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Harry Potter: la construcción y la deconstrucción de un héroe

José Manuel Pedrosa


Universidad de Alcalá



Uno de los principios del que siempre debe partir el estudioso de la literatura, o el estudioso de la cultura en general, es el de que la literatura consiste en decir siempre cosas muy parecidas a las que se dijeron antes, pero sin que se note (o, por lo menos, sin que se note demasiado): utilizando un número muy limitado de piezas narrativas distintas, combinándolas mediante reglas de engarce muy estrictas, e intentando disimular esas restricciones y esas convenciones con los ropajes más vistosos y que de manera más eficaz despisten al incauto receptor. La metáfora que Borges llevó a su formulación más radical y más estética -todo relato es el mismo relato de siempre, pero reflejado y distorsionado por una cadena infinita de espejos- se identifica con lo que ha sido llamado mimesis por Aristóteles, intertextualidad por los estructuralistas -Julia Kristeva defendía que todo texto es absorción o transformación de otro texto-, influencia «angustiosa» -por su obligatoriedad- por Harold Bloom... Otros lo han expresado en lenguaje más familiar y más cercano, como el poeta Ángel González, que admitía siempre que todo poeta vivía prisionero, sin escapatoria posible, de su propia tradición.

Harry Potter, como las demás criaturas que se pasean por nuestras ficciones y por nuestro imaginario, como, en especial, los héroes que mayor fama, carisma y adhesiones despiertan, como los ídolos que mejor conectan con las expectativas de recepción de un público tan prodigiosamente amplio como el que devotamente le sigue, es, por encima de todo, un muy estudiado producto de laboratorio, mitad literario y mitad de marketing (cada uno tiene derecho a decidir cuál de esas mitades le parece que gana a la otra), una acertada manufactura basada en el ensamblaje de muchas de las piezas que desde tiempo inmemorial han puesto cara, materia y articulaciones a los héroes. Algo así como un prodigioso Zelig, el héroe que encarnó en la pantalla Woody Allen, que tenía la virtud de adquirir los rasgos y las cualidades de quienes se pusieran a su lado y de ofrecer, en cada momento y ocasión, una cara nueva y diferente a los ojos del público.

Harry Potter está ahormado, desde luego, sobre el modelo mesianista y redentor del mundo que ofrece Jesucristo: como él, está predestinado a salvar al mundo y, como él, ha de superar dolorosamente pruebas, pasiones, sacrificios, y hasta íntimas dudas y vacilaciones. Pero tiene, también, algo de Sargón (mítico rey mesopotámico), de Perseo, de Moisés, de Cuchulainn (el gran héroe celta irlandés), de Amadís de Gaula (y de Poncia, Palmerín, Amadís de Grecia, Esplandián, Floriseo y otros sujetos de ficciones caballerescas), de Superman y de tantísimos otros héroes redentores que, apenas nacidos, son abandonados en cestas, capazos, barquichuelos o naves espaciales, al azar de las circunstancias y de la buena o mala voluntad de quienes se topen con ellos. Visto a la luz de este foco, Harry Potter se relaciona también, aunque a la inversa, con Edipo, otro héroe que fue abandonado nada más nacer, pero que, pese a su buena intención moral, trajo la ruina en forma de peste y de guerra, y no la redención, a su pueblo. Igual que se relaciona, si miramos a lo moderno, con Patrick, el ingenuo y atormentado protagonista de la película Breakfast on Pluto (Desayuno en Plutón, 2005) de Neil Jordan, abandonado también, nada más nacer, a su dudoso destino, frente a la puerta tras la cual darán comienzo sus desdichas.

