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ArribaAbajoCapítulo XII

Los Inquisidores denuncian a Santo Toribio de enemigo de la Inquisición. -Siguen los procesos. -Auto de fe de 5 de abril de 1592. -Causas falladas fuera de auto.


Los inquisidores, que tan mal avenidos se hallaban entre sí, conservaban, sin embargo, un perfecto acuerdo en los negocios que propiamente tocaban al Santo Oficio, aunque estuviese de por medio una autoridad tan respetable como la del arzobispo Mogrovejo, que la Iglesia católica venera entre sus santos.

En efecto, un día se presentó ante ellos cierto jesuita dando relación de que un clérigo había tenido algunos escrúpulos tocantes a la obediencia y acatamiento que se debía al Tribunal por cuanto Santo Toribio y el obispo del Cuzco Fray Gregorio de Montalvo se habían juntado para hacer concilio, en que estuvieron algunos días, asociados de sus clérigos, citados para el caso, y «publicaron ciertas cosas a manera de decretos, uno de los cuales era que se escribiese a su Santidad que mandase que cuando los Inquisidores fuesen a la iglesia mayor, no se les diese el ósculo del evangelio y que la paz se las diese un sacristán u otro clérigo vestido con sobrepelliz». Este agravio, repetían ambos, «no tiene mas explicación en estos dos prelados que su poca afición a la Inquisición y el ser entrambos, aunque por diversos caminos, de los que todos juzgan no se puede fiar mucho de sus pareceres».

«También hemos tenido noticia, agregaban, de que ansimesmo escribieron se nos mandase a los inquisidores que no pudiésemos nombrar por comisarios desta Inquisición a ninguno de los prebendados de las iglesias catedrales de estos reinos, y en que claramente vera Vuestra Señoría la desafición que decimos... solamente con color de decir que las horas que sucede ocuparse en esto, no acuden a la residencia   —270→   de sus horas al coro con los demás, no mirando de que más se sirve la Iglesia de lo que los comisarios hacen, que la residencia que harían en aquellas horas con los demás, ni mirando a lo que Su Santidad tiene en esto dispensado. Pasiones son de estos prelados contra la Inquisición, que no han mirado que con envialla Vuestra Señoría se les ha asegurado las conciencias, que con lo que más las encargaban en esta tierra era con los negocios que hacían por vía de Inquisición, porque cuando solos eran, no los sabían hacer, y cuando no podían lo que querían, para ponerlo a cualquier negocio, ponían nombre de inquisición, con gravísimo daño de sus ánimas, como lo hemos visto en los papeles que los Ordinarios habían hecho por vía de inquisición, que se recogieron: suplicamos a Vuestra Señoría que si tal cosa se intentase y pidiese, que Vuestra Señoría sea servido de lo reprehender, como negocio de tan mal fundamento y que el que tienen es solamente enemistad con la Inquisición».

Y para terminar añadían estas palabras: «el Arzobispo de esta ciudad convocó a los sufragáneos para concilio provincial, sin tener cédulas de Su Majestad, ni hacer caso del Virrey, y solamente acudió a ello el Obispo del Cuzco. Hicieron las ceremonias de concilio y ellos solos se juntaron en él, y disolviose luego, porque no había otras cosas que tratar sino quejas del clero contra ellos dos, que traían origen de codicia, de las cuales no se trató, como ellos eran los jueces, y ansí quedo sin pedirse cosa»192.

No andaban Ulloa y Prado menos acordes en la resolución de las causas pendientes, disponiendo celebrar auto de fe el domingo de Cuasimodo 5 de abril de 1592.

Después de haber dado el pregón ordinario de la publicación y mandado que todos los vecinos y moradores de la ciudad que no tuviesen impedimento acudiesen a las casas de la Inquisición para acompañar el estandarte de la fe, previos los convites de estilo a la Audiencia y Cabildos, que esta vez, de orden del Virrey, debían irse en derechura al Tribunal, el día señalado, a las cinco de la mañana, llegó aquél en su carroza, acompañado de don Beltrán de Castro, su cuñado, seguido por la guardia de a pie de su persona y algunos criados. Oyó misa en la capilla, y una vez concluida, pasó a las habitaciones de los Inquisidores, donde se estuvo hasta que se avisó que era ya hora de salir. Lleváronle en medio los Inquisidores, en compañía del   —271→   Arzobispo, que había sido invitado para la degradación de un religioso, escoltados por la compañía de lanzas, y caminando delante los oidores de dos en dos, luego los Cabildos y la Universidad, precedidos por la compañía de arcabuceros de a caballo. Los penitentes en número de cuarenta y uno marchaban acompañados de los familiares y miembros de todas las órdenes religiosas. Resguardaban los costados de la procesión soldados de a pie, para hacer los honores al estandarte de la fe, cuyas borlas llevaba don Beltrán de Castro, solo, a la mano derecha, porque no quiso dar lado a ningún caballero, ni tomar la izquierda. En esta forma se llegó a los tablados, que estaban hechos arrimados a las casas del Cabildo y adornados con la suntuosidad de costumbre, donde el Virrey y Arzobispo tomaron asiento en cojines, dejando sin ellos a los Inquisidores, con grandísimo disgusto y bochorno suyos, que para que fueran más completos, oyeron que el Virrey mandó a uno de sus criados que sacase un montante grande, desnudo, y que se sentase a la mano izquierda del estandarte, colocado entre los capitanes de la guardia y arcabuceros193. En las otras gradas estaban los prelados de las Órdenes «y otros religiosos graves dellas, y a la mano derecha, en sus asientos, el Cabildo de la Iglesia y Universidad, y a la izquierda el de la ciudad, y junto a él, el de los criados honrados del Virrey, y un poco más adelante estaba un tablado muy enaderezado y en él mi señora la Virreina, con sus criadas, y las señoras Principales de la ciudad, que la estaban acompañando, y don Beltrán de Castro, su hermano, y mirose mucho que en todo el tiempo que duró el aucto, que fue desde las seis de la mañana hasta las once de la noche, no se menearon de los asientos donde estaban el Virrey ni Virreina».

«Antes que el aucto se comenzase, predicó el padre Hernando de Mendoza, hermano del Virrey, y hizo un sermón tan admirable cual para tal ocasión y audictorio se requería»194.

En seguida el Arzobispo degrado a un fraile de la Merced, que era de misa, «en el mismo tablado, donde había puesto un muy rico aparador de plata dorado y lo demás que convenía para aquel efecto».

Con esto diose principio a la lectura de las causas de los reos, que fueron:

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Ana de Castañeda, mulata, viuda, residente en Panamá, e Isabel de Espinosa, casada en España, de donde se había venido huyendo de su marido, por hechiceras.

Marcos Pérez, griego, testificado de haber dicho en Potosí que las ánimas de los difuntos no iban al cielo, infierno o purgatorio hasta el día del juicio final, permaneciendo mientras tanto en un lugar señalado para ello.

Francisco López de Osuna, hombre perdido y jugador, porque examinando las líneas de las manos a cierta persona, le pronosticó que dentro de pocos días se había de morir.

Por haber dicho misa y confesado no siendo sacerdotes, Fray Antonio Rentería, mexicano, que se acusó de cosas deshonestísimas, y fue condenado a galeras; Fray Hernando Manrique, de Trujillo, ordenado de epístola, y Juan de Matos, portugués.

Por testigos falsos salieron Sebastián Baez y Manuel Riberos, portugueses; y por casados dos veces, Francisca de Herrera, mestiza, de Potosí; Juan Bran, Isabel Pérez y María Ángela, negros, Francisco Martín Rafael, labrador, Hernando de Silva, mulato, y Antonio de Xerez.

«Por la simple fornicación y otros delitos en razón del pecado de la carne»: Sebastián de Orbieto, Juan de Orduña, Pedro de Talavera, Miguel Andrea, irlandés, marinero, Jorge Griego, Luis Jullián, de Marsella, y dos portugueses del mismo nombre y apellido, Antonio Hernández.

Por blasfemos, Matías Rodríguez de Herrera, Juan Antonio Montes, sastre, de Almadén, Gabriel Gutiérrez de Soto y Juan, Gómez Bravo.

Pero Luis Enríquez o Luis de Torquemada, jugador, natural de Sevilla, de quien se hizo información en Bogotá, porque se había dado trazas como procurarse un demonio familiar, confesó que había afirmado que llevando un gallo a un campo donde no hubiese ruido de perros, cortándole la cabeza y poniéndola encima de un palo y tornando a medianoche por ella, se hallaba dentro una piedrezuela como una avellana, con la cual refregándose los labios, la primera mujer hermosa que se viese, en hablándola, se moriría de amor por quien esto hiciese. Y que matando un gato en el mes de enero, y metiéndole una haba en cada coyuntura, y enterrándolo, las habas que así naciesen   —273→   yéndolas mordiendo, mirándose a un espejo, tenían virtud para hacerlo a uno invisible.

Hallándose en la cárcel declaró que era «cabrón y saludador», y que en señal de ello tenía una cruz en el pecho y otra en «el cielo de la boca»; refirió que en la prisión veía resplandores y sentía suavísima fragancia, ensartando de este modo hasta cuarenta y siete proposiciones, que le fueron calificadas como de tal gravedad que el Fiscal pidió se le condenase a relajación. Posteriormente confesó que por no haber sido inclinado a las mujeres se había entregado a una serie de actos que consigna su proceso, pero que es imposible reproducir aquí; siendo al fin admitido a reconciliación, saliendo con mordaza en público, y con pena de diez años de cárcel, y hábito.

Francisco Díaz, portugués, fue testificado de que viniendo camino de Lima, llegando a tratar de cosas de Dios con dos compañeros de viaje, se dejó llevar de su demasiada franqueza, refiriendo la historia del pueblo de Israel, lo que le valió la misma pena del anterior reo.

Fray Jerónimo de Gamboa, fraile de la Merced, que había cambiado de hábito y huídose varias veces, concluyendo por casarse en Popayán, fue condenado a cuatro años de reclusión y a una disciplina.

Abjuró de levi, saliendo en seguida a la vergüenza, un francés que se envió de Chile, llamado Nicolás Moreno.

Los reos más notables del auto fueron los ingleses que habían sido capturados en la isla de la Puna, Guater (Walter) Tillert, su hermano Eduardo, Enrique Axli (¿Oxley?) y Andrés Marle (¿Morley?). El primero, que cayó prisionero después de herido de un arcabuzazo, en las audiencias que con él se tuvieron dijo ser cristiano bautizado y católico, pero se le acusó de que comulgaba como luterano, de cuya secta parecía hallarse muy instruido, pues a bordo reemplazaba al capellán siempre que éste se enfermaba. Permaneció negativo durante los tres primeros años de cárcel y se habían enterado ya cinco cuando en este auto fue relajado, «y aunque al tiempo de morir dio algunas muestras de reducirse, fueron de suerte que se vio claro que lo hacía porque no lo quemasen vivo, y no porque fuese católico, que en ninguna manera se puede entender se convirtiese, ni se confesó».

Su hermano, que sólo lo era de padre, de edad de veinte años, afirmó haber sido siempre luterano, pero que desde que estaba preso   —274→   se había hecho católico; mas, al cabo de tres años se desdijo, y tuvo al fin la misma suerte que Walter.

A Oxley, por estar siempre pertinaz, le quemaron vivo. Tenía entonces veintiséis años y hacía cuatro que se hallaba encarcelado195.

Morley, que revelaba menos de dieciocho años colocado primero en el colegio de los jesuitas, fue trasladado después a las cárceles, confesando que había sido protestante antes de entrar al convento, pero que entonces era ya católico, por lo cual fue reconciliado, con dos años de reclusión en la Compañía.

Salieron también en esta ocasión tres de los ingleses de la armada de Cavendish, que habían sido apresados en Quintero (pues los cuatro restantes fueron ahorcados en la plaza de Santiago), y de sus causas daremos cuenta en otro lugar.

A la hora dicha de las once de la noche, el Virrey volvió acompañando a los Inquisidores hasta el Tribunal, habiendo sido este «de los solebnes auctos y de más autoridad que se ha hecho en las Indias, según afirman los que se han hallado en muchos».

Fuera de auto habían sido falladas hasta este tiempo las causas de los reos siguientes:

El licenciado Narváez de Valdelomar, de Chile.

Fray Bernardo de Gamarra, guardián del convento franciscano de Arequipa, natural de Tordesillas, por un sermón que predicó, en que afirmaba que si alguno entraba en el cielo, habría menester particular revelación y por otras tres proposiciones, que fue obligado a retractar.

Juan de la Portilla, soldado, que juraba por las orejas de Dios.

Isabel Romero Ferrer, natural de Carmona, que habiendo sido monja profesa, vivía en hábito de viuda, y que estando amancebada, sostenía que no por eso dejaba de hacer vida santa.

Isabel de Angulo, sevillana, mujer de un soldado, que para que la quisiesen los hombres recitaba en voz baja las palabras de la consagración.

Isabel Cataño, italiana, que después de haber sido penitenciada, hurtó un ara de altar.

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Domingo de Arismendi, español, y Bartolomé de Lagares, marinero, que afirmaba «que siendo soltero y en pagando, no se cometía pecado».

Fray Dionisio Adarme, franciscano, que viéndose afligido por haber maltratado a algunos compañeros, dio en renegar.

