Garcilaso en el Inca Garcilaso: los alcances de un nombre
José Antonio Mazzotti
Como se sabe, en el lado oeste del Atlántico suele llamarse garcilasismo al estudio de la obra del mestizo cuzqueño Inca Garcilaso de la Vega. Esta breve aclaración sirve para subrayar la ambigüedad del término garcilasismo, ya que en España se aplica también al estudio del gran poeta toledano de las Églogas. Entre uno y otro corpus crítico hay, sin duda, puntos de contacto, pero también notables diferencias. Y quizá por ello, el tío abuelo en segundo grado del Inca Garcilaso ha sido mayormente ajeno a la problemática sobre «hibridación», «sujeto colonial», «transculturación» y otras categorías que rondan desde hace un tiempo al historiador. En las siguientes páginas pienso abordar precisamente un tema que, a mi juicio, conviene desarrollar allende las tautologías y las homonimias: los alcances del nombre y la figura del poeta toledano en la formulación de la identidad americana que el Inca Garcilaso dice representar y formula en sus escritos1.
Comencemos, pues, por el principio. Nos dice el lugar común que el mestizo bautizado como Gómez Suárez (o Gomes Xuarez) de Figueroa en 1539 se cambió de nombre a Garcilaso de la Vega ya en la adultez para rendir homenaje a su ilustre antepasado literario (gradualmente entre 1563 y 1565, según las investigaciones de Porras Barrenechea en El Inca Garcilaso en Montilla XV). Aunque puede haber algo de cierto en ello, es curioso que esta postura crítica haya servido para allanar las «arrugas» identitarias y el lugar que como mestizo o «indio antártico» tenía éste dentro del mundo peninsular de fines del XVI. Es más: como detallaremos, las preferencias poéticas del Inca estaban mucho más cerca de los cancioneros tradicionales y del romancero, y específicamente de su también antepasado Garci Sánchez de Badajoz, que del poeta toledano. Definir una vocación literaria italianizante en momento tan temprano como 1563 podría terminar simplificando demasiado la biografía y la complejidad discursiva posterior del Inca, según veremos.
Asimismo, el papel fundamental de la figura del padre, el Capitán Garcilaso de la Vega Vargas, sobre todo en la Segunda Parte de los Comentarios reales o Historia general del Perú, exige un reexamen del tópico de las armas y (si no las letras) el buen gobierno que el progenitor del cronista encarnaría durante su ejercicio como corregidor del Cuzco y como encomendero, sobre todo en la década de 1550 (ver Rodríguez Garrido, «'Como hombre venido de cielo'»)2. Por lo tanto, el cambio de nombre y las identificaciones atribuidas merecen un escudriñamiento cuidadoso, que nos servirá para desarrollar algunas hipótesis sobre ese perfil particular que no siempre resulta evidente, absolutamente hispánico ni estrictamente italianizante en el cronista cuzqueño. No se tratará, pues, de demostrar hasta la saciedad una vez más por qué es renacentista el Inca Garcilaso, multiplicando las fuentes innegables de la tradición europea, sino de explicar por qué los grandes escritores del Renacimiento tardío no son el Inca Garcilaso. Allí es donde la crítica eurocentrista suele estancarse y muestra sus enormes vacíos en relación con el llamado campo «colonial».
Nuestros dos Garcilasos descendían de la antigua estirpe de los Laso de la Vega, uno de cuyos primeros representantes fue Pedro Laso de la Vega, Almirante de Castilla en tiempos del Rey Alfonso X el Sabio. Un vástago de esa ilustre rama de guerreros de la Reconquista, llamado Garcilaso de la Vega el Mozo, tuvo también merecida fama por su decisivo papel en la victoria de El Salado frente a los moros en 1340. Cuenta incluso la leyenda que se enfrentó a un musulmán desafiante que llevaba atada a la cola de su caballo el nombre «Ave María». Garcilaso de la Vega el Mozo se adelantó entre los voluntarios, mató al moro y le arrebató el nombre de la madre de Cristo. Desde entonces, el lema aparece en el escudo de armas de los Laso de la Vega3. El Inca Garcilaso hace explícita su admiración por su padre y por uno de sus antepasados en la dedicatoria a la Virgen María de la Segunda Parte de los Comentarios reales:
(Garcilaso, Historia general del Perú, «Dedicación [...] a la Gloriossísima Virgen María, Nuestra Señora [...]», f. s. n.) |
Se refiere el Inca a un ancestro de Garcilaso el Mozo, adelantando la leyenda sobre el pergamino con el nombre de «Ave María» colgado de la cola del caballo del moro y mezclándolo con el del fundador de la estirpe de los de la Vega. Así, los arquetipos heroicos adquieren diversas variantes: por un lado el Garcilaso que da origen al apelativo de la Vega en Toledo, por otro, un descendiente que adquiere el lema mariano para su escudo de armas en el Salado (cerca de Cádiz). En ambos casos, se destaca el heroísmo militar y la integérrima fe cristiana de los antepasados por la rama materna del Capitán Garcilaso de la Vega Vargas. Como señala Fernández (74-75), la admiración explícita a su padre y a la estirpe guerrera en la Reconquista parecería prevalecer sobre cualquier homenaje al tío abuelo, el poeta renacentista. Nótense, además, las alusiones a Roma y a uno de sus fundadores, Rómulo, como puntos de una comparación favorable a los antepasados españoles, que por analogía serían también fundadores de una nueva estirpe y posibilitarían un imperio más grande (y mejorado por la Cristiandad) que el de Roma. El mismo argumento se esgrimirá en el Libro I de la Segunda Parte de los Comentarios reales al exaltarse la gesta conquistadora de Pizarro, Almagro y Luque como triunvirato mucho más heroico que cualquiera de la historia romana4.
Tres generaciones después del héroe del Salado, aparecía en la familia nadie menos que don Íñigo López de Mendoza, el Marqués de Santillana, conocido por haber sido de los primeros en hacer uso de los metros italianos dentro del castellano. Una de las hermanas del Marqués de Santillana, doña Elvira Laso de la Vega, casada con un Gómez Suárez de Figueroa (de la casa de los Condes de Feria), tuvo entre otros hijos a Pedro Suárez de Figueroa, quien casó con doña Blanca de Sotomayor. Aquí comenzamos a acercarnos a nuestros dos Garcilasos, pues la mencionada pareja engendró a cuatro hermanos, dos de los cuales eran Gómez Suárez de Figueroa el Ronco y otro Garcilaso de la Vega. Este último fue hombre de confianza de los Reyes Católicos y ocupó el cargo de embajador de la corte española en Roma durante el papado de Alejandro VI, y sería el padre del gran poeta toledano del mismo nombre. Paralelamente, la rama familiar que siguió a Gómez Suárez de Figueroa el Ronco (tío carnal del poeta toledano) se prolongó en su primogénita Blanca de Sotomayor, homónima de su abuela, y prima hermana del autor de las Églogas. Esta Blanca de Sotomayor, casada con Alonso de Henostroza y Vargas (descendiente directo de Garci Pérez de Vargas, héroe de la conquista de Sevilla en 1248 bajo el mando del Rey Fernando III el Santo), daría a luz en la villa extremeña de Badajoz a los hermanos Gómez Suárez de Figueroa, Alonso de Vargas, Garcilaso de la Vega Vargas y Juan de Vargas junto con otras cinco hermanas. Ya en 1539, el capitán Garcilaso de la Vega (llamado «Sebastián» por la crítica, aunque no hay prueba bautismal de ello [ver Lohmann Villena, «La parentela española», 259, y Miró Quesada 9, n. 1]), sobrino en segundo grado del poeta toledano y conquistador del Perú, aunque de los «segundos» llegados con Pedro de Alvarado en 1534, bautizaría a su hijo natural mestizo con el nombre de Gómez Suárez de Figueroa, uno de los más prestigiosos de la familia, el mismo del mayorazgo, que se quedó en España, del bisabuelo («el Ronco») por el lado materno del capitán Garcilaso, y de varios importantes antepasados. El Inca, pues, nacía en otro continente y dos generaciones más tarde que su tío abuelo el toledano, pero ostentaba desde su bautismo el orgullo de una importante familia extensa de guerreros y artistas.
