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Hacia el modelo de novela regional: El sabor de la tierruca de José María de Pereda

Raquel Gutiérrez Sebastián


I. B. «El Astillero» (Santander)



En la novela El sabor de la tierruca (1882), José María de Pereda inicia un modelo literario -el de la novela regional- cuyos presupuestos teóricos indicará, aunque de modo un tanto vago, en algunos de los pocos documentos estéticos en los que trata sobre su quehacer artístico: el Discurso que pronunció como Mantenedor de los Juegos Florales en Barcelona en mayo de 1892 y el de su ingreso en la Real Academia Española en 1897.

Sin embargo, aunque la explicitación teórica de este canon literario no se produce hasta los años noventa del pasado siglo, el autor de Peñas arriba llevaba más de una década ensayando las fórmulas narrativas que habrían de dar lugar a ese modelo, e incluso podemos rastrear los presupuestos teóricos del mismo en varios documentos que resultan particularmente esclarecedores en el caso del escritor de Polanco, como las cartas que dirige a sus amigos en las que da cuenta de su labor literaria, las aclaraciones metanarrativas que apostillan sus discursos novelescos y, particularmente, las opiniones de la crítica contemporánea al escritor1.

Por razones evidentes de extensión nos ceñiremos en este caso a los documentos relacionados con su relato El sabor de la tierruca y al propio texto de esta novela, pues consideramos que marca el inicio de un nuevo modo de escribir en Pereda, tras sus primeros libros costumbristas y las denominadas novelas de tesis, Don Gonzalo González de la Gonzalera (1879) y De tal palo, tal astilla (1880).

En esta exposición trataremos por tanto de mostrar cómo el concepto que a posteriori esbozaría Pereda teóricamente sobre la novela regional estaba implícito en el texto de El sabor, narración que cumple todas las características de este modelo literario que encuentra en el autor de Sotileza a uno de sus más insignes cultivadores.

Indicaba Pereda en su Discurso de Ingreso en la R. A. E. a modo de definición de la novela regional que:

Se ha convenido en dar este nombre á aquélla cuyo asunto se desenvuelve en una comarca ó lugar que tiene vida, caracteres y color propios y distintivos, los cuales entran en la obra como parte principalísima de ella; [...] se nutre de amor al terruño natal, á sus leyes, usos y buenas costumbres; [...], á sus consejas y baladas, al aroma de sus campos, á los frutos de sus mieses, á las brisas de sus estíos, á las fogatas de sus inviernos; á la mar de sus costas, á los montes de sus fronteras; y como compendio y suma de todo ello, al hogar en que se ha nacido y se espera morir2.



En definitiva, desarrollaba la idea de que la ambientación de los relatos que se calificasen como regionales debía ser por fuerza una determinada región o comarca española, de cuyas particularidades y peculiaridades pintorescas, tanto en paisaje como en costumbres, se convertía en fotógrafo el novelista. Pero, además, Pereda indicaba que los asuntos costumbristas y paisajísticos habían de entrar en la novela no únicamente como elementos decorativos o ambientadores, sino que tenían que ser -reiteramos las palabras de su Discurso de Ingreso en la Academia- «parte principalísima de ella»3. Quedaban claros pues algunos de los elementos esenciales que habían de integrar una novela regional: un escenario preferentemente rural, o al menos provinciano, en ocasiones fuertemente idealizado hasta llegar al bucolismo, un punto de vista retratístico mediante el cual el novelista se convertía en un testigo de excepción de hechos, personajes o lugares pintorescamente diferenciadores, descritos en la obra para dar color local a la misma, y un interés por diluir la trama argumental en esa pintura de ambientes, interés que fue determinante en la proliferación de escenas costumbristas dentro de las novelas de este autor.

