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ArribaAbajoCapítulo octavo

Organización y estado de la colonia al principiar el siglo decimoséptimo


Organización política y civil de la colonia.- Ciudades principales del distrito de la Audiencia.- Cómo estaba constituida la población. Los Cabildos municipales.- Encomiendas y encomenderos.- Los negros.- Rentas del gobierno.- El patronato de los reyes de España sobre las iglesias de América.- Derechos legítimos.- Abusos.- Los Obispos y la Santa Sede.- Disciplina de la Iglesia ecuatoriana.- El tercer Concilio Provincial de Lima.- Sínodos de la diócesis de Quito.- Doctrinas de indios.- Establecimiento de parroquias.- Organización y estado de los conventos de los regulares.- Decadencia de la observancia religiosa.- Tribunal del Santo Oficio de la Inquisición.- Su establecimiento en Lima.- Procesados en el distrito del obispado de Quito.- Fundación de la villa de Zaruma.- Minas y laboreo de ellas.- Estado de la agricultura, de la ganadería y del comercio.- Juicio acerca de las condiciones de bienestar y prosperidad en que se encontraba la colonia.



I

Antes de continuar la narración de los hechos notables, que sucedieron en el tercer período de nuestra Historia, o en la primer época de nuestra antigua Real Audiencia, es indispensable que demos a conocer cuál era el estado en que se encontraba nuestra sociedad, y el punto de civilización que había alcanzado, al principiar el siglo decimoséptimo.

Aunque la sociedad civilizada, que pudiéramos llamar ecuatoriana, apenas contaba unos setenta años de existencia, tiempo demasiado corto   —384→   en la vida de los pueblos; con todo, había dado ya algunos pasos en el camino de su adelanto y mejoramiento civil. Existían en el territorio de la actual República del Ecuador las ciudades de Loja y Cuenca al Mediodía; de Guayaquil y Portoviejo en la costa del Pacífico; de Baeza, Ávila y Sevilla del Oro en la región oriental, al otro lado de la gran cordillera de los Andes; en la misma región se conservaban todavía, aunque casi en completa ruina, la aurífera Zamora y la no menos rica Logroño; en el centro, la ciudad de Quito prosperaba, ganando cada día en población y hermosura. En el distrito de la Audiencia se contaban entonces además varias otras ciudades y poblaciones, establecidas en provincias que actualmente forman parte de las repúblicas peruana y colombiana, limítrofes con la nuestra.

De estas ciudades, que hemos enumerado, algunas, en vez de adelantar, habían decaído notablemente: Portoviejo, la primera ciudad que hubo en la costa ecuatoriana, y Sevilla, Baeza, y Ávila en la provincia del Oriente habían venido muy a menos; Zamora y Logroño casi habían desaparecido por completo. En cambio, en el valle interandino se habían fundado Latacunga, Ambato, Riobamba y Chimbo: los indios de las diversas provincias habían sido reducidos a pueblos, algunos de los cuales en poco tiempo estaban muy crecidos. Latacunga y Ambato al principio fueron reducciones puramente de indígenas; pero la situación de ellas en medio del camino principal que conducía de Quito a Lima, capital del virreinato, y a Guayaquil y Panamá, centros del comercio, provocó a algunos españoles   —385→   a establecerse tanto en la una como en la otra; además la distancia considerable, que separaba a Ambato de Chimbo, hizo necesaria la fundación de una ciudad intermedia, y Riobamba se pobló de nuevo, con el título y los derechos municipales de villa. Por el contrario, hacia el Norte, desde Quito hasta Pasto no había ni una sola población de españoles; pues, aunque existían los pueblos de Mira y de Tusa al otro lado del Chota, y los de Caranqui y Otavalo, más cercanos a Quito, ninguno de ellos había sido todavía ennoblecido con los títulos y prerrogativas de villa ni menos de ciudad. En todas estas poblaciones había no pocos españoles, que vivían entre los indios, unos ejerciendo oficios o industrias mecánicas; y otros, dedicados a las faenas agrícolas.

Nos detendremos algún tanto en describir cada una de las provincias o distritos municipales, que comprendía la Audiencia de Quito, en lo que ahora es territorio de la República ecuatoriana. Principiemos por el Norte.

El distrito municipal de Quito, a principios del siglo decimoséptimo se extendía hasta más allá del nudo de Huaca, y partía jurisdicción con las ciudades de Pasto y de Almaguer por el lado del Norte; por el Sur incluía todos los pueblos de Latacunga hasta el río de Ambato, desde donde principiaba la jurisdicción de la villa de Riobamba. Las poblaciones de mayor importancia del distrito municipal de Quito eran Caranqui, Otavalo y Latacunga.

La creciente población de la ciudad obligó al Señor Solís a erigir tres nuevas parroquias, que   —386→   fueron la de San Marcos, al Oriente; la de Santa Prisca, al Norte; y la de San Roque, al Occidente. Estas dos últimas en sitios históricos; pues, para la de San Roque, le fue adjudicado un solar que pertenecía a un hijo del Inca Atahuallpa; y la de Santa Prisca se construyó en el mismo punto en que el virrey Blasco Núñez Vela fue degollado por los parciales de Gonzalo Pizarro, cuando la batalla de Añaquito. En el suelo de esa iglesia parroquial, fueron sepultados todos los españoles, que murieron en la misma batalla. El nombre de la parroquia recordaba una fecha célebre no sólo en la historia del Perú, sino de toda la América Meridional durante la dominación española. El 18 de enero de 1546, día en que la Iglesia romana conmemora el glorioso martirio de Santa Prisca, fue desbaratado, vencido y muerto el primer virrey del Perú en las llanuras de Añaquito, como lo hemos referido en el Libro Segundo de esta Historia. Por esto se estableció que todos los años, en aquella fecha, concurrieran a la iglesia de Santa Prisca la Audiencia y entrambos Cabildos, eclesiástico y civil, para celebrar un oficio fúnebre solemne en sufragio de las almas de los que habían perecido defendiendo la autoridad real134.

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Las principales poblaciones del corregimiento de Riobamba eran Chimbo y Ambato. En tiempo del mismo obispo Solís se erigió en Ambato una iglesia parroquial aparte para el servicio de los numerosos españoles o gente blanca avecindada ya en aquel lugar; hasta entonces no había allí más que una sola parroquia para los indios, dedicada a San Bartolomé, y los sacerdotes que desempeñaban el cargo de doctrineros no querían condescender con los blancos y les obligaban a que concurrieran a la iglesia los días de fiesta y los domingos juntamente con los indios. El señor Solís dividió la población, estableció a los moradores de raza española en la parte superior, y constituyó a los indígenas en la parte inferior, en la más baja del valle, dando a cada una; por separado, sacerdotes encargados de la administración de Sacramentos. Tal fue el principio de la hermosa ciudad de Ambato, cuya fundación está necesariamente relacionada con la memoria de él por muchos títulos insigne obispo Solís.- En cuanto a lo civil, Ambato era gobernado por un teniente del corregidor de Riobamba135.

Chimbo fue población fundada por el capitán Sebastián de Benalcázar, en los mismos días de la conquista: situado en el descenso occidental de   —388→   la cordillera, servía como de puerto para el tráfico entre la sierra y la costa.

En la provincia de Cuenca, el asiento de Cañar; y en Loja, la villa de Zaruma, fundada para el beneficio de las minas de oro, en que abundaba su suelo, eran las poblaciones más importantes. En la costa la ciudad de Guayaquil, situada en las faldas del cerro de Santa Ana, todavía, con pocos habitantes, principiaba a prosperar, mediante el comercio que sostenía con Lima y con Panamá. Sus casas no llegaban todavía ni a ciento: las mejores eran las del Ayuntamiento, construidas de madera de roble y con techumbre de teja136.

La población en todo el territorio de la Audiencia estaba compuesta de gentes diversas, la mayor parte de las cuales eran de raza indígena; había también un grupo ya bastante numeroso de negros, principalmente en los valles ardientes, donde no podían conservarse los indios. Unas razas se iban mezclando con otras; y de los lazos de familia y de las relaciones con que se estrechaban entre ellas había comenzado a surgir una muy variada población. Los europeos estaban todavía relativamente en corto número: los españoles criollos, es decir los americanos descendientes de padres europeos, eran más numerosos,   —389→   pero siempre menos que los mestizos, en quienes la sangre castellana estaba bastardeada por la sangre indígena pura.- Esta tan considerable diversidad de razas, es uno de los principales caracteres propios de la población americana posterior a la conquista.

Los derechos sociales de estas razas no eran los mismos. Pesaba sobre los negros la esclavitud: la gente africana vino al Ecuador, como a todos los demás puntos de América, traída de fuera, y fue introducida mediante el precio, que por cada individuo se pagaba en el mercado público, donde se compraban esclavos a la par que bestias de carga.

El negro estaba sujeto apenas terribles: no podía habitar libremente donde quisiera; abría los ojos de su razón en la esclavitud, y la muerte era la única que a las puertas del sepulcro le quebrantaba las cadenas de su servidumbre. Los hijos de esclavos eran esclavos; para el negro estaba vedada toda aspiración social, debiendo limitar su ambición únicamente a hacer menos penosa, su esclavitud. Los negros llegaron al territorio ecuatoriano con los mismos conquistadores, algunos de los cuales vinieron trayendo sus esclavos. Un negro fue muerto por los indios en la famosa batalla de Tiocajas entre Benalcázar y Rumiñahui: este negro era esclavo del capitán Hernán Sánchez Morillo, y valía trescientos pesos de oro en la moneda de aquel tiempo137.

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A principios del siglo decimoséptimo había un número relativamente considerable de negros en el distrito de Guayaquil; en el de Quito el número de ellos era mucho menor. Su destino social era el servicio doméstico en las casas de los amos, que los habían comprado, o el trabajo en las haciendas de climas ardientes, y principalmente en los ingenios de azúcar. Según los estatutos municipales de Quito, los negros podían ser castrados o mutilados por sus amos, cuando se fugaban del servicio o contraían relaciones ilícitas con las indias138.- Observose desde un   —391→   principio quo los indios recibían en sus casas y agasajaban a los negros ocultándolos de sus patrones, cuando andaban huidos; por lo cual fue necesario castigar a los caciques, para que entregaran a los negros prófugos y no los ampararan en sus pueblos. La raza indígena fue tan menguada que se abatió ante la raza negra, considerándose como inferior a ella.




II

El sistema administrativo establecido por los Reyes españoles para el régimen y organización de sus colonias de América, era bastante acortado: todos los asuntos estaban distribuidos en dos solas clases: unos pertenecían a lo que se llamaba negocios de gobierno, y otros a lo que se distinguía con el nombre de justicia. Asuntos de gobierno y asuntos de justicia, he aquí la distribución administrativa, establecida en el régimen y organización de las colonias americanas.