Y, sin embargo, no
deja de ser curioso que la rama de su ascendencia que el Inca
privilegia en la Relación de la descendencia de Garci
Pérez de Vargas sea, precisamente, la del abuelo
paterno, la de los Vargas, por encima de la de los Laso de la
Vega5.
Y lo mismo en su escudo nobiliario, en cuyo lado español
(derecho del escudo) descienden los emblemas de los Vargas a los de
los Figueroa, los Sotomayor y los Laso de la Vega (este
último blasón con el lema «Ave
Maria Gratia Plena»)6.
Dejemos apuntado el hecho, que nos servirá más tarde.
A pesar de que el lema que flanquea al escudo parafrasea el famoso
verso 40 de la «Égloga III» del toledano
(«tomando, ora la espada, ora la
pluma»
), transformado en «con
la espada y con la pluma»
, hay que anotar, como ha hecho
ya del Pino (392), que las armas corresponderían a la
herencia paterna y las letras a la reconstrucción
(idealizada y neoplatónica en muchos aspectos, por cierto)
de la patria materna, junto con los símbolos de la realeza
cuzqueña, el amaru (serpiente bicéfala o
doble), el kuychi (arco iris), la maskaypacha
(borla real) y el Inti (sol) y la Killa (luna),
en el lado izquierdo del escudo. Por eso mismo, señalemos
que la importancia de los Vargas en la construcción
identitaria del Inca Garcilaso en sus textos y paratextos puede
servir para relativizar una literaturización demasiado
simplista de un autor que presta tanta atención a la
historia factual y al clima político de su tiempo como a la
retórica inherente (léase a lo que algunos
entenderían como pura estética) del discurso
historiográfico del XVI. Y a la vez, la alternancia del
poeta toledano entre «ora la espada, ora
la pluma»
para hurtar «de
tiempo aquesta breve suma»
se transforma en el Inca
Garcilaso en una simultaneidad de prácticas y de actitudes
frente al mundo (la pluma como espada), en anticipo de la mirada
dual que por momentos se hará discernible en diversos
pasajes de los Comentarios reales7.
Asimismo, aunque
resulta innegable que el Inca Garcilaso se adscribe plenamente al
catolicismo post-tridentino (con nada menos que con un «Jesús, cien mil veces
Jesús»
termina la obra), esto corresponde
también a la teleología providencialista de muchas
historias de la época. Para ello no hace falta dudar de la
sinceridad de los sentimientos religiosos cristianos del
Inca8.
Precisamente, el aspecto trascendental de la historia no elimina
las discrepancias en el plano puntual, que son las que nos
interesan.
Las hipótesis sobre el cambio de nombre del mestizo cuzqueño se han formulado principalmente desde el psicoanálisis (Hernández y Hernández y Saba) y el biografismo, en este último caso, aduciendo que el mestizo Gómez Suárez pudo haber recibido presiones de su tío Alonso de Vargas en Montilla para evitar la homonimia no sólo con su tío el mayorazgo (con el que parece que don Alonso había tenido fricciones), sino también con personajes notables de la casa condal de Feria, aunada a la de los Marqueses de Priego, parientes lejanos9. Francisco de Solano hizo notar asimismo la existencia de un primo del padre del Inca, un Gómez Suárez de Figueroa que militó en las huestes gonzalistas y sufrió pena de destierro del Perú (ver Solano, «Los nombres del Inca Garcilaso», 132; también El Palentino II, Cap. LVIII; y Lohmann Villena, «La parentela española...», 274). El riesgo de llevar un nombre como el de Gómez Suárez de Figueroa, que, por mucho que le fuera dado por su padre, lo identificaría con un sector sospechoso de deslealtad política, también pudo ser un estímulo más para adoptar el de Garcilaso de la Vega, a secas, especialmente tras el fracaso inicial de Gómez Suárez en sus gestiones ante el Consejo de Indias. Y, sin embargo, en los años más maduros, durante la composición de la Historia general del Perú, el Inca no dudará en elogiar a ese tío segundo Gómez Suárez de Figueroa, colocando la honra personal por encima de la política y el rey, gesto que también permeará la elocuente defensa de su padre, el Capitán Garcilaso de la Vega Vargas, en el asunto del caballo Salinillas prestado a Gonzalo Pizarro durante la batalla de Huarina10.
Pero volviendo al cambio de nombre: podría tratarse también de una restitución simbólica, autoencarnándose en la figura paterna. Por añadidura, y en apoyo de la tesis sobre la identificación con el padre, se sabe que el joven mestizo mandó llevar los restos de su progenitor del Perú a Sevilla, donde Gómez Suárez los enterraría en la iglesia de San Isidoro, precisamente hacia el año de 156311. Y es allí cuando comienza el corto proceso de la transformación onomástica, práctica no poco frecuente en la época. Recordemos, por ejemplo, que su propio tío Alonso de Vargas era conocido como Francisco de Plasencia antes de ser capitán del rey. Sin duda, tal cambio conllevaba una transformación personal, una decisión de asumir un papel social y simbólico amparado en la imagen del padre como inspirador de una gesta cuya meta sería la reivindicación, justamente, del honor paterno y, por lo tanto, la consecución del propio12. Pensar que la decisión del cambio de nombre, primero a Gómez Suárez de la Vega y luego a Garcilaso de la Vega entre 1563 y 1565, se debe exclusiva o principalmente a una decisión de imitar a su tío abuelo el poeta en los aspectos literarios y estéticos por el resto de una aún no decidida carrera literaria, o al descubrimiento de una improbable vocación poética -y tan temprano, además, en la vida del Inca- resulta arriesgadamente anacrónico. De manera peligrosa, además, tal gesto justifica, mutatis mutandi, una lectura reduccionistamente literaria de las obras del mestizo cuzqueño, compuestas décadas más tarde, como ya se ha dicho. Esto no implica, por cierto, que no haya habido ninguna relación textual entre el Inca Garcilaso y su tío abuelo poeta, como más adelante veremos, pero sí permite mantener libres las vías de un análisis múltiple del cronista cuzqueño, de acuerdo con la complejidad de sus obras, y sin oscurecerlo en los rincones de un peninsularismo excluyente o en el conservadurismo crítico más convencional. La imitatio en el Inca es sincrética (y hasta a veces conflictiva en su interior), y no monista, lo cual deja incluso abiertas las puertas para la incorporación de elementos transformados del imaginario incaico dentro de las dos partes de los Comentarios13.
Más recientemente, Christian Fernández, en un sólido como sugerente libro, nos recuerda que el Inca Garcilaso se cambia de nombre a la misma edad que solían hacerlo los miembros de la nobleza indígena (Fernández Cap. 2). Esta es una hipótesis interesante que refuerza las lecturas desde el lado andino que se vienen haciendo sobre el Inca Garcilaso en los últimos años14. Fernández propone que ese cambio de nombre coincide curiosamente con un ritual de pasaje entre los jóvenes incas en tránsito a la adultez, precisamente en los primeros años de la veintena. Aquí dejamos anotada la posibilidad, sobre todo en función de una ampliación interdisciplinaria del garcilasismo, complementaria y no excluyente de una lectura tradicional y literaria, epistemológicamente anclada en filiaciones textuales ya canonizadas.
Y, sin embargo, pese a lo argumentado, es innegable que alguna presencia debió haber tenido el gran poeta toledano en la autoconstrucción de la persona que sigue y alimenta a la del nombre. ¿Cuál era, entonces, la posición del Inca Garcilaso en relación con el poeta renacentista?
