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Muérete ¡y verás!: Propuesta para una comedia romántica


Raquel Medina


University of Southern California


A excepción de los amplios estudios de Patricia Garelli y Ermanno Caldera y de un breve ensayo de Rupert C. Allen, la producción teatral de Bretón ha encontrado en la crítica tan sólo pequeños espacios dedicados a generalizaciones. El escaso interés suscitado por este autor ha venido dado, desde mi punto de vista, por la injusticia crítica que se crea siempre que se establecen determinados cánones. La canonicidad, en ocasiones, prefigura y limita el estudio de la Literatura a ciertos autores consagrados por los cánones mismos.

Como en el caso de otros tantos autores, lo que de la obra de Bretón se conoce hace referencia, generalmente, a su taxonomía. Así, se han señalado dos etapas teatrales para este autor: la primera, adscrita a la vertiente de imitación moratiniana; la segunda, iniciada con Marcela (1831) y seguida por Muérete ¡y verás! (1837), etapa a la que se ha denominado «comedia bretoniana».

Cabría preguntarse ahora, qué se entiende por «comedia bretoniana». La respuesta más generalizada sorprende por su parquedad, considerando este tipo de comedias como «una comedia propia, exclusiva, más conforme a los usos e ideales de su tiempo...» (Alonso Cortés xiii). Sin embargo, ha sido E. Caldera en La commedia romantica in Spagna quien ha señalado acertadamente, dentro de esta «comedia propia», dos modos teatrales diferentes en Bretón. Con el estreno de Marcela en 1831, Bretón inicia la producción de una serie de piezas dedicadas a parodiar y satirizar la «exageración» del romanticismo extranjero. Estas piezas paródicas son interrumpidas en 1837 con el estreno de Muérete ¡y verás!, obra en la que «Bretón si era attenuto a quelle forme inspirate da moralità e buen senso che costituivano l'essenza del romanticismo spagnolo» (113)16. Sin embargo, a partir de 1838, su producción teatral retoma nuevamente la parodia del drama romántico.

Pero, más aún, en 1837 Bretón es propuesto para un sillón de la Real Academia de la Lengua Española, leyendo su discurso de aceptación el 15 de junio. Un año a todas luces importante, no sólo por el giro dado por el teatro bretoniano, sino también porque se estrena Los Amantes de Teruel de Hartzenbusch. Estamos, por tanto, ante los años de consolidación del teatro romántico, en los que los elementos de rigidez clasicista propugnados por Moratín han pasado ya a un segundo plano, si bien no la finalidad moral y social del teatro.

Consciente de ello, Bretón realiza, como se ha indicado, un giro claro en su concepción teatral, cambio nítidamente expuesto en el citado discurso de entrada a la Academia17. En él, el dramaturgo expone como eje del teatro las excelencias del verso como lenguaje teatral (Flynn 50). Ya en esta primera aseveración puede establecerse tanto la ruptura de Bretón con el teatro en prosa moratiniano, como el acercamiento a la estética romántica, máxime cuando declara que los versos con mayor intensidad lírica son el romance y la redondilla (50).

Sin embargo, esta adscripción al lirismo teatral supone en Bretón toda una concepción de la obra a nivel estructural así como a nivel ideológico y genérico. Por una parte, Bretón encuentra como base fundamental de sus piezas teatrales, en esos años, la cuestión ideológica y temática. En este sentido, la acción determina el lenguaje de la pieza: si se trata de presentar ciertos intereses políticos en un nivel elevado, o pasiones vehementes, así como la fiera lucha entre la virtud y el crimen -entendido éste en su índole moral y física- el verso no debe ser indispensable, puesto que el público debe dirigir su atención hacia la acción misma, y con ella a su contenido ideológico. Pero, aún más allá, para

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Bretón este tipo de obras deben ser genéricamente clasificadas como dramas (52). Según esto, considera necesario emplear el verso, un verso sencillo que deje a un lado los complicados tropos poéticos, en aquellas obras cuyo objetivo ideológico sea inminentemente social. Esto es, en aquellas piezas en las que se tratan de atacar ciertos vicios sociales, que no crímenes, de una sociedad representada por personajes y costumbres de la realidad circundante. Un ataque que, por otra parte, encontrará en la sátira su mayor arma. Frente al drama tenemos, ahora, la comedia (52). En ella, la acción debe quedar en un segundo plano, dándose primacía al diálogo y al lenguaje armonioso, más que grandilocuente y apasionado. En parte, estamos ante el costumbrismo teatral.