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La administración de justicia se ejercía por los alcaldes ordinarios, por los corregidores de las villas y ciudades, por las Audiencias reales y por el Supremo Consejo de Indias.- El gobierno estaba confiado a los virreyes, a los presidentes, a los gobernadores de las provincias, a los corregidores y a los tenientes, que los gobernadores o los corregidores nombraban en su lugar.

La Real Audiencia de Quito estaba organizada como todas las demás Audiencias menores de Indias, con un Presidente, cuatro Oidores y un Fiscal.- Las que pudiéramos llamar Audiencias mayores, eran solamente la de Méjico y la de Lima.- Todas las Audiencias tenían un relator, un escribano y un portero.- Estos tribunales de América estaban organizados como las Cancillerías reales de España; pero tenían además varias otras atribuciones, para la más pronta y expedita administración de justicia, atendida la dificultad de acudir cómodamente al Consejo Supremo de Indias139.

El Rey era la autoridad suprema, encargada del bien general de todos sus vasallos: sobre el Rey, en lo temporal, no había poder alguno; y el soberano estaba obligado a dar cuenta de sus actos solamente en el tribunal del Juez Eterno. En el Rey residía, pues, el poder supremo de dictar leyes, y éstas debían tener por fin el bien general de sus súbditos; para esto, toda ley había de ser necesariamente una consecuencia práctica   —393→   de las máximas de la justicia universal y de las enseñanzas de la moral cristiana. Las disposiciones gubernativas, dictadas por los monarcas españoles para sus colonias americanas, desde el descubrimiento del Nuevo Mundo hasta la época a que hemos llegado con nuestra narración, fueron todas generalmente enderezadas al bien común; solamente en lo económico se pudieran poner algunos reparos justos. Los males, que en nuestra narración hemos enumerado, provinieron de los gobernantes subalternos, pues no siempre los soberanos acertaron en la elección de sus empleados; ni debe sorprendernos el que los magistrados que venían a América hayan carecido en muchos casos de las prendas indispensables para desempeñar cumplidamente sus deberes. La enorme distancia de la Corte, ¿no era una especie de impunidad? El deseo de enriquecerse ¿podía ser moderado fácilmente entre las ocasiones, que se les venían a las manos?

Dos arbitrios discurrieron los Reyes para remediar los abusos que cometían los gobernantes de América, y aún para impedirlos: las fianzas y las residencias. Todos los empleados estaban sujetos a rendir cuenta estricta de la manera cómo habían desempeñado sus destinos; pues de la residencia no eran exonerados ni los mismos virreyes. Los gobernadores debían rendir primero una fianza antes de principiar a ejercer su autoridad: la fianza era una prenda del buen desempeño del cargo, y con ella tenían de satisfacer las penas, con que se los castigara cuando fuesen sometidos a la residencia. En nuestra narración hemos referido cuál fue el éxito de las residencias   —394→   a que fueron sujetados los presidentes Santillán y Barros, por las quejas que contra ellos se elevaron a Felipe Segundo.

El período de la duración de la presidencia no era fijo ni determinado, duraba a medida de la voluntad del Rey: las residencias, unas veces se practicaban terminado el gobierno, como sucedió con el presidente don Lope de Armendáriz, y otras tenían lugar para pesquisar los abusos que se habían denunciado, antes de la separación del empleado. Las penas solían ser multas, privación del empleo, inhabilidad perpetua o temporal para desempeñar cargos públicos, destierro asimismo temporal o perpetuo de América y prisión.

En la Audiencia de Quito no había más que una sala, porque en el tribunal residían ambas jurisdicciones, la civil y la criminal: los ministros eran a un tiempo Oidores y Alcaldes del crimen, por lo cual entre las insignias de su mando llevaban siempre el bastón o la vara.

El cuidado del bien común en lo material y moral de las poblaciones era atribución propia de los cabildos y ayuntamientos. Componíanse estas corporaciones de los alcaldes, de los regidores y del mayordomo y tesorero: el secretario era siempre un escribano. Había cabildos en las ciudades y en las villas; los ayuntamientos de éstas constaban de un número de miembros menor que el de las ciudades. Los regidores eran nombrados por el Rey, y hubo algunos en Quito que gozaron de ese destino con título perpetuo.

Todos los años, el día de año nuevo, reunidos   —395→   los regidores en Cabildo, hacían la elección de alcaldes; por lo común, esta elección se practicaba por escrutinio secreto, mediante votos escritos en papeletas que se depositaban en una ánfora, de donde las sacaba y leía el escribano del Cabildo: era elegido el que reunía la mayoría de votos. Nadie tenía derecho a intervenir en la elección, y de lo que en ella había pasado se debía guardar un secreto inviolable, que ni aun al mismo Presidente podía serle revelado. No obstante, el licenciado Hernando de Santillán violó todos los derechos de los cabildos, y no respetó ninguno de sus fueros: presidió él mismo en persona las elecciones, y mandó elegir a los que quiso, o los eligió por su propia autoridad; más tarde, no solamente los Oidores, sino hasta sus mujeres intervenían en las elecciones, llegando a ejercer un verdadero dominio humillante sobre los ayuntamientos envilecidos.

Los alcaldes tenían jurisdicción en el distrito de las villas o ciudades, y eran los jueces de primera instancia, así en lo civil como en lo criminal. El alcalde primero municipal era el llamado a hacer las veces del Gobernador de la provincia o del Corregidor cuando éste moría, o cuando, por cualquiera otro motivo, se hallaban vacantes aquellos empleos; por esto, no podía ser elegida para alcalde ninguna persona de ruin condición, ni los que tuviesen tiendas de mercancías, ni los que ejerciesen oficios mecánicos o serviles: habían de ser sujetos honorables, de buena fama, avecindados en el lugar y de honrosos precedentes, y además letrados, si fuese posible.

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Después de la revolución de las alcabalas fue castigada la ciudad de Quito con la prohibición de elegir alcaldes ordinarios, y en 1594 los eligió y nombró el general don Pedro de Arana, con comisión especial que para ello recibió del virrey Hurtado de Mendoza140.

De las sentencias que pronunciaban los alcaldes ordinarios, sólo se podía apelar a la Audiencia. Además de los alcaldes ordinarios, había también alcaldes de la Hermandad, que eran empleados de la administración de justicia, y tenían voz y voto en los cabildos. La institución de lo que entonces se llamaba Santa Hermandad, corresponde a la policía de nuestras ciudades, en el actual régimen administrativo de nuestras repúblicas modernas.

Las atribuciones de los cabildos eran entonces muchas más, que las que tienen ahora nuestras corporaciones municipales: ellos cuidaban de todo lo concerniente a la conservación, aseo y mejoramiento de las ciudades: deber suyo era mirar por la salubridad pública, y atender a la provisión de carne y de agua, y al abastecimiento de víveres para todos los habitantes: vigilaban sobre las artes y oficios; sobre las tiendas, almacenes y talleres públicos, y cada año daban un arancel para cada una de las artes y oficios mecánicos, y fijaban las condiciones que debían tener y los precios a que se habían de vender todos los artículos del consumo diario y general, como   —397→   el pan, las velas, etc. Al principio distribuían terrenos a los vecinos de la ciudad, fijaban los linderos de las posesiones distribuidas, y señalaban la marca, que cada propietario debía tener para sus ganados. Animados del espíritu religioso; que distinguía a los españoles y a los criollos del siglo decimosexto, los alcaldes y regidores del Ayuntamiento de Quito se manifestaron creyentes fervorosos en todas circunstancias. Para despertar más los estímulos de la conciencia, dispusieron que en la sala de las juntas ordinarias del Cabildo se colocara un Crucifijo, cuya vista recordara los deberes cristianos, principalmente a los que tuviesen que hacer algún juramento: con motivo de fuertes y repetidos temblores, eligieron por patrón de la ciudad y su provincia a San Jerónimo, cuya estatua de madera del tamaño natural fue puesta en la Catedral, donde todos los años se celebraba con solemnidad la fiesta del santo: unas sequías prolongadas, que destruyeron las mieses y asolaron los campos, fueron ocasión para que el Cabildo eligiera por protectora de la agricultura a la Divina Virgen, poniendo las siembras y las heredades bajo el patrocinio de María en su huida a Egipto141.

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En una plaga de ratones que aparecieron en Portoviejo, bullendo en todas partes y consumiéndolo todo, el Cabildo de la ciudad acudió a los auxilios sobrenaturales y constituyó a San Valerio obispo, como protector de la ciudad contra las plagas de animales dañinos. Con este motivo, se edificó una capilla dedicada al Santo: esta capilla, la iglesia parroquial y la del convento de la Merced eran los tres únicos templos, que la ciudad de Portoviejo tenía, allá por el año de 1600.

Manifestación del mismo espíritu religioso fue el acuerdo del cabildo de Quito, que, para dar a conocer cuánto se alegraba esta ciudad con la venida del obispo Solís, dispuso que una comisión compuesta de tres de sus más distinguidos miembros, saliera a encontrar al Prelado, y en la tarde de su llegada le obsequiara la comida, costeada con fondos de la misma Municipalidad, como se verificó. La fama de las virtudes del señor Solís se había anticipado a su llegada, y, por eso, Quito se alegraba, considerándose feliz con la presencia de un Obispo tan venerable142.

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Los ayuntamientos miraban no sólo por el esplendor de las ceremonias públicas del culto católico; cuidaban también de aliviar las necesidades temporales que sufrían los pueblos. A fines del siglo decimosexto, la población de Quito se había aumentado considerablemente, y el estado sanitario principiaba a desmejorarse: el Cabildo celebró un contrato con un médico, para que asistiera a todos los enfermos pobres, y recetara sin exigir de ellos remuneración ninguna. Su estipendio le pagaba el tesorero del Cabildo, de los fondos propios de éste, aunque los recursos con que contaba el Ayuntamiento de Quito en aquella época eran muy escasos143.

No sólo daba el Ayuntamiento aranceles para todos los oficios, sino que vigilaba sobre la idoneidad de los maestros y no consentía a nadie abrir un taller, sino cuando presentaba certificados de habilidad y pericia en el arte, o cuando, por medio de un examen ante el mismo Ayuntamiento, acreditaba sus conocimientos. ¿Cómo habían de consentir los antiguos que nadie pusiera taller público de un arte en la ciudad, careciendo de pericia y responsabilidad? Vigilar sobre la honradez de los artesanos era mirar por el bien común.

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Tenía asimismo el Ayuntamiento el deber de amojonar los caminos y ejidos públicos y cuidar de la conservación de los bosques; pues a nadie le era permitido cortar árboles, ni descuajar las selvas a su arbitrio. Uno de los regidores era ordinariamente Guarda mayor de los montes y bosques, que existían en los términos de la jurisdicción de la ciudad: nuestras únicas leyes forestales han sido las ordenanzas, que a este respecto dictaron los antiguos Ayuntamientos del tiempo de la colonia144.