En su
Relación de la descendencia de Garci Pérez de
Vargas, de 1596, el Inca se expresa en estos elogiosos
términos sobre su tío abuelo toledano: «Garcilasso de la Vega espejo de Caualleros y
Poetas, aquel que gasto su vida tan heroycamente como todo el mundo
sabe, y como el mismo lo dice en sus obras. Tomando ora la espada,
hora [sic] la
pluma»
(Relación de la descendencia...,
42). Pero tal reconocimiento, de apenas tres líneas, no se
compara con el larguísimo encomio de casi dos páginas
que prodiga a Garci Sánchez de Badajoz, poeta que, como
sabemos, se inscribe plenamente en la tradición cancioneril
y de verso octosílabo. De él llega el Inca a
decir:
(Relación de la descendencia..., 36, énfasis agregado) |
Se refiere el Inca a las Liciones de Job, irreverente adaptación del «Libro de Job» al modo trovadoresco, obra prohibida por la Inquisición y que, como confiesa el Inca, tenía memorizada, es decir, aprendida en relación con su más claro componente oral y de arte menor. Y es que, además, las Liciones de Job representan muy bien el sentido de la poesía de Garci Sánchez, pues sitúan a la voz poética en los límites del desarraigo total debido al desdén de la amada. Se trata del viejo tópico del amante sufriente y la amada indiferente, que lo pone en asomo de la muerte o, mejor aún, lo enfrasca en una muerte en vida. El Cancionero general de Hernando del Castillo, de 1511, que contiene las Liciones de Job y otras composiciones de Garci Sánchez y de muchos otros poetas españoles relacionados con el trovar cuatrocientista y de principios del XVI, es, asimismo, y desde su propio título, una colección destinada a un tipo de concepción de la poesía relacionada con su emisión oral, cercana a la música y al espectáculo, y dentro de los tópicos del amor cortés15. Por eso, la estructura simple de las estrofas de las Liciones (a veces de nueve versos octosílabos con rima ababcddcd, o de once versos con rima abbabcdecde, o de doce con rima abcabcdefdef) permite su fácil memorización. A veces, Garci Sánchez intercala pasajes de la versión latina del Antiguo Testamento a lo largo de algunas estrofas de las nueve Liciones para jugar con ellos en función del tópico omnipresente de la amada desdeñosa, que descuida o ignora a su admirador. Garci Sánchez, pues, apunta también a un público culto, aunque los embates de la Inquisición no se hicieron esperar. El inicio de la «Lición quarta», por ejemplo, es clara muestra de este juego intertextual:
(Cancionero general, 472) |
En otros momentos, los versos fluyen completamente en castellano y se hacen más asequibles al público general, como en esta estrofa final de la «Lición sétima»:
|
(Cancionero general, 475) |
Tengamos en cuenta
esta posición del sujeto enunciante en relación con
una amada concreta, de carne y hueso, que cumple la función
de autora del sufrimiento del poeta, y que por su ausencia anula
«la gloria'm que me hallaua»
de
esa voz poética cuya única alternativa es recrear con
añoranza el pasado perdido, la posesión del objeto
amoroso (a diferencia de Madonna
Laura, que nunca llegó a ser poseída).
La riquísima veta del cancionero popular y trovadoresco, junto con la amplia y antigua tradición del romancero, persistió a lo largo del siglo XVI entre las preferencias de muchos autores «cultos». El triunfo paulatino del «itálico modo» a partir de la edición de las obras de Garcilaso el toledano y Juan Boscán en 1543 no significó la anulación instantánea de un gusto castizo de fuerte raigambre hispana16.
Para abundar en Sánchez de Badajoz dentro de la Relación de la descendencia..., el Inca recoge a continuación un fragmento de Cristóbal de Castillejo, en que defiende abiertamente el castizo estilo en contra de las modas italianizantes. Dice Castillejo en su célebre «Reprehensión contra los poetas españoles que escriven en verso italiano», que cita el Inca:
|
(cit. en la Relación de la descendencia..., 37; v. también Castillejo, 179) |
Esta defensa de la tradición castiza no era poco frecuente. Numerosos elogios le fueron prodigados a Garci Sánchez a lo largo de los siglos XVI y XVII. Antonio de Villegas, por ejemplo, lo exaltaba en 1565 por encima de Jorge Manrique y Juan Rodríguez del Padrón17. Gonzalo Argote de Molina en 1575 y Juan de la Cueva en 1609 aún levantaban las banderas de la poesía castellana tradicional, colocando a Garci Sánchez como paradigma de una vertiente auténticamente española, en oposición a la «importada» que representaban Garcilaso el toledano y Boscán18. La vertiente del antipetrarquismo, de crítica a los metros y estrofas italianos y a la idealización de la materia amorosa, convivía en España con el triunfo general del itálico modo y del petrarquismo como doctrina poética (Reyes Cano, 37). Castillejo es una clara muestra de ello, aun siendo secretario real del emperador Fernando, Rey de Romanos, hermano de Carlos V19.
El mismo
fenómeno del antipetrarquismo se daba en Italia a lo largo
del siglo XVI, antes que en España, sin que la
reacción de los antipetrarquistas fuera necesariamente en
contra del autor del Canzoniere y los Triomphi, sino de sus seguidores que lo
habían hecho retórico y lo reducían,
radicalizando a Bembo, de modelo óptimo en modelo
único de imitación. Pero no debe concluirse
que el antipetrarquismo era necesariamente una tendencia
retrógrada, de vuelta a las formas y concepciones
medievales, sin más, del quehacer poético. En
España, sobre todo, se trataba más bien de un gesto
irónico, que rescataba las raíces de la poesía
trovadoresca y popular para plantear un cuestionamiento de la
importación estética y del alejamiento de la
transmisión oral. Es más: en varios casos sirve de
antesala a los desarrollos del barroco mediante la ironía,
la exageración y la parodia (Sánchez Robayna,
Cap. 1). La trascendencia del
Cancionero general de 1511 y de otros semejantes se
proyectaba hasta más un siglo después, sin que eso
impidiera el gusto más amplio por la poesía de
Garcilaso y Boscán, de la que, en cualquier caso, el Inca da
muy poca cuenta. Recordemos que de Garcilaso el toledano casi todo
lo que dice es que es «espejo de
Caualleros y Poetas»
.
En contraste, la
afición del Inca por el astigitano Garci Sánchez de
Badajoz («Fenix de los Poetas
Españoles sin hauer tenido ygual, ni esperança de
segundo»
) era tanta que llega incluso a confesar que en
algún momento pensó volverse poeta para escribir
«a lo divino» las Liciones de Job, renovando
la ya larga tradición del poeta theologus. Sin embargo, su
autorreconocida y modesta falta de musa lo llevó a la
sensata decisión de buscar a alguien ducho en cuestiones
teológicas, y pensó en el cultísimo biblista
jesuita Juan de Pineda, amigo suyo, que a la sazón se
encontraba escribiendo en prosa latina sus propios Comentarios
al Libro de Job20.
Asimismo, dentro de su labor restitutiva, el Inca pretendía
escribir una versión expurgada de su propia Traduzion
del Yndio de los tres Diálogos de amor, que
había sido recogida por la Inquisición debido a los
pasajes cabalísticos contenidos en ella21.
No debe
extrañar demasiado esta afición a los versos «a
lo divino» si se considera que el gusto poético del
Inca Garcilaso pasaba por el aprecio del antipetrarquismo en sus
distintas variantes. Precisamente, una de las vetas más
ricas de esta tendencia consistía en la
transformación de los versos de amor humano en versos de
amor divino, con miras a «purificar» de excesos
mundanos la admiración absoluta por la dama-objeto de la
poesía petrarquista. En Italia surge así, por
ejemplo, el Petrarca
spirituale de Girolamo Malipiero en 1536. Esta fue la
primera de una larga serie de divinizaciones del gran poeta
aretino, a la que siguieron, entre otras, las Rime spirituali, de Gabriel
Fiamma, en 1570 (reeditada en 1573 y 1575), y las Esposizione spirituale sopra il
Petrarca, de Pietro Vincenzo Sagliano, en 1590. Pero
Petrarca no era el blanco único en esta empresa. Boccaccio
también fue «divinizado» en el Decamerone spirituale, de
Francesco Dionigi da Fano, en 1595; y Ariosto en la
divinización del Orlando furioso de Vincenzo Marini
en 1596; y hasta Tasso en las Rime amorose, de Crissipo Selva, en 1611 (ver
Manero Sorolla 131-135 y Graf, Cap. 2, sobre «Il
antipetrarchismo»). El propio Inca Garcilaso
estaba al tanto de esa práctica italiana cuando expresa su
deseo de que alguien en España se encargue de
«divinizar» a Garci Sánchez «a ymitacion de los Ytalianos (que luego que les
vedan qualquiera de sus obras, la corrigen y buelven a imprimir por
que la memoria del Autor no se pierda...)»
