos suaves con un agujero, donde se metía la mano y estaba tan calentito.

Jacinta le sentó sobre sus rodillas y trató de ahogar su desconsuelo, estimulando en su alma la piedad y el cariño que el desvalido niño le inspiraba. Un examen rápido sobre el vestido de él le reprodujo la pena. ¡Que el hijo de su marido estuviese con las carnecitas al aire, los pies casi desnudos...! Le pasó la mano por la cabeza rizosa, haciendo voto en su noble conciencia de querer al hijo de otra como si fuera suyo. El rapaz fijaba su atención de salvaje en los guantes de la señora. No tenía él ni idea remota de que existieran aquellas manos de mentira, dentro de las cuales estaban las manos verdaderas.

«¡Pobrecito! -exclamó con vivo dolor Jacinta, observando que el mísero traje del Pituso era todo agujeros. Tenía un hombro al aire, y una de las nalgas estaba también a la intemperie. ¡Con cuánto amor pasó la mano por aquellas finísimas carnes, de las cuales pensó que   —348→   nunca habían conocido el calor de una mano materna, y que estaban tan heladas de noche como de día!

«Toca, toca -dijo a la criada-; muertecito de frío».

Y al Sr. Izquierdo: «Pero ¿por qué tiene usted a este pobre niño tan desabrigado?».

-Soy pobre, señora -refunfuñó Izquierdo con la sequedad de siempre-. No me quieren colocar... por decente...

Iba a seguir espetando el relato de sus cuitas políticas; pero Jacinta no le hizo caso. Juanín, cuya audacia crecía por momentos, atrevíase ya nada menos que a posarle la mano en la cara, con muchísimo respeto, eso sí.

«Te voy a traer unas botas muy bonitas» le dijo la que quería ser madre adoptiva, echándole las palabras con un beso en su oído sucio.

El muchacho levantó un pie. ¡Y qué pie! Más valía que ningún cristiano lo viera. Era una masa de informe esparto y de trapo asqueroso, llena de lodo y con un gran agujero, por el cual asomaba la fila de deditos rosados.

«¡Bendito Dios! -exclamó Rafaela rompiendo a reír-. ¿Pero Sr. Izquierdo, tan pobre es usted que no tiene para...?».

-Solutamente...

-¡Te voy a poner más majo...!, verás. Te voy a poner un vestido muy precioso, tu sombrero, tus botas de charol.

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Comprendiendo aquello, el muy tuno ¡abría cada ojo...! De todas las flaquezas humanas, la primera que apunta en el niño, anunciando el hombre, es la presunción. Juanín entendió que le iban a poner guapo y soltó una carcajada. Pero las ideas y las sensaciones cambian rápidamente en esta edad, y de improviso el Pituso dio una palmada y echó un gran suspiro. Es una manera especial que tienen los chicos de decir: «Esto me aburre; de buena gana me marcharía». Jacinta le retuvo a la fuerza.

-Vamos a ver, Sr. de Izquierdo -dijo la dama, planteando decididamente la cuestión-. Ya sé por su vecino de usted quién es la mamá de este niño. Está visto que usted no lo puede criar ni educar. Yo me lo llevo.

Izquierdo se preparó a la respuesta.

-Diré a la señora... yo... verídicamente, le tengo ley. Le quiero, si a mano viene, como hijo... Socórrale la señora, por ser de la casta que es; colóqueme a mí, y yo lo criaré.

-No, estos tratos no me convienen. Seremos amigos; pero con la condición de que me llevo este pobre ángel a mi casa. ¿Para qué le quiere usted? ¿Para que se críe en esos patios malsanos entre pilletes?... Yo le protegeré a usted, ¿qué quiere?, ¿un destino?, ¿una cantidad?

-Si la señora -insinuó Izquierdo torvamente, soltando las palabras después de rumiarlas mucho-, me logra una cosa...

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-A ver qué cosa...

-La señora se aboca con Castelar... que me tiene tanta tirria... o con el Sr. de Pi.

-Déjeme usted a mí de pi y de pa... Yo no le puedo dar a usted ningún destino.

-Pues si no me dan la ministración del Pardo, el hijo se queda aquí... ¡hostia! -declaró Izquierdo con la mayor aspereza, levantándose. Parecía responder con la exhibición de su gallarda estatura más que con las palabras.

-La administración del Pardo nada menos. Sí, para usted estaba. Hablaré a mi esposo, el cual reconocerá a Juanín y le reclamará por la justicia, puesto que su madre le ha abandonado.

Rafaela cuenta que al oír esto, se desconcertó un tanto Platón. Pero no se dio a partido, y cogiendo en brazos al niño le hizo caricias a su modo: «¿Quién te quiere a ti, churumbé?... ¿A quién quieres tú, piojín mío?».

El chico le echó los brazos al cuello.

«Yo no le impido ni le impediré a usted que le siga queriendo, ni aun que le vea alguna vez -dijo la señora, contemplando a Juanín como una tonta-. Volveré mañana y espero convencerle... y en cuanto a la administración del Pardo, no crea usted que digo que no. Podría ser... no sé...».

Izquierdo se dulcificó un poco.

«Nada, nada -pensó Jacinta-, este hombre es un chalán. No sé tratar con esta clase de   —351→   gente. Mañana vuelvo con Guillermina y entonces... aquí te quiero ver. Para usted -dijo luego en voz alta-, lo mejor sería una cantidad. Me parece que está la patria oprimida».

Izquierdo dio un suspiro y puso al chico en el suelo. «Un endivido, que se pasó su santísima vida bregando porque los españoles sean libres...».

-Pero, hombre de Dios, ¿todavía les quiere usted más libres?

-No... es la que se dice... cría cuervos... Sepa usté que Bicerra, Castelar y otros mequetrefes, todo lo que son me lo deben a mí.

-Cosa más particular.

El ruido de la guitarra y de los cantos de los ciegos arreció considerablemente, uniéndose al estrépito de tambores de Navidad.

«¿Y tú no tienes tambor?» preguntó Jacinta al pequeñuelo, que apenas oída la pregunta ya estaba diciendo que no con la cabeza.

-¡Que barbaridad! ¡Miren que no tener tú un tambor...! Te lo voy a comprar hoy mismo, ahora mismo. ¿Me das un beso?

No se hacía de rogar el Pituso. Empezaba a ser descarado. Jacinta sacó un paquetito de caramelos, y él, con ese instinto de los golosos, se abalanzó a ver lo que la señora sacaba de aquellos papeles. Cuando Jacinta le puso un caramelo dentro de la boca, Juanín se reía de gusto.

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«¿Cómo se dice?» le preguntó Izquierdo.

Inútil pregunta, porque él no sabía que cuando se recibe algo se dan las gracias.

Jacinta le volvió a coger en brazos y a mirarle. Otra vez le pareció que el parecido se borraba. ¡Si no sería...! Era conveniente averiguarlo y no proceder con precipitación. Guillermina se encargaría de esto. De repente el muy pillo la miró, y sacándose el caramelo de la boca, se lo ofreció para que chupase ella.

«No, tonto, si tengo más».

Después, viendo que su galantería no era estimada, le enseñó la lengua.

«¡Grandísimo tuno, me haces burla, a mí!...».

Y él, entusiasmándose, volvió a sacar la lengua, y habló por primera vez en aquella conferencia, diciendo muy claro: «Putona».

Ama y criada rompieron a reír, y Juanín lanzó una carcajada graciosísima, repitiendo la expresión, y dando palmadas como para aplaudirse.

-¡Qué cosas le enseña usted!...

-Vaya, hijo, no digas exprisiones...

-¿Me quieres? -le dijo la Delfina apretándole contra sí.

El chico clavó sus ojos en Izquierdo.

«Dile que sí pero a cuenta que no te vas con ella... ¿sabes?... que no te vas con ella, porque quieres más a tu papá Pepe, piojín..., y que a tu papá le tien que dar la ministración».

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Volvió el bárbaro a cogerle, y Jacinta se despidió, haciendo propósito firme de volver con el refuerzo de su amiga.

«Adiós, adiós, Juanín. Hasta mañana»; y le besó la mano, pues la cara era imposible por tenerla toda untada de caramelo.

-Adiós, rico -dijo Rafaela pellizcándole los dedos de un pie que asomaban por las claraboyas del calzado.

Y salieron. Izquierdo, que aunque se tenía por caballería, preciábase de ser caballero, salió a despedirlas a la puerta de la calle, con el pequeño en brazos. Y le movía la manecita para hacerle saludar a las dos mujeres hasta que doblaron la esquina de la calle del Bastero.




ArribaAbajo- VIII -

A las nueve del día siguiente ya estaban allí otra vez ama y doncella, esperando a Guillermina, que convino en unirse con su amiga en cuanto despachara ciertos quehaceres que tenía en la estación de las Pulgas. Había recibido dos vagones de sillares y obtenido del director de la Compañía del Norte que le hicieran la descarga gratis con las grúas de la empresa... ¡los pasos que tuvo que dar para esto! Pero al fin se salió con la suya, y además quería que del transporte se encargara la misma empresa, que bastante dinero ganaba, y bien   —354→   podía dar a los huérfanos desvalidos unos cuantos viajes de camiones.

En cuanto entraron Jacinta y Rafaela vieron a Juanín jugando en el patio. Llamáronle y no quiso venir. Las miraba desde lejos, riendo, con media mano metida dentro de la boca; pero en cuanto le enseñaron el tambor que le traían, como se enseñan al toro, azuzándole, las banderillas que se le han de clavar, vino corriendo como exhalación. Su contento era tal que parecía que le iba a dar una pataleta, y estaba tan inquieto, que a Jacinta le costó trabajo colgarle el tambor. Cogidos los palillos uno en cada mano, empezó a dar porrazos sobre el parche, corriendo por aquellos muladares, envidiado de los demás, y sin ocuparse de otra cosa que de meter toda la bulla posible.

Jacinta y Rafaela subieron. La criada llevaba un lío de cosas, dádivas que la señora traía a los menesterosos de aquella pobrísima vecindad. Las mujeres salían a sus puertas movidas de la curiosidad; empezaba el chismorreo, y poco después, en los murmurantes corros que se formaron, circulaban noticias y comentos: «A la señá Nicanora le ha traído un mantón borrego, al tío Dido un sombrero y un chaleco de Bayona, y a Rosa le ha puesto en la mano cinco duros como cinco soles...». -«A la baldada del número 9 le ha traído una manta de cama, y a la señá Encarnación un aquel de franela para la   —355→   reuma, y al tío Manjavacas un ungüento en un tarro largo que lo llaman pitofufito... sabe, lo que le di yo a mi niña el año pasado, lo cual no le quitó de morírseme...». -«Ya estoy viendo a Manjavacas empeñando el tarro o cambiándolo por gotas de aguardiente...». -«Oí que le quiere comprar el niño a señó Pepe, y que le da treinta mil duros... y le hace gobernaor...». -«¿Gobernaor de qué?...». -«Paicen bobas... pues tiene que ser de las caballerizas repoblicanas...».

Jacinta empezaba a impacientarse porque no llegaba su amiga, y en tanto tres o cuatro mujeres, hablando a un tiempo, le exponían sus necesidades con hiperbólico estilo. Esta tenía a sus dos niños descalcitos; la otra no los tenía descalzos ni calzados, porque se le morían todos, y a ella le había quedado una angustia en el pecho que decían era una eroísma. La de más allá tenía cinco hijos y vísperas, de lo que daba fe el promontorio que le alzaba las faldas media vara del suelo. No podía ir en tal estado a la Fábrica de Tabacos, por lo cual estaba pasando la familia una crujida buena. El pariente de estotra no trabajaba, porque se había caído de un andamio y hacía tres meses que estaba en el catre con un tolondrón en el pecho y muchos dolores, echando sangre por la boca. Tantas y tantas lástimas oprimían el corazón de Jacinta, llevando a su mente ideas muy latas sobre la extensión de la miseria humana. En el seno de   —356→   la prosperidad en que ella vivía, no pudo darse nunca cuenta de lo grande que es el imperio de la pobreza, y ahora veía que, por mucho que se explore, no se llega nunca a los confines de este dilatado continente. A todos les daba alientos y prometía ampararles en la medida de sus alcances, que, si bien no cortos, eran quizás insuficientes para acudir a tanta y tanta necesidad. El círculo que la rodeaba se iba estrechando, y la dama empezaba a sofocarse. Dio algunos pasos; pero de cada una de sus pisadas brotaba una compasión nueva; delante de su caridad luminosa íbanse levantando las desdichas humanas, y reclamando el derecho a la misericordia. Después de visitar varias casas, saliendo de ellas con el corazón desgarrado, hallábase otra vez en el corredor, ya muy intranquila por la tardanza de su amiga, cuando sintió que le tiraban suavemente de la cachemira. Volviose y vio una niña como de cinco o seis años, lindísima, muy limpia, con una hoja de bónibus en el pelo.

«Señora -le dijo la niña con voz dulce y tímida, pronunciando con la más pura corrección-, ¿ha visto usted mi delantal?».

Cogiendo por los bordes el delantal, que era de cretona azul, recién planchado y sin una mota, lo mostraba a la señorita.

«Sí... ya lo veo -dijo esta admirada de tanta gracia y coquetería-. Estás muy guapa y el delantal es... magnífico».

  —357→  

-Lo he estrenado hoy... no lo ensuciaré, porque no bajo al patio -añadió la pequeña, hinchando de gozo y vanidad sus naricillas.

-¿De quién eres? ¿Cómo te llamas?

-Adoración.

-¡Qué mona eres... y qué simpática!

-Esta niña -dijo una de las vecinas-, es hija de una mujer muy mala que la llaman Mauricia la Dura. Ha vivido aquí dos veces, porque la pusieron en las Arrecogidas, y se escapó, y ahora no se sabe dónde anda.

-¡Pobre niña!... su mamá no la quiere.

-Pero tiene por mamá a su tía Severiana, que la ampara como si fuera hija y la va criando. ¿No conoce la señorita a Severiana?

-He oído hablar de ella a mi amiga.

-Sí, la señorita Guillermina la quiere mucho... Como que ella y Mauricia son hijas de la planchadora de la casa... ¡Severiana!... ¿Dónde está esa mujer?

-En la compra -replicó Adoración.

-Vaya, que eres muy señorita.

La otra, que se oyó llamar señorita, no cabía en sí de satisfacción.

«Señora -dijo, encantando a Jacinta con su metal de voz argentino y su pronunciación celestial-. Yo no me pinté la cara el otro día...».

-¡Tú no...!, ya lo sabía. Eres muy aseada.

-No, no me pinté -repitió acentuando tan   —358→   fuertemente el no con la cabeza, que parecía que se le rompía el pescuezo-. Esos puercachones me querían pintar, pero no me dejé.

Jacinta y Rafaela estaban embelesadas. No habían visto una niña tan bonita, tan modosa y que se metiera por los ojos como aquella. Daba gusto ver la limpieza de su ropa. La falda la tenía remendada, pero aseadísima; los zapatos eran viejos, pero bien defendidos, y el delantal una obra maestra de pulcritud.

En esto llegó la tía y madre adoptiva de Adoración. Era guapetona, alta y garbosa, mujer de un papelista, y la inquilina más ordenada, o si se quiere, más pudiente de aquella colmena. Vivía en una de las habitaciones mejores del primer patio y no tenía hijos propios, razón más para que Jacinta simpatizase con ella. En cuanto se vieron se comprendieron. Severiana estimó en lo que valían las bondades de la dama para con la pequeña; hízola entrar en su casa, y le ofreció una silla de las que llaman de Viena, mueble que en aquellos tugurios pareciole a Jacinta el colmo de la opulencia.

«¿Y mi ama doña Guillermina? -preguntó Severiana-. Ya sé que viene ahora todos los días. ¿Usted no me conoce? Mi madre fue planchadora en casa de los señores de Pacheco... allí nos criamos mi hermana Mauricia y yo».

-He oído hablar de ustedes a Guillermina...

  —359→  

Severiana dejó el cesto de la compra, que bien repleto traía, arrojó mantón y pañuelo, y no pudo resistir un impulso de vanidad. Entre las habitantes de las casas domingueras es muy común que la que viene de la plaza con abundante compra la exponga a la admiración y a la envidia de las vecinas. Severiana empezó a sacar su repuesto, y alargando la mano lo mostraba de la puerta afuera... «Vean ustedes... una brecolera... un cuarterón de carne de falda... un pico de carnero con carrilladas... escarola...» y por último salió la gran sensación. Severiana la enseñó como un trofeo, reventando de orgullo. «¡Un conejo!» clamaron media docena de voces... «¡Hija, cómo te has corrido!». -«Hija, porque se puede, y lo he sacado por siete riales». Jacinta creyó que la cortesía la obligaba a lisonjear a la dueña de la casa, mirando con muchísimo interés las provisiones y elogiando su bondad y baratura.

Hablose luego de Adoración, que se había cosido a las faldas de Jacinta, y Severiana empezó a referir:

«Esta niña es de mi hermana Mauricia... La señora metió en las Micaelas a mi hermana, pero esta se fugó, encaramándose por una tapia; y ahora la estamos buscando para volverla a encerrar allá».

-Conozco mucho esa Orden -dijo la de Santa Cruz-, y soy muy amiga de las madres Micaelas.   —360→   Allí la enderezarán... Crea usted que hacen milagros...

-Pero si es muy mala... señora, muy mala -replicó Severiana dando un suspiro-. Aquí me dejó esta escritura, y no nos pesa, porque me tira el alma como si la hubiera parido... lo cual que todos los míos me han nacido muertos; y mi Juan Antonio le ha tomado tal ley a la chica, que no se puede pasar sin ella. Es una pinturera, eso sí, y me enreda mucho. Como que nació y se crió entre mujeres malas, que la enseñaron a fantasiar y a ponerse polvos en la cara. Cuando va por la calle, hace unos meneos con el cuerpo que... ya le digo que la deslomo, si no se le quita esa maña... ¡Ah!, ¡verás tú, verás, bribonaza! Lo bueno que tiene es que no me empuerca la ropa y le gusta lavarse manos, brazos, hocico, y hasta el cuerpo, señora, hasta el cuerpo. Como coja un pedazo de jabón de olor, pronto da cuenta de él. ¿Pues el peinarse? Ya me ha roto tres espejos, y un día... ¿que creerá la señora que estaba haciendo?... pues pintándose las cejas con un corcho quemado.

Adoración púsose como la grana, avergonzada de las perrerías que se contaban de ella.

«No lo hará más -dijo la dama sin hartarse de acariciar aquella cara tan tersa y tan bonita; y variando la conversación, lo que agradeció mucho la pequeña, se puso a mirar y alabar el buen arreglo de la salita».

  —361→  

«Tiene usted una casa muy mona».

-Para menestrales, talcualita. Ya sabe la señorita que está a su disposición. Es muy grande para nosotros; pero tengo aquí una amiga que vive en compañía, doña Fuensanta, viuda de un señor comandante. Mi marido es bueno como los panes de Dios. Me gana catorce riales y no tiene ningún vicio. Vivimos tan ricamente.

Jacinta admiró la cómoda, bruñida de tanto fregoteo, y el altar que sobre ella formaban mil baratijas, y las fotografías de gente de tropa, con los pantalones pintados de rojo y los botones de amarillo. El Cristo del Gran Poder y la Virgen de la Paloma, eran allí dos hermosos cuadros; había un gran cromo con la Numancia, navegando en un mar de musgo, y otro cuadrito bordado con dos corazones amantes, hechos a estilo de dechado, unidos con una cinta.

Se hacía tarde, y Jacinta no tenía sosiego. Por fin, saliendo al corredor, vio venir a su amiga presurosa, acalorada... «No me riñas, hija; no sabes cómo me han marcado esos badulaques en la estación de las Pulgas. Que no pueden hacer nada sin orden expresa del Consejo. No han hecho caso de la tarjeta que llevé, y tengo que volver esta tarde, y los sillares allí muertos de risa y la obra parada... Pero en fin, vamos a nuestro asunto. ¿En dónde está ese que se come la gente? Adiós, Severiana... Ahora no me puedo entretener contigo. Luego hablaremos».

  —362→  

Avanzaron en busca de la guarida de Izquierdo, siempre rodeadas de vecinas. Adoración iba detrás, cogida a la falda de Jacinta, como los pajes que llevan la cola de los reyes, y delante abriendo calle, como un batidor, la zancuda, que aquel día parecía tener las canillas más desarrolladas y las greñas más sueltas. Jacinta le había llevado unas botas, y estaba la chica muy incomodada porque su madre no se las dejaba poner hasta el domingo.

Vieron entornada la puerta del 17, y Guillermina la empujó. Grande fue su sorpresa al encarar, no con el señor Platón a quien esperaba encontrar allí, sino con una mujerona muy altona y muy feona, vestida de colorines, el talle muy bajo, la cara como teñida de ferruje, el pelo engrasado y de un negro que azuleaba. Echose a reír aquel vestiglo, enseñando unos dientes cuya blancura con la nieve se podría comparar, y dijo a las señoras que Don Pepe no estaba, pero que al momentico vendría. Era la vecina del bohardillón, llamada comúnmente la gallinejera, por tener puesto de gallineja y fritanga en la esquina de la Arganzuela. Solía prestar servicios domésticos al decadente señor de aquel domicilio, barrerle el cuarto una vez al mes, apalearle el jergón, y darle una mano de refregones al Pituso, cuando la porquería le ponía una costra demasiado espesa en su angelical rostro. También solía preparar para el   —363→   grande hombre algunos platos exquisitos, como dos cuartos de molleja, dos cuartos de sangre frita y a veces una ensalada de escarola, bien cargada de ajo y comino.

No tardó en venir Izquierdo, y echose fuera la estantigua aquella gitanesca, a quien Rafaela miraba con verdadero espanto, rezando mentalmente un Padre-nuestro porque se marchara pronto. Venía el bárbaro dando resoplidos, cual si le rindiera la fatiga de tanto negocio como entre manos traía, y arrojando su pavero en el rincón y limpiándose con un pañuelo en forma de pelota el sudor de la nobilísima frente, soltó este gruñido: «Vengo de en ca Bicerra... ¿Ustés me recibieron? Pues él tampoco... ¡el muy soplao, el muy...! La culpa tengo yo que me rebajo a endividos tan... disinificantes».

-Cálmese usted, Sr. Pepe -indicó Jacinta, sintiéndose fuerte en compañía de su amiga.

Como no había más que dos sillas, Rafaela tuvo que sentarse en el baúl y el grande hombre no comprendido quedose en pie; mas luego tomó una cesta vacía que allí estaba, la puso boca abajo y acomodó su respetable persona en ella.