Las ordenanzas de nuestro antiguo Ayuntamiento tenían por objeto evitar oportunamente la indiscreta tala de los bosques; cosa de suma trascendencia para la salubridad pública, conveniente dirección de los vientos y buena distribución de las lluvias, sobre todo, en países como el nuestro, donde no se conoce sucesiva variedad de estaciones.

El tesoro real se formaba de las penas de cámara o multas aplicadas a la Corona; del quinto del oro, que se encontrara en sepulcros antiguos o que se extrajera de minas o lavaderos; del décimo de la plata; de los derechos de almojarifazgo y alcabala; de la venta de varios empleos; de los diezmos eclesiásticos adjudicados al tesoro   —401→   real por la Silla Apostólica en toda América; de los tributos de los indios, que iban quedando vacos conforme iban falleciendo los que los tenían en encomienda. Estos eran no los únicos sino los principales ramos, que formaban el tesoro de la Real Hacienda en las provincias del antiguo reino de Quito, en los comienzos del siglo decimoséptimo. A éstos debemos añadir, finalmente, otro ramo también de origen eclesiástico, a saber, el rendimiento de la Bula de la Santa Cruzada, concedido por Sixto Quinto y otros Papas a los reyes de España.

La sociedad en la colonia estaba compuesta de gentes de diversas categorías: lo más noble, lo más importante, se hallaba representado por los hijos y descendientes de los conquistadores o primeros pobladores de las ciudades; seguían los vecinos que poseían grandes propiedades o gruesos capitales; la mayoría de la población la constituían los mestizos, los oficiales de industrias mecánicas o de algunas artes útiles, y finalmente los indios, que, tanto entonces como ahora, eran en la sociedad miembros no sólo necesarios, sino verdaderamente indispensables. Hasta fines del siglo decimosexto todavía existían encomiendas numerosas de indios, y había ricos encomenderos.

Eran las encomiendas un número determinado de indios, que el Rey señalaba a un individuo, para que tuviera cuidado de ellos y recibiera, a su vez, el tributo que les estaba tasado, en dinero, en víveres o en alguna otra cosa útil. Estos indios no eran esclavos ni criados del encomendero: eran libres, y tan vasallos del Rey   —402→   como los mismos europeos. El encomendero no podía vivir ni tener propiedad ninguna en los pueblos de su encomienda; tampoco lo era permitido hacer trabajar a los indios ni ocuparlos en su servicio, de ningún modo. Eran tributarios los indios varones, solamente desde los diez y ocho hasta los cincuenta años de edad: las mujeres y los niños no pagaban tributo alguno.

La contribución con que pechaban los tributarios, era un tanto en dinero, que nunca excedía de tres pesos de plata por año, una o dos mantas y unas cuantas gallinas o aves de corral; el que más pagaba eran dos: las ovejas o los cerdos los costeaba a prorrata la parcialidad o pueblo entero; las mantas eran de algodón; pero en algunos lugares el encomendero estaba obligado a suministrar el material, y el indio ponía solamente su trabajo. Ordinariamente el tributo se recaudaba por partes, cada seis meses una porción, para facilitar el pago: los encargados de recaudarlo eran los caciques, de cuyas manos debía recibirlo el encomendero.

Las encomiendas no daban, pues, a sus dueños un derecho de propiedad perfecto, sino tan sólo el dominio útil, por un tiempo limitado. En el territorio ecuatoriano las encomiendas no se concedieron más que por dos vidas, así es que gozaron de ellas solamente los hijos, y no los nietos de los primeros poseedores.

A primera vista la institución de las encomiendas parece odiosa; pero examinada atentamente, no puede menos de ser aprobada, pues, en sí mismas, las encomiendas, tales como se organizaron en el virreinato del Perú, no tienen   —403→   nada de injusto. Eran remuneración, pero onerosa: el encomendero estaba obligado a residir en América, y en la provincia o distrito donde estaba su encomienda; debía servir como soldado, siempre que el Rey tuviera necesidad de sus servicios, y entonces no percibía sueldo ninguno tenía que pagar el estipendio sinodal al sacerdote, que sirviera como Cura o Doctrinero de los indios y contribuir para la fábrica de las iglesias y sostenimiento del culto; finalmente era obligación del encomendero conservar, amparar y defender a los indios de su encomienda. El servicio militar, exigía del encomendero que estuviera siempre provisto de armas y de caballo, porque la defensa de la tierra corría de su cuenta: ya vimos cómo los encomenderos de Quito acudieron a la defensa de Guayaquil, cuando las dos invasiones de los corsarios ingleses Drake y Cavendish.

Tal era la organización civil y política de la sociedad ecuatoriana durante el gobierno de la colonia, a principios del siglo decimoséptimo. Veamos ahora cual era la organización eclesiástica, y en qué estado de prosperidad se hallaba el clero, tanto secular como regular, hacia la misma época.




III

Las iglesias de la América española, aunque unidas estrechamente con la Santa Sede y muy obedientes a la Autoridad apostólica; con todo, desde su fundación se erigieron y gobernaron no por el derecho canónico común, sino por un derecho   —404→   especial, que muy bien merecería ser llamado derecho hispanoamericano. El punto más notable de este derecho y el capítulo, en que estaba toda la sustancia de él, es el patronato de los monarcas españoles sobre todas sus iglesias de América. Se engañaría gravemente el que pensara que el derecho de patronato de los reyes de España sobre las iglesias de las Indias occidentales, era un derecho de patronato común, fundado únicamente en las reglas generales del Derecho canónico; pues era un patronato especial, fundado en la edificación y dotación de iglesias y conventos, y en el sostenimiento del culto, en la predicación de la religión cristiana, y en concesiones amplias hechas por la Santa Sede a los reyes de España. Las concesiones del patronato habían emanado de los Papas Alejandro Sexto, Julio Segundo y Clemente Séptimo: en virtud de estas gracias y privilegios, los monarcas españoles eran no solamente patronos, sino unos como delegados de la Silla Apostólica en América, según la opinión de muy graves autores145.

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Pertenecían, pues, a los Reyes los diezmos de toda América, y no podía hacerse erección de obispado ni de iglesia alguna, ni fundación de convento, sin que precediera, como requisito indispensable, la licencia y beneplácito del Rey; asimismo, el Rey tenía derecho exclusivo para presentar eclesiásticos idóneos para los arzobispados, obispados, canonjías y demás beneficios eclesiásticos, ahora fuesen simples, ahora tuviesen cargo de almas: también varios oficios eclesiásticos eran conferidos por el Rey. Tal era   —406→   el extenso y amplio derecho de patronato, que los soberanos de Castilla ejercían en América. Desde el descubrimiento de América hasta principios del siglo decimoséptimo, se sucedieron en el trono de Castilla sólo cuatro príncipes los Reyes Católicos, don Fernando y doña Isabel; el emperador Carlos Quinto, y su hijo Felipe Segundo; el siglo decimoséptimo principió con el gobierno de Felipe Tercero, y este monarca, al subir al trono de España, encontró el uso   —407→   y ejercicio del derecho de patronato menuda y prolijamente reglamentado por su padre.

Tan reglamentado estaba el ejercicio del derecho de patronato y tantas precauciones se habían discurrido para conservarlo invulnerable, y sin que pudiera ser menoscabado ni en un ápice siquiera, que la acción de la autoridad eclesiástica en el ejercicio de su jurisdicción estaba muy ceñida y apretada, y casi reducida a la mera administración de Sacramentos; por esto, nuestro venerable obispo Solís decía a Felipe Segundo, con aquella santa claridad que le era característica: «los Obispos de estos obispados de Indias «no somos más que unos sacristanes honrados». En efecto, los obispos celosos deploraban la intervención omnímoda y absoluta de los Presidentes y Oidores en el gobierno eclesiástico; tanto Carlos Quinto como su hijo Felipe Segundo, aunque eran católicos sinceros, no obstante, por celo de autoridad y como una precaución para conservar incólume su derecho de patronato, excogitaron el arbitrio de rever y examinar en el Real Consejo de Indias todos los Breves, Bulas y documentos pontificios, a fin de no permitir la ejecución de los que fuesen perjudiciales a su tan preciado derecho de patronato. Además, como podía suceder que los prelados, de algún modo menoscabaran este derecho o defraudaran a la autoridad real de los honores, privilegios y prerrogativas inherentes a él, dispusieron que los virreyes, los presidentes y las audiencias vigilaran celosamente sobre este punto, y no consintieran ni el más leve agravio a esta regalía. De aquí nacieron dos disposiciones legales, que   —408→   en breve se convirtieron en ocasión de abusos y de escándalos. El pase a los documentos pontificios, y los llamados recursos de fuerza: ambas medidas en su origen no fueron más que simples precauciones de los Reyes para conservar incólume su autoridad y su dominio absoluto sobre América, pues ni Carlos Quinto ni mucho menos Felipe Segundo pretendieron jamás sostener que su autoridad real era superior a la autoridad espiritual del Papa y de los Obispos: reconociendo esta superioridad, procuraron únicamente evitar las consecuencias, que las disposiciones pontificias pudieran causar, cuando el Papa hubiese sido mal informado para expedirlas.

Sin embargo, ya desde un principio se observó que, en la práctica los gobernantes de América abusaban escandalosamente de los recursos de fuerza. En lo que ahora es nación ecuatoriana, la Audiencia de Quito, bajo este respecto, no sólo no fue moderada, sino que en sus abusos de autoridad llegó hasta lo ridículo, principalmente en tiempo del señor obispo Peña. Se lamentaba este ilustre Prelado de la abyección y vergonzoso envilecimiento de los clérigos, que, para obtener beneficios eclesiásticos, acudían a la casa del Presidente y de los Oidores, donde se los veía a menudo, perdido todo decoro, sirviendo no sólo a las mujeres sino hasta a los criados de los ministros, para congraciarse con éstos. Y tan prendados llegaron a tener a los Oidores, que de cuanta disposición daba el Obispo apelaban a la Audiencia, y los Oidores admitían el reclamo y declaraban que el Prelado había cometido fuerza. Uno de los canónigos era desaseado en su persona, poco medido   —409→   en el comer, y asistía al coro con desgreño y falta de urbanidad: amonestado por el obispo Peña para que se corrigiera, apeló a la Audiencia, en la cual semejante queja ridícula encontró acogida, ¡y fue asunto de los acuerdos y de las sentencias del tribunal! ¿Cómo explicar semejantes aberraciones? No se miraba lo justo, sino tan sólo el satisfacer venganzas ruines contra el Obispo146.