Esta comedia, definida por el propio Bretón, sería la «comedia bretoniana». Sin embargo, esta nueva distinción genérica ha sido, entre otras, la causa de ciertas debilidades críticas en torno a la obra teatral de Bretón de los Herreros. De este modo, el lugar común en la crítica ha venido siendo un defecto de perspectiva: la de considerar únicamente el drama como el género teatral romántico por excelencia. En este sentido, parece olvidarse que durante el romanticismo español nunca se le adjudicó al drama la exclusividad en cuanto a la representación ideológica. La no existencia de esa exclusividad, referida tanto a los fines como a los modos del teatro romántico, lo expresan los artículos sobre este particular de Mariano José de Larra. El propio autor del Macías nunca se apartó de una concepción teatral prefigurada en el neoclasicismo, privilegiando la base de enseñanza y de denuncia moral del teatro. Partiendo de aquí, Larra planteó la doble vía de ejecución del concepto reformador de la sociedad: o a través de la sátira ridiculizadora, o de la sentimentalidad que conmoviese. Por supuesto, la concepción teatral moratiniana estaba presente; pero también es cierto que en la crítica a La conjuración de Venecia Larra expuso la relevancia que para dicho propósito implicaba la apertura del teatro a las pasiones y al deseo de libertad. En este sentido, este nuevo sentimentalismo, apoyado fundamentalmente en el conocimiento del corazón humano, suponía la apertura formal y temática al centro ideológico romántico: la libertad. Una libertad dirigida hacia la colectividad, pero que se iniciaba en el individuo mismo. Era una actitud de lucha contra el pasado y las trabas políticas, religiosas, sociales y, en definitiva, literarias.18

Larra plasmó, de esta manera, una de las cuestiones palpitantes del romanticismo español: la necesidad de entender este movimiento como el resultado de un cambio más amplio a nivel social y político. A una nueva sociedad le correspondía una nueva expresión artística. Y si la preocupación de esta nueva sociedad era la búsqueda de la Verdad, la nueva literatura se encontró orientada también en ese mismo sentido. De esta búsqueda -en buena medida arquetípica- surgió una literatura analítica, filosófica y, en ocasiones, reivindicativa. Una literatura que, en definitiva, tomaba al hombre como su centro; que instaba al estudio y al conocimiento del hombre mostrándolo no como debía ser sino como era.

Ese mostrar al hombre como era, en acción, implicaba, al parecer, la doble vertiente genérica del teatro romántico español. Si se trataba de promulgar la esencia de las pasiones humanas como bastión de la reivindicación de la libertad individual frente al colectivismo corrupto, nos encontramos ante el drama. Esto es, el drama surgía del protagonismo que temática y espacialmente el individualismo ocupaba en la pieza, frente a una colectividad que, aunque de presencia innegable, permanecía en un segundo plano. Si, por el contrario, el protagonismo recaía en la representación de la corrupción de la sociedad y el menoscabo que ésta infligía a la libertad y a las pasiones más «verdaderas», nos hallamos ante la comedia.

Evidentemente, otro de los rasgos diferenciadores es el de la resolución de conflictos. De este modo, el final trágico del drama pone de manifiesto la imposibilidad de la libertad y de la individualidad, la frustración de llevar a término la Verdad. Por su parte, en la comedia se nos conduce hacia un foral conciliador; aunque esto ha dado lugar a uno de los puntos de confusión crítica que considero esencial: la conciliación de la comedia no sólo no supone una asimilación social o un abandono del programa ideológico, sino que se constituye en denuncia del aislamiento en que ideología e individuo se ven inmersos. La resolución feliz de conflictos en la comedia viene dada por la confianza puesta, en último término, tanto en la constitución como en el triunfo de la individualidad y la creencia en la Verdad de los personajes que la representan; y no porque éstos se asimilen a un concepto de sociedad previamente dado. El microcosmos social que rodea al personaje romántico de la comedia se muestra en múltiples ocasiones degradado, en contraste con la supervivencia de la autenticidad de las pasiones. Por tanto, drama y comedia

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presentan propuestas similares desde planteamientos estructurales y resolución de conflictos diferentes.

