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Historia eclesiástica indiana

Jerónimo de Mendieta (O. F. M.)


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Libro primero de la historia eclesiástica indiana

Que trata de la introducción del Evangelio y Fe cristiana en la isla Española y sus comarcas, que primeramente fueron descubiertas

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Capítulo primero

Del maravilloso descubrimiento de la isla Española, que fué principio para conquistarse las Indias Occidentales

     Cristóbal Colón, de nación genovés, fué el primero que en estos tiempos descubrió la tierra que llamamos Indias, por el mar Océano, hallando la isla Hayti, que puso por nombre Española, porque la ganó en el año de mill y cuatrocientos y noventa y dos con gente y navíos españoles, á costa de los reyes católicos de España, Don Fernando y Doña Isabel. El orígen y fundamento de esta navegación no fué otro ni se halla más claridad (con haber tan pocos años que pasó) sino que una carabela de nuestra España (no saben si vizcaína, si portuguesa ó del Andalucía) navegando por el mar Océano, forzada del viento levante fué á parar á tierra desconocida y no puesta en la carta de marear; y volviendo en muchos más días que fué, llegó á la isla de la Madera, donde el Cristóbal Colón á la sazón residía. Dicen que la carabela no llevaba más del piloto y otros tres ó cuatro marineros, habiendo fallecido todos los demás; y estos pocos, como fuesen enfermos de hambre y otros trabajos que pasaron, en breve murieron en el puerto. Era Colón marinero y maestro de hacer cartas de marear. Tuvo dicha que aquel piloto (cuyo nombre no se sabe) muriese en su casa; de suerte que quedando en su poder las escrituras de la carabela, y la relación de aquel luengo viaje, se le alzaron los pensamientos á querer buscar nuevo mundo. Mas como fuese pobre, y para tal empresa tuviese necesidad de muchos dineros y de favor de rey ó gran príncipe que pudiese sustentar lo que él descubriese, anduvo de uno en otro, solicitando primero los reyes de Inglaterra y Portugal, y después los duques de Medinasidonia y Medinaceli, por ser el uno señor de San Lúcar de Barrameda, y el otro del Puerto de Santa María, donde había buen aparejo para darle navíos, según el curso de aquella derrota. Teníanlo todos por burlador, y el negocio que trataba por sueño, viéndolo pobre y solo, y sin más crédito que el de un fraile francisco del monesterio de la Rábida, en la provincia de Andalucía, el cual lo esforzó mucho en esta su demanda, y fué parte para que no desmayase en ella, certificándolo de su buena ventura, si tuviese perseverancia. Este fraile, por nombre Fr. Juan Pérez de Marchena, había encaminado á Colón á los duques ya dichos; y visto que estos señores lo echaban por alto, aconsejóle que fuese á la corte de los Reyes Católicos de Castilla, para quien esta buena dicha estaba guardada, y escribió con él á Fr. Hernando de Talavera, confesor de la reina. Llegado, pues, á la corte, y dada su petición, los Reyes Católicos, pareciéndoles gran novedad aquélla y poco fundada, no curaron mucho en ella, mayormente por estar entonces muy metidos en la guerra de Granada. Mas todavía, como príncipes celosísimos de la salud de las almas y del aumento de la santa fe católica, teniendo ya Colón un poco más de entrada y crédito por medio del arzobispo de Toledo, D. Pero González de Mendoza, le dieron esperanza de buen despacho para en acabando la guerra que tenían entre manos, y así lo cumplieron luego que los moros fueron vencidos, el mismo año que se ganó de ellos la ciudad de Granada. Ésta es en suma toda la relación que hay del orígen y principio que tuvo el descubrimiento. de las Indias Occidentales, que hoy día tienen más tierra descubierta y puesta en obediencia de la Iglesia, que todo el resto de la cristiandad. Cosa maravillosa, que durase tanto en la mar un viento, que pudiese llevar forzado más de mil leguas un navío; que no se supiese de qué nación ó provincia de España era aquella carabela; que no diesen mandato aquellos marineros enfermos, para que supiesen de ellos en su patria; que no quedase siquiera por memoria el nombre de aquel piloto. ¿Y es posible que para proveer nuestros reyes de navíos y gente á Colón no se informarían primero dónde y cómo tuvo noticia de las nuevas tierras que prometía? y qué ¿no sacarían de raíz este negocio? y pues no lo hicieron, y de tan pocos días atrás no hallamos más claridad que esta en caso tan arduo, entendamos no haber sido negocio humano, ni caso fortuito, sino obrado por divino misterio, y que aquel piloto y marineros pudieron ser llevados y regidos por algunos ángeles para el efecto que se siguió,y que finalmente escogió Dios por medio é instrumento á Colón para comenzar á descubrir y abrir el camino de este Nuevo Mundo, donde se quería manifestar y comunicar á tanta multitud de ánimas que no lo conocían, como escogió á Fernando Cortés por instrumento y medio de la principal conversión que en las Indias se ha hecho: y así como negocio de Dios y negocio de ánimas, fué guiado y solicitado por varón religioso dedicado al culto divino. Dicen los que humanamente sienten, que el Fr. Juan Pérez de Marchena insistió á Colón á la prosecución de esta empresa, y no le dejó volver atrás, como humanista que era y dado á la cosmografía; pero no cuadra este dicho á buena consideración, porque aunque él supiera más de esta ciencia que Ptolomeo, fuera gran temeridad (confiado de su teórica) traer así un hombre perdido y acosado de reino en reino, y ponello en demanda que había de parecer locura á todo el mundo. Harto más camino lleva decir que este fraile pobre y penitente fuese hombre espiritual y devoto, más que cosmógrafo, y que alcanzase á saber de estas nuevas tierras y gentes á los nuestros ocultas, no por ciencia humana, sino por alguna revelación divina; como la tuvo el santo Fr. Martín de Valencia de la conversión de estas gentes, que con sus compañeros había de hacer, algunos años antes que ello pasase, según lo diremos en su lugar.



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Capítulo II

Con cuánta, conveniencia el descubrimiento de las Indias cupo en suerte a los Reyes Católicos

     Mucho es aquí de considerar la cuenta particular que nuestro Señor Dios siempre ha tenido con remunerar á los reyes ó príncipes que han mostrado especial celo de las cosas de su honra y servicio, no contentándose con darles el premio de la bienaventuranza eterna, con que sobradamente quedaban pagados por mucho más que hicieran, sino que aun acá en la tierra quiso magnificarlos con singulares prerogativas á otros no comunicadas. Y esto porque quedase memoria entre los hombres de los fieles servicios que estos tales hicieron á su Dios, y de la gloria y fama que en recompensa de esto, siendo de la divina mano favorecidos, ganaron, y para que otros movidos por su ejemplo, con esperanza de semejante galardón se esforzasen á dejar sus regalos y propios intereses y buscar sólo el de Dios que guía y lleva á próspero fin todas las cosas de aquellos que en sus obras lo tienen por blanco. Cumple en esto el Señor su palabra que dijo hablando contra el descuido de Helí, sacerdote, en lo tocante á su honra y servicio: «Cualquiera que buscare mi honra y mi gloria, á este glorificaré yo; mas los que me tuvieren en poco quedarán bajos y apocados»; dejando aparte los que por servir á sus apetitos y no á la voluntad de Dios fueron reprobados y abatidos, como Saul, Acab, Ocozías y otros muchos cuyas historias son vulgares; por el contrario, de los que por ser fieles y cuidadosos del servicio de Dios, fueron de Él honrados y engrandecidos, tenemos hartos ejemplos en el tiempo de ambos Testamentos, Viejo y Nuevo. En el Viejo leemos de David que por el gran fervor que tuvo en las cosas del culto divino, reverenciando mucho la Arca del Testamento, ordenando cantores y sacerdotes devotos y santos que día y noche alabasen á Dios, y él con ellos, deseando edificar al Señor un preciosísimo templo, y dejando para él á su hijo Salomón allegados los materiales; en pago de estos y otros religiosos servicios le fué concedida victoria en todas las batallas que tuvo con sus enemigos, y todos los reyes y pueblos sus comarcanos le fueron sujetos ó aliados. El rey Asa siguió las pisadas de David, y fué tanto su celo, que no contento con haber destruido, en comenzando á reinar, todos los ídolos y altares de ellos en su reino, hizo después junta general de sus vasallos en Jerusalén, y habiéndoles predicado en persona, y persuadido á la obediencia y adoración de un solo Dios, movió tanto al pueblo, que juraron y votaron de adorar y servir á solo Él de todo corazón; y por ello mereció este rey vencer milagrosamente con poca gente al rey Zara de Etiopía, que venía contra él con un millón de hombres de pelea. Su hijo Josafat no menos fué acepto á Dios, porque en el tercer año de su reinado eligió siete principales, los más devotos de su reino, y nueve levitas y dos sacerdotes, y todos juntos los envió por todas las ciudades de su señorío, para que llevando consigo el libro de la Ley, enseñasen en ella al pueblo y lo atrajesen al culto y servicio de Dios: y demás de esto estableció jueces en Jerusalén, y en todas las ciudades de su reino sacerdotes ó príncipes que rectamente juzgasen el pueblo; mandándoles sobre todo, que ofreciéndose dudas de la Ley y de sus preceptos y ceremonias, declarasen al vulgo la verdad y lo alumbrasen de lo que debían hacer, porque no ofendiesen á Dios, el cual por este su celo y devoción hizo á Josafat próspero en muchas riquezas y gloria, en tanto que todos los reinos comarcanos lo temían y estimaban, y los filisteos y árabes por gran cosa cuenta la Escritura que le ofrecían dones: y por su oración, sin pelear él ni los suyos, destruyó Dios un gran ejército de sus enemigos que lo tenían puesto en aprieto. Viniendo., pues, a nuestros príncipes cristianos del Nuevo Testamento, y comprendiéndolos (por abreviar) debajo de una cláusula, ¿quién hay que ignore con cuánta piedad, devoción y cuidado reverenciaron y trataron las cosas de Dios los religiosísimos emperadores Constantino, y Teodosio, Justino, y Justiniano, y el gran Cárlos de Francia, y cómo por el mismo caso tuvieron felicísimo suceso sus imperios, y sus personas alcanzaron perpetua gloria con maravillosas virtudes y hazañas que con el favor de Dios obraron? Y si en éstos y otros (que sería largo contar) se verificó aquella sentencia de Dios que glorifica y engrandece á los que pretenden su divina honra y gloria, con tanta y aun más razón podemos decir que en estos últimos tiempos se ha verificado en nuestros Reyes Católicos: los cuales así como entre los otros se esmeraron en el cuidado y reverencia del culto divino y en celar el aumento de la religión cristiana, gastando toda su vida y rentas en remediar necesidades, edificar templos, reformar todos los estados, desagraviar sus vasallos, quitar desafueros con las hermandades que en sus reinos establecieron, y finalmente en apurar la observancia de la vida cristiana con la santa Inquisición que instituyeron; así también se esmeró Dios en darles singular remuneración en el suelo, después de hacerlos gloriosos reyes en el cielo, comunicándoles gracia y fortaleza para sujetar y reducir á la obediencia de su Iglesia católica todas las huestes visibles que en el mundo tiene Lucifer. Sabemos que este príncipe de tinieblas, queriendo escurecer á los hombres la luz de la Santísima Trinidad (en que estriba y se funda la Ley evangélica), ordenó contra ella tres haces, y levantó tres banderas de gente engañada y pervertida, con que desde el primer nacimiento de la Iglesia le ha ido dando continua batería; que son la perfidia judaica, la falsedad mahomética, y la ceguera idolátrica; dejando atrás la malicia casera de los herejes, que no menos perniciosa ha sido, y podemos decir que más molesta. Pues para contrastar y desbaratar estas tres poderosísimas batallas del enemigo, en que ha traído enredada y sujeta á su dominio la mayor parte del mundo, parece que escogió Dios por sus especiales caudillos á nuestros Reyes Católicos; y así vemos que cuanto á lo primero, desterraron totalmente de los reinos de España los ritos y ceremonias de la ley vieja, que hasta sus tiempos se había permitido: y luego tras esto alanzaron de todo punto los moros de la ciudad y reino de Granada, que hasta entonces se habían conservado en ella: de manera que alimpiaron á toda España de la espurcicia con que de tantos años atrás con estas dos sectas estaba contaminada, en deshonor y ofensa de nuestra religión cristiana. Y aun por este santísimo celo y heroica hazaña es de creer que merecieron lo que sucesivamente se siguió, que apenas fué concluida la guerra de los moros, cuando les puso Dios en sus manos la conquista y conversión de infinidad de gentes idólatras, y de tan remotas y incógnitas regiones, que más parece haber sido divinalmente otorgada, que casualmente ofrecida. Y no dudo, mas antes, confiado en la misericordia del muy alto Señor, tengo por averiguado, que así como á estos católicos reyes fué concedido el comenzar á extirpar los tres diabólicos escuadrones arriba señalados, con el cuarto de los herejes, cuyo remedio y medicina es la santa Inquisición, así también se les concedió que los reyes sus sucesores den fin á este negocio; de suerte que así como ellos alimpiaron á España de estas malas sectas, así también la universal destrucción de ellas en el orbe y conversión final de todas las gentes al gremio de la Iglesia se haga por mano de los reyes sus descendientes.



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Capítulo III

Cómo estos ínclitos Reyes se hirieron padres espirituales de los indios, y la conquista de ellos les fué concedida por la Silla Apostólica

     Tiene muy gran semejanza la preeminencia ó prerogativa de estos bienaventurados príncipes, concedida de Dios por el celo que de su fe tuvieron, con la que se le concedió al patriarca Abraham,

cuando le fué dicho que en su linaje y descendencia serían benditas todas las gentes. Porque la bendición que las gentes alcanzaron en el linaje de Abraham, fué gozar de la venida del Hijo de Dios al mundo, encarnando en el vientre de la Vírgen, que por línea recta descendía de aquel gran patriarca, y participar de la redención del género humano, que por el derramamiento de su preciosa sangre se hizo. Y esta misma bendición se ha administrado y administra á este Nuevo Mundo y gentes sin número recién descubiertas, por mano de estos dichosos reyes y de sus descendientes, enviando predicadores que con su doctrina han introducido á Cristo en este Nuevo Orbe donde no era conocido: de suerte que por nueva fe fué engendrado y nació en los corazones de innumerables gentes que antes de todo punto lo ignoraban. Y así los mismos indios (por la gracia de Dios ya cristianos), hablando del tiempo en que se les comenzó á predicar el Evangelio, y ellos á recibirlo, dicen: «Cuando Nuestro Señor llegó, ó vino á nosotros;» como hombres que saben cuán remotos estuvieron de él antes de este tiempo: donde parece también cómo el nombre que mereció Abraham de Padre de la Fe entre los hebreos (según lo llama S. Pablo), conviene asimismo á estos católicos reyes entre los indios, pues por su celo y cuidado se ha plantado y cultivado en estas partes occidentales la santa fe católica; y por el consiguiente les conviene el nombre de padres de muchas gentes, pues muchos millones de ánimas han sido aquí regeneradas por el sagrado baptismo. En confirmación de lo cual quiso Dios y ordenó que estos bienaventurados reyes ofreciesen á su divina Majestad las primicias de toda la conversión, sacando de pila á los primeros indios que se baptizaron. Porque cuando Cristóbal Colón hobo hallado la isla que llamó Española, dió la vuelta para España llevando consigo diez indios y otras muchas cosas de aquella nueva tierra, diferentísimas de las nuestras, que pusieron en admiración á los españoles. Estaban los reyes á la sazón en la ciudad de Barcelona. Llegando Colón á su presencia con solos seis indios (que los otros cuatro habían fallecido en el camino), recibieron extraña alegría con la buena nueva del descubrimiento; y oyendo decir que en aquellas partes los hombres se comían unos á otros, y que todos eran idólatras, prometieron (si Dios les daba ayuda) de quitar aquella abominable inhumanidad, y desarraigar la idolatría en todas las tierras de indios que á sus manos viniesen (voto de cristianísimos príncipes, y que cumplieron su palabra, y después de ellos los reyes sus sucesores); y para demostración de sus santos deseos, comenzando a poner por obra lo que votaron de palabra, como se baptizasen los seis indios que llegaron vivos, los mismos reyes y el príncipe D. Juan su hijo fueron sus padrinos. Despacharon luego un correo á Roma con la relación de las tierras nuevamente halladas, que Cristóbal Colón había llamado Indias. Proveyó Dios para aquel tiempo que aún el Pontífice romano fuese español, de la casa de Borja, llamado Alejandro VI, el cual en extremo se holgó con la nueva, juntamente con los cardenales., corte y pueblo romano. Maravilláronse todos de ver cosas de tan lejas tierras, y que nunca los romanos, señores del mundo, las supieron; y porque aquellas gentes idólatras que estaban en poder del demonio pudiesen venir en conocimiento de su Criador y ponerse en camino de salvación, hizo el Papa de su propia voluntad y motivo, con acuerdo de los cardenales, donación y merced á los reyes de Castilla y León de todas las Islas y Tierra Firme que descubriesen al occidente, con tal que conquistándolas enviasen á ellas predicadores y ministros, cuales convenía, para convertir y doctrinar á los indios: y para ello les envió su Bula autorizada, cuyo tenor es el que se sigue.

Bula y donación del Papa Alejandro VI.