Era el señor Peña hombre grave, austero y digno; convencido de la rectitud de su procedimiento, obraba ordinariamente sin guardar para con sus paisanos, los Oidores, esas atenciones y miramientos que hacen suave y amable la autoridad: de aquí esa lucha encarnizada de la Audiencia con el Prelado. Vino el señor Solís; y acomodándose más con su mansedumbre a la condición de los tiempos y de los hombres, logró gobernar con alguna mayor tranquilidad su vasta diócesis. El desacuerdo entre las dos autoridades ha venido a ser, pues, una como enfermedad endémica de nuestro país, desde el principio de nuestra historia. ¿Cuáles fueron las ideas de nuestros primeros Obispos relativamente a la manera de gobernar su obispado? ¿Qué pensaban en punto a su dependencia de la Santa Sede?

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Parece a primera vista que nuestros antiguos Obispos se cuidaban muy poco de sus relaciones con el Papa; sin embargo, era todo lo contrario. El Ilmo. señor don Fr. Pedro de la Peña practicó por apoderado la visita ad Sacra Limina Apostolorum; y el señor López de Solís, aun antes de ser consagrado Obispo, ya escribía al rey Felipe Segundo, que alcanzara de la Santa Sede una dispensa de la obligación de practicar personalmente esta visita, o, a lo menos, una prolongación del plazo señalado para hacerla. Y, en efecto, Pío Cuarto concedió que se hiciera la visita de cinco en cinco años; y además se obtuvo nueva gracia, en virtud de la cual, los obispos de América quedaron facultados para cumplir con el precepto de la visita, remitiendo la relación acerca del estado de su diócesis147.

Se dispuso que las iglesias catedrales de América habían de conformarse con las prácticas y costumbres de la Catedral de Sevilla; finalmente se cuidó de conservar en toda su pureza el sagrado depósito de la fe católica y cristianas costumbres. Las iglesias de toda la América Meridional, así como la de Quito, recibieron su organización definitiva por medio de los Concilios provinciales, que congregó en Lima Santo Toribio de Mogrovejo. El Concilio de Trento, el Concilio Limense de 1583, las disposiciones sinodales   —411→   del Concilio de 1567, renovadas por el de 1583, y los Sínodos diocesanos celebrados en Quito y en Loja por el señor Solís, he aquí el cuerpo de leyes canónicas particulares, con que fue definitivamente constituida la iglesia de Quito. Cuando comenzó el siglo decimoséptimo ya nuestra sociedad había, pues, recibido una organización eclesiástica completa.

Una de las primeras cosas a que consagró de preferencia Santo Toribio su atención y cuidado fue la celebración de Sínodos diocesanos y de Concilios provinciales: distintivo de santos ha sido siempre el esmero en cumplir fielmente todas las leyes eclesiásticas; así Santo Toribio, apenas llegó a Lima, cuando convocó a Concilio provincial a todos sus sufragáneos, en obedecimiento de lo prescrito por el Tridentino. Este primer Concilio provincial de Lima, en que presidió Santo Toribio, fue convocado el año de 1581: la primera sesión pública se celebró el 15 de agosto del año siguiente de 1582; en ella no asistió el obispo Peña, porque llegó a Lima a mediados de octubre de ese mismo año, y, después de una larga enfermedad, falleció el 13 de marzo del año siguiente de 1583. El señor San Miguel, nuestro tercer Obispo, asistió a este Concilio, como Obispo entonces de la Imperial en Chile: predicó en las sesiones públicas primera y tercera; recibió como sufragáneo más antiguo la protestación de la fe, que hizo en sus manos el santo Metropolitano de Lima, y estuvo siempre a su lado en los ruidosos disturbios, que ocasionaron algunos de los otros Prelados, acaudillados por el obispo del Cuzco.

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El Concilio Limense de 1583 es, en realidad, el primero; pues, aunque se habían celebrado ya otros dos, sólo éste recibió una aprobación expresa de la Silla Apostólica. De los dos primeros, el de 1552 fue tenido como una simple asamblea eclesiástica, congregada antes de la promulgación del Tridentino, y sus acuerdos no se pusieron en vigor, por falta de algunos requisitos canónicos. El segundo se reunió en 1567: fue legítimamente convocado y presidido por el señor don Fr. Jerónimo de Loaysa, primer arzobispo de Lima; los decretos de este Concilio fueron revisados y publicados por Santo Toribio, a quien dieron ese encargo y comisión sus sufragáneos.

Santo Toribio celebró un segundo Concilio provincial en 1591; pero, como en esa época estaba vacante el obispado de Quito, fue convocado solamente el Cabildo eclesiástico, el cual no deputó comisionado ninguno que lo representara. Siete años después, quiso el santo Arzobispo reunir otro Concilio, para cumplir escrupulosamente con lo ordenado por Gregorio Decimotercero, el cual había concedido que los Concilios provinciales de la provincia eclesiástica peruana se congregaran no cada tres, sino cada siete años; pero no se verificó el Concilio, porque el señor Solís le aconsejó al santo que difiriera la convocatoria del Concilio hasta que se recibiera de Roma y del Consejo de Indias la aprobación del primero. Ésta se concedió en 1598, y el tercer Concilio Limense celebrado por Santo Toribio se reunió el año de 1601, bajo el pontificado de Clemente Octavo, y cuando estaba reinando ya en   —413→   España don Felipe Tercero. A este Concilio asistió como obispo de Quito el señor Solís, que como teólogo consultor había concurrido al de 1583. El Concilio principió el día 11 de abril, y se clausuró el diez y ocho del mismo mes; por lo cual, el señor Solís regresó sin pérdida de tiempo a su ciudad episcopal.

A la asamblea eclesiástica congregada por el arzobispo Loaysa no concurrió personalmente nuestro primer Obispo: lo representó, como su Procurador, el padre Fr. Domingo de Santo Tomás. Como entonces no había todavía Cabildo eclesiástico en esta Catedral, no fue éste convocado, ni asistió ninguna persona haciendo sus veces en la asamblea.

Al Concilio Limense de 1567 concurrió personalmente el obispo don Fr. Pedro de la Peña. El Cabildo eclesiástico dio sus poderes para que lo representaran al arcediano de Lima, al licenciado Francisco Falcón, abogado, y a Cristóbal Velásquez. En el Concilio Limense de 1583, el Cabildo eclesiástico de Quito, aunque fue convocado, se descuidó de nombrar apoderados que lo representaran: por dos veces hizo notificar el santo Arzobispo a nuestros canónigos con la convocatoria, y aun les escribió una carta muy insinuante, pero no llegaron a ponerse de acuerdo sobre la persona a quien habían de confiar los poderes, y dejaron de acudir al llamamiento del Metropolitano. Después de la muerte del señor Peña, hizo nueva convocatoria Santo Toribio a nuestro Cabildo en Sede vacante; y entonces, mediante las reiteradas amonestaciones del santo, designaron al maestrescuela de Lima y a los   —414→   arcedianos del Cuzco y de Lima para que, como apoderados del Cabildo eclesiástico de Quito en Sede vacante, lo representaran en el Concilio, que continuaba congregado todavía. Tal fue la participación que nuestros Obispos y nuestros canónigos tuvieron en los tres primeros Sínodos provinciales, reunidos en Lima y presididos respectivamente por don Fr. Jerónimo de Loaysa y Santo Toribio de Mogrovejo148.

¿Qué juicio deberá pronunciar un historiador imparcial acerca de los Concilios de Lima? Estudiados detenidamente los decretos de todos estos Concilios, no puede menos de reconocer el historiador y proclamar con satisfacción la prudencia, el celo del bien, la imparcialidad, el tino y la admirable sabiduría práctica, con que todos ellos han sido dictados. De todos los Concilios el más célebre, el más importante y al que organizó propiamente la provincia eclesiástica peruana, fue el tercero, es decir el primero que celebró Santo Toribio, el año de 1583. Contiene cinco sesiones, y sus decretos pudieran considerarse como distribuidos en los puntos siguientes: Instrucción cristiana, Administración de Sacramentos, Moral pública, y Vida y costumbres del clero. El Concilio trabajó dos catecismos de la   —415→   doctrina cristiana, uno mayor y otro menor: el mayor para la instrucción de los adultos, y el menor para que lo aprendieran los niños; estos dos catecismos se redactaron en castellano, y, por orden del mismo Concilio, se vertieron a la lengua quichua y a la aymará, los dos idiomas indígenas más principales y generalizados en el virreinato del Perú. Por disposición del mismo Concilio, se compuso un Sermonario, asimismo en las dos lenguas, y se redactaron exhortaciones devotas y preces para la administración de los Sacramentos, y para la asistencia a los enfermos y moribundos: se formó el arancel que había de guardarse en las curias eclesiásticas, y se expidió el reglamento que debían observar los Visitadores comisionados para practicar la visita pastoral de los obispados, cuando los Obispos no pudieran hacerla por sí mismos.

Para refrenar algún tanto el espíritu aventurero, que todavía dominaba entre los hombres de aquella época, prohibió el Concilio, bajo pena de excomunión, a los sacerdotes prestarse para servir de capellanes en las expediciones, que con frecuencia se organizaban para ir a conquistar las provincias habitadas por tribus bárbaras. En la excomunión incurrían los eclesiásticos por el mero hecho de condescender en tomar parte como capellanes en semejantes expediciones, sin previa licencia del Obispo, a cuyo arbitrio quedaba el castigarlos aun con penas temporales.

Decretaron también los Obispos en este Concilio, que los Curas en todas las parroquias de indios fundaran escuelas para enseñar a los niños a leer, a escribir y sobre todo a hablar la lengua   —416→   castellana, como un medio poderoso y eficaz de instruir y civilizar a la raza indígena: prohibieron que, con ocasión de las escuelas, se hicieran servir por los niños o los ocuparan en cosa alguna. Mandaron fundar también colegios seminarios en todos los obispados, y para el sostenimiento de ellos impusieron una contribución de un tres por ciento anual sobre todos los beneficios eclesiásticos y sobre todas las demás rentas sagradas, inclusas las de los hospitales.

Renovaron los padres de este Concilio las prohibiciones canónicas y las penas contra los sacerdotes, que se ocuparan en el comercio: parece que este vicio había echado hondas raíces, y que el escándalo iba tomando proporciones alarmantes, por lo cual los Obispos emplearon palabras gravísimas para condenarlo e impusieron penas muy señaladas contra los culpados. Los curas no podían ni siquiera tener bestias de alquiler, ni mucho menos emplear a los indios en el laboreo de las minas.

Prohibió a los clérigos andar sin hábitos talares, usar sotanas o manteos de seda, vestirse con lujo profano y, principalmente, entretenerse en juegos y diversiones pecaminosas. El juego quedó sujeto a excomunión mayor.