ArribaAbajo- IX -

Desde que se cruzaron las primeras palabras de aquella conferencia, que no dudo en llamar   —364→   memorable, cayó Izquierdo en la cuenta de que tenía que habérselas con un diplomático mucho más fuerte que él. La tal doña Guillermina, con toda su opinión de santa y su carita de Pascua, se le atravesaba. Ya estaba seguro de que le volvería tarumba con sus tiologías porque aquella señora debía de ser muy nea, y él, la verdad, no sabía tratar con neos.

«Con que Sr. Izquierdo -propuso la fundadora sonriendo-, ya sabe usted... esta amiga mía quiere recoger a ese pobre niño, que tan mal se cría al lado de usted... Son dos obras de caridad, porque a usted le socorreremos también, siempre que no sea muy exigente...».

-¡Hostia, con la tía bruja esta! -dijo para sí Platón, revolviendo las palabras con mugidos; y luego en voz alta-: Pues como dije a la señora, si la señora quiere al Pituso, que se aboque con Castelar...

-Eso sí; para que le hagan a usted ministro... Sr. Izquierdo, no nos venga usted con sandeces. ¿Cree que somos tontas? A buena parte viene... Usted no puede desempeñar ningún destino, porque no sabe leer.

Recibió Izquierdo tan tremendo golpe en su vanidad, que no supo qué contestar. Tomando una actitud noble, puesta la mano en el pecho, repuso:

«Señora, eso de no saber no es todo lo verídico... digo que no es todo lo verídico... verbi gracia:   —365→   que es mentira. A cuenta que nos moteja porque semos probes. La probeza no es deshonra».

-No lo es, cierto, pero sí; pero tampoco es honra, ¿estamos? Conozco pobres muy honrados; pero también los hay que son buenos pájaros.

-Yo soy todo lo decente... ¿estamos?

-¡Ah!, sí... Todos nos llamamos personas decentes; pero facilillo es probarlo. Vamos a ver. ¿Cómo se ha pasado usted la vida? Vendiendo burros y caballos, después conspirando y armando barricadas...

-¡Y a mucha honra, y a mucha honra!... ¡re-hostia! -gritó fuera de sí el chalán, levantándose encolerizado-. ¡Vaya con las tías estas...!

Jacinta daba diente con diente. Rafaela quiso salir a llamar; pero su propio temor le había paralizado las piernas.

«Ja, ja, ja... nos llama tías... -exclamó Guillermina echándose a reír cual si hubiera oído un inocente chiste-. Vaya con el excelentísimo señor... ¿Y piensa que nos vamos a enfadar por la flor que nos echa? Quia; yo estoy muy acostumbrada a estas finuras. Peores cosas le dijeron a Cristo.

-Señora... señora... no me saque la dinidá; mire que me estoy aguantando... aguantando...

-Más aguantamos nosotras.

-Yo soy un endivido... tal y como...

  —366→  

-Lo que es usted, bien lo sabemos: un holgazanote y un bruto... Sí hombre, no me desdigo... ¿Piensa usted que le tengo miedo? A ver; saque pronto esa navaja...

-No la gasto pa mujeres...

-Ni para hombres... Si creerá este fantasmón que nos va a acoquinar porque tiene esa fachada... Siéntese usted y no haga visajes, que eso servirá para asustar a chicos, pero no a mí. Además de bruto es usted un embustero, porque ni ha estado en Cartagena ni ese es el camino, y todo lo que cuenta de las revoluciones es gana de hablar. A mí me ha enterado quien le conoce a usted bien... ¡Ah!, pobre hombre, ¿sabe usted lo que nos inspira? Pues lástima, una lástima que no puede ponderarle, por lo grande que es...

Completamente aturdido, cual si le hubieran descargado una maza sobre el cuello, Izquierdo se sentó sobre la cesta, y esparció sus miradas por el suelo. Rafaela y Jacinta respiraron, pasmadas del valor de su amiga, a quien veían como una criatura sobrenatural.

-Con que vamos a ver -prosiguió esta guiñando los ojos, como siempre que exponía un asunto importante-. Nosotras nos llevamos al niñito, y le damos a usted una cantidad para que se remedie...

-¿Y qué hago yo con un triste estipendio? ¿Cree que yo me vendo?

  —367→  

-¡Ay, qué delicados están los tiempos!... Usted, ¿qué se ha de vender? Falta que haya quien le compre. Y esto no es compra, sino socorro. No me dirá usted que no lo necesita...

-En fin, pa no cansar... -replicó bruscamente José-, si me dan la ministración...

-Una cantidad y punto concluido...

-¡Que no me da la gana, que no me da la santísima gana!

-Bueno, bueno, no grite usted tanto, que no somos sordas. Y no sea usted tan fino, que tales finuras son impropias de un señor revolucionario tan... feroz.

-Usted me quema la sangre...

-¿Con que destino, y si no no? Tijeretas han de ser. A fe que está el hombre cortadito para administrador. Sr. Izquierdo, dejemos las bromas a un lado; me da mucha lástima de usted; porque, lo digo con sinceridad, no me parece tan mala persona como cree la gente. ¿Quiere usted que le diga la verdad? Pues usted es un infelizote que no ha tenido parte en ningún crimen ni en la invención de la pólvora.

Izquierdo alzó la vista del suelo y miró a Guillermina sin ningún rencor. Parecía confirmar con una mirada de sinceridad lo que la fundadora declaraba.

«Y lo sostengo, este hijo de Dios no es un hombre malo. Dicen por ahí que usted asesinó a su segunda mujer... ¡Patraña! Dicen que usted   —368→   ha robado en los caminos... ¡Mentira! Dicen por ahí que usted ha dado muchos trabucazos en las barricadas... ¡Paparrucha!».

-Parola, parola, parola -murmuró Izquierdo con amargura.

-Usted se ha pasado la vida luchando por el pienso y no sabiendo nunca vencer. No ha tenido arreglo... La verdad, este vendehumos es hombre de poca disposición: no sabe nada, no trabaja, no tiene pesquis más que para echar fanfarronadas y decir que se come los niños crudos. Mucho hablar de la República y de los cantones, y el hombre no sirve ni para los oficios más toscos... ¿Qué tal?, ¿me equivoco? ¿Es este el retrato de usted, sí o no?...

Platón no decía nada, y pasó y repasó su hermosa mirada por los ladrillos del piso, como si los quisiera barrer con ella. Las palabras de Guillermina resonaban en su alma con el acento de esas verdades eternas contra las cuales nada pueden las argucias humanas.

«Después -añadió la santa-, el pobre hombre ha tenido que valerse de mil arbitrios no muy limpios para poder vivir, porque es preciso vivir... Hay que ser indulgente con la miseria, y otorgarle un poquitín de licencia para el mal».

Durante la breve pausa que siguió a los últimos conceptos de Guillermina, el infeliz hombre cayó en su conciencia como en un pozo, y   —369→   allí se vio tal cual era realmente, despojado de los trapos de oropel en que su amor propio le envolvía; pensó lo que otras veces había pensado, y se dijo en sustancia: «Si soy un verídico mulo, un buen Juan que no sabe matar un mosquito; y esta diabla de santa tiene dentro el cuerpo al Pae Eterno».

Guillermina no le quitaba los ojos, que con los guiños se volvían picarescos. Era una maravilla cómo le adivinaba los pensamientos. Parece mentira, pero no lo es, que después de otra pausa solemne, dijo la Pacheco estas palabras:

«Porque eso de que Castelar le coloque es cosa de labios afuera. Usted mismo no lo cree ni en sueños. Lo dice por embobar a Ido y otros tontos como él... Ni ¿qué destino le van a dar a un hombre que firma con una cruz? Usted que alardea de haber hecho tantas revoluciones y de que nos ha traído la dichosa República, y de que ha fundado el cantón de Cartagena... ¡así ha salido él!... usted que se las echa de hombre perseguido y nos llama neas con desprecio y publica por ahí que le van a hacer archipámpano, se contentará... dígalo con franqueza, se contentará con que le den una portería...».

A Izquierdo le vibró el corazón, y este movimiento del ánimo fue tan claramente advertido por Guillermina, que se echó a reír, y tocándole la rodilla con la mano, repitió:

«¿No es verdad que se contentará?... Vamos,   —370→   hijo mío, confiéselo por la pasión y muerte de nuestro Redentor, en quien todos creemos».

Los ojos del chalán se iluminaron. Se le escapó una sonrisilla y dijo con viveza:

«¿Portería de ministerio?».

-No, hijo, no tanto... Español había de ser. Siempre picando alto y queriendo servir al Estado... Hablo de portería de casa particular.

Izquierdo frunció el ceño. Lo que él quería era ponerse uniforme con galones. Volvió a sumergirse de una zambullida en su conciencia, y allí dio volteretas alrededor de la portería de casa particular. Él, lo dicho dicho, estaba ya harto de tanto bregar por la perra existencia. ¿Qué mejor descanso podía apetecer que lo que le ofrecía aquella tía, que debía de ser sobrina de la Virgen Santísima?... Porque ya empezaba a ser viejo y no estaba para muchas bromas. La oferta significaba pitanza segura, poco trabajo; y si la portería era de casa grande, el uniforme no se lo quitaba nadie... Ya tenía la boca abierta para soltar un conforme más grande que la casa de que debía ser portero, cuando el amor propio, que era su mayor enemigo, se le amotinó, y la fanfarronería cultivada en su mente armole una gritería espantosa. Hombre perdido. Empezó a menear la cabeza con displicencia, y echando miradas de desdén a una parte y otra, dijo: «¡Una portería!... es poco».

-Ya se ve... no puede olvidar que ha sido ministro   —371→   de la Gobernación, es decir, que lo quisieron nombrar... aunque me parece que se convino en que todo ello fue invención de esa gran cabeza. Veo que entre usted y D. José Ido, otro que tal, podrían inventar lindas novelas. ¡Ah!, la miseria, el mal comer, ¡cómo hacen desvariar estos pobres cerebros!... En resumidas cuentas, Sr. Izquierdo...

Este se había levantado, y poniéndose a dar paseos por la habitación con las manos en los bolsillos, expresó sus magnánimos pensamientos de esta manera:

«Mi dinidá y sinificancia no me premiten... Es la que se dice: quisiera, pero no pué ser, no pué ser. Si quieren solutamente socorrerme porque me quitan a mi piojín de mi arma, me atengo al honorario».

-¡Alabado sea Dios! Al fin caemos en la cantidad...

Jacinta veía el cielo abierto... pero este cielo se nubló cuando el bárbaro desde un rincón, donde su voz hacía ecos siniestros, soltó estas fatídicas palabras:

«Ea... pues... mil duros, y trato hecho».

-¡Mil duros! -dijo Guillermina-. ¡La Virgen nos acompañe!, ya los quisiéramos para nosotros. Siempre será un poquito menos.

-No bajo ni un chavo.

-¿A que sí? Porque si usted es chalán también yo soy chalana.

  —372→  

Jacinta discurría ya cómo se las compondría para juntar los mil duros, que al principio le parecieron suma muy grande, después pequeña, y así estuvo un rato apreciando con diversos criterios de cantidad la cifra.

«Que no rebajo ni tanto así. Lo mismo me da monea metálica que pápiros del Banco. Pero ojo al guarismo, que no rebajo na».

-Eso, eso, tengamos carácter... ¡Pues no tiene pocas pretensiones! Ni usted con toda su casta vale mil cuartos, cuanto más mil duros... Vaya, ¿quiere dos mil reales?

Izquierdo hizo un gesto de desprecio.

«¿Qué, se nos enfada?... Pues nada, quédese usted con su angelito. ¿Pues qué se ha creído el muy majadero, que nos tragábamos la bola de que el Pituso es hijo del esposo de esta señora? ¿Cómo se prueba eso?...».

-Yo na tengo que ver... pues bien claro está que es pae natural -replicó Izquierdo de mal talante-, pae natural del hijo de mi sobrina, verbo y gracia, Juanín.

-¿Tiene usted la partida de bautismo?

-La tengo -dijo el salvaje mirando al cofre sobre el que se sentaba Rafaela.

-No, no saque usted papeles, que tampoco prueban nada. En cuanto a la paternidad natural, como usted dice, será o no será. Pediremos informes a quien pueda darlos.

Izquierdo se rascaba la frente, como escarbando   —373→   para extraer de ella una idea. La alusión a Juanito hízole recordar sin duda cuando rodó ignominiosamente por la escalera de la casa de Santa Cruz. Jacinta, en tanto, quería llegar a un arreglo ofreciendo la mitad; mas Guillermina, que le adivinó en el semblante sus deseos de conciliación, le impuso silencio, y levantándose, dijo:

«Señor Izquierdo; guárdese usted su churumbé, que lo que es este timo no le ha salido».

-Señora... ¡Hostia!, yo soy un hombre de bien, y conmigo no se queda ninguna nea, ¿estamos? -replicó él con aquella rabia superficial que no pasaba de las palabras.

-Es usted muy amable... Con las finuras que usted gasta no es posible que nos entendamos. ¡Si habrá usted creído que esta señora tenía un gran interés en apropiarse del niño! Es un capricho, nada más que un capricho. Esta simple se ha empeñado en tener chiquillos... manía tonta, porque cuando Dios no quiere darlos, Él se sabrá por qué... Vio al Pituso, le dio lástima, le gustó... pero es muy caro el animalito. En estos dos patios los dan por nada, a escoger... por nada, sí, alma de Dios, y con agradecimiento encima... ¿Qué te creías, que no hay más que tu piojín?... Ahí está esa niña preciosísima que llaman Adoración... Pues nos la llevaremos cuando queramos, porque la voluntad de Severiana es la mía... Con que abur... ¿Qué tienes que contestar?   —374→   Ya te veo venir: que el Pituso es de la propia sangre de los señores de Santa Cruz. Podrá ser, y podrá no ser... Ahora mismo nos vamos a contarle el caso al marido de mi amiga, que es hombre de mucha influencia y se tutea con Pi y almuerza con Castelar y es hermano de leche de Salmerón... Él verá lo que hace. Si el niño es suyo, te lo quitará; y si no lo es, ayúdame a sentir. En este caso, pedazo de bárbaro, ni dinero, ni portería, ni nada.

Izquierdo estaba como aturdido con esta rociada de palabras vivas y contundentes. Guillermina, en aquellas grandes crisis oratorias, tuteaba a todo el mundo... Después de empujar hacia la puerta a Jacinta y a Rafaela, volviose al desgraciado, que no acertaba a decir palabra, y echándose a reír con angélica bondad, le habló en estos términos:

«Perdóname que te haya tratado duramente como mereces... Yo soy así. Y no te vayas a creer que me he enfadado. Pero no quiero irme sin darte una limosna y un consejo. La limosna en esta. Toma, para ayuda de un panecillo».

Alargó la mano ofreciéndole dos duros, y viendo que el otro no los tomaba, púsolos sobre una de las sillas.

«El consejo allá va. Tú no vales absolutamente para nada. No sabes ningún oficio, ni siquiera el de peón, porque eres haragán y no te gusta cargar pesos. No sirves ni para barrendero   —375→   de las calles, ni siquiera para llevar un cartel con anuncios... Y sin embargo, desventurado, no hay hechura de Dios que no tenga su para qué en este taller admirable del trabajo universal; tú has nacido para un gran oficio, en el cual puedes alcanzar mucha gloria y el pan de cada día. Bobalicón, ¿no has caído en ello?... ¡Eres tan bruto!... ¿Pero di, no te has mirado al espejo alguna vez? ¿No se te ha ocurrido?... Pareces lelo... Pues te lo diré: para lo que tú sirves es para modelo de pintores... ¿no entiendes? Pues ellos te ponen vestido de santo, o de caballero, o de Padre Eterno, y te sacan el retrato... porque tienes la gran figura. Cara, cuerpo, expresión, todo lo que no es del alma es en ti noble y hermoso; llevas en tu persona un tesoro, un verdadero tesoro de líneas... Vamos, apuesto a que no lo entiendes».

La vanidad aumentó la turbación en que el bueno de Izquierdo estaba. Presunciones de gloria le pasaron con ráfagas de hoguera por la frente... Entrevió un porvenir brillante... ¡Él, retratado por los pintores!... ¡Y eso se pagaba! Y se ganaban cuartos por vestirse, ponerse y ¡ah!... Platón se miró en el vidrio del cuadro de las trenzas; pero no se veía bien...

«Con que no lo olvides... Preséntate en cualquier estudio, y eres un hombre. Con tu piojín a cuestas, serías el San Cristóbal más hermoso que se podría ver. Adiós, adiós...».





  —376→  

ArribaAbajo- X -

Más escenas de la vida íntima



ArribaAbajo- I -

Saliendo por los corredores, decía Guillermina a su amiga:

«Eres una inocentona... tú no sabes tratar con esta gente. Déjame a mí, y estate tranquila, que el Pituso es tuyo. Yo me entiendo. Si ese bribón te coge por su cuenta, te saca más de lo que valen todos los chicos de la Inclusa juntos con sus padres respectivos. ¿Qué pensabas tú ofrecerle? ¿Diez mil reales? Pues me los das, y si lo saco por menos, la diferencia es para mi obra».

Después de platicar un rato con Severiana en la salita de esta, salieron escoltadas por diferentes cuerpos y secciones de la granujería de los dos patios. A Juanín, por más que Jacinta y Rafaela se desojaban buscándole, no le vieron por ninguna parte.

Aquel día, que era el 22, empeoró el Delfín a causa de su impaciencia y por aquel afán de querer anticiparse a la naturaleza, quitándole a esta los medios de su propia reparación. A   —377→   poco de levantarse tuvo que volverse a la cama, quejándose de molestias y dolores puramente ilusorios. Su familia, que ya conocía bien sus mañas, no se alarmaba, y Barbarita recetábale sin cesar sábanas y resignación. Pasó la noche intranquilo; pero se estuvo durmiendo toda la mañana del 23, por lo que pudo Jacinta dar otro salto, acompañada de Rafaela, a la calle de Mira el Río. Esta visita fue de tan poca sustancia, que la dama volvió muy triste a su casa. No vio al Pituso ni al Sr. Izquierdo. Díjole Severiana que Guillermina había estado antes y echado un largo parlamento con el endivido, quien tenía al chico montado en el hombro, ensayándose sin duda para hacer el San Cristóbal. Lo único que sacó Jacinta en limpio de la excursión de aquel día fue un nuevo testimonio de la popularidad que empezaba a alcanzar en aquellas casas. Hombres y mujeres la rodeaban y poco faltó para que la llevaran en volandas. Oyose una voz que gritaba: «¡viva la simpatía!» y le echaron coplas de gusto dudoso, pero de muy buena intención. Los de Ido llevaban la voz cantante en este concierto de alabanzas, y daba gozo ver a D. José tan elegante, con las prendas en buen uso que Jacinta le había dado, y su hongo casi nuevo de color café. El primogénito de los claques fue objeto de una serie de transacciones y reventas chalanescas, hasta que lo adquirió por dos cuartos un cierto vecino   —378→   de la casa, que tenía la especialidad de hacer el higuí en los Carnavales.

Adoración se pegaba a doña Jacinta desde que la veía entrar. Era como una idolatría el cariño de aquella chicuela. Quedábase estática y lela delante de la señorita, devorándola con sus ojos, y si esta le cogía la cara o le daba un beso, la pobre niña temblaba de emoción y parecía que le entraba fiebre. Su manera de expresar lo que sentía era dar de cabezadas contra el cuerpo de su ídolo, metiendo la cabeza entre los pliegues del mantón y apretando como si quisiera abrir con ella un hueco. Ver partir a doña Jacinta era quedarse Adoración sin alma, y Severiana tenía que ponerse seria para hacerla entrar en razón. Aquel día le llevó la dama unas botitas muy lindas, y prometió llevarle otras prendas, pendientes y una sortija con un diamante fino del tamaño de un garbanzo; más grande todavía, del tamaño de una avellana.

Al volver a su casa, tenía la Delfina vivos deseos de saber si Guillermina había hecho algo. Llamola por el balcón; pero la fundadora no estaba. Probablemente, según dijo la criada, no regresaría hasta la noche porque había tenido que ir por tercera vez a la estación de las Pulgas, a la obra y al asilo de la calle de Alburquerque.

Aquel día ocurrió en casa de Santa Cruz   —379→   un suceso feliz. Entró D. Baldomero de la calle cuando ya se iban a sentar a la mesa, y dijo con la mayor naturalidad del mundo que le había caído la lotería. Oyó Barbarita la noticia con calma, casi con tristeza, pues el capricho de la suerte loca no le hacía mucha gracia. La Providencia no había andado en aquello muy lista que digamos, porque ellos no necesitaban de la lotería para nada, y aun parecía que les estorbaba un premio que, en buena lógica, debía de ser para los infelices que juegan por mejorar de fortuna. ¡Y había tantas personas aquel día dadas a Barrabás por no haber sacado ni un triste reintegro! El 23, a la hora de la lista grande, Madrid parecía el país de las desilusiones, porque... ¡cosa más particular!, a nadie le tocaba. Es preciso que a uno le toque para creer que hay agraciados.

Don Baldomero estaba muy sereno, y el golpe de suerte no le daba calor ni frío. Todos los años compraba un billete entero, por rutina o vicio, quizás por obligación, como se toma la cédula de vecindad u otro documento que acredite la condición de español neto, sin que nunca sacase más que fruslerías, algún reintegro o premios muy pequeños. Aquel año le tocaron doscientos cincuenta mil reales. Había dado, como siempre, muchas participaciones, por lo cual los doce mil quinientos duros se repartían entre la multitud de personas de diferente posición   —380→   y fortuna; pues si algunos ricos cogían buena breva, también muchos pobres pellizcaban algo. Santa Cruz llevó la lista al comedor, y la iba leyendo mientras comía, haciendo la cuenta de lo que a cada cual tocaba. Se le oía como se oye a los niños del Colegio de San Ildefonso que sacan y cantan los números en el acto de la extracción.

«Los Chicos jugaron dos décimos y se calzan cincuenta mil reales. Villalonga un décimo: veinticinco mil. Samaniego la mitad».

Pepe Samaniego apareció en la puerta a punto que D. Baldomero pregonaba su nombre y su premio, y el favorecido no pudo contener su alegría y empezó a dar abrazos a todos los presentes, incluso a los criados.

