Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Anterior Indice Siguiente




ArribaAbajoCapítulo VI

Predica Fray Gerundio el sermón de honras con increíble aplauso, y encárganle la semana santa de Pero Rubio


Íbase acercando el día señalado para las famosas honras, pues ya no faltaban más que tres. Y habiéndose despedido fray Gerundio cortesanamente de todo el lugar, hasta de aquella tía que no le había visitado por el cuento de la gallina (la cual quedó tan pagada de esta acción, que desde aquel punto hizo las paces con la buena de la señora Catanla), regalando a su madre y a su hermana con cada dos escapularios bordados de realce de plata falsa y cañutillo, añadiendo a cada una su Santa Teresa de barro en urna de cartón, guarnecida de seda floja, repartiendo una peseta entre las dos criadas, bien proveída la alforja y aumentada la maleta con un par de mudas de ropa blanca, partió para Pero Rubio en compañía de su padre el bonísimo Antón Zotes, que quiso ver (así lo decía él) si su hijo tenía tan güena man derecha para perdicar de los defuntos, como para perdicar del Sacramento. Su padrino el licenciado Quijano también había hecho ánimo a ser de la jornada, con cuyo fin había llamado a un primo suyo, capellán de Gordoncillo, que acababa de venir de León y había traído licencia de confesar por seis meses, para que en su ausencia dijese la misa al pueblo y cuidase de la administración de sacramentos; pero es tradición que cuando ya estaba aparejada la burra, se le desenfrenaron tan furiosamente las almorranas (de que adolecía), que no le fue posible montar a caballo, y así se contentó con darle un abrazo y meterle disimuladamente en la mano dos pesos gordos.

2. Eran las cinco de la tarde cuando en buena paz y compañía salieron de Campazas padre y hijo, con resolución de dormir aquella noche en casa de su pariente el familiar, cuyo lugar no distaba más que tres leguas cortas y estaba como a la mitad del camino. Aquí se encuentra un vacío lastimoso en la historia, que después de haber burlado nuestras más exactas y exquisitas indagaciones, necesariamente ha de ser sensible a la curiosidad de nuestros lectores; pues no siendo posible sino que la conversación que tuvieron por el camino hijo y padre fuese tan graciosa como entretenida, no se halla el más leve vestigio de ella en archivos, bibliotecas, armarios, legajos ni apuntamientos. Bien pudiéramos nosotros fingir aquella que nos pareciese más natural, atendido el genio, el carácter y las demás circunstancias de nuestros dos caminantes, a imitación de aquellos historiadores que no hacen escrúpulo de referir lo verisímil como cierto, sin detenerse en contar lo que pudo ser por lo que fue.

3. Ni se nos pudiera culpar con razón de que nosotros saliésemos con nuestras conjeturas, en un siglo en que todo el mundo sale con las suyas; habiéndose hecho este título tan de moda, especialmente en los libros, papeles y discursos que sacan a luz los anticuarios, cronologistas, investigadores y físicos experimentales, que apenas aciertan con otro. No es nuestro ánimo condenar esta costumbre, y más en aquellos pocos en quienes se conoce es verdadera modestia la que en otros muchos se conjetura ser paliada ostentación; pues nos hacemos cargo de que hay materias que no admiten evidencias, ni otras pruebas que meramente conjeturales. Pero nuestra sinceridad, singularmente en una historia tan verídica, tan fundamental y tan exacta como la que traemos entre manos, no se acomoda con este uso; y más, cuando siendo tantos, tan averiguados y tan instructivos los materiales verdaderos que tenemos a la mano, es ocioso buscar los ideales.

4. En fin, llegaron nuestros dos caminantes a Fregenal del Palo, pueblo no tan grande como Sevilla, ni tan poblado como Cádiz, donde hacía su residencia el familiar, de quien fueron recibidos con agasajo, con naturalidad y con un corazón verdaderamente sano; porque ajeno en todo de afectación y de artificio, era tan franco en descubrir las inclinaciones de su voluntad, como naturalote en no disimular los dictámenes de su buen entendimiento.

5. Mientras se disponía la cena, que no fue delicada ni ostentosa, pero sí maciza y abundante, dijo el familiar a su sobrino con cariñosa llaneza:

-Oyes, flairico, ¿y llevas enjurgadas para Pero Rubio tantas garambainas como echastes por esa boca en Campazas?

-Tío, ¿y qué me quiere usted decir por garambainas? -preguntó fray Gerundio.

-¡Válasme Dios, hombre! -continuó el familiar-. Pues yo bien craro me exprico. Garambainas son aquellas garatusas, enrevesaduras, relumblones y azufaifas con que nos encarabrinabas a todos los que te estábamos uyendo como unos monigotes.

-Menos le entiendo a usted ahora que antes -replicó fray Gerundio.

-Pues, entiéndanos Dios, que nos crió -dijo el familiar-, y perdónenos nuestros pecados. Paréceme que te haces remolón depropósitamente; porque en lo demás es impusibre de Dios que no me entiendas, pues tanto como el don de craridá me l'ha dado Su Majestá, bendita sea su miselicordia. Orásme los tréminos, y conozco yo que no son retumbantes, ni tan polidos como los que s'usan en las zuidades; pero decirme a mí que no son interegibres, no habremos deso, que es crebarse la cabeza, y tan bien los calas tú como el hijo de mi madre.

6. -Si usted llama garambainas -dijo fray Gerundio- la erudición, los pensamientos sutiles, los equívocos, las agudezas, los chistes y el estilo elevado y armonioso, hay bastante recado de eso en el sermón que llevo prevenido; y como Dios no me quite el juicio, no faltará en todos los que predicare.

-Pues, ¿ves? -replicó el familiar-. Si yo fuera que tú, había de pedir a Dios que te quitara luego el juicio para no perdicar enjamás ansina; pues tengo para mí que mientras perdiques ansina, no tienes que pedir a Su Majestá que te le quite, sino que te le güelva.

-Usted, tío -dijo fray Gerundio-, no tiene obligación a entender estas materias.

-Pero los perdicadores -respondió el familiar- están obrigados en concencia a perdicar de manera que todos los entendamos.

-Basta -replicó fray Gerundio- que nos entiendan los cultos y los discretos.

-Pues que vayan solasmente a uiros los secretos y los encultos -respondió el familiar-. Y dime, sobrino, ¿parécete a ti que en Pero Rubio habrá muchos desos hombres encultos o como tú los llamas?

-Nunca faltan algunos -dijo fray Gerundio-, por infeliz que sea una aldea, ya sean de ella misma, ya de los forasteros convidados, o ya de los que, concurren casualmente. Por eso han llevado grandes chascos algunos predicadores que fiándose en que iban a predicar a lugares pequeños, se contentaban con cualquiera cosa y se hallaban después con oyentes que no esperaban; y así oí decir a un padre grave de mi sagrada Religión, que todo predicador de punto se debía prevenir para predicar en Caramanchel ni más ni menos que si hubiera de predicar en Madrid.

7. -No m'arma mucho esa dotrina -replicó el familiar-, salvante que quisiese decir ese esentísimo padre que tanto ahínco debe poner un perdicador en convertir a los de Caramanchel, como en convertir a los de Madrid, y que ansina debe expricarse en conformidá que le entiendan los unos, como que le entiendan los otros. Porque, fuera de eso, irse un perdicador a Caramanchel, y lo mismo me da a la Cistérniga (que ésta es una comparanza), con daca si eran froles o no eran froles en vertú de que pueden encurrir algunas presonas de la zuidá, eso no es más que humo, satisfacción y laus te dé Christe.

8. »Pero dejando una cosa por otra, ¿no saberíamos qué vertudes del escribano vas a perdicar?

-No he menester predicar sus virtudes para predicar a sus honras -respondió fray Gerundio.

-¿Cómo no? -replicó el familiar-. Pues cuando se perdica de los defuntos, ¿no es endisponsable que se diga aquello en que fueron güenos para que enmiten sus ejempros los vivos?

-No, señor -respondió fray Gerundio-; nada de eso es necesario; que si lo fuera, sólo se predicarían honras de aquellos sujetos que hubiesen sido muy virtuosos, habidos y tenidos por tales de todos los que los trataron; y así vemos que en algunas partes se predican de todos los que tienen con qué pagarlas a roso y velloso, sin que para eso sea preciso hacerles primero la información de moribus et vita, como se dice.

9. -Es impusibremente que yo no tenga el entendimiento espatarrado, o que tú no me quieras meter los dedos por los ojos -replicó el familiar-. Pues dime, sobrino, ¿el perdicador no ha de alabar a su defunto? Es craro. Si le alaba, ¿no le ha de alabar de alguna vertú? No, sino que vaya a alabarle de sus defeutos y fraquezas. Demos que no tuviese el defunto vertú nenguna; pues, ¿qué ha de decir dél el probe flaire?

10. -Lo primero -respondió fray Gerundio-, se puede predicar un sermón de honras que pasme, sin tomar en boca al difunto por quien se hace la función. Y para que usted lo vea claramente, yo le explicaré el cómo. Éntrase ponderando, ante todas cosas, qué antigua fue la costumbre de hacer honras y funerales por los difuntos. Aquí se va discurriendo por los hebreos, por los babilonios, por los persas, por los medos, por los griegos, por los romanos, por los egipcios, por los caldeos y, en fin, por todas las naciones del mundo. Después se examinan muy por menor los varios modos que tenían de celebrarlas según los genios, usos y costumbres de los países, ya con sacrificios, ya con hogueras, ya con pirámides, ya con obeliscos, ya con ofrendas, ya con enramadas, ya con convites, y en algunas partes hasta con danzas y fiestas. A esto se sigue el averiguar cuándo, en qué tiempo, con qué motivo y en qué nación se dio principio a las oraciones o panegíricos fúnebres por los difuntos; y se explayan las velas de la elocuencia sobre los epicedios, sobre los epitafios, sobre las endechas, sobre los cenotafios y sobre las nenias, extendiéndose también la erudición, si se quiere, o a las tablillas, o a las inscripciones que se grababan sobre los sarcófagos. Bien repiqueteado todo esto, se busca después, en alguno de los muchos calendarios que hay de los antiguos, qué fiesta, función, sacrificio o cosa semejante celebraban en el día que está determinado para predicar las honras; y siempre se encontrará alguna cosa que por aquí o por allí, de esta o de aquella manera, venga clavada al intento. Aplícanse, finalmente, todas estas importantísimas noticias al asunto de la función con la mayor propiedad: las hogueras, a las luces, hachas y blandones; las pirámides y los obeliscos, al túmulo; los sacrificios, a las misas; las ofrendas, a las que se hacen comúnmente; los convites, a los que hay casi en todas partes; los epicedios, nenias, etc., al sermón u oración fúnebre. Y demostrando de esta manera el predicador que la piedad de los presentes no debe nada a la piedad de los pasados, y que las honras que hacen a los difuntos modernos son parecidas en todo a las que hacían a los mismos difuntos los antiguos, hétele usted, cómo, sin tomar en boca al sujeto por quien se hacen, puede acabar honradamente con su requiescat in pace, que sea seguido de muchos vítores y aclamaciones.