Plenamente ejemplificadora de todos estos aspectos es El sabor, que desde su génesis se concibe como una simple pintura de la vida cotidiana en un pequeño pueblo montañés. Así lo muestra una epístola de su autor a Galdós, fechada el 26 de marzo de 1881, carta en la que le da cuenta de su nuevo proyecto narrativo:

Tengo, efectivamente, el proyecto de hacer una noveleja, y aun algunos capítulos escritos, sin pies ni cabeza. Será aldeana montañesa de pura casta sin sabios heterodoxos, ni jóvenes escrupulosas, ni políticas corruptoras4. Pura aldea, con sus tipos y resabios congénitos. Mucha naturaleza, mucho viento sur... y nada entre tres platos...5



La realización del proyecto que Pereda tenía fijado coincide con estas intenciones iniciales, ya que efectivamente, el asunto de esta obra no es otro que la citada pintura de la vida en la aldea de Cumbrales, pintura salpicada con algunos conflictos narrativos de naturaleza diversa, como los amorosos, bien entre personajes de distintos estratos sociales, como el conato de declaración amorosa del aldeano Nisco a la hidalga María, o bien entre personajes de la misma clase social. Además aparecen conflictos políticos, centrados en las desavenencias entre los dos hidalgos del pueblo, don Juan de Prezanes y don Pedro Mortera, partidario el primero de los liberales y proclive el segundo a un sabio apartamiento de las aldeas respecto a las grandes luchas políticas nacionales, conflictos políticos que tienen su máxima expresión en la figura caricaturesca de don Valentín, un liberal de tintes quijotescos que muere al final del relato tras haber pasado el mismo esperando la llegada de los facciosos ultramontanos. También aparecen lo que podríamos denominar conflictos mágico-tradicionales, que son los que giran en torno a la Rámila, bruja del pueblo a la que se achacan todas las desgracias y hechos sobrenaturales acontecidos en él, como los misteriosos sonidos nocturnos, las peleas entre los mozos de Cumbrales y Rinconeda o incluso la llegada del ábrego y los desastres que trae aparejada.

Otra prueba inequívoca de que el narrador perediano pretendía casi únicamente pintar de un modo verosímil el paisaje y costumbres de su tierra natal son las palabras con las que cierra el relato la voz del autor implícito dirigiéndose a los lectores:

¡Qué suerte la mía si con este librejo, ya que no lo haya logrado con tantos otros informados del mismo sentimiento, consiguiera yo, lector extraño y pío, darte siquiera una idea, pero exacta, de las gentes, de las costumbres y de las cosas; del país y sus celajes; en fin del sabor de la tierruca6.



Como era lógico, la crítica contemporánea tomó buena nota de que una de las características más acentuadas de la novela era su fuerte localismo y la pintura de lo rural, y que el narrador hacía hincapié además en un deseo de diferenciar por sus ambientes y cuadros pintorescos, la región nativa del escritor respecto a otras. Uno de los críticos que subrayó esta idea fue Miquel y Badía, en un artículo publicado en el Diario de Barcelona:

[...] hay en sus páginas, sin embargo, una atmósfera que lo envuelve todo, una fragancia que todo lo aromatiza, un calor que todo lo anima, y gracias á cuya atmósfera, fragancia y calor, pueblos y casas, bosques y sembrados, gentes de levita y gentes de chaqueta, [...] presentan un aire propio de la tierra montañesa, aire que no se confunde con el de ninguna otra de las comarcas de España aun cuando ofrezca con algunas de ellas marcados puntos de semejanza7.



La visión del mundo rural que desde la dimensión regional propugna Pereda no está exenta en la mayor parte de sus novelas y en El sabor particularmente, de un sesgo bucólico fuertemente idealizador, rasgo que también se consolidará en relatos posteriores como caracterizador del modelo narrativo regional8. De hecho, así sucede en la mayor parte de los pasajes descriptivos del texto que nos ocupa, entre los que destacamos la pintura de los animales en la escena de la derrota de las mieses9 que se encuentra en el capítulo XVII:

Desaparecieron como por encanto los portillos y seturas de las mieses; y cada una de las brechas resultantes fue vomitando en la vega el ganado a borbotones,[...] ¡Válgame Dios, qué triscar el suyo y dar corcovos y sacudir el rabo! ¡Qué mugir los unos, y relinchar los otros, y balar aquestos, y rebuznar por allí, y bramar por el otro lado! [...] Faltaba el tiempo para recorrer la blanda y fragante alfombra de la vega; y el loco y desacorde vocerío y el sonar incesante de esquilas y cencerros, enardecía las bestias, y túvolas sin juicio ni sosiego cerca de una hora10.