«Eulalia Muñoz, un décimo: veinticinco mil reales. Benignita, medio décimo: doce mil quinientos reales. Federico Ruiz, dos duros: cinco mil reales. Ahora viene toda la morralla. Deogracias, Rafaela y Blas han jugado diez reales cada uno. Les tocan mil doscientos cincuenta».

«El carbonero, ¿a ver el carbonero?» dijo Barbarita que se interesaba por los jugadores de la última escala lotérica.

-El carbonero echó diez reales; Juana, nuestra insigne cocinera, veinte, el carnicero quince... A ver, a ver: Pepa la pincha cinco reales, y su hermana otros cinco. A estas les tocan seiscientos cincuenta reales.

  —381→  

-¡Qué miseria!

-Hija, no lo digo yo, lo dice la aritmética.

Los partícipes iban llegando a la casa atraídos por el olor de la noticia, que se extendió rápidamente; y la cocinera, las pinchas y otras personas de la servidumbre se atrevían a quebrantar la etiqueta, llegándose a la puerta del comedor y asomando sus caras regocijadas para oír cantar al señor la cifra de aquellos dineros que les caían. La señorita Jacinta fue quien primero llevó los parabienes a la cocina, y la pincha perdió el conocimiento por figurarse que con los tristes cinco reales le habían caído lo menos tres millones. Estupiñá, en cuanto supo lo que pasaba, salió como un rayo por esas calles en busca de los agraciados para darles la noticia. Él fue quien dio las albricias a Samaniego, y cuando ya no halló ningún interesado, daba la gran jaqueca a todos los conocidos que encontraba. ¡Y él no se había sacado nada!

Sobre esto habló Barbarita a su marido con toda la gravedad discreta que el caso requería.

«Hijo, el pobre Plácido está muy desconsolado. No puede disimular su pena, y eso de salir a dar la noticia es para que no le conozcamos en la cara la hiel que está tragando».

-Pues hija, yo no tengo la culpa... Te acordarás que estuvo con el medio duro en la mano, ofreciéndolo y retirándolo, hasta que al fin su   —382→   avaricia pudo más que la ambición, y dijo: «Para lo que yo me he de sacar, más vale que emplee mi escudito en anises...». ¡Toma anises!

-¡Pobrecillo!... ponlo en la lista.

Don Baldomero miró a su esposa con cierta severidad. Aquella infracción de la aritmética parecíale una cosa muy grave.

«Ponlo, hombre, ¿qué más te da? Que estén todos contentos...».

Don Baldomero II se sonrió con aquella bondad patriarcal tan suya, y sacando otra vez lista y lápiz, dijo en alta voz: «Rossini, diez reales: le tocan mil doscientos cincuenta».

Todos los presentes se apresuraron a felicitar al favorecido, quedándose él tan parado y suspenso, que creyó que le tomaban el pelo.

«No, si yo no...».

Pero Barbarita le echó unas miradas que le cortaron el hilo de su discurso. Cuando la señora miraba de aquel modo no había más remedio que callarse.

«¡Si habrá nacido de pie este bendito Plácido -dijo D. Baldomero a su nuera-, que hasta se saca la lotería sin jugar!».

-Plácido -gritó Jacinta riéndose con mucha gana-, es el que nos ha traído la suerte.

-Pero si yo... -murmuró otra vez Estupiñá, en cuyo espíritu las nociones de la justicia eran siempre muy claras, como no se tratara de contrabando.

  —383→  

-Pero tonto... cómo tendrás esa cabeza -dijo Barbarita con mucho fuego-, que ni siquiera te acuerdas de que me diste medio duro para la lotería.

-Yo... cuando usted lo dice... En fin... la verdad, mi cabeza anda, talmente, así un poco ida...

Se me figura que Estupiñá llegó a creer a pie juntillas que había dado el escudo.

«¡Cuando yo decía que el número era de los más bonitos...! -manifestó D. Baldomero con orgullo-. En cuanto el lotero me lo entregó, sentí la corazonada».

-Como bonito... -agregó Estupiñá-, no hay duda que lo es.

-Si tenía que salir, eso bien lo veía yo -afirmó Samaniego con esa convicción que es resultado del gozo-. ¡Tres cuatros seguidos, después un cero, y acabar con un ocho...! Tenía que salir.

El mismo Samaniego fue quien discurrió celebrar con panderetazos y villancicos el fausto suceso, y Estupiñá propuso que fueran todos los agraciados a la cocina para hacer ruido con las cacerolas. Mas Barbarita prohibió todo lo que fuera barullo, y viendo entrar a Federico Ruiz, a Eulalia Muñoz y a uno de los Chicos, Ricardo Santa Cruz mandó destapar media docena de botellas de champagne.

Toda esta algazara llegaba a la alcoba de   —384→   Juan, que se entretenía oyendo contar a su mujer y a su criado lo que pasaba, y singularmente el milagro del premio de Estupiñá. Lo que se rio con esto no hay para qué decirlo. La prisión en que tan a disgusto estaba volvíale pronto a su mal humor y poniéndose muy regañón decía a su mujer: «Eso, eso, déjame solo otra vez para ir a divertirte con la bullanga de esos idiotas. ¡La lotería!, ¡qué atraso tan grande! Es de las cosas que debieran suprimirse; mata el ahorro; es la Providencia de las haraganes. Con la lotería no puede haber prosperidad pública... ¿Qué?, te marchas otra vez. ¡Bonita manera de cuidar a un enfermo! Y vamos a ver, ¿qué demonios tienes tú que hacer por esas calles toda la mañana? A ver, explícame, quiero saberlo; porque es ya lo de todos los días».

Jacinta daba sus excusas risueña y sosegada. Pero le fue preciso soltar una mentirijilla. Había salido por la mañana a comprar nacimientos, velitas de color y otras chucherías para los niños de Candelaria.

«Pues entonces -replicó Juanito revolviéndose entre las sábanas-, yo quiero que me digan para qué sirven mamá y Estupiñá, que se pasan la vida mareando a los tenderos y se saben de memoria los puestos de Santa Cruz... A ver, que me expliquen esto...».

La algazara de los premiados, que iba cediendo   —385→   algo, se aumentó con la llegada de Guillermina, la cual supo en su casa la nueva y entró diciendo a voces: «Cada uno me tiene que dar el veinticinco por ciento para mi obra... Si no, Dios y San José les amargarán el premio».

-El veinticinco por ciento es mucho para la gente menuda -dijo D. Baldomero-. Consúltalo con San José y verás cómo me da la razón.

-¡Hereje!... -replicó la dama haciéndose la enfadada-, herejote... después que chupas el dinero de la Nación, que es el dinero de la Iglesia, ahora quieres negar tu auxilio a mi obra, a los pobres... El veinticinco por ciento y tú el cincuenta por ciento... Y punto en boca. Si no, lo gastarás en botica. Con que elige.

-No, hija mía; por mí te lo daré todo...

-Pues no harás nada de más, avariento. Se están poniendo bien las cosas, a fe mía... El ciento de pintón, que estaba la semana pasada a diez reales, ahora me lo quieren cobrar a once y medio, y el pardo a diez y medio. Estoy volada. Los materiales por las nubes...

Samaniego se empeñó en que la santa había de tomar una copa de Champagne.

«¿Pero tú qué has creído de mí, viciosote? ¡Yo beber esas porquerías!... ¿Cuándo cobras, mañana? Pues prepárate. Allí me tendrás como la maza de Fraga. No te dejaré vivir».

Poco después Guillermina y Jacinta hablaban a solas, lejos de todo oído indiscreto.

  —386→  

«Ya puedes vivir tranquila -le dijo la Pacheco-. El Pituso es tuyo. He cerrado el trato esta tarde. No puedes figurarte lo que bregué con aquel Iscariote. Perdí la cuenta de las hostias que me echó el muy blasfemo. Allá me sacó del cofre la partida de bautismo, un papelejo que apestaba. Este documento no prueba nada. El chico será o no será... ¡quién lo sabe! Pero pues tienes este capricho de ricacha mimosa, allá con Dios... Todo esto me parece irregular. Lo primero debió ser hablar del caso a tu marido. Pero tú buscas la sorpresita y el efecto teatral. Allá lo veremos... Ya sabes, hija, el trato es trato. Me ha costado Dios y ayuda hacer entrar en razón al Sr. Izquierdo. Por fin se contenta con seis mil quinientos reales. Lo que sobra de los diez mil reales es para mí, que bien me lo he sabido ganar... Con que mañana, yo iré después de medio día; ve tú también con los santos cuartos.

Púsose Jacinta muy contenta. Había realizado su antojo; ya tenía su juguete. Aquello podría ser muy bien una niñería; pero ella tenía sus razones para obrar así. El plan que concibió para presentar al Pituso a la familia e introducirlo en ella, revelaba cierta astucia. Pensó que nada debía decir por el pronto al Delfín. Depositaría su hallazgo en casa de su hermana Candelaria hasta ponerle presentable. Después diría que era un huerfanito abandonado   —387→   en las calles, recogido por ella... ni una palabra referente a quién pudiera ser la mamá ni menos el papá de tal muñeco. Todo el toque estaba en observar la cara que pondría Juan al verle. ¿Diríale algo la voz misteriosa de la sangre? ¿Reconocería en las facciones del pobre niño las de...? Al interés dramático de este lance sacrificaba Jacinta la conveniencia de los procedimientos propios de tal asunto. Imaginándose lo que iba a pasar, la turbación del infiel, el perdón suyo, y mil cosas y pormenores novelescos que barruntaba, producíase en su alma un goce semejante al del artista que crea o compone, y también un poco de venganza, tal y como en alma tan noble podía producirse esta pasión.




ArribaAbajo- II -

Cuando fue al cuarto del Delfín, Barbarita le hacía tomar a este un tazón de té con coñac. En el comedor continuaba la bulla; pero los ánimos estaban más serenos. «Ahora -dijo la mamá-, han pegado la hebra con la política. Dice Samaniego que hasta que no corten doscientas o trescientas cabezas; no habrá paz. El marqués no está por el derramamiento de sangre, y Estupiñá le preguntaba por qué no había aceptado la diputación que le ofrecieron...   —388→   Se puso lo mismito que un pavo, y dijo que él no quería meterse en...

-No dijo eso -saltó Juanito, suspendiendo la bebida.

-Que sí, hijo; dijo que no quería meterse en estos... no sé qué.

-Que no dijo eso, mamá. No alteres tú también la verdad de los textos.

-Pero hijo, si lo he oído yo.

-Aunque lo hayas oído, te sostengo que no pudo decir eso... vaya.

-¿Pues qué?

-El marqués no pudo decir meterse... yo pongo mi cabeza a que dijo inmiscuirse... Si sabré yo cómo hablan las personas finas.

Barbarita soltó la carcajada.

-Pues sí... tienes razón, así, así fue... que no quería inmiscuirse...

-¿Lo ves?... Jacinta.

-¿Qué quieres, niño mimoso?

-Mándale un recado a Aparisi. Que venga al momento.

-¿Para qué? ¿Sabes la hora que es?

-En cuanto sepa el motivo, se planta aquí de un salto.

-¿Pero a qué?

-¡Ahí es nada! ¿Crees que va a dejar pasar eso de inmiscuirse? Yo quiero saber cómo se sacude esa mosca...

Las dos damas celebraron aquella broma   —389→   mientras le arreglaban la cama. Guillermina había salido de la casa sin despedirse, y poco a poco se fueron marchando los demás. Antes de las doce, todo estaba en silencio, y los papás se retiraron a su habitación, después de encargar a Jacinta que estuviese muy a la mira para que el Delfín no se desabrigara. Este parecía dormido profundamente, y su esposa se acostó sin sueño, con el ánimo más dispuesto a la centinela que al descanso. No había transcurrido una hora, cuando Juan despertó intranquilo, rompiendo a hablar de una manera algo descompuesta. Creyó Jacinta que deliraba, y se incorporó en su cama; mas no era delirio, sino inquietud con algo de impertinencia. Procuró calmarle con palabras cariñosas; pero él no se daba a partido. «¿Quieres que llame?». -«No; es tarde, y no quiero alarmar... Es que estoy nervioso. Se me ha espantado el sueño. Ya se ve; todo el día en este pozo del aburrimiento. Las sábanas arden y mi cuerpo está frío».

Jacinta se echó la bata, y corrió a sentarse al borde del lecho de su marido. Pareciole que tenía algo de calentura. Lo peor era que sacaba los brazos y retiraba las mantas. Temerosa de que se enfriara, apuró todas las razones para sosegarle, y viendo que no podía ser, quitose la bata y se metió con él en la cama, dispuesta a pasar la noche abrigándole por fuerza como a los niños, y arrullándole para que se   —390→   durmiera. Y la verdad fue que con esto se sosegó un tanto, porque le gustaban los mimos, y que se molestaran por él, y que le dieran tertulia cuando estaba desvelado. ¡Y cómo se hacía el nene, cuando su mujer, con deliciosa gentileza materna, le cogía entre sus brazos y le apretaba contra sí para agasajarle, prestándole su propio calor! No tardó Juan en aletargarse con la virtud de estos melindres. Jacinta no quitaba sus ojos de los ojos de él, observando con atención sostenida si se dormía, si murmuraba alguna queja, si sudaba. En esta situación oyó claramente la una, la una y media, las dos, cantadas por la campana de la Puerta del Sol con tan claro timbre, que parecían sonar dentro de la casa. En la alcoba había una luz dulce, colada por pantalla de porcelana.

Y cuando pasaba un rato largo sin que él se moviera, Jacinta se entregaba a sus reflexiones. Sacaba sus ideas de la mente, como el avaro saca las monedas, cuando nadie le ve, y se ponía a contarlas y a examinarlas y a mirar si entre ellas había alguna falsa. De repente acordábase de la jugarreta que le tenía preparada a su marido, y su alma se estremecía con el placer de su pueril venganza. El Pituso se le metía al instante entre ceja y ceja. ¡Le estaba viendo! La contemplación ideal de lo que aquellas facciones tenían de desconocido, el trasunto de las facciones de la madre, era lo que más   —391→   trastornaba a Jacinta, enturbiando su piadosa alegría. Entonces sentía las cosquillas, pues no merecen otro nombre, las cosquillas de aquella infantil rabia que solía acometerla, sintiendo además en sus brazos cierto prurito de apretar y apretar fuerte para hacerle sentir al infiel el furor de la paloma que la dominaba. Pero la verdad era que no apretaba ni pizca, por miedo de turbarle el sueño. Si creía notar que se estremecía con escalofríos, apretaba sí dulcemente, liándose a él para comunicarle todo el calor posible. Cuando él gemía o respiraba muy fuerte, le arrullaba dándole suaves palmadas en la espalda, y por no apartar sus manos de aquella obligación, siempre que quería saber si sudaba o no, acercaba su nariz o su mejilla a la frente de él.

Serían las tres cuando el Delfín abrió los ojos, despabilándose completamente, y miró a su mujer, cuya cara no distaba de la suya el espacio de dos o tres narices. «¡Qué bien me encuentro ahora! -le dijo con dulzura-. Estoy sudando; ya no tengo frío. ¿Y tú no duermes? ¡Ah! La gran lotería es la que me ha tocado a mí. Tú eres mi premio gordo. ¡Qué buena eres!».

-¿Te duele la cabeza?

-No me duele nada. Estoy bien; pero me he desvelado; no tengo sueño. Si no lo tienes tú tampoco, cuéntame algo. A ver dime a dónde fuiste esta mañana.

  —392→  

-A contar los frailes, que se ha perdido uno. Así nos decía mamá cuando mis hermanas y yo le preguntábamos dónde había ido.

-Respóndeme al derecho. ¿A dónde fuiste?

Jacinta se reía, porque le ocurrió dar a su marido un bromazo muy chusco.

«¡Qué alegre está el tiempo! ¿De qué te ríes?».

-Me río de ti... ¡Qué curiosos son estos hombres! ¡Virgen María!, todo lo quieren saber.

-Claro, y tenemos derecho a ello.

-No puede una salir a compras...

-Dale con las tiendas. Competencia con mamá y Estupiñá; eso no puede ser. Tú no has ido a compras.

-Que sí.

-¿Y qué has comprado?

-Tela.

-¿Para camisas mías? Si tengo... creo que son veintisiete docenas.

-Para camisas tuyas, sí; pero te las hago chiquititas.

-¡Chiquititas!

-Sí, y también te estoy haciendo unos baberos muy monos.

-¡A mí, baberos a mí!

-Sí, tonto; por si se te cae la baba.

-¡Jacinta!

-Anda... y se ríe el muy simple. ¡Verás qué camisas! solo que las mangas son así... no te cabe más que un dedo en ellas.

  —393→  

-¿De veras que tú?... A ver ponte seria... Si te ríes no creo nada.

-¿Ves que seria me pongo?... Es que me haces reír tú... Vaya, te hablaré con formalidad. Estoy haciendo un ajuar.

-Vamos, no quiero oírte... ¡Qué guasoncita!

-Que es verdad.

-Pero.

-¿Te lo digo? Di si te lo digo.

Pasó un ratito en que se estuvieron mirando. La sonrisa de ambos parecía una sola, saltando de boca a boca.

-¡Qué pesadez!... di pronto...

-Pues allá va... Voy a tener un niño.

-¡Jacinta! ¿Qué me cuentas?... Estas cosas no son para bromas -dijo Santa Cruz con tal alborozo, que su mujer tuvo que meterle en cintura.

-Eh, formalidad. Si te destapas me callo.

-Tú bromeas... Pues si fuera eso verdad, no lo habrías cantado poco... ¡con las ganitas que tú tienes! Ya se lo habrías dicho hasta a los sordos. Pero di, ¿y mamá lo sabe?

-No, no lo sabe nadie todavía.

-Pero mujer... Déjame, voy a tirar de la campanilla.

-Tonto... loco... estate quieto o te pego.

-Que se levanten todos en la casa para que sepan... Pero, ¿es farsa tuya? Sí, te lo conozco en los ojos.

  —394→  

-Si no te estás quieto, no te digo más...

-Bueno, pues me estaré quieto... Pero responde, ¿es presunción tuya o...?

-Es certeza.

-¿Estás segura?

Tan segura como si le estuviera viendo, y le sintiera correr por los pasillos... ¡Es más salado, más pillín...!, bonito como un ángel, y tan granuja como su papá.

-¡Ave María Purísima, qué precocidad! Todavía no ha nacido y ya sabes que es varón, y que es tan granuja como yo.

La Delfina no podía tener la risa. Tan pegados estaban el uno al otro, que parecía que Jacinta se reía con los labios de su marido, y que este sudaba por los poros de las sienes de su mujer.

«¡Vaya con mi señora, lo que me tenía guardado!» añadió con incredulidad.

-¿Te alegras?

-¿Pues no me he de alegrar? Si fuera cierto, ahora mismo ponía en planta a toda la familia para que lo supieran; de fijo que papá se encasquetaba el sombrero y se echaba a la calle, disparado, a comprar un nacimiento. Pero vamos a ver, explícate, ¿cuándo será eso?

-Pronto.

-¿Dentro de seis meses? ¿Dentro de cinco?

-Más pronto.

-¿Dentro de tres?

  —395→  

-Más prontísimo... está al caer, al caer.

-¡Bah!... Mira, esas bromas son impertinentes. ¿Conque fuera de cuenta? Pues nada, no se te conoce.

-Porque lo disimulo.

-Sí; para disimular estás tú. Lo que harías tú, con las ganas que tienes de chiquillos, sería salir para que todo el mundo te viera con tu bombo, y mandar a Rossini con un suelto a La Correspondencia.

-Pues te digo que ya no hay día seguro. Nada, hombre, cuando le veas te convencerás.

-¿Pero a quién he de ver?

-Al... a tu hijito, a tu nenín de tu alma.

-Te digo formalmente que me llenas de confusión, porque para chanza me parece mucha insistencia; y si fuera verdad, no lo habrías tenido tan guardado hasta ahora.

Comprendiendo Jacinta que no podía sostener más tiempo el bromazo, quiso recoger vela, y le incitó a que se durmiera, porque la conversación acalorada podía hacerle daño.

«Tiempo hay de que hablemos de esto -le dijo-; y ya... ya te irás convenciendo».

-Güeno -replicó él con puerilidad graciosa tomando el tono de un niño a quien arrullan.

-A ver si te duermes... Cierra esos ojitos. ¿Verdad que me quieres?

-Más que a mi vida. Pero, hija de mi alma, ¡qué fuerza tienes! ¡Cómo aprietas!

  —396→  

-Si me engañas te cojo y... así, así...

-¡Ay!

-Te deshago como un bizcocho.

-¡Qué gusto!

-Y ahora, a mimir...

Este y otros términos que se dicen a los niños les hacían reír cada vez que los pronunciaban; pero la confianza y la soledad daban encanto a ciertas expresiones que habrían sido ridículas en pleno día y delante de gente. Pasado un ratito, Juan abrió los ojos, diciendo en tono de hombre:

«¿Pero de veras que vas a tener un chico?...».

-Chí... y a mimir... ro... ro...

Entre dientes le cantaba una canción de adormidera, dándole palmadas en la espalda.

«¡Qué gusto ser bebé! -murmuró el Delfín-, ¡sentirse en los brazos de la mamá, recibir el calor de su aliento y...!».

Pasó otro rato, y Juan, despabilándose y fingiendo el lloriqueo de un tierno infante en edad de lactancia, chilló así:

-Mama... mama...

-¿Qué?

-Teta.

Jacinta sofocó una carcajada.

-Ahola no... teta caca... cosa fea...

Ambos se divertían con tales simplezas. Era un medio de entretener el tiempo y de expresar su cariño.

  —397→  

-Toma teta -díjole Jacinta metiéndole un dedo en la boca; y él se lo chupaba diciendo que estaba muy rica, con otras muchas tontadas, justificadas solo por la ocasión, la noche y la dulce intimidad.

-¡Si alguien nos oyera, cómo se reiría de nosotros!

-Pero como no nos oye nadie... Las cuatro: ¡qué tarde!

-Di qué temprano. Ya pronto se levantará Plácido para ir a despertar al sacristán de San Ginés. ¡Qué frío tendrá!...

-¡Cuánto mejor nosotros aquí, tan abrigaditos!

-Me parece que de esta me duermo, vida.

-Y yo también, corazón.

Se durmieron como dos ángeles, mejilla con mejilla.




ArribaAbajo- III -

24 de Diciembre.