11. -Mira -dijo el familiar-, yo no te puedo negar que eres un pozo de cencia; porque ahí has enjurgado tantas cosas, que me tienen aturrullados estos cascos. Porque ya se ve saber tú, como parece que sabes en la uña, todo lo que hicieron los gabilonios, los miedos, los presas, los enjundios y esos otros que nombraste así a manera de caldos. Habérsete quedado en la memoria todos esos nombres enrevesados de embolismos, parrales, cieripedios, niñerías, cieno de zafios, y el último vocablo en que dijiste no sé qué de las escrituras de los estrófagos, digo en mi ánima jurada que saber tú todos estos argamandijos en los pocos años que tienes, eso sin cencia confusa no puede ser, y loado sea el Señor de quien es todo lo güeno. Pero también te digo una cosa: tanto viene todo eso para perdicar un sermón de honras, como ahora llueven pepinos; y si no, vaya un asemejamiento.

12. »Yo soy estaño alcalde de Fregenal; junto mañana el Concejo para saber si s'han de guardar o no s'han de guardar los plaos. Escomienzo por decir que esto d'haber concejos en las repúblicas es cosa muy añeja: porque los gabilonios, los presas, los calderos y los mamalucos los usaban allá desde el tiempo en que habraban los animales. Paso dempués a exprayarme sobre las diferentes usanzas c'había para esto de juntarse el concejo; y digo, por enjempro, que en unas partes andaba el menistro de josticia de puerta en puerta tocando un cencerro, que en otras era incumbencia del puerquerizo ir sonando por las calles el mismo cuerno con que juntaba los cerdos, c'allá tocaba al muñidor pregonar el concejo por las calles, c'acá se enseñaba a rebuznar a un burro desde niño con tales y con tales señas; y qu'este burro, en estando ya bien endustriado y en teniendo, como dicen, uso de razón, se le entregaba al fiel de fechos, con la carga y con la obrigación de que los días de concejo había de ir rebuznando por todo el puebro, para que viniese a noticia de los vecinos y nenguno pudiese alegar excusa ni ignorancia. Daquí me meto a expricar la importancia de los concejos y la grande entauridá c'han tenido siempre, no sólo en toda Uropa, sino en toda España. Digo, por fin y por postre, que todos los Concejos, si se les ofrece hacer información de nobreza o de hidalguía, han de venir a probar su alcurnia de los concejos; y c'así como los primeros son en sobre las Udencias y en sobre las Chancellerías, pues vemos que de las sentencias déstas s'apela a aquéllos, ansina también, si estuviera el mundo bien gobernado, s'había d'apelar dellos a la endicisión de los concejos. Y concruyo con preguntar si en vertú de todo lo dicho s'han de guardar o no s'han de guardar los plaos. Dime Gerundio, ansí Dios t'haga bien, ¿vendría todo esto al caso para la enresolución d'aquel punto?

13. -¡Buenas cosas tiene usted! -respondió fray Gerundio-. Conque, ¿ahora quiere hacer comparación de lo que un alcalde propone en el concejo con lo que un predicador ha de decir en el púlpito? Tío, en los concejos se va derechamente a la substancia.

-Pues, ¡qué! -replicó el familiar-. ¿En los cúlpitos se va no más que a entretener el tiempo?

Como fray Gerundio se vio un poco apretado, procuró sacar el caballo por otro lado, y para divertir el argumento dijo:

-También se puede alabar a un difunto, aunque no haya hecho milagros ni tenido revelaciones, ni su vida hubiese sido la más ejemplar y ajustada. ¡Cuántas oraciones fúnebres se han predicado en la Iglesia de Dios a grandes capitanes, a grandes conquistadores, a grandes políticos y a muchos hombres verdaderamente sabios de cuya canonización no se ha tratado, ni verisímilmente se tratará jamás de ella! Con todo eso, a éstos se les alaba del valor, de la intrepidez, de la presencia de ánimo, de la pericia militar, del celo por la gloria de sus príncipes y, en fin, de otras virtudes que no se encuentran ni en las cardinales ni en las teologales, y que no hacen al caso para la vida cristiana; pues sabemos que muchos gentiles, moros y herejes florecieron en ellas. Pues, ¿por qué no pudiera yo también alabar a mi escribano, si quisiera, de la sagacidad, de la astucia, del ingenio, de la penetración y hasta de la velocidad con que escribía, de su buena letra, de sus airosos rasgos y de la rúbrica que usaba, por una parte tan garbosa, y por otra tan difícil, que parecía imposible falsearse ni remedarse?

14. -Yo soy un probe lego -respondió el familiar-, que solasmente sé lér de deletreado y echar mi firma con letra de palotes estrujando bien la pruma; y no me puedo meter en si es bien premitido, o no es bien premitido, que en la Igresia de Dios s'alaben púbricamente y se propongan como enjempro de imitación al puebro cristiano esas vertudes que tú dices, y con las cuales puede una presona irse al infierno tan lindísimamente. Éste es un punto muy hondo, que no es para mi cabeza; y cuando tú dices c'así s'usa (que yo no lo he visto, por no haberme topado enjamás en esas perdicaciones), debe d'haber razones muy emportantes para premitir que s'haga ansina. Lo que yo digo es que por lo menos acá en las aldeas donde no se pueden praticar esas vertudes campanudas, y donde la gente es sencilla, si yo juera obispo, de nenguno se m'había de perdicar sermón de honras que no hubiese sido un cristiano vertuoso y enjemprar, al modo c'acá nosotros nos imaginamos las presonas enjemprares y vertuosas. Porque, orásme, decir tú del escribano que fue sagaz, estuto, engenioso, que luego se empunía en los autos, que calaba las entenciones de las presonas, que escribía decorridamente, c'hacía una letra estupenda, que su rúbrica y su sino se podían presentar al mesmo rey, todo eso güeno será, pero ¿qué sacamos d'ahí para las benditas ánimas del Purgatorio?

15. A tal tiempo entraron a poner la mesa para cenar, de que no se alegró poco nuestro fray Gerundio, porque su tío le iba apurando demasiado. Antón Zotes se había quedado primero a dar orden de que se cuidase de las caballerías; y después trabó conversación con la mujer del familiar, y con sus sobrinos y sobrinas, que entre todos eran seis y el mayor no pasaba de doce años, repartiendo entre ellos turrón, confites, avellanas y piñones que había traído para este efecto; entreteniéndose con todos mientras se asó una pierna de carnero, se hizo una gran tortilla de torreznos y se guisó una buena cazuela de estofado de vaca, que con unas sardinas escabechadas y una tajada de queso por postre, comenzando con su gazpacho de huevos duros, componía entre todo una cena substancial y sólida, sacándose, después de levantados los manteles, un plato de cebolletas con su salero al lado para echar la de San Vitoriano.

16. Entraron todos en la salita o cuarto bajo donde estaban tío y sobrino; sentáronse, y cenaron con tanta paz y alegría como gana. Casi toda la conversación de la cena se la llevaron el familiar y Antón Zotes, siendo su asunto el regular entre labradores. Preguntole aquél cómo iba de cosecha y en qué estado tenía su verano. Respondió éste que de cebada había cogido poco por la falta de agua, y que si no fuera por los tres herreñales que estaban linde del arroyo, apenas tendría para el gasto y para sembrar; que de morcajo no estaba mal, y de trigo esperaba que sería mediana la cosecha, porque sobre tener ya diez cargas en la panera, quedaban en la era tres peces, dos parvas, otras dos mantas, y entodavía estaban en las tierras como unas doce morenas.

-Pues por acá, amigo mío -dijo el familiar-, no podemos echar piernas, y algunos probes labradores se quedarán per ostiam santam incionem. ¡Sobre c'hay hombre que no coge lo que sembró! Yo, bendita sea la misilicordia de Dios, no estoy tan endesgraciado; porque como la hoja que tocaba estaño es la que está carré Vallaolí, y aquella tierra es tan espiojosa, hizo bodega con las aguas de la otoñada y con las que cayeron dempués por entruejos; conque ha dado bonicamente, y hast'unas ciento y cincuenta cargas de todo pan ya espero coger; conque m'animaré a unviar a Bertolo a Villagarcía, para que escomience la glamática con aquellos benditos flaires de Dios que llaman padres teatinos.

17. -Sí -dijo a este punto hecha una víbora la tía Cecilia Cebollón (que así se llamaba la mujer del familiar)-, para que aquellos flairones te le desuellen a azotes.

-Mijor -respondió con mucha sorna el socarrón del familiar-; por eso nació el día de San Bartolomé y fue mi gusto que le pusiesen Bertolo, para que me lo desollasen; porque desengáñate Cicilia, que la letra con sangre entra.

-Pues dígote -replicó la Cebollona- que por más c'hagas no he d'unviar m'hijo a Villagarcía.

-En eso harás bien -respondió el familiar-; y por lo mismo que no l'has de unviar tú, tendré cuidado d'unviarlo yo.

-Irá donde yo quisiere -replicó la Cebollona-, porque es tan hijo mío como tuyo.

-Y aun más, si lo apuras -respondió muy fresco el familiar-; pues sin meternos por ahora en más honduras, al fin tú le pariste, y yo no. Ea, Cicilia; tengamos güenos manteles, y dejémonos de crebaderos de cabeza. Ya te he dicho mil veces que tú cuidarás de las hembras, y yo de los varones. Tú darás a aquéllas la enseñanza que te pareciere, y yo daré a éstos la dotrina que me diere la gana.

18. -También yo la tenía -dijo a esta sazón Antón Zotes- que el mi flairico estudiase en Villagarcía, donde yo había estudiado; pero por tener paz con la mi Catanla l'unvié a Villamandos, y no me pesa porque no ha salido por ahí nengún morondo.

-En todas partes -respondió el familiar- hay malos y güenos; soldesmente que en unas son más los güenos que los malos, y en otras son más los malos que los güenos. Lo que yo veo es que los que estudian con los teatinos no alborotan los puebros, ni apedrean los santos, ni silban los rosarios, ni se juntan en las tabernas, ni embarran los vítores, ni se desvergüenzan contra los flaires que estudian por otros libros. Allá en sus cuentraversias y desputas vocean, berrean y gritan hasta desgañitarse; pero dempués y acabado aquello, punto en boca, cortesía hasta el suelo, y tan amigos como d'antes. Esto parece bien a Dios y a todo el mundo; lo contrario es mala crianza, y se conocen al vuelo los que estudian con unos y con otros.

19. En estas conversaciones se pasó la cena; llegó la hora de recogerse, y se retiraron todos, quedando despedidos desde la noche, porque los huéspedes pensaban madrugar mucho para librarse del calor. Así lo hicieron, saliendo de Fregenal a las tres de la mañana y llegando a Pero Rubio entre siete y ocho, antes que, como se dice, comenzase a calentar la chicharra.

20. No se puede ponderar el gusto y el agasajo con que fueron recibidos del licenciado Flechilla, en cuya casa se apearon derechamente, según habían quedado de concierto al despedirse en Campazas. Era la víspera del día en que se habían de celebrar las honras; y aquella tarde fueron concurriendo algunos parientes y amigos del difunto, no sólo de los que vivían en los lugares circunvecinos, sino también tal cual que residía en población algo distante. Entre éstos llegó un reverendísimo abad benedictino, primo del escribano Conejo, varón verdaderamente respetable; porque sobre ser monje muy ajustado, de porte serio, de estatura heroica, de venerable presencia, de semblante majestuoso y al mismo tiempo apacible, era sujeto a todas luces sabio, no sólo muy versado en todas las facultades serias que son propias de su profesión, sino admirablemente instruido en todo género de bellas letras, de erudición amena y escogida; lo que, junto a un trato humanísimo y urbano, hacía sumamente grata su conversación, y le constituía un sujeto cabal y redondeado.