Sobre esta base, por consiguiente, es como hay que entender la crítica aparecida en El Eco del Comercio, tras el estreno de Muérete ¡y verás!, donde el columnista propone el término «comedia romántica» para clasificar este tipo de producciones teatrales -aun poniendo de manifiesto las posibles suspicacias que tal denominación pudiera suscitar- (Flynn 89).

Como tal comedia, la «comedia romántica» se caracteriza por su ironía. En términos de Frye, la ironía sería la visión del ethos o personaje individualizado contra el medio; la comedia, la visión de la dianoia o del pensamiento con significación social (Frye 378-79). Tanto ironía como comedia se reúnen en la «comedia romántica»: la ironía surge del enfrentamiento del personaje individualizado con una sociedad corrupta y degradada; la sociedad ideal se propone en la comedia a través del modelo del personaje por contraste con el marco social. Se podría establecer, entonces, que la denominada «comedia romántica» pertenecerá a lo que Frye se refiere como «comedia irónica» (378). Sin embargo, tal denominación debe emplearse con precaución. Con el término ironía debe referirse en este contexto del XIX a la crítica de una sociedad coetánea degradada y situada al margen de la sociedad ideal propuesta por la ideología romántica. La ausencia de dicha precaución, precisamente, ha sido causa importante de que encontremos confusiones críticas al respecto de la «comedia bretoniana». Porque si es tónica general de la crítica considerar de nula importancia la obra de Bretón en el contexto del teatro romántico, también lo es el hecho de que la ironía rastreada en ella sea vista no como ironía romántica sino como crítica y parodia de la ideología romántica. Este sentido, por poner un ejemplo, adquieren las palabras de Francisco Ruiz Ramón en Historia del teatro español. (Desde sus orígenes hasta 1900):

Ahora bien, esta ironía más que ironía romántica es, específicamente, ironía de «lo romántico». Bretón no enfoca irónicamente tanto la sociedad como la visión romántica de esa sociedad constituida en moda literaria... Lo puesto de relieve por este procedimiento, que roza en ocasiones la parodia, es el desnivel entre la sociedad real de la España romántica y la sociedad romántica de la literatura coetánea. Ese procedimiento constituye, por ejemplo, el resorte de la comicidad de Muérete ¡y verás!. Si nos reímos es, precisamente, a costa del romanticismo.


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Un análisis detallado de Muérete ¡y verás!, como se verá, demuestra, indefectiblemente, lo contrario: la ironía y la parodia se encaminan hacia una sociedad ideológicamente apartada de los ideales románticos del espíritu y fijados, ahora, en lo material.

Esta pieza teatral de Bretón comparte con la mayoría del drama romántico la cohesión del tema amoroso con el tema político y social en su estructura generativa. Si El trovador, por ejemplo, nos muestra subterfugiamente la problemática política contemporánea en torno al carlismo, pero establece explícitamente la existencia de un tema político paralelo al amoroso, Muérete ¡y verás! realiza el mismo tipo de estructura paralela. Lo que sucede es que Bretón permuta la temporalidad de la obra, a la par que el problema político queda planteado como consecuencia inmediata de la degradación social. Mientras que el drama romántico se suele enmarcar temporalmente en el pasado, Bretón para llevar a cabo su programa ideológico necesita que la comedia se sitúe temporal y espacialmente en el aquí y ahora del público. De este modo, ya en la escena 1 del acto I se deja marcado el tiempo presente en el que trascurre la acción con la referencia explícita a la guerra carlista. El tema doble, por otra parte, implica, como en el drama romántico, una acción doble, en este caso con dos personajes -don Pablo y don Matías- que actúan como puntos de enlace entre ambas: por un lado, la acción que deviene del tema político, la guerra carlista -enclavada espacialmente fuera de escena-; por otro, la que surge del tema amoroso, el abandono de Jacinta y la actitud romántica de Isabel -situada espacialmente en Zaragoza, como en El trovador-. Pero, aunque escénicamente la acción o las acciones no salen de Zaragoza, esta unidad es tan sólo aparente. Así, la multiplicidad de escenarios en los que transcurre la acción es tan grande que pasamos en casi cada escena a un lugar diferente.

Si bien la acción doble se recoge escénicamente a través de las noticias que aparecen en los periódicos sobre la guerra y a través de los dos personajes aludidos, la unidad de tiempo tampoco es respetada y, ya en el segundo de los cuatro actos, la acción transcurre meses después de la partida de la columna fiel a la reina Isabel II. Precisamente, tanto la diversidad de lugares escénicos como el salto temporal, a la vez que la rapidez ofrecida por el diálogo en verso, determinan la dinamicidad de la obra. De esta manera, la acción doble no es la generadora del movimiento dramático.