Juan de Herrera y varios negros, por lo mismo.

Juan Gutiérrez de Perales, castellano, hombre de mala lengua, que se afirmaba en que un comisario del Santo Oficio era hereje.

Fray Juan Maldonado, dominico, que abrigaba ciertas doctrinas elásticas en cuanto a la castidad de sí mismo.

Manuel Rodríguez Guerrero, que en Tucumán sacó de una iglesia a un hombre allí retraído, volviendo las espaldas al Santísimo Sacramento.

Por blasfemos Pedro Palomino, colegial, de dieciséis años, Juan Sánchez, tratante, Francisco de Hervas Sarmiento, escribano del Cabildo de Nombre de Dios, Íñigo de Espinosa, sevillano, y varios negros.

Alonso Osorio, corregidor de Arequipa, y el bachiller Álvaro Sánchez por haber puesto obstáculos a los familiares del Santo Oficio.

Por supersticiosos y mezclar cosas sagradas y profanas, Juana de la Paz, mujer pública; Ana Rodríguez, viuda; Ana Pérez de Carranza, hija de mulata; Diego Felipe, carpintero; Ana María y María de Almendras por guardar piedras de ara consagradas.

Por lo de la simple fornicación: Francisco García, mercader; Juan Ricardo, Francisco Ramos y Diego de Mendieta, ordenante; por casado dos veces, Hernando Albitez; Alonso Ortiz, testigo falso; Antonio de Espinosa, presbítero que se denunció de haber hablado mal del estado de los frailes.

Fray Pedro de Serpa, dominico, solicitante de monjas en Lima; Francisco de Castro, presbítero; Fray Francisco de Gálvez, franciscano, el agustino Fray Alonso de Mendoza y el jesuita Lorenzo López, también por solicitantes.

Benito Nicolao, griego, fue testificado de que para asar una pierna de carnero, «sacó la landresilla de ella».

Fray Pedro Rengel, franciscano, teólogo, que hallándose en compañía de otros once frailes, había dicho, «aquí estamos doce y sabemos por cosa cierta que los más estamos condenados, pida cada uno   —276→   al Señor no sea de ellos». Al reo se le calificaron además otras varias proposiciones, por lo cual tuvo que abjurar de levi.

Lorenzo de la Peña, barbero, que porque le quitaban a su mujer el asiento en la iglesia, había dicho que si aquello pasaba así, no había Dios.

Pedro de Paz Maldonado, por quiromántico; Gonzalo de Valencia y Pedro Ruiz de Vildósola, por invocadores del demonio.

Hernando de Alcocer se denunció de ciertas dudas que tenía sobre el misterio de la Santísima Trinidad; Fray Francisco de la Paz de haber expresado en un sermón que los pecados que se cometían contra el Espíritu Santo, no los perdonaba Dios, y de otras proposiciones; Alonso de Prado, barbero, que negaba el infierno; y por fin, el agustino chileno Fray Juan de Bascones.



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ArribaAbajoCapítulo XIII

Llega a Lima el nuevo inquisidor Antonio Ordóñez y Flores. -Denuncias que en su contra se envían al Consejo. -Ordóñez acusa a sus subalternos. -Auto de 17 de diciembre de 1595. -Reos penitenciados fuera de auto. -Nuevas acusaciones contra Gutiérrez de Ulloa. -Su prisión y muerte.


El Tribunal, mientras tanto no había quedado abandonado. El licenciado Antonio Ordóñez y Flores, a quien el Consejo había designado para ir a Lima, partía, en efecto de Cádiz el 9 de mayo de 1593, el 29 de agosto estaba en Panamá y el 4 de febrero del año siguiente era recibido al desempeño de su oficio.

Una vez que se vio solo, fue su primera medida autorizar que todos los que tuviesen que cobrar algunos créditos en provincias distantes sujetas a la jurisdicción del Santo Oficio, podían cederlos a éste a condición de partir por mitad lo que se sacase196; y en seguida, como hubiese fallecido el alguacil Juan Gutiérrez de Ulloa, nombró en su lugar a un hermano suyo llamado Juan Gutiérrez Flores, caballero de la Orden de Alcántara197.

Hacía apenas un año que servía el nuevo inquisidor cuando comenzaron a llegar al Consejo gravísimas acusaciones contra él, enviadas precisamente por sus mismos subalternos; y «aunque andaba el tiempo tal que no osaban fiarse unos de otros», Juan de Saracho le tildaba de «mozo tan mal acondicionado, que no hay quien le sufra, si pudiesen los hombres huirle», y de que a pretexto de decir venía muy endeudado, había cobrado muchos dineros de más a título de sus sueldos198. El secretario Eugui, además de su absoluta inexperiencia   —278→   en los negocios, le enrostraba ser «precipitado, colérico y malcriado, y de peor término está el pueblo, continuaba, y el reino muy desabrido de ello; los que tienen negocios en la Inquisición muy desesperados de que estén en sus manos, por lo cual y su poca experiencia y mal expediente, no piensan verse libres jamás».

Agregaba el secretario que en las casas de la Inquisición, donde vivía, en el aposento que ocupara Gutiérrez de Ulloa, había hecho abrir balcones a la calle, donde de ordinario estaban en exhibición no sólo la mujer de su hermano, sino también otras del pueblo que allí iban «a hacer ventana».

Había separado de su puesto al comisario de Arequipa, que estaba bien reputado, influyendo en el Consejo para que no se nombrase de inquisidor a un hermano del destituido; terminando Eugui por expresar que «en lo que ha mostrado y hace, las causas de la Inquisición ni de otra judicatura no las entiende, pues el trato con los presos es muy desabrido, los que vienen a la Inquisición a descargar sus conciencias, mal rescebidos y peor tratados, de que están tan hostigados en general, que se ha sabido que algunos han dicho que antes permitirían irse al infierno que parecer en la Inquisición». En cambio, aseguraba que los que tenían causas pendientes, se empeñaban con los cuñados y cuñadas del inquisidor para que con su intercesión se les despachasen, «y aun esto en negocios de fe de personas que andan fuera de las cárceles en la ciudad por cárcel»199.

«Para consuelo y reparo de los desventurados presos, escribía más tarde el mismo funcionario, es necesario que venga otro inquisidor de más experiencia y conciencia, siquiera en el buen tratamiento de palabra, en que han rescebido y resciben mucha ofensa y agravio, y lo que es peor aún, en sus causas, no permitiéndoles que sus confesiones y declaraciones las hagan con libertad y como ellos las quieren decir, aun en casos y palabras que entienden que el asentarse hace mucho a su justicia y defensa, y ven ellos a sus ojos decir al inquisidor, hablando con el secretario, 'no asiente eso, sino esto y lo otro'; y si replican (como ha acontecido) diciendo, 'no digo yo eso', respóndeles con desabrimiento temerario, 'sois un bellaco, y hareos y aconteceraos, etc.'

Añadía que con ocasión de haber interesado «la mano poderosa   —279→   de la Inquisición en el cobro de las deudas, estaba el Tribunal convertido en una herrería que Ordóñez había sacado en varias ocasiones dinero y últimamente hasta diez mil pesos de una vez del arca de tres llaves para entregarlos a un mercader que iba a México y negociar en su compañía200.

Si, como puede notarse, las acusaciones que contra el jefe del Tribunal se hacían, eran graves, no eran menos notables las que por éste se dirigían a sus subalternos, inclusos los familiares, pues «todo es lamentos y chismes, decía, de unos en otros, y desenterrarse los huesos y andarse mordiendo por detrás;... estando tan engreídos, que era menester para cualquier cosa que el inquisidor con el bonete en la mano se los suplicase».

Ordóñez no desconocía de modo alguno que todos sus dependientes se expresaban de él en los términos que se ha visto, pero lo atribuía, por una parte, a los amigos de Gutiérrez de Ulloa, que le habían instado para que desde luego entendiese en el negocio del factoraje de azogues, en que tan comprometido aparecía el hermano del inquisidor, a lo que se había negado; y por otra, a que Ruiz de Prado y sus secuaces decían que el puesto le había sido dado por quitárselo a éste. Se quejaba, en consecuencia, de que Ulloa, a pesar de que se le había expresamente mandado que no saliese a la visita, sin dejarlo bien instruido de los negocios del Tribunal, se había marchado, tomando por pretexto, ya sus achaques y melancolías o ya que tenía que prepararse para el viaje, sin parecer en las audiencias y sin siquiera despedirse de él.

Respecto del secretario afirmaba que todas sus quejas nacían de que haciéndole trabajar como convenía en el despacho de las causas de los presos para celebrar auto lo más pronto, decía que se le quería matar a fuerza de tareas, siendo la verdad que lo único que pretendía era procurarse tiempo para ocuparse de negocios suyos ajenos al oficio201.

Por lo que toca al receptor, manifestaba que se descuidaba grandemente en el desempeño de su cargo; pero que mediante a sus providencias e instancias que tenía hechas, había logrado guardar en cajas de la Inquisición hasta veinte mil pesos, parte de los cuales se habían   —280→   dado a censo e invertido también algunas cantidades en reparar las casas del Tribunal, que estaban algo maltratadas con los temblores202.

Pero si el empeño que manifestaba Ordóñez en allegar bienes para el Tribunal era considerable, no era menor su afán a fin de celebrar pronto algún auto de fe que le valiese méritos y en caso necesario le sirviese de disculpa contra las acusaciones que se le hacían. A este efecto, no perdonaba ni las fiestas, logrando, por fin, que el domingo 17 de diciembre de 1595 se verificase «el más grande y de más extraordinarias causas que en esta Inquisición se ha hecho»203.

Salieron en él, por lo de la simple fornicación: Pedro de Vallejo, de más de sesenta años, Francisca Gómez, Martín Degutado y Andrés de Paniagua, soldado, a quien se dio tormento y que se presentó con soga y mordaza, siendo en seguida sacado a la vergüenza.

Por blasfemo, Sebastián de Salas, hombre perdido y jugador; María de Torres, llamada la gitana, por examinar las líneas de las manos, salió con vela, y en forma de penitente; Juan Fernández Gullio, procesado en Quito por sospechas de herejía, escapó de mayor pena, merced a que el Marqués de Cañete deseaba emplearlo en el trabajo de una mina.

Por casados dos veces, Clara de Prado y Ana Gómez, negras; Lucas de Montrartu, vizcaíno; Pedro Vásquez, mestizo; Gregorio Hernández; Ana de Córdoba, vecina de Santiago del Estero, que salió con vela y coroza; Bartolomé Terruela y Víctor Méndez.

Los siguientes eran portugueses: Duarte Méndez, mercader, de veintiséis años, por vehementes sospechas de judaizante; Juan Rumbo que fue reconciliado, por haber hecho pacto con el demonio, llevando, además, hábito y cárcel por seis años; Manuel Anríquez, a quién se dio tormento en el muslo hasta la tercera vuelta de garrote, y confesando ser judío, fue también reconciliado, pero con hábito y cárcel perpetuas; Antonio Núñez, tratante, de veintiocho años y Juan López, que en Lima servía de escudero en una casa honrada, llevaron igual pena,   —281→   que en cuanto a la de cárcel se redujo a nueve años a Francisco Váez Machado, por haber confesado su delito204.

Después de la derrota y prisión de Richarte Aquines (Hawkins) y de algunos de sus compañeros, que habían entrado en el mar del Sur a fines del año de 1594, por D. Beltrán de Castro, parte de ellos fueron enviados a las galeras de Cartagena, pero se llevó a Lima a trece, los cuales, en 5 de diciembre de ese mismo año, fueron metidos en cárceles secretas porque por informaciones constó que eran herejes, «y que, como tales, habían robado a muchos españoles y hecho mucho daño en los puertos de estos reinos».

Eran estos Joan Helix, de edad de cuarenta y cuatro años, natural de Pleuma (Plymouth)205, cristiano bautizado y confirmado y que había oído misa hasta la edad de doce años sin haber nunca confesado ni comulgado, no se supo persignar ni decir la doctrina, mas del Pater noster y Avemaría. Después de contar el discurso de su vida, a la primera monición que se le hizo, dijo que había seguido la secta de los protestantes y que nunca supo más religión que la que se enseñaba en Inglaterra, pero si se le convencía que había alguna otra mejor que la suya, estaba presto a seguirla, como por las razones que se le daban lo haría con la católica. Púsosele, sin embargo, acusación de haber sido luterano y apostatado de la fe que recibiera en el bautismo, siendo admitido a reconciliación con hábito y reclusión en un monasterio por diez años, debiendo acudir a las procesiones y a la misa mayor e ir todos los sábados en romería a una ermita.

Nicolás Hans, flamenco, paje de Aquines, de quince años de edad, quien después de haber sido entregado a los jesuitas para su enseñanza, expresó que quería ser católico, y fue reconciliado con sólo dos años de hábito y otras prácticas saludables.

Juan Ullen, de dieciocho, chirimía y criado del general, que dijo haberse convertido en la cárcel por consejos de un español preso que le había enseñado las oraciones, recibió la misma pena que el anterior.

Heliz Arli (Harley) de la edad del precedente, fue condenado a lo mismo.

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Richarte Jacques fue también recluso en la Compañía por su poca edad.