21. Traía por socio a un predicador segundo de la casa, joven como de treinta años y monje de su especial cariño; porque aunque era de genio abierto, festivo y desembarazado, se contenía siempre dentro de los límites de la modestia y de la urbanidad religiosas, sin que los chistes y gracias de que abundaba excediesen jamás los términos de la decencia, ni se propasasen a quemazones o pullas que pudiesen ofender ni aun levemente a los mismos con quienes se zumbaba. Por esto, porque era mozo muy pundonoroso, exactísimo en el cumplimiento de su obligación y en el desempeño de su oficio, rendido a cuanto se le mandaba y dócil a todas las advertencias que se le hacían, había merecido la especial inclinación y aun concepto del abad, que esperaba formar en él un monje a su modo y de su mano, capaz de honrar con el tiempo, no sólo a la Congregación, sino a toda la Orden benedictina.

22. Poco después que se apearon los dos monjes, entró a visitarlos, como también el padre predicador fray Gerundio, el cura de Pero Rubio. Era arcipreste de aquel partido, comisario del Santo Oficio y hombre de singular fábrica en el cuerpo, y de no menos singular estructura en las potencias del alma. Estatura algo menos que mediana, cabeza abultada y un si es no es oblonga, con canas entre rucias y tordas, corona episcopal, pestorejo colorado y con pliegues, ojos acarnerados, y en la circunferencia unas ojeras o sulcos que le habían formado los anteojos perdurables que sólo se los quitaba para leer y para escribir, o cuando estaba solo; pero en visitas, en paseos o en funciones públicas, al instante los montaba. Era lleno de semblante, aunque se conocía no ser maciza la gordura, porque a veces fluctuaban los carrillos, subiendo y bajando como fuelles de órgano. Tampoco el color era constante, unos días muy encendido, otros malignamente jaspeado con unas manchas verdipardas, entre enjundia y apostema; la lengua, muy gorda; el modo de hablar, hueco, gutural y autoritativo, resoplando con frecuencia para mayor gravedad. Sus letras eran tan gordas como la persona, pero al fin había revuelto algunos libros de moral. Tenía bien atestada la cabeza de las noticias más ridículas y más apócrifas que se encuentran en los libros, porque para él, una vez que estuviesen impresos, todos eran a un precio; y las vertía en las conversaciones de los páparos, así de corona como legos, con una satisfacción, con un coranvobis y con unos resoplidos que no dejaban la menor duda de su certidumbre y su autenticidad. Leía Gacetas y Mercurios cuando podía pillar algunos sin que le costasen un maravedí; porque en materia de gastar era strictioris observantiae, y solía decir, no sin gracia, que para relajación bastábale la potra (era muy quebrado). Hablaba mucho de la Lusacia, de la Pomerania, de la Carintia y de la Livonia, diciendo que estas provincias componían el Gran Manzgraviato de Westfalia; conque le oían como unos parvulillos todos los curas de la redonda. Y como, por otra parte, era infinitamente curioso e indagador de todo cuanto pasaba en las chimeneas y en los rincones, cuchucheador y misterioso, le miraban todos con un gesto equívoco entre respeto y burla, entre desprecio y temor.

23. Aún estaban en los primeros cumplimientos del señor comisario, cuando se entró a galope por la sala el predicador fray Blas en traje de camino; y sin saludar a nadie, se fue derechamente a dar un estrecho abrazo a su amigo fray Gerundio, como si hubiera veinte años que no se habían visto. Y es tradición que aún se estaba componiendo los hábitos, que traía enfaldados, cuando se dio recado de parte del Concejo, y entraron los dos alcaldes; los dos regidores, el procurador de la villa y el fiel de fechos, porque aún no se había provisto el oficio de escribano. Aquel día no debió de acaecer suceso considerable. Por lo menos se ha frustrado en su indagación nuestra solicitud y diligencia, sin que en las memorias que hemos podido recoger se halle más que lo sucedido en el mismo día de las honras, cuya relación pide capítulo aparte; y vamos a servir a nuestros lectores con el capítulo siguiente.




ArribaAbajoCapítulo VII

Lo mismo que el otro


Amaneció el día tantos de tal mes, corriendo dichosamente el año de mil setecientos y cuantos. (Hablamos así por estar algo embrollada la cronología; y no es negocio de engañar a nadie, aunque nos pagaran a peso de oro cada noticia incierta). Reinaba en España su gloriosísimo monarca, gobernaba la Iglesia de Dios el Sumo Pontífice, Vicario de Jesucristo, y era general de la Orden un varón grave, elegido canónicamente por el capítulo, cuando el reloj de sol de Pero Rubio señaló la hora de las diez de la mañana. Este reloj era la sombra que hacía un sobradil, que atravesaba la pared sobre la misma puerta del matadero, único edificio del lugar cuya fachada principal miraba derechamente a mediodía. Desde el mismo punto del amanecer se había doblado toda la clave de las campanas. Eran dos esquilones, y un cencerro que servía de hacer señal para las misas rezadas; y aunque los esquilones, en su primitiva fundación o fundición, según la tradición de padres a hijos, habían sido de los afamados en toda la comarca, con el tiempo que todo lo consume, uno había perdido la lengüeta y se suplía esta falta con una pesa de hierro de a dos libras menos onza, que por defectuosa había quitado al carnicero del lugar un juez de residencia. Servía a la pesa de espigón un grueso cordel de cáñamo, que prendía del anillo o hembrilla interior del esquilón deslenguado; y como el cordel no tenía consistencia para contener la pesa en aquella dirección que la daba el movimiento de la campana, siempre que ésta se empinaba, giraba en círculo la cuerda, y sonaba a almirez de boticario cuando el mancebo desprende los polvos que se pegan a las paredes. El otro esquilón se había relajado un poco en cierta función en que hizo más fuerza que la acostumbrada; y como se le iba la voz por la rendija, era su sonido acatarrado.

2. En fin, todo esto importaba un bledo para el sermón de honras que predicó nuestro fray Gerundio. El cual, llegada la hora, encendido el túmulo, concluida la misa, tomada la capa negra por el preste y acomodado el auditorio, subió al púlpito y predicó su sermón. Pero, ¡qué sermón! Excusamos repetirle, porque ya dejamos hecho un exacto y puntual análisis, que casi casi puede ser anatomía de su fúnebre oración, en todo el capítulo quinto de este mismo libro quinto, adonde remitimos a nuestros lectores; porque no se desvió un punto nuestro insigne orador ni de aquel plan, ni de aquel asunto, ni de aquella división, ni de aquellas pruebas. Mas por cuanto no es imposible que se halle tal cual lector tan perezoso que no quiera tomarse el ligero trabajo de recorrer aquel capítulo, no de otra manera (porque un símil oportuno adorna mucho la narración) que un clérigo galbanero se da al diantre siempre que en el Breviario o en el Misal encuentra parte del rezo o de la misa en remisiones o en citas, y por no ir a buscarlas apechuga con el primer común que se le pone delante. Para obviar nosotros este inconveniente, hemos tenido por bien recopilar aquí con la mayor brevedad lo mismo que dijimos allí, en gracia de nuestros prójimos flacos, miserables y poltrones.

3. Introdújose, pues, fray Gerundio a su famosa oración con esta primera cláusula, que dejó atónito al grueso del auditorio: «Esta parentación sacro-lúgubre, este epicedio sacritrágico, este coluctuoso episodio y este panegiris escenático se dirige a inmortalizar la memoria del que hizo inmortales a tantos con los rasgos cadmeos que, a impulsos de aquilífero pincel, estampó en cándido lino triturado, sirviendo de colorido el atro sudor de la verrugosa agalla, chupado en cóncavo, aéreo vaso de la leve madera pambeocia: Calamus scribae velociter scribentis». No es ponderable con cuánta satisfacción rompió en esta primera cláusula, y cuántos parabienes se dio a sí mismo dentro de su corazón por haber encontrado con voces tan adecuadas como significativas para explicar su pensamiento.

«¡Que se me vengan, que se me vengan -decía allá para consigo-, no sólo a impugnar, sino a empujar, la clausulilla! ¡Que levante, que levante el retórico más culto la postura de las voces, y que me las dé ni más empinadas, ni más eruditas! Llamar a las letras rasgos cadmeos, a la pluma aquilífero pincel, al papel cándido lino triturado, a la tinta el atro sudor de la verrugosa agalla, al tintero de cuerno cóncavo, aéreo vaso, añadiendo después, para mayor explicación, de leve madera pambeocia, con alusión al buey que fue enseñando a Cadmo el camino hasta llegar al sitio donde fundó la ciudad de Tebas, ¿esto lo pensaría por ahí cualquiera predicador sabatino de la legua? ¿Y no habría más de cuatro predicadores mayores, y aun más de dos predicadores generales, que no tengan numen para tanto?»

4. Metiose al instante en el espeso matorral del antiquísimo principio, de la costumbre inmemorial y de los diferentes modos y ritos con que en todos tiempos y en todas las naciones se han celebrado las honras de los difuntos. No olvidó las repetidas citas de Polibio, Pausanias, Alejandro (Natal), Eliano, Plutarco, Celio, Suetonio, Beyerlinck, Esparciano, Marino, Novarino, Apiano, Diodoro Sículo y Herodoto, todos de la misma manera y por el mismísimo orden que los cita el Florilogio. Encajó con la mayor oportunidad las cláusulas más brillantes, y las que a él le habían petado más en el nunca bastantemente aplaudido sermón de honras a los militares difuntos del Regimiento de Toledo. Aquella de «tan lúgubremente generosa como coluctuosamente compasiva»; la otra de «Erigían túmulos suntuosos, grandiosos fúnebres obeliscos irradiados de luces y luctuados de bayetas; coherencia lúcido-tenebrosa que, entre yertas cenizas cadavéricas, vitalizaba memorias de sus militares difuntos», sólo que en lugar de militares dijo escribanales. Y en la que se sigue después: «En cruentas aras trucidaban inocentes víctimas que dirigían a mitigar rigores de los dioses..., esparcían rosas fragantes..., confederando matices y verdores para declamar memorias inmarcesibles y floridas esperanzas a la felicidad eterna de los militares difuntos», sólo mudó las dos últimas palabras, diciendo, en vez de militares difuntos, estilíferos finados, aludiendo a que antiguamente se escribía con unos punzones de hierro o de acero que se llamaban estilos. Pero lo que repitió varias veces, porque le había dado más golpe que todo, fue aquello de «sollozando nenias sentidamente elocuentes, gimiendo endechas piadosamente elegantes»; y aun notó que el auditorio, siempre que decía algo de esto, como que se sonaba los mocos.

5. En donde estuvo sin comparación más feliz que el autor del Florilogio, fue en aprovecharse de la exposición de Haye sobre lo que significa Odolla, ciudad donde Judas Macabeo decretó las primeras honras o los primeros sacrificios que se lee en la Escritura haberse ofrecido a Dios por los difuntos. Dice Haye que Odolla se interpreta testimonium, sive ornamentum: «testimonio, u ornamento». Al autor del Florilogio le hacía al caso el ornamento, y no el testimonio; porque así como las franjas, los galones y las guarniciones se llaman ornamento de los vestidos, así la guarnición de los soldados parece que se ha de llamar ornamento de las plazas. Conque ciudad de ornamento: Odolla, id est, ornamentum, es ciudad o plaza de guarnición; y por aquí la vino a Ciudad Rodrigo el parentesco estrecho con Odolla. Puede ser que a más de dos críticos de estos que tratan de genealogías mentales, los parezca algo largo el parentesco. Pero no haya miedo que les parezca así el que probó nuestro fray Gerundio con la ciudad de Odolla, de su difunto escribano, o ya se siga la interpretación de «testimonio», o ya se adopte la exposición de «ornamento».