Por la mañana encargó Barbarita a Jacinta ciertos menesteres domésticos que la contrariaron; pero la misma retención en la casa ofreció coyuntura a la joven para dar un paso que siempre le había inspirado inquietud. Díjole Barbarita que no saliera en todo aquel día, y como tenía que salir forzosamente, no hubo más remedio que revelar a su suegra el lío que   —398→   entre manos traía. Pidiole perdón por no haberle confiado aquel secreto, y advirtió con grandísima pena que su suegra no se entusiasmaba con la idea de poseer a Juanín. «¿Pero tú sabes lo grave que es eso?... así, sin más ni más... un hijo llovido. ¿Y qué pruebas hay de que sea tal hijo?... ¿No será que te han querido estafar? ¿Y crees tú que se parece realmente? ¿No será ilusión tuya?... Porque todo eso es muy vago... Esos hallazgos de hijos parecen cosa de novela...».

La Delfina se descorazonó mucho. Esperaba una explosión de júbilo en su mamá política. Pero no fue así. Barbarita, cejijunta y preocupada, le dijo con frialdad: «No sé qué pensar de ti; pero en fin, tráetelo y escóndelo hasta ver... la cosa es muy grave. Diré a tu marido que Benigna está enferma y has ido a visitarla». Después de esta conversación, fue Jacinta a la casa de su hermana a quien también confió su secreto, concertando con ella el depositar el niño allí hasta que Juan y D. Baldomero lo supieran. «Veremos cómo lo toman» añadió dando un gran suspiro. Estaba Jacinta aquella tarde fuera de sí. Veía al Pituso como si lo hubiera parido, y se había acostumbrado tanto a la idea de poseerlo, que se indignaba de que su suegra no pensase lo mismo que ella.

Juntose Rafaela con su ama en la casa de Benigna, y helas aquí por la calle de Toledo   —399→   abajo. Llevaban plata menuda para repartir a los pobres, y algunas chucherías, entre ellas la sortija que la señorita había prometido a Adoración. Era una soberbia alhaja, comprada aquella mañana por Rafaela en los bazares de Liquidación por saldo, a real y medio la pieza, y tenía un diamante tan grande y bien tallado, que al mismo Regente le dejaría bizco con el fulgor de sus luces. En la fabricación de esta soberbia piedra había sido empleado el casco más valioso de un fondo de vaso. Apenas llegaron a los corredores del primer patio, viéronse rodeadas por pelotones de mujeres y chicos, y para evitar piques y celos, Jacinta tuvo que poner algo en todas las manos. Quién cogía la peseta, quién el duro o el medio duro. Algunas, como Severiana, que, dicho sea entre paréntesis, tenía para aquella noche una magnífica lombarda, lomo adobado y el besugo correspondiente, se contentaban con un saludo afectuoso. Otros no se daban por satisfechos con lo que recibían. A todos preguntaba Jacinta que qué tenían para aquella noche. Algunas entraban con el besugo cogido por las agallas; otras no habían podido traer más que cascajo. Vio a muchas subir con el jarro de leche de almendras, que les dieran en el café de los Naranjeros, y de casi todas las cocinas salía tufo de fritangas y el campaneo de los almireces. Este besaba el duro que la señorita le daba,   —400→   y el otro tirábalo al aire para cogerlo con algazara, diciendo: «¡Aire, aire, a la plaza!». Y salían por aquellas escaleras abajo camino de la tienda. Había quien preparaba su banquete con un hocico con carrilleras, una libra de tapa del cencerro, u otras despreciadas partes de la res vacuna, o bien con asadura, bofes de cerdo, sangre frita y desperdicios aún peores. Los más opulentos dábanse tono con su pedazo de turrón del que se parte con martillo, y la que había traído una granada tenía buen cuidado de que la vieran. Pero ningún habitante de aquellas regiones de miseria era tan feliz como Adoración, ni excitaba tanto la envidia entre las amigas, pues la rica alhaja que ceñía su dedo y que mostraba con el puño cerrado, era fina y de ley y había costado unos grandes dinerales. Aun las pequeñas que ostentaban zapatos nuevos, debidos a la caridad de doña Jacinta, los habrían cambiado por aquella monstruosa y relumbrante piedra. La poseedora de ella, después que recorrió ambos corredores enseñándola, se pegó otra vez a la señorita, frotándose el lomo contra ella como los gatos.

«No me olvidaré de ti, Adoración» le dijo la señorita, que con esta frase parecía anunciar que no volvería pronto.

En ambos patios había tal ruido de tambores, que era forzoso alzar la voz para hacerse oír. Cuando a los tamborazos se unía el estrépito   —401→   de las latas de petróleo, parecía que se desplomaban las frágiles casas. En los breves momentos que la tocata cesaba, oíase el canto de un mirlo silbando la frase del himno de Riego, lo único que del tal himno queda ya. En la calle de Mira del Río tocaba un pianillo de manubrio, y en la calle del Bastero otro, armándose entre los dos una zaragata musical, como si las dos piezas se estuvieran arañando en feroz pelea con las uñas de sus notas. Eran una polka y un andante patético, enzarzados como dos gatos furibundos. Esto y los tambores, y los gritos de la vieja que vendía higos, y el clamor de toda aquella vecindad alborotada, y la risa de los chicos, y el ladrar de los perros pusiéronle a Jacinta la cabeza como una grillera.

Repartidas las limosnas, fue al 17, donde ya estaba Guillermina, impaciente por su tardanza. Izquierdo y el Pituso estaban también; el primero fingiéndose muy apenado de la separación del chico. Ya la fundadora había entregado el triste estipendio.

«Vaya, abreviemos» dijo esta cogiendo al muchacho que estaba como asustado.

-¿Quieres venirte conmigo?

-Mela pa ti... -replicó el Pituso con brío, y se echó a reír, alabando su propia gracia.

Las tres mujeres se rieron mucho también de aquella salida tan fina, e Izquierdo, rascándose la noble frente, dijo así:

  —402→  

«La señorita... a cuenta que ahora le enseñará a no soltar exprisiones».

-Buena falta le hace... En fin, vámonos.

Juanín hizo alguna resistencia; pero al fin se dejó llevar, seducido con la promesa de que le iban a comprar un nacimiento y muchas cosas buenas para que se las comiera todas.

«Ya le he prometido al Sr. de Izquierdo -dijo Guillermina-, que se le procurará una colocación, y por de pronto ya le he dado mi tarjeta para que vaya a ver con ella a uno de los artistas de más fama, que está pintando ahora un magnífico Buen Ladrón. Vaya... quédese con Dios».

Despidiose de ellas el futuro modelo con toda la urbanidad que en él era posible, y salieron. Rafaela llevaba en brazos el chico. Como a fines de Diciembre son tan cortos los días, cuando salieron de la casa ya se echaba la noche encima. El frío era intenso, penetrante y traicionero como de helada, bajo un cielo bruñido, inmensamente desnudo y con las estrellas tan desamparadas, que los estremecimientos de su luz parecían escalofríos. En la calle del Bastero se insurreccionó el Pituso. Su bellísima frente ceñuda indicaba esta idea: «¿Pero a dónde me llevan estas tías?». Empezó a rascarse la cabeza, y dijo con sentimiento: «Pae Pepe...».

-¿Qué te importa a ti tu papá Pepe? ¿Quieres un rabel? Di lo que quieres.

  —403→  

-Quelo citunas -replicó alargando la jeta-. No, citunas no; un pez.

-¿Un pez?... ahora mismo -le dijo su futura mamá, que estaba nerviosísima, sintiendo toda aquella vibración glacial de las estrellas dentro de su alma.

En la calle de Toledo volvieron a sonar los cansados pianitos, y también allí se engarfiñaron las dos piezas, una tonadilla de la Mascota y la sinfonía de Semíramis. Estuvieron batiéndose con ferocidad, a distancia como de treinta pasos, tirándose de los pelos, dándose dentelladas y cayendo juntas en la mezcla inarmónica de sus propios sonidos. Al fin venció Semíramis, que resonaba orgullosa marcando sus nobles acentos, mientras se extinguían las notas de su rival, gimiendo cada vez más lejos, confundidas con el tumulto de la calle.

Érales difícil a las tres mujeres andar aprisa, por la mucha gente que venía calle abajo, caminando presurosa con la querencia del hogar próximo. Los obreros llevaban el saquito con el jornal; las mujeres algún comistrajo recién comprado; los chicos, con sus bufandas enroscadas en el cuello, cargaban rabeles, nacimientos de una tosquedad prehistórica o tambores que ya iban bien baqueteados antes de llegar a la casa. Las niñas iban en grupo de dos o de tres, envuelta la cabeza en toquillas, charlando cada una por siete. Cuál llevaba una   —404→   botella de vino, cuál el jarrito con leche de almendra; otras salían de las tiendas de comestibles dando brincos o se paraban a ver los puestos de panderetas, dándoles con disimulo un par de golpecitos para que sonaran. En los puestos de pescado los maragatos limpiaban los besugos, arrojando las escamas sobre los transeúntes, mientras un ganapán vestido con los calzonazos negros y el mandil verde rayado berreaba fuera de la puerta: «¡Al vivo de hoy, al vivito!»... Enorme farolón con los cristales muy limpios alumbraba las pilas de lenguados, sardinas y pajeles, y las canastas de almejas. En las carnicerías sonaban los machetazos con sorda trepidación, y los platillos de las pesas, subiendo y bajando sin cesar, hacían contra el mármol del mostrador los ruidos más extraños, notas de misteriosa alegría. En aquellos barrios algunos tenderos hacen gala de poseer, además de géneros exquisitos, una imaginación exuberante, y para detener al que pasa y llamar compradores, se valen de recursos teatrales y fantásticos. Por eso vio Jacinta de puertas afuera pirámides de barriles de aceitunas que llegaban hasta el primer piso, altares hechos con cajas de mazapán, trofeos de pasas y arcos triunfales festoneados con escobones de dátiles. Por arriba y por abajo banderas españolas con poéticas inscripciones que decían: el Diluvio en mazapán, o Turrón del Paraíso   —405→   terrenal... Más allá Mantecadas de Astorga bendecidas por Su Santidad Pío IX. En la misma puerta uno o dos horteras vestidos ridículamente de frac, con chistera abollada, las manos sucias y la cara tiznada, gritaban desaforadamente ponderando el género y dándolo a probar a todo el que pasaba. Un vendedor ambulante de turrón había discurrido un rótulo peregrino para anonadar a sus competidores los orgullosos tenderos de establecimiento. ¿Qué pondría? Porque decir que el género era muy bueno no significaba nada. Mi hombre había clavado en el más gordo bloque de aquel almendrado una banderita que decía: Turrón higiénico. Con que ya lo veía el público... El otro turrón sería todo lo sabroso y dulce que quisieran; mas no era higiénico.

-Quelo un pez... -gruñó el Pituso frotándose con mal humor los ojos.

-Mira -le decía Rafaela-, tu mamá te va a comprar un pez de dulce.

-Pae Pepe... -repitió el chico llorando.

-¿Quieres una pandereta?... sí, una pandereta grande, que suene mucho.

Las tres hacían esfuerzos para acallarle, ofreciéndole cuanto había que ofrecer. Después de comprada la pandereta, el chico dijo que quería una naranja. Le compraron también naranjas. La noche avanzaba, y el tránsito se hacía difícil por la acera estrecha, resbaladiza y   —406→   húmeda, tropezando a cada instante con la gente que la invadía.

«Verás, verás, ¡qué nacimiento tan bonito! -le decía Jacinta para calmarle- ¡Y qué niños tan guapos! Y un pez grande, tremendo, todo de mazapán, para que te lo comas entero».

-¡Gande, gande!

A ratos se tranquilizaba, pero de repente le entraba el berrinche y se ponía a dar patadas en el aire. Rafaela, que era una mujer de poquísimas fuerzas, ya no podía más. Guillermina se lo quitó de los brazos, diciendo:

«Dámele acá... no puedes ya con tu alma... Ea, caballerito; a callar se ha dicho...».

El Pituso le dio un porrazo en la cabeza.

«Mira que te estrello... Verás la azotaina que te vas a llevar... ¡Y qué gordo está el tunante!, parece mentira...».

-Quelo un batón... ¡hostia!

-¿Un bastón?... también te lo compramos, hijo, si te estás calladito... A ver, dónde encontraremos bastones ahora...

-Buena falta le hace -dijo Guillermina, y de los de acebuche, que escuecen bien, para enseñarle a no ser mañoso.

De esta manera llegaron a los portales y a la casa de Villuendas, ya cerrada la noche. Entraron por la tienda, y en la trastienda Jacinta se dejó caer fatigadísima sobre un saco lleno de monedas de cinco duros. Al Pituso le   —407→   depositó Guillermina sobre un voluminoso fardo que contenía... ¡mil onzas!




ArribaAbajo- IV -

Los dependientes que estaban haciendo el recuento y balance, metían en las arcas de hierro los cartuchos de oro y los paquetes de billetes de Banco, sujetos con un elástico. Otro contaba sobre una mesa pesetas gastadas y las cogía después con una pala como si fueran lentejas. Manejaban el género con absoluta indiferencia, cual si los sacos de monedas lo fueran de patatas, y las resmas de billetes, papel de estraza. A Jacinta le daba miedo ver aquello, y entraba siempre allí con cierto respeto parecido al que le inspiraba la iglesia, pues el temor de llevarse algún billete de cuatro mil reales pegado a la ropa le ponía nerviosa.

Ramón Villuendas no estaba; pero Benigna bajó al momento, y lo primero que hizo fue observar atentamente la cara sucia de aquel aguinaldo que su hermana le traía.

«Qué, ¿no le encuentras parecido?» díjole Jacinta algo picada.

-La verdad, hija... no sé qué te diga...

-Es el vivo retrato -afirmó la otra, queriendo cerrar la puerta, con una opinión absoluta, a todas las dudas que pudieran surgir.

-Podrá ser...

Guillermina se despidió rogando a los dependientes   —408→   que le cambiaran por billetes tres monedas de oro que llevaba. «Pero me habéis de dar premio -les dijo-. Tres reales por ciento. Si no, me voy a la Lonja del Almidón, donde tienen más caridad que vosotros».

En esto entró el amo de la casa, y tomando las monedas, las miró sonriendo.

«Son falsas... tienen hoja».

-Usted sí que tiene hoja -replicó la santa con gracia, y los demás se reían-. Una peseta de premio por cada una.

-¡Cómo va subiendo!... Usted nos tira al degüello.

-Lo que merecéis, publicanos.

Villuendas tomó de un cercano montón dos duros y los añadió a los billetes del cambio.

«Vaya... para que no diga...».

-Gracias... Ya sabía yo que usted...

-A ver, doña Guillermina, espere un ratito -añadió Ramón-. ¿Es cierto lo que me han contado, que usted, cuando no cae bastante dinero en la suscrición para la obra, le cuelga a San José un ladrillo del pescuezo para que busque cuartos?

-El señor San José no necesita de que le colguemos nada, pues hace siempre lo que nos conviene... Con que buenas noches; ahí les queda ese caballerito. Lo primero que deben hacer es ponerle a remojo para que se le ablande la mugre.

  —409→  

Ramón miró al Pituso. Su semblante no expresaba tampoco una convicción muy profunda respecto al parecido. Sonreía Benigna, y si no hubiera sido por consideración a su querida hermana, habría dicho del Pituso lo que de las monedas que no sonaban bien: Es falso, o por lo menos, tiene hoja.

«Lo primero es que le lavemos».

-No se va a dejar -indicó Jacinta-. Este no ha visto nunca el agua. Vamos, arriba.

Subiéronle, y que quieras que no, le despojaron de los pingajos que vestía y trajeron un gran barreño de agua. Jacinta mojaba sus dedos en ella diciendo con temor: «¿estará muy fría?, ¿estará muy caliente? ¡Pobre ángel, qué mal rato va a pasar!». Benigna no se andaba en tantos reparos, y ¡pataplum!, le zambulló dentro, sujetándole brazos y piernas. ¡Cristo! Los chillidos del Pituso se oían desde la Plaza Mayor. Enjabonáronle y restregáronle sin miramiento alguno, haciendo tanto caso de sus berridos como si fueran expresiones de alegría. Solo Jacinta, más piadosa, agitaba el agua queriendo hacerle creer que aquello era muy divertido. Sacado al fin de aquel suplicio y bien envuelto en una sábana de baño, Jacinta le estrechó contra su seno diciéndole que ahora sí que estaba guapo. El calorcillo calmaba la irritación de sus chillidos, cambiándolos en sollozos, y la reacción, junto con la limpieza, le animó   —410→   la cara, tiñéndosela de ese rosicler puro y celestial que tiene la infancia al salir del agua. Le frotaban para secarle y sus brazos torneados, su fina tez y hermosísimo cuerpo producían a cada instante exclamaciones de admiración. «¡Es un niño Jesús... es una divinidad este muñeco!».

Después empezaron a vestirle. Una le ponía las medias, otra le entraba una camisa finísima. Al sentir la molestia del vestir volviole el mal humor, y trajéronle un espejo para que se mirara, a ver si el amor propio y la presunción acallaban su displicencia.

«Ahora, a cenar... ¿Tienes ganita?».

El Pituso abría una boca descomunal y daba unos bostezos que eran la medida aproximada de su gana de comer.

«Ay, ¡qué ganitas tiene el niño! Verás... Vas a comer cosas ricas...».

-¡Patata! -gritó con ardor famélico.

-¿Qué patatas, hombre? Mazapán, sopa de almendra...

-¡Patata, hostia! -repitió él pataleando.

-Bueno, patatitas, todo lo que tú quieras.

Ya estaba vestido. La buena ropa le caía tan bien que parecía haberla usado toda su vida. No fue algazara la que armaron los niños de Villuendas cuando le vieron entrar en el cuarto donde tenían su nacimiento. Primero se sorprendieron en masa, después parecía que   —411→   se alegraban; por fin determináronse los sentimientos de recelo y suspicacia. La familia menuda de aquella casa se componía de cinco cabezas, dos niñas grandecitas, hijas de la primera mujer de Ramón, y los tres hijos de Benigna, dos de los cuales eran varones.

Juanín se quedó pasmado y lelo delante del nacimiento. La primera manifestación que hizo de sus ideas acerca de la libertad humana y de la propiedad colectiva consistió en meter mano a las velas de colores. Una de las niñas llevó tan a mal aquella falta de respeto, y dio unos chillidos tan fuertes que por poco se arma allí la de San Quintín.

«¡Ay Dios mío! -exclamó Benigna-. Vamos a tener un disgusto con este salvajito...».

-Yo le compraré a él muchas velas -afirmó Jacinta-. ¿Verdad, hijo, que tú quieres velas?

Lo que él quería principalmente era que le llenaran la barriga, porque volvió a dar aquellos bostezos que partían el alma. «A comer, a comer» dijo Benigna, convocando a toda la tropa menuda. Y los llevó por delante como un hato de pavos. La comida estaba dispuesta para los niños, porque los papás cenarían aquella noche en casa del tío Cayetano.

Jacinta se había olvidado de todo, hasta de marcharse a su casa, y no supo apreciar el tiempo mientras duró la operación de lavar y vestir al Pituso. Al caer en la cuenta de lo tarde   —412→   que era, púsose precipitadamente el manto, y se despidió del Pituso, a quien dio muchos besos. «¡Qué fuerte te da, hija!» le dijo su hermana sonriendo. Y razón tenía hasta cierto punto, porque a Jacinta le faltaba poco para echarse a llorar.

Y Barbarita, ¿qué había hecho en la mañana de aquel día 24? Veámoslo. Desde que entró en San Ginés, corrió hacia ella Estupiñá como perro de presa que embiste, y le dijo frotándose las manos: «Llegaron las ostras gallegas. ¡Buen susto me ha dado el salmón! Anoche no he dormido. Pero con seguridad le tenemos. Viene en el tren de hoy».

Por más que el gran Rossini sostenga que aquel día oyó la misa con devoción, yo no lo creo. Es más; se puede asegurar que ni cuando el sacerdote alzaba en sus dedos al Dios sacramentado, estuvo Plácido tan edificante como otras veces, ni los golpes de pecho que se dio retumbaban tanto como otros días en la caja del tórax. El pensamiento se le escapaba hacia la liviandad de las compras, y la misa le pareció larga, tan larga, que se hubiera atrevido a decir al cura, en confianza, que se menease más. Por fin salieron la señora y su amigo. Él se esforzaba en dar a lo que era gusto las apariencias del cumplimiento de un deber penoso. Se afanaba por todo, exagerando las dificultades. «Se me figura -dijo con el mismo tono   —413→   que debe emplear Bismarck para decir al emperador Guillermo que desconfía de la Rusia-, que los pavos de la escalerilla no están todo lo bien cebados que debíamos suponer. Al salir hoy de casa les he tomado el peso uno por uno, y francamente, mi parecer es que se los compremos a González. Los capones de este son muy ricos... También les tomé el peso. En fin, usted lo verá».

Dos horas se llevaron en la calle de Cuchilleros, cogiendo y soltando animales, acosados por los vendedores, a quienes Plácido trataba a la baqueta. Echábaselas él de tener un pulso tan fino para apreciar el peso, que ni un adarme se le escapaba. Después de dejarse allí bastante dinero, tiraron para otro lado. Fueron a casa de Ranero para elegir algunas culebras del legítimo mazapán de Labrador, y aún tuvieron tela para una hora más. «Lo que la señora debía haber hecho hoy -dijo Estupiñá sofocado, y fingiéndose más sofocado de lo que estaba-, es traerse una lista de cosas, y así no se nos olvidaba nada».

Volvieron a la casa a las diez y media, porque Barbarita quería enterarse de cómo había pasado su hijo la noche, y entonces fue cuando Jacinta reveló lo del Pituso a su mamá política, quedándose esta tan sorprendida como poco entusiasmada, según antes se ha dicho. Sin cuidado ya con respecto a Juan, que estaba aquel   —414→   día mucho mejor, doña Bárbara volvió a echarse a la calle con su escudero y canciller. Aún faltaban algunas cosillas, la mayor parte de ellas para regalar a deudos y amigos de la familia. Del pensamiento de la gran señora no se apartaba lo que su nuera le había dicho. ¿Qué casta de nieto era aquel? Porque la cosa era grave... ¡Un hijo del Delfín! ¿Sería verdad? Virgen Santísima, ¡qué novedad tan estupenda! ¡Un nietecito por detrás de la Iglesia! ¡Ah!, las resultas de los devaneos de marras... Ella se lo temía... Pero ¿y si todo era hechura de la imaginación exaltada de Jacinta y de su angelical corazón? Nada, nada, aquella misma noche al acostarse, le había de contar todo a Baldomero.