Encarga muy mucho el Concilio a todos los prelados que no sean fáciles en conceder licencias de confesar a cualquier sacerdote, y preceptúa que primero sean escrupulosamente examinados no sólo los clérigos sino los frailes antes de darles licencias para confesar: advierte que miren bien a quienes confían tan sagrado ministerio y recomienda gran cautela en conceder   —417→   licencias a los sacerdotes, que recién llegaban de Europa, para precaver los males a que solía dar ocasión la inconsulta confianza de los Obispos en sacerdotes desconocidos. Contra los concubinarios, el Concilio fue severísimo: sus decretos a este respecto son dignos de ponderación; si bien el Concilio no hizo sino renovar los cánones antiguos y los del Tridentino. Prohibió además a los clérigos el entretenimiento de la caza, y el conservar perros de prosa y aves de cetrería; también el uso del tabaco antes de la celebración de la Misa, y esto bajo pena de excomunión.

Muchos otros decretos expidió el Concilio relativamente al buen gobierno de las parroquias, a la conservación de los bienes de las iglesias y a la observancia de la clausura regular en los conventos de monjas; por lo cual, este Concilio merece ser considerado no sólo como el más célebre, sino también como el más provechoso de cuantos se celebraron en Lima. Hay decretos santísimos, llenos de unción y de fervor cristiano, principalmente los relativos al culto de la Sagrada Eucaristía, y a la manera de celebrar los Divinos Oficios. A este mismo Concilio se deben ciertas prácticas de piedad y devoción, como el canto solemne de la Salve Regina todos los sábados del año, por la tarde, en nuestras iglesias catedrales. También los padres de este mismo Concilio fueron los que compusieron las hermosas Letanías peruanas en elogio de la Virgen, tan llenas de profundo sentido místico como de tierna devoción. El Concilio Limense tercero fue uno de los hechos más trascendentales de la época   —418→   colonial, y una de las más gloriosas páginas de su historia149.

El señor Solís, que había asistido a este Concilio como teólogo, cuando Obispo procuró poner en práctica puntualmente todas sus disposiciones, con una prontitud y una diligencia admirables. Los artículos de sus dos Sínodos diocesanos fueron una aplicación, menudamente hecha de los decretos del Concilio. Daremos razón aquí de todos aquellos artículos, que, por tener importancia social, merecen ser recordados en la historia, para conocimiento de lo que era nuestro pueblo en aquellos tiempos.

La institución eclesiástica destinada a ejercer sobre los individuos, sobre las familias y sobre los pueblos y naciones enteras una influencia   —419→   necesaria, directa y poderosa, es la de los párrocos o sacerdotes encargados de la cura de almas. Nuestra sociedad, en sus principios, estaba compuesta de dos clases o condiciones de gentes: los españoles, los de raza blanca, ya venidos de la Península, ya nacidos aquí de padre y madre blancos; y el pueblo, formado por los indios, entonces muchísimo más numerosos que ahora: entre los blancos y el pueblo estaba una clase media, todavía no muy considerable, sin duda, pero muy digna de atención, y la constituían los descendientes de los blancos habidos en madres indígenas, a quienes se daba el nombre de mestizos; pues los blancos, ahora fuesen europeos, ahora fuesen nacidos en América, eran indistintamente llamados españoles. Las parroquias en un principio se organizaron no por la extensión del territorio ni por el número de feligreses, sino por la clase   —420→   social, y hubo párrocos para sólo españoles, y curas o doctrineros para indios. En las ciudades las iglesias eran comunes; pero cada clase social tenía su propio párroco.

La absoluta escasez, que hubo de sacerdotes seculares en los primeros tiempos, fue causa para que se confiara a los religiosos el ministerio de párrocos de aquí resultó, en todo el distrito del obispado de Quito, el que la mayor parte de los curatos estuviesen administrados por religiosos, principalmente franciscanos. Verificada la conquista, siguiose la distribución de las provincias conquistadas entre los conquistadores, y se constituyeron las encomiendas o repartimientos: como la principal obligación con que se daban las encomiendas era la de establecer y conservar la instrucción religiosa de los indios, para convertirlos al cristianismo, los encomenderos acudían a los frailes, y, mediante una pensión, se obligaban éstos a doctrinar a los indios y administrarles los Sacramentos. De aquí se derivó el nombre mismo de doctrina con que en todo el Perú fueron conocidas las parroquias, y el de doctrinero, que se daba a los curas de los indios. Los regulares tenían privilegios apostólicos para administrar Sacramentos a los indígenas, y podían ser instituidos párrocos mediante la autorización de sus prelados. Pero este modo de ser no podía continuar indefinidamente, y, cesando la causa que había dado origen al privilegio, debió cesar también éste; no obstante, las doctrinas fueron un motivo de constante desavenencia entre los Obispos y los frailes: pretendieron los religiosos conservar la administración de las parroquias,   —421→   no ya por motivos de celo cristiano y caridad evangélica, sino por los emolumentos temporales que sacaban de ellas, y de ahí vino, en gran parte, la triste decadencia de la observancia regular en los conventos, y, más tarde, la relajación de costumbres, con sus consiguientes y necesarios escándalos. Por esto los buenos frailes, como el señor obispo Solís, eran de parecer que los religiosos debían recogerse a sus monasterios, entregando los curatos en manos de las Ordinarios diocesanos.

Cuando este Prelado vino a Quito, había en la diócesis muchos curatos administrados por frailes, y padeció graves y constantes contradicciones, tanto porque deseaba cumplir con su obligación, de vigilar por la vida y costumbres de los religiosos doctrineros, como por exigir de los curatos que ellos poseían la contribución canónica para el sostenimiento del seminario. En punto a visita pastoral, los frailes se opusieron tenazmente, a que la practicara el Obispo acerca de la vida y costumbres de los frailes que estaban en las doctrinas, y para ello alegaban exenciones y privilegios. Por lo que respecta al pago de la tasa del Tridentino para el seminario, le pusieron pleito ante la Audiencia, y fue indispensable que el Rey los constriñera a cumplir con tan sagrado deber.

Una de las resoluciones más importantes de la disciplina eclesiástica en aquellos tiempos, relativamente a los curatos de indios, fue aquella que determinaba el número de familias de que había de componerse cada doctrina. El año de 1568, bajo el gobierno del señor Peña, se celebró   —422→   en Quito una junta de los principales clérigos de la ciudad y de los prelados de las órdenes religiosas, para fijar el número de indios cabezas de familia, que había de tener cada doctrina, y se resolvió que el número mayor fuera de mil, y el menor de ochocientos: mil, cuando los indios vivieran formando pueblos, y fuera fácil el ministerio espiritual; ochocientos, cuando estuvieran desparramados. Este número se redujo más tarde por el Concilio provincial de 1583, fijándose como el máximum de una doctrina trescientas familias; estas disposiciones no llegaron a ponerse en práctica jamás de un modo escrupuloso en el obispado de Quito, por circunstancias excepcionales.

Los proventos de las doctrinas en aquella época no eran eventuales, sino fijos y determinados, equivaliendo a una renta anual segura para los curas de indios; pues los indígenas no pagaban pensión ninguna ni derechos de ninguna clase: recibían gratuitamente todos los auxilios del ministerio sacerdotal, y lo único que satisfacían era la cuota del tributo anual para el encomendero: de manos de éste percibía el sacerdote la pensión que le estaba señalada. Pero sucedía no pocas veces que los encomenderos defraudaban de muchas maneras a los Curas su estipendio, y los pueblos y doctrinas quedaban abandonados porque los eclesiásticos se venían a las ciudades a demandar a los encomenderos, y se enredaban en litigios que se prolongaban sin término, en perjuicio de los pueblos. Otras veces, los curas acudían a las poblaciones grandes para celebrar en ellas las fiestas solemnes, dejando en   —423→   esos días desamparadas las doctrinas de los indios. El obispo Solís procuró poner remedio a todos estos males, y, anhelando porque los curas fuesen buenos, volvió a expedir varios decretos de utilidad práctica en el Sínodo, que el año de 1596 celebró en Loja.

Quería el Obispo que los clérigos fuesen no solamente buenos, sino de costumbres ejemplares: exigió de ellos toda suficiencia, y preceptuó que tuviesen libros y se consagrasen al estudio por ciertas disposiciones de este Prelado, y por otros documentos graves de aquella época, deducimos que había padecido bastante quebranto la moral del clero, y que la codicia andaba afanosa en busca de riquezas terrenales: renovó el Obispo las prohibiciones canónicas contra los clérigos negociantes, y, para cortar de raíz toda ocasión de comercio y granjería, tasó a los curas hasta el número de cabezas de ganado que podían tener: cincuenta ovejas, dos cabras, tres cerdos. La organización eclesiástica de nuestros pueblos estaba, pues, ya bien arreglada, merced al celo y vigilancia pastoral de los dos señores obispos Peña y Solís.

No obstante, para que se conozca bien cuál era la índole de esta organización, aún nos resta decir una palabra más acerca del patronato real.

Felipe Segundo poseía en muy alto grado las dotes propias de un soberano; pero, tal era su celo por la inviolabilidad de su autoridad, que, en el ejercicio de ella, llegó a no conocer límite alguno; de esta manera, su gobierno fue no sólo absoluto, sino minucioso y reglamentario: quiso que la vasta monarquía hispanoamericana se   —424→   moviera únicamente dentro del círculo administrativo, que su regia voluntad le había trazado. De aquí, esas tendencias absorbentes de la legislación de Indias, en punto al ejercicio del patronato real. El monarca legislaba sobre ceremonias sagradas, sobre administración de Sacramentos, sobre jurisdicción espiritual y sobre otros muchos puntos, que son privativos de la autoridad eclesiástica; lo cual constituyó, al cabo; una manera de gobernar muy ocasionada a abusos. En efecto, hubo abusos, y la historia de este último medio siglo que estamos escribiendo, ha dado a conocer hasta qué extremo llegaron en el abuso de su poder nuestros antiguos Presidentes y Oidores150.

Es cosa muy digna de consideración la doctrina, que, relativamente a la obediencia a la autoridad   —425→   real, sostenían algunos letrados de la Audiencia de Quito, a fines del siglo decimoséptimo. Todo pensamiento y hasta la más leve imaginación contra la autoridad del Rey, debía ser condenada como pecado mortal, en el foro interno de la conciencia; y castigada, como traición, cuando se manifestara exteriormente. Semejantes opiniones en vez de favorecer, perjudicar a la autoridad: la sociedad está constituida sobre la base de la justicia, y los hombres han de ser gobernados razonablemente.

La vigilante autoridad de Felipe Segundo no consentía abusos en sus colonias, por lo que respecta a las buenas costumbres: mandó que fueran embarcados para la Península todos los clérigos, que, sin licencia del Gobierno habían pasado a estas provincias, disfrazados de seglares; y asimismo, todos los españoles que hubiesen venido abandonando a sus esposas. El celo por la pureza de la moral pública era muy laudable; por desgracia, los elementos corruptores iban cada día progresando.