La existencia, como señalaba anteriormente,

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de un doble plano temático nos acerca al drama romántico. La diferencia, entonces, radica en la cuestión de determinación temporal del tema y acción política. Sin embargo, como en el drama, tanto el tema como la acción políticas se convierten en la causa inmediata del tema y acción amorosas. Pero, aún más, la cuestión política defendida por el héroe, en este caso don Pablo, implica, por contraste, la existencia de un problema de índole social en el que irremediablemente la cuestión amorosa se ve inmersa. Esto es, el inmovilismo y el materialismo social de la burguesía representados por don Elías, don Matías, don Froilán y Jacinta son las causas del conflicto político -la negligencia y abulia ante el proceso liberal que hace posible la rebelión carlista- y también del amoroso.

Es en este orden de cosas en el que hay que entender Muérete ¡y verás!. En cada uno de los dos temas existe un personaje que adquiere por su comportamiento ideológico un carácter individualizador: don Pablo en el tema político; Isabel en el amoroso. De esta manera, lo que se pone de manifiesto es la lucha y el conflicto entre el individuo y la colectividad. Don Pablo, por su parte, lucha en defensa de los ideales liberales y en él se concentran la verdad amorosa, la libertad y la amistad. Isabel, por la suya, representa la verdad amorosa y el sentimiento genuino. Frente a ellos, se mueven una serie de personajes que se caracterizan por ser sus antagonistas tanto en el nivel ideológico como en el de comportamiento. Pero, además, cada uno de estos antagonistas representa en sí mismo cada uno de los vicios morales sintomáticos en la nueva sociedad burguesa. De este modo, la obra se abre a un marco simbólico-alegórico en su nivel estructural y temático que conduce, al igual que los dramas románticos, al enfrentamiento superior entre individuo y colectividad. Esto es, entre el proyecto romántico y el estado real de una sociedad española desintegrada. Sociedad que ha olvidado el sentido profundo y vital de conceptos como el de libertad y amor en manos del materialismo.

En esta línea, la trama de Muérete ¡y verás! en su esquema general poco podría diferir de la trama de un drama romántico como Los Amantes de Teruel19. De esta manera, un personaje masculino, que ama a una dama y que le promete su mano, marcha a la guerra para salvaguardar la libertad de la nación. Esa misma dama es objeto de amor del mejor amigo del protagonista; al mismo tiempo que otra dama -el personaje femenino principal- está enamorada también del protagonista. El silencio consiguiente a la marcha del protagonista a la batalla y la mentira del amigo, se convierten en detonantes de la acción de la pieza. Lo que varía en la obra de Bretón con respecto al drama, como ya adelanté, es la resolución del conflicto. En el presente caso, los personajes que actúan bajo una concepción amorosa sujeta a la ideología romántica, Isabel y Pablo, se unen; los que ponen obstáculos a esta Verdad y que representan las fuerzas demoníacas y el materialismo, son degradados. Por tanto, el Diego de Hartzenbusch sería a Pablo lo que la Isabel de Los Amantes de Teruel es a la Isabel de Muérete ¡y verás!; a la vez que Matías podría pertenecer a la misma tipología que Rodrigo. Lo que varía en Bretón, con respecto a los personajes-tipo del drama romántico, es, entonces, el personaje de Jacinta.

Tratado este personaje en su dualidad, Bretón recrea un personaje diferente que dista bastante de la rencorosa Zulima, pero que se acercaría, sin embargo, a la Teresa caída de Espronceda. Si éste rechaza a su ideal cuando reconoce en ella su materialidad, su terrenalidad, Jacinta es dentro de la obra la materialidad del amor frente a la pureza angelical de Isabel. El desengaño de Pablo con Jacinta, a la vez, es el reconocimiento final del amor de Isabel: un amor en consonancia con los ideales neoplatónicos románticos. Pero la creación de este nuevo personaje-tipo, debe ser entendida desde los parámetros mismos de la configuración de la obra de Bretón: la falsedad y monetarismo como base social de su tiempo. Dentro del amplio espectro social que refleja, y bajo las líneas de percepción costumbrista, tanto Jacinta como el resto de los personajes de Muérete ¡y verás! recrean un cuadro de personajes-tipo de su tiempo: don Elías, el avaro; don Froilán, el supersticioso y oportunista, la anulación de la ideología; don Matías, la falsa amistad; Jacinta, la infidelidad y el amor material. Ellos representan, en un nivel simbólico-alegórico, no sólo la negación de la ideología romántica sino también, por contraste, la expresión en un nivel moral de lo que el proyecto social no debe ser.