6. «Aquí conmigo -dijo el ingenioso orador-. Si Odolla es testimonio: Odolla, id est, testimonium, todos cuantos testimonios dio nuestro malogrado héroe dan testimonio de que fue de Odolla su elevadísima prosapia. Nadie note el elevadísima; porque como se cuentan en ella tantas plumas, pudo elevarse, pudo remontar el vuelo hasta dejar muy debajo de sí al Ícaro presumido: Icarus Icarias nomine fecit aquas. Si Odolla es testimonio: Odolla, id est, testimonium, luego es la ciudad de los testimonios, la ciudad de Odolla. Ciudad de los testimonios y ciudad de los escribanos, aunque parecen dos, son una misma sinonímica población, como sabe el retórico elegante, según el canon de la divina sinécdoque: Synecdoche figura est in qua pars apponitur pro toto. Y si no dígame el entendido: ¿Por qué Juan se singulariza por secretario del Verbo? Quia testimonium perhibet de illo, et scit quia verum est testimonium ejus. Repare el discreto: Lo primero, porque dio testimonio: testimonium perhibet. Lo segundo, porque fue testimonio verdadero: et... verum est testimonium ejus. Aquello le acredita de escribano, porque para ser escribano basta dar testimonio: testimonium perhibet. Esto le calificó de buen escribano, porque para ser buen escribano es menester que sea el testimonio verdadero: et... verum est testimonium ejus. Pero de una y de otra manera el dar testimonio es tan propio de los escribanos, como es propio de la ciudad de Odolla el ser la ciudad de los testimonios: Odolla, id est, testimonium.

7. »Volvamos al texto: Celebráronse o se decretaron las primeras exequias lúcido-tenebrosas en la ciudad de los testimonios, en la ciudad de los escribanos: Odolla, id est, testimonium; y esa misma ciudad era también la ciudad de los ornamentos: Odolla, id est, ornamentum. Espantábame yo que no estuviesen los ornamentos pared en medio de las exequias. ¡Alto al misterio! Llámanse ornamentos con antonomástica posesión las vestiduras sacro-séricas de que usa el sacerdote para celebrar el sacrificio de la misa: paramenta, seu ornamenta, que dijo con elegancia el litúrgico rubriquista. Y claro está que exequias sin misa son cuerpo sin alma, o a lo menos es la misa la que principalmente vivifica y refrigera las almas que fueron de los cadavéricos cuerpos: ...in Spiritum Sanctum, Dominum et vivificantem. Ahora conmigo. La misa en días comunes es de puro consejo: Consilium autem do, que dice el Vaso escogido. La misa en días de domingo es de rigoroso precepto: Mandatum meum do vobis. Notólo con discreción la rubicunda púrpura de Hugo: Omnes tenentur audire sacrum die dominica. Infiera ahora el lógico: luego, siendo estas exequias de nuestro Domingo Conejo, era indispensable la misa, porque la misa es indispensable en día de Domingo: Omnes tenentur audire sacrum die dominica. ¿Qué hay que replicar a esta consecuencia? Pues allá va otra: luego fueron clara y patente figura de estas coluctuosas exequias, las que se decretaron por el invicto Macabeo en la ciudad de Odolla, ciudad de los escribanos, ciudad de los ornamentos: Odolla, id est, testimonium, seu ornamentum; paramenta, ornamenta; omnes tenentur audire sacrum die dominica».

8. A este modo y del mismísimo gusto fue toda la oración fúnebre, cuyo traslado con mejor consejo nos ha parecido omitir, porque sería impropiedad en asunto tan doloroso hacer llorar de risa a los lectores. Baste decir que para cerrarla con llave de oro, dio glorioso fin a ella con aquella ridícula alegoría que se le ofreció de repente en el ya citado capítulo quinto, para contrarrestar la otra no menos estrafalaria metáfora que tanto celebró fray Blas en el sermón de honras del famoso Florilogio. Sólo que allí la dijo seguida y sencillamente, sin adornarla con textos; pero en el púlpito la vistió y la sacó de gala con todos los adornos correspondientes. Hácesenos lástima, y aun casi pica en escrúpulo defraudar al público de los oportunísimos textos con que la engalanó, y así allá va ni más ni menos como la pronunció con todos sus atavíos:

9. «En virtud de queja fiscal: Adversarius vester diabolus circuit quaerens, se levantó auto de oficio por el Supremo Juez: ...tenens adversus nos chirographum; y se dio mandamiento de prisión contra nuestro escribano difunto: Tenete eum et ducite caute. Presentose éste en la cárcel del purgatorio: Claudentur ibi in carcere, dejando poder al amor filial para que como procurador suyo: Gloria patris est filius sapiens, contradijese la demanda Posuisti me contrarium tibi, apelando de la sala de Justicia a la sala de Misericordia: Secundum magnam misericordiam tuam... Librose despacho de inhibición y avocación, con remisión de autos originales: Ego veniam et judicabo. Diose traslado a la parte de nuestro mísero encarcelado: Nil respondes ad ea quae adversus te dicunt? Hizo éste un poderosos alegato de misas, oraciones y sufragios: Domine, oratio mea in conspectu tuo semper; y dándose por conclusa la causa: Non invenio in eo causam, falló la Misericordia que debía mandar, y mandaba, que el escribano Domingo Conejo saliese libre y sin costas de la tenebrosa cárcel: Sinite hunc abire, declarando haber satisfecho suficientemente todas sus deudas con las penas de la prisión: Dimitte nobis debita nostra, y que así se fuese a la gloria en paz: Requiescat in pace».

10. Desengáñese la elocuencia más valiente, persuádase la elegancia más retumbante, humíllese la pluma de más rápido remonte, y créame la fantasía de más delicado perspunte; que no es posible, no digo ya explicar dignamente un solo rasgo, pero ni aun concebir entre sombras un tenebricoso bosquejo, del embeleso, de la admiración, del pasmo, del asombro con que fue oída la oración en todo el numeroso auditorio que componía un grueso pelotón de paparismo. A excepción del reverendísimo abad y de su socio, que también estaban aturdidos, aunque por muy diverso término, no hubo siquiera uno entre todos los oyentes que por buen espacio de tiempo no pareciese estatua, en virtud del extático pasmo que los preocupó. Hasta el mismo fray Blas estaba enajenado, haciéndose cruces intelectuales en lo más íntimo de su alma, y tan persuadido ya allá de la saya para dentro que en comparación de fray Gerundio él era un pobre motilón, que desde aquel punto le costaba grandísima violencia el no tratarle con respeto. Y sólo por no dar su brazo a torcer prosiguió en la llaneza comenzada, pues por lo demás en su estimación y concepto pasaba fray Gerundio por el primer hombre de toda la universal Orden. Así lo confesó él después a un confidente suyo, por quien se supo esta interior particularidad que hace tanto honor a nuestro héroe.

11. El licenciado Flechilla, que le había encargado el sermón y aquel día hacía de diácono en las horas, enajenado y fuera de sí, se quedó sentado en el banco donde había oído la oración a mano derecha del preste, tanto, que ya el comisario, que oficiaba, estaba incensando el túmulo, calados sus anteojos, en el último responso, y todavía permanecía en su banco el bueno del licenciado, llorando a hilo tendido de gozo y de ternura, sin advertir lo que pasaba. Apenas entraron en la sacristía los del altar, cuando el comisario preste, sin dar lugar a que le quitasen la capa, se arrojó violentamente al cuello de fray Gerundio, túvole un gran rato estrechísimamente apretado entre los brazos, sin hablarle palabra; y después, retirando un poco el cuerpo y poniéndole las manos sobre los dos hombros, prorrumpió en estas exclamaciones:

-¡Oh gloria inmortal de Campos! ¡Oh afortunado Campazas! ¡Oh dichosísimos padres! ¡Oh monstruo del púlpito! ¡Oh confusión de predicadores! ¡Oh pozo! ¡Oh sima! ¡Oh abismo! ¡Es un horror! ¡Es un horror! ¡Es un horror! ¡Oh! ¡Oh! ¡Oh!

Y fuese a quitar la capa, haciéndose cruces.

12. No pudo articular más palabras por entonces el licenciado Flechilla, que decir interrumpidamente:

-¡Padre, padre, padrico! La Semana Santa del año que viene, la Semana Santa; no tiene remedio, no tiene remedio.

Y como a este tiempo entrase en la sacristía Antón Zotes, creyó que era llegada la postrimera hora de su vida; porque consintió en morir allí ahogado, según los abrazos que le dieron, no contribuyendo poco para añudarle las muchas lágrimas que le hacía derramar el gozo. Fray Blas estaba atónito, y solamente se explicó con las cejas y con los ojos. Al reverendísimo abad le pareció que no le permitía la urbanidad dejar de presentarse; y así, dejándose ver en la sacristía, seguido de su socio, sólo dijo con afabilidad y con agrado que había tenido un rato muy divertido, y que era razón que el padre fray Gerundio descansase. A que añadió el socio:

-Yo estaría oyendo a vuestra paternidad otras dos horas. La erudición, a carretadas; el estilo, de lo que hay pocos; y el modo de discurrir es original.

Con las expresiones equívocas de los dos prudentes monjes, se confirmaron los otros paletos en que apenas un ángel podría predicar mejor.

13. Vueltos todos a casa y ya puesta la mesa, se sentaron a ella por su orden; menudeáronse los brindis; repitiéronse las enhorabuenas; subieron de punto las expresiones; y sólo no hubo décimas ni octavas, porque como la función era de mortuorio, parecería importunidad. Con todo eso, no se pudo contener un estudiantillo legista, que aquel año había comenzado los Vinios en Valladolid, y también comenzaba a hacer pinicos de poeta, echando sus quintillas, y de cuando en cuando sus décimas, en las porterías o locutorios de las monjas cuando había función de hábito o de profesiones. Había concurrido a las honras del escribano Conejo en nombre de su padre, vecino de un lugar cercano y muy amigo del difunto, que por hallarse achacoso no había podido venir personalmente. Pidió licencia para decir un epitafio que se le ofrecía; y como el asunto era también de réquiem, fácilmente se le concedió. Conque prorrumpió en este disparate:


¿Yace entre estas dos losazas
conejo? No yace tal,
puesto que le hizo inmortal
fray Gerundio de Campazas.
Caminante, cuando cazas,
no hallarás vivar más guapo
que este sitio en que te atrapo;
pues con cualquier perro viejo,
cogerás aquí un conejo,
y en el púlpito un gazapo.

Los dos monjes conocieron bien la insulsez de la décima, llena de ripio y sin más sal que un equivoquillo ridículo, que no tenía substancia; pero los demás, que no hilaban tan delgado y ni entendían ni atendían más que al sonsonete, la levantaron sobre las nubes. Y hicieron sacar incontinenti muchos traslados para esparcirlos por toda la redonda, conviniendo todos en que el licenciado era tan gran poeta como fray Gerundio predicador. Con esto se retiraron los padres a dormir la siesta, y después de ella sucedió lo que vamos a decir en el




ArribaAbajoCapítulo VIII

Sálense a pasear los cuatro religiosos; y el padre abad, en tono de conversación, da a Fray Gerundio una admirable doctrina


Dormida la meridiana, tomado un polvo, rezadas vísperas y completas, y ya adelantada un poco la tarde, que estaba muy apacible, dijo el padre abad a fray Blas y fray Gerundio que si gustaban de salir a espaciarse un poco al campo. Aceptaron gustosos el convite los dos amigos, y se salieron a pasear en compañía de los dos monjes. Apenas se vieron fuera del lugar (y no tuvieron que andar mucho para eso), cuando, impaciente ya, fray Blas preguntó al padre abad:

-¿Qué le pareció a vuestra reverendísima del sermón de esta mañana? ¿No fue un asombro?