Enrique Chefre, tonelero, de treinta años, que guardaba la religión que mandaba su reina, manifestó que ignoraba por qué le habían preso, pues no sabía que hubiese religión católica, ni quería tampoco averiguar si esta era contraria a la suya. Su abogado, viendo que no se dejaba convencer, se desistió de la defensa, llamando entonces el Tribunal a los jesuitas Juan Sebastián y Esteban de Ávila para que le catequizasen, declarando a poco Chefre que estaba ya convertido de corazón, lo que no le impidió llevar hábito y cárcel perpetuas y cuatro años de reclusión en un convento.

Richarte de Avis (Davis), de cuarenta y seis años, herrero, casado y con hijos en Londres, se afirmó en que había de ser protestante hasta morir; y como no le aprovechasen los consejos de los jesuitas, se le mandó echar un par de grillos, argumento que le fue de tanta eficacia que al día siguiente pidió audiencia para exponer que habiendo meditado bien durante la noche que acababa de pasar, pedía ser admitido en la Iglesia, siendo al fin condenado a la misma pena de Chefre.

Enrique Grin (Green), que servía en la armada, de condestable de cuarenta años, cristiano bautizado y confirmado, porque había nacido en tiempos en que eran católicos en Inglaterra, llevó sólo seis años de cárcel.

Los demás, Tomas Reid, que venía de trompeta, Tomas Gre (Gray), Francisco Cornieles, flamenco, Hiu (Hugh) Carnix, maestre de la nao capitana, Cristóbal Palar, irlandés, Guillermo Li (Leigh), Guillermo Bries, Joan Toquer (Tucker), presos en la Yaguana, enviados de Santo Domingo, dieron defensas semejantes y sufrieron penas del mismo tenor206, a excepción de Leigh que fue condenado en cárcel perpetua irremisible y por galeote al remo por tiempo de seis años.

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La importancia de este auto de fe, que tanto encarecía el inquisidor Ordóñez, se derivaba de otros reos más notables todavía. Fueron estos Jorge Núñez, Francisco Rodríguez, Juan Fernández y Pedro de Contreras.

Núñez era natural de San Juan de Pesquera en Portugal, habiendo tenido origen su causa de no haber querido comprar ciertas mulas que le fueron a vender, porque dijo que aquel era día sábado. En las primeras audiencias declaró ser de treinta años de edad, cristiano bautizado, fiel observante de las prácticas de la Iglesia católica; que era falso lo de la compra que se le atribuía, y que en cuanto a la licencia que había solicitado al quererse ausentar, diciendo ser oriundo de Lisboa, y que motivaba uno de los cargos que se le ponían, lo había hecho simplemente por ser Lisboa pueblo más conocido que el de su nacimiento.

Los que le acusaban de judío eran otros portugueses, que salieron reconciliados en esta misma ocasión, aunque afirmaban que no le habían visto practicar ceremonia alguna de la antigua ley. Llevado a la cámara del tormento, persistió en su negativa, pero cuando se le iba a dar la primera vuelta, declaró que había vivido como judío y que quería morir de una vez. Condenado por unanimidad a ser relajado, permaneció toda la noche antes del auto con la misma pertinacia, «y cuasi todo el tiempo que duró el leerse las sentencias dél, y aunque después tomó una cruz en las manos y dicen se confesó, se tuvo poca satisfacción de su muerte».

Rodríguez, que era oriundo de Villaflor y traficaba como arriero entre Lima y el Callao, fue denunciado por otros portugueses de que un viernes en la noche no había querido preparar unas cargas, y que como el denunciante sabía que los judíos guardaban el sábado desde el viernes en la tarde, sospechaba que lo fuese el reo. Como esta testificación no fuese bastante, Ordóñez encargó al denunciante le siguiese observando, quien luego llevó al inquisidor nuevos capítulos de acusación, ridículamente frívolos, los cuales, sin embargo, se declararon   —284→   bastantes para su prisión. Rodríguez en las audiencias que con él se tuvieron pudo señalar a sus acusadores, indicando ciertos pretendidos motivos de queja que tenían contra él y que sin duda les habían impulsado a levantarle falso testimonio. Puesto a cuestión de tormento, lo venció todo. Poco después, el alcaide dio parte de que al reo le daba «mal de corazón», pero no sólo no fue creído, sino que al enfermo se le mandó echar un par de grillos. Sus actos posteriores manifestaban que había enloquecido, especialmente después que se le previno que se preparase para sufrir nuevo tormento. Llevado así a la cámara, antes de empezar su oficio el verdugo, confesó que en Portugal había judaizado; pero cuando al día siguiente fue llevado a la audiencia para que se ratificase, se presentó con una enorme herida en la cabeza, que él mismo se había abierto con una piedra en su prisión, por no haber confesado antes, según expresa la relación de su causa. Posteriormente se negó a que le curasen la herida, procurando, además, ahorcarse con trapos que ataba en forma de cuerda o que se introducía en la boca, «si no tenían cuidado, le hallaban ahogado».

Se admitieron más tarde contra él las deposiciones arrancadas a un testigo en el tormento, las de otro reo que fue relajado por judío, y por fin, las de un tercero que fue reconciliado.

«Vimos la causa con ordinario y consultores, termina Ordóñez, y se votó por todos en conformidad que este reo fuese relajado a la justicia y brazo seglar, y antes fuese puesto a cuestión de tormento in caput alienum, y habiéndose llevado a la cámara del tormento para poner en ejecución el tormento, no se quiso desnudar, ni consintió que le desnudasen, resistiéndose de suerte que fue menester hacer pedazos el vestido; y puesto en el potro y empezado el tormento, dijo que los que tenía nombrados en su proceso, que los volvía a nombrar uno por uno por judíos, y dijo sus nombres de algunos, y volviendo a proseguir el tormento, los de otros; y preguntado qué les había visto hacer de judíos, dijo que vestirse camisa limpia y guardar los sábados y hacer ayunos por el mes de setiembre, por guarda y observancia de la ley de Moysén; y no dijo otra cosa, ni la quiso responder; y tres días después, siendo traído ante Nos para que se ratificara en lo que había dicho en el tormento, le fue leído todo de verbo ad verbum y le fue preguntado si lo había oído y entendido y si era verdad, y nunca quiso responder, hasta que muy importunado, dijo que no era verdad y que se lo habían hecho decir forciblemente, y lo revocaba, y nunca   —285→   quiso responder otra cosa; y la víspera del auto, en la noche, habiéndosele notificado a este reo que se aparejase, que había de morir, y puéstole las insignias de relajado, y en su compañía algunos religiosos que le exhortasen y amonestasen, hicieron tan poco fructo en él, que dende que le sacaron de las cárceles hasta que le pusieron en el palo, no fue poderoso ninguno de ellos para que hablase tan sola una palabra, y así le quemaron vivo».

Juan Fernández de las Heras era un pobre loco a quien le había entrado la manía de las cosas teológicas, pero que no por eso se escapó de la hoguera207.

Pedro de Contreras, hijo del bachiller Francisco González Bermejero, que había sido alcalde de Oropesa, de quien se decía haber sido relajado en estatua en Alburquerque, acusado igualmente de judaizante, después de atormentado y de largos años de prisión, sufrió nuevo tormento in caput alienum, «y aunque tuvimos, dice el inquisidor, esperanza de la conversión de dicho Pedro de Contreras para morir bien, después de notificársele la noche antes que su hora era llegada, no fue así, porque permitió Nuestro Señor se le endureciese el corazón y que persistiese en decir siempre que no lo había hecho, y con esto acabó, habiendo hecho mil fingimientos de contrición en el auto, con un Cristo que tenía en las manos, que todo conocidamente era fingido, y por dar a entender al vulgo que era buen cristiano, acordándose de la honra del mundo, que era que le había hecho no decir verdad, y olvidándose de la cuenta que había de dar a Nuestro Señor»208.

Hernán Jorge, portugués, que fue también denunciado como judío, de treinta y dos años, zapatero, establecido en Potosí, se le encerró en las cárceles, donde a poco se enfermó para ir a morir en un hospital, liberándose de que se siguiese la causa con su memoria y fama, merced a que su denunciador fue relajado.

Fuera de auto habían sido despachados los reos siguientes:

Juan de Santillana de Guevara, a quien por mal nombre llamaban el capitán Trapala, que se daba por oficial de la Inquisición, no   —286→   le valió su ejecutoria de hidalgo para ser desterrado por hablador y maldiciente.

Bartolomé de Padilla, sastre, que se denunció de haber dicho, usando oficio de alguacil, «no creo en Dios».

Fray Felipe de Santa Cruz, que ya había sido castigado en 1589, fue de nuevo penitenciado por haber reincidido en solicitaciones.

Juan de Herrera, de Tunja, procesado por sospechas de judío, fue absuelto en mayoría de votos contra los que querían ponerle a cuestión de tormento.

Hernando de Góngora, presbítero, que solicitaba a las indias.

Fray Pedro de Monte, franciscano, que afirmaba tener visiones y revelaciones en sueños, y que los inquisidores violaban la ley natural, no permitiendo que los confesores absolviesen a las hechiceras.

Alonso de Porras Santillán, corregidor del Cuzco, por blasfemo, fue desterrado a España por tres años.

El bachiller Álvaro Sánchez Navarro, canónigo y provisor en el Cuzco, que después de haber sido penitenciado, en regresando a su canonjía, dijo muchas libertades contra los inquisidores y llamó de judío al comisario. Fue preso en La Paz, tratando de matarse antes de que le sacasen a un tablado, donde en público le dieron cien azotes, a voz de pregonero.

Abjuraron de levi por blasfemos, Diego Enríquez, sevillano, Rodrigo de Ortigas, de Canarias, Marco Antonio Costa, genovés, y Catalina, negra.

Por proposiciones fueron procesados: Isabel de Porras, de cincuenta años, viuda, del Cuzco, que se afirmaba en que los indios que habían muerto antes de la llegada de los españoles, se iban al cielo; Rodrigo de Palomares, que se denunció de haber dicho que en el día del juicio los cuerpos se desharían con un soplo que daría Dios, y se quedarían acá hechos tierra, y solas las almas de los buenos irían al cielo»; Felipe de Luján, que observando un cuadro del juicio final dijo que estaba mal pintado, porque no estaba el Señor con los Doce Apóstoles; Juan de Gauna, mercader de Tarija, que negaba el purgatorio: casi todos los cuales pagaron cada uno doscientos pesos de multa para gastos del Santo Oficio.

Giles Flambel (que había sido castigado en 1581 por haberse dicho que era de la secta de Lutero), de sesenta y ocho años, Zapatero, de Amberes, residente en Panamá, se hizo sospechoso de herejía por   —287→   haber sostenido que no era menester confesarse y otras proposiciones; fue puesto en el tormento, y habiéndole vencido, se le recluyó en el colegio de la Compañía en Lima.

Francisca Maldonado, natural de Sevilla, de treinta años, casada con un jugador, quien para que la quisiesen bien, rezaba ciertas oraciones, como la de San Erasmo, de las palmas, de las estrellas, y la de Santa Marta que decía así: «Señora Sancta Marta, digna sois y sancta, de mi Señor Jesucristo querida y amada, de la Reina de los Ángeles huéspeda y convidada. Señora Sancta Marta, benditos sean los ojos con que a mi Dios mirasteis y los brazos con que le abrazasteis y la boca con que le besasteis y los pies con que le buscasteis». Estas palabras se habían de repetir de rodillas, con una vela encendida delante de la imagen de la Santa, y después de dichas, se rezaría un pater noster, para pedir en seguida lo que se deseaba.

Francisca Jiménez, soltera, denunciada en el Cuzco por la misma causa; Mariana Clavijo, casada, que se delató en Potosí de que viéndose abandonada de su amante, que por añadidura le había quitado los regalos que antes le hiciera, se había entregado a practicar conjuros y oraciones adecuadas al caso; María de Aguilar, casada con un procurador de Cochabamba, por igual motivo; Lucía de Ocampo, Francisca de Espinosa y Catalina de Mena, por lo mismo.

Por blasfemos fueron penitenciados: Gaspar del Peso, Diego Baptista, Jerónimo Zurbano, arequipeño, hombre noble; Sancho de Madariaga, teniente de corregidor de Potosí, un genovés y varios negros.

Por proposiciones lo fueron: Álvaro Alonso, natural de Moguer; Gabriel de Noria, el presentado Fray Francisco Vásquez, de Logroño, demás de sesenta años, acusado, además, de blasfemo, irreverente y solicitante, y a quien entre sus papeles se le calificaron treinta proposiciones que fue obligado a retractar.

Fray Andrés de Salazar, mercedario, por haber dicho misa sin estar ordenado.

Por solicitantes: Fray Pedro Pacheco, de Jerez de la Frontera, franciscano, que confesaba en un monasterio de monjas en Lima; Pedro de Victoria, clérigo, de Guadalajara, residente en Nasca; Fray Francisco de Riofrío, mercedario, de sesenta y siete años, que seducía a las indias de Moyobamba; Fray Juan de Medina, aragonés, y Fray Juan de Ocampo, establecidos en Chile; los mercedarios Fray Gaspar de Frías Miranda, Fray Diego de Chaves y Fray Alonso Díaz, que fue testificado   —288→   por más de cuarenta indias; los franciscanos Fray Alonso Díaz Becoso, gallego, de cincuenta años; Fray Antonio de la Oliva y Fray Francisco Rabanal, domiciliados en Panamá; los clérigos Juan Silvestre, natural de Mérida, Juan de Figueroa, acusado en Huánuco por cuarenta y tres testigos; Melchor Maldonado, del Cuzco, que lo fue por sesenta y siete, Juan de Valdivieso, cura de Chachapoyas, y Francisco de Mesa, en Salta.