Como indicaba con anterioridad, el tema amoroso y su acción subsiguiente constituyen el nivel ideológico y moral de la obra. La propuesta ofrecida por Bretón, en este sentido, debe rastrearse en los dos personajes románticos: Isabel y Pablo. Rupert C. Allen, en su artículo «The Romantic Element in Muérete ¡y verás!», ha sido el primero en notar que, aunque la obra de Bretón ha venido siendo considerada como una sátira de la clase media,

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a satire is an attack upon some aspects of human behavior; but disapproval of a person’s conduct implies concomitant approval of some other kind of conduct -that is to say, we have to do with a scale of values; we believe in one morality and reject behavior which is contrary to it.


(223)                


Como el mismo crítico termina indicando, se trata de dos moralidades enfrentadas bajo la dicotomía de materialismo vs idealismo. Idealismo que es, por supuesto, «the Romantic idealism of the period» (Allen 224). Dentro de esta pareja de personajes románticos formada por Pablo e Isabel, Bretón desarrolla con más amplitud y profundidad al personaje femenino que al masculino. Sin embargo, nuevamente el modo de mostrar la supremacía de la ideología amorosa romántica viene determinado por la presentación de lo anti-ideal en primer lugar. Así, el personaje de Isabel no adquiere su papel relevante como personaje individual hasta las últimas escenas del acto II. En este juego de contrastes, el personaje que determinará la visión romántica posterior de Isabel será, precisamente, el de Jacinta. El ir paulatinamente presentando el comportamiento materialista prepara, así, al público para una sublimación del personaje femenino romántico real: Isabel. En este sentido, tras conocer la noticia de la supuesta muerte de Pablo, la escena 14 del acto II se convierte en el clímax ideológico de la obra. Hasta entonces, Isabel ha silenciado su amor por Pablo. Silencio que deviene de la concepción romántica amorosa. Sin embargo, lo que a la audiencia ha venido confesando Isabel en los apartes, se convierte en esta escena en una declaración de principios y en la exaltación de la ideología romántica como proyecto necesario social y moralmente. La lucha verbal entre los dos personajes femeninos, de este modo, revierte en un nivel simbólico-alegórico que afecta al esquema social.

Es en esta escena, como decía, donde el personaje de Isabel se configura como personaje fuerte de la obra. En sus palabras Bretón concentra uno por uno todos los conceptos del idealismo romántico. Así, encontramos, en primer lugar, el tópico del dolor inconsolable por la ausencia o muerte del amado:


Sabe el cielo
que en alma capaz de amor
no es verdadero dolor
dolor que pide consuelo.
No hipócrita al cielo implores.


(195)                


A continuación, Isabel desarrolla el tema de la fidelidad al amado hasta en la muerte:


¡Maldad! Quien de veras ama,
con el amor que le inflama
desciende a la sepultura.


(195)                


Si ya en estas palabras anteriores puede rastrearse una concepción amorosa fijada en el neoplatonismo, más significativos son los siguientes versos que establecen las dos almas de los enamorados como dos mitades que conforman un todo:


No, que es la dulce mitad
su alma, y en la agonía
tras si llevarla querría
a la inmensa eternidad.


(195)                


El enfrentamiento verbal en el que se circunscriben estas palabras de Isabel repercuten no sólo en el ensalzamiento y divinización de Isabel frente al público, sino que hacen que las palabras de Jacinta se carguen, en una estructura lingüística profunda, de una sátira autodestructora. Es decir, lo que para la mayoría de los críticos ha sido considerado como sátira al romanticismo mostrado en las palabras de Isabel, revierte en sátira destructora de la ideología materialista de Jacinta misma. De esta manera, el clímax satírico e irónico viene dado cuando Jacinta no sólo es capaz de desafiar el idealismo romántico sino también toda una cosmovisión romántica, incluso en su nivel religioso:


¿Y no será un desacierto,
si ahora de amarle me privo,
matar sin piedad al vivo
porque no se ofenda el muerto?