(Relación de la descendencia..., 37).
La «divinización» de Garcilaso el toledano en 1575 por Sebastián de Córdoba no era, pues, del todo novedosa, excepto porque en España las divinizaciones de poetas y poemas profanos se habían hecho siguiendo las formas tradicionales de los cancioneros, mientras que el aporte de Sebastián de Córdoba fue el utilizar los metros y estrofas italianos para asuntos divinos, lo que facilitaría sin duda el desarrollo de la mística de San Juan de la Cruz a fines de XVI22. Pero según se ha indicado, la tendencia a «divinizar» los cancioneros ya existía, y el interés del Inca Garcilaso por reescribir «purificando» a su pariente lejano Garci Sánchez de Badajoz en sus Liciones de Job no tiene que obedecer necesaria ni únicamente a un influjo directo de las divinizaciones «al itálico modo» de Sebastián de Córdoba. Darbord, en su abarcador estudio sobre La poésie religieuse espagnole des Rois Catholiques à Philippe II examina numerosos ejemplos, como el Cancionero espiritual de Valladolid en 1549 (ver Darbord, esp. 293-301). Y no es menos famoso el Cancionero espiritual de la doctrina cristiana de Juan López de Úbeda, en sucesivas y exitosas ediciones de 1579, 1585 y 1586, que contiene sonetos, liras y tercetos junto con contrafacta «a lo divino» de coplas y romances de origen popular.
La alusión
que hace el Inca a las Liciones de Job de Garci
Sánchez no es la única a su poesía en la
Relación de la descendencia... Luego de los largos
párrafos que le dedica y de la confesión de su
intento frustrado de «divinizar» las Liciones,
menciona la ciudad de Mérida en relación con algunos
descendientes de Garci Pérez de Vargas que viven en dicha
urbe extremeña. Dice el Inca: «Merida, que en las Españas otros tiempos
ya fue Roma, como lo dize el afligido de Amor Garci Sanchez de
Badajoz en sus quexas comparativas, que por su repentina enfermedad
quedaron imperfectas»
(Relación de la
descendencia..., 39). Debe recordarse que la ciudad fue
fundada por el emperador Augusto en el año 25 a. C. como recompensa para sus soldados,
que habían logrado vencer a los cántabros, y como
capital de la provincia de la Lusitania. Su importancia, en efecto,
fue enorme incluso en el periodo visigodo, antes de la
invasión musulmana. Cuando el Inca menciona las «quexas comparativas»
de Garci
Sánchez se refiere a las «Lamentaciones de
amores», poema en veintidós estrofas, de las que en la
número XI se lee: «Mérida,
que em [sic]
las Españas / otro tiempo fuiste Roma, / mira a mí, /
y verás que en mis entrañas / ay mayor fuego y
carcoma / que no en ti»
(en Gallagher, 136). La
alusión a Mérida viene después de otras
correspondientes a ciudades como Troya, Babilonia y Constantinopla,
comparadas en sus ruinas con el estado emocional del poeta, en
clara variante del tópico del ubi sunt? Pero lo que debe llamarnos la
atención es la comparación con Roma, que antecede a
la que luego hará en los Comentarios reales en
relación con el Cuzco, «otra Roma
en su Imperio»
23.
La analogía no debe pasar inadvertida si se quiere
profundizar en las fuentes textuales del Inca a partir de su
relación con la poesía. Pero no todo acaba
allí. El Inca también menciona la «repentina enfermedad»
de Garci
Sánchez, en referencia a la locura que se dice lo
atacó luego de haber publicado las profanas Liciones de
Job.
Precisamente por
eso, la importancia e influencia de Garci Sánchez de Badajoz
no se limitaba a su obra poética. El Inca Garcilaso estaba
genealógicamente relacionado con él por sus
antepasados los Vargas, pues uno de ellos, Gonzalo Pérez de
Vargas, sétimo en la línea del vencedor de Sevilla,
casó con María Sánchez de Badajoz, emparentada
con el poeta astigitano (Relación de la
descendencia..., 36). Además, de personaje
histórico y autor predilecto de muchos, Garci Sánchez
de Badajoz se había convertido poco a poco en la leyenda del
poeta literalmente alienado por el amor. Su fama de loco sufriente
lo había hecho origen de anécdotas pintorescas (ver
Gallagher 32-36, que reproduce varias de ellas) y ejemplo de un
caso extremo y encarnado de delirio amoroso, acontecido pocos
años después de la publicación del
Cancionero general. Hasta se comentaba que su locura
temporal era un castigo divino por el sacrilegio de haber puesto en
versos profanos pasajes del bíblico «Libro de
Job», en que equiparaba a Job con el enamorado y a Dios con
la amada, como hemos visto. Otras versiones señalan como
causa de su locura el haberse enamorado sin esperanza de
galardón de una prima suya. Lo cierto es que
sobrevivió a la locura y fue a ampararse nada menos que a
Zafra, a los dominios de los Condes de Feria, a quienes
sirvió como criado por varios años. Esta
relación tampoco debe pasar sin ser notada. Los Condes de
Feria (ya en la generación sucesiva, aunada a la de los
Marqueses de Priego, la generación de la marquesa
doña Catalina Fernández de Córdoba, y luego de
su nieta homónima, a quienes el Inca llama «mis verdaderas señoras»
y
«ejemplos de religión
cristiana»
) serán personajes relacionados
también directamente con el Inca Garcilaso durante su larga
estancia en Montilla desde principios de la década de 1560
hasta 1591. Es posible que el Inca haya sabido detalles del ingenio
de Garci Sánchez (presumiblemente muerto después de
1534, según Gallagher, 14) por los mismos recuerdos que el
poeta dejara en la familia de los Suárez de Figueroa. Se
sabe que mientras vivía en Zafra, lideró una escuela
poética que, como era de esperar, cultivaba los metros
castellanos. El grupo de poetas de Zafra recibió la
protección del generoso y devoto don Pedro, Conde de Feria,
que durante la década de 1530 propició que Garci
Sánchez de Badajoz escribiera poemas religiosos y hasta dos
dedicados a la Virgen, quizá por prudencia ante la
Inquisición (que ya había censurado sus Liciones
de Job) o por verdadero arrepentimiento.
Garci Sánchez, por otro lado, provenía de una familia que a mediados del siglo XV había tenido conflictos con la Corona por el despojamiento que hizo el rey Juan II del repartimiento de Barcarrota, en las afueras de Badajoz, del que habían sido señores por cerca de ochenta años. Originalmente, el rey Enrique II les había otorgado esas tierras en recompensa por su ayuda en conflictos armados con los portugueses en 1369. El despojamiento de 1450 en favor del Marqués de Villena sumió a los Sánchez de Badajoz en la pobreza y los obligó a disputar la medida de Juan II hasta que en 1480 los Reyes Católicos decidieron definitivamente en favor del Marqués de Villena (Gallagher, 8-9). Como se ve, las relaciones entre la familia del poeta del cancionero y el poder real no siempre fueron armónicas. Esto podría explicar en parte por qué Garci Sánchez se cobijó en Zafra, quizá para estar cerca de las tierras que alguna vez habían sido de sus antepasados. Tal circunstancia de desazón y de vinculación y defensa de las noblezas regionales parecerá repetirse bajo otros aspectos en los Laso de la Vega y en el propio Inca años más tarde24.
Antes de volver, pues, al poeta toledano Garcilaso de la Vega, tengamos en cuenta las preferencias del historiador cuzqueño por la poesía castiza, cancioneril y, por supuesto, como corresponde al clima post-tridentino, prudentemente religiosas del Inca hacia fines del siglo XVI. Asimismo, no debe desecharse del todo el antecedente de un poder real que también obstaculizará las restituciones a los antepasados del Inca Garcilaso en uno y otro lado del Atlántico.