Junto con la pintura idealizadora en ocasiones y siempre localista del terruño natal, un segundo elemento tiene interés en la caracterización de El sabor como novela regional. Nos referimos al costumbrismo, cuyos procedimientos sirven al escritor cántabro, entre otras cosas, para lograr esa ambientación pintoresca a la que venimos aludiendo. Como ha señalado González Herrán:

Si hay un tópico crítico unánimemente admitido en relación con la novela perediana es el que la considera un paradigma de la llamada novela regional (o más exactamente novela costumbrista regional) en la narrativa del último tercio del siglo XIX; en efecto, exceptuando unos pocos títulos (La mujer del César, La Montálvez, Pedro Sánchez, en parte), todas sus ficciones están situadas en su Cantabria natal, y la ambientación (escenarios, tipos, habla, trabajos, fiestas...) está conseguida a través de mecanismos propios del género de costumbres11.



El costumbrismo en este relato no solamente está, como acabamos de indicar, en la base de los procedimientos empleados por el narrador, ya sea para la construcción de los personajes, o para la ambientación o la composición novelesca, sino que es fundamental su relación con la tesis ideológica que es causa y efecto del quehacer estético de Pereda, aspecto al que aludiremos al final de esta intervención. Por ello resultará de interés precisar, aunque sea someramente, cuáles son los ingredientes costumbristas en El sabor de la tierruca.

La primera referencia costumbrista la encontramos en la caracterización de los personajes, pues uno de los rasgos más llamativos del texto es la convivencia en él de los tipos costumbristas, que en ocasiones retoma Pereda de sus primeros artículos, con los personajes novelescos. Pero es que, además, estos últimos están elaborados a partir de fórmulas del costumbrismo.

En realidad, si estudiamos con algún detenimiento los personajes secundarios del discurso narrativo advertiremos que la mayor parte o son tipos genéricos colectivos- a veces constituyendo verdaderas galerías y designados como los viejos, las mozas, los muchachos- o bien son prototipos individuales levísimamente caracterizados de los que conocemos poco más que su nombre (generalmente simbólico), su vestimenta y su fisonomía, y lo que será determinante para el retrato, su modo de hablar. Dentro de estos tipos individuales escogeré para ejemplificar estas afirmaciones dos personajes diferentes: el del jándalo y el del aldeano, bien personificado en el alcalde de Cumbrales, Juanguirle.

El primero de ellos, el jándalo, conocido con esa designación entre sus coterráneos por ser uno de tantos montañeses emigrados a Andalucía que regresaban a su aldea con las costumbres y el modo de hablar de aquella tierra, lo encontramos en el relato bajo el nombre de El Sevillano. Este tipo había aparecido en el cuadro titulado precisamente «El jándalo» perteneciente a Escenas Montañesas (1864) y volverá a encontrarse, de un modo más semejante al de un personaje novelesco encarnado en el Berrugo de La Puchera (1889). Si su filiación es inequívocamente costumbrista, no lo es menos el modo en el que el narrador lo describe, deteniéndose con un detallismo cercano a lo pictórico en lo pintoresco de su vestidura:

Vestía el uno un traje entre andaluz y de la tierra (ancha faja de estambre negro a la cintura, calañés, chaleco desceñido, y en mangas de camisa); andaría rayando con los treinta y cinco años [...]; ostentaba en la cara anchas patillas negras; miraba gacho y hablaba ceceoso y lento, más por alarde que por natural disposición. Había estado, de mozo, en Andalucía, como tantos otros conterráneos suyos; y era casi el único resto del antiguo jándalo, de los que volvían a caballo, entre rumbo y alamares, escupiendo por el colmillo y, a creer lo que ellos mismos aseguraban, sembrando el camino real de pañuelos de seda y onzas de oro12.



El segundo tipo en el que me detendré es el del alcalde de Cumbrales, apodado por sus vecinos a causa de su «enguirle» o estrabismo ocular como Juanguirle, quien responde al paradigma de aldeano montañés, honrado y trabajador. Probablemente se fijara en él Galdós cuando indicó en el prólogo a El sabor que Pereda como narrador:

Si no poseyera otros méritos, bastaría a poner su nombre en primera línea la gran reforma que ha hecho, introduciendo el lenguaje popular en el lenguaje literario, fundiéndolos con arte y conciliando formas que nuestros retóricos más eminentes consideraban incompatibles13.