(196)                


Sin embargo, este nivel religioso al que aludía en Isabel va más allá. Dentro de su idealismo romántico que diviniza a la otra mitad, Isabel convierte al alma de Pablo en su dios. Un dios capaz de juzgar desde su divinización amorosa y celestial a los mortales:


¡Alma a quien el alma di,
si a las dos nos escuchaste,
mira a que mujer amaste!
¡Júzgala y júzgame a mí!


(196)                


Pero más aún de lo que podría definirse como nivel ideológico romántico o temático, Bretón, como los otros dramaturgos románticos, hace del nivel lingüístico del personaje de Isabel el bastión de la realidad romántica. Es decir, se construye la realidad poética del amor romántico en el lenguaje mismo. De este modo, aunque no se caracteriza la obra precisamente por la profusión de tiradas largas, la escena 11 del acto III recoge

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en octosílabos lo que podría denominarse el lamento poético de Isabel. Cargado en su nivel lingüístico de un lenguaje metafórico, este lamento de Isabel adquiere, en su doble estructura formal y semántica, la expresión del lenguaje dramático romántico. Un lenguaje dramático que, nuevamente, amplía su fuerza por un juego de contrastes: la de enfrentarlo en el espacio textual al nivel del lenguaje cómico y paródico propio de la comedia. En este sentido, es bastante significativo que a este lamento de Isabel le respondan las palabras de la figura más cómica de la obra: don Elías. Ahora, con este juego, Bretón está remontándose a toda una tradición dramática española, la del Siglo de Oro. Así, don Elías no es más que la herencia del personaje del gracioso barroco. Pero, además, esto debería ser considerado como índice de un planteamiento ideológico superior que Bretón debía tener en mente. Me refiero a aquel planteamiento determinado por la esencia y significación que en sí misma la palabra adquiere en el romanticismo y que deviene, finalmente, de la tradición del Siglo de Oro. De esta manera, la figura del gracioso, en esta tradición, en bastantes ocasiones podía ser el eje para la expresión de la verdad; una verdad escondida bajo el tapiz de un lenguaje cómico y de la locura. Tal figura, por consiguiente, contrastaba con la imposibilidad expresiva de los personajes más dramáticos y con el empleo de la palabra como engaño en los personajes que no actuaban bajo el esquema ideológico propuesto. Ahora, en Muérete ¡y verás!, Bretón retoma esta tradición y la emula actualizando la figura del gracioso con el vicio monetarista que caracteriza la sociedad de su época. Pero, además, en don Elías recae toda la ironía posible; porque, desde su concepción de un vitalismo materialista, inconscientemente subvierte su propia ideología al propiciar la reunión de los amantes. Es decir, el afán de recuperar el préstamo realizado a don Pablo hace que don Elías renuncie, no sólo a su amor por Isabel, sino que ayude al engaño final de don Pablo y a que el idealismo romántico triunfe.

El segundo personaje romántico, don Pablo, es determinante. Presente en el primer acto, desaparece de escena en el segundo, para reaparecer en el tercero. Así, si en el acto I participa como uno más de los personajes en escena, a partir del acto III permuta su función y se convierte en personaje y espectador al mismo tiempo. Por un lado, se le niega su función de personaje escénico por creérsele muerto; por otro, tampoco se integra plenamente al espacio del público teatral, porque éste conoce lo que ha sucedido en el acto II, cuestión que él ignora. De este modo, este personaje se sitúa en un marco intermedio entre el mundo posible de la escena y el mundo real de la audiencia teatral, conectando ambos mundos en un marco superior. La significación última de este marco superior -que posteriormente dará cabida a la metateatralidad- supone la desrealización de los límites entre ficción y realidad, o, mejor dicho, la problematización en torno a la dicotomía romántica ilusión vs realidad.

El mismo Rupert C. Allen, en un artículo anterior al ya citado -«El elemento coherente en El estudiante de Salamanca: la ironía»- estudia profusamente el doble valor semántico que la palabra «ilusión» adquiere en el romanticismo español. Por un lado, como esperanza; por otro, como engaño (110). Esta misma dualidad semántica del vocablo y de lo que representa se produce en Muérete ¡y verás!, aunque se diluya la utilización explícita del término, constante en otros autores de la época.