Nuevas compras fueron realizadas en aquella segunda parte de la mañana, y cuando regresaban, cargados ambos de paquetes, Barbarita se detuvo en la plazuela de Santa Cruz, mirando con atención de compradora los nacimientos. Estupiñá se echaba a discurrir, y no comprendía por qué la señora examinaba con tanto interés los puestos, estando ya todos los chicos de la parentela de Santa Cruz surtidos de aquel artículo. Creció el asombro de Plácido cuando vio que la señora, después de tratar como en broma un portal de los más bonitos, lo compró. El respeto selló los labios del amigo, cuando ya se desplegaban para decir: «¿Y para quién es este Belén, señora?».

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La confusión y curiosidad del anciano llegaron al colmo cuando Barbarita, al subir la escalera de la casa, le dijo con cierto misterio: «Dame esos paquetes, y métete este armatoste debajo de la capa. Que no lo vea nadie cuando entremos». ¿Qué significaban estos tapujos? ¡Introducir un Belén cual si fuera matute! Y como expertísimo contrabandista, hizo Plácido su alijo con admirable limpieza. La señora lo tomó de sus manos, y llevándolo a su alcoba con minuciosas precauciones para que de nadie fuera visto, lo escondió, bien cubierto con un pañuelo, en la tabla superior de su armario de luna.

Todo el resto del día estuvo la insigne dama muy atareada, y Estupiñá saliendo y entrando, pues cuando se creía que no faltaba nada, salíamos con que se había olvidado lo más importante. Llegada la noche, inquietó a Barbarita la tardanza de Jacinta, y cuando la vio entrar fatigadísima, el vestido mojado y toda hecha una lástima, se encerró un instante con ella, mientras se mudaba, y le dijo con severidad:

«Hija, pareces loca... Vaya por dónde te ha dado... por traerme nietos a casa... Esta tarde tuve la palabra en la boca para contarle a Baldomero tu calaverada; pero no me atreví... Ya debes suponer si la cosa me parece grave...».

Era crueldad expresarse así, y debía mi señora   —416→   doña Bárbara considerar que allá se iban compras con compras y manías con manías. Y no paró aquí el réspice, pues a renglón seguido vino esta observación, que dejó helada a la infeliz Jacinta: «Doy de barato que ese muñeco sea mi nieto. Pues bien: ¿no se te ocurre que el trasto de su madre puede reclamarlo y meternos en un pleitazo que nos vuelva locos?».

-¿Cómo lo ha de reclamar si lo abandonó? -contestó la otra sofocada, queriendo aparentar un gran desprecio de las dificultades.

-Sí, fíate de eso... Eres una inocente.

-Pues si lo reclama, no se lo daré -manifestó Jacinta con una resolución que tenía algo de fiereza-. Diré que es hijo mío, que le he parido yo, y que prueben lo contrario... a ver, que me lo prueben.

Exaltada y fuera de sí, Jacinta, que se estaba vistiendo a toda prisa, soltó la ropa para darse golpes en el pecho y en el vientre. Barbarita quiso ponerse seria; pero no pudo.

«No, tú eres la que tienes que probar que lo has parido... Pero no pienses locuras, y tranquilízate ahora, que mañana hablaremos».

-¡Ay, mamá! -dijo la nuera enterneciéndose-. ¡Si usted le viera...!

Barbarita, que ya tenía la mano en el llamador de la puerta para marcharse, volvió junto a su nuera para decirle: «¿Pero se parece?... ¿Estás segura de que se parece?...».

  —417→  

-¿Quiere usted verlo?, sí o no.

-Bueno, hija, le echaremos un vistazo... No es que yo crea... Necesito pruebas; pero pruebas muy claritas... No me fío yo de un parecido que puede ser ilusorio, y mientras Juan no me saque de dudas seguiré creyendo que a donde debe ir tu Pituso es a la Inclusa.




ArribaAbajo- V -

¡Excelente y alegre cena la de aquella noche en casa de los opulentos señores de Santa Cruz! Realmente no era cena sino comida retrasada, pues no gustaba la familia de trasnochar, y por tanto, caía dentro de la jurisdicción de la vigilia más rigurosa. Los pavos y capones eran para los días siguientes, y aquella noche cuanto se sirvió en la mesa pertenecía a los reinos de Neptuno. Solo se sirvió carne a Juan, que estaba ya mejor y pudo ir a la mesa. Fue verdadero festín de cardenales, con desmedida abundancia de peces, mariscos y de cuanto cría la mar, todo tan por lo fino y tan bien aderezado y servido que era una gloria. Veinticinco personas había en la mesa, siendo de notar que el conjunto de los convidados ofrecía perfecto muestrario de todas las clases sociales. La enredadera de que antes hablé había llevado allí sus vástagos más diversos. Estaba el marqués de Casa-Muñoz, de la aristocracia monetaria, y   —418→   un Álvarez de Toledo, hermano del duque de Gravelinas, de la aristocracia antigua, casado con un Trujillo. Resultaba no sé qué irónica armonía de la conjunción aquella de los dos nobles, oriundo el uno del gran Alba, y el otro sucesor de D. Pascual Muñoz, dignísimo ferretero de la calle de Tintoreros. Por otro lado nos encontramos con Samaniego, que era casi un hortera, muy cerca de Ruiz-Ochoa, o sea la alta banca. Villalonga representaba el Parlamento, Aparisi el Municipio, Joaquín Pez el Foro, y Federico Ruiz representaba muchas cosas a la vez: la Prensa, las Letras, la Filosofía, la Crítica musical, el Cuerpo de Bomberos, las Sociedades Económicas, la Arqueología y los Abonos químicos. Y Estupiñá, con su levita nueva de paño fino, ¿qué representaba? El comercio antiguo, sin duda, las tradiciones de la calle de Postas, el contrabando, quizás la religión de nuestros mayores, por ser hombre tan sinceramente piadoso. D. Manuel Moreno Isla no fue aquella noche; pero sí Arnaiz el gordo, y Gumersindo Arnaiz, con sus tres pollas, Barbarita II, Andrea e Isabel; mas a sus tres hermanas eclipsaba Jacinta, que estaba guapísima, con un vestido muy sencillo de rayas negras y blancas sobre fondo encarnado. También Barbarita tenía buen ver. Desde su asiento al extremo de la mesa, Estupiñá la flechaba con sus miradas, siempre que corrían de   —419→   boca en boca elogios de aquellos platos tan ricos y de la variedad inaudita de pescados. El gran Rossini, cuando no miraba a su ídolo, charlaba sin tregua y en voz baja con sus vecinos, volviendo inquietamente a un lado y otro su perfil de cotorra.

Nada ocurrió en la cena digno de contarse. Todo fue alegría sin nubes, y buen apetito sin ninguna desazón. El pícaro del Delfín hacía beber a Aparisi y a Ruiz para que se alegraran, porque uno y otro tenían un vino muy divertido, y al fin consiguió con el Champagne lo que con el Jerez no había conseguido. Aparisi, siempre que se ponía peneque, mostraba un entusiasmo exaltado por las glorias nacionales. Sus jumeras eran siempre una fuerte emersión de lágrimas patrióticas, porque todo lo decía llorando. Allí brindó por los héroes de Trafalgar, por los héroes del Callao y por otros muchos héroes marítimos; pero tan conmovido el hombre y con los músculos olfatorios tan respingados, que se creería que Churruca y Méndez Núñez eran sus papás y que olían muy mal. A Ruiz también le daba por el patriotismo y por los héroes; pero inclinándose a lo terrestre y empleando un cierto tono de fiereza. Allí sacó a Tetuán y a Zaragoza poniendo al extranjero como chupa de dómine, diciendo, en fin, que nuestro porvenir está en África, y que el Estrecho es un arroyo español. De repente levantose   —420→   Estupiñá el grande, copa en mano, y no puede formarse idea de la expectación y solemnísimo silencio que precedieron a su breve discurso. Conmovido y casi llorando, aunque no estaba ajumao, brindó por la noble compañía, por los nobles señores de la casa y por... aquí una pausa de emoción y una cariñosa mirada a Jacinta... y porque la noble familia tuviera pronto sucesión, como él esperaba... y sospechaba... y creía.

Jacinta se puso muy colorada, y todos, todos los presentes, incluso el Delfín, celebraron mucho la gracia. Después hubo gran tertulia en el salón; pero poco después de las doce se habían retirado todos. Durmió Jacinta sin sosiego, y a la mañana siguiente, cuando su marido no había despertado aún, salió para ir a misa. Oyola en San Ginés, y después fue a casa de Benigna, donde encontró escenas de desolación. Todos los sobrinitos estaban alborotados, inconsolables, y en cuanto la vieron entrar corrieron hacia ella pidiendo justicia. ¡Vaya con lo que había hecho Juanín!... ¡Ahí era nada en gracia de Dios! Empezó por arrancarles la cabeza a las figuras del nacimiento... y lo peor era que se reía al hacerlo, como si fuera una gracia. ¡Vaya una gracia! Era un sinvergüenza, un desalmado, un asesino. Así lo atestiguaban Isabel, Paquito y los demás, hablando confusa y atropelladamente, porque la indignación   —421→   no les permitía expresarse con claridad. Disputábanse la palabra y se cogían a la tiita, empinándose sobre las puntas de los pies. Pero ¿dónde estaba el muy bribón? Jacinta vio aparecer su cara inteligente y socarrona. Cuando él la vio, quedose algo turbado, y se arrimó a la pared. Acercósele Jacinta, mostrándole severidad y conteniendo la risa... pidiole cuentas de sus horribles crímenes. ¡Arrancar la cabeza a las figuras!... Escondía el Pituso la cara muy avergonzado, y se metía el dedo en la nariz... La mamá adoptiva no había podido obtener de él una respuesta, y las acusaciones rayaban en frenesí. Se le echaban en cara los delitos más execrables, y se hacía burla de él y de sus hábitos groseros.

«Tiita, ¿no sabes? -decía Ramona riendo-. Se come las cáscaras de naranja...».

-¡Cochino!

Otra voz infantil atestiguó con la mayor solemnidad que había visto más. Aquella mañana, Juanín estaba en la cocina royendo cáscaras de patata. Esto sí que era marranada.

Jacinta besó al delincuente, con gran estupefacción de los otros chicos.

«Pues tienes bonito el delantal». Juanín tenía el delantal como si hubiera estado fregando los suelos con él. Toda la ropa estaba igualmente sucia.

-Tiita -le dijo Isabelita haciéndose la ofendida-.   —422→   Si vieras... No hace más que arrastrarse por los suelos y dar coces como los burros. Se va a la basura y coge los puñados de ceniza para echárnosla por la cara...

Entró Benigna, que venía de misa, y corroboró todas aquellas denuncias, aunque con tono indulgente.

«Hija, no he visto un salvaje igual. El pobrecito... bien se ve entre qué gentes se ha criado».

-Mejor... Así le domesticaremos.

-¡Qué palabrotas dice!... ¡Ramón se ha reído más...! No sabes la gracia que le hace su lengua de arriero. Anoche nos dio malos ratos, porque llamaba a su Pae Pepe y se acordaba de la pocilga en que ha vivido... ¡Pobrecito! Esta mañana se me orinó en la sala. Llegué yo y me lo encontré con las enaguas levantadas... Gracias que no se le antojó hacerlo sobre el puff... lo hizo en la coquera... He tenido que cerrar la sala, porque me destrozaba todo. ¿Has visto cómo ha puesto el nacimiento? A Ramón le hizo muchísima gracia... y salió a comprar más figuras; porque si no, ¿quién aguanta a esta patulea? No puedes figurarte la que se armó aquí anoche. Todos llorando en coro, y el otro cogiendo figuras y estrellándolas contra el suelo.

-¡Pobrecillo! -exclamó Jacinta prodigando caricias a su hijo adoptivo y a todos los demás, para evitar una tempestad de celos-. ¿Pero no veis que él se ha criado de otra manera que   —423→   vosotros? Ya irá aprendiendo a ser fino. ¿Verdad, hijo mío? (Juan decía que sí con la cabeza y examinaba un pendiente de Jacinta)... Sí; pero no me arranques la oreja... Es preciso que todos seáis buenos amiguitos, y que os llevéis como hermanos. ¿Verdad, Juan, que tú no vuelves a romper las figuras?... ¿Verdad que no? Vaya, él es formal. Ramoncita, tú que eres la mayor, enséñale en vez de reñirle.

-Es muy fresco: también se quería comer una vela -dijo Ramoncita implacable.

-Las velas no se comen, no. Son para encenderlas... Veréis qué pronto aprende él todas las cosas... Si creeréis que no tiene talento.

-No hay medio de hacerle comer más que con las manos -apuntó Benigna riendo.

-Pero mujer, ¿cómo quieres que sepa...? Si en su vida ha visto él un tenedor... Pero ya aprenderá... ¿No observas lo listo que es?

Villuendas entró con las figuras.

«Vaya, a ver si estas se salvan de la guillotina».

Mirábalas el Pituso sonriendo con malicia, y los demás niños se apoderaron de ellas, tomando todo género de precauciones para librarlas de las manos destructoras del salvaje, que no se apartaba de su madre adoptiva. El instinto, fuerte y precoz en las criaturas como en los animalitos, le impulsaba a pegarse a Jacinta y a no apartarse de ella mientras en la casa estaba...   —424→   Era como un perrillo que prontamente distingue a su amo entre todas las personas que le rodean, y se adhiere a él y le mima y acaricia.

Creíase Jacinta madre, y sintiendo un placer indecible en sus entrañas, estaba dispuesta a amar a aquel pobre niño con toda su alma. Verdad que era hijo de otra. Pero esta idea, que se interponía entre su dicha y Juanín, iba perdiendo gradualmente su valor. ¿Qué le importaba que fuera hijo de otra? Esa otra quizá había muerto, y si vivía lo mismo daba, porque le había abandonado. Bastábale a Jacinta que fuera hijo de su marido para quererle ciegamente. ¿No quería Benigna a los hijos de la primera mujer de su marido como si fueran hijos suyos? Pues ella quería a Juanín como si le hubiera llevado en sus entrañas. ¡Y no había más que hablar! Olvido de todo, y nada de celos retrospectivos. En la excitación de su cariño, la dama acariciaba en su mente un plan algo atrevido. «Con ayuda de Guillermina -pensaba-, voy a hacer la pamema de que he sacado este niño de la Inclusa, para que en ningún tiempo me lo puedan quitar. Ella lo arreglará, y se hará un documento en toda regla... Seremos falsarias y Dios bendecirá nuestro fraude».

Le dio muchos besos, recomendándole que fuera bueno, y no hiciese porquerías. Apenas se vio Juanín en el suelo, agarró el bastón de   —425→   Villuendas y se fue derecho hacia el nacimiento en la actitud más alarmante. Villuendas se reía sin atajarle, gritando: «¡Adiós, mi dinero!, ¡eh!... ¡socorro!, ¡guardias...!».

Chillido unánime de espanto y desolación llenó la casa. Ramoncita pensaba seriamente en que debía llamarse a la Guardia Civil.

«Pillo, ven acá; eso no se hace» gritó Jacinta corriendo a sujetarle.

Una cosa agradaba mucho a la joven. Juanín no obedecía a nadie más que a ella. Pero la obedecía a medias, mirándola con malicia, y suspendiendo su movimiento de ataque.

«Ya me conoce -pensaba ella-. Ya sabe que soy su mamá, que lo seré de veras... Ya, ya le educaré yo como es debido».

Lo más particular fue que cuando se despidió, el Pituso quería irse con ella. «Volveré, hijo de mi alma, volveré... ¿Veis cómo me quiere?, ¿lo veis?... Con que portarse bien todos, y no regañar. Al que sea malo, no le quiero yo...».




ArribaAbajo- VI -

No se le cocía el pan a Barbarita hasta no aplacar su curiosidad viendo aquella alhaja que su hija le había comprado, un nieto. Fuera este apócrifo o verdadero, la señora quería conocerle y examinarle; y en cuanto tuvo Juan compañía, buscaron suegra y nuera un pretexto   —426→   para salir, y se encaminaron a la morada de Benigna. Por el camino, Jacinta exploró otra vez el ánimo de su tía, esperando que se hubieran disipado sus prevenciones; pero vio con mucho disgusto que Barbarita continuaba tan severa y suspicaz como el día precedente. «A Baldomero le ha sabido esto muy mal. Dice que es preciso garantías... y, francamente, yo creo que has obrado muy de ligero...».

Cuando entró en la casa y vio al Pituso, la severidad, lejos de disminuir, parecía más acentuada. Contempló Barbarita sin decir palabra al que le presentaban como nieto, y después miró a su nuera, que estaba en ascuas, con un nudo muy fuerte en la garganta. Mas de repente, y cuando Jacinta se disponía a oír denegaciones categóricas, la abuela lanzó una fuerte exclamación de alegría, diciendo así:

«¡Hijo de mi alma!... ¡amor mío!, ven, ven a mis brazos».

Y lo apretó contra sí tan enérgicamente, que el Pituso no pudo menos de protestar con un chillido.

«¡Hijo mío!... corazón... gloria, ¡qué guapo eres!... Rico, tesoro; un beso a tu abuelita».

-¿Se parece? -preguntó Jacinta no pudiendo expresarse bien, porque se le caía la baba, como vulgarmente se dice.

-¡Que si se parece! -observó Barbarita tragándole con los ojos-. Clavado, hija, clavado...   —427→   ¿Pero qué duda tiene? Me parece que estoy mirando a Juan cuando tenía cuatro años.

Jacinta se echó a llorar.

«Y por lo que hace a esa fantasmona... -agregó la señora examinando más las facciones del chico-, bien se le conoce en este espejo que es guapa... Es una perfección este niño».

Y vuelta a abrazarle y a darle besos.

«Pues nada, hija -añadió después con resolución-, a casa con él».

Jacinta no deseaba otra cosa. Pero Barbarita corrigió al instante su propia espontaneidad, diciendo: «No... no nos precipitemos. Hay que hablar antes a tu marido. Esta noche sin falta se lo dices tú, y yo me encargo de volver a tantear a Baldomero... Si es clavado, pero clavado...».

-¡Y usted que dudaba!

-Qué quieres... Era preciso dudar, porque estas cosas son muy delicadas. Pero la procesión me andaba por dentro. ¿Creerás que anoche he soñado con este muñeco? Ayer, sin saber lo que hacía compré un nacimiento. Lo compré maquinalmente, por efecto de un no sé qué... mi resabio de compras movido del pensamiento que me dominaba.

-Bien sabía yo que usted cuando le viera...

-¡Dios mío! ¡Y las tiendas cerradas hoy! -exclamó Barbarita en tono de consternación-. Si estuvieran abiertas, ahora mismo le compraba un vestidito de marinero con su gorra en   —428→   que diga: Numancia. ¡Qué bien le estará! Hijo de mi corazón, ven acá... No te me escapes; si te quiero mucho, ¡si soy tu abuelita...! Me dicen estos tontainas que has roto el camello del Rey negro. Bien, vida mía, bien roto está. Ya le compraré yo a mi niño una gruesa de camellos y de reyes negros, blancos y de todos los colores.

Jacinta tenía ya celos. Pero consolábase de ellos viendo que Juanín no quería estar en el regazo de su abuela y se deslizaba de los brazos de esta para buscar los de su mamá verdadera. En aquel punto de la escena que se describe, empezaron de nuevo las acusaciones y una serie de informes sobre los distintos actos de barbarie consumados por Juanín. Los cinco fiscales se enracimaban en torno a las dos damas, formulando cada cual su queja en los términos más difamatorios. ¡Válganos Dios lo que había hecho! Había cogido una bota de Isabelita y tirádola dentro de la jofaina llena de agua para que nadase como un pato. «¡Ay, qué rico!» clamaba Barbarita comiéndosele a besos. Después se había quitado su propio calzado, porque era un marrano que gustaba de andar descalzo con las patas sobre el suelo. «¡Ay, qué rico!...». Quitose también las medias y echó a correr detrás del gato, cogiéndolo por el rabo y dándole muchas vueltas... Por eso estaba tan mal humorado el pobre animalito... Luego se   —429→   había subido a la mesa del comedor para pegarle un palo a la lámpara... «¡Ay, qué rico!».

«¡Cuidado que es desgracia! -repitió la señora de Santa Cruz dando un gran suspiro-, ¡las tiendas cerradas hoy!... Porque es preciso comprarle ropita, mucha ropita... Hay en casa de Sobrino unas medidas de colores y unos trajecitos de punto que son una preciosidad... Ángel, ven, ven con tu abuelita... ¡Ah!, ya conoce el muy pillo lo que has hecho por él, y no quiere estar con nadie más que contigo».

-Ya lo creo... -indicó Jacinta con orgullo-. Pero no; él es bueno ¿sí?, y quiere también a su abuelita, ¿verdad?

Al retirarse, iban por la calle tan desatinadas la una como la otra. Lo dicho dicho: aquella misma noche hablarían las dos a sus respectivos maridos.

Aquel día, que fue el 25, hubo gran comida, y Juanito se retiró temprano de la mesa muy fatigado y con dolor de cabeza. Su mujer no se atrevió a decirle nada, reservándose para el día siguiente. Tenía bien preparado todo el discurso, que confiaba en pronunciarlo entero sin el menor tropiezo y sin turbarse. El 26 por la mañana entró D. Baldomero en el cuarto de su hijo cuando este se acababa de levantar, y ambos estuvieron allí encerrados como una media hora. Las dos damas esperaban ansiosas en el gabinete el resultado de la conferencia, y las   —430→   impresiones de Barbarita no tenían nada de lisonjeras: «Hija, Baldomero no se nos presenta muy favorable. Dice que es necesario probarlo... ya ves tú, probarlo; y que eso del parecido será ilusión nuestra... Veremos lo que dice Juan».

Tan anhelantes estaban las dos, que se acercaron a la puerta de la alcoba por ver si pescaban alguna sílaba de lo que el padre y el hijo hablaban. Pero no se percibía nada. La conversación era sosegada, y a veces parecía que Juan se reía. Pero estaba de Dios que no pudieran salir de aquella cruel duda tan pronto como deseaban. Pareció que el mismo demonio lo hizo, porque en el momento de salir D. Baldomero del cuarto de su hijo, he aquí que se presentan en el despacho Villalonga y Federico Ruiz. El primero cayó sobre Santa Cruz para hablarle de los préstamos al Tesoro que hacía con dinero suyo y ajeno, ganándose el ciento por ciento en pocos meses, y el segundo se metió de rondón en el cuarto del Delfín. Jacinta no pudo hablar con este; pero se sorprendió mucho de verle risueño y de la mirada maliciosa y un tanto burlona que su marido le echó.