     Alexander Episcopus, servus servorum Dei Charissimo in Christo Filio Ferdinando Regi, et charissime in Christo Filiae Elisabeth Reginae Castellae, Legionis, Aragonum, Siciliae et Granatae illustribus, salutem et Apostolicam benedictionem. Inter caetera Divinae Majestati beneplacita opera, et cordis nostri desiderabilis, illud profecto potissimum extitit, ut Fides Catholica, Christiana Religio, nostris praesertim temporibus exaltetur, ac ubilibet amplietur et dilatetur, animarumque salus procuretur, ac barbaricae nationes deprimantur, et ad Fidem ipsam reducantur. Unde cum ad hanc sacram Petri Sedem, divina favente clementia (meritis licet imparibus), evecti fuerimus, cognoscentes vos tamquam veros catholicos Reges et Principes, quales semper fuisse novimus, et a vobis praeclare gesta toti pene jam Orbi notissima demonstrant, nedum id exoptare, sed omni conatu, studio et diligentia, nullis laboribus, nullis impensis, nullisque parcendo periculis, etiam proprium sanguinem effundendo efficere, ac omnem animum vestrum, omnesque conatus ad hoc jam dudum dedicasse, quemadmodum recuperatio regni Granatae a tyrannide Saracenorum hodiernis temporibus per vos, cum tanta Divini Nominis gloria facta, testatur; digne ducimus non immerito, et debemus illa vobis etiam sponte et favorabiliter concedere, per quae hujusmodi sanctum et 1audabile ab immortali Deo coeptum propositum in dies ferventiori animo ad ipsius Dei honorem et imperii Christiani propagationem prosequi valeatis. Sane accepirnus, quod vos dudum animum proposueratis aliquas insulas et terras firmas remotas et incognitas, ac per alios hactenus non repertas, quaerere et invenire, ut illarum incolas et habitatores ad colendum Redemptorem nostrum et Fidem Catholicam profitendum reduceretis, hactenus in expugnatione et recuperatione ipsius regni Granatae plurimum occupati, hujusmodi sanctum et laudabile propositum vestrum ad optatum finem perducere nequivistis, sed tandem, sicut Domino placuit, regno praedicto recuperato, volentes desiderium adimplere vestrum, dilectum filium Christophorum Columbum, virum utique dignum et plurimum commendandum, ac tanto negotio aptum, cum navigiis et hominibus ad similia instructis, non sine maximis laboribus et periculis ac impensis destinastis, ut terras firmas et insulas remotas et incognitas hujusmodi per mare ubi hactenus navigatum non fuerat, diligenter inquireret. Qui tandem, divino auxilio, facta extrema diligentia, in mare Oceano navigantes, certas insulas remotissimas, et etiam terras firmas, quae per alios hactenus repertae non fuerant, invenerunt, in quibus quamplurimae gentes pacifice viventes et, ut asseritur, nudi incedentes, nec carnibus vescentes, inhabitant, et, ut praefati nuntii vestri possunt opinari, gentes ipsae in insulis et terris praedictis habitantes, credunt unum Deum Creatorem in coelis esse, ac ad Fidem Catholicam amplexandum et bonis moribus imbuendum satis apti videntur, spesque habetur quod, si erudirentur, Nomen Salvatoris Domini nostri Jesu Christi in terris et insulis praedictis fateretur, ac praefatus Christophorus in una ex principalibus insulis praedictis, jam unam turrim satis munitam, in qua certos christianos, qui secum iverant, in custodiam, et ut alias insulas et terras firmas remotas et incognitas inquirerent, posuit, construi et aedificari fecit. In quibus quidem. insulis et terris jam repertis aurum, aromata et aliae quamplurimae res praetiosae diversi generis et diversae qualitatis reperiuntur. Unde omnibus diligenter, et praesertim Fidei Catholicae exaltatione et dilatatione (prout decet catholicos Reges et Principes) consideratis, more progenitorum vestrorum clare memoriae Regum, terras firmas et insulas praedictas, illarumque incolas et habitatores, vobis, divina favente clementia, subjicere et ad Fidem Catholicam reducere proposuistis. Nos igitur hujusmodi vestrum sanctum et laudabile propositum plurimum in Domino commendantes, ac cupientes ut illud ad debitum finem perducatur, et ipsum Nomen Salvatoris nostri in partibus illis inducatur, hortamur vos quamplurimum in Domino, et per sacri lavacri susceptionem, qua mandatis Apostolicis obligati estis, et viscera misericordiae Domini nostri Jesu Christi attente requirimus, ut cum expeditionem. hujusmodi omnino prosequi, et assumere proba mente orthodoxae Fidei zelo intendatis, populos in hujusmodi insulis et terris degentes ad Christianam religionem suscipiendam inducere velitis et debeatis, nec pericula, nec labores ullo unquam tempore vos deterreant, firma spes fiduciaque conceptis, quod Deus Omnipotens conatus vestros feliciter prosequetur. Et ut tanti negotii provintiam Apostolicae gratiae largitate donati, liberius et audacius assumatis, motu proprio, non ad vestram, vel alterius pro vobis super hoc nobis oblatae petitionis instantiam, sed de nostra mera liberalitate et ex certa scientia, ac de Apostolicae potestatis plenitudine, omnes insulas et terras firmas inventas et inveniendas, detectas et detegendas, versus Occidentem et Meridiem, fabricando et construendo unam lineam a Polo Arctico, scilicet Septentrione, ad Polum Antarcticum, scilicet Meridiem, sive terrae firmae et insulae inventwaeet inveniendxae sint versus Indiam aut versus aliam. quamcumque partem, quae linea distet a qualibet insularum, quae vulgariter nuncupantur de los Azores y Cabo Verde, centum leucis versus Occidentem et Meridiem, ita quod omnes insulae et terrae firmae repertae et reperiendae, detectae et detegendae a praefata linea versus Occidentem et Meridiem, per alium Regem. aut Principem christianum non fuerint actualiter possessae usque ad diem Nativitatis Domini nostri Jesu Christi proxime praeteritum, a quo incipit annus praesens millesimus quadrigentesimus nonagesimus tertius, quando fuerunt per nuntios et capitaneos vestros inventae aliquae praedictarum insularum, auctoritate Omnipotentis Dei nobis in beato Petro concessa, ac Vicariatus Jesu Christi qua fungimur in terris cum omnibus illarum dominiis, civitatibus, castris, locis et villis, juribusque et jurisdictionibus, ac pertinentiis universis, vobis haeredibusque et successoribus vestris (Castellaa et Legionis Regibus) in perpetuum tenore praesentium donamus et assignamus: vosque et haredes ac successores praefatos illarum dominos cum plena, libera et omnimoda potestate, auctoritate et jurisdictione facimus, constituimus et deputamus. Decernentes nihilominus per hujusmodi donationem, concessionem et assignationem nostram nulli christiano Principi, qui actualiter praefatas insulas et terras firmas possederit usque ad dictum diem Nativitatis Domini nostri Jesu Christi jus quaesitum sublatum intelligi posse, aut auferri debere. Et insuper mandamus vobis; in virtute sanetae obedientiae (sicut pollicemini, et non dubitamus pro vestra maxima devotione et regia magnanimitate vos esse facturos) ad terras firmas et insulas praedictas viros probos et Deum timentes, doctos, peritos et expertos ad instruendum incolas et habitatores praefatos in Fide Catholica et bonis moribus imbuendum destinare debeatis, omnem debitam diligentiam in praemissis adhibentes. Ac quibuscumque personis, cujuscumque dignitatis, etiam Imperialis et Regalis, status, gradus, ordinis vel conditionis, sub excommunicationis latae sententiae poena, quam eo ipso si contra fecerint incurrant, districtius inhibemus, ne ad insulas et terras firmas inventas et inveniendas, detectas et detegendas versus Occidentem et Meridiem, fabricando et construendo lineam a Polo Arctico ad Polum Antarcticum, sive terrae firmae et insulae inventae et inveniendae sint versus Indiam aut versus aliquam quamcumque partem, quae linea distet a qualibet insularum, quae- vulgariter nuncupantur de los Azores y Cabo Verde, centum leucis, versus Occidentem et Meridiem, ut praefertur, pro mercibus habendis, vel quavis alia de causa, accedere praesumant, absque vestra ac haeredurn et suecessorum vestrorum praedictorum licentia speciali. Non obstantibus Constitutionibus et Ordinationibus Apostolicis, caterisque contrariis quibuscumque. In illo a quo Imperia et dominationes ac bona cuncta procedunt confidentes, quod dirigente Domino actus vestros, si hujusmodi sanctum et laudabile propositum prosequamini, brevi tempore cum felicitate et gloria totius populi Christiani vestri labores et conatus exitum felicissimum consequentur. Verum quia difficile foret praesentes littera ad singula quaeque loca, in quibus expediens fuerit deferri, volumus, ac motu et scientia similibus decernimus, quod illarum transumptis manu publici Notarii inde rogati subscriptis, et sigillo alicujus personae in ecclesiastica dignitate constitutae, seu Curiae ecelesiasticae munitis, ea prorsus fides in judicio et extra ac alias ubilibet adhibeatur, ut praesentibus adhiberetur, si essent exhibitae vel ostensae. Nulli ergo omnino hominum liceat hanc paginam nostrae commendationis hortationis, requisitionis, donationis, concessionis, assignationis, constitutionis, deputationis, decreti, mandati, inhibitionis et voluntatis infringere, vel ei ausu temerario contraire. Si quis autem hoc attentare prasumpserit, indignationem Omnipotentis Dei ac Beatorum, Petri et Pauli Apostolorum ejus se noverit incursurum. Datum Romae apud Sanctum Petrum, anno Incarnationis Dominicae millesimo quadrigentessimo nonagesimo tertio, quarto nonas Maii, Pontificatus nostri anno primo.

     En esta bula el sumo Pontífice Alejandro VI, presupuesta la relación que por parte de los Reyes Católicos Don Fernando y Doña Isabel le fué hecha, de cómo Cristóbal Colón con navíos y gente y á costa de los dichos reyes había descubierto por el mar Océano ciertas islas y tierras firmes pobladas de mucha gente infiel, que hasta estos tiempos por ningún otro se habían visto ni descubierto, y que tenían propósito de sujetar las dichas tierras y gentes para reducirlas á la confesión de la santa fe católica: primeramente (alabando su santo celo que en esto mostraban y siempre habían tenido de ampliar y dilatar la dicha fe católica y religión cristiana, y procurar la salvación de las almas, á imitación y ejemplo de los reyes de España sus antecesores) les amonesta y requiere por el sagrado baptismo que recibieron y por las entrañas de misericordia de nuestro Señor Jesucristo, que con celo de la fe cristiana emprendan este negocio de inducir y atraer los dichos pueblos, gentes y moradores de las dichas islas y tierras á recibir la fe y religión cristiana. Y para que con más libertad y osadía tomen esta empresa á su cargo, de su propio motu y cierta ciencia, y no por habérselo ellos pedido, ni otro en su nombre, por autoridad apostólica, á ellos y á sus herederos y sucesores los reyes de Castilla y León hace donación y concede el señorío de todas las dichas islas y tierras firmes descubiertas y por descubrir que cayeren hácia el poniente y mediodía, fabricando y echando una línea ó raya desde el polo ártico al antártico, que es de norte á sur, ó del septentrión al mediodía, ora vayan las dichas islas ó tierras hácia la India ó hácia otra cualquiera parte, con tal que la dicha línea que se echare hácia el poniente ó hácia el mediodía, diste y se aparte cien leguas de cualquiera de las islas que vulgarmente son llamadas de los Azores y de Cabo-Verde, y con que las dichas islas y tierras firmes que les concede no hayan sino poseídas de otro rey ó príncipe cristiano hasta el día de Navidad de nuestro Señor Jesucristo en que comenzó el año de mil y cuatrocientos y noventa y tres. Y se las concede con todos sus señoríos, ciudades, castillos, lugares, villas, torres y jurisdicciones, con todas sus pertenencias. Y demás de esto les manda en virtud de santa obediencia, que (así como ellos lo tenían prometido) envíen á las dichas islas y tierras varones buenos, temerosos de Dios, doctos, sabios y experimentados, para enseñar y instruir á los moradores de ellas en las cosas de nuestra santa fe católica, y en buenas costumbres. Y so pena de excomunión 1atae sententiae ipso facto incurrenda, manda y prohíbe á todas y qualesquier personas de cualquier dignidad (aunque sea de estado imperial ó real) y de cualquier grado, órden y condición que sean, no presuman de llegar á las dichas islas ó tierras firmes con título de comprar mercaderías, ni por otra cualquiera causa, sin licencia especial de los susodichos Reyes Católicos, ó de sus herederos y sucesores.



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Capítulo IV

De cómo en los reyes de España se cumple en estos tiempos aquello del evangélico siervo que fué enviado á llamar los convidados para la cena

     Presupuesta la parábola que Cristo nuestro Redentor propuso (según el Evangelio de S. Lúcas), de aquel hombre, conviene saber, ese mismo Cristo, que aparejó la gran cena de la bienaventuranza cuando en el árbol de la Cruz puso todas las expensas y convidó á muchos, porque llamó á todos los que se quisiesen salvar (aunque primero y particularmente al pueblo hebreo): y á la hora de la cena, que es en el fin del mundo, envió á su siervo á llamar los convidados para que entrasen á la cena, y ellos se excusaron, cada uno con su negocio, de manera que fué menester enviar segunda vez á las plazas y calles para que trujese todos los pobres., flacos, ciegos y cojos que hallase, y los metiese en el lugar de la cena; y porque aún cabía más gente, lo envió tercera vez á los caminos y setos, para que los que por allí hallase los compeliese á entrar hasta que se hinchiese la casa. Sabemos bien (si lo queremos considerar) que esta negociación y trato de buscar y llamar y procurar almas para el cielo es de tanta importancia, que nuestro poderosísimo Dios (con ser quien es y con tener todas las cosas en su beneplácito cerca de todo lo criado) no se ocupa en otra cosa (hablando en nuestro modo de decir), de casi siete mil años á esta parte, que crió al primer hombre, si no es en llamar por sí con inspiraciones, avisos y castigos, y por medio de sus siervos los patriarcas y profetas, y por su propio Hijo en persona, y después por los apóstoles, mártires y predicadores y otros santos hombres, á la gente del mundo para que se apresten y dispongan para entrar á gozar de aquel convite perdurable que no tendrá fin. La cual vocación no ha cesado ni cesará hasta que esté cumplido el número de los escogidos, que según la visin de S. Juan ha de ser de todas las naciones, lenguas y pueblos. Y aunque por el siervo de la parábola que es enviado á llamar los convidados y á convidar otros de nuevo, se entiendan en alguna manera de más propiedad los mismos predicadores que anuncian la palabra de Dios y publican el santo Evangelio; pero por respeto de la autoridad y oficio, y por razón de ser uno y no muchos, podríamos decir que más propiamente se entiende el Vicario de Cristo, Pontífice Romano, Pastor de la universal Iglesia, ó quien tuviese sus veces para enviar los tales predicadores, como agora vemos que las tienen nuestros reyes de Castilla por la bula citada y poder cometido por divina ordenación, para estas Indias Occidentales, donde tienen la persona y oficio de aquel siervo evangélico, y así está á su cargo enviar los ministros que conviene para su conversión y manutenencia de los naturales de esta tierra. Porque de otra manera ¿cómo predicarán los predicadores (conforme á lo que dice S. Pablo) si no son enviados? Y ¿cómo aprovecharán sus voces y trabajos, si no son favorecidos y amparados del Papa, de quien emana su misión, y del rey que en su nombre los envía? Porque ser enviados del rey, lo mismo es que si fuesen enviados del Papa: como sea verdad que lo que el Pontífice hace por medio del rey es como si por sí mismo lo hiciese. Tenemos, pues, de aquí, que la parábola propuesta en el santo Evangelio, del siervo enviado á llamar gente para la cena del Señor, á la letra se verifica en el rey de España, que á la hora de la cena, conviene á saber, en estos últimos tiempos, muy cercanos al fin del mundo, se le ha dado especialmente el cargo de hacer este llamamiento de todas gentes, según parece en los judíos, moros y gentiles, que por su industria y cuidado han venido y vienen en conocimiento de nuestra santa fe católica, y á la obediencia de la santa Iglesia romana, desde el tiempo de los Reyes Católicos, que (como dicen) fué ayer, hasta el día de hoy. Y va el negocio adelante. Y es mucho de notar que las tres maneras de vocación expresadas en el Evangelio, ó tres salidas que hizo el siervo para llamar á la cena, concuerdan mucho con la diferencia de las tres naciones ya dichas, en cuyas sectas se incluyen todas las demás que hay esparcidas por el mundo. Donde somos advertidos que no de una misma manera se han de haber los ministros en el llamamiento de los unos que de los otros, sino de diversos modos, conforme á la diferencia de los términos que el Salvador usa en cada una de las vocaciones. Porque para con los judíos, que son gente enseñada en la Escritura sagrada, y que no pecarán sino de pura malicia, basta que el predicador proponga la verdad de la palabra de Dios: y éste es suficiente llamamiento para esta nación. Y por tanto dice el texto del Evangelio, que á los primeros convidados fué enviado el siervo., no para más de que les dijese cómo estaba aparejado, conviene á saber, el Mesías venido y las profecías cumplidas: por tanto, que viniesen á la cena. Mas para con los moros, que podrían pecar de alguna ignorancia (aunque crasa) de la verdad de la ley de Escritura (por estar sus entendimientos pervertidos con los ciegos errores de su falso profeta Mahoma), era menester que sus predicadores y ministros no solamente les propusiesen la palabra de la verdad cristiana, mas también los metiesen en el camino de la guarda de ella, comprobando su predicación con el ejemplo de la buena vida y buenas obras, y mostrándoles el puro celo que les movía de la salvación de sus almas, sin temporal interese, y confirmándose el amor y caridad que pregona la ley de Cristo, con los favores de su rey y señores temporales, y con el buen tratamiento y hermandad de los otros cristianos viejos: que toda esta ayuda era menester para traer y poner en razón a gente tan persuadida de su sensual y atractiva secta; y por tanto se dice en la parábola que á los segundos que fueron llamados mandó Dios á su siervo que los metiese dentro como de la mano. Y faltando esto, como por ventura ha faltado, no sé yo si se quejarán ante el juicio de Dios, alegando que no fueron suficientemente ayudados, ni se les dió doctrina bastante, ni ejemplo que la comprobase. Pues para con estos indios gentílicos, que demás de la ignorancia del camino de la Verdad, están ocasionados y dispuestos para caer, así en las cosas de la fe como en la guarda de los mandamientos de Dios, de pura flaqueza, por ser la gente mas débil que se ha visto, no bastará la simple predicación del Evangelio, ni la comprobación de la doctrina por el buen ejemplo de los ministros, ni el buen tratamiento de parte de los españoles, si juntamente con el amor de sus padres espirituales, y el celo que en ellos vieren de su salvación, no tuvieren también entendido que los han de temer y tener respeto, como hijos á sus padres, y como los niños que se enseñan en la escuela á sus maestros. Porque pensar que por otra vía han de ser encaminados en las cosas de la fe cristiana, y hacerse en ellos el fruto que se debe pretender, es excusado. Y por tanto, de estos dijo Dios á su siervo: compélelos á que entren, no violentados ni de los cabellos con aspereza y malos tratamientos (como algunos lo hacen, que es escandalizarlos y perderlos del todo), sino guiándolos con autoridad y poder de padres que tienen facultad para ir á la mano á sus hijos en lo malo y dañoso, y para apremiallos á lo bueno y provechoso; mayormente á lo que son obligados y les conviene para su salvación.