Sucedía en aquellos tiempos que muchos abrazaran el estado eclesiástico por mejorar de vida en lo temporal, o se metieran en los conventos sin verdadera vocación para la profesión religiosa: estos desgraciados eran muy dañosos a la sociedad. Entre los clérigos de los primeros tiempos hubo algunos que habían sido soldados en su juventud y tomado parte en las expediciones de los conquistadores, y después cuando sacerdotes se consagraron con ejemplar constancia al cumplimiento de sus deberes; pero otros, si mudaron de estado, no cambiaron de costumbres.   —426→   Gonzalo Flores, abogado de la Audiencia de Bogotá de la cual recibió comisiones importantes que desempeñar en Vélez y Cali, fue cinco años cura en Baeza de los Quijos, edificó la iglesia y gastó toda su hacienda en socorrer a los indios y a los españoles pobres (1559).

Melchor de la Torre, español de nacimiento, colegial del colegio viejo de San Bartolomé de Salamanca, graduose de bachiller en Cánones en la Universidad de la misma ciudad; vino a América en la expedición, que, para descubrir el Dorado, formó Pedro de Silva: ordenose de sacerdote, y fue Cura de la Catedral de Quito. Era profesor de música y canto llano: su primer beneficio eclesiástico fue el de la ciudad de Mariquita en Colombia.

Gregorio Vera y Ferrer, Cura de Tumbaco; cuando la revolución de las alcabalas, era ya viejo: acompañó a don Gonzalo Jiménez de Quesada en sus conquistas, estuvo con Gaspar de Rodas en el descubrimiento y conquista de la provincia de Antioquía, y fue uno de los soldados de la armada, que anduvo en persecución del corsario inglés Drake.

Francisco de Mendoza y Cabrera fue también soldado: era natural de Villalba en España; sirvió, con el grado de sargento mayor en la guerra de Arauco, en Chile, bajo el mando de don Rodrigo de Quiroga, y fue cura de Catacaos, cuando esa parroquia pertenecía al obispado de Quito.

Juan Muñoz Galán ordenose de sacerdote después de haber pasado su juventud en el ejercicio de las armas, sirviendo como soldado en la   —427→   pacificación de la provincia de Macas, y en la defensa de Logroño, atacada por las belicosas tribus de los jíbaros: estuvo también de guarnición en Guayaquil, cuando apareció Drake en el mar del Sur. Dejada la milicia, se dedicó al estudio, y en la Universidad de Lima obtuvo el grado de licenciado en Cánones. Era natural de Sevilla, y pasó la última época de su vida en Cuenca como cura propio de San Blas, cuya iglesia parroquial edificó desde los cimientos. Este mismo sacerdote formó las dos poblacioncitas de indios, dependientes de su curato; en los puntos de Checa y Sinincay.

Seríamos demasiado prolijos y traspasaríamos los límites de la narración histórica, si continuáramos enumerando los conquistadores y soldados, que dejaron la profesión de las armas para abrazar el estado eclesiástico. Si hubiéramos omitido las noticias que acabamos de dar, habríamos dejado en la oscuridad una de las circunstancias más notables de la antigua sociedad de la colonia: ¡el soldado, que buscaba la sombra del santuario para descansar, ocupándose en las pacíficas labores del ministerio sacerdotal las postreras horas de su vida!

Al principiar el siglo decimoséptimo se contaban muchos conventos de regulares en el territorio de nuestra antigua Audiencia. Los franciscanos además del convento máximo y de la recoleta de San Diego poseían monasterios y guardianías en muchos pueblos, pues hasta en Chimbo y en Zaruma habían fundado conventos. Los dominicanos los tenían también en todas las ciudades, y hasta en el pueblo de Caranqui. Los   —428→   agustinos estaban también bastante extendidos los mercenarios tenían un convento en Portoviejo, y eran los menos numerosos. Los jesuitas no poseían más que su colegio de Quito y el seminario de San Luis. Contribuyó no poco esta multiplicación de conventos en los pueblos pequeños para arruinar la vida religiosa y dar en tierra con la observancia monástica. En los conventos menores hubo siempre pocos frailes, y así jamás se observó una estricta vida común.

En los primeros tiempos de la organización de la colonia, todos los conventos fundados en Quito dependían de los superiores de Lima, centro y cabeza del gobierno no sólo en el orden político, sino también en el eclesiástico. Los franciscanos se constituyeron en provincia aparte, separada de la del Perú, en el capítulo general que la Orden celebró en Valladolid el año de 1565. Los dominicanos formaron su provincia de Quito el año de 1586. Los agustinos se separaron de la provincia del Perú el año de 1579; pero esta división de las dos provincias fue temporal, pues el año de 1582 volvieron a constituir una sola. A principios del siglo decimoséptimo, en lo que ahora es territorio ecuatoriano, no había; pues, más que dos provincias de regulares, a saber, la de los padres de Santo Domingo bajo la advocación de Santa Catalina virgen y mártir; y la de los franciscanos, llamada de San Francisco: los agustinos, los mercenarios y los jesuitas continuaban todavía incorporados en sus provincias del Perú.

La observancia regular en todas las comunidades había perdido su vigor; solamente los   —429→   padres de la Compañía de Jesús se conservaban en la observancia de su instituto. En las otras comunidades, había varones religiosos de austeras costumbres; pero la disciplina monástica, en todos los conventos, estaba muy decaída y caminaba aceleradamente a la más completa relajación. Mucho contribuyó para esta ruina de la observancia la vida de los frailes en los curatos, donde gozaban de una funesta libertad, y la fundación de tantos conventos pequeños, en los cuales, como ya lo hemos notado, jamás fue posible establecer comunidades bien arregladas. Sin las doctrinas de los campos, y sin los conventos en ciudades y lugares secundarios, acaso, la postración de las comunidades se habría evitado. El año de 1589, escribía al rey Felipe Segundo una carta muy concienzuda el venerable padre Fr. Antonio Ortiz, que vino al Perú y a Quito, enviado para establecer la observancia que fuera posible en los conventos de los franciscanos, y aseguraba que los curatos eran la principal causa de la disipación de los religiosos. Fr. Antonio Ortiz era fraile del convento del Abrojo, uno de los más célebres de España, por el rigor con que en él se guardaban las reglas y constituciones de San Francisco. A la disipación de las parroquias vino a añadirse la discordia y desunión entre los frailes europeos y los americanos, y aun entre los mismos españoles, pues los de Castilla consideraban a los de Andalucía como muy relajados151.

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No sería completa esta descripción, que vamos haciendo acerca del estado de nuestra sociedad en la segunda época de la colonia, si omitiéramos lo relativo a una de las más famosas instituciones de aquellos tiempos. Entre los poderes sociales de la colonia, uno de los más fuertes y mejor organizados era el del Santo Oficio de la Inquisición. Hubo tribunales de la Inquisición en Méjico, en Lima y en Cartagena, y entre ellos estaban distribuidos todos los países hispanoamericanos,   —431→   formando tres distritos o circunscripciones inquisitoriales. Quito y todas sus provincias pertenecieron siempre al tribunal de Lima, el cual se fundó el año de 1569.

Los inquisidores de Lima nombraban, para cada ciudad cabeza de obispado, un Juez comisario, y además para que residieran en los otros pueblos y ciudades elegían ministros; a los cuales daban el nombre de oficiales. En esta ciudad de Quito había un Comisario y cuatro oficiales.   —432→   El primer comisario de Quito fue el ya conocido clérigo Jácome Freile de Andrade, cura del Sagrario.

La jurisdicción de los comisarios aunque delegada, era muy amplia, y bajo ciertos respectos más que la de los mismos Obispos; pues, además de la pena de excomunión, podían imponer la de secuestro de bienes y prisión, y hasta los mismos frailes y otros religiosos les estaban sometidos, porque eran jueces no sólo en materias de fe, sino también en muchas de moral y costumbres.

Era tan omnímoda la autoridad de la Inquisición, que hasta los mismos empleados del Gobierno civil, como los corregidores do las ciudades, tenían que presentarse personalmente en Lima, para ser allí encarcelados y juzgados, cuando el tribunal los llamaba; sin que las Audiencias ni los Presidentes pudieran nada en esos casos. Los inquisidores mandaron comparecer en su tribunal al corregidor de Loja; y la Audiencia de Quito, tan celosa de su autoridad con los Obispos, se limitó a suplicar a Felipe Segundo, que en adelante no permitiera que esas disposiciones del tribunal fueran muy frecuentes.

Varios individuos de estas provincias se vieron procesados por la Inquisición en aquellos tiempos, (1569-1600); pero los más notables fueron el bachiller don Bartolomé Hernández de Soto, deán de esta Catedral; el canónigo Antonio Ordóñez Villaquirán y Fr. Alonso Gasco, prior del convento de Santo Domingo. El padre Gasco fue cómplice de Fr. Francisco de la Cruz; se denunció a sí mismo y fue procesado, reducido a prisión y, por último, condenado a reclusión   —433→   perpetua en el convento de Jerez de la frontera. Sus causas fueron absurdas supercherías místicas y poco honestas costumbres.

El cuitado del Deán estuvo preso dos años en Lima en las cárceles del Santo Oficio: acusósele de herejía contra el culto de las sagradas imágenes, porque, viendo a un vendedor de santos en la calle, le dijo: «¿Y qué bellaquerías son esas que llevas ahí?». Al cabo de dos años, terminado su proceso, fue absuelto y restituido a su dignidad152.

El turbulento Ordóñez Villaquirán huyó de esta ciudad, y se retiró a las provincias de Tucumán; pero allá lo alcanzó el brazo de la Inquisición y lo trajo preso a Lima; siguiósele un prolijo sumario, durante el cual se le dio tormento sentenciose la causa y fue ahorcado públicamente en Lima. Acusáronle de que, siendo fraile, se había casado en España: de que había dado al traste con la castidad de algunas mujeres, y, en fin, de que había renegado de la Providencia; Empero el desgraciado sacerdote, viéndose próximo a morir, se arrojó, arrepentido, en los brazos de esa misma adorable Providencia, que tan tolerante había sido para con él durante su vida153.