Llegaba por estos días a tal extremo el abuso de las solicitaciones en el confesonario, que Ordóñez se vio en el caso de llamar la atención del Consejo a lo que estaba ocurriendo, especialmente en el Tucumán «donde parece que apenas ha habido sacerdote que no haya pecado en esto, decía,... y lo que peor es, que hay algunos testificados que decían a las indias que el pecar con ellas no era pecado, y se echaban con ellas carnalmente en la iglesia»; solicitando, en consecuencia, que se le autorizase para agravar las penas que podían imponerse a estos reos, conforme a las instrucciones209.

Mientras el inquisidor que había quedado en Lima, se ocupaba en ver quemar a los presos condenados por él, Gutiérrez de Ulloa, que cada día se sentía más agriado de carácter y más ensoberbecido con lo que hasta entonces había ejecutado, sin que nadie le saliese al atajo, iba imponiendo sus arbitrariedades por dondequiera que caminaba; y para no referir más de un caso de estos, que por aquel tiempo tuvo cierta resonancia, dejaremos que cuente sus percances a uno de los mismos agraviados.

Fue este un caballero llamado Diego Vanegas, natural de Sevilla, establecido en aquella época en el Cuzco. «Estando yo, refiere, en la dicha ciudad, por la navidad pasada del año de noventa y cuatro, y habiendo llegado a ella el dicho inquisidor, que iba de paso a visitar el Audiencia de los Charcas, en un día del mes de diciembre de dicho año, pasada la dicha pascua, estando yo en conversación con Diego Escudero y Francisco de Urena Callejo, vecinos de la dicha ciudad, junto a la plaza pública de ella, sobrevino un Joan García de Fernán Gil, criado de don Francisco de Loaysa, cuyo huésped era el dicho inquisidor, y llegó a decirnos que era muy grande el poder de un inquisidor,   —189→   y que no le tenía el mundo tal, pues por haberse atravesado de palabras el licenciado Parra, estando en la dicha ciudad, con un criado del dicho inquisidor, sobre un asiento, le había hecho traer ante sí y le había dicho que era un gran bellaco, guitarrero, perro de judío, ensambenitado, y le había de hacer [...], y sobre todo esto se había mandado llevar a la cárcel y echarle de cabeza en un cepo, y por que yo le respondí al dicho Juan García que aquellas eran cosas que allí no gustábamos de saberlas, ni él tenía para que decirlas, pues no se lo preguntábamos, ni lo queríamos saber, y él respondió que él nos las quería decir, y sobre ello tuvimos palabras y él se fue a quejar dello al dicho inquisidor, me mandó llevar ante sí con Camargo, familiar del Sancto Oficio, y un Antonio Rodríguez, que vino en su compañía, los cuales me llevaron a la posada del dicho inquisidor, y en llegando, me quitaron las armas, diciendo que tenían aquella orden, y entre sin ellas ante el dicho inquisidor, el cual me preguntó luego si le conocía, y habiéndole respondido «sí, señor, que usted es el inquisidor Ulloa, tan principal caballero como todo el mundo sabe», me replicó, «qué decís, bellaco, confeso, indio, perro, como decís vos que no queréis saber lo que yo hago, de si es vuestro amigo el bellaco, que volvéis por él, y venistes con quien os lo contaba; yo os haré quemar vivo, que sois un perro hereje», y porque le dije que le suplicaba que me tratase bien, que yo era hijodalgo y noble, y mi padre había sido el licenciado Vanegas, oidor de la Contratación de Sevilla, y que yo no desmerecía por mi persona, me volvió a replicar, y decir que yo era un bellaco judío, y qué cosa era tratalle de merced sino de señoría; y porque volví a decir que le suplicaba que si yo había cometido algún delito, procediese por tincta y papel, y me castigase y no me tratase mal de palabra, porque yo no le había ofendido, «pues vos me habíades de ofender a mí», y se levantó con mucha cólera a poner las manos en mi persona, y porque yo me quité delante para evitarlo, llamó a grandes voces a sus criados, y entrando a las voces más de veinte personas, les dijo «matadle de aquí a este bellaco», por lo cual llegó un Juan Durán, criado del dicho inquisidor, y me dio una cuchillada en la cabeza, que me cortó cuero y carne, y me salió mucha sangre, quejándome yo del golpe y herida, y diciendo hay que me han muerto, dijo el dicho inquisidor «eso es lo que yo quiero, perro, espera que no ha de ser desa manera», y habiéndome asido y cercado todos los demás que habían entrado, y dándome muchos   —290→   golpes y empellones, me hicieron muy malos tratamientos y me rompieron la ropilla, jubón y camisa, y todavía el dicho inquisidor daba voces llamando a sus negros, para que me diesen azotes, y a las voces entró doña Mariana, mujer del dicho don Francisco de Loaysa, y movida a compasión, rogó al dicho inquisidor no permitiese se me hiciesen más daño ni afrenta; y él la respondió, que él pensaba de hacerme dar quinientos azotes más, que por respecto della no serían más que trescientos, y volviéndole ella a importunar, se contentase con lo hecho, la respondió que no serían más de doscientos, hasta que por sus ruegos e importunaciones de que no me hiciese aquella afrenta, me dejó el dicho inquisidor y mandó al dicho Camargo, familiar del Sancto Oficio, que me llevase y entregase a don Antonio Osorio, corregidor de la dicha ciudad del Cuzco, cuyo huésped yo era, para luego me desterrase y echase del pueblo, y donde no, que él haría un castigo no pensado, y con esto el día siguiente por la mañana, se partió de aquella ciudad el dicho inquisidor, y siguió su camino de los Charcas, y sabiendo en el camino dicho, que yo había dicho que trataba de venirme a quejar del dicho agravio ante vuestra alteza, y su consejo supremo de la santa y general Inquisición, envió el dicho inquisidor orden y mandó al dicho Camargo y a otro Malaver, familiar del Sancto Oficio, para que me prendiesen, y al canónigo Albornoz, de la iglesia Catedral del Cuzco, le envió orden para que hiciese información contra mí de lo que había dicho o hecho en su ausencia, y para que me pudiesen llevar preso por caso de Inquisición. Los cuales me prendieron con mucho escándalo, acompañados de tres y cuatro negros, con hachas encendidas y alabardas, y me sacaron de la cama donde estaba aquella noche, en la casa del dicho corregidor, curándome de la dicha herida de la cabeza, y secrestaron los bienes, en presencia de don Francisco Urena Vallejo y otras personas, y me llevaron a la cárcel pública de la dicha ciudad, con varas altas de justicia, y en ella me metieron en un aposento solo y me echaron grillos y se llevaron las llaves del dicho aposento, y de la dicha cárcel aquella noche; y el día siguiente por la mañana me mandaron aprestar para mediodía, y después de mediodía me sacaron preso con un grillo al pie, y me llevaron con mucho escándalo, con muchos indios de guarda, por la calle pública de la dicha ciudad, con varas altas de justicia, los dichos familiares, hasta llevarme hasta Siguana, un pueblo de indios veinte leguas del Cuzco, donde estaba el dicho inquisidor Ulloa,   —291→   y llegado ante él, me dijo que había sabido que yo quería irme a quejar ante Vuestra Alteza y vuestra reverenda persona, y que Vuestra Alteza estaba satisfecho de que él era su servidor, y de que todo el mundo sabía que el dicho inquisidor había tenido a vuestra real persona asentado en un banquillo, y me pregunto si sabía yo cómo había tratado el dicho inquisidor al conde del Villar, siendo virrey del Perú, y que todo el mundo temblaba dél, y me mandó que temblase yo también delante dél, llamándome de bellaco, perro, y que supiese que él había metido la Inquisición en el Perú, y que por su medio tenía Vuestra Alteza aquel reino seguro, y me tomó juramento sobre una cruz, y me hizo firmar un papel por fuerza, sin que yo lo leyese, ni entendiese lo que contenía, y me mandó que fuese en su seguimiento hasta Potosí, y por el camino me fue haciendo caricias, y asentándome a su mesa, a fin de que no tratase más del negocio, y mandó a su secretario me dijese de su parte y aconsejase que yo fuese con la voluntad del dicho inquisidor, y me haría dar en que yo pudiese ganar treinta o cuarenta mil ducados, y porque yo no condescendía con él, mandó al dicho inquisidor poner preso y con grillos en la cárcel pública de la dicha ciudad de Potosí, donde estuve preso más de cuatro meses, y de allí me llevaron por su mando a Santa Cruz de la Sierra, que es una frontera de indios de guerra, doscientas leguas de Potosí, y por su orden me envió don Pedro Osores de Ulloa, teniente del capitán general, entregándome como soldado condenado por tres años a estar y servir en la dicha frontera, y sino, que los cumpliese en galeras, y aunque pedí testimonio no me lo quisieron dar, y el dicho don Pedro me envió con dos alguaciles con grillos, públicamente por las calles de la dicha villa del Potosí y me llevaron hasta Misque, adonde me rescibió don Antonio Troche de Vallejo, teniente de capitán, adonde estuve preso y con grillos muchos días; y aunque me solté de la cárcel, me volvieron a prender a voz de Inquisición, herido de un flechazo, que me dieron por prender, y de allí me volvieron a llevar con mucha guardia y con grillos, hasta otras cincuenta leguas, adonde me huí y solté y estuve tres días escondido sin comer ni beber, por que no había agua en el camino, y vine cuatrocientas leguas fuera de camino milagrosamente hasta la dicha ciudad de los Reyes, adonde dí cuenta dello a vuestro virrey, y con su licencia y de los inquisidores de aquella ciudad, me partí y vine a esta corte con mucho gasto y costa»210.

  —292→  

Siguió Ulloa entendiendo en la visita, hasta que teniéndose noticia y comprobación en el Consejo de Indias, según creemos, de su conducta, se mandó al licenciado Cepeda, presidente de la Audiencia de La Plata, que hiciese notificar al inquisidor que si por entonces no tenía terminada su comisión, la concluyese en el término perentorio de cuatro meses. Notificósele esta resolución en octubre de 1596, y en el acto ocurrió al Virrey preguntándole lo que haría, quien le contestó, como era natural, que diese cumplimiento a lo que se le ordenaba, enviando juntamente una provisión a Alonso Osorio, corregidor de Potosí, para que se la notificase cumplidos los cuatro meses de plazo, orden que impartió a su vez Cepeda, con la agregación de que se notificase a Ulloa que debía abandonar a Potosí. El inquisidor replicó que daba por terminada la visita, pero que por el estado de su salud y otras razones, no saldría de la ciudad, después de lo cual el corregidor lo volvió a hacer saber nueva provisión de la Audiencia para que cumpliese la orden en el plazo de diez días; y como se negase diciendo se hallaba enfermo, Osorio, después de desmentirle por dos veces consecutivas y de enrostrarle algunas palabras descompuestas, le prendió a él ya todos sus criados, poniéndole seis u ocho alguaciles de guardia y dejándole solo un muchacho y una negra para su servicio, teniéndole así tres días, hasta que le hizo salir de la ciudad, con prohibición a todo el mundo de que nadie le acompañase211.

En esa forma llegó Gutiérrez de Ulloa a Lima el 7 de julio, para morir seis días después, a los sesenta y tres años de edad. «No obo lugar de notificarle la visita, concluyen los inquisidores, porque los seis días que vivió en esta ciudad, los tuvo en la cama, y los hubo bien menester para ordenar lo que tocaba a su alma»212.



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ArribaAbajoCapítulo XIV

Auto de 10 de diciembre de 1600. -Causas despachadas fuera de auto hasta fines de marzo de 1601.


Ordóñez, mientras tanto, no cesaba en su tarea de fulminar procesos y quemar portugueses, pudiendo bien pronto ofrecer a los buenos vecinos de la ciudad de los Reyes el espectáculo de un nuevo auto público de la fe el domingo 10 de diciembre de 1600.

En efecto, entre las cinco y seis de la mañana de ese día, salía de las cárceles la procesión de los penitentes, e inmediatamente subía el inquisidor a caballo, esperando para seguir a los tablados que llegase el Virrey, quien, sin embargo, no pareció hasta dadas las siete, trabándose en el acto de palabras con Ordóñez sobre el asiento de preferencia que su antecesor había ocupado en la plaza y que reclamaba para sí, a cuya pretensión se resistía aquel, ofreciendo hacer regresar a sus calabozos a los presos que estaban ya en sus sitios, si persistía en sus exigencias.

Con ocasión de los asientos no quisieron asistir a la fiesta ni el Arzobispo, ni los obispos de Quito y Panamá, que se encontraban entonces en la ciudad, y sólo el de Popayán, que se hallaba recién promovido y deseoso de presenciar el acto, se allanó en ocupar el que se le había designado.