Además, el Harry Potter que luce una inconfundible y prodigiosa cicatriz en la frente recuerda, por supuesto, al Ulises al que se le reconoce por la cicatriz en el muslo, al San Francisco de Asís que luce llagas o estigmas similares a los de Cristo, a la pobre Mina del Drácula de Bram Stoker, que tiene una cicatriz en la frente que posee la facultad de alterarse de acuerdo con la distancia y con las intenciones del vampiro, a los desdichados hermanos que resultan delatados por sus cicatrices estrelladas sobre la frente en Cien años de soledad de García Márquez, al Indiana Jones que exhibe su fotogénica cicatriz en la barbilla, al detective Hartigan -con su inquietante cicatriz sobre la frente- que interpreta Bruce Willis en Sin City, la gran película de Robert Rodríguez y Frank Miller... O al inolvidable Capitán Ahab, del Moby Dick de Herman Melville, que luce la cicatriz más perturbadoramente demoníaca entre las que -a mi personal juicio- hay noticia: «Un surco delgado, de un blanco lívido, se abría camino desde el pelo gris y avanzaba hacia un lado de la cara y el cuello tostados por el sol, hasta desaparecer entre la ropa. Parecía una de esas cicatrices perpendiculares que a veces se producen en el erguido tronco de un gran árbol, cuando el rayo, sin desgajar una sola rama, hiende la corteza de un extremo al otro, antes de perderse en el suelo, dejando a la planta aún verde de vida, pero marcada. Nadie podía asegurar con certeza si esa marca había nacido con Ahab o era la cicatriz dejada por alguna herida terrible. Como por tácito acuerdo, durante el viaje poca o ninguna alusión se hizo a la marca, especialmente por parte de los oficiales. Pero en una ocasión Tashtego el mayor, un viejo indio de Gayhead que formaba parte de la tripulación, afirmó supersticiosamente que Ahab no había tenido esa marca antes de los cuarenta años, y que el origen de la cicatriz no había sido la furia de una riña entre mortales, sino una lucha contra los elementos en el mar. Pero esta tremenda insinuación parecía implícitamente desmentida por lo que sugería un hombre gris, nativo de Man, un viejo sepulcral que, al no haber zarpado otras veces desde Nantucket, hasta ahora nunca había puesto sus ojos sobre el extraño Ahab. Sin embargo, las antiguas tradiciones del océano, sus inmemoriales creencias, otorgaban a este viejo hombre de Man sobrenaturales facultades de discernimiento. De modo que ningún marinero blanco se le oponía seriamente cuando decía que si alguna vez el capitán Ahab había de ser amortajado -«cosa que quizá no ocurriría nunca», murmuraba-, la persona encargada de ese último servicio debido a los muertos encontraría en su cuerpo una marca de nacimiento que le correría de la cabeza a los pies».

Pero las piezas narrativas de uso y circulación común e inmemorial que están hábilmente ensambladas en el carné de identidad heroico de Harry Potter son muchas, muchísimas más. Harry Potter es, también, un típico puer senex (es decir, un niño sabio, un niño experto), y una criatura apotropaica (repelente de males), como lo fueron el Jesús que discutió con los doctores en Templo, o el Merlín britano que se enfrentó dialécticamente con los tres magos, o el heroico Ben-Sirá hebreo que debatió también con los sabios adultos, o, en el terreno de los heroísmos menos intelectuales y más deportivos, como lo fue el joven pero avispadísimo Jim Hawkins que se impuso a los amedrentadores piratas de The Treasure Island de Stevenson, o la tierna pero arrojada Dorothy de The Wizard of Oz, a la que no había bruja que se le resistiera, o el menudo y providencial Short Round (Tapón) de Indiana Jones and the Temple of Doom...

Es además Harry Potter, sobre todo al principio de sus andanzas, un héroe tímido, apocado, balbuceante, desconocedor de las potencias inmensas que lleva en su interior: una criatura insegura e inmadura, de la misma estirpe que el Moisés que tartamudeaba cuando era joven, que el inmaduro y angelical Parsifal, que el incorregiblemente tímido Superman, que el Neo que protagoniza Matrix, que los héroes desamparados que insiste en encarnar, una y otra vez, Woody Allen (el propio Zelig al que antes me referí, por ejemplo)...

Y, por si fuera poco, Harry Potter es, también, un héroe traductor, un héroe mediador entre mundos y seres, un cualificado intérprete de pársel, el criptolenguaje de las serpientes... Pariente, pues, del Salomón de las leyendas hebreas y musulmanas, y del Sigfrido germano, que hablaban el lenguaje de los pájaros, del Mowli de The Jungle Book de Kipling, que conocía el lenguaje de los lobos, de los osos, de las panteras, y que luego aprendió el de los humanos, o del Tarzán que sabía hacerse comprender en el lenguaje de las fieras de la selva...

