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Rosales, obra citada, libro X, capítulo 5. Allí ha reproducido extensamente las bases de esta negociación, que por el ningún resultado que dieron no vale la pena que las detallemos con mayor amplitud.



 

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Don Miguel Luis Amunátegui ha publicado en las pp. 425-428 de La cuestión de límites, el acta del recibimiento del gobernador Acuña. Como las casas reales habían sido destruidas por el terremoto, la Audiencia había preparado para hospedarlo convenientemente la casa de una señora principal llamada doña Antonia Aguilera y Estrada.



 

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No es posible fijar con toda exactitud el sitio del naufragio de esta nave. Don José Basilio de Rojas y Fuentes, escritor contemporáneo y casi siempre exacto, dice, en sus Apuntes históricos antes citados, que tuvo lugar a la latitud de 41º 30'. Según el padre Rosales, libro X, capítulo 9, fue «veinte leguas más abajo del puerto de Valdivia». Según Carballo, tomo II, capítulo 24, el naufragio ocurrió en el cabo denominado Punta Galera, a 39 kilómetros al sur de ese puerto; y esta designación, que creemos la más desautorizada, ha sido seguida por algunos historiadores posteriores. Lo que sabemos de positivo sobre el particular es que ese buque se destrozó en la costa vecina a la destruida ciudad de Osorno. Los indios cuncos habitaban al sur del río Bueno.

Es igualmente incierta la fecha exacta del naufragio, porque los españoles no tuvieron noticia de él sino muchos días después. El padre Rosales la fija en el 3 de marzo de 1651, y otros cronistas posteriores en el 26 del mismo mes. Según los documentos contemporáneos tuvo lugar el 21, que es la fecha que nosotros seguimos.

El buque se llamaba San José, y era mandado por el capitán Gabriel de Leguima. Según la carta de los oficiales reales de Concepción dirigida al Rey el 19 de abril de ese año, el situado que llevaba aquel buque importaba 70.000 pesos, una parte en ropas y mercaderías, y lo demás en moneda acuñada para el pago de las tropas. Aunque un cronista contemporáneo, Jerónimo de Quiroga, refiere que con esa nave perecieron ochenta personas, de las mejores fuentes aparece que entre tripulación y pasajeros no llevaba más que treinta y dos individuos, distribuidos en la forma siguiente: 18 españoles, un clérigo llamado don Diego Clavero, que volvía del Perú, dos mujeres, cuatro negros y siete indios de servicio.



 

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Carta del Gobernador al padre Moscoso, Santiago, septiembre 13 de 1651. Se encuentra inserta, junto con otra que escribió un mes antes al padre Rosales, en la obra de este último, libro X, capítulo 9.



 

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Rosales, Historia jeneral, libro X, capítulo 10 y 11. Con estos sucesos se termina la parte que se conserva de la obra del padre Rosales, mutilada, al parecer, de los últimos capítulos en que el autor debía contar los graves sucesos en cuya narración vamos a entrar nosotros, y acerca de los cuales recogió, sin duda, como contemporáneo, noticias que habría sido útil conocer. Limitándonos a recordar aquí la falta de este guía en la relación de los hechos que siguen, dejamos para un capítulo especial sobre los escritores de esta época, la apreciación de la obra del padre Rosales y de los servicios que puede prestar al historiador.



 

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Carta del gobernador Acuña al Rey, escrita en Concepción el 26 de mayo de 1653. A pesar de lo que se anuncia en esa carta, Acuña no pasó a Santiago a renovar el juramento, pero sí remitió su título al Cabildo para darle a conocer su carácter de gobernador propietario. Ese título, según creemos, no se ha publicado nunca, pero por su tenor no ofrece diferencia virtual con los de sus antecesores.

El cronista don Pedro Córdoba y Figueroa, nieto del gobernador interino don Alonso de Figueroa, refiere en el cap. 15, libro V de su Historia de Chile, que el Rey nombró a este último gobernador interino del distrito de Santa Fe de Bogotá y presidente de su Real Audiencia; pero que ya había muerto cuando llegó a Chile ese nombramiento. En efecto, don Alonso de Figueroa murió en Concepción antes del levantamiento de los indios de 1655, probablemente en 1652.



 

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Don Francisco Núñez de Pineda y Bascuñán, Cautiverio feliz, disc. IV, capítulo 13, p. 343. El Virrey, conde de Salvatierra, tuvo informes de los procedimientos de los cuñados del gobernador de Chile, y en dos ocasiones escribió a éste que los enviara al Perú, ofreciéndose a acomodarlos ventajosamente en aquel país. Los hermanos Salazar prefirieron quedarse en Chile, donde esperaban enriquecerse en poco tiempo.



 

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Según el libro 14 del cabildo de Santiago, fojas 253, esos caballos fueron comprados a tres pesos cada uno. En otro acuerdo anterior, de 25 de febrero de 1650, se ve que en la capital se habían comprado vacas para el consumo del ejército, a catorce reales de a ocho en peso. Tales eran los precios a que habían llegado los ganados en esa época a consecuencia de su extraordinaria abundancia, con relación al escaso número de pobladores y al limitado comercio exterior del reino.



 

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El historiador don José Pérez García, de quien copiamos estas últimas palabras, Historia de Chile (inédita) libro XIX, capítulo 5, cita en su apoyo en este pasaje la historia manuscrita de don Antonio García, que no ha llegado hasta nosotros. A juzgar por las citaciones que allí hallamos, parece que este último estaba muy bien informado sobre esos sucesos. Por lo demás, el resultado de la información mandada levantar por el Gobernador, ha sido referido por los otros cronistas.



 

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Acerca de los productos pecuniarios de estas expediciones, hallamos las siguientes noticias en un curioso informe dado en Lima en octubre de 1656 por el capitán Diego de Vivanco. «Desde luego, dice, conviene mucho quitar los abusos que tiene establecido aquella guerra en la esclavitud de los indios en que mayormente ha consistido su duración por el gran interés que se les ha seguido y sigue a las cabezas que gobiernan, que son las del Gobernador, maestre de campo general y sargento mayor, porque de las corredurías y malocas que se hacen al enemigo es mucha la codicia de las piezas (cautivos) que se cogen en ellas; y las que menos valor tienen, que son los indios, se venden por más de cien pesos, y cada mujer y muchacho a más de doscientos, y los que no llegan a diez años, que llaman de servidumbre, también a más de cien; y mayormente acontece cogerlos nuestros indios amigos, porque van por guías y llevan la vanguardia, y así hacen más presto la presa que los españoles, y se les paga a veinte pesos cada una, sin poderlas vender a otras personas que las referidas; y del número de estas piezas le toca al maestre de campo y sargento mayor a veinte por ciento de ellas y los demás restantes al Gobernador, con que clara y advertidamente se verifica que estando este gran interés de por medio, no se ha de tener otro fin más que el pretender que dure la guerra».



 
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