Los reos que Ordóñez presentaba eran:

Diego Martín, Juan Díaz, Juan Fernández Bautista y Martín Ochoa, por blasfemos; varias hechiceras enviadas de Chile; un mulato, dos negras; Ángela de Figueroa, cuzqueña, de veinte años; Pedro de Escobar, zapatero; Andrés García, genovés, labrador; Cristóbal Juárez, oficial de barbería; Luis Natera, pintor; Rodrigo Alonso de   —294→   Acosta, Manuel Aguiar, Diego Navarro y Francisco de Herrera, por casados dos veces.

Juan julio, natural de Nancy, jugador al juego de manos llamado de pasa-pasa, de treinta y dos años testificado de haber dicho que en la hostia sólo estaba la sombra de Dios; de haber preguntado que como fue luego el buen ladrón al cielo, no habiendo subido Jesucristo a él hasta después de los cuarenta días, y de la siguiente copla que cantaba, glosándola, en apoyo de que Adán no había pecado hasta después de haber comido de la manzana:


Adán no pudo pecar,
San Juan no le bautizó,
Cierto no resucitó,
Nadie se puede salvar.

Por todo esto, abjuró de levi, recibió cien azotes, y fue desterrado de las Indias.

Fray Diego Piñero, agustino, por haber dicho misa sin ser sacerdote.

Juan Montañés, barchilón, de Marsella, soltero, de treinta y cinco años, fue testificado, entre otros, por un lego, de que habiendo ido a que le recibiesen por donado, «estando una noche en el convento, había preguntado al reo si se había hallado en la disciplina de los frailes, y el reo había respondido que él no quería atormentar su carne con ayunos y disciplinas, porque el diablo hallaba flacos a los que ayunaban y luego los vencía, y que por eso no quería entrar en orden, que allá se las hubiesen los frailes, que él iba por otro camino, y que no pensaba levantarse de noche, sino dormir hasta las ocho de la mañana; y diciéndole que mirase lo que hacía porque en el monasterio había de trabajar, había respondido que por eso se quería andar en aquel hábito que traía (que es de barchilón); y que Dios había de destruir esta ciudad (Lima) porque había muchas maldades y que todos los clérigos andaban amancebados; y diciéndole el testigo que no se metiese en aquello, dijo el reo que hasta los inquisidores no hacían lo que debían de hacer, que no eran sino contra los pobres y no contra los grandes e hinchados del mundo; y diciéndole el testigo que no se metiese en cosas del Santo Oficio, había respondido, «pues llévenme a mí allá, que yo los pondré de lodo...; y que la Inquisición   —295→   era como la torre de Babilonia, porque los que en ella entran, nunca aciertan a salir;... y que todas las palabras que el reo hablaba eran contra el uso común de nuestra religión cristiana y muy sospechosas, y traía muchas palabras de la Sagrada Escritura y de los profetas».

Calificáronle diez proposiciones, y puesto en el tormento, lo venció, expresando que quería morir en el seno de la Iglesia católica, sin decir otra cosa en todo el curso del tormento, que se le dio de garrotes y de toca.

Salió al auto en forma de penitente y abjuro de vehementi, recibió cien azotes y fue desterrado de las Indias.

Andrés Rodríguez, soltero, de veintiocho años, portugués, fue reconciliado por seguir la ley de Moisés.

Francisco Rodríguez, de veintiséis, también portugués, de casta de Judíos, «estando en el tormento, habiéndosele dado nueve vueltas de cordel a las muñecas, sin haber confesado cosa alguna, estando ya en el potro, a la primera vuelta de garrote, llegando a darle la vuelta primera a la espinilla izquierda, comenzó a dar voces, confesando que era Judío»... Votado de nuevo a tormento sobre la intención, «habiéndosele dado otras nueve vueltas de cordel a las muñecas, sin haber dicho cosa de nuevo, siendo mandado tender en el potro y que se le pusiesen los garrotes y cordeles, y habiéndose hecho la monición ordinaria, habiéndole dado una vuelta de garrote al molledo del brazo derecho, queriéndose dar otra, volvió a confesar la creencia».

Negándolo después todo, abjuro de vehementi y recibió doscientos azotes.

Felipa López, casada, de treinta y un años, por el mismo delito, fue reconciliada con confiscación de bienes y cárcel perpetua irremisible.

Francisco Rodríguez, portugués, testificado de judío en la Inquisición de México, cómplice de la anterior.

Francisco Núñez de Oliveira, soltero, mercader, de Braganza, que denunciado por un hermano suyo y encerrado en la cárcel el 18 de noviembre de 1598, se abrió una vena de un brazo con un alfiler, siendo sorprendido cuando estaba ya muy desangrado, aunque todavía vivo. Un año después trato nuevamente de suicidarse, negándose a comer y hablar, a pesar de que se le puso en la celda de otro reo, lo que tampoco consiguieron algunos frailes que se le enviaron para que   —296→   le amonestasen, por lo cual hubo que obligarle durante veinte días a comer «una sustancia que le echaban por fuerza en la boca, abriéndosela con un palo».

Después de reconciliado, le condenaron a cárcel y hábito por seis años.

A Gaspar Rodríguez, denunciado también por la Felipa López, le confiscaron sus bienes y le enviaron a la cárcel, con hábito por cuatro años.

Isabel Rodríguez, hija de la López, de dieciséis años de edad, fue condenada a llevar dos de cárcel.

Pero Gómez Piñero, de Lisboa, casado en el Cuzco, traído de La Plata, sufrió igual pena.

Andrés Núñez Juárez, que se denunció él mismo, por haber dado grandes muestras de arrepentimiento, se mandó que en el cadalso se le quitase el hábito.

Gaspar de Lucena, castigado con la confiscación, hábito y cárcel perpetua por igual delito.

Antonio Fernández, denunciado por la López de ser judío, llevó el hábito y cárcel por cinco años, con confiscación.

El bachiller Feliciano de Valencia, abogado y graduado en leyes, casado en Lisboa, «pidió a Dios perdón y a Nos misericordia», expresa Ordóñez, por lo cual fue admitido a reconciliación, con confiscación de bienes y hábito por seis meses.

Baltasar Lucena, soltero, de veinte años, portugués, aprehendido en Potosí, sin que se le encontraran bienes por hallarse en quiebra, fue encerrado en la cárcel, con grillos. A poco, desesperado, tiraba la comida, diciendo que lo sacasen de allí y que diría la verdad. Confesó, en efecto, varios hechos, pero al cabo de algunos días se retractó, y «dando pocas muestras de arrepentimiento», viose su causa con ordinario y consultores, y se votó en conformidad a ser relajado a la justicia y brazo seglar, por impenitente, ficto, simulado, confitente y revocante, y que se le diese tormento in caput alienum. «Siendo llevado a la cámara, dijo que por qué se le daba..., y siendo puesto en el potro, poniéndosele los cordeles, dijo que quería que le quemasen, que no creía en Dios..., y que prosiguiendo en el tormento, dijo que no creía en Jesús y que le soltasen y verían lo que decía de judíos, que los diablos estaban en él y querían que no creyese en Cristo, que no creía en él, y que le quemasen..., y comenzó a llamar a Dios de las maravillas,   —297→   que renegaba de Jesús y que renegaba de María, y que esto querían que dijese; y visto que decía estas blasfemias y no declaraba contra cómplices, cesó el tormento, con la protestación ordinaria, habiéndose comenzado como a las nueve y acabádose antes de las once. Ejecutose, muriendo pertinaz, y las últimas palabras que se le oyeron cuando le echaron en el fuego, fue decir que derrenagaba de Cristo».

Duarte Núñez de Cea, casado en Lisboa, de cuarenta y cinco años, tratante de negros, se quejaba de que el médico y el alcaide habían tratado de envenenarle en la prisión. Declaró que no tenía más yerro que guardar los ayunos. Su causa estaba fallada desde el 4 de noviembre de 1595, y siendo condenado a relajación, por judaizante, «murió pertinaz, diciendo que era judío y lo había sido y que le fuesen testigos, y que moría en la ley de Moysen, en que sus padres y pasados murieron, y con esto, le echaron en el fuego».

«Se hizo el auto con mucha paz y quietud, termina Ordóñez, y el Virrey y todo el pueblo quedó muy edificado de la justificación de las causas y de la misericordia que se usó con los reos, y se acabó a las ocho de la noche, y el Virrey volvió a la Inquisición, por el mesmo orden que habíamos ido, con grandes muestras de gusto de haberlo visto, porque se hizo con gran majestad y autoridad».

«Después de haber pasado el auto, fuimos a besar las manos al Virrey, y se mostró agradecido de lo que se había hecho con él, y le significamos el poco aprovechamiento que la Inquisición había tenido, porque todos los reconciliados y relajados no tenían bienes, y que se había tenido mucha costa con ellos, y que los cadahalsos y otras cosas necesarias para el auto habían costado mucho, que en nombre de Su Majestad la favoresciese de tributos vacos, y nos libró mil pesos ensayados, diciendo que si tuviera orden de Su Majestad se alargará más, y la ciudad ayudó con setecientos pesos de a nueve reales, lo demás gastó la Inquisición»213.

Desde primero de abril de 1600 hasta fines de marzo del año siguiente, Ordóñez despachó además, fuera de auto, las causas que a continuación se expresan:

Manuel Rodríguez, preso por judío, con secuestro de bienes, en el discurso de su causa estuvo como loco, y pretendiendo una noche   —298→   escaparse, le metieron en un cepo. Puesto en el tormento, lo venció, siendo en definitiva absuelto de la instancia.

Duarte Méndez, de veintiún años que usaba el hábito de jesuita, estando retozando con una india en Tucumán, se le dijo que no lo hiciese, y por afirmarse en que no era pecado, abjuró de levi.

Rafaela de Ovando, soltera, de Potosí, de diecinueve años que sostenía que andar con un hombre honrado (cierto capitán Porras) no tenía nada de reprensible, pagó doscientos cincuenta pesos de plata ensayada para gastos extraordinarios del Santo Oficio.

Pedro de Reinoso, mestizo, de Quito, por casarse dos veces, habiendo constancia de que había asesinado a su primera mujer, fue remitido a la justicia ordinaria.

Fray Francisco Romano, de cuarenta y cinco años, natural de Torrejón de Velasco, acusado de que en Tucumán, hablando con cierta mujer, de lance en lance, la había llegado a requerir de amores, y no queriendo ella consentir, por ser sacerdote, le había respondido que sólo las monjas pecaban en eso.

Fray Juan Prieto, natural de Berlanga, de cincuenta años, que quejándose de las indias desamoradas, solicitaba a sus penitentes españolas, obteniendo grandes sucesos en sus aventuras.

Fray Bartolomé de la Cruz, de Sevilla, de cincuenta y dos años, testificado de solicitante de quince mujeres y forzador de varias, por la poca correspondencia que de ordinario hallaba.

Fray Andrés Corral, de treinta y nueve años, de Ronda, que replicándole a cierta mujer que a sus instancias le daba por contestación que las que conocían frailes, se volvían mulas, sostuvo que, por el contrario, se iban al cielo. Declaran contra este reo treinta y una confesadas214.

Fray Diego de Sanabria, natural de Zafra, de treinta y seis años, comendador de Esteco, en Tucumán, que afirmaba pagar bien los buenos   —299→   servicios de más de treinta de sus confesadas, cuando a instancias suyas iban a hacerle visita a su aposento.

Fray Mateo de Alvarado, de Jerez de la Frontera, criado en Lima, que también tuvo a Tucumán por teatro de sus proezas, y que, según decía, por la indolencia natural en las indias, se veía obligado a entrarlas de los brazos hasta su celda. Estos dos últimos reos eran mercedarios.

Los clérigos siguientes, acusados igualmente por solicitaciones: Pedro de Aris Lobo, portugués, testificado por diecisiete mujeres; Pedro de Villagra, de cincuenta y cuatro años, natural de Colmenar, que abusó de madre e hija; Rodrigo Ortiz, «hombre noble», oriundo de la Asunción, que se denunció a sí propio de haber tenido acceso con varias mujeres en el mismo confesonario.

Las causas de los dominicos solicitantes, por referirse todas a chilenos, las trataremos en otro lugar.

Fue también juzgado y condenado por testigo falso Juan Sánchez Serrano, cristiano viejo.



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ArribaCapítulo XV

Sentencia recaída en el juicio de visita. -Muerte de Ruiz de Prado y nombramiento de inquisidor de Francisco Verdugo. -Persecuciones contra portugueses. -Cuidados que ocasionan al Tribunal las arribadas de buques a Buenos Aires. -Precauciones aconsejadas por el Consejo para prevenir la entrada de herejes en el virreinato. -Proyecto para establecer un nuevo Tribunal en Tucumán. -Causas falladas desde abril de 1601 hasta marzo de 1603. -Ídem hasta 1606. -Auto de fe de 13 de marzo de 1605. -Celébrase nuevo auto de fe en 1.º de junio de 1608. -Descripción del acompañamiento. -Reos procesados hasta el año de 1612. -Llega a Lima el inquisidor Andrés Juan Gaitán. -Promoción de Ordóñez. -Créase el Tribunal de Cartagena.


Hemos dicho ya que el visitador Ruiz de Prado se resolvió al fin a partir de Lima en viaje a España a dar razón de su visita, en el mes de abril de 1594. Desde La Habana escribió al Consejo, dándole cuenta del resultado de su comisión, y enviándole todas las actuaciones que había practicado, las que fueron aprobadas en Madrid, no sin que se le diese alguna reprensión por su conducta, y se le ordenase que volviera al Perú a poner en práctica lo que se había resuelto tocante al mejor arreglo del Tribunal, llegando de nuevo a Lima a fines de 1596215.