Fueron todos a almorzar y el misterio continuaba. Cuenta Jacinta que nunca como en aquella ocasión sintió ganas de dar a una persona de bofetadas y machacarla contra el suelo. Hubiera destrozado a Federico Ruiz, cuya charla   —431→   insustancial y mareante, como zumbido de abejón, se interponía entre ella y su marido. El maldito tenía en aquella época la demencia de los castillos; estaba haciendo averiguaciones sobre todos los que en España existen más o menos ruinosos, para escribir una gran obra heráldica, arqueológica y de castrametación sentimental, que aunque estuviese bien hecha no había de servir para nada. Mareaba a Cristo con sus aspavientos por si tales o cuales ruinas eran bizantinas, mudéjares o lombardas con influencia mozárabe y perfiles románicos. «¡Oh!, ¡el castillo de Coca!, ¿pues y el de Turégano?... Pero ninguno llegaba a los del Bierzo... ¡Ah!, ¡el Bierzo!... la riqueza que hay en ese país es un asombro». Luego resultaba que la tal riqueza era de muros despedazados, de aleros podridos y de bastiones que se caían piedra a piedra. Ponía los ojos en blanco, las manos en cruz y los hombros a la altura de las orejas para decir: «hay una ventana en el Castillo de Ponferrada que... vamos... no puedo expresar lo que es aquello...». Creeríase que por la tal ventana se veía al Padre Eterno y a toda la Corte Celestial. «Caramba con la ventana -pensaba Jacinta, a quien le estaba haciendo daño el almuerzo-. Me gustaría de veras si sirviera para tirarte por ella a la calle con todos tus condenados castillos».

Villalonga y D. Baldomero no prestaban ni   —432→   pizca de atención a los entusiasmos de su insufrible amigo, y se ocupaban en cosas de más sustancia.

«Porque, figúrese usted... el Director del Tesoro acepta el préstamo en consolidado que está a 13... y extiende el pagaré por todo el valor nominal... al interés del 12 por 100. Usted vaya atando cabos...».

-Es escandaloso... ¡Pobre país!...

Un instante se vieron solos Juanito y su mujer, y pudieron decirse cuatro palabras. Jacinta quiso hacerle una pregunta que tenía preparada; pero él se anticipó dejándola yerta con esta cruelísima frase, dicha en tono cariñoso: «Nena, ven acá, ¿con que hijitos tenemos?».

Y no era posible explicarse más, porque la tertulia se enzarzó y vinieron otros amigos que empezaron a reír y a bromear, tomándole el pelo a Federico Ruiz con aquello de los castillos y preguntándole con seriedad si los había estudiado todos sin que se le escapase alguno en la cuenta. Después la conversación recayó en la política. Jacinta estaba desesperada, y en los ratos que podía cambiar una palabrita con su suegra, esta poníale una cara muy desconsolada, diciéndole: «Mal negocio, hija, mal negocio».

Por la noche, comensales otra vez, y luego tertulia y mucha gente. Hasta las doce duró aquel martirio. Se marcharon al fin uno a uno.   —433→   Jacinta les hubiera echado, abriendo todas las ventanas y sacudiéndoles con una servilleta, como se hace con las moscas. Cuando su marido y ella se quedaron solos, parecíale la casa un paraíso; pero sus ansiedades eran tan grandes que no podía saborear el dulce aislamiento. ¡Solos en la alcoba! Al fin...

Juan cogió a su mujer cual si fuera una muñeca, y le dijo:

«Alma mía, tus sentimientos son de ángel; pero tu razón, allá por esas nubes, se deja alucinar. Te han engañado; te han dado un soberbio timo».

-Por Dios, no me digas eso -murmuró Jacinta, después de una pausa en que quiso hablar y no pudo.

-Si desde el principio hubieras hablado conmigo... -añadió el Delfín muy cariñoso-. Pero aquí tienes el resultado de tus tapujos... ¡Ah, las mujeres!, todas ellas tienen una novela en la cabeza, y cuando lo que imaginan no aparece en la vida, que es lo más común, sacan su composicioncita.

Estaba la infeliz tan turbada que no sabía qué decir: «Ese José Izquierdo...».

-Es un tunante. Te ha engañado de la manera más chusca... Solo tú, que eres la misma inocencia puedes caer en redes tan mal urdidas... Lo que me espanta es que Izquierdo haya podido tener ideas... Es tan bruto; pero tan   —434→   bruto, que en aquella cabeza no cabe una invención de esta clase. Por lo bestia que es, parece honrado sin serlo. No, no discurrió él tan gracioso timo. O mucho me engaño, o esto salió de la cabeza de un novelista que se alimenta con judías.

-El pobre Ido es incapaz...

-De engañar a sabiendas, eso sí. Pero no te quepa duda. La primitiva idea de que ese niño es mi hijo debió ser suya. La concebiría como sospecha, como inspiración artístico-flatulenta, y el otro se dijo: «Pues toma, aquí hay un negocio». Lo que es a Platón no se le ocurre; de eso estoy seguro.

Jacinta, anonadada, quería defender su tema a todo trance. «Juanín es tu hijo, no me lo niegues» replicó llorando.

-Te juro que no... ¿Cómo quieres que te lo jure?... ¡Ay Dios mío!, ahora se me está ocurriendo que ese pobre niño es el hijo de la hijastra de Izquierdo. ¡Pobre Nicolasa! Se murió de sobreparto. Era una excelente chica. Su niño tiene, con diferencia de tres meses, la misma edad que tendría el mío si viviese.

-¡Si viviese!

-Si viviese... sí... Ya ves cómo te canto claro. Esto quiere decir que no vive.

-No me has hablado nunca de eso -declaró severamente Jacinta-. Lo último que me contaste fue... qué sé yo... No me gusta recordar   —435→   esas cosas. Pero se me vienen al pensamiento sin querer. «No la vi más, no supe más de ella; intenté socorrerla y no la pude encontrar». A ver, ¿fue esto lo que me dijiste?

-Sí, y era la verdad, la pura verdad. Pero más adelante hay otro episodio, del cual no te he hablado nunca, porque no había para qué. Cuando ocurrió, hacía ya un año que estábamos casados; vivíamos en la mejor armonía... Hay ciertas cosas que no se deben decir a una esposa. Por discreta y prudente que sea una mujer, y tú lo eres mucho, siempre alborota algo en tales casos; no se hace cargo de las circunstancias, ni se fija en los móviles de las acciones. Entonces callé, y creo firmemente que hice bien en callar. Lo que pasó no es desfavorable para mí. Podía habértelo dicho; pero ¿y si lo interpretabas mal? Ahora ha llegado la ocasión de contártelo, y veremos qué juicio formas. Lo que sí puedo asegurarte es que ya no hay más. Esto que te voy a decir es el último párrafo de una historia que te he referido por entregas. Y se acabó. Asunto agotado... Pero es tarde, hija mía, nos acostaremos, dormiremos y mañana...




ArribaAbajo-VII -

«No, no, no -gritó Jacinta más bien airada que impaciente-. Ahora mismo... ¿Crees que yo puedo dormir en esta ansiedad?».

  —436→  

-Pues lo que es yo, chiquilla, me acuesto -dijo el Delfín, disponiéndose a hacerlo-. Si creerás tú que te voy a revelar algo que pone los pelos de punta. ¡Si no es nada...!, te lo cuento porque es la prueba de que te han engañado. Veo que pones una cara muy tétrica. Pues si no fuera porque el lance es bastante triste, te diría que te rieras... ¡Te has de quedar más convencida...! Y no te apures por la plancha, hija. Ahí tienes lo que las personas sacan de ser demasiado buenas. Los ángeles, como que están acostumbrados a volar, no andan por la tierra sin dar un traspié a cada paso.

Se había acostumbrado de tal modo Jacinta a la idea de hacer suyo a Juanín, de criarle y educarle como hijo, que le lastimaba al sentirlo arrancado de sí por una prueba, por un argumento en que intervenía la aborrecida mujer aquella cuyo nombre quería olvidar. Lo más particular era que seguía queriendo al Pituso, y que su cariño y su amor propio se sublevaban contra la idea de arrojarle a la calle. No le abandonaría ya, aunque su marido, su suegra y el mundo entero se rieran de ella y la tuvieran por loca y ridícula.

«Y ahora -siguió Santa Cruz, muy bien empaquetado entre sus sábanas-, despídete de tu novela, de esa grande invención de dos ingenios, Ido del Sagrario y José Izquierdo... Vamos allá... Lo último que te dije fue...».

  —437→  

-Fue que se había marchado de Madrid y que no pudiste averiguar a dónde. Esto me lo contaste en Sevilla.

-¡Qué memoria tienes! Pues pasó tiempo, y al año de casados, un día, de repente, plaf... entras tú en mi cuarto y me das una carta.

-¿Yo?

-Sí, una cartita que trajeron para mí. La abro, me quedo así un poco atontado... Me preguntas qué es, y te digo: «Nada, es la madre del pobre Valledor que me pide una recomendación para el alcalde...». Cojo mi sombrero y a la calle.

-¡Volvía a Madrid, te llamaba, te escribía!... -observó Jacinta, sentándose al borde del lecho, la mirada fija, apagada la voz.

-Es decir, hacía que me escribieran, porque la pobrecilla no sabe... «Pues señor, no hay más remedio que ir allá». Cree que tu pobre marido iba de muy mal humor. No puedes figurarte lo que le molestaba la resurrección de una cosa que creía muerta y desaparecida para siempre. «¿Por dónde saldrá ahora?... ¿Para qué me llamará?». Yo decía también: «De fijo que hay muchacho por en medio». Esta sucesión me cargaba. «Pero en fin, ¡qué remedio!...» pensaba al subir por aquellas oscuras escaleras. Era una casa de la calle de Hortaleza, al parecer de huéspedes. En el bajo hay tienda de ataúdes. ¿Y qué era?, que la infeliz había venido a Madrid con   —438→   su hijo, con el mío: ¿por qué no decirlo claro?, y con un hombre, el cual estaba muy mal de fondos, lo que no tiene nada de particular... Llegar y ponerse malo el pobre niño fue todo uno. Viose la pobre en un trance muy apurado. ¿A quién acudir? Era natural: a mí. Yo se lo dije. «Has hecho perfectamente...». La más negra era que el garrotillo le cogió al pobrecillo nene tan de filo, que cuando yo llegué... te va a dar mucha pena, como me la dio a mí... pues sí, cuando llegué, el pobre niño estaba expirando. Lo que yo le decía al verla hecha un mar de lágrimas: «¿Por qué no me avisaste antes?». Claro, yo habría llevado uno o dos buenos médicos y quién sabe, quién sabe si le hubiéramos salvado.

Jacinta callaba. El terror no la dejaba articular palabra.

«¿Y tú no lloraste?» fue lo primero que se le ocurrió decir.

-Te aseguro que pasé un rato... ¡ay qué rato! ¡Y tener que disimular en casa delante de ti! Aquella noche ibas tú al Real. Yo fui también; pero te juro que en mi vida he sentido, como en aquella noche, la tristeza agarrada a mi alma. Tú no te acordarás... No sabías nada.

-Y...

-Y nada más. Le compré la cajita azul más bonita que había en la tienda de abajo, y se le llevó al cementerio en un carro de lujo con dos   —439→   caballos empenachados, sin más compañía que la del hombre de Fortunata y el marido, o lo que fuera, de la patrona. En la Red de San Luis, mira lo que son las casualidades, me encontré a mamá... Díjome: «¡Qué pálido estás!». «Es que vengo de casa de Moreno Vallejo a quien le han cortado hoy la pierna». En efecto, le habían cortado la pierna, a consecuencia de la caída del caballo. Diciéndolo, miré desaparecer por la calle de la Montera abajo el carro con la cajita azul... ¡Cosas del mundo! Vamos a ver: si yo te hubiera contado esto, ¿no habrían sobrevenido mil disgustos, celos y cuestiones?

-Quizás no -dijo la esposa dando un gran suspiro-. Según lo que venga detrás. ¿Qué pasó después?

-Todo lo que sigue es muy soso. Desde que se dio tierra al pequeñuelo, yo no tenía otro deseo que ver a la madre tomando el portante. Puedes creérmelo: no me interesaba nada. Lo único que sentía era compasión por sus desgracias, y no era floja la de vivir con aquel bárbaro, un tiote grosero que la trataba muy mal y no la dejaba ni respirar. ¡Pobre mujer! Yo le dije, mientras él estaba en el cementerio: «¿Cómo es que vives con este animal y le aguantas?». Y respondiome: «No tengo más amparo que esta fiera. No le puedo ver; pero el agradecimiento...». Es triste cosa vivir de esta manera, aborreciendo y agradeciendo. Ya ves   —440→   cuánta desgracia, cuánta miseria hay en este mundo, niña mía... Bueno, pues sigo diciéndote que aquella infeliz pareja me dio la gran jaqueca. El tal, que era mercachifle de estos que ponen puestos en las ferias, pretendía una plaza de contador de la depositaría de un pueblo. ¡Valiente animal! Me atosigaba con sus exigencias, y aun con amenazas, y no tardé en comprender que lo que quería era sacarme dinero. La pobre Fortunata no me decía nada. Aquel bestia no le permitía que me viera y hablara sin estar él presente, y ella, delante de él, apenas alzaba del suelo los ojos; tan aterrorizada la tenía. Una noche, según me contó la patrona, la quiso matar el muy bruto. ¿Sabes por qué?, porque me había mirado. Así lo decía él... Me puedes creer, como esta es noche, que Fortunata no me inspiraba sino lástima. Se había desmejorado mucho de físico, y en lo espiritual no había ganado nada. Estaba flaca, sucia, vestía de pingos que olían mal, y la pobreza, la vida de perros y la compañía de aquel salvaje habíanle quitado gran parte de sus atractivos. A los tres días se me hicieron insoportables las exigencias de la fiera, y me avine a todo. No tuve más remedio que decir: «Al enemigo que huye, puente de plata»; y con tal de verles marchar, no me importaba el sablazo que me dieron. Aflojé los cuartos a condición de que se habían de ir inmediatamente. Y aquí paz y después   —441→   gloria. Y se acabó mi cuento, niña de mi vida, porque no he vuelto a saber una palabra de aquel respetable tronco, lo que me llena de contento.

Jacinta tenía su mirada engarzada en los dibujos de la colcha. Su marido le tomó una mano y se la apretó mucho. Ella no decía más que «¡Pobre Pituso, pobre Juanín!». De repente una idea hirió su mente como un latigazo, sacándola de aquel abatimiento en que estaba. Era la convicción última que se revolvía furiosa en las agonías del vencimiento. No existe nada que se resigne a morir, y el error es quizás lo que con más bravura se defiende de la muerte. Cuando el error se ve amenazado de esa ridiculez a que el lenguaje corriente da el nombre de plancha, hace desesperados esfuerzos, azuzado por el amor propio, para prolongar su existencia. De los escombros de sus ilusiones deshechas sacó, pues, Jacinta el último argumento, el último; pero lo esgrimió con brío, quizás por lo mismo que ya no tenía más. «Todo lo que has dicho será verdad: no lo pongo en duda. Pero yo no te digo sino una cosa: ¿Y el parecido?».

Lo mismo fue oír esto el Delfín, que partirse de risa.

«¡El parecido! Si no hay tal parecido ni lo puede haber. Solo existe en tu imaginación. Los chicos de esa edad se parecen siempre a quien   —442→   quiere el que los mira. Obsérvale bien ahora, examínale las facciones con imparcialidad, pero con imparcialidad y conciencia, ¿sabes?... y si después de esto sigues encontrando parecido, es que hay brujería en ello».

Jacinta le contemplaba en su mente con aquella imparcialidad tan recomendada, y... la verdad... el parecido subsistía... aunque un poquillo borroso y desvaneciéndose por grados. En la desesperación de su inevitable derrota, encontró aún la dama otro argumento.

«Tu mamá también le encontró un gran parecido».

-Porque tú le calentaste la cabeza. Tú y mamá sois dos buenas maniáticas. Yo reconozco que en esta casa hace falta un chiquitín. También yo lo deseo tanto como vosotras; pero esto, hija de mi alma, no se puede ir a buscar a las tiendas, ni lo debe traer Estupiñá debajo de la capa, como las cajas de cigarros. El parecido, convéncete tontuela, no es más que la exaltación de tu pensamiento por causa de esa maldita novela del niño encontrado. Y puedes creerlo, si como historia el caso es falso, como novela es cursi. Si no, fíjate en las personas que te han ayudado al desarrollo de tu obra: Ido del Sagrario, un flatulento; José Izquierdo, un loco de la clase de cabellerías; Guillermina, una loca santa, pero loca al fin. Luego viene mamá, que al verte a ti chiflada, se chifla también. Su bondad   —443→   le oscurece la razón, como a ti, porque sois tan buenas que a veces, créelo, es preciso ataros. No, no te rías; a las personas que son muy buenas, muy buenas, llega un momento en que no hay más remedio que atarlas.

Jacinta le sonreía con tristeza, y su marido le hizo muchas caricias, afanándose por tranquilizarla. Tanto le rogó que se acostara, que al fin accedió a ello.

«Mañana -dijo ella-, irás conmigo a verle».

-A quién... ¿al chiquillo de Nicolasa?... ¡Yo!

-Aunque no sea más que por curiosidad... Considéralo como una compra que hemos hecho las dos maniáticas. Si compráramos un perrito, ¿no querrías verle?

-Bueno, pues iré. Falta que mamá me deje salir mañana... y bien podría, que este encierro me va cargando ya.

Acostose Jacinta en su lecho, y al poco rato observó que su esposo dormía. Ella tenía poco sueño y pensaba en lo que acababa de oír. ¡Qué cuadro más triste y qué visión aquella de la miseria humana! También pensó mucho en el Pituso. «Se me figura que ahora le quiero más. ¡Pobrecito, tan lindo, tan mono y no parecerse...! Pero si yo me confirmo en que se parece... ¡Que es ilusión! ¿Cómo ha de ser ilusión? No me vengan a mí con cuentos. Aquellos plieguecitos de la nariz cuando se ríe... aquel entrecejo...». Y así estuvo hasta muy tarde.

  —444→  

El 28 por la mañana, ya de vuelta de misa, entró Barbarita en la alcoba del matrimonio joven a decirles que el día estaba muy bueno, y que el enfermo podía salir bien abrigado. «Os cogéis el coche y vais a dar una vuelta por el Retiro». Jacinta no deseaba otra cosa, ni el Delfín tampoco. Solo que en vez de ir al Retiro, se personaron en casa de Ramón Villuendas. Hallábase este en el escritorio; pero cuando les vio entrar subió con ellos, deseando presenciar la escena del reconocimiento, que esperaba fuera patética y teatral. Mucho se pasmaron él y Benigna de que Juan viera al pequeñuelo con sosegada indiferencia, sin hacer ninguna demostración de cariño paternal.

«Hola, barbián -dijo Santa Cruz sentándose y cogiendo al chico por ambas manos-. Pues es guapo de veras. Lástima que no sea nuestro... No te apures, mujer, ya vendrá el verdadero Pituso, el legítimo, de los propios cosecheros o de la propia tía Javiera».

Benigna y Ramón miraban a Jacinta.

«Vamos a ver -prosiguió el otro constituyéndose en tribunal-. Vengan ustedes aquí y digan imparcialmente, con toda rectitud y libertad de juicio, si este chico se parece a mí».

Silencio. Lo rompió Benigna para decir:

«Verdaderamente... yo... nunca encontré tal parecido».

-¿Y tú? -preguntó Juan a Ramón.

  —445→  

-Yo... pues digo lo mismo que Benigna.

Jacinta no sabía disimular su turbación.

«Ustedes dirán lo que quieran... pero yo... Es que no se fijan bien... Y en último caso, vamos a ver, ¿me negarán que es monísimo?».

-¡Ah!, eso no... y que tiene que ser un gran pillete. Tiene a quien salir. Su padre fue primero empleado en el gas; después punto figurado en la casa de juego del pulpitillo.

-¡Punto figurado! ¿Y qué es eso?

-¡Oh!, una gran posición... El papá de este niño, si no me engaño, debe de estar ahora tomando aires en Ceuta.

-Eso, eso no -indicó Jacinta con rabia-. ¿También quieres tú infamar a mi niño? Dámele acá... ¿No es verdad, hijo, que tu papá no...?

Todos se echaron a reír. Consolábase ella de su desairada situación besándole y diciendo:

«Mirad cómo me quiere. Pues no, no le abandono, aunque lo mande quien lo mande. Es mío».

-Como que te ha costado tu dinero.




ArribaAbajo- VIII -

El chico le echó los brazos al cuello y miró a los demás con rencor, como indignado de la nota infamante que se quería arrojar sobre su estirpe. Los otros niños se le llevaron para jugar, no sin que antes le hiciera Jacinta muchas   —446→   carantoñas, por lo cual dijo Benigna que no debía darle tan fuerte.

«Cállate tú... Digo que no le abandono. Me le llevaré a casa».

-¿Estás loca? -insinuó el Delfín con severidad.

-No, que estoy bien cuerda.

-Vamos, ten discreción... No digo yo tampoco que se le eche a la calle; pero en el Hospicio, bien recomendado, no lo pasaría mal.

-¡En el Hospicio! -exclamó Jacinta con la cara muy encendida-, ¡para que me le manden a los entierros... y le den de comer aquellas bazofias...!

-¿Pero tú qué crees? Eres una criatura. ¿De dónde sacas que así se toman niños ajenos? Chica, chica, estás en pleno romanticismo.

Benigna y su marido manifestaron con enérgicos signos de cabeza que aquello del romanticismo estaba muy bien dicho.

«Pero si yo también le quiero proteger -afirmó Juan apreciando los sentimientos de su mujer y disculpando su exageración-. Ha sido una suerte para él haber caído en nuestras manos librándose de las de Izquierdo. Pero no disloquemos las ideas. Una cosa es protegerle y otra llevárnosle a casa. Aunque yo quisiera darte ese gusto, falta que mi padre lo consintiera. Tus buenos sentimientos te hacen delirar, ¿verdad, Benigna? Yo le he dicho que a las personas   —447→   muy buenas, muy buenas, es menester atarlas algunas veces. Esta es un ángel, y los ángeles caen en la tontería de creer que el mundo es el cielo. El mundo no es el cielo, ¿verdad, Ramón?, y nuestras acciones no pueden ser basadas en el criterio angelical. Si todo lo que piensan y sienten los ángeles, como mi mujer, se llevara a la práctica, la vida sería imposible, absolutamente imposible. Nuestras ideas deben inspirarse en las ideas generales, que son el ambiente moral en que vivimos. Yo bien sé que se debe aspirar a la perfección; pero no dando de puntapiés a la armonía del mundo, ¡pues bueno estaría!... a la armonía del mundo, que es... para que lo sepas... un grandioso mecanismo de imperfecciones, admirablemente equilibradas y combinadas. Vamos a ver, te he convencido, ¿sí o no?