En Bretón la dicotomía y doble significación repercuten en la estructura de la obra y configuran la totalidad de los cuatro actos. En el primero, y coincidiendo con la fase inicial de los sucesos, se produce una actitud generalizada de esperanza. Cada uno de los personajes tiene la esperanza de resolver en el futuro una serie de situaciones presentes: ya sea la esperanza de Pablo de vencer a los carlistas para regresar y casarse con Jacinta; o bien la esperanza de Jacinta de que Pablo regrese; o el deseo de Isabel de que Pablo retorne sano y salvo del frente; etc. Esa misma esperanza se mantiene en el acto II, aunque aparece también ya la segunda implicación semántica. La falta de noticias, la ausencia de cartas de Pablo crean falsas expectativas; es decir, las apariencias engañan y predisponen al engaño foral de Matías. Este no percibir con claridad la realidad de las cosas, tiene lugar en un espacio textual que podría definirse como el estadio de madurez tanto de los conflictos como de los personajes. Al acto III, por su parte, corresponde explícitamente la determinación del engaño. La palabra ya no tiene una implicación de verdad sino de falsedad: Matías, conocedor de la verdad, aprovecha la aparencialidad de la realidad y se sirve del lenguaje como instrumento de engaño. Ya no se trata, entonces, de una falsa percepción de los sentidos sino de una acción premeditada. Finalmente, en el acto IV, es Pablo el que comprende la fragilidad de la realidad. En él recae, ahora, la labor de hacer de la ilusión como engaño no sólo

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mayor engaño, sino también, a través de él, restaurar la realidad. De esta manera, la aparición fantasmagórica en las bodas de Jacinta y Matías representa el engaño del engaño; al mismo tiempo que convierte la escena teatral en otro escenario teatral dentro de la obra. Tal metateatralidad bretoniana, por tanto, traspasa los planteamientos románticos habituales, en los que la comprensión del sentido foral de ilusión como engaño implicaba para el personaje romántico la pérdida del sentido vital. Ahora, lo que Muérete ¡y verás! plantea es la posibilidad de transformar la mentira vital en verdad, engañando con la propia ilusión.

Este juego final de ilusiones de percepción, en contra de lo que cabría pensar, no distancia la moral subyacente de la moralidad romántica, sino que redunda en su reafirmación: tanto la Verdad como el amor continúan siendo la base ideológica de la obra de Bretón de los Herreros. El casamiento final entre Isabel y Pablo, en este contexto, supone la revaloración del idealismo romántico, aunque desde planteamientos teatrales diferentes a los del drama de la época: de la desintegración de éste a la integración de la comedia.

Precisamente esta escena del entierro y posterior resurrección de don Pablo, junto al personaje de don Froilán, han sido considerados como elementos claves para la interpretación de la obra como sátira y parodia del romanticismo. Al remitirse a la posible intertextualidad con la tradición del don Juan y al empleo frecuente de elementos sobrenaturales en el drama romántico, un sector de la crítica, como el caso señalado de Francisco Ruíz Ramón, ha querido ver aquí una parodia de estos elementos. Sin embargo, parece poco probable que tal parodia se realice si se tienen en cuenta dos cuestiones centrales: el contexto espacial en donde tiene lugar la escena y el lenguaje.

En cuanto al lugar, don Pablo presencia su propio entierro y funeral que se están desarrollando en la iglesia de la ciudad. Es decir, la escena se sitúa en un contexto potencialmente religioso. Además, de este espacio central se crean una serie de espacios colaterales que refuerzan, una vez más, el contraste. De esta manera, la barbería y la casa de don Froilán en la que va a tener lugar la boda de Jacinta y Matías, por contraste con el templo, se convierten en lugares de frivolidad. Las dos actitudes paralelas y contrarias que se dan en dichos lugares inciden en la separación de las dos ideologías contrapuestas en la obra. Teniendo en cuenta que la figura de Isabel, como se ha demostrado, supone la reivindicación de la ideología romántica, y que es ésta la que ocupa el espacio religioso, es poco probable que se efectúe aquí cualquier tipo de parodia o sátira. La interrelación entre espacio y personaje, por consiguiente, no tiene otra función que la de ensalzar la espiritualidad y la Verdad frente al materialismo caracterizador de los espacios colaterales y de los personajes que en ellos se mueven.

Si el contexto religioso de la escena impide una interpretación paródica y satírica del romanticismo, lo mismo sucede desde el punto de vista del lenguaje o del discurso.