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Capítulo V

Cuán peligroso sea el descuido en este cargo que nuestros reyes tienen de llamar gentes á la cena del Señor

     El siervo que entendió la voluntad del Señor y fué descuidado en la cumplir, será castigado con muchos azotes, dice Cristo nuestro Redentor por S. Lúcas, apercibiendo y avisando con estas palabras al príncipe temporal, y al ministro eclesiástico, y al hombre cristiano, á quien fué encomendado regir alguna familia ó tener cargo de algunas ánimas. Y si á todos los que tienen ánimas á su cargo debe poner espanto esta terrible amenaza, ¿cuánto más es justo que tema y ande la barba sobre el hombro quien tantos millones de ánimas ha tomado y tiene á su cargo, para dar cuenta de ellas, no sólo cuanto al gobierno temporal, mas también cuanto al espiritual? y no ánimas como quiera, sino ánimas tan tiernas y blandas como la cera blanda, para imprimir en ellas el sello de cualquier doctrina, católica ó errónea, y cualesquier costumbres buenas ó malas que les enseñaren; y gente sin defensa, ni resistencia alguna, para ampararse de cuantas opresiones y vejaciones que hombres atrevidos y malos cristianos les quisieren hacer, no teniendo más de la defensa y amparo que su rey desde tan lejos les proveyere; y por el consiguiente, gente que necesita á tener vigilantísimo y continuo cuidado, y memoria de mirar por ellos el príncipe y señor que los tiene á su cargo. La voluntad de Dios cerca del cuidado que con esta gente se debe tener, es que primero y principalmente se procure que sean buenos y verdaderos cristianos, porque puedan alcanzar la bienaventuranza del cielo, para la cual él crió á los hombres, y cuanto es en sí, quiere y es su voluntad que todos se salven, y que en este caso unos á otros se ayuden lo posible, en que más que en otra cosa consiste el cumplimiento del amor del prójimo que tenemos de precepto, cuánto más quien tiene especial obligación de poner más diligencia que otros, como por la bula referida parece, en que manda el Papa á los reyes de Castilla, en virtud de santa obediencia, que tengan cargo de enviar para el ministerio y doctrina de estos indios, varones aprobados, temerosos de Dios, doctos y experimentados, poniendo en ello la debida diligencia. Á lo cual parece, que los mismos Reyes Católicos de su propio motivo por sí y por sus sucesores, se habían primero ofrecido, según el paréntesis que el Pontífice añade en la dicha cláusula, diciendo así: como lo prometéis, y no dudamos de que lo haréis, conforme á vuestra muy gran devoción y real magnanimidad. Y lo mesmo parece por otra cláusula que la católica reina Doña Isabel dejó en su testamento, donde declara muy bien la intención que ella y el rey su marido tuvieron cuando pidieron á la Silla Apostólica la conquista de las Indias, cuyas palabras (como muy notables y dignas de tener contino en la memoria los reyes sus descendientes) pondré al cabo de este capítulo, por no interrumpir aquí la materia que llevo enhilada. Ha sucedido por nuestra desgracia, que como el señorío de los reyes de Castilla se ha extendido y ampliado tanto en estos tiempos en otras tierras de la Europa y África, que como más cercanas á España y mas conjuntas á reinos extraños, han tenido más dificultad en conservarse, y como tienen por allá la infesta vecindad del turco y moros de África, y sobre todo esto la importunidad de los obstinados herejes; á esta causa no es maravilla que los reyes hayan puesto las mientes en lo de más cerca, y descuidádose en lo de más lejos con el consejo que tienen puesto de Indias: y como con esto se ha juntado el regosto del oro y de plata que de acá se lleva, y que los hombres mundanos, sin sentimiento de Dios y sin caridad del prójimo, han informado siempre que aquestos indios son una gente bestial, sin juicio ni entendimiento, llenos de vicios y abominaciones, dando á entender que no son capaces de doctrina cristiana ni de cosa buena; creyendo estas cosas y otras semejantes, á que el demonio nuestro enemigo y la cobdicia de los haberes del mundo fácilmente persuade á algunos de los que han estado en el consejo de Indias, ó privado con los reyes, ó de los que acá han sido enviados para gobernar, han pretendido ser parte, no sólo para que hobiese descuido en lo que tanto cuidado se requiere, mas aún para que no se hiciese caso de las ánimas que Dios tiene criadas en estas tierras, sino sólo de la moneda y otros aprovechamientos temporales que se podían sacar de ellas. Y finalmente, han sido parte para que se hayan despoblado y quedado desiertas muchas y grandes provincias, y que se hayan consumido infinidad de indios por malos tratamientos, y muchos de ellos antes de cristianarlos, y para que los que alcanzaron á recebir el agua del baptismo no hayan tenido la suficiencia de doctrina y ayuda que era menester para salvarse. Y si no fuera por otros que con diferente espíritu y celo han acudido á los reyes, dando aviso de la destruición que se hacía, apenas hobiera quedado para el tiempo en que estamos rastro de indios en todo lo que españoles tienen hollado, en lo que llamamos Indias, que son al pié de dos mill leguas de tierra, si no son más. Y aunque esta culpa trajo consigo parte de pena, que es privarse España de tanta multitud de vasallos como pudiera tener si los conservara, con otras muchas (y que más se han sentido) ha castigado Dios aquellos reinos por los descuidos que en este su negocio de salvación de almas se ha tenido. Y para mí tengo que todos ó los más trabajos que en estos nuestros tiempos España ha pasado, han sido azotes enviados del cielo por este pecado. Y porque no parezca que hablamos de gracia, quiero traer solos dos ejemplos de lo sucedido en la misma materia, que concluyen sin poderse negar. Y sea el primero el de los moriscos de Granada. Quién pensara que á cabo de ochenta años después que Granada se ganó, y que todos los moros que quedaron en España se habían baptizado, y que todo este tiempo habían estado quietos y pacíficos, y siendo pocos, solos y subjetos, y de todas partes cercados de multitud de cristianos viejos, se habían de atrever á rebelarse y alzarse, y que pudieran hacer el estrago que en tantos españoles hicieron, pues murieron en la gresca cincuenta mil cristianos (que no fué pequeño azote para España). Y si este fué azote enviado de Dios, ó caso fortuito, ó si fué ó no fué porque de aquellos nuevos baptizados se tenía en España más cuenta con sus servicios, pechos y tributos, que con su cristiandad, yo no lo digo, mas hállolo escripto y revelado más de ciento y cincuenta años antes que ello así pasase, por el glorioso Arcángel S. Miguel á un devoto obispo en los reinos de Francia, por estas palabras formales:« El pueblo de España sufrirá grandes mutaciones, y novedades y enemistades, y muchos daños por los moros que ellos mismos sostienen y mantienen, por el gran servicio que les hacen: y serán mayores y más poderosos que ellos, porque más amaron el propio servicio, que la honra del nombre de Jesucristo. Y hallarlos han entonces contra los cristianos crueles enemigos y terribles matadores, hasta que sea dado fin á aquel pueblo malvado, el cual de todo punto, con su secta mahomética, debe ser casado, destruido y aniquilado para siempre sin fin, según que ellos mismos lo pronuncian por sus escrituras y doctores.» Hallarse ha esta revelación en un libro de los santos Ángeles, que compuso Fr. Francisco Ximénez, fraile menor, en el quinto tratado, capítulo treinta y ocho. El que yo he visto es impreso en Burgos por Maestre Fadrique de Basilea, año de mil y cuatrocientos y noventa. El segundo ejemplo será en lo sucedido acá en las Indias al mismo tiempo de lo del reino de Granada. ¿Quién dijera y quién nunca creyera, que en una tierra de suelo y cielo y condición de hombres tan pacífica y quieta como la Nueva España, y estando nuestro rey de Castilla tan apoderado en ella, se había de boquear cosa de rebelión por parte de españoles, como hemos visto que se trataba; pues á unos les ha costado las vidas, y á otros las haciendas, y á otros dejar sus casas, y que al Marques del Valle le ha alcanzado buena parte de estos trabajos? Y hallamos que esta trama se urdía al tiempo que un visitador del rey, oidor del consejo de Indias, bien olvidado de aprovechar á los indios en las cosas de su cristiandad y de desagraviallos de vejaciones, andaba dándose priesa en augmentarles los tributos, con tanta solicitud y hambre de dinero, que hasta los niños que andaban en brazos de sus madres, se halló entonces haberles llevado tributo en muchas partes. Aunque él se excusó que no fué por su mandado, y mostró pena de ello, mas no para volver á cuyo era lo indebidamente llevado, diciendo que lo que había entrado en la caja del rey no se podía sacar de ella sino para España. Fué tanto el sentimiento y cuita de los indios en aquellos días de esta nueva imposición, que no sé si por verlos tan mohínos y quejosos del visitador del rey, tomaron osadía los conjurados para su rebelión, haciendo cuenta que fácilmente tendrían los naturales por suyos, con decir que los tratarían mejor, y se contentarían de ellos con poco tributo. Y es lo bueno, que el rey (como es de creer) estaba inocente de lo que su visitador hacia, y acá la tierra clamaba contra su persona que el otro representaba. Y Dios, movido por el clamor de los pobres, levantó el azote para sacudille por la culpa del descuido, y no lo hirió, aunque hirió á otros; y de aquel golpe mató muchos pájaros, y por ventura debajo de aquel título de rebelión castigó otros diferentes pecados con que no tanto el rey de la tierra cuanto el del cielo era ofendido. Todo esto traigo á fin que se entienda con cuánto celo y cuidado sin descuido nuestros católicos reyes de España deben hacer y solicitar el negocio tan arduo que Dios les tiene puesto entre manos del llamamiento y conversión de las gentes, teniendo lo que es de Dios y salvación de almas por principal intento, y lo demás por accesorio, esperando como fieles cristianos en Jesucristo y en su palabra, que buscando primero el reino de Dios y su justicia, las demás cosas temporales les serán augmentadas y prosperadas, mucho mejor que si de propósito las pretendiesen, y no confiando totalmente este negocio de criados ni de consejeros, que á veces por ganar la voluntad de los príncipes, con decir que les mejoran sus reales patrimonios, y las más veces porque les corren sus propios intereses y provechos, ensanchan sus conciencias y encargan las de sus señores, y destruyen sus reinos y vasallos, como acaeció á los Reyes Católicos con toda su bondad y santos propósitos, según que se verá abajo en los capítulos siguientes.



La cláusula del testamento de la católica reina Doña Isabel.

     Item, porque al tiempo que nos fueron concedidas por la santa Sede Apostólica las Islas y Tierra firme del mar Océano, descubiertas y por descubrir, nuestra principal intención fué al tiempo que lo suplicamos al señor Papa Alejandro VI de buena memoria, que nos hizo la dicha concesión, de procurar de inducir y traer los pueblos de ellas, y los convertir á nuestra santa fe católica, y enviar á las dichas Indias, Islas y Tierra Firme, prelados y religiosos y otras personas doctas y temerosas de Dios para instruir los vecinos y moradores de ellas en la santa fe católica, y los enseñar y dotar de buenas costumbres y proveer en ello la diligencia debida, según mas largamente en las letras de la dicha concesión se concede y se contiene. Por ende suplico al Rey mi Señor muy afectuosamente, y encargo y mando á la dicha Princesa mi hija, y al dicho Príncipe su marido, que así lo hagan cumplir, y que éste sea su principal fin, y que en ello pongan mucha vigilancia y no consientan ni den lugar que los indios vecinos y moradores de las dichas Indias y Tierra Firme ganadas y por ganar reciban agravio alguno en sus personas y bienes, mas manden que sean bien y justamente tratados. Y si algún agravio han recibido, lo remedien y provean, por manera que no se exceda en cosa alguna de lo que por las letras apostólicas de la dicha concesión nos es inyungido y mandado.



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Capítulo VI

Del flaco suceso que hobo en la conversión de los indios de la isla de Santo Domingo y de los obispos que ha tenido

     Grandes propósitos de buenos tuvieron los Reyes Católicos (como se ha visto) cerca de la conversión y doctrina de los naturales de las Indias que se conquistaban. Y si los gobernadores y otras personas que enviaron para el efecto tuvieran su espíritu, ó se rigieran por él, no hay dubda sino que este negocio tuviera otro suceso mejor del que tuvo. Pero en fin, no dejaron los buenos reyes de dar el órden y medios que para ello les pareció convenir. Y si algún descuido de su parte hobo, no sería otro sino hacer entera confianza de las personas que á las Indias enviaban, y de los consejeros que andaban á su lado; no creyendo que los que ellos tenían probados por hombres de sana intención, la nueva ocasión del oro y el tratar con gente simple los mudaría. Como sus Altezas se hallaron en Barcelona al tiempo que Cristóbal Colón llegó con las primeras nuevas, y cosas que llevaba de las Indias, queriendo proveer, cuanto á lo primero, ministros eclesiásticos que industriasen aquellas nuevas gentes en las cosas de nuestra santa fe católica y los hiciesen cristianos, eligieron un religioso de la órden del bienaventurado S. Benito, hombre de letras y buena vida, llamado Fr. Buil, de nación catalán, el cual procuraron que trujese plenísimo poder de la Silla Apostólica para todo lo que se ofreciese, como prelado y cabeza de la Iglesia en partes tan remotas; y con él enviaron también una docena de clérigos doctos y expertos y de vida aprobada, y proveyéronlos de ornamentos, cruces, cálices y imágenes, y todo lo demás que era necesario para el culto divino y para ornato de las iglesias que se hobiesen de edificar. Dieron asimismo órden cómo las personas seglares que con ellos hobiesen de pasar á Indias fuesen cristianos viejos, ajenos de toda mala sospecha. Y así vinieron muchos caballeros y hidalgos, y entre ellos algunos criados de la casa real por dar contento á los reyes, que mostraban mucha gana de favorecer esta santa obra de la nueva conversión. Vinieron todos estos el segundo viaje que hizo Cristóbal Colon con título de Almirante de las Indias. Y llegados á la isla Española, como vieron la muestra que aquella tierra daba de mucho oro, y la gente de ella aparejada para servir, y fácil de poner en subjeción, diéronse más á esto que á enseñarles la fe de Jesucristo. Subjetados los indios (que habría un millón y medio de ellos en toda la isla), repartiólos todos Colón entre sus soldados y pobladores y otros criados y privados de los reyes, que de España lo granjeaban, para que les tributasen como sus pecheros y vasallos, imponiendo á cada uno de los que vivían en comarca de las minas, que hinchiesen de oro lo hueco de un cascabel, y á los que no comunicaban con las minas, impuso cierta cantidad de algodón, y á otros otras cosas de las que podían dar; y esto no fuera causa de su destruición, antes bien, tolerable tributo, si después no entrara de rota batida la desenfrenada cobdicia, sirviéndose de todos los indios como de esclavos para sacar el oro: y esto no fué imposición de Cristóbal Colón, sino invención de algunos sus compañeros que lo comenzaron, y después lo alentó y canonizó otro inícuo gobernador, como al cabo de este primero libro se verá. Fr. Buil y sus compañeros no dejaron de baptizar algunos indios, pero pocos; y aun aquellos (según se sospecha) más se baptizaban por lo que les mandaban sus amos, que movidos á devoción por las obras y buena vida que en ellos veían. Antes por presumir y jactarse los españoles del nombre de cristianos, haciendo por otra parte las hazañas que hacían, fueron causa de que los indios abominasen de este nombre, como de cosa pestífera y perniciosa. Y aún hoy en día por la misma razón lo tienen por sospechoso los que no están muy doctrinados y enseñados de cómo entre los cristianos hay muchos malos que no guardan lo que en el baptismo profesaron, y que por esto no deja de ser santa y perfecta y necesaria á las ánimas la ley de nuestro Señor Jesucristo. Estuvo Fr. Buil dos años en la isla Española, y lo más de este tiempo se le pasó en pendencias con el Almirante, y no (según parece) por volver por los indios y procurar su libertad y buen tractamiento, sino porque castigaba con rigor á los soldados españoles por males que hacían á los naturales, y por otras culpas que cometían. El Colón era culpado de crudo en la opinión de aquel religioso, el cual, como tenía las veces del Papa, íbale á la mano en lo que le parecía exceder, poniendo entredicho y haciendo cesar el oficio divino. El Almirante, que en lo temporal tenía el imperio, mandaba luego cesar la ración, y que á Fr.- Buil y á los de su casa y compañía no se les diese comida. Llegados á estos términos, poníanse buenos de por medio que los hacían amigos, aunque para pocos días, porque en ofreciéndose otra semejante ocasión, volvían á lo mismo, y como esta rencilla se continuase, hubo de parar en que los reyes los enviaron ambos á llamar. Y aunque hubo quejas contra Colon, prevalescieron sus servicios y trabajos, y volvió á Indias con el mismo cargo. Y para el gobierno eclesiástico fueron proveídos prelados: por obispo de Santo Domingo, Fr. García de Padilla, de la órden de S. Francisco, que fué el primer obispo de la primera Iglesia de Indias; y D. Pedro Juarez de Deza, por obispo de la Vega. Éste pasó á su obispado y lo rigió algunos años. El Fr. García murió en España antes que pasase. Desgracia fué para los indios de aquella isla, y aun para los reyes de Castilla (cuyos vasallos eran), porque con la libertad á que estaba hecho de no tractar oro ni dinero, pudiera fácilmente acertar como acertaron el obispo santo Zumárraga y los primeros doce frailes franciscos que vinieron á la Nueva España á la ciudad de México. Y fuera parte para que aquella multitud de gentes, que tan en breve fué consumida se conservara, y no fuera la peor ganancia para nuestros españoles que se dieron priesa á acaballos: á lo menos para los que se avecindaban y pretendían perpetuarse en aquellas islas. Por muerte de este obispo malogrado, fué electo el Maestro Alejandro Geraldino, romano, que fué buen prelado y de sana intención; por cuya muerte fué proveído en obispo de ambas Iglesias, es á saber, de Santo Domingo y de la Vega, Fr. Luis de Figueroa, prior del monasterio de la Mejorada, de la órden de S. Gerónimo, que había gobernado un poco de tiempo la isla juntamente con otros dos religiosos de la misma órden enviados por Fr, Francisco Jiménez, cardenal y arzobispo de Toledo, el año de mil y quinientos y diez y seis, cuando gobernaba á España. Este Fr. Luis de Figueroa, estando ya sus bulas despachadas en Roma, antes que llegasen á España, murió electo en su monasterio de la Mejorada. Al cual sucedió Sebastián Ramírez de Fuenleal, presidente que había sido de la real audiencia de la misma ciudad de Santo Domingo, y después de obispo, también lo fué de esta real audiencia de México. De aquí fué á España, donde por sus buenos y fieles trabajos le dieron el obispado de Cuenca, y benemérito, porque ejercitó en Indias los cargos ya dichos con mucha cristiandad y rectitud. Proveyeron en su lugar, por obispo de Santo Domingo, á D. Alonso de Fuenmayor, año de mil y quinientos y cuarenta y ocho, que poco después fué primero arzobispo, haciendo aquella Iglesia metrópoli de las de Cuba y San Juan de Puerto Rico y Santa Marta; que la de la Vega, en la misma de Santo Domingo, se había resumido cuando entró por obispo D. Sebastián Ramírez. Muerto Fuenmayor, fué electo el Dr. Salcedo, provisor de Granada, el cual murió viniendo por la mar el año de sesenta y tres, no mucho antes que la flota llegase á su diócesi, á cuya causa salaron su cuerpo y lo llevaron á la ciudad de Santo Domingo, donde está enterrado. Tras de él vino por arzobispo Fr. Andrés de Carabajal, franciscano de la provincia de Toledo. He querido nombrarlos aquí todos juntos, por haber sido prelados de la primera Iglesia de las Indias, y porque (si particular ocasión no se ofrece) no pienso hacer más mención de ellos. Volviendo, pues, á nuestro propósito de la conversión de los indios que á los principios en aquella isla se hizo, no puedo decir sin mucha lástima lo que hallo testificado de persona gravísima, que á todo lo sucedido se halló presente, y después fué prelado de una Iglesia de estas Indias. El cual afirma, que ningún eclesiástico ni seglar supo enteramente alguna lengua de las que había en aquella isla que llamamos Española, si no fué un marinero, natural de Palos ó Moguer, que se decía Cristóbal Rodríguez, el intérprete, porque sabía bien el lenguaje más común de aquella tierra; y que el no saber otros aquella ni las demás lenguas, no fué por la dificultad que había en aprendellas, sino porque ninguna persona eclesiástica ni seglar tuvo en aquel tiempo cuidado de dar doctrina ni conocimiento de Dios á aquellas gentes, sino sólo de servirse todos de ellos, para lo cual no se aprendían más vocablos de los que para el servicio y cumplimiento de la voluntad de los españoles eran necesarios. De solas tres personas hace memoria el sobredicho autor, que mostraron algún celo y buen deseo de dar conocimiento de Dios á aquellos indios. El primero fué un hombre simple y de buena intención, catalán, que vino allí con el almirante Colón; al cual, porque tomó hábito de ermitaño y casi andaba como fraile, llamaron Fr. Ramón. Éste supo medianamente una lengua particular de aquella isla, y de la lengua común algo más que otros: y empleó esto que supo en enseñar á los indios, puesto que como hombre simple no lo supo hacer, porque todo era decir á los indios el Ave María y el Pater Noster, con algunas palabras de que había Dios en el cielo, y era Criador de todas las cosas, según él podía dárselo á entender confusamente y con harto defecto. Los otros dos fueron frailes legos de la órden de S. Francisco, naturales de Picardía ó Borgoña, el uno llamado Fr. Juan el Bermejo ó Borgoñón, y el otro Fr. Juan Tisim, que oída la fama de los nuevos infieles, hobieron licencia de sus prelados para venirles á predicar á Cristo crucificado, en simplicidad de su buen espíritu, y hicieron lo que pudieron, que no pudo ser mucho por no ser sacerdotes ni tener autoridad ni favor, aunque por medio dé ellos (como sabían alguna lengua y andaban entre los indios con aquel buen celo) se informó el almirante de los ritos y ceremonias y maneras de sacrificios que tuvieron en su infidelidad, para dar sus relaciones á nuestros reyes católicos, los cuales estuvieron ignorantes de este gran descuido que en la conversión de los indios había, y del estrago que por otra parte en ellos se hacía; porque por estar tan lejos y haber tanto mar en medio, no sabían de lo que acá pasaba, más de cuanto sus criados y factores