-En su línea -respondió el reverendísimo- es de lo singular y de lo precioso que he oído.

A tal punto se incorporó con la tropa el comisario, que venía con alguna aceleración a cortejarlos, no habiéndolos encontrado en casa del licenciado Flechilla. Era su traje de paseo: becoquín mocho, sombrero nuevo de castor, alzacuello con su esclavina, sobrerropa con alamares, bastón con puño de plata y buen recado de borla. En fin, parecía un arcediano. Después de los cumplidos ordinarios, prosiguió la conversación entablada; porque fray Blas repitió la misma pregunta, y el padre abad le dio la misma respuesta.

2. -No esperaba yo menos de la profunda sabiduría de vuestra reverendísima -dijo el comisario-. Malo es que a mí me dé golpe un sermón, un libro, una obra, sea de la facultad y de la especie que se fuere; que lo mismo mismísimo ha de parecer a todos los hombres sabios y discretos del mundo. Tengo mil experiencias de eso. Aquellas exquisitísimas noticias que dio el padre fray Gerundio del origen de los elogios y de las oraciones fúnebres, como también de los diferentes ritos con que se han celebrado y se celebran las honras de los difuntos, comprobadas todas con testimonios de tanta multitud de autores, ¿no prueban un milagro de lectura y un abismo sin suelo de sabiduría?

3. -Bien puede ser -respondió el padre abad- que al reverendo fray Gerundio le hubiese costado eso mucho sudor, mucho aceite y mucho tiempo; porque como todavía es joven, no puede tener grande noticia de los autores que tratan de propósito varios asuntos. Dionisio Halicarnaseo, célebre historiador y uno de los mejores críticos de la antigüedad, tiene una bella, elegante y muy erudita disertación sobre esta única materia intitulada De origine et vario ritu funeralium. Allí se encuentra todo cuanto dijo el padre fray Gerundio, y mucho más. En esta especie de escritos filológicos, dicen los críticos que están puestas en su lugar todas esas noticias; pero en los sermones las tienen por impertinentes y por una pueril vanidad de ostentar erudición fuera de tiempo. A lo más más permiten que se apunten muy de paso, huyendo mucho de recalcarse en ellas. Yo sólo refiero lo que los críticos dicen, pero sin tomar partido; porque no es mi ánimo defraudar un punto el concepto que se merece el padre fray Gerundio.

4. -¡Oh padre reverendísimo! -replicó el comisario-. ¡Los críticos! Los críticos son extraña gente. Dudarlo todo, impugnarlo todo, negarlo todo, y cátate que soy crítico. ¿Hay manía más graciosa como negar que Judas se crió desde niño en casa de Pilatos; que le sirvió de jardinero o de hortelano; que después mató a su padre sin conocerle, porque quiso llevarse unas peras de la huerta; que al cabo se casó con su misma madre, sin saber que lo era; y que a ésta también le quitó la vida por no sé qué niñería; y que viéndose viudo, se quiso meter fraile, pero no habiéndole querido recibir en ninguna religión monacal ni mendicante, por fin y postre se metió apóstol y vendió a su maestro, se ahorcó de un moral muy alto, estando tres días colgado de él, sin poder morir por más diligencias que hizo, hasta que, en el mismo punto en que Cristo resucitó, se rompió el cordel y cayó precipitado sobre una peña o guijarro puntiagudo, que le abrió las entrañas y le hizo arrojar los intestinos? Noticias todas tan ciertas, tan auténticas, tan indubitables como que están escritas e impresas por un varón pío, docto y religioso en un libro de título muy retumbante. Y en medio de eso los críticos, no solamente las niegan, sino que hacen grandísima chacota del que las escribe y no menor burla de los que las creen. No haga pues caso vuestra reverendísima de los críticos, y déjelos decir hasta que se cansen.

5. -Soy de esa opinión -dijo el socio del abad algo socarronamente-. Los críticos vienen a turbarnos en la quieta y pacífica posesión en que estábamos de creer buenamente mil y quinientas cosas sin perjuicio de tercero; y pues ellos no hacen caso de un título tan justo como es el de la posesión, también es puesto en razón que nosotros no hagamos caso de ellos. La erudición sirve de adorno en los sermones, y los Santos Padres no la despreciaban cuando la tenían a mano.

6. -Por lo menos -interrumpió el padre abad-, ni San Gregorio Nacianceno en las oraciones fúnebres que pronunció, ya en la muerte de su grande amigo San Basilio, ya en la de su padre que se llamaba también Gregorio, ya en la de su hermana Santa Gorgonia, ni San Gregorio Niseno en las que predicó a las honras de las emperatrices Placidia y Pulqueria, ni San Ambrosio en las que dijo en elogio del emperador Teodosio el Grande, se cansaron en gastar esa especie de erudición. Mucho peso, mucha solidez, mucha piedad, mucha elocuencia, mucho ingenio y mucha ternura, eso sí; pero erudición, ni poca ni mucha, y en verdad que todos tres santos eran muy leídos.

7. -A eso, padre maestro -dijo el socio-, se me ofrece una gran disparidad. Esos santos predicaban las honras de otros santos, y cuando menos de un emperador; que, aunque no está canonizado, compitieron en lo heroico sus virtudes cristianas con las políticas y con las militares. Todos esos grandes objetos estaban tan llenos de nobles materiales, que era inútil el adorno y ociosa la invención, cuando sin ésta y sin aquél no tenía tiempo el orador ni aun para apuntar, cuanto más para explayarse en dar al auditorio un claro conocimiento de sus héroes. Nuestro reverendo fray Gerundio no tuvo por objeto de su oración a ningún San Basilio, ni a ningún emperador Teodosio. El señor escribano (que Dios haya) sería muy buen cristiano, pero sus virtudes no hicieron ruido. Comulgaba una vez al año con mucha devoción, oía misas los días de fiesta y ganaba en su oficio todo cuanto podía. No venció tiranos, ni ganó batallas, ni conquistó provincias, ni defendió la religión; y, en fin, no sabemos que sobresaliese mucho en alguna de aquellas virtudes morales o prendas naturales que tal vez se reputan por asunto digno de los elogios fúnebres. Bien ve vuestra paternidad que para alabar a un hombre así, esto es, a un hombre de vida común y por ventura no muy ejemplar, con precisión de gastar por lo menos una hora en celebrarle, es menester arte inventiva y forrajear mucho en la erudición para llenar el tiempo y para divertir la curiosidad del auditorio, ya que no se pueda decir cosa que le edifique demasiadamente.

8. -¡Admirable réplica! -exclamó fray Blas.

-No tiene respuesta el argumento -dijo el comisario.

-Quitómele de la boca el padre predicador -añadió fray Gerundio.

-Sosiéguense ustedes -replicó el padre abad-, que yo veré si puedo responder a él; pero me han de oír con paciencia.

9. »No tiene duda que las oraciones fúnebres se inventaron en el mundo para celebrar a los claros varones, alentando a los vivos a la imitación de los difuntos en las heroicas virtudes que practicaron en beneficio de la patria y de la república. Eso de que los atenienses fuesen los primeros que introdujeron esta loable costumbre, como lo afirmó en su sermón el padre fray Gerundio, es muy dudoso y seguido de muy pocos. Lo más más que se les concede fue la invención de ciertos juegos ecuestres que en honor de los difuntos esclarecidos practicaban sus amigos y parientes, como hizo Aquiles con Patroclo, y mucho tiempo antes Hércules con Pélope.

10. »Lo que no admite duda es que una de las primeras oraciones fúnebres que se leen en toda la antigüedad es la de Lucio Junio Bruto, como dice Cicerón, diez y seis años anterior a las que se leen de los griegos celebrando la memoria de los que murieron en la famosa batalla del Maratón. Y por el mismo tiempo, poco más o menos, tuvieron principio los epitafios o elogios sepulcrales, que se grababan sobre las sepulturas de los difuntos, dando una sucinta noticia de las principales acciones de su vida o de los dictados más visibles que los adornaron; como el de Anicio Probino, cinco veces cónsul, cuestor y candidato, a su madre Anicia Faltonia Proba, mujer de un cónsul, hija de otro y madre de dos. Pero, sobre ser ésta una cuestión inútil, fácilmente podemos conciliar las dos opiniones encontradas, diciendo que los griegos fueron los primeros que inventaron los elogios fúnebres, dedicándolos precisa y únicamente a los que morían con las armas en las manos en defensa de la patria; y los romanos fueron los primeros que los extendieron a todos los difuntos que en cualquiera línea hubiesen sido beneméritos de la república o del estado. Aquéllos los limitaron a las virtudes militares; éstos los extendieron a todas las virtudes.

11. »Hasta que la Iglesia comenzó a lograr alguna paz permanente hacia los principios del cuarto siglo, ni se introdujo, ni pudo introducirse, esta costumbre entre los cristianos. Las primeras oraciones fúnebres completas que tenemos y que merezcan este nombre, son las de San Gregorio Nacianceno, que murió el año de 391. Es cierto que ni entonces ni en muchos siglos después se permitieron en la Iglesia de Dios este género de elogios públicos, pronunciados en el templo a vista de todo el pueblo, sino en la muerte de sujetos esclarecidos, notoriamente recomendables por su eminente virtud o por sus grandes servicios en obsequio de la religión. Después la lisonja, la vanidad y la condescendencia, ayudadas de la calamidad de los tiempos, introdujeron el intolerable abuso de celebrar magníficas exequias, con oraciones fúnebres, a todos los difuntos que dejaban conveniencias para costearlas. Tuvo principio esta corruptela en el siglo once, cuando se comenzó a relajar la disciplina, y las revoluciones del Imperio abrigaron la simonía, la violencia y la ignorancia; pues se hallan en aquel siglo y en los dos siguientes algunos panegíricos póstumos de sujetos, no sólo escandalosos y perversos, sino hombres verdaderamente facinorosos.

12. »Para formar estos elogios, claro está que era menester una de tres cosas: o fingir descaradamente las virtudes que no tuvieron, o ponderar las que debían de tener, o sacar al teatro, con nombre de virtudes, los más vergonzosos vicios, echándolos una capa que los diese otra apariencia. Entonces fue cuando se comenzó a torcer en los púlpitos el verdadero significado de aquellos grandiosos nombres magnanimidad, bizarría, intrepidez, generosidad, gran corazón, política, prudencia, tesón, animosidad, heroísmo, etc. Contagio o trastornamiento que, derivándose de siglo en siglo hasta nuestros tiempos, ya apenas nos deja discernir los verdaderos héroes de los que no fueron más que unos verdaderos tiranos, ladrones, usurpadores, falaces, astutos, pérfidos, ambiciosos, atrevidos, temerarios, arrogantes y descarados mofadores de todo el género humano.