El nombre de Garcilaso de la Vega, después de la primera publicación póstuma de los poemas de Boscán y suyos en 1543, de las ediciones del Brocense en 1574 y 1577 y, sobre todo, de las Anotaciones de Herrera en 1580, que despertaron las iras del llamado Prete Jacopín, tenía un prestigio tan grande que difícilmente se podría pensar que el Inca fuera contrario a ese reconocimiento. De hecho, lo hace explícito en la Relación de la descendencia..., como hemos visto, pero en grado menor que el homenaje pormenorizado que tributa a Garci Sánchez de Badajoz. Lo que nos interesa resaltar es que, junto con la generalizada aclamación otorgada a la obra del toledano y con la vigencia cada vez más aceptada de sus aportes al ritmo y la métrica de la poesía castellana, se empezó a delinear también la imagen del perfecto cortesano y caballero íntegramente leal a la Corona.
En términos
políticos, se pensaba incluso que el toledano siempre estuvo
en contra de la rebelión de las Comunidades y que fue su
hermano mayor, don Pedro Laso de la Vega, la única oveja
negra de la familia. Todo esto ha sido aclarado ya por María
Carmen Vaquero Serrano en su reciente y valiosa biografía
(Garcilaso: poeta del amor, caballero de la guerra), en la
que propone que al menos durante el año de 1520, y antes de
la derrota de Villalar y el ajusticiamiento del líder Juan
de Padilla en abril de 1521, los dos hermanos Laso de la Vega
estuvieron en distintos grados comprometidos con la
rebelión. Don Pedro Laso, especialmente, había sido
elegido Procurador de la Junta de Toledo para representar los
intereses de la ciudad y su nobleza. De él se cuenta que le
habló al rey directa y valientemente y que fue aclamado en
Toledo con gritos como «¡Viva Don
Pero Lasso que le habló al Rey de papo a papo!»
(cit. en Vaquero y Ríos, 44, a
partir de una tradición oral que recrea Sepúlveda).
En el caso del poeta, se sabe que éste vivió en la
alzada Toledo y mantuvo amores intensos y carnales con doña
Guiomar Carrillo, cuyos parientes y amistades sí estaban
fuertemente ligados a la dirección de las
Comunidades25.
De esos amores, que al parecer se prolongaron por varios meses,
nacería en 1522 el primogénito del poeta Garcilaso,
aunque ilegítimo, pero con el prestigiosísimo nombre
de Lorenzo Suárez de Figueroa que corría en la
familia. Coincidencia muy interesante con el caso del padre del
Inca Garcilaso, que adoptaría una actitud muy parecida con
su propio vástago ilegítimo nacido en el Cuzco
diecisiete años más tarde y apelaría al nombre
de Gómez Suárez de Figueroa.
No pienso entrar en los detalles de este fascinante periodo de los inicios de la monarquía carolina y de la vida del poeta toledano, pues ya han sido debidamente tratados. Hay que anotar, sin embargo, que su imagen durante el XVI fue en cierto modo «lavada» de manera progresiva por la innegable importancia de su poesía y los servicios indisputables que más tarde rindió a la Corona en Nápoles, Viena y Túnez, hasta su heroico sacrificio en la torre de Le Muy en la Provenza francesa en 1536. Esta imagen de alineamiento pleno a la Corona comenzó inmediatamente después del desbande de las tropas comuneras en abril de 1521, y a ello contribuyó el que el poeta, efectivamente, luchara contra los rebeldes supérstites después del desastre de Villalar y recibiera su primera herida de guerra en el rostro en el encuentro de Olín. Su afiliación al bando de los Silva en Toledo y la protección del general Juan de Ribera le permitieron cobrar su sueldo de contino del Rey y tomar distancia de las responsabilidades atribuidas a los comuneros. Desgraciadamente, su hermano mayor, don Pedro Laso, si bien se alejó de los comuneros poco antes de lo de Villalar y se afilió a la defensa de Navarra contra los franceses para luchar al lado de las tropas del Rey, no recibió el perdón real hasta varios años más tarde y tuvo que vivir escondido y en exilio en Portugal por una larga temporada, por lo menos, al parecer, hasta 152726.
Curiosamente, el
propio Garcilaso el poeta había sido desterrado de Toledo en
septiembre de 1519, durante tres meses, por participar en unos
alborotos en el Hospital del Nuncio, por motivo «de los primeros atropellos [de Carlos I] a las
tradiciones castellanas»
, como nombrar a un extranjero,
Guillermo de Croy, para la sede primada de Toledo (Vaquero y
Ríos, 39). Acabado el destierro, sin embargo, el poeta fue
nombrado en 1520 contino o acompañante del Rey, como era la
costumbre con los jóvenes nobles (repitamos que su padre
había sido embajador en Roma para los Reyes
Católicos). También debe recordarse el destierro
sufrido por el poeta en 1532 por haber asistido en Ávila al
matrimonio no autorizado de su sobrino, llamado como él
Garcilaso de la Vega, hijo de su hermano mayor don Pedro, el ex
comunero, en primeras nupcias. El poeta Garcilaso pasó como
castigo del emperador varios meses en una isla del Danubio, en la
que escribiría su triste «Canción
tercera», «preso, forzado y solo en
tierra ajena»
.
Es difícil saber si para 1596, cuando el Inca firma la Relación de la descendencia..., se recordaba ese inicial papel ambiguo del poeta toledano en el espinoso tema de las Comunidades. En cualquier caso, los aspectos biográficos del autor de las Églogas también calzan con el sentido del extrañamiento y el dolor por el amor frustrado que guía las páginas del Canzoniere petrarquiano y de muchos otros petrarquistas como Tansillo, Bandello, sin mencionar al catalán Ausías March dentro de su propia vena provenzal. Pero la fama de su estilo italianizante y la difusión de la traducción de El cortesano de Castiglione por Boscán desde 1534 debieron haber influido en identificar a ambos poetas (Garcilaso y Boscán, pero sobre todo Garcilaso) como el perfecto cortesano, diestro en armas, conversación, talento artístico (tocaba el laúd con maestría), de origen noble, bien proporcionado y delicado con las damas.
Las
reivindicaciones de los comuneros en favor de los fueros propios,
las autoridades locales y los privilegios económicos fueron
producto, como se sabe, del descontento de un sector de las
noblezas castellanas por los abusos de la corte flamenca. Ese mismo
espíritu es el que cree encontrar el historiador Manuel
Giménez Fernández en las actitudes inconsultas de
Hernán Cortés durante la conquista de México,
en esos mismísimos años, en contra del gobernador de
Cuba Diego de Velásquez. Si bien es imposible reducir la
campaña cortesana a una u otra inspiración, es bueno
recordar que el fruto inmediato de la conquista para sus
partícipes peninsulares solía ser el otorgamiento de
encomiendas que elevaban socialmente a muchos de los conquistadores
y los hacían «señores de la
tierra»
, como a ellos les gustaba llamarse. Traigo esto a
colación porque no estaría muy lejos del mismo
espíritu la gran rebelión de Gonzalo Pizarro en el
Perú entre 1544 y 1548 contra las Leyes Nuevas,
rebelión en la que el padre del Inca Garcilaso
tendría una ambigua actuación. Como se
recordará, fue su presunta ayuda al rebelde Pizarro en la
batalla de Huarina de 1546 la que le costó a su hijo mestizo
la negación del Consejo de Indias en 1562 de otorgarle
recompensas por los servicios paternos. El Inca Garcilaso
recordaría esto y amargamente escribiría más
tarde que «esta mentira me ha quitado el
comer»
. Pero ocurre que la tal mentira no lo era tanto,
pues hay documentos que prueban que el Capitán Garcilaso de
la Vega, el padre del Inca, sí tuvo participación
activa en la rebelión de Gonzalo Pizarro, al menos durante
unos meses entre 1546 y 47, antes de pasarse definitivamente al
bando del Rey, igual que muchos otros conquistadores (Lohmann
Villena, «La parentela española...», 266). Pese
a que el capitán extremeño logró conservar
ciertos privilegios después de la revuelta y hasta
ocupó cargos importantes antes de su muerte en el Cuzco en
1559, historiadores como Gómara y el Palentino se encargaron
de escribir en su contra y achacarle, para siempre, una dudosa
fama.
