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Gutta cavat lapidem (Tradición sevillana)

José Velázquez y Sánchez

«Grandes, son, oh Señor, tus juicios,
e irrevocables tus palabras».

(Lib. Sab., cap. XVII, 1)



El sol camina lentamente hacia su ocaso, y las auras de la tarde con su fresco soplo alivian los ardores de un día abrasador de julio.

La naturaleza revive al hálito embalsamado de los céfiros, y sacude el sopor penoso en que la sumieran los inclementes rigores estivales.

Las amenas campiñas de Carmona parecen sonreír a las brisas reparadoras y suaves, y saliendo de su triste silencio y postración, exhalan en ecos de dulce armonía el himno de su gratitud a la Omnipotencia, que hace relativos el placer y el dolor, el sufrimiento y el goce. Este himno sublime tiene por notas el gorjeo de las aves; el susurro de los árboles, sacudiendo sus frondosas copas al halago del manso vientecillo; el perfume balsámico de las flores; el aroma puro de la vegetación, recobrando sus fuerzas al perder la atmósfera su ardoroso influjo; los ecos lejanos, que remedan remotas melodías al llegar al suspenso oído; el zumbar de millares de insectos, guarnecidos entre las plantas, errantes entre las grietas de la tierra, o juguetones en torno de las microscópicas grutas que su industria les depara.

A la sombra de un álamo copudo y al abrigo de una preminencia caprichosa del terreno se levanta una piedra negruzca, enmohecida y descantillada por la acción devoradora del tiempo.

Aquella piedra parece haber formado parte de un cimiento ciclópeo, como el lienzo de gigantesca construcción de las murallas de Tarragona; y al encontrarse en los bosques sombríos de la Germania, el pasajero la hubiese creído uno de esos nefandos altares del Arunismo, donde los druidas ofrecían víctimas humanas a sus divinidades tenebrosas.

De un reborde peñascoso de la prominencia se desfila de vez en cuando una gota de agua, que viene a caer limpia y transparente como una lágrima en la cavidad de irregulares formas, practicada en la gran piedra; denunciando una mano ruda, atenta a procurar recoger la líquida emanación del montecillo, sin perfeccionar la obra de su provisión benéfica.

El hueco de la piedra contiene un agua cristalina que ofrece alivio al viajero sediento y derramándose por un estrecho caucecillo, forma un arroyuelo que brinda a los animales, a los alados y antenados insectos, y a las avecillas, el tesoro de su escaso pero fresco raudal.

Pensativo, melancólico, sentado sobre el húmedo césped, apoyado el codo en el borde de la piedra-pozuelo, y sosteniendo la mejilla en la doblada diestra, se distingue a un púbero1 de agraciado rostro, aire de distinción sin pretensiones, y vestido con una sencillez elegante de rico-hombre viajero. En la severidad de líneas de aquella fisonomía, y en el corte al redondo de sus largos cabellos de un rubio oscuro, se conocía en el joven la procedencia de la altiva raza goda; y a poco que se estudiara et gesto de natural dominio de aquella rosada boca, y la contracción de sus cejas en signo habitual de majestuoso imperio, echábase de ver que el púbero pertenecía a una de las castas preeminentes de la familia gótica, como duques obarones de territorios, sometidos ala corona electiva de los Ataúlfos y Recaredos.

El noble niño parecía sumergido en cavilaciones aflictivas; porque más de una vez en el curso de sus pensamientos una lágrima se había deslizado silenciosa de sus sedosas pestañas a lo largo de sus pálidas mejillas; en más de una ocasión durante sus meditaciones una sonrisa de inefable ternura plegó sus labios, o una expresión de amargo desaliento se dibujó en su semblante...

Pareció salir de su preocupación dolorosa: su rostro se animó de improviso y con acento resuelto exclamó:

-¡Diga lo que quiera Leandro, no es el estudio a lo que me llama Dios!... Yo pongo de mi parte cuanto puedo; pero esta cabeza de piedra no responde... ¡Y pensar el disgusto que produce mi fuga!; el dolor de mi hermano; de mi hermano tan sabio, tan bondadoso, tan amante de los suyos!... ¡Ah! ¡Si no fuera porque se obstina en que estudie, a pesar de mi rudeza, volverla arrepentido a implorar su perdón!... Continuemos en el fatal propósito de huir de la patria, y el Señor guíe mis pasos en tan triste peregrinaje... ¡Ay de mí!