El Harry Potter que alcanza un éxito deportivo inesperado en su primera exhibición pública de quidditch, habilísimo caballero sobre escobas precarias y traicioneras, muestra, además, rasgos de heroicidad similares a los del Alejandro Magno que de niño fue capaz de cabalgar sobre el indómito Bucéfalo, facultades parecidas a las de los manidos vaqueros de rodeos y de westerns norteamericanos, especialistas en dominar sus rebeldes cabalgaduras, dotes paralelas a las del Tarzán que cabalga y dirige salvajes rebaños de elefantes, o a las del pequeño Anakin Skywalker que, ingenuo e inexperto, sale inesperadamente victorioso de las espectaculares competiciones de bólidos que trepidan en Star Wars I.

La galería de héroes con los que podríamos seguir contrastando a Harry Potter podríamos alargarla, posiblemente, hasta el infinito. El elenco de rasgos similares, de facultades compartidas, de resonancias, de influencias directas e indirectas, intencionadas o no, explícitas o implícitas, podría no tener fin. Y las conclusiones esenciales a las que llegaríamos son las que adelantábamos al principio de este artículo: la de que los héroes no tienen, entre los méritos que más se pregonan de ellos, el de la originalidad, y la de que son todos parientes muy cercanos, individuos en el fondo muy poco singulares, casi clónicos, con diferencias solo de matiz y de barniz entre ellos.

Pero para que este artículo no se quede en acta escueta de tales relaciones de parentesco, en simple y burocrática ficha descriptiva del héroe archivada en la misma carpeta que la de los demás héroes, voy a reproducir un relato recogido por mi alumno y amigo Laurent Fidèle Sossouvi a un hombre de la etnia saxwè de Benin, en el centro mismo de África, que será incluido en un libro que preparamos sobre los cuentos de su país. En sus palabras llega, por fin, la magia de los cuentos -mucho más poderosa que cualquier magia de ningún comentario crítico-, y llegan, también, el héroe niño, abandonado y marginado desde su nacimiento, pobre, tímido, apocado, balbuceante y dubitativo, pero avispado y valiente; y, junto con él, llegan también el mago-maestro, el imprescindible instrumental mágico, la prueba iniciática, la batalla con las fuerzas incontrolables de la naturaleza y del mal, la victoria en las circunstancias más tensamente dramáticas, el reconocimiento del héroe como mesías...

En este joven Xebioso de los saxwè del exótico Benin no nos va a ser difícil apreciar, en definitiva -igual que podríamos apreciarlos en otros relatos de épocas y de culturas distintas-, muchos de los rasgos y de las dotes, nada originales y sí, en cambio, convencionalmente universales, de nuestro muy celebrado Harry Potter:

Hubo un tiempo en que vivía Meto-Lonfin, el rey poderoso y jefe supremo de todos los vodún. Era un anciano muy rico y poderoso que tenía muchas mujeres que habían dado a luz a tantos niños que apenas los conocía a todos. A algunos de sus hijos ni siquiera los había llegado nunca a ver, ni de cerca ni de lejos.

Al sentir que llegaba el fin de sus días, le asaltó el deseo de dejar en buenas manos, es decir, en las de aquel que más lo mereciese de entre sus hijos y nietos, no sólo su herencia, sino también sus poderes y las funciones que cumplía. Decidió, en consecuencia, reunirlos a todos, hembras y varones.

El tambor sonó para anunciar la voluntad del anciano y fueron despachados emisarios que se encargaron de convocar a todas las familias, sin que faltase ni uno solo de sus miembros, a una reunión que se celebraría al cabo de cinco días.

El último de sus hijos, un chiquillo llamado Xebioso, vivía con su madre en un pueblo muy cercano a la casa paterna. La mujer y el chiquillo eran pobres, ya que habían sido abandonados por el que era marido de ella y padre de él. La única ropa de que disponía el muchacho era una vieja manta (adokpo) de rafia y algodón, que nunca se quitaba de su cuerpo delgado. Era tímido y miedoso.

Cuando resonó el gong, Xebioso se apresuró a informarse de lo que anunciaba, y regresó, tembloroso y preocupado, para dar cuenta a su madre del llamamiento del temible anciano, jefe del clan, del que sabía que existía, pero al que nunca había visto.

-¿De dónde sacaré el valor para presentarme ante mi padre con esta vestimenta ridícula? -preguntó el chiquillo a su mamá-.

Ella le contestó:

-En vísperas de la reunión, lava tu manta, enciérrate en algún lugar mientras se seque y, al día siguiente, cúbrete con ella y preséntate junto con todos los demás.