Precisamente es el lenguaje lo que diferencia a Juanguirle de sus vecinos y a la vez el elemento que revela el origen inequívocamente cántabro del personaje y el estrato social aldeano al que pertenece. Esto se debe a que dentro del sociolecto montañés recreado por el narrador, éste dota de un idiolecto propio y particular al alcalde de la aldea. Así a los rasgos fónicos, morfológicos y léxicos con los que el narrador perediano hace hablar a cualquiera de sus rústicos lugareños, hay que unir en el caso de Juanguirle unos detalles lingüísticos individualizadores como la reiteración de ciertos tics verbales, refranes o frases hechas, entre los que resultan particularmente célebres «¡voto al chápiro verde!» o «voto a briosbaco y balillo!»14, estribillos que repite a cada paso en su conversación.

Pero junto con estos tipos costumbristas que proporcionan el color local al texto, aparecen también técnicas y procedimientos del costumbrismo en la caracterización de los propios personajes de El sabor. Quizá uno de los ejemplos más llamativos sea el de don Valentín, el liberal, personaje emparentado con otros de la primera obra costumbrista de Pereda15. En el retrato de éste proliferan procedimientos caracterizadores abundantemente empleados por los escritores costumbristas, como la insistencia en lo fisonómico, el detallismo, y la relación del retrato literario con lo pictórico y lo fotográfico. Como botón de muestra baste aducir la descripción inicial de don Valentín:

Comenzando a describirle por la cúspide, pues no había un punto en todo él de desperdicio para el dibujante, digo que la tenía coronada por un sombrero de copa alta, con funda de hule negro; seguía al sombrero una carita pequeñita y rugosa, [...], sobre una boca desdentada, dos mechas cerdosas, separadas entre sí, formando lo que se llama, vulgar y gráficamente, bigote de pábilos16.



Junto con los procedimientos costumbristas en el retrato de los personajes, hemos de incidir en la importancia de lo costumbrista en la composición narrativa de la obra, rasgo que tiene como consecuencia la inclusión de escenas pintorescas o cuadros al servicio de la ambientación novelesca en la propia materia narrativa. De hecho, en la parte central del relato el narrador encadena varias escenas costumbristas: una deshoja, en el capítulo XVI, un concejo, una derrota y la recreación del juego popular de la cachurra en el capítulo siguiente, la pintura detalladísima del mercado en una villa en el capítulo XVIII, y una magosta en el XXI. Esto en cuanto a escenas de cierta extensión, por no hablar de las alusiones más o menos largas pero siempre abundantísimas a fiestas y entretenimientos populares como las romerías, los bolos, los juegos de cartas, o las peleas entre los mozos, sin detenernos en las alusiones a bailes y cantos populares o cuentos tradicionales que pueblan el discurso narrativo. Si bien es cierto que algunos de los cuadros citados poseen una fuerte ligazón con el argumento de la obra, y tienen además la función de ambientar los diferentes encuentros amorosos entre personajes, no es menos cierto que el narrador perediano es demasiado detallista y prolijo a la hora de realizar estas pinturas, y este hecho propició diversas opiniones entre los críticos contemporáneos sobre el carácter novelesco o no de su creación literaria. El debate que se suscitó es sumamente interesante para arrojar alguna luz sobre la siempre controvertida relación entre costumbrismo y novela. Quienes consideraron que El sabor no era una verdadera novela, entre los que sobresalía Clarín, afirmaban que carecía de todos los ingredientes novelescos. Censura Alas en las dos reseñas que publica sobre la obra que en ella: «no suceda nada de particular, no haya acción, ni composición, ni caracteres, ni estudio analítico de costumbres, ni nada más que una colección de paisajes»17. Y añade que un texto que se calificase de novelesco debía ser más que «una serie de cuadros excelentes, pero deshilvanados, sin fondo dramático, de puro paisaje»18. Lo más curioso es que los temores de Pereda en este sentido se habían manifestado antes de la conclusión del relato en una carta a Menéndez Pelayo, al informarle de que estaba terminando una nueva obra de la que indicaba que sería una novela: «novela, si tal nombre merece una serie de cuadros enlazados con un hilván»19. El propio Menéndez Pelayo intentando, como siempre, defender a su paisano argumenta ante los ataques de Clarín que «la novela es aquí un pretexto para que aparezca en acción la vida rústica de nuestra comarca»20, pero también indica que «Novela es, aunque sencilla, y llámese así o de otro modo, no deja de ser un libro excelente»21.