13. »Apoderada de los pueblos y de las naciones esta perniciosa introducción más o menos se ha conservado hasta ahora en todas las de la cristiandad. Es verdad que en nuestra España ya es muy rara la provincia, y aun los pueblos, donde se permiten sermones de honras que no sean a sujetos de virtud sobresaliente; sobre lo cual se ha tomado varias providencias, así en algunos concilios provinciales como en diferentes sínodos diocesanos. Si hay algún gremio o comunidad donde constantemente se observe esta demostración con todos sus individuos difuntos, es por la justa presunción, que funda el mismo hecho de haber sido de tal comunidad o de tal gremio, de que el difunto necesariamente sobresalió en alguna virtud, prenda o talento recomendable. Algunos son de opinión que cuando estas prendas no salen de la esfera de virtudes puramente morales o intelectuales, tampoco debieran salir los elogios de los sujetos que las poseyeron de aquellas piezas donde las comunidades o gremios sabios celebran sus juntas o sus ejercicios literarios. Así se observa en las dos Academias de las Ciencias y de las Bellas Letras de París. Los nobles elogios fúnebres que se consagran a la memoria de los miembros de ellas que murieron, se encierran siempre dentro de las paredes de sus académicos museos, y hacen una preciosa parte de sus utilísimos ejercicios. El púlpito y los templos parece que sólo debieran reservarse para elogiar aquellas virtudes verdaderas que, sin volver siquiera los ojos hacia la vana inmortalidad del nombre, miran derechamente a la eterna felicidad. Los que son de este sentir juzgan que es profanarlos el dedicarlos a otra cosa. Yo prescindo de esta opinión, porque mi dictamen no hace falta ni para defenderla ni para impugnarla».

14. -Hace bien vuestra reverendísima -interrumpió el comisario-; porque si llevara la contraria, nos habían de oír los sordos. Yo tengo en mi poder el sermón que se predicó en las honras de un primo mío catedrático; y aunque no fue negocio de que la gente anduviese a cachetes por sus reliquias, pero al fin el orador, que tampoco es menos que un catedrático de prima, le compara a Salomón. Y en verdad que pienso dejarle a mis sobrinos como la alhaja más preciosa de mi herencia, mandando expresamente en el testamento que le archiven entre los papeles más importantes de la familia; y aun no estoy ajeno de hacer a mi costa otra impresión, si pinta bien la venta de los carneros. Pero prosiga vuestra reverendísima, porque le oímos con gusto.

15. -Digo, pues -continuó el padre abad-, que aun tolerada en algunas partes la costumbre de predicar sermones de honras a los que en vida no tuvieron las costumbres más arregladas, pero se hicieron recomendables por otras prendas naturales dignas de estimación, parece a muchos hombres discretos (cuyo dictamen no me atrevo a reprobar) que están en ellos muy fuera de su lugar las noticias eruditas, gastadas, como dicen, a pasto y muy de intento, especialmente aquellas que se toman de los funerales del paganismo.

-Pues, ¿cómo se ha de bandear el pobre orador sin ese socorro? -preguntó fray Blas.

-Yo se lo diré a vuestra paternidad -respondió el padre abad.

16. »Como se bandeó San Gregorio Nacianceno en su admirable oración fúnebre predicada en las honras de San Basilio, cuando llegó a tratar de su universal pericia en casi todas las ciencias. Ya ve vuestra paternidad que esto pertenece puramente a las prendas intelectuales y naturales. Pues, sin distraerse el Santo a noticias impertinentes, ni hacer ostentación de alusiones importunas, va haciendo una noble descripción de las ciencias que poseía con gran perfección el gran Basilio, insinuando al mismo tiempo con artificioso disimulo una admirable instrucción para que los oyentes aprehendiesen el modo de poseerlas, sin descuidarse de enseñarlos cómo habían de usar de ellas con utilidad. Contentome mucho este hermoso trozo de la oración, aun leído en la versión latina, que sin duda perdería no poco de su elegancia original en la lengua griega. Tradújele en castellano, y aun le tomé la memoria, por si acaso se me ofrecía alguna vez aprovecharme de él. Y a fe que han de tener ustedes la paciencia de oírmele, porque no les ha de disgustar. Dice, pues, así:

17. »¿Qué ciencia, qué facultad hubo en que Basilio no estuviese muy versado, y tan versado como si se hubiese dedicado a ella sola? De tal manera las poseyó todas, que jamás hubo quien poseyese una sola con igual perfección; y con tanta eminencia se hizo dueño de cada una, que parecía ignoraba todas las demás. Y esto, ¿por qué? Porque a un ingenio tan sutil como elevado añadía una aplicación tan continua como laboriosa, medio único para adquirir el imperio sobre las ciencias y las artes. Su ingenio pronto, rápido y penetrativo hacía al parecer ocioso su estudio infatigable, y a vista de su continuo estudio parecía inútil la rápida perspicacia de su ingenio. Sin embargo, juntó la una con la otra con tanto empeño, que dejó neutral la admiración, sin saber a cuál de las dos partes debía aplicarse más, si a la elevada viveza de su ingenio o al tesón incansable de su estudio. ¿Quién pudo competir con Basilio en la retórica, aquella divina arte que en todo respira fuego? Superior a los retóricos más célebres en el inimitable uso de los preceptos, pero muy desemejante de ellos en las costumbres. ¿Quién le excedió en la gramática, aquella arte de hablar correctamente, que pule y forma la lengua para el griego más castizo, aquella que recoge la historia, preside a la poesía y, como suprema legisladora, publica e intima leyes para el metro? ¿Quién en la filosofía, ciencia verdaderamente sublime, que se eleva a lo más alto de la naturaleza, ya se considere aquella noble parte suya que se dedica a la práctica y experimental indagación de las verdaderas causas que producen los efectos naturales, ya se atienda aquella otra que se entrega toda a la especulación en las disputas, sutilezas y argumentos lógicos, que comúnmente se conoce con el nombre de dialéctica? En ella sobresalió tanto Basilio, que si alguna vez la necesidad le empeñaba en la disputa, su argumento no tenía solución; y era más fácil al adversario burlarse del más intrincado laberinto, que desembarazarse de su réplica. Por lo que toca a la astronomía, geometría y aritmética, se contentó con saber lo que bastaba para que los peritos en estas facultades le mirasen y le oyesen con respeto. Lo demás lo consideró como inútil a la profesión de un sabio religioso y serio, que en sus estudios buscaba el provecho, y no la curiosidad. De manera que tanto se debe admirar en Basilio lo que no quiso estudiar, como lo que escogió para aprehender».

18. »Aquí tienen ustedes un elogio limitado precisamente a prendas o virtudes naturales, que a un mismo tiempo deleita e instruye, persuade y mueve, sin el fárrago de erudición o de noticias triviales que un predicador de los que se usan fácilmente embutiría en los varios puntos que toca San Gregorio Nacianceno; un elogio que no rozándose, o rozándose apenas, con las virtudes cristianas, no obstante, se pronunció dignamente en el púlpito más grave y a vista del auditorio más autorizado y más serio. Pues, ¿quién quita que a imitación de éste se formen otros muchos, cuando en los sujetos cuyos funerales se celebran no hay que alabar sino prendas naturales o virtudes puramente morales, que aunque no son mérito para la vida eterna, son imitables por útiles a la sociedad civil?

19. -Y si ni aun eso se halla en el difunto -dijo fray Gerundio con algún sacudimiento y retintín, como que él se había visto en ese caso-, ¿de qué ha de echar mano el triste predicador?

-Penetro, padre fray Gerundio -respondió el padre abad-, todo el énfasis de la pregunta, que no es tan inocente como parece. Confieso a vuestra paternidad que mi primo el escribano, ni fue canonizable, ni se hizo muy visible por otros talentos de la línea natural que logran alguna recomendación entre los hombres. Por eso tuve lástima del orador que había de predicar sus honras, luego que me avisaron de su última disposición; y aun él mismo se hizo cargo de la dificultad, cuando por conocerla dejó una limosna tan cuantiosa al predicador, atento al apuro en que se había de ver para encontrar en él algo digno de alabarse. Pero digo que aun en este apretado lance hay en la retórica ciertos lugares comunes, y todos graves, de que puede y debe echar mano el orador para formar su panegírico fúnebre sin dispendio del tiempo, sin perder el respeto al púlpito y con utilidad del auditorio.

-¿Y qué lugares son ésos, padre reverendísimo? -preguntó fray Gerundio.

-Yo se los diré a vuestra paternidad -respondió el padre abad.

20. »Los que llaman de la persona y se pueden reducir a cuatro capítulos: a las prendas del cuerpo, a las del alma, a la nobleza o méritos de sus antepasados, y al oficio, empleo o ministerio que ejerció el difunto cuando vivo. En el cuerpo se puede considerar la proporción, gentileza, simetría o hermosura, la agilidad, la robustez, la fortaleza, etc. En el alma, el entendimiento, la penetración, el juicio, la prudencia, etc. En la nobleza o méritos de sus antepasados, todas las hazañas que los hicieron recomendables. En el oficio o empleo, la superioridad, la exactitud, la aplicación, los medios, los fines, la utilidad, etc.

-Pues, ¡qué! -interrumpió fray Blas-. ¿También se ha de hacer asunto en el púlpito de que el difunto no había sido corcovado ni contrahecho, sino galán y bien apuesto, parándonos en si fue ágil o pesado, torpe o industrioso, buen jinete o mal jinete, etc.? ¡Valiente impertinencia!

-Allá va esa mosca -dijo el comisario dando un resoplido.

-Yo me sacudiré de ella -respondió con serenidad el padre abad.

21. »Sí, padre fray Blas, cuando no hay otra cosa mejor de que echar mano, puede el orador valerse de las prendas corporales, con tal que lo haga con la debida gravedad, circunspección y decencia. ¿No se celebran en la Escritura las fuerzas corporales de Sansón? ¿No se elogian los hermosos cabellos de Absalón? ¿No se aplaude la agilidad de Saúl y su destreza en el manejo del arco? ¿No se ensalza el primor con que David hería las cuerdas del arpa? ¿Y cuántas veces habrá celebrado vuestra paternidad en sus sermones la hermosura exterior de la humanidad de Cristo, y habrá hecho algunas pinturillas o descripciones de la singular belleza de la Santísima Virgen? Y del juicio que supongo en vuestra paternidad no quiero creer que sus descripciones o pinturillas habrán sido tan profanas, tan escandalosas, tan sacrílegas como las que yo he oído más de una vez a muchos predicadores, que en lugar de pintar a la Reina de las Vírgenes y Madre de la pureza, parece que hacían el retrato de una Helena incendiaria o de una Venus provocativa. Cavendum est -dice a este intento una pluma igualmente celosa que elegante- ab ineptiis eorum qui in laude gravis personae, ut Beatae Virginis, vernante styli lascivia speciem aliquam Helenae efformare nituntur.

22. »¿Qué cosa al parecer más indiferente que la agilidad y la destreza en el ejercicio de la caza? Con todo eso, se alaba mucho, y no sin razón, en la historia de varios príncipes que fueron eminentes en este ejercicio, dedicándose a él con moderación y por provechoso pasatiempo, sin declinar en el extremo de una pasión desordenada y viciosa. Tales fueron Mitrídates, Adriano, Carlomagno, Enrico y Alberto, emperadores los tres últimos de Alemania. Nicetas ensalza con los mayores elogios a la emperatriz de Constantinopla, Eufrosina, mujer del emperador Alejo Ángelo; porque en la intrepidez y en la destreza de la caza de cetrería, no sólo igualaba, sino que excedía a los más hábiles cazadores de su tiempo. Ni en los nuestros nos faltan ejemplares de augustísimas princesas que no dan menos muestras de su pericia y de su valor en el bosque, que de su penetración y de su profunda política en el gabinete, tan felices en los aciertos de la escopeta como diestras en la puntería de los negocios. Lo que se aplaude en la historia, ¿por qué no se podrá elogiar dignamente en el púlpito?