-Así, así -replicó Jacinta muy triste, un poco aturdida por las paradojas de su marido. Jacinta tenía idea tan alta de los talentos y de las sabias lecturas del Delfín, que rara vez dejaba de doblegarse ante ellas, aunque en su fuero interno guardase algunos juicios independientes que la modestia y la subordinación no le permitían manifestar. No habían transcurrido diez segundos después de aquel así, así, cuando se oyó una gran chillería. «¿Qué es, qué hay?». ¡Qué había de ser sino alguna barbaridad de Juanín! Así lo comprendió Benigna,   —448→   corriendo alarmada al comedor, de donde el temeroso estrépito venía.

-¡Bien por los chicos valientes! -dijo Santa Cruz, a punto que Ramón Villuendas se despedía para bajar al escritorio. Jacinta corrió al comedor y a poco volvió aterrada.

«¿No sabes lo que ha hecho? Había en el comedor una bandeja de arroz con leche. Juanín se sube sobre una silla y empieza a coger el arroz con leche a puñados... así, así, y después de hartarse, lo tira por el suelo y se limpia las manos en las cortinas».

Oyose la voz de Benigna, hecha una furia: «Te voy a matar... ¡indecente!, ¡cafre!». Los demás chicos aparecieron chillando. Jacinta les regañó: «Pero vosotros, tontainas, ¿no veíais lo que estaba haciendo? ¿Por qué no avisasteis? ¿Es que le dejáis enredar para después reíros y armar estos alborotos?».

-Mujer, llévate, llévate de una vez de mi casa este cachorro de tigre -dijo Benigna, entrando muy soliviantada-. ¡Virgen del Carmen, mi bandeja de arroz con leche!

Los chicos de Villuendas saltaban gozosos.

«Vosotros tenéis la culpa, bobones; vosotros que le azuzáis» díjoles la tiita, que en alguien tenía que descargar su enfado.

«Tú le tienes que lavar -manifestó Benigna, sin cejar en su cólera-, tú, tú. ¡Cómo me ha puesto las cortinas!».

  —449→  

-Bueno, mujer, le lavaré. No te apures.

-Y vestirle de limpio. Yo no puedo. Bastante tengo con los míos... Y nada más.

-Vaya, no alborotes tanto, que todo ello es poca cosa.

Jacinta y su marido fueron al comedor, donde le encontraron hecho un adefesio, cara, manos y vestido llenos de aquella pringue.

«Bien, bien por los hombres bravos -gritó Juan en presencia de la fiera-. Mano al arroz con leche. Me hace gracia este muchacho».

-Te voy a matar, pillo -le dijo su mamá adoptiva, arrodillándose ante él y conteniendo la risa-. Te has puesto bonito... verás que jabonadura te vas a llevar.

Mientras duró el lavatorio, los Villuendas chicos se enracimaban en torno a su tiito, subiéndosele a las rodillas y colgándosele de los brazos para contarle las grandes cochinadas que hacía el bruto de Juanín. No solo se comía las velas, sino que lamía los platos, y dimpués... tiraba los tenedores al suelo. Cuando su papá Ramón le reprendía, le enseñaba la lengua, diciendo hostias y otras isprisiones feas, y dimpués... hacía una cosa muy indecente, ¡vaya!, que era levantarse el vestido por detrás, dar media vuelta echándose a reír y enseñar el culito.

Santa Cruz no podía permanecer serio. Volvió al fin Jacinta, trayendo de la mano al delincuente ya lavado y vestido de limpio, y a   —450→   poco entró Benigna, completamente aplacada, y encarándose con su cuñado, le dijo con la mayor severidad: «¿Tienes ahí un duro? No tengo suelto». Juan se apresuró a sacar el duro, y en el mismo momento en que lo ponía en la mano de Benigna, Jacinta y los chicos soltaron una carcajada. Santa Cruz cayó de su burro.

«Me la has dado, chica. No me acordaba de que es hoy día de Inocentes. Buena ha sido, buena. Ya me extrañó a mí un poco que en esta casa del dinero no hubiera suelto».

-Tomad -dijo Benigna a los niños-; vuestro tiito os convida a dulces.

-Para inocentadas -indicó Juan riendo-, la que nos ha querido dar mi mujer.

-A mí no -replicó Benigna-. Aquí hemos hablado mucho de esto, y la verdad, él podría ser auténtico; pero la tostada del parecido no la encontrábamos. Y pues resulta que esta preciosa fierecita no es de la familia... yo me alegro, y pido que me hagan el favor de quitármela de casa. Bastantes jaquecas me dan las mías.

Jacinta y su marido le rogaron al retirarse que le tuviese un día más. Ya decidirían.

Cosas muy crueles había de oír Jacinta aquel día, pero de cuanto oyó nada le causara tanto asombro y descorazonamiento como estas palabras que Barbarita le dijo al oído:

«Baldomero está incomodado con tu bromazo. Juan le habló claro. No hay tal hijo ni a   —451→   cien mil leguas. La verdad, tú te precipitaste; y en cuanto al parecido... Hablando con franqueza, hija; no se parece nada, pero nada».

Era lo que le quedaba por oír a Jacinta.

«Pero usted... ¡por la Virgen santísima! también... -atreviose a decir cuando el espanto se lo permitió-, también usted creyó...».

-Es que se me pegaron tus ilusiones -replicó la suegra esforzándose en disculpar su error-. Dice Juan que es manía; yo lo llamo ilusión, y las ilusiones se pegan como las viruelas. Las ideas fijas son contagiosas. Por eso, mira tú, por eso tengo yo tanto miedo a los locos y me asusto tanto de verme a su lado. Es que cuando alguno está cerca de mí y se pone a hacer visajes, me pongo también yo a hacer lo mismo. Somos monos de imitación... Pues sí, convéncete, lo del parecido es ilusión, y las dos... lo diré muy bajito, las dos hemos hecho una soberbia plancha. ¿Y ahora, qué hacer? No se te pase por la cabeza traerle aquí. Baldomero no lo consiente, y tiene mucha razón. Yo... si he de decirte la verdad, le he tomado cariño. ¡Ay!, sus salvajadas me divierten. ¡Es tan mono! ¡Qué ojitos aquellos!, ¿pues y los plieguecitos de la nariz?... y aquella boca, aquellos labios, el piquito que hace con los labios, sobre todo. Ven acá y verás el nacimiento que le compré.

Llevó a Jacinta a su cuarto de vestir y después de mostrarle el nacimiento, le dijo: «Aquí   —452→   hay más contrabando. Mira. Esta mañana fui a las tiendas, y... aquí tienes: medias de color, un traje de punto, azul, a estilo inglés. Mira la gorra que dice Numancia. Este es un capricho que yo tenía. Estará saladísimo. Te juro que si no le veo con el letrero en la frente, voy a tener un disgusto».

Jacinta oyó y vio esto con melancolía.

«¡Si supiera usted lo que hizo esta mañana!» dijo; y contó el lance del arroz con leche.

-¡Ay, Dios mío, qué gracioso!... Es para comérselo... Yo, te digo la verdad, le traería a casa si no fuera porque a Baldomero y a Juan no les10 gustan estos tapujos... ¡Ay!, de veras te lo digo. No puede una vivir sin tener algún ser pequeñito a quien adorar. ¡Hija de mi alma!, es una gran desgracia para todos que tú no nos des algo.

A Jacinta se le clavó esta frase en el corazón, y estuvo temblando un rato en él y agrandando la herida, como sucede con las flechas que no se han clavado bien.

«Pues sí, esta casa es muy... muy sosona. Le falta una criatura que chille y alborote, que haga diabluras, que nos traiga a todos mareados. Cuando le hablo de esto a Baldomero, se ríe de mí; pero bien se le conoce que es hombre dispuesto a andar por esos suelos a cuatro pies, con los chicos a la pela».

-Puesto que Benigna no le quiere tener   —453→   -dijo la nuera-, ni es posible tampoco tenerle aquí, le pondremos en casa de Candelaria. Yo le pasaré un tanto al mes a mi hermana para que el huésped no sea una carga pesada...

-Me parece muy bien pensado; pero muy bien pensado. Estás como las gatas paridas, escondiendo las crías hoy aquí, mañana allá.

-¿Y qué remedio hay?... Porque lo que es al Hospicio no va. Eso que no lo piensen... ¡Qué cosas se le ocurren a mi marido! Ya, como a él no le han hecho ir nunca a los entierros, pisando lodos, aguantando la lluvia y el frío, le parece muy natural que el otro pobrecito se críe entre ataúdes... Sí, está fresco.

-Yo me encargo de pagarle la pensión en casa de Candelaria -dijo Barbarita, secreteándose con su hija como los chiquillos que están concertando una travesura-. Me parece que debo empezar por comprarle una camita. ¿A ti qué te parece?

Replicó la otra que le parecía muy bien y se consoló mucho con esta conversación, dándose a forjar planes y a imaginar goces maternales. Pero quiso su mala suerte que aquel mismo día o el próximo cortase el vuelo de su mente D. Baldomero, el cual la llamó a su despacho para echarle el siguiente sermón:

«Querida, me ha dicho Bárbara que estás muy confusa por no saber qué hacer con ese muchacho. No te apures; todo se arreglará.   —454→   Porque tú te ofuscaras, no vamos a echarle a la calle. Para otra vez, bueno será que no te dejes llevar de tu buen corazón... tan a paso de carga, porque todo debe moderarse, hija, hasta los impulsos sublimes... Dice Juan, y está muy en lo justo, que los procedimientos angelicales trastornan la sociedad. Como nos empeñemos todos en ser perfectos, no nos podremos aguantar unos a otros, y habría que andar a bofetadas... Bueno, pues te decía, que ese pobre niño queda bajo mi protección; pero no vendrá a esta casa, porque sería indecoroso, ni a la casa de ninguna persona de la familia, porque parecería tapujo».

No estaba conforme con estas ideas Jacinta; pero el respeto que su padre político le inspiraba le quitó el resuello, imposibilitándola de expresar lo mucho y bueno que se le ocurría.

«Por consiguiente -prosiguió el respetable señor tomándole a su nuera las dos manos-, ese caballerito que compraste será puesto en el asilo de Guillermina... No hay que fruncir las cejas. Allí estará como en la gloria. Ya he hablado con la santa. Yo le pensiono, para que se le dé educación y una crianza conveniente. Aprenderá un oficio, y quién sabe, quién sabe si una carrera. Todo está en que saque disposición. Paréceme que no te entusiasmas con mi idea. Pero reflexiona un poquito y verás que no hay otro camino... Allí estará   —455→   tan ricamente, bien comido, bien abrigado... Ayer le di a Guillermina cuatro piezas de paño del Reino para que les haga chaquetas. Verás que guapines les va a poner. ¡Y que no les llenan bien la barriga en gracia de Dios! Observa, si no, los cachetes que tienen, y aquellos colores de manzana. Ya quisieran muchos niños, cuyos papás gastan levita y cuyas mamás se zarandean por ahí, estar tan lucidos y bien apañados como están los de Guillermina».

Jacinta se iba convenciendo, y cada vez sentía menos fuerza para oponerse a las razones de aquel excelente hombre.

«Sí; aquí donde me ves -agregó Santa Cruz con jovialidad-, yo también le tengo cariño a ese muñeco... quiero decir que no me libré del contagio de vuestra manía de meter chicos en esta casa. Cuando Bárbara me lo dijo, estaba ella tan creída de que era mi nieto, que yo también me lo tragué. Verdad que exigí pruebas... pero mientras venían tales pruebas, perdí la chaveta... ¡cosas de viejo!, y estuve todo aquel día haciendo catálogos. Yo procuraba no darle mucha cuerda a Bárbara, ni dejarme arrastrar por ella, y me decía: «Tengamos serenidad y no chocheemos hasta ver...». Pero pensando en ello, te lo digo ahora en confianza, salí a la calle, me reía solo, y sin saber lo que me hacía, me metí en el Bazar de la Unión y...».

Don Baldomero, acentuando más su sonrisa   —456→   paternal, abrió una gaveta de su mesa y sacó un objeto envuelto en papeles.

«Y le compré esto... Es un acordeón. Pensaba dárselo cuando lo trajerais a casa... Verás qué instrumento tan bonito y qué buenas voces... veinticuatro reales».

Cogiendo el acordeón por las dos tapas, empezó a estirarlo y a encogerlo, haciendo flin flan repetidas veces. Jacinta se reía y al propio tiempo se le escaparon dos lágrimas. Entró entonces de improviso Barbarita, diciendo: «¿Qué música es esta?... A ver, a ver».

-Nada, querida -declaró el buen señor acusándose francamente-. Que a mí también se me fue el santo al Cielo. No lo quería decir. Cuando tú me saliste con que lo del nieto era una novela, flin flan, me dio la idea de tirar esta música a la calle, sin que nadie la viera; pero ya que se compró para él, flin flan, que la disfrute... ¿no os parece?

-A ver, dame acá -indicó Barbarita contentísima, ansiosa de tañer el pueril instrumento-. ¡Ah!, calavera, así me gastas el dinero en vicios. Dámelo... lo tocaré yo... flin flan... ¡Ay!, no sé qué tiene esto... ¡da un gusto oírlo! Parece que alegra toda la casa.

Y salió tocando por los pasillos y diciendo a Jacinta: «Bonito juguete... ¿verdad? Ponte la mantilla, que ahora mismo vamos a llevárselo, flin flan...».





  —457→  

ArribaAbajo- XI -

Final, que viene a ser principio



ArribaAbajo- I -

Quien manda, manda. Resolviose la cuestión del Pituso conforme a lo dispuesto por don Baldomero, y la propia Guillermina se lo llenó una mañanita a su asilo, donde quedó instalado. Iba Jacinta a verle muy a menudo, y su suegra la acompañaba casi siempre. El niño estaban tan mimado, que la fundadora del establecimiento tuvo que tomar cartas en el asunto, amonestando severamente a sus amigas y cerrándoles la puerta no pocas veces. En los últimos días de aquel infausto año, entráronle a Jacinta melancolías, y no era para menos, pues el desairado y risible desenlace de la novela Pitusiana hubiera abatido al más pintado. Vinieron luego otras cosillas, menudencias si se quiere, pero como caían sobre un espíritu ya quebrantado, resultaban con mayor pesadumbre de la que por sí tenían. Porque Juan, desde que se puso bueno y tomó calle, dejó de estar tan expansivo, sobón y dengoso como en los días del encierro, y se acabaron aquellas escenas nocturnas en que la confianza imitaba el   —458→   lenguaje de la inocencia. El Delfín afectaba una gravedad y un seso propios de su talento y reputación; pero acentuaba tanto la postura, que parecía querer olvidar con una conducta sensata las chiquilladas del periodo catarral. Con su mujer mostrábase siempre afable y atento, pero frío, y a veces un tanto desdeñoso. Jacinta se tragaba este acíbar sin decir nada a nadie. Sus temores de marras empezaban a condensarse, y atando cabos y observando pormenores, trataba de personalizar las distracciones de su marido. Pensaba primero en la institutriz de las niñas de Casa-Muñoz, por ciertas cosillas que había visto casualmente, y dos o tres frases, cazadas al vuelo, de una conversación de Juan con su confidente Villalonga. Después tuvo esto por un disparate y se fijó en una amiga suya, casada con Moreno Vallejo, tendero de novedades de muy reducido capital. Dicha señora gastaba un lujo estrepitoso, dando mucho que hablar. Había, pues, un amante. A Jacinta se le puso en la cabeza que este era el Delfín, y andaba desalada tras una palabra, un acento, un detalle cualquiera que se lo confirmase. Más de una vez sintió las cosquillas de aquella rabietina infantil que le entraba de sopetón, y daba patadillas en el suelo y tenía que refrenarse mucho para no irse hacia él y tirarle del pelo diciéndole: pillo... farsante, con todo lo demás que en su gresca   —459→   matrimonial se acostumbra. Lo que más la atormentaba era que le quería más cuando él se ponía tan juicioso haciendo el bonitísimo papel de una persona que está en la sociedad para dar ejemplo de moderación y buen criterio. Y nunca estaba Jacinta más celosa que cuando su marido se daba aquellos aires de formalidad, porque la experiencia le había enseñado a conocerle, y ya se sabía, cuando el Delfín se mostraba muy decidor de frases sensatas, envolviendo a la familia en el incienso de su argumentación paradójica, picos pardos seguros.

Vinieron días marcados en la historia patria por sucesos resonantes, y aquella familia feliz discutía estos sucesos como los discutíamos todos. ¡El 3 de Enero de 1874!... ¡El golpe de Estado de Pavía! No se hablaba de otra cosa, ni había nada mejor de qué hablar. Era grato al temperamento español un cambio teatral de instituciones, y volcar una situación como se vuelca un puchero electoral. Había estado admirablemente hecho, según D. Baldomero, y el ejército había salvado una vez más a la desgraciada nación española. El consolidado había llegado a 11 y las acciones del Banco a 138. El crédito estaba hundido. La guerra y la anarquía no se acababan; habíamos llegado al período álgido del incendio, como decía Aparisi, y pronto, muy pronto, el que tuviera una peseta la enseñaría como cosa rara.

  —460→  

Deseaban todos que fuese Villalonga a la casa para que les contara la memorable sesión de la noche del 2 al 3, porque la había presenciado en los escaños rojos. Pero el representante del país no aportaba por allá. Por fin se apareció el día de Reyes por la mañana. Pasaba Jacinta por el recibimiento, cuando el amigo de la casa entró.

«Tocaya, buenos días... ¿cómo están por aquí? ¿Y el monstruo, se ha levantado ya?».

Jacinta no podía ver al dichoso tocayo. Fundábase esta antipatía en la creencia de que Villalonga era el corruptor de su marido y el que le arrastraba a la infidelidad.

«Papá ha salido -díjole no muy risueña-. ¡Cuánto sentirá no verle a usted para que le cuente eso!... ¿Tuvo usted mucho miedo? Dice Juan que se metió usted debajo de un banco».

-¡Ay, qué gracia! ¿Ha salido también Juan?

-No, se está vistiendo. Pase usted.

Y fue detrás de él, porque siempre que los dos amigos se encerraban, hacía ella los imposibles por oír lo que decían, poniendo su orejita rosada en el resquicio de la mal cerrada puerta. Jacinto esperó en el gabinete, y su tocaya entró a anunciarle.

«Pero qué, ¿ha venido ya ese pelagatos?».

-Sí... resalao... aquí estoy.

-Pasa, danzante... ¡Dichosos los ojos...

El amigote entró. Jacinta notaba en los   —461→   ojos de este algo de intención picaresca. De buena gana se escondería detrás de una cortina para estafarles sus secretos a aquel par de tunantes. Desgraciadamente tenía que ir al comedor a cumplir ciertas órdenes que Barbarita le había dado... Pero daría una vueltecita, y trataría de pescar algo...

«Cuenta, chico, cuenta. Estábamos rabiando por verte».

Y Villalonga dio principio a su relato delante de Jacinta; pero en cuanto esta se marchó, el semblante del narrador inundose de malicia. Miraron ambos a la puerta; cerciorose el compinche de que la esposa se había retirado, y volviéndose hacia el Delfín, le dijo con la voz temerosa que emplean los conspiradores domésticos:

«¿Chico, no sabes... la noticia que te traigo...? ¡Si supieras a quién he visto! ¿Nos oirá tu mujer?».

-No, hombre, pierde cuidado -replicó Juan poniéndose los botones de la pechera-. Claréate pronto.

-Pues he visto a quien menos puedes figurarte... Está aquí.

-¿Quién?

-Fortunata... Pero no tienes idea de su transformación. ¡Vaya un cambiazo! Está guapísima, elegantísima. Chico, me quedé turulato cuando la vi.

  —462→  

Oyéronse los pasos de Jacinta. Cuando apareció levantando la cortina, Villalonga dio una brusca retorcedura a su discurso: «No, hombre, no me has entendido; la sesión empezó por la tarde y se suspendió a las ocho. Durante la suspensión se trató de llegar a una inteligencia. Yo me acercaba a todos los grupos a oler aquel guisado... ¡jum!, malo, malo; el ministerio Palanca se iba cociendo, se iba cociendo... A todas esas... ¡figúrate si estarían ciegos aquellos hombres!... a todas estas, fuera de las Cortes se estaba preparando la máquina para echarles la zancadilla. Zalamero y yo salíamos y entrábamos a turno para llevar noticias a una casa de la calle de la Greda, donde estaban Serrano, Topete y otros. "Mi general, no se entienden. Aquello es una balsa de aceite... hirviendo. Tumban a Castelar. En fin, se ha de ver ahora". "Vuelva usted allá. ¿Habrá votación?". -"Creo que sí". -"Tráiganos usted el resultado"».

-El resultado de la votación -indicó Santa Cruz-, fue contrario a Castelar. Di una cosa, ¿y si hubiera sido favorable?

-No se habría hecho nada. Tenlo por cierto. Pues como te decía, habló Castelar...

Jacinta ponía mucha atención a esto; pero entró Rafaela a llamarla y tuvo que retirarse.

«Gracias a Dios que estamos solos otra vez -dijo el compinche después que la vio salir-. ¿Nos oirá?».

  —463→  

-¿Qué ha de oír?... ¡Qué medroso te has vuelto! Cuenta, pronto. ¿Dónde la viste?