Sin tenerlas todas consigo, el chiquillo decidió ir a consultar al Fá para que le informase acerca de las razones de aquella convocatoria. Juntó todo lo que poseía, que no era más de diez cauris, las conchas blancas y brillantes que servían de moneda en el viejo Dahomey, y marchó hasta la casa del bokonon, el sacerdote-adivino.

A los ojos de Fá salió Owarin-Medji, que habló de esta manera al joven solicitante de consejo:

-Vete a buscar una gavilla de mijo en rama y un poco de potasa para que los emplees en un sacrificio.

Apenas hubo reunido todos aquellos ingredientes, el bokonon ató la gavilla con un pedazo de tela blanca, diluyó la potasa en agua, regó el mijo y lo mezcló con el polvo del barro que había servido para inscribir el nombre del dios que se había manifestado. Luego le indicó a Xebioso:

-Cuando vayas a ver a tu Daa, a tu «padre», algo te causará miedo y te impedirá a que desaparezcas o a que huyas. Tendrás que demostrar mucho ánimo. Aprieta bien tu ropa en torno a tu cuello, y sujeta con mucha fuerza la gavilla en tu mano derecha.

A la mañana del quinto día, los hijos del anciano comenzaron a llegar desde todas partes: unos a pie, otros a caballo y, los más ricos, a lomos de camello. Se agruparon todos delante de la morada del jefe del clan. Y Xebioso, arrinconado en la última fila, intentó que se le viese lo menos posible, sin dejar de apretar su gavilla.

Hizo su aparición el anciano, sosteniendo en la mano una corta cuerda a la que estaba atado un caballo maravilloso, por lo menos diez veces más alto y más ancho que cualquier caballo normal. La simple visión del caballo causó espanto general.

El anciano liberó entonces al terrible corcel, el cual se lanzó a galope tendido contra el grupo de los herederos, lo que provocó una gran estampida. No hubo nadie que no buscase su salvación en la huida o que no se refugiase en algún hueco de árbol o en algún zarzal. Pasado todo el tumulto, sólo quedó en la plaza desierta el chiquillo Xebioso, tembloroso como una hoja dada al viento, sosteniendo firmemente su gavilla con su mano crispada. El caballo terrorífico se precipitó sobre él, como si quisiera hacerlo desaparecer. Xebioso pensó:

-He aquí, de seguro, la cosa terrible que me anunció Fá. ¡Y llega dentro de una nube de polvo!

Cuando aquel terrible ser se encontró a solo dos pasos de él, Xebioso le tendió la gavilla. El caballo se detuvo a olfatear. Lentamente, despacito, el chiquillo puso el mijo frente a la monstruosa cabeza del animal, que se calmó y empezó a engullir una comida que para su gusto era tan excelente.

El niño agarró la cuerda con su mano izquierda. El caballo, tras comer, resopló fuertemente, pero Xebioso le había perdido ya el miedo. Sin soltar el tremendo corcel, lo condujo muy despacito hasta donde estaba su padre, quien exclamó:

-¡Muy bien, pequeño! Ponte a mi lado.

Los otros hermanos, que seguían escondidos tras los troncos de grandes árboles, e incluso dentro de los agujeros que se abrían en sus troncos, se preguntaron quién podía ser aquel chiquillo al que desconocían, y quién le podía haber dado tal poder y audacia.

Salieron de su escondrijo y fueron acercándose uno por uno. Cuando volvieron a estar todos juntos, su padre les habló así:

-A partir de este día -declaró-, este chiquillo, Xebioso, será el que gobierne sobre todos vosotros. Sólo él tendrá el derecho de matar según su capricho. Vosotros, si queréis matar, habréis de pedirle previamente permiso, y él podrá otorgarlo o denegarlo.

A continuación, el padre otorgó a Xebioso una voz terrible y una fuerza enorme, capaces de causar el terror del resto de los seres.

Así es como, gracias a Owarin-Medji, nació Xebioso, el trueno, el rayo, el señor de la guerra, el más poderoso de todos los dioses, el mismo al que los yorubas conocen no como Xebioso, sino como Changó.



La versión original de este artículo fue publicada en José Manuel Pedrosa, «Harry Potter: la construcción y la deconstrucción de un héroe», Educación y Biblioteca 20:164 (marzo-abril 2008) pp. 62-64.





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