Menciono estos hechos porque pueden servir para explicar la posición del Inca Garcilaso en relación con el poder absoluto del Rey y algunas simpatías no tan veladas hacia conquistadores notables, como su propio padre, naturalmente, y quizá más sutiles, pero no menos reveladoras, hacia otros como el mismo Gonzalo Pizarro. En tal sentido, la imagen «lavada» de su tío abuelo el poeta toledano, identificada con el modelo de caballero cortesano y de absoluta lealtad a la Corona, no encajaría del todo con el modelo de varones ilustres que el Inca traza como paradigma identitario en la Segunda Parte de los Comentarios reales27. El tema tiene, sin duda, una clara raigambre política y da para mucho. Sin embargo, partamos de él para seguir de una buena vez en la poesía y los aspectos propiamente literarios de la relación entre ambos Garcilasos.
El Inca se
crió, como él dice, «entre
armas y caballos»
. A su salida del Perú en 1560
debía tener una formación humanística bastante
precaria, aunque llegó a estudiar algún latín
gracias a las lecciones del canónigo Juan de Cuéllar,
según cuenta en el Prólogo-dedicatoria de la
Historia general del Perú. No obstante, algo en lo
que no se ha escarbado lo suficiente es que parte de su
conocimiento de la cultura española, a la que tan afecto
sería junto con la indígena materna, se basaba en las
conversaciones, coplas y romances que los mismos conquistadores
llevaban consigo y con las que seguramente se solazaban entre
batalla y batalla y, más adelante, durante la
organización del nuevo reino28.
El Inca, pues, creció entre una oralidad quechua que siempre
señalará como la fuente básica de sus
informaciones sobre los incas, pero también en medio de una
oralidad castellana cuyas formas artísticas provenían
de la riquísima veta popular del romancero. Su oído
poético -se diría- se entrenó en composiciones
indígenas como el harawi y el haylli (de
las que da cuenta en los Comentarios reales I, II, XXVII)
y a la vez en el tradicional octosílabo castellano y
diversas estrofas de arte menor. No olvidemos que el Inca no duda
en reproducir la copla sobre Pizarro y Almagro enviada por los
soldados a Panamá durante el segundo viaje de
exploración a las costas del Tawantinsuyu, que dice:
«Pues, señor gobernador, /
mírelo bien por entero, / que allá va el recogedor /
y acá queda el carnicero»
. Si bien la famosa copla
es ofrecida antes por Gómara en su Historia de las
Indias, el Inca afirma haberla oído primero de boca de
los conquistadores durante su infancia en el Cuzco
(Comentarios II, I, VIII).
El Inca Garcilaso
también se preocupa de reproducir los eneasílabos de
la canción que Francisco de Carvajal entona
sarcásticamente cuando ve el desbande de las tropas rebeldes
frente al ejército del Pacificador la Gasca al iniciarse la
batalla de Jaquijahuana el 8 de abril de 1548: «Estos mis cabellicos, madre, / dos a dos me los
lleva el aire»
(Comentarios II, V, XXXV). Y en
una larga cita extraída del Palentino en su Historia del
Perú (I, II, XCIII) en relación con la entrada
triunfal de la Gasca a la Ciudad de los Reyes, el Inca incluye las
quintillas que proclamaban los indios danzantes en
representación de las principales ciudades del Perú.
Por ser versos de poca elaboración tropológica y
abiertamente aduladores de la autoridad, el Inca se permite
comentar: «Estas son las coplas que Diego
Hernández Palentino escriue que dijeron los dançantes
en nombre de cada pueblo principal de los de aquel Imperio; y
según ellas son de tanta rusticidad, frialdad y torpeza,
parece que las compusieron indios naturales de cada ciudad de
aquéllas, y no españoles»
(Comentarios II, VI, VI). La exigencia del Inca es
visible: había desarrollado en España un gusto por la
poesía que le permitía descalificar estrofas de poca
monta en comparación con las que elogia de su favorito Garci
Sánchez de Badajoz. «La
poesía no admite medianía»
,
asegurará más adelante con conocimiento de causa.
En un reciente libro, Oscar Coello examina los orígenes de la poesía castellana en el Perú y constata un hecho previsible: que la tradición del romancero y del acervo cancioneril prima hasta por lo menos fines del siglo XVI entre los hispanohablantes del área andina. Había que esperar a los poetas de la Academia Antártica, a la traducción de Petrarca hecha por el lusitano Henrique Garcés en la región del Collao (1591), o al enciclopédico Diego Dávalos y su Miscelánea austral (1603-1604) para gozar de la musicalidad y hegemonía del endecasílabo italiano en el nuevo virreinato. Reiteremos que en España la tradición cancioneril tampoco muere del todo a lo largo del siglo XVI, pese a la «Epístola a la Duquesa de Soma» de Boscán y sus críticas a las estrofas tradicionales en 1543.
El Inca, pues, estaba familiarizado con ese gusto tradicional, como hemos dicho, y no resulta gratuito mencionar su relación personal con Diego de Silva, el primer poeta épico de largo aliento sobre la campaña de Pizarro, autor de La conquista de la Nueva Castilla (de 1538), que fue hermano del novelista Feliciano de Silva (Lohmann Villena, «La ascendencia española...», 379; y «La parentela española...», 268), el mismo que sería ironizado años más tarde por Cervantes. Diego de Silva fue además padrino de confirmación del Inca Garcilaso y pariente lejano de su padre, el Capitán Garcilaso de la Vega Vargas, de quien también fue testigo testamentario en 1559. No es casualidad que La conquista de la Nueva Castilla esté escrita en coplas dodecasílabas de versos dactílicos y muy dentro de la concepción pre-renacentista, de larga estirpe medieval, de Juan de Mena (Coello, Cap. 3). No sabemos si el Inca llegaría a leerla, pero sin duda recordaría los gustos y preferencias literarios de su padre y sus compañeros de armas.
Como se ve, los indicios de la temprana formación poética tradicional del Inca son variados. Sin embargo, y a pesar de la explícita preferencia del cronista cuzqueño por Garci Sánchez de Badajoz por encima de su tío abuelo el toledano aun en 1596, la relación entre los dos Garcilasos pasa por caminos más complejos que los estrictamente históricos o genealógicos29. Aquí conviene reflexionar sobre dimensiones textuales menos obvias, que nos pueden dar la pauta sobre la asimilación que hace el Inca no sólo del poeta toledano, sino de todo el petrarquismo y de la imitatio en su variante emulativa. A la vez, los alcances velados del nombre de Garcilaso pueden echar luz sobre aquellas zonas oscuras del Inca donde hace falta acudir a herramientas extraliterarias para entender la complejidad de este novedoso sujeto de escritura.
Una primera mirada sobre coincidencia de perspectivas debería partir del hecho de que ambos autores se encuentran en posición de pérdida frente al objeto de deseo. El toledano, a través de sus máscaras pastoriles, se lamenta por la muerte de Elisa como el Inca, en tanto voz histórica y personal a la vez, por la pérdida del Tahuantinsuyu. Serviría recordar incluso semejanzas de estilo. En la «Égloga II», por ejemplo, Albanio declara, ante la pérdida de la amistad de su pastora amada:
|
(estr. 335, p. 63, cursivas mías) |
Y también:
|
(estrs. 485 y 486, p. 68; cursivas mías) |
¿No se
parece esta ausencia lamentada («la
pérdida del bien»
, como canta el toledano) a la
que emiten los parientes indígenas en los Comentarios
reales, cuando la voz narrativa dice «y allí, con la memoria del bien
perdido, siempre acababan su conversación con
lágrimas y llanto?»