que acá estaban ó á España iban, les querían escribir ó decir. Ni podían tener otro concepto de los indios ni de sus cosas, sino el que aquellos mismos les querían pintar: y como los desventurados no tuvieron en aquellos principios ministros libres del temporal interés, sino que los unos y los otros se codiciaron más al oro que al prójimo, no hubo quien de ellos de veras se apiadase, ni quien con celo de conservar sus vidas, ó siquiera de que se salvasen sus ánimas, escribiese á los reyes lo que en este caso convenía. Y si hobo alguno, sería solo, ó tan pocos y tan desconocidos, que su sentimiento, en respecto de los muchos y más acreditados, sería de poco momento. Y así, de ruines principios se siguieron malos medios y peores fines; porque al fin todos aquellos indios se acabaron, como adelante se verá.



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Capítulo VII

De cómo estos indios tuvieron pronóstico de la destruición de su religión y libertad, y de algunos milagros que en los principios de su conversión acontecieron

     No quiero detenerme en contar la manera de ídolos que estos indios tenían, ni las diferencias de sacrificios y ceremonias con que los adoraban, que todo era poco en respecto de lo que se halló en la tierra firme de la Nueva España; mas por poco que era, cotejado con lo de México y otras partes, basta decir y que se entienda, cómo el demonio estaba de ellos tan apoderado y hecho tan señor y servido, cual pluguiera á Cristo que su Divina Majestad lo es tuviera de todas sus racionales criaturas, ó siquiera de los que indignamente usurpamos el nombre de cristianos: y digo que lo usurpamos, pues no queremos hacer por amor de Cristo la centésima parte de lo que estos hacían por mandado del demonio y de sus ministros que para ello tenía escogidos, el cual se les aparecía muchas veces y en diversas figuras, y siempre feas como lo es él, y les hablaba dando respuestas á lo que le era preguntado, ó mandando á sus ministros lo que quería que persuadiesen al pueblo. Los caciques, que eran los señores, y los bohiques (que llamaban los sacerdotes) en quien estaba la memoria de sus antigüedades, contaron por muy cierto á Cristóbal Colón y á los españoles que con él pasaron, que algunos años antes de su venida lo habían ellos sabido por oráculo de su Dios. Y fué de esta manera: que el padre del cacique Guarionex, que era uno de los que lo contaban, y otro reyezuelo con él, consultaron á su Zemí (que así llaman ellos al ídolo del diablo), y preguntándole qué es lo que había de ser después de sus días, ayunaron, para recibir la respuesta, cinco ó seis días arreo, sin comer ni beber cosa alguna, salvo cierto zumo de yerbas, ó de una yerba que bastaba para sustentarlos para que no falleciesen del todo; lloraron y disciplináronse reciamente, y sahumaron mucho sus ídolos, como lo requería la ceremonia de su religión: finalmente, les fué respondido, que aunque los dioses esconden las cosas venideras á los hombres por su mejoría, agora las querían manifestar á ellos por ser buenos religiosos, y que supiesen cómo antes de muchos años vendrían en aquella isla unos hombres barbudos y vestidos todo el cuerpo, que hendiesen de un golpe un hombre por medio con las espadas relucientes que traerían ceñidas, los cuales hollarían los antiguos dioses de la tierra, destruyendo sus acostumbrados ritos, y derramarían la sangre de sus hijos ó los llevarían captivos, haciéndose señores de ellos y de su tierra; y por memoria de tan espantosa respuesta, dijeron que habían compuesto un doloroso cantar ó endecha, la cual después cantaban en sus bailes ó areitos, en las fiestas tristes ó llorosas; y que acordándose de esto, huían de los caribes, sus vecinos, que comen hombres, y también de los españoles cuando los vieron. Todas estas cosas pasaron sin faltar como aquellos sacerdotes contaron y cantaban. Ca los españoles abrieron muchos indios á cuchilladas en las guerras y aun en las minas por lo que se les antojaba; derribaron los ídolos de los altares, sin dejar ninguno; vedaron todos los ritos y ceremonias con que eran adorados; hicieron esclavos á los indios en su repartimiento, y sirviéronse de ellos hasta acabarlos, tomándoles la tierra que ellos antes poseían. Todo lo cual bien pudo sacar algunos años antes el demonio por conjecturas, considerada la pusilanimidad de los indios y la condición y brío de los españoles, que por ventura á la sazón andaban aprestándose en España, ó se comenzaba á tractar de la navegación que se había de hacer en descubrimiento de estas tierras. Puesto que estos indios por su desnudez y nuevo lenguaje, á los nuestros pareciesen bárbaros, y por estar tan acostumbrados á los ritos de su infidelidad, con que servían al demonio, pareciese dificultoso el traellos al conocimiento de la verdadera fe, la experiencia enseñó ser ello al contrario de esta opinión, porque antes se halló ser de su natural la gente más mansa, doméstica y tractable que en el mundo se ha descubierto. Esto bien se prueba en el caritativo acogimiento que hicieron á Cristóbal Colón y á sus compañeros en su primera llegada; pues dice su historia que andaban tan humildes, tan bien criados y serviciales, como si fueran esclavos de los españoles. Y cuanto á ser fáciles á traer á la creencia de nuestra fe, lo mismo se verificó; pues en el mismo lugar se cuenta: que viendo á los cristianos adorar la cruz, la adoraban ellos y se daban en los pechos, y se hincaban de rodillas al Ave María; lo cual debía de causar el poco fundamento que en lo interior del corazón tenían para defender y sustentar su idolatría, y mucha facilidad para subjetarse al juicio de los más entendidos y capaces, como veían que lo eran los españoles, y por tales los reconocían: y así, sin contradicción alguna se baptizaron todos aquellos que por los predicadores del Evangelio fueron convidados, ó por otros cristianos persuadidos, aunque fueron muy muchos los que al principio murieron sin baptismo y sin recibir la fe, así por las guerras que con ellos los españoles tuvieron, como por el poco celo que por entonces hubo de su conversión. Hizo muy gran efecto el Santísimo Cuerpo Sacramental de Cristo nuestro Señor que se puso en muchas iglesias, porque con él y con las cruces que por todas partes se levantaron, huyeron los demonios y no hablaban como de antes á los indios, de que mucho se admiraban ellos. El cacique del valle, Quoanhau, quiso dormir con una su mujer que estaba haciendo oración en la iglesia: ella le dijo que no ensuciase la casa de Dios, porque se enojaría contra él y lo castigaría; mas no curando él de estos temores, respondió con un menosprecio del Sacramento, que no se le daba nada de que Dios se enojase: cumplió su apetito, y luego allí de repente, enmudeció y quedó tullido; y arrepintióse después y sirvió en aquella iglesia mientras vivió, no consintiendo que otro la barriese sino él. Tuviéronlo á milagro los indios, y visitaban mucho aquella iglesia por la devoción que de este acaecimiento cobraron. Acaeció también que cuatro indios se metieron una vez en una cueva porque tronaba y llovía; el uno, con temor de rayo, se encomendó á la Madre de Dios, invocando el nombre de Santa María; los otros hicieron burla de él, y permitió Dios que los mató un rayo sin hacer mal al devoto. El segundo viaje que hizo Colon á aquella isla Española, mandó levantar una cruz hecha de un árbol rollizo, en la ciudad de la Concepción de la Vega, la cual en todas estas partes ha sido tenida en mucha veneración y demandadas con mucha devoción sus reliquias, porque según fama pública hizo milagros, y con el palo de ella han sanado muchos enfermos. Los indios de guerra trabajaban de arrancalla, y aunque cavaron mucho y tiraron de ella con sogas recias que llaman de bejucos, gran cantidad de hombres, no la pudieron menear; de que no poco espantados, acordaron de dejalla; y de allí delante le hacían reverencia, reconociendo en ella alguna virtud divina.



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Capítulo VIII

De lo que hicieron religiosos en la conversión de estos indios, y cómo algunos de ellos fueron muertos por irles á predicar el Evangelio

     En vida de los Reyes Católicos pasaron á la isla Española frailes de las órdenes de Santo Domingo y S. Francisco, los cuales fundaron sus monesterios en la ciudad de Santo Domingo, y primero los franciscos, que también hicieron monasterios en la ciudad de la Concepción de la Vega, y en Santiago de la Vega, y en el Cotuy, que son pueblos de la misma isla Española; y después poblaron en la isla de Cuba y en lo de Cumaná, como adelante se dirá. Y saliendo de estos monesterios, discurrían por todas las islas comarcanas, como son la de San Juan, llamada Boriquen; la de Jamaica, la de Santa Cruz, la de Cubagua, que es la de las Perlas; la Margarita y la costa de Tierra Firme, predicando á indios y á españoles, convirtiendo algunos á la fe y estorbando en otros las ofensas de Dios que podían, aunque no tenían entonces la autoridad que era menester del Sumo Pontífice para administrar libremente los sacramentos y tener á su cargo la doctrina de los indios que se convertían, ni tenían el favor de los reyes para volver por ellos de los agravios que se les hacían. Fué de poco efecto lo que los frailes en aquellas islas hicieron, á lo menos cuanto á la conservación de los naturales de ellas, porque estaban nuestros españoles tan señoreados de los miserables indios, y tan encarnizados en el servicio que les hacían de buscar y sacar el oro, y de cultivarles sus granjerías, y edificarles sus casas, ingenios y cortijos, que no bastaba predicación evangélica, ni amonestación cristiana, ni amenaza del infierno para sacárselos de entre manos, y que (siquiera) tuvieran algún descanso del continuo trabajo corporal que les daban, y algún tiempo para enseñarse en las cosas de nuestra santa fe católica, por

lo que tocaba á sus ánimas. Año de mil y quinientos y diez y seis, muerto el católico rey D. Fernando, y quedando por gobernador de los reinos de España en nombre del príncipe D. Cárlos, su nieto, el cardenal Fr. Francisco Jiménez, arzobispo de Toledo, tuvo noticia de este desconcierto y barbaridad que pasaba en las Indias, y cómo por esta causa los naturales de ellas iban en mucha diminución; y celando el remedio de tanta disolución, acordó de encomendar la reformación de los excesos pasados á personas religiosas quitadas de los tráfagos y cobdicias del mundo. Y así, escogió y envió por gobernadores de la isla Española á tres padres priores muy señalados, de la órden del glorioso S. Gerónimo, doctor de la Iglesia, los cuales sin detenimiento llegaron á la ciudad de Santo Domingo el mismo año de diez y seis, y hicieron en el caso lo que pudieron, que fué lo uno, quitar el repartimiento y servicios de indios á los caballeros y personas cortesanas, que por favor habían alcanzado la merced de ellos sin ser conquistadores ni pobladores, ni aun llegado á tierra de Indias, porque a la verdad los poseían más injustamente que otros, pues gozaban de su sudor y sangre sin algún título ni color, más de aquél que pretendía su cobdicia y interés. Y demás de eso sus mayordomos ó hacedores que acá tenían, por agradar á sus amos enviándoles cantidad de oro, y juntamente por aprovecharse á sí mismos, fatigaban más que inhumanamente á los indios haciéndoles trabajar días y noches sin les dar lugar de resollar. Lo segundo que hicieron aquellos padres gobernadores, fué dar órden en que los indios que no eran esclavos saliesen de las casas y haciendas de los españoles que los tenían opresos y totalmente ocupados en su servicio como a captivos, y se juntasen en poblaciones cómodas adonde pudiesen ser doctrinados de los ministros de la Iglesia, en lo que convenía á sus ánimas, y desde allí acudiesen á servir á sus amos en quien estaban repartidos, moderadamente, de suerte que no les faltase tiempo para entender en la labor de sus heredades y granjerías, y en el sustento de sus hijos y mujeres. Con esta buena traza de los nuevos gobernadores, y con el favor que daban á las cosas de la doctrina, cobraron ánimo los religiosos franciscos y dominicos para emplearse más de veras en ellas; y no se contentando con predicar y doctrinar á los naturales de la isla por medio de intérpretes que tenían criados y enseñados en sus monasterios, iban (como dicho es) á hacer el mismo fruto por las islas comarcanas, poniéndose á riesgo de que los matasen los indios caribes, comedores de carne humana, que tienen su habitación en islas de aquella vecindad, que traviesan de isla en isla en sus canoas (que son barcos de sola una pieza), en busca de esta caza, como de hecho mataron algunos, y entre ellos flecharon una vez á Fr. Hernando de Salcedo, y á Fr. Diego Botello, y á otro su compañero, todos tres frailes franciscos, y se los comieron, y llevaron los hábitos y cabezas en lugar de banderas. En este tiempo, que fué el mismo año de diez y seis, pasaron otros religiosos franciscos desde la isla Española á tierra firme, llamada costa de Paria, que confina con la isla de Cubagua, donde se halló la contratación de las perlas: y siendo muy bien recibidos de los indios de Cumaná, que á la sazón eran aún todos infieles, fundaron un monasterio, teniendo por su vicario á Fr. Juan Garcés, y comenzaban á juntar los niños y mozuelos, hijos de principales, que se los daban muy de buena gana sus padres, y enseñarles á leer y escribir, y la doctrina y policía cristiana; y baptizaron muchos, así chicos como grandes, que se convertían por su predicación y por ver su buena vida. Oyendo esto tres religiosos de la órden de Santo Domingo que andaban entre los españoles en la isla de las Perlas, tomóles envidia santa de sus hermanos los franciscos, y queriendo hacer otro tanto como ellos, pasaron á la costa de tierra firme, veinte leguas al Poniente de Cumaná, y comenzaron á predicar en una población llamada Piriti, que es de la provincia Maracapana. Mas no fueron casi oídos ni vistos, porque unos indios los mataron luego, y según dicen, se los comieron. Pasaron después otros de la misma órden y fundaron monesterio en Chiribichí, cerca de Maracapana, y llamaron al monasterio Santa Fe. Ambas órdenes hicieron gran fruto en breve tiempo en la conversión de los indios de toda aquella comarca, y los tenían ya tan pacíficos y amigos de los españoles, y la tierra tan asegurada con su doctrina y continuas buenas obras que los naturales recibían de aquellos dos monesterios, que entraban los españoles cien leguas de aquella costa, puesto que no fueran más de dos ó tres, y aun uno solo, tan segura y libremente como si pasaran por los reinos de Castilla. Pero Satanás, que no duerme, procuró que esta paz y quietud y aprovechamiento de las almas durase poco tiempo, como por la mayor parte duran poco en el mundo las cosas nuevas, buenas y provechosas, mayormente en las Indias, como también duró poco el buen gobierno de los padres gerónimos en la isla Española; porque apenas habían comenzado á poner en ejecución sus justas y santas ordenanzas, cuando por procuración de algunos, á quien ellos habían privado de sus ilícitos aprovechamientos, fueron llamados á España y vuelta la gobernación á-personas seglares, y por consiguiente la ocasión de acabarse y destruirse los indios vuelta al primer estado. Pues volviendo al propósito de lo sucedido en Cumaná y Maracapana, casi todos los cronistas que escriben cosas de Indias, cuentan cómo los naturales de aquella costa se rebelaron en fin del año de diez y nueve, y que como malos, ingratos y sacrílegos, mataron á los religiosos que tan buenas obras les habían hecho, y asolaron aquellos dos monesterios y cuanto había en ellos, demás de que mataron más de otros cien españoles que andaban rescatando; y encarecen lo posible la maldad de los indios (que á la verdad no es de aprobar), pero no declaran ni hacen mención de la ocasión que les dieron, así en lo general, con las vejaciones y molestias intolerables que en aquel tiempo, más que agora, recibían á doquiera los indios de nuestros españoles, como en particular de un mal hombre que sobre todos los escandalizó, puesto que por justo juicio de Dios pagó luego la pena de su pecado. Pero no hay agora quien le eche la culpa, contando la verdad de cómo ello pasó, si no es el obispo de Chiapa, Fr. Bartolomé de las Casas, en una apología que escribió en defensión de los indios, á quien por la autoridad de su persona, religión y dignidad, y por el cristianísimo celo que en sus obras y escritos mostró de la honra de Dios, es razón de darle todo crédito, mayormente en este caso, que resultó en daño de su propia órden y religiosos de ella. Y porque ninguna palabra ponga yo de mi casa, pues aquella apología no está impresa ni se imprimirá (á lo que creo), referiré aquí al pié de la letra todo el capítulo que sobre esta materia escribe, repartiéndolo en dos por ser largo, y es el siguiente.