De los doscientos diez cargos que aparecían contra Gutiérrez de Ulloa en su proceso, por sentencia de 15 de diciembre de 1594, el Consejo acepto ciento dieciocho, condenándole a suspensión del oficio por cinco años, en multas pecuniarias, a ser reprendido y a presentarse en   —302→   la General. Mas, cuando se anunció a Ruiz de Prado esta resolución había partido ya de La Habana en dirección a España, demorándose de esta manera tanto en regresar a Lima, que cuando se quiso ejecutar lo resuelto contra Gutiérrez de Ulloa, este había ya muerto, según hemos visto.

De la visita, además de los cargos contra los ministros y dependientes del Tribunal, había parecido que para la buena dirección y despacho de los negocios, se hacía necesario dictar una serie de providencias que Prado había tenido cuidado de indicar a los miembros del Consejo. Así, notaba que los criados de los comisarios y familiares no quedasen sujetos al fuero de la Inquisición en causas criminales, como hasta entonces había acontecido; los testigos estaban en la costumbre de no firmar sus deposiciones; se exigía a los vecinos que con pretexto de diligencias del Santo Oficio, suministrasen indios, caballos y otras cosas; se incluían en el libro de los penitenciados los nombres de personas que no habían tenido delitos; se exigían derechos exorbitantes por los títulos de familiares; se gastaba gran parte de las audiencias en el examen de los pleitos civiles tocantes a los oficiales de la Inquisición, en perjuicio de los negocios de fe y de los presos de las cárceles; los bienes de penitenciados no se empleaban en constituir alguna renta para cubrir los salarios de los empleados; se admitían denuncias contra terceras personas, escritas muchas veces por mano ajena, que se daban por bastantes con sólo preguntar al denunciante bajo de juramento si aquello era verdad; los presos por causas de fe continuaban llevándose a la cárcel pública; las abjuraciones de levi, que hasta esos días se practicaban en los autos o en las iglesias, debían en adelante tener lugar en la sala de audiencia; para evitar toda comunicación entre los presos debía prohibirse a los indios del alcaide que entrasen en las cárceles, etc. De este modo fue Ruiz de Prado enumerando hasta treinta y un capítulos que creía dignos de considerarse para su reparo, y muy especialmente el que se asignase y pagase sueldo a los oficiales del Tribunal, creyendo que de esta falta había nacido en gran parte los excesos del alcaide y demás ministros subalternos, que en detrimento de su oficio, aceptaban dineros de los presos o de terceros interesados216.

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No parece, sin embargo, que el encargado de poner en planta estas reformas adelantase mucho en su cometido, pues aparte de algunos inconvenientes que se le ofrecieron, vino a morir en Lima el 18 de enero de 1599217.

El nuevo inquisidor llegó a fines de 1601. Era este Francisco Verdugo, natural de Carmona en Andalucía, catedrático de cánones y leyes, abogado que había sido de la Inquisición de Sevilla y fiscal de la de Murcia, y según testimonio de un personaje que pasó por la capital del virreinato por esa época, «muy recoleto y su vida con tanto ejemplo que podía reformar a todos»218.

Animado de un espíritu diverso del de su colega Ordóñez, a poco de llegar anunciaba Verdugo al Consejo que se había mandado suspender más de cien informaciones, «que no había bastante probanza para seguirlas, y otras que no tenían calidad que perteneciesen al Santo Oficio».

Sólo los portugueses seguían de mala data en el ánimo de los inquisidores, pues al mismo tiempo que se avisaba la suspensión de que damos cuenta, se habían despachado mandatos para prender catorce de aquellos, por judíos, gente que andaba con la capa al hombro, sin domicilio ni casa cierta, y que en sabiendo que prendían a alguno que los podía testificar, se ausentaban, mudándose los nombres219.

La persecución contra los portugueses, a quienes se acusaba de judaizantes, había ido así asumiendo tales proporciones que parecía ya intolerable, y tanto fueron los memoriales presentados al rey, y tales las razones que aconsejaban que este estado de cosas cesase, que el monarca obtuvo del papa Clemente VIII un breve para que desde luego se pusiese en libertad a todos los que estuviesen procesados por el delito de judaísmo. Desgraciadamente, cuando esta orden llegó a Lima sólo quedaban presos Gonzalo de Luna y Juan Vicente, pues como ya hemos visto y luego habremos de dar cuenta, los demás habían sido   —304→   ya o reconciliados o quemados, penas ambas que aún habían de revivir algunos años más tarde220.

Otro de los tópicos que por este tiempo preocupaba al Tribunal era la frecuente llegada a Buenos Aires de buques que salían de Lisboa, tripulados por flamencos, que traían en pipas (diciendo que venían llenas de vino y sal) libros e imágenes, que metían a escondidas en casa de algún vecino para extraerlas después de noche y enviarlas tierra adentro221. Encargose, en consecuencia, al comisario respectivo la mayor vigilancia a fin de impedir este contrabando, y se publicaron los edictos más apretados para hacer parecer los libros introducidos de esa manera, además de los que fueron señalados como especialmente prohibidos en el distrito de la Inquisición, como todas las obras de Carlos Molineo, de Castillo Bobadilla, muy comunes entonces entre los letrados, un tomo de las de Suárez, y antialcoranes, de que se recogieron algunos222.

No se vivía en Madrid con menos cuidado acerca de los inconvenientes que podían seguirse de la llegada de extranjeros no católicos al virreinato, y así el Consejo insinuaba algún tiempo después a sus subordinados en Lima, la siguiente advertencia:

«Aquí se ha entendido que a esos reinos y provincias pasan algunos herejes de diferentes naciones con ocasión de las entradas que en ellas hacen los holandeses y que andan libremente tratando y comunicando con todos y tal vez disputando de la religión, con escándalo de los que bien sienten y con manifiesto peligro de introducir sus sectas y falsa doctrina entre la gente novelera, envuelta en infinidad de supersticiones, cosa que debe dar cuidado y que pide pronto y eficaz remedio; y consultado con el Ilustrísimo Inquisidor general, ha parecido que hagáis exacta diligencia para saber en que lugar de ese distrito se alojan, y habiéndose averiguado con el recato y secreto que conviene, ordenaréis a los comisarios que los admitan a reconciliación, instruyéndolos   —305→   en las cosas de nuestra santa fe católica por personas doctas y pías; y no queriendo convertirse, procederéis contra ellos conforme a derecho y severidad de los sagrados cánones, en que pondréis el cuidado y vigilancia que esto pide, antes que lleguen a ser mayores los inconvenientes que amenaza la disimulación que se ha tenido, dándonos aviso de lo que fuéredes haciendo»223.

Tanto fueron creciendo los temores del continuo concurso y entrada de los de la nación hebrea por el Río de la Plata, que el soberano se vio en el caso de pedir informes al Virrey, y al Presidente de Charcas, sobre la conveniencia que se seguiría de establecer un nuevo tribunal de Inquisición en la provincia de Tucumán, siendo lo más singular del caso que el Presidente fundó la aprobación de la medida precisamente en los manejos del Tribunal de Lima en aquellas partes. «Mi parecer es, decía aquel funcionario, que ha muchos años que debía haberse hecho: en los que ha que sirvo a Vuestra Majestad en este oficio he visto que se han hecho grandes agravios a los vasallos de Vuestra Majestad en estas provincias por los comisarios que hay en ellas, maltratándolos con leves ocasiones, mandándolos comparecer en Lima con gastos y descrédito nunca reparable, vejándolos con tomar particulares cesiones, y haciendo otros daños de que no han osado pedir remedio por tenerle tan lejos y serles horrible la misma medicina»224.

Recogidos todos los informes, el Rey, de su propia mano, resolvió «que se excusase de poner inquisición por los inconvenientes que se seguirían, y tomase por medio que la Inquisición de Lima enviase un comisario de muchas partes, y al gobernador se ordenase le asistiese» «de qué ha parecido avisaros, repetían los ministros del Consejo a los de Lima, para que el comisario y notario que se nombrase sean de toda satisfacción»225.

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Por lo demás, salvo algunas de las competencias que tan comunes fueron durante la existencia del Tribunal con las demás autoridades, relativas al orden de precedencia en las fiestas públicas o a los asientos que en concurrencia con otros funcionarios debían corresponderles, los Inquisidores pudieron dedicarse tranquilamente al desempeño de su ministerio, sin dar por entonces a los procesos, merced probablemente a la influencia de Verdugo, el carácter de cruel encarnizamiento que tanto distinguieron a los tramitados durante el periodo en que su colega Ordóñez Flores se vio sólo en el Tribunal.

Desde abril de 1601 hasta fines de marzo de 1603, se habían penitenciado las personas siguientes:

Sebastián Vello, portugués, de cuarenta años, soldado en Santiago del Estero, cristiano viejo, porque en una ocasión había porfiado que el estado de los casados era más perfecto que el de los sacerdotes.

Juan de Salas, alias Claudio Xalumo, natural de París, de cuarenta y cuatro años, cordonero, testificado en Potosí de que, viniendo camino   —307→   de Tucumán, traía un libro del rey Henrico de Francia, impreso en lengua francesa, que contenía un edicto de pacificación entre católicos y herejes, cuyos capítulos, especialmente los que trataban de la libertad de conciencia, había aprobado en presencia de sus compañeros de viaje. Por esto fue puesto en cárceles secretas y al fin dado por libre.

Nicolás de Once, oriundo de Lieja, mercader, hombre pobre, de cincuenta y nueve años, residente en Cali, a quien diciéndole un religioso que por qué no se disciplinaba, había contestado: «padre, diga eso a los indios que ya yo sé lo que es eso, que ya Dios ha pagado por nosotros», lo cual, declara el denunciante, le sonó mal, por haber colegido que el reo tenía por cosa superflua la penitencia. Se le calificaron tres proposiciones y fue desterrado del lugar de su residencia.

Jerónimo Coronel, cristiano nuevo, fue castigado por testigo falso.

Fray Mateo de Illanes, dominico, de sesenta y cinco años, limeño, que entre otras testificaciones, tuvo la de que siendo cura de una parroquia en Huamanga, las indias solteras y casadas se quejaron al cacique de que cuando las confesaba las requería de amores.

Juan de Salcedo, cura en Charcas, de treinta y un años, testificado de mal ejemplo, de cosas deshonestas y de haber solicitado a siete mujeres.

Fray Diego Ruiz, mercedario, de Écija, de cuarenta y tres años, residente en Tucumán, testificado por más de veinte de sus confesadas.

Gonzalo de Lima, casado en Portugal, de cuarenta y cinco años, residente en Potosí, de casta de cristianos nuevos; Álvaro Rodríguez, también portugués, porque no quiso mostrar al comisario de Tarija cierto libro en pergamino que traía en la faltriquera, y que negó haber rezado los salmos sin Gloria Patri, fue puesto en el tormento, «que se le dio muy moderado», por lo cual, sin duda, lo venció; Nuño Rodríguez de Acevedo, a quien no se le dio, por ser manco y quebrado: todos los cuales y además otros ocho que se procesaba como ausentes, lo fueron por sospechas de judaizantes.

Hasta abril de 1604 se fallaron las causas de los siguientes:

Gonzalo Ortiz, sevillano, residente en Potosí; Alonso Sánchez de Funes, cura de San Juan de la Frontera, y Juan Bautista, negro criollo, por blasfemos.

Por sostener que la simple fornicación no era pecado, Juan Pérez   —308→   Tavares, arriero, de Triana; Jerónimo de Andrade, marinero, de San Lúcar, y Nicolao, griego.

Pedro de Mesa, zapatero, de Écija, por sostener que tan excelente estado era el de los buenos casados como el de los sacerdotes.

Pedro de Toledo, carpintero, de Ávila, residente en Charcas, que se afirmaba en que los solteros y casados del Perú estaban condenados al infierno, y que era mejor estar en malas relaciones que casado.

El mercedario Fray Diego de Cisneros, sacerdote, que sostenía que los niños que iban al cielo bautizados no veían a Dios, ni el misterio de la Santísima Trinidad.

Por bígamos, Francisco Valera y Catalina Luis.

Por sospechosos de judíos: Jorge Rodríguez Tavares, de Utrera, testificado por un hermano suyo preso en la Inquisición; Nuño Hernández, arriero, «que sufrió nueve vueltas de cordel, y sentado en el potro, cuatro a los molledos, muslos y espinillos, y a todas estuvo negativo, callando; y puesta la toca, se le echaron nueve jarros de agua, y llegando aquí cesó la diligencia, con la protestación ordinaria, porque no hablaba palabra el reo ni respiraba, el cual es enfermo de asma, y pareció que le era ocioso el dicho tormento de agua porque no se ahogase. Volviose a ver en consulta, y en conformidad se votó a que se le continuase el tormento, porque el primero no se tuvo por suficiente, respecto de los muchos indicios que había contra él y que se le había dado el primero ligeramente y ser el reo hombre robusto y de gran subjecto, y se mandó que no se le diese de agua. Llevose a la cámara del tormento, y se le dieron doce vueltas a los brazos y muñecas, y tendido en el potro, se le dio una vuelta a los molledos, muslos y espinillos, con las amonestaciones ordinarias, y no respondió cosa, antes pareció que no respiraba y que cerraba la boca, y se le hinchaba la garganta, y temiendo no subcediese alguna desgracia, cesó la diligencia». Salió condenado en trescientos pesos para gastos extraordinarios del Santo Oficio y en destierro de las Indias.