(I, I, XV, cursivas
mías). Claro que el caso podría remontarse al
antiquísimo tópico del ubi sunt?, pero es curioso que las
fórmulas coincidan. También podría pensarse en
la descripción, aunque breve, de algunos pasajes rurales en
La Florida del Inca y los Comentarios reales
siguiendo las convenciones del locus amoenus pastoril. Pero si nos
limitáramos a esta práctica fuentista y
tautológica, no estaríamos llegando mucho más
lejos que el Brocense con sus comentarios al toledano. Prefiero, en
este caso, asumir una posición análoga a la de
Herrera en sus Anotaciones para evaluar modestamente
cuál es el gran aporte del Inca Garcilaso a la lengua
castellana y a la construcción de las nuevas identidades
transatlánticas.
Herrera rescata de Garcilaso el toledano y de su propia obra la libertad de escoger los más valiosos «despojos» de la tradición y de mezclar
los mejores antiguos [o sea los clásicos,] con los italianos [...] porque no todos los pensamientos i consideraciones de amor i de las demás cosas que toca la poesía cayeron en la mente del Petrarca i del Bembo i de los antiguos, antes queda a los sucedientes ocasión para alcançar lo que parece imposible aver ellos dexado. I no supieron inventar nuestros pre[de]cessores todos los modos i osservaciones del habla. |
(Herrera, 273-274) |
Pese a la tan valorada imitatio, Herrera entendía con perspicacia que había zonas y aspectos de los clásicos insuficientemente exploradas y numerosos aspectos de la tradición que no se adecuaban completamente a los tiempos modernos. La libertad relativa del poeta le permitía, por ello, recrear a su modo determinados tópicos y elementos para un logro más efectivo de la varietas.
Asimismo, cuando
Herrera explica la «Égloga II», hace una clara
defensa de las travesías lingüísticas de
Garcilaso por otros idiomas y admite que «podemos usar vocablos nuevos en nuestra lengua,
que vive y florece»
, incluso «con voces griegas i peregrinas i con las
barbaras mesmas»
(Herrera, 348). Naturalmente que no se
trata de una inclusión abierta, sino muy selectiva,
según el mayor lustre requerido para la poesía, en la
cual los vocablos «peregrinos» deben brillar «como una estrella»
de modo que
«tengan similitud i analogía con
las otras vozes formadas i innovadas de los buenos
escritores»
(ibid.), ya que los
clásicos procedieron de modo semejante en el proceso
imitativo que les correspondía. La innovación es
más que evidente cuando se poetiza con el intertexto
directamente sacado de la lengua extranjera, como hace el toledano
con el último verso de su soneto XXII, por ejemplo, que
extrapola completo un endecasílabo en italiano de la
«Canción Primera» de Petrarca30.
Estas resumidas observaciones sobre el Divino Herrera y la poética del toledano anteceden un modus operandi que en otro género, el de la historia, emprendería el cuzqueño Garcilaso en las dos últimas décadas del XVI. En función de la varietas renacentista, muy tomada en cuenta en todos los géneros retóricos, el Inca emprende viajes léxicos entre el castellano y su quechua materno, incorporando en su escritura términos como «illapa», «chacra», «Sapa Inca», «palla» (y hasta determinados calcos lingüísticos, según estudia Cerrón-Palomino) que le otorgan a su narración un indudable sabor de autenticidad y de focalización interna al mundo indígena y mestizo que dice representar. Es más: si bien la prosa del Inca nunca sale de los parámetros gramaticales y sintácticos del español y es muy difícil compararla a la de sustrato eminentemente quechua de un Guaman Poma, por ejemplo, no por eso deja de connotar ciertas estrategias narrativas que la convierten en un producto sui generis de la historiografía indiana. Me refiero, verbigracia, a los capítulos «guerreros» o de conquista de los gobernantes cuzqueños, aquellos en que el Inca utiliza una misma plantilla narrativa para evocar la oralidad de un mito fundacional. Así también, en los Comentarios reales (1609 y 1617) son discernibles algunas formas de organización simbólica que despiertan resonancias cuzqueñas. Por eso, determinados elementos de la narración sobre las conquistas de los incas simulan una forma de autoridad nativa según su distribución prosódica en pares o dobletes sintáctico/semánticos, propios de la composición poética andina (v. Mazzotti, Coros mestizos, Cap. 2). Esto no elimina los rasgos cuzcocéntricos ni elitistas de tal discurso, ni significa que la abrumadora evidencia sobre las lecturas renacentistas del Inca deba ser soslayada. Sin embargo, con esta práctica, que no encontramos de la misma manera estilizada en los cronistas españoles que el Inca Garcilaso leía y citaba, se produce un efecto de transmutación de la voz narrativa en la fuente supuestamente oral que la sustenta. ¿No estaría con tal práctica ampliando el cuzqueño la noción de «traslación» lingüística tan cara a Herrera y a algunos de los más grandes escritores de la época? Porque si bien la travesía por mundos y vocablos peregrinos que Herrera defiende y encuentra en la obra del toledano es ya de por sí un paso adelante en la consagración del castellano como lengua literaria al par de las otras europeas, también es cierto que en el caso del Inca hay una subjetividad que está tratando de expresarse a su manera, sin salir necesariamente de los parámetros de las lenguas y las convenciones de prestigio. Por eso es posible ver en algunos pasajes de los Comentarios reales que el mito de origen andino (aunado a un providencialismo expreso) funciona como elemento modelador de una autoridad de extramares, que regresa remozada a la península con nuevos ritmos y sabores novomundiales.
Verdad también es que el toledano echa mano de la mitología a su alcance cuando introduce, por ejemplo, a las ninfas Filódoce, Dinámene, Climene y Nise para acompañar el lamento de ultratumba de la rubia Elisa en la «Égloga III». Pero los mitos en el toledano son, como dice Antonio Prieto (Cap. 2), parte de una narración interior, siguiendo el modelo de Petrarca, y no son paradigmas ni esquemas narrativos, a diferencia del Inca, lo cual no quiere decir que en el cronista cuzqueño no aparezcan también las «fábulas historiales» de las que se deshilvanarán los ovillos de su múltiple cuadro de la tierra y la historia peruanas.
El ars combinatoria es en ambos Garcilasos de alguna manera semejante, pero sin duda hay también distancias notables. Bastaría recordar que en la biblioteca del Inca, como establece Durand, figuran autores como Petrarca, Boccaccio, Juan de Mena, Fernando del Pulgar, el Ariosto, el Boiardo, y clásicos obligados como Salustio, Julio César, Lucano, Virgilio, Plutarco, Aristóteles, Tucídides, Suetonio, Polibio, y muchos otros que muy probablemente el toledano también leyó en su momento. A la vez, figuran varios que por razones cronológicas no llegaron al alcance del Príncipe de los Poetas Castellanos, como la Silva de varia lección de Pero Mexia, el Examen de ingenios de Juan Huarte de San Juan, las Elegías de varones ilustres de Indias de Juan de Castellanos, y las crónicas del Palentino, José de Acosta, López de Gómara, Cieza de León, Fernández de Oviedo, amén de muchas obras devocionarias postridentinas (Durand, «La biblioteca del Inca», 250-251). No olvidemos, asimismo, la ya mencionada preferencia del Inca por la poesía cancioneril y específicamente por Garci Sánchez de Badajoz, que por poco lo convierte en poeta.
Alguna vez se dijo que la influencia del petrarquismo vía su tío abuelo toledano fue tanta en el Inca que su obra podría concebirse como la expresión de un «cupidismo transnacional», en el cual la lejana patria peruana, o más bien cuzqueña, era reinventada en función de los intereses aristocráticos del Inca e imperiales de la Corona (ver Greene). Pero así como no se puede reducir al toledano Garcilaso únicamente a Petrarca, a Tansillo, a Bembo, al Tasso padre o a Ausías March, y ni siquiera a todos juntos, tampoco puede reducirse al cuzqueño Garcilaso a Petrarca, Ficino, Tomás Moro, Erasmo, León Hebreo, los neoescolásticos y otros numerosos, incluyendo a su tío abuelo el toledano, ni como modelo literario ni como inspiración unívoca en 1563 para el socorrido cambio de nombre.