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Capítulo IX

De la ocasión que los indios de Cumamá y Maracapana tuvieron para aborrecer los cristianos, y destruir los monesterios que tenían, matando los religiosos

     Dice, pues, así el obispo de Chiapa: «Y porque también Pedro Mártir, en su séptima década, capítulo cuarto, refiere una maldad y testimonio que le dijeron los que infamar por mil vías estas gentes pretenden (que aunque tengan pecados y miserias de ánima como infieles, no por eso permite la caridad que de lo que no tienen, ó no cometen, los condenemos, y en lo que es razón no dejemos de volver por ellos, mostrando que, si al presente daños nos hacen, no los hacen sin justicia y sin causa, supuesto los que de nosotros reciben; y en algunos casos, como en matar frailes, su ignorancia los excusa): cuenta Pedro Mártir, que ciertos de los muchachos que habían criado los frailes en su monesterio, en el valle de Chiribichí, juntaron gentes de los vecinos, y como desagradecidos, destruyendo el monesterio, mataron los frailes. Destruido fué el monesterio y muertos dos frailes que había en él, y si hobiera ciento, yo no dubdo sino que los mataran. Pero es gran maldad echar la culpa á los que los religiosos habían criado, puesto que puede haber sido que algunos de los que con los religiosos habían conversado y venían á la doctrina, en la muerte de ellos se hobiesen hallado: quién tuvo la culpa, y fueron reos de aquel desastre, por lo que aquí diré con verdad, quedará bien claro. Háse aquí de suponer, que los indios de aquella costa y ribera de la mar tenían muy bien entendido, que uno de los achaques que los españoles tomaban para saltear y captivar las gentes de por allí, era si comían carne humana. Y de esta forma estaba toda aquella tierra bien certificada, asombrada y escandalizada. Salió un pecador, llamado Alonso de Ojeda, cuya costumbre, pensamientos y deseos era saltear y tomar indios para vender por esclavos: no era este Alonso de Ojeda el antiguo que en esta isla Española y en estas Indias fué muy nombrado, sino un mancebo que aunque no hobiera nacido no perdiera el mundo nada. Este, digo, que salió de la isla de Cubagua, donde se solían pescar las perlas, con una ó dos carabelas, y ciertos cofrades de aquella profesión, y él por capitán, para hacer algún salto de los que acostumbraban: llegó á Chiribichí, que dizque está de la dicha isleta diez leguas; y vase al monesterio de nuestros religiosos, y allí los religiosos los recibieron como solían á los demás, dándoles colación, y quizá de comer y de cenar. Hizo llamar el Alonso de Ojeda al señor del pueblo, cacique, llamado Maraguay, y quizá por medio de los religiosos que enviaron algún indio de sus domésticos que lo llamasen, porque el monesterio estaba de una parte del arroyo y el pueblo de la otra, que con una piedra, echada no con mucha fuerza, llegaban allá. Venido el cacique Maraguay, apartóse con él y un escribano que llevaba consigo, y otro que iba por veedor y quizá más, y pidió prestadas unas escribanías y un pliego de papel al religioso que tenía cargo de la casa, el cual, no sabiendo para qué era con toda simplicidad y caridad se lo dió. Estando así apartados, comienza á hacer información y preguntar a Maraguay, si había caribes por aquella tierra, que son comedores de carne humana. Como el cacique oyó aquellas palabras, sabiendo y teniendo ya larga experiencia del fin que pretendían los españoles, comenzóse á alterar y á alborotar, diciendo con enojo: no hay caribes por aquí: y vase de esta manera escandalizado á su casa. Ojeda despidióse de los religiosos (que por ventura no supieron. de las preguntas hechas á Maraguay nada), y vase á embarcar. Partido de aquel puerto, desembarca cuatro leguas de allí en otro pueblo de indios llamado Maracapana, cuyo señor era harto entendido y esforzado, el cual con toda su gente recibieron al Ojeda y á sus compañeros como a ángeles. Fingre Ojeda que viene á rescatar (que quiere decir conmutar ó comprar maíz, trigo y otras cosas por otras que llevaba) con las gentes de la sierra, tres leguas de allí, que se llamaban tagares. Recibiéronlos como solían á todos los españoles, como á hermanos: trata de compralles ó conmutalles cincuenta cargas de maíz, de indios cargados; pide que se las lleven cincuenta indios á la mar; promete de pagalles allá su maiz y el carretaje: fíanse de él y de su palabra (como acostumbraban) sin les quedar dubda de lo que les prometían los españoles, y llegados á la mar, un viernes temprano, echan los cincuenta tagares las cargas en el suelo, y tiéndense todos como cansados, según en las tierras calientes suelen hacer. Estando así echados en la tierra los indios, los españoles que los traían y los que en las carabelas habían quedado y que allí para esto los esperaban, cercan á los indios descuidados, y que esperaban del maíz y de la traída su paga, y echan mano á las espadas y amonéstanles que estén quedos para que los aten, si no que les darán de estocadas. Los indios levántanse, y queriendo huir (porque tanto estimaban como la muerte llevarlos los españoles por esclavos), mataron ciertos de ellos á cuchilladas, y creo que tomaron á vida, ataron y metieron en las carabelas treinta y siete, poco más, y no creo que menos, si no me he olvidado. Por los heridos que se escaparon, y por mensajeros que el señor de aquel pueblo (que llamaron los españoles Gil González) luego envió, súpolo Maraguay, el cacique de Chiribichí, donde residían los frailes, y por toda la tierra fué luego aquella obra tan nefaria publicada, con grandísimo alboroto y escándalo de toda la provincia y de las circunstantes, que por tener como por prendas, rehenes y fiadores á los religiosos, estaban todas de semejantes obras descuidadas. Pues como Maraguay vido que los religiosos dieron el papel y escribanía para inquirir si en aquella tierra había caribes (que era el título que los españoles tomaban para captivar y hacer las gentes libres esclavos), y que los frailes asimismo recibieron al Ojeda y sus compañeros con alegría, y los convidaron y despidieron como á hermanos, y luego, cuatro leguas de allí, en el pueblo de su vecino (y quizá pariente) Gil González cometió aquella traición y gran maldad, y á los tagares con tan indigna cautela (viniendo con tanta seguridad y simplicidad confiándose de él) haber hecho tan irreparables daños, y el mismo cacique Gil González afrentado de que se le hobiese violado la seguridad y comedimiento natural que se le debía del hospedaje á su tierra, pueblo y casa, recibiendo á los españoles como á amigos, y viniendo los tagares seguros y en confianza como á pueblo y tierra de señor que no había de consentir que se les hiciese injuria ni que recibiesen agravio: estas consideraciones así representándoseles, y concluyendo que los religiosos que habían recibido y tenían en su tierra les eran contrarios, y que allí no debían estar sino por espías de los españoles para cuando lugar tuviesen captivarlos y matarlos, como parecía por lo que había hecho entonces Ojeda, y otras muchas malas obras, insultos y daños que otros muchos españoles habían hecho por aquella costa arriba, en los pueblos y tierras comarcanas, y de esto nunca cesaban, que no había otro remedio sino hacer venganza ellos de aquel Ojeda y de los demás que allí estaban, y que Maraguay á la mesma hora matase los frailes, y defender que de allí adelante ningún hombre de los españoles en toda aquella tierra jamas entrase, y que para lo efectuar sería tiempo conviniente el domingo que se seguía, porque aquellos días solían principalmente salir á tierra de los navíos los cristianos.



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Capítulo X

En que se concluye la materia del pasado, añadiendo los que pasó en Cumaná, donde mataron un fraile francisco

     Esta determinación, extendida de secreto por toda la tierra por infinitos mensajeros que se despacharon, como suelen los indios ir volando, concede Maraguay, que así era necesario, y que el domingo él daría buena cuenta de los frailes.Apercibiéronse todas las gentes comarcanas para el domingo con sus armas; pero porque tan gran maldad (según el juicio divino) estaba determinado se castigase antes, acaeció que con su poca vergüenza y temeridad, el Ojeda, con los demás de su compañía (que se habían embarcado en las carabelas cuando llevaron los indios que prendieron el viernes en la tarde), salió á tierra el sábado por la mañana, y entran en el pueblo con tan buen semblante, alegría y descuido, como si no hobiesen hecho nada. El Gil González, señor del pueblo, como hombre muy prudente que era y muy recatado, recibióle asimismo con gran disimulación y alegría, como solía de antes; y tratando de dalles de almorzar, viendo que si esperaban al domingo como tenían concertado, no hallarían quizá tal lance, hizo señal á la gente que estaba aparejada, della en las casas y della por las florestas cercanas, de suerte que en un punto dan sobre ellos infinitos indios con grita espantable, y antes que se revolviesen tenían al Ojeda y á los demás de su cuadrilla despachados, y solos unos pocos que sabían nadar y se echaron á la mar y llegaron á los navíos se les escaparon. Los indios tomaron sus piraguas en que navegan y van á las carabelas, y combátenlas de tal manera, que los que en ellas estaban tomaron por sumo y final remedio huir alzando las velas, y creo (si no me olvido) que no pudieron tomar las anclas, sino que cortaron los cables ó amarras, dejándolas perdidas. Maraguay, como tenía menos que hacer, por tener como corderos en aprisco encerrados los frailes, no quiso darse priesa ni cumplir lo que á su cargo era, el sábado. El domingo por la mañana, estando el uno de los religiosos revestido en el altar para decir misa, y el otro que era un fraile lego (como un ángel) confesado para comulgar, llaman á la portería, va éste á abrir á quien llamaba, entra un indio con cierto presentillo, como solian traer cosas de comer para los frailes, y así como entró, raja la cabeza al bienaventurado con una hacha que traía debajo del sobaco. No sintiendo cosa de ello el de misa que estaba en el altar, poniendo el espíritu con Dios y aparejándose para celebrar, llegó el mismo indio pasito por detrás y hace la misma obra que al otro, dándole con la hacha en la cabeza. Acude luego mucha gente, ponen fuego á toda la casa robando lo que quisieron robar. En otro estado parece haber tomado á los frailes Maraguay, que á Ojeda y sus discípulos Gil González. Todo esto es pura verdad, y así sabemos que acaeció, porque de los mismos que se escaparon se supo, y á uno de ellos recibimos después en esta isla Española y dimos el hábito para fraile: y lo de Maraguay, aguardar al domingo para el sacrificio de los frailes, creo que se supo de algunos indios que después lo confesaron. Y después, á no muchos días, llegué yo á aquella provincia y pueblos con cierto recaudo, para ayudar á los religiosos en la conversión de aquellas gentes, que todos deseábamos, y hallélo todo perdido y desbaratado; pero supe de frailes y seglares, ser lo que tengo dicho público y tenido por verdad averiguada. Agora juzguen los prudentes, que fueren verdaderos cristianos, si tuvieron justicia y derecho indubitable de matar al Ojeda y á su compañía, y ocasión de sospecha que los frailes les eran espías y enemigos, viéndoles dar papel y escribanía para el título de hacer esclavos y otros actos de amistad con los españoles, siendo de su nación, y aun asegurandoles los religiosos muchas veces que de los españoles no habían de recibir, mientras ellos allí estuviesen, algún mal ó daño: y aunque aquellos inocentes siervos de Dios padecieron injustamente (y sin dubda podemos tener que fueron mártires), pero creo yo que no les pedirá Dios la muerte de ellos por las ya dichas causas; solamente, ¡ay de aquellos que fueron y fueren causa de escándalo! El vicario de aquella casa en esta sazón estaba diez leguas de allí en la isleta de las Perlas con los que allí moraban, con su compañero o compañeros, que por ventura habría ido á predicarles: sabida la obra hecha de los que en las carabelas se escaparon, encargó á todo el pueblo de españoles que allí estaban, que tomasen todos los navíos y fuesen á Chiribichí, á ver qué había sido de los religiosos. Pero la gente de toda la tierra puesta en armas, defendiéronles la entrada; y finalmente, visto que todo estaba quemado y asolado., no dubdaron de la muerte de los bienaventurados, y así se tornaron. Este religioso, indignadísimo contra todas aquellas gentes, mirando solamente la muerte de los religiosos y la destrucción de la casa, sin pasar más adelante, con celo falso de la debida ciencia, de que habla San Pablo, fué después á Castilla, y en el hablar en el Consejo de las Indias contra todos los indios, sin hacer diferencia, fué demasiadamente muy inconsiderado y temerario; dijo abominaciones de los indios en general, sin sacar alguno, afirmando tener muchos pecados, y dijo de ellos muchas infamias, según dijo Pedro Mártir: lo que de ello el divino juicio ha juzgado, no podemos alcanzallo; pero al menos podemos conjeturar haberlo Dios en esta vida por aquello ásperamente castigado, porque sabemos que siendo él en sí buen religioso (según tal lo conocimos), llegando á estado de ser electo por obispo, y con harta honra y favor sublimado, le levantaron tantos y tan feos testimonios, que no dijo él de los indios mucho más; y al cabo el mismo Consejo de Indias (ante cuyo acatamiento había ganado grande autoridad) le casó la elección y sustituyó por obispo de la misma Iglesia otro en su lugar, y él, recogido en un lugarejo harto chico, que tuvo por patria, vivió muchos días y años solo y fuera de la órden, muy abatido y angustiado, y no sé si en alguna hora de toda su vida se pudo consolar. Podríamos afirmar con sincera verdad tener experiencia larga que ningún religioso, ni clérigo, ni seglar hizo ni dijo mal y daño contra estos tristes indios, ni en algo los desfavoreció, que la divina justicia en esta vida casi a ojos de todos no lo castigase: y por el contrario, ninguno los favoreció, ayudó y defendió, que la misma divina bondad en este mundo no le favoreciese y galardonase: lo que toca á la otra vida, cómo irá á los unos y á los otros, conocerlo hemos cuando pareciéremos ante el juicio divinal. Y esta digresión accidentalmente hicimos, por lo que escribió de estas gentes de Chiribichí Pedro Mártir, y por haber sido de pocos sabida y en sí muy señalada.» Todo lo arriba dicho es del buen obispo de Chiapa; mas porque no cuenta aquí lo sucedido de los frailes franciscos en Cumaná, es de saber que allí no los mataron todos porque tuvieron aviso de lo que pasaba á tiempo que hobo lugar de sacar el Santísimo Sacramento, y metidos con él en una barca se fueron huyendo á la isla de Cubagua: solo un Fr. Dionisio, que no se hobo de hallar tan á mano, ó de turbado no pudo ó no supo seguir á sus compañeros, quedó escondido en un carrizal, y en él estuvo seis días sin comer, aguardando que viniesen por allí españoles; al cabo de ellos salió con hambre y con esperanza de que los indios no le harían mal, pues muchos de ellos eran sus hijos en la fe y baptismo. Fué al lugar, y ellos le dieron de comer tres días sin le hacer ni decir mal, en los cuales siempre estuvo de rodillas llorando y orando, según después confesaron los malhechores. Debatieron mucho sobre su muerte, queriéndolo unos matar y otros salvar; pero al fin, por consejo de un indio baptizado llamado Ortega, le ataron una soga al pescuezo y lo arrastraron y acocearon, y hicieron en él otros vituperios; y rogados por él que le dejasen encomendar á Dios antes que muriese, púsose de rodillas, y estando en su oración, le dieron con unas porras en la cabeza, y así acabó su vida este bienaventurado.