23. »Dije dignamente, y lo dije con reflexión; porque para que se hagan decente lugar en la cátedra del Espíritu Santo estas prendas naturales, siempre es menester elevarlas a motivos superiores, insinuando que aquellos que las poseyeron, o las enderezaron, o debieron enderezarlas, a fines útiles a la religión, o cuando menos al estado. Un orador medianamente diestro puede fácilmente instruir con arte a su auditorio en los medios de elevar a fines de superior orden las acciones más regulares y más indiferentes. No salgamos del ejercicio de la caza. ¿Quién quita ponderar la oportuna ocasión que ofrece la soledad para el recogimiento, los varios objetos inocentes del campo para levantar el corazón a Dios, la velocidad, el furor, la astucia y aun la valentía de las mismas fieras para mil reflexiones conducentes a la utilidad del alma o al prudente gobierno de las operaciones en la vida civil? Sabemos que San Francisco de Borja, cuando duque de Gandía, era aficionadísimo a la caza de cetrería, en la cual ejercitaba mil virtudes diferentes, ya la mortificación, retirando de repente la vista cuando más la convidaba la diversión del objeto; ya el sufrimiento, tolerando, sin quejarse, así las fatigas del campo como los reveses de los temporales; ya una profunda meditación, sacando utilísimas consideraciones de la velocidad con que el halcón se disparaba a la presa, de la docilidad con que a la primera insinuación del reclamo se restituía a la gándara, de la fidelidad con que presentaba la caza a su legítimo dueño, refrenando su natural voracidad por cumplir con su obligación y con su agradecimiento.

24. »Aun en el gentilismo tenemos un bello trozo del Panegírico de Trajano, que puede servir de instrucción a cualquiera cristiano orador para dirigir a la religión el elogio de las prendas naturales. «Eres -dice Plinio el Joven- diestrísimo en la caza. Úsasla con moderada frecuencia. Parece recreo, y no es más que mudanza de fatiga. Tienes por alivio lo que sólo es mudar de trabajo. Interrumpes algunas veces los cuidados del gabinete. Mas, ¿para qué? Para penetrar los bosques, para perseguir las fieras, aun en los más profundos senos de sus lóbregas cavernas; para trepar por riscos y breñas inaccesibles, sin más auxilio que el de tus pies, sin otras huellas que las que estampan tus plantas. Y esto, ¿en qué viene a parar? En que con sobrescrito de diversión ejercitas la piedad, visitando aquellos sagrados lugares, y saliendo al encuentro a los dioses titulares que los presiden y los protegen»: Quod si quando cum influentibus negotiis paria fecisti, instar refectionis existimas mutationem laboris. Quae enim remissio tibi nisi lustrare saltus, excutere cubilibus feras, superare immensa montium juga et horrentibus scopulis gradum inferre nullius manu, nullius vestigio adjutum atque inter haec pia mente adire lucos et occursare numinibus?

25. -Y si el bueno del difunto -replicó el socio- no tuvo ninguna destreza ni habilidad, sino para comer, beber, pasearse y vita bona, ¿adónde ha de acudir el angustiado orador por los elogios?

-¿Adónde? -respondió el abad-. A su profesión o a su oficio; pues no hay oficio ni profesión que no dé abundante materia para celebrar, si no al que la ejercitó, al modo con que debe ejercitarse y a los fines a que debe dirigirse; lo que todo redundará en provechosa enseñanza del auditorio.

26. -¿Y parécele a vuestra reverendísima -dijo fray Blas- que se encuentran ahí a la puerta de la calle los elogios de todas las facultades y de todas las profesiones?

-¡Jesús! -respondió el abad-. No hay cosa más a mano, ni tampoco más de sobra. Cualquiera autorcillo que escribe sobre el todo o la parte de alguna facultad, oficio o empleo, comienza colocándole más allá de las nubes; pues o el prólogo, o el primer capítulo, cuando muchas veces no sea la mayor y la más inútil parte de la obra, se reduce por lo común a recoger todo cuanto se ha escrito en recomendación de la materia que trata de su antigüedad, de su nobleza, de su necesidad, de su suma importancia; tanto, que al leer la introducción del más despreciable folleto sobre alguna parte de cualquiera de las facultades, y aun artes u oficios mecánicos, un lector incauto se persuade a que no la hay más noble, más importante ni más necesaria. A este propósito me acuerdo que siendo muchacho leí cierto librete sobre las fiestas que había hecho en una ciudad el gremio de los sastres, con ocasión de un retablo que había costeado el mismo gremio. El autor, así en la introducción como en lo restante de la obrilla, juntó o esparció tantos y tan magníficos elogios de este oficio; sobre todo se inculcó tanto en su antigüedad y nobleza, probando, a su parecer concluyentemente, que éste era el primero que se había ejercitado en el mundo, siendo Adán y Eva los primeros sastres, fundado en aquellas palabras del capítulo del Génesis: Cumque cognovissent se esse nudos, consuerunt folia ficus, et fecerunt sibi perizomata, que convencido yo a lo mismo, faltó poco para que no me metiese a sastre.

27. -Tan bajos pensamientos como ésos -interrumpió el socio- nunca los tuve yo; pero tanto como dedicarme a boticario, no me faltó un tris para hacerlo desde que leí, en cierto papelejo sobre la confección del alquermes, que el Espíritu Santo era el verdadero fundador de las boticas; por cuanto Él es el que inspira el conocimiento de la virtud de los simples y el modo de elaborarlos, añadiendo que por eso las quintas esencias, que son los medicamentos más activos, se llaman espíritus, con alusión a su divino Inventor.

28. -Chanzas a un lado -continuó el padre abad-; al gramático, al retórico, al orador, al poeta, al físico, al matemático, al músico, al astrónomo, al legista, al teólogo y, a proporción, a todos los profesores, aun de las artes u oficios mecánicos, se les puede alabar en el púlpito con majestad y con decencia por el ejercicio de sus mismos oficios y facultades. Para hacer el elogio de un gramático, no hay más que leer a Marciano Capela, en su libro III; a Diomedes, en la Epístola a Atanasio; a Diodoro Sículo, en el libro XII, sobre las leyes de Carondas, y a Suetonio, De illustribus grammaticis et criticis. Para el de un retórico y orador, sobre lo mucho que dice Filón Hebreo en su libro Del querubín, se puede leer a Lucano, en el poema a Calpurnio Pisón; a Ovidio, en el libro II Del Ponto, elegía V; a Plinio el Menor, en el libro II, epístola III; a Séneca, en el prólogo a las Controversias de Craso Severo; y también a Ausonio, en su Panegírico a Graciano.

29. »No hay cosa más de sobra que los elogios de la poesía. Tropiézanse tantos, que son estorbo más que diversión. Casi todos los que se encuentran en los modernos son copia de los que se leen en el Diálogo sobre la oratoria que corre con nombre de Cornelio Tácito, y muchos creen ser de Quintiliano, donde se dicen muchas cosas en pro y en contra de la poesía; de los que recogió Silvio Itálico hacia el fin del libro XI; de los que se hallan en el Genetlíaco de Luciano, como se ve en las obras de Estacio; y, finalmente, de lo mucho que dijo Flórido en el capítulo VII del libro III, Contra los detractores de los poetas. En amontonar alabanzas de la filosofía parece que todos han conspirado. Oradores, poetas, historiadores: Cicerón, Capela, Claudiano, Sidonio Apolinar. Y todos los que escribieron las vidas de los filósofos antiguos y modernos, como Eunapio Sardiano, Porfirio, Filóstrato Lemnio, Amonio Egipcio, Dion Bitinio, Diógenes Laercio; y, entre los modernos, Bruquero, Vosio, Jonsi, Capasi y el inglés Tomás Stanley.

30. »Para poner la medicina sobre los cuernos de la luna, no es menester más que abrir cualquiera tratadillo que haya escrito en algún asunto de ella el más desdichado pedante. A carretadas recoge lo infinito que se ha dicho de la buena, cuidando mucho de suprimir lo no menos infinito que se ha declamado contra la mala. Pero, al fin, por expresar algunas fuentes determinadas, léase la Vida de Galeno recogida por Julio Alejandrino, los Comentarios de la nobleza por Andrés Tiraquel, y la Epístola del ilustrísimo Guevara al doctor Melgar, y encontrará el orador un almagacén de elogios de la medicina, que no los ha de consumir en un tomo entero de sermones de honras a los que han hecho predicar tanto por sus desaciertos.

31. »De las matemáticas sé muy bien lo que dice San Agustín: Quas multi sancti nesciunt quidem, et qui etiam sciunt eas sancti non sunt; que «muchos santos las ignoran, y los que las saben no son santos». Esta sentencia, que parece dura, no quiere decir lo que suena. Sólo intenta el Santo significar por ella el grande embeleso con que esta nobilísima ciencia arrebata hacia sí a sus profesores, los cuales necesitan de un esfuerzo muy particular para desviar su atención de las especulaciones matemáticas, si han de encontrar tiempo para dedicarse a la meditación de las verdades evangélicas. Por lo demás, nadie puede negar que el mismo embeleso con que arrebatan el alma, es un medio tan eficaz como inocente para desviarla de las pasiones que son los mayores enemigos de la santidad. Y así apenas se encontrará matemático sobresaliente que no sea hombre de costumbres irreprehensibles. Por eso casi siempre va sobre seguro el elogio de estos profesores; y para formarle prestan sobrados materiales Platón en su Timeo, Aristóteles en muchos lugares de sus obras, Alcínoo en el Isagoge a la doctrina de Platón.

32. »Un músico tiene mil capítulos que le pueden hacer justamente recomendable. Sólo con pasar los ojos por el bello panegírico que Casiodoro hace de la música en el tratado que dirigió a Boecio Patricio, libro II, Variarum, hay copia de escogidos materiales para celebrar a los que profesan esta preciosa facultad. Y el que no se contentare con éstos, puede leer al ya citado Marciano Capela en todo el libro IX. De los jurisconsultos y de los teólogos no hablo, porque es menester que sea muy ignorante el que no sepa que se puede formar una grande librería compuesta precisamente de los elevados y merecidísimos elogios con que todos los han engrandecido.

33. -No se fatigue más vuestra reverendísima, -dijo a esta sazón el comisario-; que aunque yo le estaría oyendo con grandísimo gusto desde aquí a mañana, me causa congoja el miedo de que se canse.

-Pues yo -añadió fray Gerundio-, con licencia de usted y sólo por oír a su reverendísima, tengo de hacerle todavía una pregunta. Y si el difunto, no sólo no sobresalió en prendas algunas cristianas, morales o naturales, no sólo no fue eminente en la facultad que profesó, ni en el oficio que ejerció; sino que en la religión fue un mal cristiano, en la facultad un zopenco y en el oficio un mal hombre, ¿qué ha de hacer el orador sino refugiarse al sagrado de la erudición?

34. -El caso es algo apretado -respondió el padre abad-, pero no tanto que no tenga salida. Entonces puede hacer lo que se refiere en la vida de San Antonio de Padua, caso que no pueda excusarse de predicar a sus honras, que será el arbitrio mejor. Obligaron al Santo a predicar en las de un usurero: quitose de cuentos, no disimuló el torpe vicio de que había adolecido públicamente el difunto, declamó vehementemente contra él; y ponderando aquel texto de la Escritura, Ubi est thesaurus tuus, ibi est et cor tuum: «Donde está tu tesoro, allí está tu corazón», para probar la verdad de este oráculo, dijo con instinto superior, que acudiesen al cofre donde el difunto tenía su tesoro, y que hallarían su corazón en él. Hízose así, encontrose efectivamente, trájose a la iglesia con espanto de todos; y a vista de aquel desdichado corazón, hizo el Santo un sermón de ninguna utilidad para el difunto, pero de grandísimo provecho para los vivos.