Cuando un autor emplea el discurso de un personaje con la intención contraria a la de éste, estamos ante la parodia, en la que el autor obviamente manipula el diálogo del personaje. En este sentido, cuando se analizan los discursos inscritos dentro de la tradición romántica, como el ya citado lamento de Isabel, no parece existir una caricaturización de los mismos, sino, más bien una estilización a través de un lenguaje poético que sublima la carga ideológica contenida en ellos. Por el contrario, en los discursos de los personajes adscritos al materialismo es palpable una intención paródica -intención que deviene de la relación del plano del significado y del plano de la forma-. Frente a la abstracción lingüística de lo inefable y sublime que busca en la expresión metafórica una posible vía de comunicación, se alza un lenguaje, no sólo carente de abstracción sino apegado al carácter materialista de lo expresado. En este último nivel discursivo reside el elemento paródico de la obra de Bretón, máxime cuando en tales discursos los personajes tratan de revestir los contenidos y expresiones materialistas de un carácter aparentemente sublime.

Es el caso, por ejemplo, del siguiente discurso de don Froilán tras la «resurrección» de don Pablo y el requisamiento de ciertos bienes en favor de combatir a los carlistas:


¡Cruel, funesta noticia!
¡Desventurado de mí!
Yo esperaba el bien ajeno,
¡y pierdo el mío! ¡Infeliz!
Me han subastado el aceite,
me han secuestrado el redil,
me han destruido el molino
y ¡adiós, trigo! ¡adiós, maíz!


(226)                


La hipocresía y el objeto de esta sublimación es, en definitiva, la denotación última de tal discurso; tras el cual es perceptible la voz ideológica del autor.



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El personaje de don Froilán, precisamente, ha sido aducido como otro ejemplo nítido de parodia del romanticismo. Si bien es cierto que este personaje se configura desde los presupuestos de ciertas exageraciones románticas como es el caso de la superstición, no menos cierto es que se trata de un personaje ideológicamente vacío. Es decir, en don Froilán la cuestión de la superstición no se enraíza en la creencia romántica de una fuerza superior sino que se emplea como excusa para eludir acciones ideológicas. Por tanto, más que crítica de ciertos presupuestos y personajes románticos, don Froilán representa la censura a determinadas actitudes de la sociedad del momento, exentas de compromiso y proyectos ideológicos.20

Muérete ¡y verás!, según todo lo analizado, es un caso más de interpretación crítica equivocada. Aunque pueda parecer paradójico que un escritor inicialmente adscrito al círculo de imitación moratiniana pueda ser integrado dentro de la ideología romántica, la paradoja no es más que un producto de cierto sector de la crítica. La generalizada restricción del teatro romántico aun sólo género, el del drama, ha traído consigo la imposibilidad de reconocer dentro de este movimiento literario otra expresión teatral como la comedia. Sin embargo, desde el momento, como se ha visto, que en los mismos autores de la época existe una conciencia de distinción formal y no ideológica entre ambos géneros teatrales, es necesario reivindicar el espacio crítico que la «comedia romántica» merece en el estudio del romanticismo español.


OBRAS CITADAS

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_____. «El elemento coherente en El estudiante de Salamanca: La ironía». Hispanófilia 17 (1963): 105-15.

Alonso Cortés, Narciso. «Prólogo». Bretón de los Herreros. Madrid: Clásicos Castellanos, 1969. vii-xxxi.

Bretón de los Herreros, Manuel. Muérete ¡y verás! Nineteenth Century Spanish Plays. Ed. Lewis E. Brett. New York: Appleton-Century-Crofts, Inc., 1963. 170-218.

Caldera, Ermanno. La commedia romantica in Spagna. Pisa: Giardini, 1978.

Caldera, Ermanno y Antonietta Calderone. «El teatro en el siglo XIX». Historia del teatro en España. Ed. J.M. Díez Borque. Madrid: Taurus, 1988. 337 -624.

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Frye, Northrop. Anatomía de la crítica. Trad. Edison Simons. Caracas: Monte Avila, 1977.

García Lorenzo, Luciano. «Bretón y el teatro romántico». Berceo 90 (Enero-Junio, 1976): 69-82.

Garelli, Patricia. Bretón de los Herreros e la sua ‘formula comica’. Imola: Galeati, 1983.

Larra, Mariano José. Artículos de crítica literaria y artística. Ed. J.R. Lomba y Pedraja. Madrid: Clásicos Castellanos, 1960.

Ruiz Ramón, Francisco. Historia del Teatro Español. (Desde sus orígenes hasta 1900). Madrid: Cátedra, 1981.





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