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Capítulo XI

De la consideración que se debe tener cerca de este desastrado acaecimiento y de otros semejantes, si han acontecido o acontecieron en Indias

     Es aquí de notar, que después que se descubrió este Nuevo Mundo de las Indias, no se sabe (á lo menos yo no he leido ni oído) que en alguna parte los indios hayan cometido cosa tan exorbitante como la que aquí se acaba de contar. Verdad es que en algunas partes de Indias los naturales han muerto y aun comido religiosos, en especial de la órden de S. Francisco, porque son los que más han andado y andan por los confines de los indios de guerra, y han hecho y hacen cada día muchas entradas entre ellos, y traído muchos de ellos á la fe de la Iglesia y á la obediencia de nuestros reyes de España; como arriba en el capítulo octavo dijimos que los caribes comarcanos de la isla Española mataron y comieron en veces algunos frailes, y abajo, en su lugar, diremos de los que han sido muertos por los chichimecos y otros alarbes en la frontera de Jalisco y de las minas de Zacatecas; pero que indios (habiéndose ofrecido de paz y recibido la fe) hayan muerto á los ministros, destruido los monesterios que tenían fundados, ni que hayan despedazado y vituperado las imágenes de Cristo nuestro Redentor ó de sus santos, hasta agora de ningunos ha venido á mí noticia, sino de solos estos de Cumaná y Maracapana; y de lo que estos hicieron no me maravillo, sino cómo no ha acontecido lo mismo en otras muchas partes de las Indias, según las malas obras y peor tratamiento que siempre los nuevamente convertidos han recibido de nuestros cristianos viejos. Bien sé que esta materia no puede ser á todos acepta ni agradable, y en parte por esta causa, si posible fuera, no la quisiera tocar; mas porque no puedo dejar de tropezar á cada paso en ella, por ser negocio tan trillado en las Indias, y el que totalmente ha impedido la conservacíon y salvación de infinidad de gentes que en poco tiempo, por este respecto, se han consumido, quiero desde agora hacer mi debida salva, para que-lo que tocante á este artículo dijere, sea recibido de los que lo oyeren con la sana intencion con que yo lo escribo: es á saber, para

que pues nos preciamos de cristianos, como tales nos humillemos y reconozcamos nuestros propios defectos y perversas inclinaciones, y nos vamos en ellas á la mano, escarmentando en los excesos de los pasados y en el justo castigo que por mano de Dios por ello recibieron, y no queramos echar nuestras culpas ó de los de nuestra nación á los de otra por ser diferente, si bien considerado el negocio no se les debe con razón imputar, pues no la tienen. Costumbre es, á lo que creo, de todas las naciones del mundo (excepto la indiana) presumir cada uno de la suya y tenerse los unos por mejores que los otros, y volver cada uno por los de su nación y patria con razón y verdad, ó sin ella, ó (como dicen) por fas ó por nefas, y alabar sus agujas, y negar ó dorar sus defectos y zaherir los ajenos con todo su poder y aun morir en la demanda. De la cual mala inclinación, fundada en carne y sangre, ningún bien ni provecho se ha seguido á los hombres que han vivido en el mundo desde su principio, sino muchos trabajos, discordias, guerras, muertes, robos y asolamientos de ciudades, provincias y reinos; y este mal no sólo ha reinado en los de una ley ó secta para contra los de otra contraria (donde parece que podía darse justo color de contienda), pues por nuestros pecados vemos que por esta ponzoñosa víbora nunca se ha podido conservar ni alcanzar á derechas entera paz y conformidad entre todos los cristianos, y por el consiguiente nunca la Iglesia ha podido arribar del todo ni prevalecer contra sus enemigos; antes, por ocasión de esta misma vanidad en un mismo reino y en una misma ciudad, y entre padres y hijos, hemos visto formados grandes bandos y disensiones, causadoras de muchos males con título de diversos apellidos, y con la misma estrañez que si fueran de diversas naciones. Saqué á los indios de esta regla general, porque puesto caso que entre sí mismos en tiempo de su infidelidad usaban de esta emulación y presunción, preciándose los de una provincia por de mejor casta, ó por más valientes, ó de mejores leyes y costumbres que los de las otras, y sobre ello tenían sus competencias y guerras; pero en respecto de las demás naciones (que después que son cristianos han conocido), ellos se conocen, tienen y confiesan por los mas bajos y despreciados, y para menos, y en todo faltos y defectuosos, y así a ninguna otra nación resisten, sino que de todos se dejan acocear y sopear y á todos se subjetan, hasta á los negros captivos y mestizuelos muchachos, como no sean puros indios; y aunque no sea más de por esta su humildad y propio menosprecio (siquiera la llamen algunos poquedad y cobardía), obligan á todo cristiano libre de pasión y de temporal interés, á que vuelva y responda por ellos, pues están los míseros tan rendidos y acobardados, que en ellos no hay respuesta ni defensa; por el contrario acaece á los de nuestra nación española, que son tan briosos y altivos, y de ánimo tan osado, que no hay gente ni cosa en el mundo que delante se les pare, y todo se les hace poco para sus largos y extendidos deseos, y les parece que doquiera que lleguen (mayormente entre infieles), pueden entrar como señores absolutos con sólo el título de españoles y cristianos, puesto que no guarden ley ni término de cristiandad, sino que tienen licencia para entrar matando y robando, y aprovechándose de los bienes y personas de aquellos naturales y de sus hijos y mujeres, aunque ellos los hayan recibido con todo amor y paz y buen acogimiento, y que no están obligados á darles ningún buen ejemplo ni tener con ellos siquiera buen comedimiento; antes, no obstante todo esto, aquellos por cuyas puertas y bienes se meten están obligados á ser luego muy fieles cristianos, no más de porque ellos se lo dicen, y muy obedientes á lo que les mandaren, sin tener de que se excusar ni de que se agraviar ni querellar, y en faltando de esto un punto, ó en soñando ellos que quieren hacer falta, luego, por el mismo caso, son traidores y rebeldes y dignos de ser quemados, destruidos y asolados, y el pecado de uno ha de ser pecado de todo el pueblo, y del que se cometió en un pueblo han de ser reos y culpados todos los de aquella nación. Éste es el bordón, fueros y usanza con que por la mayor parte han entrado españoles en la conquista de los indios; ésta es la razón por donde podemos tener por gran maravilla, si los indios salen perfectos cristianos, y si lo son, debemos dar inmensas gracias á nuestro Señor, que por su gracia y misericordia lo obra, y no maravillarnos de que los indios, á cabo de dos ó tres años de su baptismo, tuviesen por cosa de burla y engaño lo que los frailes les predicaron de la ley de Cristo, viendo que los que se jactaban del renombre de cristianos obraban tan al revés de lo que su ley sonaba: y plegue á Dios que yo mienta, y que en el día del juicio no veamos (como yo temo) innumerables de nuestros antiguos cristianos, que por su mal llegaron á tierra de indios, condenados al infierno, porque en lugar de predicar con su vida á Cristo crucificado, fueron causa de que su santo nombre fuese blasfemado entre las gentes, como lo dijo San Pablo. Y por estas verdades que aquí digo, ó por lo que adelante en esta materia dijere, no consiento que alguno me tenga por enemigo de mi nación y patria, como acaece que muchos inconsideradamente lo echan por esta calle; porque puestos en mediana consideración, ¿en qué juicio cabe juzgar, que yo, siendo como soy, español, pretenda por los extraños infamar á mis naturales, levantándoles el mal que no hicieron? ¿Ni qué razón hay para que yo holgase por mi pasatiempo de echar sus faltas en la plaza, si no estuviesen divulgadas de Oriente á Poniente? ¿Ni para qué yo menease el mal olor de estas hediondas latrinas (puesto que sean tan públicos pecados), si entendiese que había de redundar en deshonor de los buenos cristianos y virtuosos y generosos españoles, de los cuales quién dubda sino que muchos han pasado á Indias, que nunca supieron hacer mal ni daño á los naturales de ellas, y otros que sobre esto les han hecho muy buenas obras y dádoles buenos ejemplos, y otros que compadeciéndose de sus trabajos los han favorecido y redimido de vejaciones, y muchos que con el favor de Dios han sido instrumento para que se salven innumerables de ellos? Éstos son, pues, los verdaderos españoles en quien se verifica la buena fama y honra de su nación, que esotros no los llamo yo sino degéneres, bárbaros y caribes, enemigos de su ley, y de su rey, y de su nación (pues la afrentan), y de toda humana naturaleza, y amigos de sólo su interés y desenfrenada cobdicia. Y así, cuando se trata que españoles ó cristianos, sin temor de Dios ni piedad humana, robaron, mataron, quemaron, destruyeron y asolaron gentes ó pueblos, ó hicieron cosas semejantes en tierra de indios, siempre se entiende de los tales que indignamente usurparon estos nombres, sin corresponder á ellos con las obras, que como vulgo y behetría y en tierra de libertad han prevalecido para hacer tan grandes males y causar tantos daños, sin poder ser reprimidos de sus reyes con santas y justas leyes, y de sus gobernadores; antes, muchas veces han llevado tras sí el beneplácito y consentimiento de sus capitanes (aunque nobles de condición y de sangre), por darles contento, como quien los había menester para conseguir y no perder el fin de sus conquistas y juntamente la vida, si se pusieran en quintas con sus soldados. Todos estos circunloquios he traído para que se entienda que si los indios en algunas partes se han desmandado contra los españoles eclesiásticos ó seglares, ó se han descontentado de la cristiandad recibida, ha sido siempre á puro reventar de agravios y vejaciones que ya no podían llevar, ó de malos ejemplos que les hacían ser odioso el nombre de cristianos; porque esta es verdad averiguada, que todos los indios de quien acá tenemos noticia (fuera de caribes y de los que llamamos chichimecos, que viven como alarbes), todos los demás son la gente más mansa, pacífica y modesta que Dios crió, y que á los principios, cuando los españoles llegaron á sus tierras de nuevo, nunca los dejaron de recibir con grandísimo amor y benevolencia, hasta que los escandalizaron y escarmentaron; y de esta verdad pongo por testigos álos mismos cronistas, que con escribir esto mismo que yo, y con no conocer indios más de por la relación que tienen de oídas, no se cansan de decir de ellos todo cuanto mal se les viene á la boca.



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Capítulo XII

De cómo se rebeló el cacique Enrique en la isla Española, y de la ocasión que para ello tuvo

     El mismo año que aconteció lo de Cumaná y Maracapana, que fué el de diez y nueve, sucedió también en la isla Española que se alzaron y acogieron á los montes y sierras los indios que servían á los españoles en la villa de San Juan de la Maguana con su cacique y caudillo llamado Enrique. Y porque este caso fué notable, y en la relación de él se conoce claramente la ciega pasión con que algunos historiadores condenan injustamente á los indios, echándoles culpa y acrimándosela con cuanto encarecimiento pueden, habiéndola de echar y cargar totalmente á sus naturales y compañeros los españoles, que con sus inícuas obras daban forzosa ocasión para que los nuevos en la fe no sólo se huyesen á los montes, mas aun tuviesen por enemigos capitales á todos los cristianos y por odioso el tal nombre; recitaré aquí lo que un cronista cuenta cerca de cómo pasó este negocio, y el fundamento que tuvo. Dice, pues, en fin del tercero capítulo del quinto libro de su General Historia de Indias estas palabras: «Ya se desterró Satanás de esta isla, ya cesó todo esto con cesar la vida de los indios y haberse acabado, y los que quedan son ya muy pocos y en servicio de los cristianos ó en su amistad. Algunos de los muchachos y de poca edad de estos indios podrá ser que se salven, si fueren baptizados, y guardando la fe católica no siguieren los errores de sus padres y antecesores. Pero ¿qué diremos de los que andan alzados algunos años há, siendo cristianos, por sierras y montañas, con el cacique D. Enrique y otros principales indios, no sin vergüenza grande de los cristianos y vecinos de esta isla?» Y en el capítulo siguiente, que es cuarto en órden, contando la historia, dice: « Entre otros caciques modernos ó últimos de esta isla Española, hay uno que se llama D. Enrique, el cual es cristiano baptizado, y sabe leer y escribir, y es muy ladino, y habla muy bien la lengua castellana. Este fué desde su niñez criado y doctrinado de los frailes de S. Francisco, y mostraba en sus principios que sería católico y perseveraría en la fe de Cristo. Y después que fué de edad y se casó, servía á los cristianos con su gente en la villa de San Juan de la Maguana, donde estaba por teniente del almirante D. Diego Colón un hidalgo llamado Pedro de Badillo, hombre descuidado en su oficio de justicia, pues que de su causa redundó la rebelión de este cacique. El cual se le fué á quejar de un cristiano de quien tenía celos, ó sabía que tenía que hacer con su mujer, lo cual este juez no tan solamente dejó de castigar, pero de más de esto trató mal al querellante, y túvolo preso en la cárcel sin otra causa. Y después de le haber amenazado, y dicho algunas palabras desabridas, le soltó. Por lo cual el cacique se vino á quejar á esta Audiencia real que reside en esta ciudad de Santo Domingo, y en ella se proveyó que le fuese hecha justicia; la cual tampoco se le hizo, porque el Enrique volvió á la misma villa de San Juan, remitido al mismo teniente Pedro de Badillo, que era el que le había agraviado, y le agravió después más, porque le tornó á prender, y le trató peor que primero: de manera que el Enrique tomó por partido el sufrir, ó á lo menos disimular sus injurias y cuernos por entonces, para se vengar adelante, como lo hizo en otros cristianos que no le tenían culpa. Y después que había algunos días que el Enrique fué suelto, sirvió quieta y sosegadamente, hasta que se determinó en su rebelión. Y cuando le pareció tiempo, el año de mil y quinientos y diez y nueve, se alzó y se fué al monte con todos los indios que él pudo recoger y llegar á su opinión. Y en las sierras que llaman del Beoruco, y por otras partes de esta isla anduvo cuasi trece años: en el cual tiempo salió de través algunas veces á los caminos con sus indios y gente y mató algunos cristianos, y robándolos, les tomó algunos millares de pesos de oro. Y otras veces algunas, demás de haber muerto á otros, hizo muchos daños en pueblos y en los campos de esta isla: y se gastaron muchos millares de pesos de oro por le haber á las manos, y no fué posible hasta poco tiempo há, porque él se dió tal recaudo en sus saltos, que salió con todos los que hizo.» Estas son las formales palabras del cronista, del cual cierito es mucho de maravillar, que siendo hombre tan entendido, y tenido en reputación de buen cristiano, en sus primeras palabras arriba referidas muestra mucho gozarse de lo que quien tuviese temor del justo y eterno juicio de Dios, con harta razón debría de dolerse, y llorar con lágrimas de sangre, por haber sido parte juntamente con otros en acabar y consumir y quitar de sobre la haz de la tierra tantas millaradas de ánimas criadas á imágen de Dios y capacísimas de su redención, como en el discurso de esta historia parecerá, y no incapaces como él las hace. Y sobre esto pone en dubda, si algunos de los muchachos hijos de los indios siendo baptizadosy guardando la fe católica que recibieron se salvarán. Lo cual yo no sé qué otra cosa es, sino poner duda en la fe que tenemos, y en las palabras que nuestro Salvador Jesucristo dijo en su Evangelio: el que creyere y fuere baptizado, será salvo. Verdaderamente cuando leí este paso, yo me afrenté de que un español hidalgo y honrado cayese en tan grande error, como es mostrar placer de lo que le hubiera de causar perpetuo llanto, y de que no tuviese celo de la honra de Dios y de su ley para abominar y exagerar con todo encarecimiento la iniquidad de tan malos jueces, que siquiera no tenían algún respeto de no escandalizar aquella nueva gente que indignamente regían, ni hacer caso de ello, sino de que Enrique y sus indios á cabo de verse sin ninguna causa privados de sus señoríos, tierras, y haciendas, y libertad, y cada día vejados y molestados con incomportables y irremediables agravios con que los españoles los iban consumiendo del todo, se fueron huyendo á los montes para buscar y tener un poco de quietud y descanso: y al malvado del Pedro de Badillo, que con ningunas palabras se pudieran encarecer sus traiciones y malas obras, conténtase con llamarlo hombre descuidado en su oficio de justicia. Aunque después cuenta cómo Dios lo castigó en esta vida. Porque yendo desde la isla Española para España, entrando ya por la Barra de San Lúcas de Barrameda, se perdió la nave en que iba, y él y otros se ahogaron con mucha riqueza. Plegue á Dios que sus almas se salvasen, en lo cual dubda S. Agustín y que no se verificase lo que dice el proverbio, que lo mal ganado, á ello y á su dueño se lo lleva el diablo; y en lo que dice el historiador, que en el tiempo que anduvieron Enrique y sus indios en el monte mataron algunos españoles y les quitaron lo que llevaban, no es de maravillar, pues de ellos siempre recibieron obras de enemigos. Y aun allí en los desiertos no los dejaban, sino que procuraban de haberlos á las manos para quitarles la vida, o por lo menos llevarlos á su usado captiverio y servidumbre.