Y el púbero tornó a engolfarse en su abstracción penosa; y recobrando la postura, que para desahogar su comprimida angustia acababa abandonar, parecía una estatua erigida para exorno de la rústica fuente: estatua representativa de Jacob reposando de su peregrinación a Mesopotamia2 y antes de remitirse al sueño profético de las escalas entre el cielo y la tierra.

Un pastor anciano, acompañado de su perro, venía en dirección a la ciudad del Lucero3, célebre en la Vandalia, a presentar a su señor las pieles de varias ovejas, degolladas por una loba rabiosa, terror de la comarca, y al pasar por la fuentecilla, su perro se detuvo a mitigar su sed en la charca, y el viejo se dirigió al pozuelo para humedecer sus secos labios.

El púbero y el pastor se saludaron con una inclinación de cabeza: y mientras el segundo se refrigeraba, llevando a su boca el agua en el hueco de la mano, el primero no quitaba la vista del anciano pastor, cuya faz apacible traducía la calma de una conciencia satisfecha y el contento de la conformidad con su estado.

-¿Dónde se camina, pequeño godo? -preguntó el viejo al jovenzuelo con afabilidad.

-Por el mundo, y adonde sea servido Dios Nuestro Señor -contestó el púbero con abatimiento.

-Dios le guíe -replicó el campesino-; aunque presumo, ni verle sin escudero ni quien le acompañe, que más huye que camina.

El niño frunció las cejas, dirigiendo a su interlocutor una mirada recelosa.

-Dios le juzgue por sus obras -añadió el anciano con acento solemne-: yo no tengo ese derecho; pero afligir a las familias y abandonar a los que nos aman, no es cosa buena.

-Yo abandono a los míos, porque se obcecan en que estudie para hacerme sabio, como mi hermano Leandro4; y por más que sudo y me aplico a estudiar, no alcanzo a retener un texto de hoy para mañana; con lo que vivo en perenne fatiga, y resuelvo dejar con mi casa esas tareas para las que sin duda no he nacido.

-¿Y solo por eso huyes de tus hogares, niño? -interrogó el pastor con bondadoso tono.

-Solo por eso -afirmó el púbero arrasados los ojos en lágrimas-; porque mis deudos son la bondad misma, y mi hermano Leandro es un siervo de Dios, laborioso como ninguno, amante como el pastor bueno, y de una verba5 que roba el corazón.

-Haga por volver y que le perdone.

-No es posible -repuso el muchacho con desaliento-; me haría tornar a los estudios, y por más que me dedique, mi cabeza no está organizada para esa labor.

-Porque desconfía de sí mismo demasiado, y no trabaja lo que debe, imbuido en esa injusta desconfianza.

-¡Injusta!

-Sí -apoyó el viejo-: nada resiste a la perseverancia y el tiempo: buen testigo es la piedra en que tienes apoyado el codo.

-¡Esta piedra!

-La misma. No es la mano del hombre la que ha ahondado su superficie basta hacerla cóncava y capaz de contener el agua como una fuente, sino esa gota que de tiempo en tiempo cae de esa grieta, y golpea incesante sus ásperas capas, corroyéndola y amoldándola hasta que concluya por desvanecerla a la impresión constante de sus golpes. Niño, ya ves la fuerza de la debilidad cuando la ayuda la constancia: reflexiona bien esta imagen, y el Señor te ilumine; porque fueras ciego si erraras los ojos a la luz de la divina enseñanza, que Dios hace radiar en todas las obras de su potente mano.

El pastor dio un silbido a su perro, y continuó tranquilamente su camino hacia Carmona.

El niño se levantó murmurando: Volvamos a Sevilla.

Este niño había de figurar en el catálogo de los elegidos y glorificados por el Señor, después de emular la sabiduría de los primeros Doctores de la Iglesia, e ilustrar como sucesor de San Leandro la silla metropolitana hispalense.

Este niño era San Isidoro6.

FUENTE

Velásquez y Sánchez, José, «Gutta cavat lapidem (Tradición sevillana)», La España Literaria, año II, núm. 5, 20 de diciembre de 1863, pp. 36-37.También en El Mundo pintoresco. 27/3/1859, n.º 13, p. 3.

Edición: Pilar Vega Rodríguez.

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