35. »En la vida del capuchino y apostólico misionero fray José de Carabantes se refiere otro caso muy parecido. Dícese en ella que estando un religioso de la misma Orden para predicar el sermón de honras de cierto ministro de justicia, se le apareció rodeado de llamas la noche antecedente, y le dijo: «No prediques mis honras, sino mis deshonras; porque te hago saber que así, yo como todos los que hemos tenido cargo de justicia en este pueblo por espacio de cuarenta años, estamos ardiendo en el infierno». Con efecto: éste fue el sermón que predicó, dándosele poco de que los parientes del difunto se diesen por ofendidos, como se diesen por avisados y por escarmentados ellos y los demás. No se puede aconsejar en cerro que se haga lo mismo siempre que la vanidad o la lisonja insistan en que se prediquen honras de sujetos cuya vida fue notoriamente desordenada y escandalosa. Para eso era menester un espíritu tan iluminado y una santidad tan reconocida como la de San Antonio de Padua; pero a lo menos debe guardarse bien el orador de tocar en las costumbres del difunto, porque o ha de mentir, o ha de escandalizar. Mucho mayor cuidado ha de poner en huir de suponerle en estado de gracia, ponderando fuera de tiempo la infinita misericordia del Señor; porque el auditorio incauto y sencillo, y también el que no lo es, oyendo desde el púlpito las imprudentes conjeturas de que se salvó un hombre de tan mala vida, entra en la necia confianza de que igualmente se podrán salvar los que le imitaren en sus desórdenes.

36. -Pues, ¿qué partido juicioso -preguntó el socio- se podrá tomar en ese apurado lance?

-El que debiera seguirse -respondió el abad- en casi todos los sermones de honras, especialmente las que se dedican a sujetos que no hubiesen sido de una virtud singular, notoria y generalmente reconocida: desviar enteramente la atención de aquel difunto particular y fijarla en todos los fieles difuntos. Quiero decir, ponderar la terribilidad de las penas del purgatorio; el rigor con que se castigan las más leves culpas con los más graves tormentos; la indispensable obligación que todos tenemos de aliviar con nuestros sufragios a las almas que los padecen, siendo esta obligación mayor o menor según la mayor o menor conexión de los vivos con los difuntos; el sumo reconocimiento de aquellas afligidas almas respecto de todos los que contribuyen a aliviarlas; su grande poder con Dios, cuando se vean en el descanso eterno de la gloria, y concluir de aquí demostrativamente que nosotros interesamos mucho más que ellas en los sufragios que las ofrecemos; porque nuestros sufragios a lo más podrán anticipar una felicidad de que ya están aseguradas, pero su poderosa intercesión con Dios nos podrá asegurar a nosotros esa misma felicidad que aún está expuesta a tantas contingencias. Nosotros podremos conseguir que salgan cuanto antes del purgatorio; ellas podrán alcanzar que no caigamos jamás en el infierno. He aquí unos materiales copiosísimos para disponer muchos sermones de honras, aun en la muerte de los hombres más forajidos.

37. -No son malos -dijo el comisario, ahuecando la voz entre resoplido y regüeldo-; pero si no se ilustran los tormentos del purgatorio con algo de la rueda de Ixión, con un poco de los perros de Anteo, con un rasgo de los buitres de Prometeo, con mucho del toro de Fálaris y, sobre todo, para pintar bien la pena de daño, con buen recado de la sed de Tántalo a la vista del cristalino chorro, es negocio de dormirse el auditorio, y si los ronquidos no valen por sufragios, no hay que esperar otros.

-Soy de esa opinión -añadió fray Blas.

-Nunca me apartaré de ella -prosiguió fray Gerundio.

-Padre nuestro, perdimos el capítulo -concluyó el socio.

-No perdimos tal -respondió el abad-; porque yo no hice empeño de traer a mi opinión al señor comisario, ni a estos reverendos padres, conociendo bien ser empresa muy superior a mis fuerzas. Dije mi dictamen por modo de conversación, y en lo demás cada cual abunde en su sentir.

-Esto es -añadió el socio-, cada loco con su tema.

38. »Pero como yo estoy convencido de lo que vuestra paternidad ha dicho y, por lo que a mí toca, con firme resolución de no separarme un punto de sus máximas, sólo quisiera saber qué autor o autores podría seguramente imitar en las oraciones fúnebres, y si ha habido alguno sobresaliente y cabal en este género de composiciones.

39. -Usted, que entiende medianamente la lengua francesa -respondió el padre abad-, o a lo menos sabe de ella lo que basta para el gasto de casa, no ignorará que hay escrito en ella mucho y bueno de esta especie. Apenas hallará oración fúnebre pronunciada en esta lengua, singularmente de un siglo a esta parte, que no sea un bello modelo de la más castiza y aun de la más cristiana elocuencia. San Francisco de Sales fue de los primeros que abrieron este noble camino a la oratoria francesa, en la tierna oración fúnebre que predicó en las honras del duque de Mercurio. La que el padre Bourdaloue pronunció en las del gran príncipe de Condé, Luis de Borbón, parece que apuró todos los primores del arte. Pero el que entre todos los oradores franceses se elevó en este género de elocuencia a tan superior altura, que no parece posible se remonte más el vuelo de algún orador humano, fue el grande Espíritu Fléchier, obispo de Nimes, excediéndose singularmente a sí mismo en la célebre oración al vizconde mariscal de Turena. Si después se acercó alguno a este grande hombre, fue el ilustrísimo señor don Pedro Francisco Lafitau, obispo de Sisteron, en la que pronunció en las honras de nuestro gran rey Felipe Quinto, que al punto se tradujo en castellano, sirviendo de ejemplar a pocos y de confusión a innumerables.

40. »Verdad es que en este punto no están franceses tan indulgentes como yo, a lo menos en todos los artículos. Porque suponen, lo primero, que las oraciones fúnebres no se hicieron para el púlpito; el cual las adoptó a regañadientes, viendo que la lisonja, o cuando menos la condescendencia con los grandes, se empeñaban en introducirlas en el santuario. En esto no me separo mucho de ellos. Suponen, lo segundo, que para celebrar dignamente a un héroe es menester que sea también héroe el orador; porque, no siéndolo, no puede tener ideas ni expresiones proporcionadas al mérito ni a la grandeza de su objeto. De manera que el auditorio ha de estar como indeciso, no sabiendo determinar cuál es mayor héroe en su línea, si el héroe del púlpito, o el héroe de la campaña, del gabinete o del solio. Consiguiente a esto, suponen, lo tercero, que en materia de oraciones fúnebres no se sufren medianías: o han de ser excelentes o son intolerables. Si el auditorio no está embelesado, tiene derecho para silbar al orador. Esta máxima me parece que inclina demasiado al rigorismo, y no mudo de opinión porque diga Tulio en la carta a Marco Bruto que eloquentiam quae admirationem non habet, nullam judico; que «mientras el orador no asombra, no es orador». Más acá hay posada: como llegue a agradar, a persuadir y a mover, cumplió bastantemente con su obligación.

41. »Suponen, lo cuarto, que los grandes empleos, los primeros puestos, la autoridad, la nobleza, la sabiduría, el genio, el valor, el heroísmo, ni aun el mismo trono, mirados precisamente en sí, no son asuntos dignos de un orador cristiano; y que para serlo es menester que el orador haga reflexión a su inanidad, a su inconstancia, inspirando en el auditorio el ningún aprecio que merece este vano humo, útil sólo cuando se usa de él para fines elevados y superiores. Tampoco me atrevo a desviar de este dictamen, porque le hallo muy conforme a los principios de la religión y aun fundado en las más sólidas máximas de una buena filosofía moral. Éstas son las severas leyes que los franceses se proponen para sus oraciones fúnebres, y es cierto que los más se arreglan admirablemente a ellas.

42. »Pero no crean ustedes que ellos solos las observan, y que no tengamos nosotros dentro de casa algunos bellos ejemplares que imitar, sin necesitar de mendigarlos afuera. Sin salir de la Universidad de Salamanca hay modelos muy acabados. El amor de la cogulla no me permite olvidar a nuestro maestro Vela, a quien arrebató la muerte cuando el mundo comenzaba a conocerle. En dos o tres oraciones fúnebres que predicó y se dieron a la luz pública, mostró su raro talento para este género de composiciones, en que sin duda compitió con los más nobles oradores. El reverendísimo padre Salvador Ossorio de la Compañía de Jesús, catedrático de aquella Universidad y provincial de la provincia de Castilla, fue muy singularmente buscado para este género de empeño; y salió de ellos con tanta felicidad, que casi todos los sermones fúnebres que predicó se dieron a la estampa, aun menos para inmortalizar la memoria de los difuntos que para la enseñanza de los vivos y para admiración de los sabios. Varias veces me he lamentado de que algún sujeto celoso de la gloria de nuestra nación no hubiese hecho una colección de estas oraciones, para que tuviésemos en España un funeral que pudiese hombrear con los más célebres, que tanto ruido meten en las naciones extranjeras.

43. »En la corte de Madrid se predicaron también nobles oraciones en las exequias del gran rey Felipe Quinto. No hablo de todas, porque algunas inquietarían las cenizas de aquel piadosísimo, juiciosísimo, y advertidísimo monarca, si fuera capaz de turbarse el descanso de sus reales despojos, que con gran fundamento considera la piedad como preludio del eterno y glorioso que algún día los espera. Entre otras, muy dignas del mayor aprecio, me arrebató la atención y el gusto la que pronunció el doctor don José de Rada y Aguirre, capellán de honor de Su Majestad, su predicador de los del número y hoy dignísimo cura de su real palacio. Díjola en las exequias que consagró a la memoria tierna de aquel gran monarca su Real Congregación de María Santísima de la Esperanza. Su asunto fue un nobilísimo cotejo de las gloriosas hazañas de príncipe con las heroicas virtudes de cristiano, protestando el discretísimo orador que aquéllas sin éstas serían materia indigna para un elogio pronunciado al pie de los altares. Confieso que me embelesó aquella noble oración, y que es grande mi dolor de que muchos oradores españoles se desvíen tanto del verdadero camino de elogiar dignamente a los difuntos con aprovechamiento de los vivos, cuando tienen a la vista conductores tan seguros.

44. Al decir esto se hallaron todos dentro de casa, de vuelta del paseo, que no fue corto, porque insensiblemente los fue empeñando en él la divertida conversación. Y si la cercanía de la noche no les hubiera avisado de que era tiempo de retirarse, es de creer que el reverendo padre abad nos hubiera enriquecido con otros muchos materiales igualmente preciosos y oportunos sobre una materia de tanta importancia. Lo peor del caso fue que perdió el aceite y el trabajo; porque, según atestiguan concordemente varios documentos innegables, sólo el socio se aprovechó de la doctrina. Los demás la oyeron con grandísima frescura. El comisario dijo entre dientes, volviéndose hacia fray Blas:

-No me encaja.

Fray Blas respondió:

-Topo.

Y fray Gerundio añadió:

-Viva el Florilogio, y muérase la peste.



Anterior Indice Siguiente