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El día 2 de abril del año de 1592, que era Domingo de Cuasimodo, celebró la Inquisición un auto de fe muy solemne, en el cual, entre muchos otros reos, fueron ejecutados también tres ingleses, que cayeron prisioneros en la isla de la Puná, cuando la expedición del corsario sir Roberto Candi, o Cavendish. En aquella ocasión (como lo referimos en su lugar respectivo), cayeron prisioneros cuatro ingleses: el corregidor de Guayaquil, don Jerónimo Reinoso los remitió a Quito, y en esta ciudad estuvieron hasta que los reclamó la Inquisición y fueron llevados a Lima. Dos de estos ingleses eran todavía muy jóvenes y se llamaban Andrés Marle y Enrique Axli: Andrés no tenía ni trece años cabales, y así fue condenado a reclusión en el colegio de los jesuitas; Enrique contaba veintiséis años y fue quemado vivo, como hereje pertinaz. Los otros dos eran hermanos de padre y se llamaban, el mayor Guater; y el menor, Tillert, este último apenas pasaba de los veinte años. Fueron ambos condenados a ser relajados, es decir a pena capital; y sus cuerpos entregados a las llamas como herejes luteranos obstinados; así perecieron estos tres prisioneros, a los cinco años de la rota de Cavendish, su capitán, en la isla de la Puná154.



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IV

Ya que hemos manifestado cuál era la organización de la colonia tanto en lo civil como en lo eclesiástico, procuremos dar a conocer también el estado de prosperidad y de adelanto a que había llegado en aquellos tiempos. La moral es la vida de la sociedad, y allí donde la moral se conserva con vigor, no puede menos de florecer y prosperar la república; la autoridad civil ha de procurar el bien de todos los asociados, pues ese y no otro es su fin. ¿Hasta qué punto la sociedad ecuatoriana a fines del siglo decimosexto y principios del decimoséptimo merecerá el título de adelantada?... Conocen ya nuestros lectores cuál era el estado de la sociedad en punto a la moral, a su cultura y perfeccionamiento espiritual, expongamos, por lo mismo, los pasos que se habían dado hasta entonces en busca del mejoramiento material, pues para que el progreso sea completo, conviene que crezcan a la par la ilustración y perfección moral y la comodidad y bienestar temporal. Del estado de la sociedad indígena hablaremos después separadamente.

A nadie debe sorprender que los españoles creyeran que la riqueza verdadera y positiva, así de los pueblos como de los individuos, consistía en la posesión abundante de metales preciosos, de oro y de plata; y que, estimulados por esta persuasión, pusieran grande empeño en descubrir minas y en explotar metales. Las primeras, en cuya labor se ocuparon, fueron las de oro en el río llamado de Santa Bárbara, que es el de Gualaseo en la provincia de Cuenca. El oro no   —436→   es de mina sino de lavadero. Antes que se fundara la ciudad de Cuenca, ya se trabajaba en la extracción de oro en ese río, empleando para ello numerosas cuadrillas de indios, a quienes se los llevaba forzados a semejante trabajo, desde provincias muy distantes. Los fuertes sufrimientos de los indígenas y las enfermedades que les ocasionaba el trabajo fueron parte para que se expidieran órdenes apretadas, por las cuales se prohibió, al fin, la busca de oro en los lavaderos del río de Gualaseo155.

Las principales minas de oro, que se trabajaron en los primeros tiempos de la colonia, fueron las de Zamora, Logroño y Sevilla del Oro, situadas todas tres al otro lado de la gran cordillera oriental de los Andes. Con la ruina de estas ciudades, decayó también el trabajo de las minas, de tal modo que, en tiempo del visitador Marañón, hasta la casa de fundición estaba cerrada, por falta de metales. La mina de oro de Zamora estaba en un cerro llamado Nambija, a tres jornadas de camino del punto donde se fundó la ciudad, y tenía el nombre de pirú. Las minas de Zamora perdieron muchísimo a causa de un muy mal ensayador, apellidado Miguel de La Cerda. Principiáronse también a trabajar algunas minas de plata, de las cuales no se sacaba utilidad considerable: dos eran las que por más largo tiempo estuvieron en explotación una muy cerca de Cuenca, en un cerro llamado del Espíritu Santo, sobre el pueblo de Baños; y   —437→   otra en el valle de Pilahaló, en la jurisdicción de Angamarca: esta mina pertenecía a un tal Gabriel de Saravia, y se hallaba en un cerro conocido con el nombre de Nuestra Señora de la Antigua, dentro de una estancia del mismo Saravia. Pero, entre las minas de oro trabajadas en los primeros tiempos de la colonia, ningunas fueron tan famosas como las de Zaruma, pues se esperaba que la riqueza de ellas si acaso, no llegara a superar, por lo menos, igualaría a la del Potosí.

Descubriéronse en 1560, y desde ese año se principiaron a trabajar, fundándose, al efecto, una población reducida, con el nombre del Asiento de minas de Zaruma, junto al río Amarillo, en un valle malsano y de clima bastante cálido y lluvioso. Como el laboreo de las minas fuera atrayendo gentes en número considerable, y la población aumentara cada día, se pidió que el asiento fuera erigido en ciudad, pero lo contradijeron Loja y Cuenca; por lo cual, la solicitada erección tardó algún tiempo, y no se puso por obra sino el año de 1595, con el nombre y los privilegios solamente de villa. Su primer corregidor, con título de alcalde mayor, fue don Lorenzo de Figueroa y Estupiñán, a quien el virrey del Perú le dio facultad para que repartiera terrenos y llevara a cabo la fundación de dos pueblos de indios, a fin de comunicar nuevo impulso al trabajo de las minas, que había decaído notablemente, por falta de trabajadores.

En efecto, la escasez de trabajadores fue el principal obstáculo para que la explotación del rico mineral se hiciera con mayor provecho; y para remediar este inconveniente, se discurrieron   —438→   varios arbitrios. Los indígenas que poblaban el territorio de Zaruma eran poco numerosos y de complexión débil: ordenose, pues, que se llevaran trabajadores de los pueblos de Pacaybamba y Cañaribamba, y luego también de los de Garruchamba, Ambocas y otros puntos aún más distantes: el clima, la mala alimentación, la desacomodada vivienda causaban enfermedades mortales a los indios; así fue que, en pocos años, las viruelas, el sarampión y pertinaces cámaras de sangre dieron fin con los tristes indígenas, que, apenas llegados a Zaruma, morían a centenares. La mita para las minas era, pues, una positiva sentencia de muerte, con la cual los pueblos en breve quedaron desolados; los trabajadores faltaban; los vecinos de Cuenca y de Loja hacían reclamos y protestas incesantes, porque la muerte de los indios que iban a las minas les quitaba los brazos indispensables para la agricultura, y había terrenos de labranza que estaban ya abandonados. Expidiéronse, pues, órdenes y cédulas reales para que la mita de los trabajadores de las minas de Zaruma se distribuyera entre los pueblos de Otavalo y de Riobamba, los más poblados de indios, y se determinó sacar de una vez catorce mil jefes de familia, para fundar con ellos dos pueblos estables en las cercanías de la villa empero, semejante medida no se puso en ejecución por las gravísimas dificultades en que se tropezó al intentar llevarla a cabo.

Los mineros elevaron, con este motivo, una representación al Rey, en la cual expusieron que no sería posible continuar el laboreo de las minas si no se llevaban negros, cuya constitución física   —439→   resistía más a la maligna influencia del clima; y pidieron que se les vendieran a plazos unos quinientos esclavos, introducidos por cuenta de la Corona, o que se les diera permiso para comprarlos ellos mismos de los tratantes, dispensándoles del pago de derechos. La resolución del Gobierno fue favorable: otorgóseles también de nuevo la gracia o merced, que ya se les había hecho años antes, de no pagar el quinto sino el décimo de los metales. Había cajas reales en Loja, en Cuenca y en la misma Zaruma. Sin embargo, no sabemos por qué motivo los mineros de Zaruma no llegaron nunca a introducir los quinientos negros; pues, cuando más esclavos hubo, no pasaron éstos de unos doscientos156.

Estupiñán falleció muy pronto, y todos los proyectos de dar impulso a las tan decaídas minas de Zaruma fracasaron. El asiento fue visitado en varias ocasiones, y los oidores Ortegón, Auncibay y Moreno de Mera dictaron ordenanzas, a las cuales debían estar sujetos los mineros mandose también que se guardara la ordenanza de minas, que para todo el Perú había promulgado el virrey don Francisco de Toledo. En el año de 1600 había en Zaruma treinta ingenios o molinos para desmenuzar el mineral; y el sistema de trabajo era tan rudimentario e imperfecto, que el oro se extraía en poca cantidad y muy mezclado con otros metales: todos los ingenios   —440→   eran movidos por agua. Las horas de la noche se gastaban en mover los ingenios, porque decían que, por la noche, el agua estaba más fría y pesada. Se hacían socavones profundos, persiguiendo las vetas ricas en oro; y, como se cavaban sin precaución ninguna, los indios a menudo perecían aplastados por derrumbes repentinos; otras veces, contraían calenturas perniciosas y morían, porque se tendían a dormir allí donde el sueño o la embriaguez los rendía. A cada indio se le pagaba un tomín de plata, por cada día de trabajo; la duración de la mita era de dos meses continuos; y todo indio tenía derecho a descansar diez meses: los días forzosos de trabajo eran veintiséis por mes, la faena de la molienda se hacía ordinariamente por la noche, y en ella se ocupaban los niños, los viejos o las mujeres, trabajando por lo regular, en cada ingenio, un solo individuo. El oidor Mera en sus ordenanzas prohibió este trabajo por la noche, y previno que a los trabajadores se les aumentara el jornal y se les costeara el viaje; ordenó además que se fundara un hospital, donde fueran recogidos los indios enfermos, y decretó finalmente que el trabajo se suspendiera todos los años desde diciembre hasta abril. Estos reglamentos quedaron escritos y fue muy difícil ponerlos en práctica.

Las minas de Zaruma, en los años de su mayor prosperidad, producían hasta doscientos mil pesos de oro anualmente. Una fanega de maíz en la villa se pagaba, por término medio, a tres pesos en plata: el oro era de baja ley, pues apenas llegaba a diez y seis quilates; y las minas se llenaban de agua muy pronto, haciendo imposible   —441→   el trabajo. Cuando recién se descubrieron las minas, practicose un análisis prolijo para calcular su riqueza: fundiose, al efecto, una piedra de cuatro onzas menos doce granos de peso, y dio una barra de oro, equivalente a unos cincuenta reales de peso: resultado que se tuvo por muy satisfactorio.

La fundación de Zaruma con título de villa se hizo el ocho de diciembre de 1595, por el capitán Damián Meneses, corregidor y justicia mayor de Loja, a quien dio esa comisión el virrey del Perú, para cumplir lo dispuesto por una cédula expedida por Felipe Segundo: el comisionado recorrió toda la comarca, y ningún punto le pareció más adecuado que el mismo sitio en que estaba el asiento de minas, y allí verificó la fundación de la villa, con el nombre de San Antonio del cerro rico de Zaruma. Cuando llegó Estupiñán, como primer corregidor, con el encargo de dar cima a la fundación de los dos pueblos de indios, conservó la villa en el mismo sitio en que la encontró ya establecida, a pesar de ser tan mal acondicionado y sin ninguna comodidad para la vida humana. No obstante, la fama de la riqueza de las minas atrajo pobladores en número considerable, y no tardó en fundarse hasta un convento de franciscanos; pero la afluencia de gentes de todas clases y condiciones dio en tierra con la moral, tanto que el obispo Peña no vaciló en calificar a Zaruma de un trasunto del infierno, por la libertad de costumbres con que algunos vivían.