El verdadero problema era la dificultad del encasillamiento genérico de la obra, problema existente también en otras de Fernán Caballero o Alarcón, y prueba de ello es que algunos críticos como Duque y Merino achacaron a Pereda el haber desperdiciado semejantes materiales elaborando un tipo de texto que no era una buena novela, pero que pudo haber sido una colección excelente de artículos de costumbres22.

Era lógica pues la desorientación de la crítica que no sabía cómo calificar este híbrido entre novela y cuadro costumbrista, esta manera de narrar que resulta uno de los elementos distintivos de la novela regional frente a otros subgéneros narrativos, como bien ha indicado Anthony H. Clarke:

[...] la novela regionalista de esta época [...] es irremediablemente una sucesión entremezclada de novela y cuadro, desde Fernán Caballero hasta Peñas arriba, pasando por Los pazos de Ulloa y cientos de ejemplos menos importantes23.



Pero el costumbrismo no proporciona a la narrativa regional de Pereda únicamente estos procedimientos narrativos que venimos analizando en El sabor, sino que, sobre todo, vertebra la tesis ideológica de este y todos los relatos peredianos, puesto que gracias al costumbrismo la novela deja de ser únicamente un elemento artístico y se convierte en un documento que recoge de modo verosímil usos, costumbres y tradiciones de un mundo arcaico que está desapareciendo y cuya superioridad moral frente al mundo moderno defiende el novelista24. Este mundo agonizante todavía se conserva primigeniamente en los pequeños núcleos campesinos, como el pueblecito de Cumbrales en el que Pereda desarrolla El sabor. En palabras del novelista:

[...] cuando los pueblos y las gentes pierdan sus peculiares rasgos fisonómicos; cuando el vastísimo cuadro de la humanidad no tenga más que un color,[...] quédeles, por misericordia de Dios, el refugio del arte de estos tiempos, como fiel archivo de las olvidadas costumbres nacionales, donde hallen los desesperados algo en que poner los ojos del espíritu y emplear las fibras del corazón aterido y ocioso, y que este noble y puro deleite se difunda y circule por sus venas, como germen de más levantados estímulos y savia de una nueva vida25.



El regionalismo perediano y su pilar insustituible, la pintura de esas viejas costumbres que la civilización burguesa y sus centros difusores (con Madrid a la cabeza) están a punto de destruir26, se convierten en una justificación extra estética de la narrativa de Pereda, como certeramente planteaba Laureano Bonet:

Pereda esgrime [...] la defensa de una literatura cuya justificación no se halla en sí misma, en sus propios tejidos estéticos, sino en su mayor o menor compromiso documental, arqueológico casi, en favor del rescate de una iconografía tradicional y étnica en vías de extinción por culpa del movimiento imparable de la Historia: y un cierto rictus melancólico, desesperado, en la mejor línea del romanticismo reaccionario, aflora en este planteamiento de un quehacer literario que se alimenta parasitariamente de las ruinas y los cadáveres27.



A modo de breve conclusión, podemos indicar que la ambientación rural fuertemente localista, el bucolismo, el empleo de técnicas y procedimientos narrativos del costumbrismo, y la consideración de la novela como documento, rasgo presente también en el ideario costumbrista, son algunos de los aspectos definitorios de la novela regional perediana que, como hemos pretendido demostrar, estaban presentes en sus primeras obras narrativas, concretamente en El sabor de la tierruca, relato que presenta todos los caracteres de la novela regional cuyos presupuestos teóricos detallaría Pereda en los escasos documentos en los que explica su modo de concebir el regionalismo literario.





 
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