Agustín de Hoces, de Trujillo, en el Perú, se denunció de que después de haber sido lego de San Agustín, había practicado la ley de Moisés.

Esteban Cintrón, de quien se descubrió que había sido circuncidado, sin embargo de lo cual fue absuelto.

Adrián Adán, flamenco, mercader residente en Potosí, fue absuelto ad cautelam por cosas de la secta luterana.

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Fray Gaspar de Norambuena, dominico, de Talavera, testificado por hechos ocurridos en Huamanga; Fray Baltasar de Salas, agustino, de Salamanca, de cincuenta y dos años, que enamoraba a cierta mujer limeña, y otras; Fray Diego Dávila, testificado y confeso: todos por solicitantes.

Había, además, en esta fecha cincuenta y cuatro reos procesados.

Hasta abril de 1606 se fallaron las causas de los siguientes:

Ignacio Martín, sastre; Alonso Sánchez Ahumada, tratante; Gabriel de Colmenares, barbero, y Martín de Mercado, mulato horro, por casados dos veces.

Por proposiciones: Horacio Camilo Beneroso, genovés, que estando en Cartagena por el mes de agosto de 1598 en conversación con dos ordenantes, «tratando de unos sonetos que se habían hecho para unas sibilas que se habían puesto en un monumento la semana sancta en el hospital de la dicha ciudad, había dicho el reo que para qué era decir de sibilas, que era ficción de poetas, y diciéndole uno de dichos testigos que mirase lo que decía porque a predicadores y hombres doctos había oído tratar dellas (que le parecía ser negocio de la Escritura) el reo había respondido que él había estudiado y se holgara tratar con hombres que lo entendiesen, y vino a decir que era esto que dicen de las sibilas, como lo que dicen del Antecristo, que dicen que ha de venir a la fin del mundo, que era negocio fabuloso; que para qué había de enviar Dios y formar otro demonio, habiendo tantos formados, que no creyesen, sino que era negocio compuesto». Por considerársele como gran hablador, aliñado y mentiroso y hallarse muy enfermo, manco de pies y brazos y ser hombre de calidad, se le recluyó por un año en un hospital.

Manuel de Ortega, jesuita del Paraguay, y Fray Rodrigo Gómez de Ojeda, fraile mercedario de Tucumán, por solicitantes.

Juan de Rodas se denunció en Huánuco de que yendo a Roma fue cautivado por una galeota de moros, que le llevó a Constantinopla, donde después de permanecer doce años y de renegar de su fe de cristiano, había cultivado relaciones con una mora, y por haberse hecho ésta embarazada, fue sorprendido por su amo, dándole tantos azotes que le dejó por muerto; siendo absuelto ad cautelam.

Al fin, en 13 de marzo de 1605, encontraron los inquisidores reos de consideración que presentar en auto público, saliendo en él, por   —310→   blasfemos, Francisco Marín, espadero de Potosí, y Antón Ruiz, esgreñidor.

Por casados dos veces, un soldado de Chile, Germán Pérez de Pineda, encomendero en Nombre de Dios; Cristóbal Jiménez, labrador, vecino de Lima; Miguel de Agreda, minero; Alonso Meléndez de la Oliva, albañil; Juan Pérez, mestizo, de Potosí, y Pedro Núñez, tejedor de paños.

Fue penitenciado con abjuración de vehementi, Pedro de Quezada, mexicano, expulso de San Agustín, por haber dicho misa sin ser sacerdote.

Reconciliados por la ley de Moisés fueron: Pedro Fernández Viana, portugués, tratante; el bachiller Álvaro Núñez, medico, natural de Braganza, residente en La Plata; Diego Núñez de Silva, y un hijo suyo de su mismo nombre, vecinos de Córdoba del Tucumán; Francisco Fernández Viana; Diego Rodríguez de Silvera, residente en Huamanga; Manuel Duarte, vecino de Huancavelica; Luis Díaz de Lucena, domiciliado en Cartagena; Pedro López, en el Cuzco; Gaspar de Silvera, en Huancavelica; Gaspar López, mercader, que se hallaba pobre y en quiebra; Antonio Fernández de Brito, «jugador y hombre perdido»; Antonio Rodríguez de León, de Bayona, minero de Potosí; Diego Anrique Fonseca, también minero; Fernando Díaz, que vendía por las calles objetos de brujería; y Juan de Silvera, arriero, todos portugueses.

Murió en las cárceles antes de terminarse su causa y fue reconciliado en estatua Mateo Antúnez, que vivía muy endeudado en Potosí.

Fueron relajados en persona por judíos:

Duarte Enríquez, portugués, soltero, de veinticinco años, que sostenía que no había libro como el Espejo de consolación, en el cual estaba toda la Sagrada Escritura, y Abraham, Isaac y Jacob, y otras muchas mercedes que Dios había hecho a los judíos, y que él daría cualquier dinero por dicho libro. Recibió nueve vueltas de mancuerda, y a la segunda del potro, confesó que creía que el Mesías no era aún venido. Condenado a relajación con confiscación de bienes, se le aplicó nuevamente el tormento para que declarase sus cómplices, y lo venció.

Diego López de Vargas, natural de Braga, mercader, de treinta y tres años, procesado porque usaba leer en las Repúblicas del mundo la de los judíos y porque un testigo declaró que en mucho tiempo que había estado con el reo en las minas de Potosí, nunca le oyera   —311→   nombrar a Jesucristo. Puesto igualmente en el tormento, a la primera vuelta, declaró que había vivido en la ley de Moisés, pero al día siguiente, al tiempo de ratificarse, se desdijo, expresando que se había levantado falso testimonio. Condenado como el anterior, fue puesto nuevamente en el tormento para la averiguación de sus cómplices, resistiendo hasta la tercera vuelta.

Gregorio Díaz Tavares, soltero, de cuarenta y dos años, portugués, corredor de lonja, que por encontrarse en quiebra se había hecho minero. Diósele al cabo de cierto tiempo la ciudad por cárcel, en vista de los disparates que decía y de sus confesiones; pero después se quitó la máscara, dicen los jueces, y sólo quiso jurar por el Dios de Abraham y de Israel. Los teólogos que se le señalaron no pudieron convencerle, y, por el contrario, trató de predicarles su doctrina226.

Fueron también relajados en estatuas por fugitivos, Diego Pérez de Acosta, que se escapó a Italia; Álvaro González de Miranda, Manuel López y Antonio Núñez, hermanos; Diego Luis, Manuel Ramos, Pedro de Riberos y Antonio de Aguilar.

Entre los que fueron penitenciados en este auto, hemos omitido de intento el nombre de Antonio Correa, por ser digno de mención especial. Era este un portugués de edad de treinta y tres años, natural de Zelorico, pulpero que había sido en Potosí y a quien el Santo Oficio encerró en sus cárceles secretas el 22 de mayo de 1604, porque siendo cristiano nuevo, con poco temor de Dios, de su ánima y conciencia, había hereticado y apostatado, volviéndose a la ley muerta de Moisés, creyendo y guardando sus ritos y ceremonias. Después de haber confesado su delito, un viernes por la mañana en que fue llevado a la audiencia, luego de entrar, se hincó de rodillas, declarando que hasta entonces había andado errado, y tomando en seguida el crucifijo que estaba sobre la mesa, comenzó a hacer una larga exclamación, con muchas lágrimas, diciendo que le había ofendido gravemente y pidiéndole misericordia. Fallada su causa, se le mandó salir al cadalso con los otros penitentes, en cuerpo, sin cinto, descubierta la cabeza y con un hábito penitencial de paño amarillo, con dos aspas coloradas, «de señor San Andrés», encima de sus vestiduras, y una vela de cera en las manos; donde le fuese leída su sentencia y públicamente abjurase de sus errores.

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Mientras sufría la carcelería de tres años, con hábito, que también se le había impuesto, Correa entró a servir de donado al convento de la Merced, y cumplido ese tiempo, se le obligó a salir desterrado para España, muriendo de fraile profeso en Osuna, el 1622, y con olor de santidad227.

El primero de junio de 1608 tuvo lugar un nuevo auto de fe, habiéndose en este intermedio fallado las causas de los reos que siguen:

Por blasfemos Gaspar Gómez Palomo, que se denunció en Chuquisaca; Juan de Medina Anuncibay, natural de Potosí, que después de haber sido estudiante se hizo soldado.

Por sostener doctrinas contrarias al sexto mandamiento, Diego Sánchez, mulato, y Francisco Rosales.

Por dos veces casada, Isabel Sánchez de Badajoz.

Por solicitantes: García de Torres, clérigo, por hechos cometidos en Tucumán; Miguel Jerónimo Caro de Porras, clérigo, natural de Arequipa, y el bachiller Francisco Núñez Chaparro, extremeño.

Por proposiciones: fray Alonso de Herrera, franciscano, natural de Granada, acusado por cuatro frailes de su Orden, de que predicando en la ciudad de La Plata había dicho que la Virgen yendo a visitar a Santa Isabel, santificó a San Juan Bautista; que la naturaleza divina estaba en supuesto humano, y que María era «viadora y comprehensora»; todo lo cual se atribuyó a ignorancia y a ser el predicador nuevo en el púlpito.

Luis Sánchez Palomares, licenciado por la Universidad de Salamanca, cura de Potosí, por cierta disputa que tuvo con un clérigo que había ido a confesar a un vizcaíno, a quien hirieron de muerte.

Fray Francisco Vatres, madrileño, mercedario, acusado de que siendo novicio, estudiando un sermón de las vírgenes, sostuvo que no había ninguna, ni jamás la había habido; que los ángeles eran sensibles y que había más obligación de obedecer a los médicos que de respetar la castidad, etc.

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Pedro Rodríguez Padilla, clérigo, de Écija, acusado por tres colegas de negar la resurrección de la carne y otras dos proposiciones, de que se vio absuelto por haber justificado que sus delatores eran enemigos suyos.

Blas Galván, portugués, clérigo, residente en Tucumán, que tratando en sermones la materia de ángeles, había puesto entre ellos dos especies de pedagogos que servían al hombre para darle a entender si se había de salvar o condenar; que la Reina de los Ángeles ya no tenía gracia; que llamaba santos a los rabinos y decía que ya no había Dios; por lo cual se le privó de leer las lenguas griega, hebrea y arábiga y de enseñarlas para siempre.

Domingo López, encausado por judaizante, fue absuelto de la instancia.

Alonso Martín de la Vaquera, se denunció en Potosí por blasfemo; Juan de Mendoza, mestizo, que sostenía que vivir con una india malamente no era pecado; Pedro de Urrea, casado dos veces; y Juan Antonio Navarrete, natural de la Rioja, residente en Lima, de cuarenta y seis años, fue testificado de que examinaba a las mujeres las manos y otras partes del cuerpo, y que se las medía con un compás para anunciarles varios sucesos, oyó en la capilla del Tribunal una misa rezada, en forma de penitente.

Bernabé, negro criollo, por blasfemo; Julián Ramo, por disputar acerca de los estados; y el doctor Domingo Ortuño Sierra, cura que había sido de Panamá, a quien se le secuestraron sus bienes y se le envió a Lima, por haber sostenido que la ciencia experimental había faltado a Jesucristo mientras no comunicó con el mundo; que había puesto los santos óleos a un seglar con unas conchas de chuchas, «que suelen tener su regla como mujeres», etc., por todo lo cual tuvo que abjurar de levi, abstenerse de predicar y salir desterrado de Panamá por seis años.

En el auto de 1.º de junio de 1608 salieron condenados por blasfemos: Antón, negro, de casta angola; Isabel, negra, esclava; Juan Fernández de Pablos, Alonso de la Cava, Gaspar de Olivera, Pedro Díaz Tirado y Martín de Vargas.

Por bígamos: Antón de Lirios, mulato, Bernabé Martínez, Girardo Martín, portugués, Juan Hurtado de Zaldívar, Luis Sánchez Cano, y el alférez Cristóbal de Medrano.

El lego fray Agustín de San Bernardo, por haber dicho misa.

Miguel Pastor de Dios, que pretendía curar a los enfermos y resucitar   —314→   a los muertos, echando ensalmos por la lanzada de Longinos, hubo de salir desterrado de Lima.

El bachiller Juan Bautista del Castillo, natural de Lima, de cincuenta y un años, por haber un día fijado en la plaza un cartel en que citaba a la ciudad para que supiese la sabiduría y aprendiese a gobernarse, fue preso con secuestro de bienes, y habiéndole encontrado muchos escritos, se le acusó de sesenta y seis proposiciones que en ellos se contenían, portándose en todas sus confesiones como hereje. A los teólogos que fueron a su prisión a reducirle al buen camino no les permitió que hablasen, y un día que el alcalde había de entrar a su celda, le aguardó con un guijarro en la mano, le aturdió con él, embistiéndole en seguida con un palo en que tenía puesto unos ganchos de huesos que había guardado de la carne que le daban, aguzados, y en la punta del palo un clavo, dándole muchos golpes y heridas en la cabeza. Se apoderó en seguida de las llaves y abriendo los calabozos a los demás presos, comenzó a predicarles las maravillas de Dios. En las audiencias que con él se tuvieron sobre este incidente declaró que todo era inspiración de Dios para salir a predicar al pueblo y desengañarle de sus errores, cosa que los jueces no le habían querido permitir.