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Capítulo XIII

De cómo el cacique Enrique se redujo á la amistad de los españoles, por la benignidad del cristianísimo Emperador

     De este alzamiento del cacique Enrique, y de la ocasión que para hacerlo tuvo, y de los muchos daños que por toda la isla Española hacía sin se lo poder estorbar, fué avisado el Emperador; y visto que los españoles vecinos de la isla, á cabo de trece ó catorce años, no eran poderosos para sojuzgar á tan pocos indios (que serían poco más de ciento los que en compañía del Enrique andaban), movido con celo de quitar aquel oprobio y afrenta de la nación española, y de evitar los daños y males que á sus vasallos de allí resultaban, principalmente á los españoles de la isla en sus haciendas, y á los indios alzados en sus almas (por andar como alarbes, sin socorro de la palabra de Dios, y sin los sacramentos de la Iglesia), proveyó de alguna gente que de nuevo los fuese á conquistar, enviando con ella por capitán á Francisco de Barnuevo, natural de la ciudad de Soria, á quien dio por instrucción y mando (como clementísimo príncipe) que antes que intentasen de tomar las armas para contra aquellos indios rebelados y de les hacer algún mal, lo primero trabajasen por las vías posibles de traerlos á la paz y amistad con los españoles, y á la obediencia de S. M., asegurándoles en su real nombre, que por lo pasado, ningún mal se les haría, y en lo advenidero no recibirían agravio ni malos tratamientos de los españoles; antes serían amparados con toda vigilancia y cuidado, como por la obra lo verían. Y para que de esta seguridad tuviesen más certificación, el mismo humanísimo Emperador (atento á que a aquel cacique Enrique se le había dado ocasión manifiesta para hacer lo que hizo) escribió una carta llena de su real benevolencia, amonestándole con paternales y suaves razones que se redujese á su real servicio, y gozase de la paz y mercedes que de su parte se le ofrecían, y no se dejase perder á sí y á los que le seguían. Clemencia digna de tan alto y magnánimo príncipe, quererse humillar á escribir á un indio y pedirle paz, por sólo ganalle el alma y la vida á él y á los suyos, pudiendo con facilidad mandar asolar y destruir á él y á los suyos, abrasando los montes adonde se acogían, cuando por otra vía no se pudieran haber. Y así guió Dios el suceso de este negocio como el católico emperador lo deseaba. Porque el capitán Francisco de Barnuevo que traía esta carta y otros despachos para el presidente y oidores de la real audiencia de la isla Española, llegó con su gente á la ciudad de Santo Domingo, donde ella reside, y presentados sus recaudos, túvose consulta entre los de la audiencia, vecinos y principales de aquella ciudad, sobre el modo y forma que se había de tener en la pacificación del cacique Enrique: y después de haber habido su consejo, se acordó que el mismo capitán Francisco de Barnuevo fuese primero á tentar la paz; y cuando ésta no se pudiese haber, se acudiese al remedio de las armas, conforme á la instrucción y mandato de la cesárea majestad. Y para este efecto partió de la ciudad de Santo Domingo á buscar á Enrique, á los ocho días del mes de Mayo, año de mil y quinientos y treinta y tres, en una carabela con su batel para salir á tierra, y solos treinta y tres españoles y otros tantos indios de servicio para les ayudar á llevar las mochilas. No fué pequeño el trabajo que este buen capitán y fiel mensajero pasó en esta jornada, ni de poco momento los peligros y riesgos de la vida en que se puso. Porque cuanto á lo primero, anduvo dos meses por la costa abajo de la isla por la banda del sur, hácia el poniente, sin hallar rastro alguno, ni humo, ni indicio por donde pudiese presumir en qué parte hallaría al cacique Enrique y á su gente. Después de esto, habiendo procurado de la villa de la Yaguana dos indios naturales de la tierra para que le guiasen por ella (porque dijeron sabían poco más ó menos dónde se hallaría el Enrique), envió al uno de ellos con una carta para el mismo, dándole aviso del intento á que venía; y con aguardar veinte días á este indio, nunca volvió con la respuesta. Tenía su asiento el bueno de Enrique, diez leguas poco menos de la costa de la mar, la tierra adentro, hácia lo más áspero de las montañas, entre grandes riscos y breñas: todo cercado de increible espesura de espinos y manglares (cierto género de árboles que se hacen por aquellas partes) muy espesos y entretejidos, por las muchas matas que entre ellos se crían, por ser la tierra cálida y húmeda, que aun á los cuadrúpedos animales parece no dan lugar de camino. En lo interior de esta maleza tenía hecha una población, donde pudieran habitar seis tantos indios de los que él traía consigo. Y este era su ordinario alojamiento. Y de allí salían á hacer sus saltos y presas, corriendo la tierra por las partes que mejor les parecía, conforme á los avisos que les daban sus adalides, de la disposición de los caminos y gente que por ellos andaba; y para más seguridad de sus personas, hijos y mujeres (por si acaso en algún tiempo se viesen en aprieto, cercados de mucha gente que por allí llegase) pusieron su fuerza, último recurso y acogida detrás de una grande laguna de hasta diez ó doce leguas de box, legua y media de su población, arrimada á los más altos riscos y aspereza de la montaña., de suerte que al lugar donde ellos se acogían, no teniendo barcos para atravesar la laguna, no se podía pasar, sino metidos en el agua y cieno hasta los sobacos por una banda, ó por otra entre peñas pobladas de grandísima espesura de árboles y matas muy entretejidas, por donde necesariamente en muchas partes se había de pasar á gatas por debajo de los árboles y matas. Y yendo por aquí una docena de los remontados, eran señores de los que los quisiesen acometer, y poderosos para irlos matando como conejos, á palos, cuanto más teniendo como tenían su aparejo de lanzas, espadas y rodelas; y por el agua los mataran mejor: porque para fin de su defensa, y para aprovecharse de la laguna, tenían trece canoas ó barcos en que por ella navegaban. Á este paraje de mal país acudían todos ellos, chicos y grandes, hombres y mujeres, los más de los días entre día, desamparando la población de sus casillas ó chozas, de que se aprovechaban para reposar en las noches. Todas estas dificultades venció el valeroso capitán Francisco de Barnuevo, no por fuerza de armas (que no pudiera), sino poniéndose al trabajo y riesgo de tanta y tan peligrosa aspereza, confiando en Dios (cuyo negocio y mensaje le parecía que llevaba), como negocio de paz y salvación de aquellas almas, que andaban apartadas del gremio de la Iglesia, y carecían del beneficio de los sacramentos. Y así lo guió Dios como de su mano, y dispuso los corazones de Enrique y de sus compañeros para que conociesen la merced que su divina Majestad y el rey de la tierra les hacían, y la aceptasen como hacimiento de gracias: aunque á la verdad este aparejo siempre lo tuvieron de su parte, como el cacique Enrique lo certificó á Barnuevo en las primeras pláticas que tuvieron, con estas formales palabras: « Señor capitán, yo no deseaba otra cosa sino la paz, y conozco la merced que Dios y el Emperador nuestro señor me hacen, y por ello beso sus reales piés y manos: y si hasta agora no he venido en esto, ha sido la causa las burlas que me han hecho los españoles, y la poca verdad que me han guardado, y por eso no me he osado fiar de hombre de esta isla.» Finalmente, partiendo Barnuevo con la segunda guía que le quedó (viendo que la primera no volvía con la respuesta), atravesó aquellas nueve ó diez leguas de asperísima montaña á pié (que á caballo no fuera posible), y llegó seguramente á la laguna, donde el cacique Enrique con los suyos le aguardaba, porque ya estaba avisado de su venida y del mensaj e y carta que traía: y como cosa que tan bien le estaba lo recibió con la benevolencia posible, abrazándose el uno al otro, y ni más ni menos todos los españoles con los indios, regocijándose y comiendo todos juntos. Y recibida y leída la carta del Emperador, en que le nombraba D. Enrique, de allí adelante todos se lo llamaron. Y besada la carta y puesta sobre su cabeza, la obedeció, y prometió de guardar siempre inviolablemente la paz. Y se ofreció de hacer luego recoger todos los otros indios que él tenía, y andaban de guerra por algunas partes de la isla: y que avisándole los españoles que andaban algunos sus negros alzados, los haría tomar y volver á sus dueños. Y con estos y otros muchos cumplimientos y pláticas que entre sí tuvieron, quedó concertada la paz, y abrazándose con mucha alegría se despidieron.



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Capítulo XIV

De cómo el cacique D. Enrique se aseguró y certificó de la paz que se le había ofrecido, por las cosas que aquí se dirán

     EL cacique D. Enrique dió á Francisco de Barnuevo un capitán de los suyos y otro indio principal para que lo acompañasen hasta la mar, ó hasta donde le pluguiese. Y llegados á la mar, adonde lo aguardaba su carabela, despidió al indio capitán dándole algunos vestidos para sí y para los otros capitanes sus compañeros. Y á D. Enrique envió otras ropas de seda de más precio con otras preseas que le pareció, de las que llevaba en la carabela, porque tuviese más seguridad de la nueva paz. Y despedido este capitán, llevó consigo al otro indio principal llamado Gonzalo (de quien mucho se fiaba D. Enrique) hasta la ciudad de Santo Domingo, para que viese á los oidores y oficiales reales, y vecinos principales de la ciudad, y oyese y viese pregonar la paz, como lo vió hacer primero en todos

los lugares y villas por donde pasó desde que salió de la carabela hasta que llegó á la ciudad, donde se hizo lo mismo. Y al dicho indio se le dió muy bien de vestir, y se le hizo muy buen tratamiento, y mientras se detuvo en la ciudad (como astuto que era) entró en muchas casas de la gente española para sentir los ánimos y voluntades de todos ellos cerca de la paz. Y todos le mostraban que holgaban mucho de la paz y amistad con D. Enrique. Y la real audiencia proveyó que con este indio volviese una barca, y en ella ciertos españoles para lo llevar á su amo, enviándole muy buenas ropas de seda, y atavíos para él y para su mujer, y para sus capitanes y indios principales, y otras joyas y regalos de cosas de comer, y vino y aceite, y herramientas y hachas para sus labranzas: puesto que el D. Enrique preguntado y importunado del capitán Barnuevo que dijese lo que había menester o quería que se le enviase, no pidió otra cosa sino imágenes, y así se las enviaron con lo demás que está dicho; pero antes que recibiese este presente y embajada, quiso el D. Enrique (como hombre sagaz y avisado) hacer la experiencia por su propia persona del seguro de la paz, y fué de esta manera: que pocos días después que de él se partió el capitán Barnuevo, un miércoles veintisiete de Agosto del mismo año de mil y quinientos y treinta y tres, llegó á dos leguas de la villa de Azúa con hasta cincuenta ó sesenta hombres, y púsose en la falda de una sierra, que se dice de los Pedernales; y desde allí envió á saber de los de la villa si tendrían por bien que les hablase. Y enviáronle á decir que mucho en buena hora viniese, pues S. M. lo había perdonado, y era ya amigo de los españoles. Y saliéronlo á recibir algunos hidalgos y hombres honrados de la ciudad de Santo Domingo, que acaso se hallaron en aquella villa, y asimismo los alcaldes y otros vecinos de ella, en que habría hasta treinta de á caballo y más de cincuenta de á pié, bien aderezados para paz y para guerra. Y apeáronse los de caballo y juntáronse con D. Enrique, y abrazó á todos los españoles, y ellos á él y á todos sus indios: y allí supo cómo su indio Gonzalo había cuatro días que había partido de la misma villa de Azúa con los españoles que le llevaban el presente. Y aunque sacaron allí mucha comida de gallinas y capones y perniles de tocino y carnes de buenas terneras, con el mejor pan y vino que se halló, y comieron todos, así españoles como indios, con mucho placer y regocijo, el cacique D. Enrique no comió ni bebió cosa alguna, aunque para ello fué muy importunado, dando por excusa que no estaba sano, y que poco antes había comido. Y con mucha gravedad platicaba con todos, con semblante y aspecto de mucho reposo y autoridad, mostrando tener mucho contento de la paz y de ser amigo de los españoles. Y acabada la comida se levantaron, y después de muchos cumplimientos y ofertas de una parte á otra, prometiéndose mucha amistad, se tornaron á. abrazar como de primero. Y el D. Enrique y los suyos tomaron el camino de la sierra: y llegado á su rancho, aguardó á los que llevaban el presente y preseas de la ciudad. Y recibido con mucho agradecimiento de su parte y de los suyos, entregó á los mensajeros todos los negros y esclavos que él tenía de españoles: y envió á decir que en huyéndose algún esclavo negro ó indio á los españoles, le avisasen; que él los haría buscar, y se los enviaría atados a sus dueños. Con estas pruebas y señales de amistad que el cacique D. Enrique vió en los españoles de la isla, quedó más asegurado que de antes, aunque en lo interior de su espíritu no tenía entera satisfacción; porque puesto que de parte del católico Emperador estaba bien seguro no le faltaría la palabra dada y favor prometido, era poca la confianza que de los españoles de la isla tenía, por la experiencia pasada, del poco caso que hacen de los indios, y que no los quieren sino para servirse de ellos, y que para desagraviarlo á él y á los suyos estaba lejos el socorro del Emperador. Aprovechó también mucho para asegurarlo, la visita de un religioso siervo de Dios, es á saber, el padre Fr. Bartolomé de Las Casas (que después fué obispo de Chiapa y acérrimo defensor de los indios, que á la sazón estaba por conventual en el monesterio de los predicadores de la ciudad de Santo Domingo, adonde había tomado el hábito), el cual, como supo la nueva de las paces que el capitán Barnuevo había concluido con el cacique D. Enrique, lleno de gozo no pudo contenerse, sino que luego, habida licencia de su superior, se fué derecho á meterse por aquellas montañas, riscos y lugares ásperos, donde aquellos indios estaban recogidos, y adonde pocos días antes no osara llegar español alguno seglar ni religioso, llevando consigo ornamentos y recaudo para decir misa, y fué recibido del cacique y de sus indios con suma alegría- y con ellos se detuvo algunos días consolándolos espiritualmente, y dándoles á entender la clemencia grande que la majestad del Emperador había usado con ellos, y aconsejándoles que se aprovechasen de tan señalado beneficio, y perseverasen en la obediencia y servicio de tan benignísimo rey, y en la paz y amistad con los españoles. A lo cual todos ellos se ofrecieron con entera voluntad, y se fueron con el dicho padre acompañándolo hasta la villa de Azúa, el mismo D. Enrique y muchos de sus indios y indias, y muchachos, y de ellos se baptizaron los que no estaban baptizados. Y esto hecho, con mucha paz y sosiego se volvieron a su asiento y sierras, y el religioso á su convento. Los oidores de la real audiencia recibieron mucha pena de su ida, por ser sin su sabiduría, temiendo que los indios se podrían alterar, por ser tan reciente y fresca la paz; pero como nuestro Señor quiso que su ida fuese provechosa, holgaron del buen suceso que hobo, y le dieron las gracias. Supo este bendito padre del cacique D. Enrique, que aunque andaba remontado y apartado de cristianos, y privado de los beneficios de la Iglesia, no dejaba de rezar las oraciones que en ella había aprendido, y á veces el oficio de nuestra Señora, y ayunar los viernes. Y lo que más le llegaba al alma al tiempo que así anduvo alzado, era el no baptizarse los niños que nacían y se criaban en su compañía, según que antes también lo había dicho al capitán Barnuevo. Y demás de ser cristiano usó un estilo de virtud y ardid de guerra, que para que los suyos fuesen hombres de esfuerzo y fuerzas para ella, no daba lugar ni consentía que los varones llegasen á las mujeres para conocerlas carnalmente, si ellos no pasasen de veinticinco años. Quise contar aquí esta historia, porque se entienda cuán poca razón tienen los que echan culpa a los indios baptizados, porque se alzaron y remontaron de la compañía de los españoles, y de la mucha que ellos han tenido las veces que así lo han hecho.



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Capítulo XV

De las raíces y causas por donde los indios de la isla Española y sus comarcanas se vinieron á acabar