En ese devenir de más de sesenta años entre ambos momentos de escritura, se ha ido consolidando una lengua literaria, pero también una nueva subjetividad enriquecida por la travesía bidireccional sobre el Atlántico, que facilitará el efecto de extrañeza y exotismo (casi de hibridismo, diría la jerga postcolonial) más frecuente en el Barroco ya ad portas. Quizá sería preferible hablar entonces de procesos de eclecticismo y sincretismo, o de imitatio emulativa y transformativa, para ceñirnos mejor al vocabulario de la época y evitar «traslaciones» teóricas no siempre felices cuando nos encontramos frente a dos mundos, el europeo y el americano, que si bien mantienen relaciones asimétricas, representan también faces jánicas de un proceso de expresión literaria y construcción de identidades interdependientes y, por lo tanto, inseparables.
Sólo cabe terminar comentando brevemente sobre el apelativo de «Inca» que el historiador cuzqueño antepone a su nombre español. Ya es bastante sabido, y lo explica el mismo cronista, que el título de «Inca» se heredaba por línea paterna (Comentarios I, I, XXVI). Al ser hijo de una princesa de la familia real incaica y de un conquistador español, a Garcilaso no le correspondía en términos genealógicos ni legales strictu sensu. Así, en apariencia, y por lo menos desde 1590, con la publicación de la Traduzion del Yndio de los tres Diálogos de amor, el apelativo de «Inca» yuxtapuesto a «Garcilaso de la Vega» bien habría funcionado sólo como un nom de plume. Y sin embargo, como ya han explicado Varner (43), Hilton (16), Duviols y otros, Garcilaso lo usa como posible homenaje a su padre, que, al igual que otros conquistadores, recibió el apelativo de «Inca» de parte de los mismos indígenas debido a sus proezas militares, a ser «Huiracocha» o hijo del Sol y al buen tratamiento que prodigó a la población. Esto, claro, en versión del cronista. El Inca Garcilaso, pues, asumiría por línea paterna un título que le habría correspondido al Capitán Garcilaso de la Vega como «inca de privilegio» según la costumbre de la etnia cuzqueña de asimilar con ese título a sus mejores aliados y colaboradores o, en este caso, a quienes probaron haber mantenido una conducta benefactora digna de los gobernantes cuzqueños. Rodríguez Garrido («'Como hombre venido del cielo'») prueba este punto con el análisis de las obras de reforma y mejora de la calidad de vida en el Cuzco realizadas por el corregidor Garcilaso de la Vega, padre del mestizo, entre 1555 y 155731.
Pero hay,
además, otra razón de peso para la legitimidad del
apelativo de «Inca» más allá de las
estrictamente literarias. En los documentos legales publicados por
de la Torre y del Cerro en 1935 (El Inca Garcilaso: nueva
documentación) y por Porras en 1955 (El Inca
Garcilaso en Montilla) muy pocas veces el historiador peruano
se autodenomina «Inca». Empieza a hacerlo poco a poco a
partir de 1590, fecha que coincide con la aparición de su
Traduzion de León Hebreo y meses antes de su
traslado definitivo a Córdoba (Porras ya había notado
el hecho, El Inca Garcilaso, XXXVI). Curiosamente, en
varios de esos documentos, son los testigos de bautismos y
contratos los que lo denominan así. De la Torre y del Cerro
llama la atención sobre un sobrino del Inca que
también usaba el apelativo sin tener padre indígena:
«Garcilaso de la Vega el Inca tuvo un
sobrino, hijo de su hermana uterina Luisa de Herrera, nacido como
él en el Cuzco, que se nombró Alonso de Vargas y
Figueroa Inca y luego Alonso Márquez Inca
de Figueroa»
(Torre y del Cerro, XXXIII-XXXIV,
énfasis agregados). A este sobrino, nieto del matrimonio de
su madre, la palla Isabel Chimpu Ocllo, con el modesto
comerciante Juan del Pedroche, Garcilaso cede en 1604, es decir, a
sus sesenta y cinco años de edad, los derechos a cualquier
recompensa que pudiera recibir de la Corona por sus pasados
servicios, como consta en los documentos 66, 102 y 116 de la
colección de la Torre. El apelativo de «Inca» no
resulta, pues, una mera pose literaria ni solamente una
reivindicación del honor de los padres conquistadores
más notables (y Juan del Pedroche no lo era, que se sepa),
sino un uso común entre quienes se sentían pertenecer
a una etnia y a un grupo que ya a fines del XVI y durante el XVII
se reconstituyó como sujeto social y cultural para construir
lo que poco a poco se convertiría en el «movimiento
nacionalista inca» o neoinca, hasta llegar a su
decapitamiento literal en la Plaza de Armas del Cuzco en 1781 con
la ejecución de Túpac Amaru II. Por supuesto que el
Inca Garcilaso estará lejos de un nacionalismo étnico
de ese tipo, que incitaba a la rebelión armada, pero tampoco
pueden pasarse por alto diversos pasajes de crítica al poder
de Felipe II (en La Florida II, parte primera, V, y en los
Comentarios II, III, XX, por ejemplo). No es de
extrañar que su amistad con diversos miembros notables de la
orden jesuita, como el ya mencionado Juan de Pineda, el
hebraísta Jerónimo de Prado, el erudito Martín
de Roa, el catedrático de retórica Francisco de
Castro y otros, lo llevara a conocer las tesis de Juan de Mariana,
Pedro de Rivadeneira y las de Francisco Suárez sobre la
soberanía (no independencia, por supuesto, sino en el
sentido político de la época) y el «bien
común».
Nada de esto implica dudas acerca de la fe cristiana ni cuestionamientos de los edictos tridentinos. Pese a las connotaciones cósmicas que el título de «Inca» pudiera tener ante una audiencia andina (y sin duda las tendría para fines del XVI), se trata también de una reivindicación étnica y de legitimación de los reclamos políticos y económicos que numerosos descendientes de ese sector social venían gestionando ante la corona española. El propio Inca Garcilaso da cuenta de dichos trámites en el Capítulo XL del Libro IX de la Primera Parte de sus Comentarios reales. No hace falta convertirse en un Otro ontológico ni aparentar herejía para asumir dicha postura ni un papel representativo.
En una elegante
respuesta de José Durand en 1966 («Los silencios del
Inca») al erudito español Juan Bautista Avalle-Arce,
quien había llamado «peregrina
idea»
la mención de Miró Quesada y de
Durand de un probable y complementario origen indígena de
las omisiones históricas tan frecuentes en Garcilaso,
señala que «Garcilaso, formado y
madurado en el humanismo, espléndido prosista
español, puede parecer muy alejado de sus dobles
raíces y muy cercano al mundo europeo en que arraigó.
Claro está que tal impresión será tanto
más neta cuanto mejor se conozca al español y menos
al indio»
(«Los silencios del Inca»,
72)32.
Si bien en otros momentos Durand incurre en un cierto esencialismo
sobre el carácter indígena en general, no debe
pasarse por alto que la crítica que hoy, después de
cuarenta años, sigue asimilando completamente al Inca
Garcilaso a los patrones estéticos y retóricos de su
tío abuelo el toledano repite el error de negar toda
importancia a aquello que desconoce, precisamente ese mundo andino
en el cual el Inca creció y se formó vivencialmente,
así como a la continuidad, transformada, claro, y
sincrética, de los marcos de referencia cultural (no
necesariamente religiosa) de la tradición de las
panaka cuzqueñas huascaristas antes de 1609 y 1617.
Y, de paso, niega pertinencia a casi toda la historiografía
andina (ver Durand, «Garcilaso Inca jura decir verdad»,
Pease, «Garcilaso andino» y Miró Quesada,
«La tercera dimensión...») y hasta a un sector
muy rico de las letras españolas (como he demostrado con el
caso de Garci Sánchez de Badajoz). El garcilasismo de este
lado del Atlántico tiene aún muchos recorridos
pendientes para contribuir a una mejor y más actualizada
comprensión de la obra del mestizo cuzqueño.
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