Fue así condenado como hereje pertinaz, apóstata, dogmatizador y autor de nuevas herejías y errores, se le confiscaron sus bienes y fue entregado al brazo secular para morir quemado vivo228.

Celebrose este auto en el cementerio de la Catedral, «por no detener más tiempo este pertinaz, declaran los Inquisidores, que tan perjudicial es y de quien no hay esperanza de reducción; y por ser las causas pocas y estar esta Inquisición muy pobre, que no tiene subsistencia para hacer el tablado que se suele hacer en otros autos, y que no acuden a ello, como solían, los virreyes y ciudad»229.

«Habiendo salido los penitentes, que fueron en número diez y ocho, de las casas desta Inquisición, a hora de las doce del día, por orden y en procesión (como se acostumbra) fueron la calle derecha a la plaza, hasta emparejar con las puertas principales del palacio, porque en una ventana, encima de ellas, se dice estaba la Señora Virreina, tapada, a cuyo pedimiento, para que los viese, llegaron hasta allí, de donde dieron la vuelta por la plaza hasta llegar, y subir al tablado,   —315→   y habiendo pasado de las casas reales, salió el Virrey y unió a estos de la Inquisición, por la calle derecha, acompañado de la Audiencia Real y Alcaldes de Corte, fiscal, y Alguacil mayor, ambos cabildos eclesiástico y seglar, y Universidad de las escuelas, la caballería de la ciudad, la compañía de los lanzas y arcabuces de la guarda de este reino, y su guardia ordinaria de a pie, y entró hasta el segundo patio, con sola la Audiencia (quedándose los cabildos y universidad en el primer patio y el demás acompañamiento en la plaza, por no caber dentro) donde los señores Inquisidores le estaban ya aguardando a caballo en sus mulas, y el fiscal don Antonio Manrique de San Isidro con el estandarte de la fe, y los caballeros que llevaron las borlas a su lado, y habiendo recibido en medio al Virrey (haciendo su excelencia algún comedimiento como que no quería tomar aquel lugar) se ordenó el acompañamiento, según que habían venido con su excelencia y fueron a los tablados llevando el orden siguiente:

«La compañía de los gentiles hombres arcabuces delante de los primeros, con su capitán don Lorenzo de Zárate, traían sus celadas puestas y bandas coloradas y sus arcabuces muy bien puestos, y bien aderezados, en hilera de dos en dos.

»Luego se seguía la caballería, y gente principal de la ciudad, luego los dos bedeles de la Universidad con sus mazas, las cuales llevaban, no al hombro sino a bajas, atravesadas sobre el brazo izquierdo. Luego seguían los doctores y maestros de la Universidad, de dos en dos, por su antigüedad, con sus borlas y capirotes del color, según su facultad cada uno, y el rector della, que era el doctor Juan de Castro, seglar, iba el postrero, y solo; tras la Universidad seguían los cabildos de la Iglesia y ciudad juntos, de dos en dos, por su antigüedad, y dignidad, y el de la Iglesia a la mano derecha, y iban delante de los maceros de la ciudad con sus insignias, como de reyes darmas, y sus mazas, ansimesmo bajas, echadas sobre el brazo izquierdo, y en medio de ellos iba el pertiguero de la Iglesia con su ropa de damasco y gorra de terciopelo carmesí y su ceptro o pértiga en la mano derecha, puesto el cuento de ella en el pie sobre el estribo, y tras ellos iban los dos secretarios del Cabildo de la Iglesia, Cristóbal de Villanueva y Luis de Rivera, ambos clérigos.

»Luego tras los cabildos, por los lados, comenzaba la guarda de a pie del Virrey, los cuales iban destocados, y en medio de ellos el teniente de la guarda.

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»Luego iban los dos reyes darmas del Virrey, con sus mazas sobre los hombros; tras ellos iba el fiscal del Santo Oficio con el estandarte de la fe, iba en una buena mula, y sombrero de clérigo sobre la cabeza, y a sus lados, que llevaban las borlas del estandarte, don Gerónimo de Silva, caballero del hábito de Santiago, que iba a la mano derecha, y don Rafael Giménez Ortiz, caballero del hábito de San Joan, corregidor de Potosí por su Majestad. Los cuales ambos iban muy lucidos y galanes en buenos caballos.

»Luego seguían don Francisco Megía de Sandoval, capitán de la guarda del Virrey, con el bastón, y a su lado Domingo de Garro, alguacil mayor de la Real Audiencia, por don Pedro de Córdoba Mexía, propietario; iba el capitán de la guarda a su mano derecha, y llevaban en medio al fiscal del Rey, licenciado Cristóbal Cacho de Santillana.

»Luego seguían los alcaldes de corte, doctores Luis Merlo de la Fuente, y Juan de Canseco, a quien seguían los demás alcaldes de corte, y oidores, todos de dos en dos, por su antigüedad, y tras la Audiencia, un poco desviados, iban los señores Inquisidores con sus sombreros puestos sobre los bonetes, y llevaban al Virrey en medio, el cual iba muy galán con capa guarnecida, cuero y calza negra de obra, y bota blanca, y gorra sin plumas, y en la lazada de la toquilla una medalla de un rico diamante, e iba en un hermoso caballo, grande, alazán, el mesmo que llevó el conde de Monte Rey en el auto antes, la guarda de a pie por los lados, y muchos pajes descaperuzados, y detrás iban el mayordomo mayor capitán Jara, el caballerizo mayor don Joseph de Castilla Altamirano, los secretarios y otros criados y gentiles hombres de su Excelencia y de la cámara, y los criados pajes de los señores Inquisidores. -Luego se siguió como por retaguardia la compañía de los gentiles hombres lanzas de la guarda de este reino, con su capitán don Lope de Ulloa, todos de ella muy galanes y lucidos con galanos vestidos, y con sus bandas coloradas, morriones y plumajes, y no llevaban adargas, sino solas las lanzas, y en esta forma llegaron a los tablados, y los señores Inquisidores Virrey y Audiencia Real, Cabildos y Universidad, y caballería subieron al suyo, y se juntaron en sus asientos por sus antigüedades, por el orden y según habían ido.

»Previno el señor Virrey, que las compañías ordinarias de infantería de la ciudad saliesen este día, y así salieron enformados, de que   —317→   eran capitanes Lorenzo de Heredia, y don Diego de Ayala, y estuvieron en la plaza de una parte y otra, haciendo calle por donde pasaron los dichos señores, y emparejando con las banderas los Alférez, las abatieron tres veces al estandarte de la fe, y dos al Virrey, lo cual dicen fue así orden de su Excelencia.

»Luego que estuvieron sentados en el Tribunal, en que tuvo el Virrey cojín de tela sobre el escaño en que se sentó, y otro a los pies, según que también los tuvo otros tales el señor conde de Monte Rey, no teniéndolos los señores inquisidores, el secretario Gerónimo de Eugui, subió al púlpito, y leyó primeramente el edicto general de la fe, y luego consecutivamente la bula o motu propio Si de protegendis, y luego últimamente el juramento acostumbrado en los autos públicos en favor de la fe, en el cual juramente se tuvo este orden (según que en los pasados), que luego que lo comenzó a leer el secretario, tomaron dos curas de la iglesia mayor, que fueron, el doctor Joan de la Rocca y el licenciado Joan Pérez, sendas cruces y misales, que estaban sobre la mesa de los secretarios, y con ellas, y los misales abiertos llegaron donde estaba el Virrey y Audiencia, y alcaldes de corte, fiscal y alguacil mayor, pusieron la mano en la cruz y en el misal, en forma de juramento, al tiempo que el secretario dijo, que «juró a Dios, y a la cruz, y a los santos cuatro evangelios etc.;» y acabado de leer el dicho juramento, se dijo el sermón, el cual predicó muy bien y doctamente el padre Francisco Coello, de la Compañía de Jesús, ordinario deste Santo Oficio, deste arzobispado, y de los obispados del distrito, el cual cuando se entró en la Compañía era alcalde de corte, y le había venido plaza de oidor, y era consultor desta Inquisición, y famoso letrado, y era licenciado; y acabado el sermón, el dicho secretario Gerónimo de Eugui, y el secretario Martín Díaz de Contreras, y las personas que les ayudaron, subidos en el púlpito, uno en pos de otro, alternativamente, leyeron las sentencias de los penitentes por el orden acostumbrado...»230.

A las cinco de la tarde regresaron los Inquisidores a sus posadas para volver a salir a las ocho de la noche a sacar al relajado, no sin que antes mediaran con el Virrey grandes disgustos acerca de que el capitán de su guardia no se colocase detrás del estandarte de la fe231.

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Desde esta fecha hasta fines de marzo del año siguiente se sentenciaron los reos que a continuación se expresan:

El bachiller Gabriel Sánchez de Ojeda, enviado por el comisario de Santiago de Chile.

Alonso Gómez, residente en Potosí, por disputar acerca de los estados.

Martín de Medina, natural de la Asunción, de veintiséis años, se denunció en Tucumán de haber sostenido en una conversación con algunos compañeros de viaje que ciertas holganzas que se procuraba con una indiezuela no eran pecado, por lo cual hubo de abjurar de levi y oír una misa en forma de penitente.

Alonso de Zúñiga Loyola, natural de Santa Fe, de veintiséis años, que estando preso por hurto en La Plata, sostuvo que el alma moría con el cuerpo, debiendo en castigo oír una misa con vela y mordaza.

El licenciado Diego Gutiérrez de Molina, clérigo de Andújar, por haber escapado del Santo Oficio a una mujer que estaba presa, para aprovecharse de ella, fue desterrado perpetuamente de las Indias, pena de diez años de galeras.

Fue absuelto de la instancia Pedro Corzo que durante la cuaresma mataba algunas reses en su hacienda y las repartía a los indios.

Hasta último de marzo de 1610 se fallaron las causas de los reos siguientes:

Por disputar de los estados, Francisco Salguero, natural de Potosí; por blasfemo y testigo falso, Martín de Mariaca, sin oficio; por casado dos veces Juan Mozambique, negro, Mateo Hernández, portugués, alabardero del Virrey; Nuño Álvarez Cabral, de Évora; Domingo Moreira, cantero, portugués; y Alonso Ximénez Cerrato, español.

Manuel de Fonseca, cirujano, de casta y generación de judíos, preso en Cartagena, por denuncia de un colega que le acusaba de saber todos los salmos de David, en romance y de memoria, y que en cierto pueblo de Italia, oyendo cantar, había entrado en una sinagoga, y por fin, que estando en la cárcel se entretenía en copiar un libro de su oficio que le habían prestado, menos los sábados, en que se paseaba, haciéndose como que rezaba, sin llevar rosario en las manos, abjuro de levi y fue desterrado.

Hasta igual fecha del año 611, sólo fueron penitenciados Lorenzo Gutiérrez, por bígamo, fray Diego Flores, franciscano, limeño, quien se acusó de varias solicitaciones en confesonario, y Manuel Ramos,   —319→   sospechoso de judío, portugués, cristiano nuevo, que había sido relajado en estatua en el auto de 1605, y que después de vencer el tormento, fue absuelto.

No fue tampoco de más labor el año siguiente para los jueces, pues en él sólo condenaron a Domingo Jorge, portugués, Juan Ortiz Cabezas, maestro de escuela en Potosí, Pedro Bastante, carpintero, y Diego de Soto Siliceo, español, por blasfemos.

Alonso Ortiz de Oña, natural de Málaga, minero de Tupiza, que había afirmado que Jesucristo no estaba en la hostia consagrada tan perfecto como se hallaba en los cielos, ni mucho menos cuando en una iglesia se decían muchas misas a la vez, después de abjurar de levi, fue desterrado a España por tres años.

Pablo Jamingo, artillero, dinamarqués, residente en Portobelo, testificado de mal cristiano y de que acompañaba a las mujeres hasta la puerta de la iglesia y no entraba, no tenía rosario, ni le habían visto confesar ni comulgar, y que colgaba sus zapatos de los brazos de un cristo, después de preso con secuestro de bienes, fue absuelto ad cautelam y colocado en un convento para que se le instruyese.

Alejandro Benocla o Pérez, cirujano, natural de Amberes, residente en Saña, que sostenía que de los cristianos bautizados muy pocos se condenaban, fue también encerrado en un convento.

Gutierre de Cárdenas, clérigo, doctrinero de Chilca, de sesenta años, porque solicitaba a las indias mozas del lugar, fue mandado llevar a Lima, y a poco absuelto.

Tales fueron las últimas causas de que entró a conocer Ordoñez Flores, después de cerca de veinte años que servía su puesto de inquisidor, pues el 12 de octubre de 1611 llegaba a la capital el licenciado Andrés Juan Gaitán, designado para sucederle, trayendole el nombramiento de arzobispo del Nuevo Reino de Granada232.

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Desde estos días, igualmente, en virtud de orden superior, debía el Tribunal cesar en el conocimiento de las causas del distrito de Panamá y Nuevo Reino de Granada, que quedaron sometidos en lo de adelante al que se acababa de crear en Cartagena de Indias.