     No estaba engañado D. Enrique en no se fiar de los españoles de aquella su isla, pues el volver á,su amistad y comunicación fué causa de acabarse del todo y consumirse en menos de ocho años toda su generación, y la de los demás indios naturales de aquella tierra, que ya en su tiempo no eran muchos. Mas por pocos que entonces eran, no hay dubda sino que si se estuvieran por su parte en el abrigo de las montañas donde se habían acogido, se conservaran y multiplicaran, como vemos que se aumentan y multiplican los indios, tanto y más que otra nación del mundo, donde están libres de la polilla de los españoles. En cuya compañía y contrato no es maravilla., sino cosa natural y forzosa, que se consuma en breve innumerable gentío de indios; y sería maravilla si se sustentasen entre ellos, corno lo sería si dentro de un cercado se pudiese conservar muchos años un poderoso rebaño de ovejas andando entre ellas algunos lobos ó leones, por pocos que fuesen, que al cabo de poco tiempo (es cosa clara) que las habían de acabar sin remedio. Así fué lo de la isla Española, que como se acorralaron los indios en poder de los españoles, sin que alguna provincia ó pueblo de ellos se pudiese escapar de sus manos, en breve tiempo dieron cabo de todos, sin que quedase alguno por quien se pudiese conocer la figura de los pasados: como sin falta darán cabo á todos los demás que quedan en tierras de Indias, si se lleva adelante la lima sorda del servicio forzoso que hacen á los españoles. Porque esto es tenerlos acorralados y atados en su poder y manos; y porque esta terrible inhumanidad que pasó en la Española y en sus comarcanas islas, en los futuros años del siglo, la podrían algunos ignorantemente imputar á los católicos reyes, dignos de eterna y loable memoria, en cuyo tiempo y reinando, ello sucedió, será justo que con verdad y justicia los excusemos, echando la culpa á los que la tuvieron. Y contando el caso de cómo ello pasó, es de saber, que de dos perversos principios tuvo orígen este daño, aunque ambos se pueden reducir á uno, y fué la insaciable codicia, que (según el apóstol S. Pablo), es raíz de todos los males: y da luego la razón, diciendo: Porque los que se quieren hacer ricos caen en tentación y lazo del demonio, y en muchos y dañosos deseos que zabullen á los hombres en un golfo de perdición y destrucción. Fué, pues, el primero principio, el desacertamiento de un mal gobernador (cuyo nombre callo por la honra de los suyos, de quien con harta conveniencia se podrá decir lo que la Escritura sacra dice de Antíoco, que fué raíz de pecado), á quien los Reyes Católicos enviaron desde Granada el año de mil y quinientos y dos, para remediar la insolencia de algunos compañeros de Cristóbal Colón, que sin temor de Dios ni respeto de su capitán, de sola su propia autoridad querían servirse de los indios en todo lo que se les antojaba. En lo cual, queriéndoles ir á la mano, se le rebelaron y quitaron la obediencia, y amotinados, se fueron á una provincia de aquella isla, llamada Xaragua, muy poderosa y poblada de gente, donde se apoderaron de los indios, sirviéndose de ellos á su voluntad, con que pusieron al buen Colón en hartos trabajos y angustias, hasta que hubo de venir con ellos á partido, permitiéndoles tener algunos pueblos que les hiciesen haciendas y labranzas para sí. Y siendo los Reyes Católicos avisados de este atrevimiento, con no haber á la sazón en la isla ni en todas las Indias más que trescientos españoles (porque en otra parte fuera de allí no los había), acordaron de enviar (que no debieran) este gobernador que tengo dicho, dándole por instrucción y mandato muy encargado, que rigiese y gobernase los indios, como libres que eran, y con mucho amor y dulzura., caridad y justicia: no les poniendo servidumbre alguna, ni consintiendo que algún español les hiciese agravio, porque no fuesen impedidos en el recibir nuestra santa fe, y porque por sus obras no aborreciesen á los cristianos. Llevaba consigo este gobernador tres mil españoles como si fuera a conquistar á Orán de los moros. Y llegados á la isla, no se supo dar maña para repartirlos por la tierra entre los indios, sino tenérselos consigo en la ciudad de Santo Domingo, por manera que él y todos ellos comenzaron á hambrear. Y pensando en lo que le parecía remedio, y no lo pudiendo hacer por la instrucción que llevaba de gobernar en libertad á los indios, escribió á la serenísima reina Doña Isabel muchas cosas falsamente en disfavor de los indios, para inclinar á su alteza á que le diese licencia para repartirlos como lo había imaginado: y entre otras escribió (como muy celador de la salvación de sus prójimos) que no podían haber ni juntar los indios para predicarles la fe, y doctrinarlos en, ella: y que á causa de la mucha libertad que tenían, huían y se apartaban de la conversación de los cristianos, por manera que aun queriéndoles pagar sus jornales, no querían trabajar sino andar vagabundos: y que por el bien de sus almas convendría que tuviesen comunicación con los cristianos. Como si este buen hombre (perdóneme Dios) hubiera tenido entonces ni después el menor cuidado del mundo en hacer ó proveer alguna diligencia sobre lo que á la cristiandad de los indios pertenecía, que no lo tuvo más que si fueran piedras ó palos: y como si los indios fueran obligados á adevinar que había ley de Cristo que predicarles, ó á venir gente paupérrima y desnuda cien leguas y más, dejando sus tierras y casas, y sus mujeres y hijos desamparados, á pesquisar al puerto si habían venido predicadores de la ley que nunca llegó á su noticia. La católica reina, con el gran celo y ansia que tenía, de que todas aquellas gentes recibiesen el conocimiento y fe de nuestro salvador Jesucristo, porque fuesen cristianos y se salvasen, dando crédito al buen intento que para el efecto su gobernador mostraba, entre otras cosas respondióle en esta manera, diciendo: «Y porque nos deseamos que los dichos indios se conviertan á nuestra santa fe católica, y que sean doctrinados en las cosas de ella, y porque esto se podrá mejor hacer comunicando los dichos indios con los cristianos que en esa dicha isla están, y andando y tratando con ellos, y ayuntando los unos á los otros, mandé dar esta mi carta en la dicha razón, por la cual mando á vos, el dicho nuestro gobernador, que del día que esta mi carta viéredes en adelante, compelláis y apremiéis á los dichos indios que tracten y conversen con los cristianos de la dicha isla, y trabajen en sus edificios y en coger y sacar oro y otros metales, y en hacer granjerías y mantenimientos para los cristianos vecinos y moradores de la dicha isla, y hagáis pagar á cada uno el día que trabajare, el jornal y mantenimiento que según la calidad de la tierra y de la persona y del oficio, vos pareciere que debiere de haber; mandando á cada cacique que tenga cargo de cierto número de los dichos indios, para que los haga ir á trabajar donde fuere menester, y para que las fiestas y días que pareciere convenir se junten á oír y ser doctrinados en las cosas de la fe en los lugares diputados, y para que cada cacique acuda con el número de indios que vos le señaláredes á la persona o personas que vos nombráredes, para que trabajen en lo que las tales personas les mandaren, pagándoles el jornal que por vos fuere tasado; lo cual hagan y cumplan como personas libres (como lo son) y no como siervos. Y haced que sean bien tractados los dichos indios, y los que de ellos fueren cristianos mejor que los otros. Y no consintáis ni deis lugar que ninguna persona les haga mal, ni daño, ni otro desaguisado alguno» Éstas son las palabras formales de la reina.



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Capítulo XVI

De los excesivos trabajos y vejaciones con que fueron acabados los indios de la isla Española

     Vulgarmente se suele decir en Indias, que muchos hombres pretenden y procuran una vara del rey para poder hurtar á su salvo con autoridad, sin que nadie se lo pueda pedir. Y por la misma forma parece que muchos de los que han gobernado en Indias no han querido otra cosa sino una cédula, una cláusula, una palabra, una letra del rey, que directa ó indirectamente pudiese aplicarse á su propósito, para con ella seguir á banderas desplegadas el intento de su cobdicia y temporal aprovechamiento, sin advertir ni hacer caso del daño que de allí puede venir á sus prójimos, por grave que sea, ni al de sus propias almas, ni á la recta intención de su rey, que, claramente les había de constar de otras sus palabras. Y de aquí ha procedido que con haber proveído nuestros católicos reyes de España innumerables cédulas, mandatos y ordenanzas en pro y favor de los indios (como fin último á que deben tener ojo en su gobierno para descargar sus reales conciencias), por maravilla ha habido hombre, de los que en Indias han gobernado en su real nombre, que haya tenido ojo, ni puesto las mientes principalmente en esta obligación y descargo de sus reyes, ni de lo que para este efecto mandaban y ordenaban, sino solo en aquello con que pudiesen cargar la mano á los miserables que poco pueden, ni saben ni osan hablar ni volver por sí; y esto por-respeto de sus propios intereses y temporales aprovechamientos y de sus aliados. Y dije por maravilla, porque si algunos ha habido, han sido tan pocos, que se podrían contar como los dedos de la mano. Y de creer es que no será. de estos últimos, sino el mas culpado de los primeros, nuestro gobernador de quien íbamos hablando, que por sus pecados y los del pueblo fué proveído de los Reyes Católicos para la isla Española ó de Santo Domingo. Y esto se verificará por las palabras de la misma cédula que él con engaño impetró de la católica reina, y por el modo que tuvo en guardarla y ponerla por obra, y verse ha como de todo lo que en ella se contenía (que todo era-enderezado principalmente en bien y favor de los indios), él no echó mano sino de solas aquellas palabras, «mándoos que compelláis y apremiéis á los indios,» que era la asilla que él buscaba para compelerlos y apremiarlos; no en la manera que la real cédula justamente reza, sino en la tiránica que el demonio le revistió para destrucción y asolamiento de todas aquellas gentes y de otras sinnúmero que otros por su ejemplo fueron destruyendo. Cuanto á lo primero, considérese que el mandato de la cédula para apremiar á los indios fué proveído á pedimento del mismo gobernador, por la relación que hizo, en razón principalmente del aprovechamiento espiritual de sus almas en que fuesen cristianos, y segundariamente por la ayuda que habían menester los españoles en lo temporal de hacer sus casas y labranzas, en que los indios llevándolos con moderación, también se aprovechaban temporalmente, recibiendo sus jornales: de suerte que lo primero, tuvo por motivo y fundamento la católica reina, como lo declara diciendo: «y porque nos deseamos que los dichos indios se conviertan á nuestra santa fe católica, &c.» Y luego añade, que lo que provee y manda de servir a los españoles y andar entre ellos, se endereza al primer fundamento que se echó de su doctrina y cristiandad, diciendo: «Y porque esto (conviene saber, de que se conviertan á la fe y sean cristianos) se podrá mejor hacer comunicando los dichos indios con los cristianos, por tanto os mando que los compeláis a que traten y conversen con ellos, y trabajen en sus edificios, &c.» Y esto bien se deja entender que había de ser por medios justos y razonables, y de tal manera, que los indios pudiesen llevar el tal trabajo sin riesgo de sus vidas y salud de sus personas, y sin daño de sus hacenduelas y familias; ordenándolos de arte que unos fuesen un tiempo y otros otro; y aquellos venidos á sus casas fuesen otros, porque tuviesen tiempo para labrar sus heredades y hacer sus haciendas. Y que estos habían de ser hombres trabajadores, y no mujeres, ni niños, ni viejos, ni los que entre ellos eran principales y señores. Y que el trabajo había de ser algún tiempo y no siempre, domingos y fiestas, noches y días. Y que aquello hiciesen no como siervos sino como libres (pues lo eran); donde se entiende que el compelerlos y apremiarlos había de ser induciéndolos blandamente, como suelen ser compelidos los hombres libres, y alquilarse por algún tiempo como las personas libres lo hacen; y esto parece bien en las palabras de la real cédula que dicen: «Y hagáis pagar á cada uno el día que trabajare.» Luego no han de ser meses, ni años, ni por toda la vida. Y más dice, que el jornal fuese conveniente y conforme á los trabajos, para que proveyesen á sí y á sus mujeres y hijos, recompensando con el jornal lo que perdían por ausentarse de sus casas y dejar de hacer sus haciendas. Todo lo cual hizo este gobernador al revés; porque cuanto á lo primero, deshizo y despobló todos los pueblos grandes y principales, repartió entre los españoles todos los indios, como si fueran cabezas de ganado ó manadas de bestias, dando á uno ciento, y á otro cincuenta, y á otro más, y á otro menos, según la gracia y amistad que cada uno con él alcanzaba: y de niños y viejos, mujeres preñadas y paridas, y hombres principales, y á los mismos señores naturales de la tierra; de manera que todos, chicos y grandes, niños y viejos, cuantos se pudiesen tener sobre las piernas, hombres y mujeres preñadas y paridas trabajaban y servían hasta que echaban el alma: demás de esto consintió que llevasen los maridos a sacar oro, veinte y treinta y ochenta leguas, quedando las mujeres en las estancias ó granjas trabajando en trabajos muy grandes, que era hacer montones para el pan que allí se come, llamado cazabe, levantando ó alzando de la tierra que cavaban cuatro palmos en alto y doce piés en cuadro, que es trabajo para hombres de grandes fuerzas, mayormente que cavaban el suelo duro con palos, porque herramientas de hierro no las tenían; y en otras partes ocupándolas en hilar algodón y en otros oficios trabajosos, los que más provechosos hallaban para allegar dinero; por manera que no se juntaba el marido con la mujer, ni se veían en ocho o diez meses, ó en un año; y cuando á cabo de este tiempo se venían á juntar, venían de las hambres y trabajos tan molidos y sin fuerzas, que muy poco cuidado tenían de comunicarse, y de esta manera cesó entre ellos la generación. Las criaturas que habían nacido perecían porque las madres con el trabajo y hambre no tenían leche para darles á mamar; y por esta causa en la isla de Cuba acaeció morirse en obra de tres meses siete mil niños de hambre; otras ahogaban y mataban las criaturas de desesperadas; otras, sintiéndose preñadas, tomaban yerbas con que echaban muertas las criaturas. El jornal que les mandó dar (porque se contenía en la cédula se les diese) fué tres blancas en dos días, como cosa de burla, que montaba medio castellano por cada un año, y esto que se lo diesen en cosas de Castilla, que lo que con ellos se podía comprar sería hasta un peine y un espejo, y una sartilla de cuentas verdes ó azules, con que quedaban bien medrados; y aun esto pasaron hartos años que no se lo dieron. La comida que les daban era aun no hartarlos de cazabe, que es el pan de la tierra hecho de raíces, de muy poca sustancia, no siendo acompañado con carne ó pescado; dábanles con él de la pimienta de la tierra, y unas raíces como nabos, asadas.



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Capítulo XVII

En que se prosigue y concluye la misma materia, excusando á los Reyes Católicos de la culpa que hubo en esta inhumanidad

     Los trabajos que los indios y indias tenían, así en sacar el oro como en las demás granjerías (con ser para su flaqueza cruelísimos), eran continuos, por haber sido dados y entregados á los que tenían por amos, a manera de esclavos, como cosa suya propia, que podían hacer de ellos lo que quisiesen. Y así los españoles á quien los dió ó encomendó, ponían sobre ellos unos crueles verdugos, uno en las minas, que llamaban minero, y otro en las estancias ó granjas, que llamaban estanciero (como ahora también los usan en todas las Indias), hombres desalmados, sin piedad, que no les dejaban descansar, dándoles palos y bofetadas, azotes y puntilladas, llamándolos siempre de perros y otros peores vocablos, nunca viendo en ellos señal de alguna blandura, sino de extremo rigor y aspereza. Y porque por las grandes crueldades de estos mineros y estancieros, y trabajos intolerables que en su poder pasaban, se iban algunos de los indios huyendo por los montes, criaron ciertos alguaciles del campo que los iban á montear; y en las villas y lugares de los españoles tenía el gobernador señalados personas, las más honradas del pueblo, que puso por nombre visitadores, á quien demás del ordinario repartimiento, daba, por ejercer aquel oficio, cien indios de servicio. Y estos visitadores eran los mayores verdugos, ante los cuales todos los indios que los alguaciles del campo traían monteados se presentaban, y luego iba el acusador allí, que era á quien los indios fueron encomendados, y acusábalos diciendo que aquellos indios eran unos perros, que no le querían servir, y que cada día se le iban a los montes por ser haraganes y bellacos; que los castigase. Luego el visitador los ataba á un poste, y con sus propias manos tomaba un rebenque alquitranado, y dábales tantos azotes y tan cruelmente, que por muchas partes les salía la sangre, y los dejaba por muertos. Y por estos tales tractamientos, viendo los desventurados indios que debajo del cielo no tenían remedio, comenzaron á tomar por costumbre ellos mismos matarse con zumo de yerbas ponzoñosas ó ahorcarse, y los más de ellos sin tener conocimiento de la ley de Cristo, porque esto (que era el principal intento y fin de la real cédula) fué lo más olvidado que aquel gobernador tuvo sin haber memoria de ello. Y hombre hubo entre los españoles de aquella isla, que se le ahorcaron ó mataron de la manera dicha más de doscientos indios de los que tenía en su encomienda; y este sería el que amenazó á los que quedaban, que mirasen lo que hacían, porque él también se ahorcaría para ir á atormentarlos en el infierno mucho más que acá los afligía. La católica reina no pudo remediar estos males, ni aun tener noticia de ellos, porque despachada aquella su cédula, desde á pocos meses murió. Y sucediendo en el reino D. Felipe su yerno, plugo al Señor llevarlo también para sí en breve. Y quedó entonces el reino por espacio de dos años sin presencia de rey, con que quedaron los malos cristianos de aquella isla con más soltura y libertad para llevar adelante sus tiranías. Sucedió tras este perverso principio, el segundo que fué mucho peor: que los mismos que hubieran de atajar y remediar estos daños, celando la conservación de aquellas gentes y la cristiandad y salvación de sus ánimas, descargando las conciencias de sus reyes, que de ellos confiaban el gobierno de las Indias, estos mismos, vencidos de la arriba nombrada cobdicia, y cebados del oro que veían llevarse á España, repartieron entre sí indios de aquella isla, y después de las demás que se iban ganando, concertándose con los gobernadores, y tomando cuál quinientos, y cuál ochocientos, y cuál mil, y dende arriba, poniendo sus mayordomos y hacedores que les acudiesen con lo adquirido. De suerte, que aunque después volvió el rey católico D. Fernando á gobernar á Castilla, y fueron religiosos dominicos y franciscos á informar á Su Alteza de lo que pasaba, no fueron creídos, y aun apenas oídos, porque habiendo de pasar el negocio por los del Consejo, y estando ellos mismos interesados en tan gran cantidad, claro está que lo habían de hacer todo noche, encubriéndosele al rey la verdad. Después de esto, movido con el mismo celo el Lic. Bartolomé de las Casas, clérigo, que después fué fraile de Santo Domingo y obispo de Chiapa, fué á dar la misma relación al rey católico, estando en Palencia el año de mil y quinientos y quince; y informado y queriendo proveer en ello, plugo á nuestro Señor Dios de llevárselo, yendo á Sevilla. Sucedió en la gobernación de España el cardenal D. Fr. Francisco Jiménez, y informado juntamente con el embajador del emperador Cárlos V, que después fué papa, Adriano VI, ambos á dos proveyeron por gobernadores de la isla Española á tres religiosos de la órden del glorioso doctor S. Gerónimo. Y entre otras cosas que proveyeron, fué una quitar luego los indios á los del Consejo de España y á los jueces y oficiales reales de la isla, que eran los que más riza habían hecho en ellos. Mas ya para este tiempo (que era el año de diez y seis) habían quedado pocos en respecto de los muertos, porque en el tiempo que gobernó el primero fundador de aquella carnicería, que fueron nueve años, destruyó de diez partes de la gente, las nueve. Y los que le sucedieron, desde el año de once hasta el de quince, fueron siguiendo sus pisadas. Y aunque los padres gerónimos hicieron lo que pudieron, duróles poco el gobierno, y luego se proveyó Audiencia y Chancillería. Y como ya los indios eran pocos, y los españoles de la isla estaban engolosinados en ellos, y tienen por ley infalible que se han de servir de ellos hasta que no quede alguno, así los hubieron de acabar del todo. Y por el mesmo rumbo llevaron á los moradores de la isla de Cuba, que tiene trescientas leguas de largo: y en las islas de Jamaica y Puerto Rico, y las de los Lucayos, que eran al pié de cincuenta islas muy pobladas, y de gente que no se les halló señal de idolatría, ni figura, ni estatua de ídolos, ni cosa que le pareciese; antes se entendió que con el conocimiento universal y confuso de una primera causa pasaban su vida. Este largo discurso quise hacer por fin y conclusión de este libro que tracta de la isla Española, porque claramente se entienda la razón y causa, y los que la dieron y tuvieron la culpa en el modo cómo totalmente se acabaron millones de gentes en aquella isla y en las demás referidas; porque no lo sabiendo de raíz los del siglo venidero (como yo lo supe de persona digna de todo crédito, que á lo mas de ello se halló presente), por ventura no culpen á nuestros católicos reyes de Castilla, en cuyo reinado pasó este negocio, siendo ellos, como fueron, ignorantes y ajenos de toda culpa.

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