-Pues anoche... estuve en el Suizo hasta las diez. Después me fui un rato al Real, y al salir ocurriome pasar por Praga a ver si estaba allí Joaquín Pez, a quien tenía que decir una cosa. Entro y lo primero que me veo es una pareja... en las mesas de la derecha... Quedeme mirando como un bobo... Eran un señor y una mujer vestida con una elegancia... ¿cómo te diré?, con una elegancia improvisada. «Yo conozco esa cara», fue lo primero que se me ocurrió. Y al instante caí... «¡Pero si es esa condenada de Fortunata!». Por mucho que yo te diga, no puedes formarte idea de la metamorfosis... Tendrías que verla por tus propios ojos. Está de rechupete. De fijo que ha estado en París, porque sin pasar por allí no se hacen ciertas transformaciones. Púseme todo lo cerca posible, esperando oírla hablar. «¿Cómo hablará?» me decía yo. Porque el talle y el corsé, cuando hay dentro calidad, los arreglan los modistos fácilmente; pero lo que es el lenguaje... Chico, habías de verla y te quedarías lelo, como yo. Dirías que su elegancia es de lance y que no tiene aire de señora... Convenido; no tiene aire de señora; ni falta... pero eso no quita que tenga un aire seductor, capaz de... Vamos, que si la ves, tiras piedras. Te acordarás de aquel cuerpo sin igual, de aquel busto estatuario, de esos   —464→   que se dan en el pueblo y mueren en la oscuridad cuando la civilización no los busca y los presenta. Cuántas veces lo dijimos: «¡Si este busto supiera explotarse...!». Pues ¡hala!, ya lo tienes en perfecta explotación. ¿Te acuerdas de lo que sostenías?... «El pueblo es la cantera. De él salen las grandes ideas y las grandes bellezas. Viene luego la inteligencia, el arte, la mano de obra, saca el bloque, lo talla»... Pues chico, ahí la tienes bien labrada... ¡Qué líneas tan primorosas!... Por supuesto, hablando, de fijo que mete la pata. Yo me acercaba con disimulo. Comprendí que me había conocido y que mis miradas la cohibían... ¡Pobrecilla! Lo elegante no le quitaba lo ordinario, aquel no sé qué de pueblo, cierta timidez que se combina no sé cómo con el descaro, la conciencia de valer muy poco, pero muy poco, moral e intelectualmente, unida a la seguridad de esclavizar... ¡ah, bribonas!, a los que valemos más que ellas... digo, no me atrevo a afirmar que valgamos más, como no sea por la forma... En resumidas cuentas, chico, está que ahúma. Yo pensaba en la cantidad de agua que había precedido a la transformación. Pero ¡ah!, las mujeres aprenden esto muy pronto. Son el mismo demonio para asimilarse todo lo que es del reino de la toilette. En cambio, yo apostaría que no ha aprendido a leer... Son así; luego dicen que si las pervertimos. Pues volviendo a lo mismo, la metamorfosis   —465→   es completa. Agua, figurines, la fácil costumbre de emperejilarse; después seda, terciopelo, el sombrerito...

-¡Sombrero! -exclamó Juan en el colmo de la estupefacción.

-Sí; y no puedes figurarte lo bien que le cae. Parece que lo ha llevado toda la vida... ¿Te acuerdas del pañolito por la cabeza con el pico arriba y la lazada?... ¡Quién lo diría! ¡Qué transiciones!... Lo que te digo... Las que tienen genio, aprenden en un abrir y cerrar de ojos. La raza española es tremenda, chico, para la asimilación de todo lo que pertenece a la forma... ¡Pero si habías de verla tú...! Yo, te lo confieso, estaba pasmado, absorto, embebe...

¡Ay Dios mío!, entró Jacinta, y Villalonga tuvo que dar un quiebro violentísimo...

«Te digo que estaba embebecido. El discurso de Salmerón fue admirable... pero de lo más admirable... Aún me parece que estoy viendo aquella cara de hijo del desierto, y aquel movimiento horizontal de los ojos y la gallardía de los gestos. Gran hombre; pero yo pensaba: "No te valen tus filosofías; en buena te has metido, y ya verás la que te tenemos armada". Habló después Castelar. ¡Qué discursazo!, ¡qué valor de hombre!, ¡cómo se crecía! Parecíame que tocaba al techo. Cuando concluyó: "A votar, a votar..."».

Jacinta volvió a salir sin decir nada. Sospechaba quizás que en su ausencia los tunantes   —466→   hablaban de otro asunto, y se alejó con ánimo de volver y aproximarse cautelosa.

«Y aquel hombre... ¿quién era?» preguntó el Delfín que sentía el ardor de una curiosidad febril.




ArribaAbajo- II -

-Te diré... desde que le vi, me dije: «Yo conozco esa cara». Pero no pude caer en quién era. Entró Pez y hablamos... Él también quería reconocerle. Nos devanábamos los sesos. Por fin caímos en la cuenta de que habíamos visto a aquel sujeto días antes en el despacho del director del Tesoro. Creo que hablaba con este del pago de unos fusiles encargados a Inglaterra. Tiene acento catalán, gasta bigote y perilla... cincuenta años... bastante antipático. Pues verás; como Joaquín y yo la mirábamos tanto, el tío aquel se escamaba. Ella no se timaba... parecía como vergonzosa... ¡y qué mona estaba con su vergüenza! ¿Te acuerdas de aquel palmito descolorido con cabos negros? Pues ha mejorado mucho, porque está más gruesa, más llena de cara y de cuerpo.

Santa Cruz estaba algo aturdido. Oyose la voz de Barbarita, que entraba con su nuera.

«Salí de estampía... -siguió Villalonga- a anunciar a los amigos que había empezado la votación... A los pies de usted, Barbarita... Yo   —467→   bien, ¿y usted? Aquí estaba contando... Pues decía que eché a correr...».

-Hacia la calle de la Greda.

-No... los amigos se habían trasladado a una casa de la calle de Alcalá, la de Casa-Irujo, que tiene ventanas al parque del ministerio de la Guerra... Subo y me les encuentro muy desanimados. Me asomé con ellos a las ventanas que dan a Buenavista, y no vi nada... «¿Pero a cuándo esperan? ¿En qué están pensando?...». Francamente, yo creí que el golpe se había chafado y que Pavía no se atrevía a echar las tropas a la calle. Serrano, impaciente, limpiaba los cristales empañados, para mirar, y abajo no se veía nada. «Mi general -le dije-, yo veo una faja negra, que así de pronto, en la oscuridad de la noche, parece un zócalo... Mire usted bien, ¿no será una fila de hombres?». -«¿Y qué hacen ahí pegados a la pared?». -«Vea usted, vea usted, el zócalo se mueve. Parece una culebra que rodea todo el edificio y que ahora se desenrosca... ¿Ve usted?... la punta se extiende hacia las rampas». -«Soldados son -dijo en voz baja el general, y en el mismo instante entró Zalamero con medio palmo de lengua fuera, diciendo: «La votación sigue: la ventaja que llevaba al principio Salmerón, la lleva ahora Castelar... nueve votos... Pero aún falta por votar la mitad del Congreso...». Ansiedad en todas las caras... A mí me tocaba   —468→   entonces ir allá, para traer el resultado final de la votación... Tras, tras... cojo mi calle del Turco, y entrando en el Congreso, me encontré a un periodista que salía: «La proposición lleva diez votos de ventaja. Tendremos ministerio Palanca». ¡Pobre Emilio!... Entré. En el salón estaban votando ya las filas de arriba. Eché un vistazo y salí. Di la vuelta por la curva, pensando lo que acababa de ver en Buenavista, la cinta negra enroscada en el edificio... Figueras salió por la escalerilla del reloj, y me dijo: «Usted qué cree, ¿habrá trifulca esta noche?». Y le respondí: «Váyase usted tranquilo, maestro, que no habrá nada...». «Me parece -dijo con socarronería- que esto se lo lleva Pateta». Yo me reí. Y a poco pasa un portero, y me dice con la mayor tranquilidad del mundo, que por la calle del Florín había tropa. «¿De veras? Visiones de usted. ¡Qué tropa ni qué niño muerto!». Yo me hacía de nuevas. Asomé la jeta por la puerta del reloj. «No me muevo de aquí -pensé, mirando la mesa-. Ahora veréis lo que es canela...». Estaban leyendo el resultado de la votación. Leían los nombres de todos los votantes sin omitir uno. De repente aparecen por la puerta del rincón de Fernando el Católico varios quintos mandados por un oficial, y se plantan junto a la escalera de la mesa. Parecían comparsas de teatro. Por la otra puerta entró un coronel viejo de la Guardia Civil.

  —469→  

«El coronel Iglesias -dijo Barbarita, que deseaba terminase el relato-. De buena escapó el país... Bien, Jacinto, supongo que almorzará usted con nosotros».

-Pues ya lo creo -dijo el Delfín-. Hoy no le suelto; y pronto mamá, que es tarde.

Barbarita y Jacinta salieron.

«¿Y Salmerón qué hizo?».

-Yo puse toda mi atención en Castelar, y le vi llevarse la mano a los ojos y decir: ¡qué ignominia! En la mesa se armó un barullo espantoso... gritos, protestas. Desde el reloj vi una masa de gente, todos en pie... No distinguía al presidente. Los quintos inmóviles... De repente ¡pum!, sonó un tiro en el pasillo...

-Y empezó la desbandada... Pero dime otra cosa, chico. No puedo apartar de mi pensamiento... ¿Decías que llevaba sombrero?

-¿Quién?... ¡Ah, aquella!

-Sí, sombrero, y de muchísimo gusto -dijo el compinche con tanto énfasis como si continuara narrando el suceso histórico-, y vestido azul elegantísimo y abrigo de terciopelo...

-¿Tú estás de guasa? Abrigo de terciopelo.

-Vaya... y con pieles, un abrigo soberbio. Le caía tan bien... que...

Entró Jacinta sin anunciarse ni con ruido de pasos ni de ninguna otra manera. Villalonga giró sobre el último concepto como una veleta impulsada por fuerte racha de viento.

  —470→  

«El abrigo que yo llevaba... mi gabán de pieles... quiero decir, que en aquella marimorena me arrancaron una solapa... la piel de una solapa quiero decir...».

-Cuando se metió usted debajo del banco.

-Yo no me metí debajo de ningún banco, tocaya. Lo que hice fue ponerme en salvo como los demás por lo que pudiera tronar.

-Mira, mira, querida esposa -dijo Santa Cruz, mostrando a su mujer el chaleco, que se quitó apenas puesto-. Mira cómo cuelga ese último botón de abajo. Hazme el favor de pegárselo o decirle a Rafaela que se lo pegue, o en último caso llamar al coronel Iglesias.

-Venga acá -dijo Jacinta con mal humor, saliendo otra vez.

-En buen apuro me vi, camaraíta -dijo Villalonga conteniendo la risa-. ¿Se enteraría? Pues verás; otro detalle. Llevaba unos pendientes de turquesas, que eran la gracia divina sobre aquel cutis moreno pálido. ¡Ay, qué orejitas de Dios y qué turquesas! Te las hubieras comido. Cuando les vimos levantarse, nos propusimos seguir a la pareja para averiguar dónde vivía. Toda la gente que había en Praga la miraba, y ella más parecía corrida que orgullosa. Salimos... tras, tras... calle de Alcalá, Peligros, Caballero de Gracia, ellos delante, nosotros detrás. Por fin dieron fondo en la calle del Colmillo. Llamaron al sereno, les abrió, entraron.   —471→   En una casa que está en la acera del Norte entre la tienda de figuras de yeso y el establecimiento de burras de leche... allí.

Entró Jacinta con el chaleco.

-Vamos... a ver... ¿Manda usía otra cosa?

-Nada más, hijita; muchas gracias. Dice este monstruo que no tuvo miedo y que se salió tan tranquilo... yo no lo creo.

-¿Pero miedo a qué?... Si yo estaba en el ajo... Os diré el último detalle para que os asombréis. Los cañones que puso Pavía en las boca-calles estaban descargados. Y ya veis lo que pasó dentro. Dos tiros al aire, y lo mismo que se desbandan los pájaros posados en un árbol cuando dais debajo de él dos palmadas, así se desbandó la asamblea de la República.

-El almuerzo está en la mesa. Ya pueden ustedes venir -dijo la esposa, que salió delante de ellos muy preocupada.

-¡Estómagos, a defenderse!

Algunas palabras había cogido la Delfina al vuelo que no tenían, a su parecer, ninguna relación con aquello de las Cortes, el coronel Iglesias y el ministerio Palanca. Indudablemente había moros por la costa. Era preciso descubrir, perseguir y aniquilar al corsario a todo trance. En la mesa versó la conversación sobre el mismo asunto, y Villalonga, después de volver a contar el caso con todos sus pelos y señales para que lo oyera D. Baldomero, añadió   —472→   diferentes pormenores que daban color a la historia.

-¡Ah! Castelar tuvo golpes admirables. «¿Y la Constitución federal?...». -«La quemasteis en Cartagena».

-¡Qué bien dicho!

-El único que se resistía a dejar el local fue Díaz Quintero, que empezó a pegar gritos y a forcejear con los guardias civiles... Los diputados y el presidente abandonaron el salón por la puerta del reloj y aguardaron en la biblioteca a que les dejaran salir. Castelar se fue con dos amigos por la calle del Florín, y retirose a su casa, donde tuvo un fuerte ataque de bilis.

Estas referencias o noticias sueltas eran en aquella triste historia como las uvas desgranadas que quedan en el fondo del cesto después de sacar los racimos. Eran las más maduras, y quizás por esto las más sabrosas.




ArribaAbajo- III -

En los siguientes días, la observadora y suspicaz Jacinta notó que su marido entraba en casa fatigado, como hombre que ha andado mucho. Era la perfecta imagen del corredor que va y viene y sube escaleras y recorre calles sin encontrar el negocio que busca. Estaba cabizbajo como los que pierden dinero, como el cazador impaciente que se desperna de monte   —473→   en monte sin ver pasar alimaña cazable; como el artista desmemoriado a quien se le escapa del filo del entendimiento la idea feliz o la imagen que vale para él un mundo. Su mujer trataba de reconocerle, echando en él la sonda de la curiosidad cuyo plomo eran los celos; pero el Delfín guardaba sus pensamientos muy al fondo y cuando advertía conatos de sondaje, íbase más abajo todavía.

Estaba el pobre Juanito Santa Cruz sometido al horroroso suplicio de la idea fija. Salió, investigó, rebuscó, y la mujer aquella, visión inverosímil que había trastornado a Villalonga, no parecía por ninguna parte. ¿Sería sueño, o ficción vana de los sentidos de su amigo? La portera de la casa indicada por Jacinto se prestó a dar cuantas noticias se le exigían, mas lo único de provecho que Juan obtuvo de su indiscreción complaciente fue que en la casa de huéspedes del segundo habían vivido un señor y una señora, «guapetona ella» durante dos días nada más. Después habían desaparecido... La portera declaraba con notoria agudeza que, a su parecer, el señor se había largado por el tren, y la individua, señora... o lo que fuera... andaba por Madrid. ¿Pero dónde demonios andaba? Esto era lo que había que averiguar. Con todo su talento no podía Juan darse explicación satisfactoria del interés, de la curiosidad o afán amoroso que despertaba en él una persona   —474→   a quien dos años antes había visto con indiferencia y hasta con repulsión. La forma, la pícara forma, alma del mundo, tenía la culpa. Había bastado que la infeliz joven abandonada, miserable y quizás mal oliente se trocase en la aventurera elegante, limpia y seductora, para que los desdenes del hombre del siglo, que rinde culto al arte personal, se trocaran en un afán ardiente de apreciar por sí mismo aquella transformación admirable, prodigio de esta nuestra edad de seda. «Si esto no es más que curiosidad, pura curiosidad... -se decía Santa Cruz, caldeando su alma turbada-. Seguramente, cuando la vea me quedaré como si tal cosa; pero quiero verla, quiero verla a todo trance... y mientras no la vea, no creeré en la metamorfosis». Y esta idea le dominaba de tal modo, que lo infructuoso de sus pesquisas producíale un dolor indecible, y se fue exaltando, y por último figurábase que tenía sobre sí una grande, irreparable desgracia. Para acabar de aburrirle y trastornarle, un día fue Villalonga con nuevos cuentos. «He averiguado que el hombre aquel es un trapisondista... Ya no está en Madrid. Lo de los fusiles era un timo... letras falsificadas».

-Pero ella...

-A ella la ha visto ayer Joaquín Pez... Sosiégate, hombre, no te vaya a dar algo. ¿Dónde dices? Pues por no sé qué calle. La calle no   —475→   importa. Iba vestida con la mayor humildad... Tú dirás como yo, ¿y el abrigo de terciopelo?... ¿y el sombrerito?... ¿y las turquesas?... Paréceme que me dijo Joaquín que aún llevaba las turquesas... No, no, no dijo esto, porque si las hubiera llevado, no las habría visto. Iba de pañuelo a la cabeza, bien anudado debajo de la barba, y con un mantón negro de mucho uso, y un gran lío de ropa en la mano... ¿Te explicas esto? ¿No? Pues yo sí... En el lío iba el abrigo, y quizás otras prendas de ropa...

-Como si lo viera -apuntó Juanito con rápido discernimiento-. Joaquín la vio entrar en una casa de préstamos.

-Hombre, ¡qué talentazo tienes!... Verde y con asa...

-¿Pero no la vio salir; no la siguió después para ver dónde vive?

-Eso te tocaba a ti... También él lo habría hecho. Pero considera, alma cristiana, que Joaquinito es de la Junta de Aranceles y Valoraciones, y precisamente había junta aquella tarde, y nuestro amigo iba al ministerio con la puntualidad de un Pez.

Quedose Juan con esta noticia más pensativo y peor humorado, sintiendo arreciar los síntomas del mal que padecía, y que principalmente se alojaba en su imaginación, mal de ánimo con mezcla de un desate nervioso acentuado por la contrariedad. ¿Por qué la despreció   —476→   cuando la tuvo como era, y la solicitaba cuando se volvió muy distinta de lo que había sido?... El pícaro ideal, ¡ay!, el eterno ¿cómo será?

Y la pobre Jacinta, a todas estas, descrismándose por averiguar qué demonches de antojo o manía embargaba el ánimo de su inteligente esposo. Este se mostraba siempre considerado y afectuoso con ella; no quería darle motivo de queja; mas para conseguirlo, necesitaba apelar a su misma imaginación dañada, revestir a su mujer de formas que no tenía, y suponérsela más ancha de hombros, más alta, más mujer, más pálida... y con las turquesas aquellas en las orejas... Si Jacinta llega a descubrir este arcano escondidísimo del alma de Juanito Santa Cruz, de fijo pide el divorcio. Pero estas cosas estaban muy adentro, en cavernas más hondas que el fondo de la mar, y no llegara a ella la sonda de Jacinta ni con todo el plomo del mundo.

Cada día más dominado por su frenesí investigador, visitó Santa Cruz diferentes casas, unas de peor fama que otras, misteriosas aquellas, estas al alcance de todo el público. No encontrando lo que buscaba en lo que parece más alto, descendió de escalón en escalón, visitó lugares donde había estado algunas veces y otros donde no había estado nunca. Halló caras conocidas y amigas, caras desconocidas y repugnantes, y a todas pidió noticias, buscando remedio   —477→   al tifus de curiosidad que le consumía. No dejó de tocar a ninguna puerta tras de la cual pudieran esconderse la vergüenza perdida o la perdición vergonzosa. Sus explicaciones parecían lo que no eran por el ardor con que las practicaba y el carácter humanitario de que las revestía. Parecía un padre, un hermano que desalado busca a la prenda querida que ha caído en los dédalos tenebrosos del vicio. Y quería cohonestar su inquietud con razones filantrópicas y aun cristianas que sacaba de su entendimiento rico en sofisterías. «Es un caso de conciencia. No puedo consentir que caiga en la miseria y en la abyección, siendo, como soy, responsable... ¡Oh!, mi mujer me perdone; pero una esposa, por inteligente que sea, no puede hacerse cargo de los motivos morales, sí, morales que tengo para proceder de esta manera».

Y siempre que iba de noche por las calles, todo bulto negro o pardo se le antojaba que era la que buscaba. Corría, miraba de cerca... y no era. A veces creía distinguirla de lejos, y la forma se perdía en el gentío como la gota en el agua. Las siluetas humanas que en el claro oscuro de la movible muchedumbre parecen escamoteadas por las esquinas y los portales, le traían descompuesto y sobresaltado. Mujeres vio muchas, a oscuras aquí, allá iluminadas por la claridad de las tiendas; mas la suya no parecía. Entraba en todos los cafés, hasta en   —478→   algunas tabernas entró, unas veces solo, otras acompañado de Villalonga. Iba con la certidumbre de encontrarla en tal o cual parte; pero al llegar, la imagen que llevaba consigo, como hechura de sus propios ojos, se desvanecía en la realidad. «¡Parece que donde quiera que voy -decía con profundo tedio- llevo su desaparición, y que estoy condenado a expulsarla de mi vista con mi deseo de verla!». Decíale Villalonga que tuviera paciencia; pero su amigo no la tenía; iba perdiendo la serenidad de su carácter, y se lamentaba de que a un hombre tan grave y bien equilibrado como él le trastornase tanto un mero capricho, una tenacidad del ánimo, desazón de la curiosidad no satisfecha. «Cosas de los nervios, ¿verdad Jacintillo? Esta pícara imaginación... Es como cuando tú te ponías enfermo y delirante esperando ver salir una carta que no salía nunca. Francamente, yo me creía más fuerte contra esta horrible neurosis de la carta que no sale».

Una noche que hacía mucho frío, entró el Delfín en su casa no muy tarde, en un estado lamentable. Se sentía mal, sin poder precisar lo que era. Dejose caer en un sillón y se inclinó de un lado con muestras de intensísimo dolor. Acudió a él su amante esposa, muy asustada de verle así y de oír los ayes lastimeros que de sus labios se escapaban, junto con una expresión fea que se perdona fácilmente a los hombres   —479→   que padecen. «¿Qué tienes, nenito?». El Delfín se oprimía con la mano el costado izquierdo. Al pronto creyó Jacinta que a su marido le habían pegado una puñalada. Dio un grito... miró; no tenía sangre...

«¡Ah! ¿Es que te duele?... ¡Pobrecito niño! Eso será frío... Espérate, te pondré una bayeta caliente... te daremos friegas con... con árnica...».

Entró Barbarita y miró alarmada a su hijo, pero antes de tomar ninguna disposición, echole una buena reprimenda porque no se recataba del crudísimo viento seco del Norte que en aquellos días reinaba. Juan entonces se puso a tiritar, dando diente con diente. El frío que le acometió fue tan intenso que las palabras de queja salían de sus labios como pulverizadas. La madre y la esposa se miraron con terror consultándose recíprocamente en silencio sobre la gravedad de aquellos síntomas... Es mucho Madrid este. Sale de caza un cristiano por esas calles, noche tras noche. ¿En dónde estará la res? Tira por aquí, tira por allá, y nada. La res no cae. Y cuando más descuidado está el cazador, viene callandito por detrás una pulmonía de la finas, le apunta, tira, y me le deja seco.





Madrid.-Enero de 1886.




 
 
FIN DE LA PRIMERA PARTE