Mas sucedió que la prosperidad de Zaruma fuera decayendo rápidamente, pues los filones eran de poca extensión y pronto daban en borra,   —442→   siendo necesario abandonarlos, para hacer excavaciones en otro punto; las minas se aguaban fácilmente; era muy escaso el número de trabajadores y el hierro para herramientas costaba a muy subido precio. Hasta el año de 1607 no se había empleado el azogue para beneficiar los metales en Zaruma; ese año vino a establecerse en la villa un tal Pedro Veraca, vizcaíno de origen, y muy práctico en el laboreo de minas, pues había residido algunos años en Potosí: éste fue el primero que se valió del azogue para beneficiar el oro, lisonjeándose de extraer diez tantos más que los otros, con el método rudimentario que solían emplear. Hiciéronse ensayos a presencia de los jueces y de testigos, y se experimentó la ventaja del sistema nuevo sobre el antiguo; no obstante, la falta de azogue no permitió ni siquiera plantear el nuevo método, y todavía se continuó trabajando lenta y fatigosamente con los mismos ingenios de brazos de madera, que se pudrían en breve espacio de tiempo. Aunque no se despoblaron las minas, el laboreo de ellas y la explotación de los metales continuaron con creciente desaliento, y hubo propietarios de ingenios que los abandonaron completamente, porque las ganancias no guardaban proporción con los gastos.

Riquezas mucho mayores que las de las minas y de más positivos rendimientos eran, sin duda, las que estaban produciendo la agricultura, la industria y el comercio.

Los conquistadores españoles, desde el momento mismo en que pusieron sus pies en las provincias americanas, contrajeron su atención   —443→   a la agricultura y principiaron la labranza y cultivo de los campos. En el territorio ecuatoriano sucedió lo que en todas partes; aunque las tribus indígenas, estaban adelantadas en agricultura, con todo, se puede asegurar que ésta fue planteada de nuevo y enseñada por los castellanos. En efecto, los castellanos trajeron a estas tierras el trigo, la cebada, la caña de azúcar, muchas hortalizas, árboles frutales, y hasta el arado mismo, y los animales domésticos, todo lo cual era en estas provincias, antes de la conquista completamente desconocido.

La situación geográfica de la tierra ecuatoriana y las condiciones físicas de su suelo fueron examinadas, para conocer cómo podrían practicarse con provecho las faenas de la agricultura. Como está situada bajo la línea equinoccial, no hay desigualdad en los días y las noches, ni sucesión de estaciones durante el año: lo áspero de sus montes, lo abrupto de sus valles y la profundidad del cauce, por donde corren la mayor parte de sus ríos no son, por cierto, circunstancias muy favorables al desarrollo de la agricultura. El trigo se produjo bien en las zonas templadas y en las regiones frías, secas y muy ventiladas; la cebada exigió menos cuidados, y se aclimató en las colinas y cerros, donde el trigo no podía prosperar: los puntos más elevados sobre el nivel del mar, aquellos cuyo rígido clima no era favorable ni a la cebada ni al trigo, recibieron muy bien las semillas indígenas de la papa, de la oca, del melloco y de la quinoa: el maíz, con varias legumbres, se continuó cultivando en los valles benignos, donde no podía ser fácilmente   —444→   maltratado por las inclemencias del cielo. Los valles hondos y muy abrigados, en que la temperatura se mantiene en un grado constante de calor durante todo el año, recibieron con ventaja árboles frutales traídos de Castilla.

De este modo el extenso valle interandino, que forma el centro de nuestra República, se transformó en pocos años; la producción del trigo fue tan abundante, que el pan y la harina se vendían a precios exiguos; y desde el nudo de Saraguro hasta el de Hueca, a un lado y a otro de la línea equinoccial, las colinas ecuatorianas amarilleaban con dilatadas sementeras de cebada y de trigo. El maíz fue beneficiado con industriosa prolijidad, y la cocina colonial lo aderezó en guisados y potajes innumerables.

Los ganados se habían también aclimatado y aumentado no sólo en la meseta interandina, sino en los valles calurosos de la costa: los bueyes y las vacas se naturalizaron tanto en los Aimas fríos de la sierra, como en los ardientes del litoral. Había grande abundancia de cabras y de ganado vacuno en toda la provincia de Guayaquil: la de Riobamba tenía sus extensos páramos cubiertos de rebaños de ovejas, calculándose que en sola esa provincia pasaban las cabezas de ochenta mil. Los asnos probaron bien en los llanos áridos y cubiertos de arena, donde, como en Latacunga y Ambato, esos animales, sobrios y pacientes, vinieron a ser una riqueza para los indios. La región de la costa proporcionó sitios muy adecuados para la cría de caballos y mulas.

Las aves de corral, como las gallinas, se aumentaron de un modo increíble: en la choza del   —445→   indio no exigieron ningún cuidado y se tornaron para él como en un patrimonio: las palomas, los patos y los pavos americanos fueron en breve tan abundantes, que se vendían en el mercado a precios muy módicos. Finalmente, ¿por qué no decirlo?, el perro fue no sólo un auxiliar para el indio, sino su compañero y hasta su único confidente en los páramos solitarios, donde tenía que pasar su vida, aislado de toda comunicación social, consagrado a las tareas del pastoreo.

La abundancia de ganado vacuno fue tanta en el distrito de la ciudad de Quito, que el Cabildo expidió una ordenanza, por la cual prohibió que se pesara otra carne que no fuera la de ganados propios de los vecinos de la ciudad y su comarca.

Con el aumento del ganado no sólo prosperó sino que se inició el comercio de estas provincias con las del Perú: reses, llevadas de las provincias del Ecuador, se vendían en varios puertos del Perú y hasta en la misma ciudad de Lima. Se establecieron tenerías para curtir y adobar pieles, y la industria de cordobanes proporcionó un nuevo artículo al comercio, así como la abundancia de lana hizo indispensable la fundación de obrajes y la mayor prosperidad de la industria fabril: las bayetas, las jergas, los sayales y las frazadas se consumían en estas provincias, y eran otro de los artículos de comercio, que desde Quito se llevaba hasta el remoto Potosí.

Cuenca principió muy temprano su negocio de conservas y de bizcocho a la costa y hasta a Panamá; en Riobamba se fomentó la cría de ganado mular, porque sus vecinos eran propietarios   —446→   de recuas numerosas, con las cuales hacían el trajín del comercio entre la costa y la sierra: la exportación de harinas, que se llevaban al Perú y a otros puntos, producía apetecible utilidad; y, aunque en el distrito de Riobamba las continuas heladas destruían en flor las sementeras sin dejarlas granar, con todo, de Quito se sacaba trigo y harina a la costa y a otras partes. Los valles calientes y las hoyas y vegas de los ríos, antes agrestes y abandonadas, se transformaron en huertas de árboles frutales: en la costa se dieron muy bien los melones de Castilla, formándose por sí mismos extensos melonares: en el mercado de la sierra, al lado de la olorosa piña nativa de nuestro suelo, campeaba la dorada naranja, que en la zona tórrida, al pie de nevados gigantescos, crecía tan bien, como bajo el cielo hermoso de Andalucía.

El cultivo del algodón se acrecentó considerablemente: las fibras del agave proporcionaron a los indios trabajo y utilidad, con la industria de sacos, de cuerdas y hasta de maromas y jarcias de navío, que tejían con ellas: este artículo de comercio se estableció en el distrito de Latacunga y de Ambato157.

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La elaboración de la sal, la construcción de toda clase de embarcaciones, la venta de madera y la extracción de tablas eran artículos que constituían la principal fuente de riqueza para el comercio de Guayaquil. La pesca de las perlas, que se hacía en la punta de Santa Elena, fue decayendo poco a poco, así por la abundancia de tiburones que acometían a los buzos, como porque las perlas eran pequeñas y pronto empañaban su blancura, poniéndose amarillentas: de esta clase de perlas se encontraban gruesas sartas en los sepulcros de los antiguos indígenas de la costa.

En la misma punta de Santa Elena se extraía   —448→   también, aunque en muy pequeña cantidad, el aceite de copay, con que se acostumbraba calafatear las embarcaciones. El comercio se practicaba ordinariamente con Panamá y con los puertos del Perú, llevando productos del país, trayendo artículos de España y proporcionando bastimento a los buques. La única nación con quien era permitido el comercio era España, la metrópoli, la madre patria. La industria azucarera, al principiar el siglo decimoséptimo, estaba muy atrasada: había muy pocas plantaciones de caña, y los ingenios eran muy imperfectos. Atraso que en gran parte provenía de la falta de trabajadores, pues el número de negros era todavía corto, y los indios perecían en los valles húmedos y ardientes, los únicos donde pueden establecerse ingenios.

El cultivo de la vid casi se había abandonado por completo: había unas cuantas parras, que se conservaban por curiosidad; los racimos se presentaban como postre regalado en la mesa, y el vino se vendía en las tiendas de comercio, trayéndolo de España en aquella época158. Aunque los   —449→   olivos crecieron muy bien en algunas partes, nadie se dedicó con esmero al cultivo de ellos: las dos industrias de vino y de aceite no se conocieron, pues, en estas provincias.

Desde un principio se adoptaron entre nosotros ciertas costumbres censurables, fundadas en ideas absurdas acerca de la nobleza: no solamente los españoles, de veras nobles en la Península, sino todos cuantos de allá pasaban a estas partes miraban con desdén toda industria, todo oficio y, en general, todo trabajo; los mismos labradores, los mismos artesanos, cuando venían acá, se avergonzaban de sus oficios y era muy raro el que volvieran a practicarlos. ¿Qué se seguía de aquí?... Todas esas gentes de humilde condición perdían sus hábitos de trabajo y adquirían todos los resabios de los nobles, sin poseer ni una siquiera de sus virtudes: las faenas del campo y aun algunos oficios quedaron, pues, reservados sólo para los indios, porque los blancos tuvieron a menos el ejercerlos. Nuestros mayores heredaron las preocupaciones de sus progenitores; y nosotros, sus hijos, hemos recibido ese mismo legado como nuestro mejor tesoro. ¿Cuándo ni dónde el trabajo ha podido empañar la nobleza?

Muy antigua fue también otra industria, la de fabricar pólvora: principiola a fabricar, por su cuenta, en Latacunga un tal Pedro Domínguez; cuando la invasión de Drake, la fabricó por contrata con la Audiencia, y puso en Ambato   —450→   una tienda para venderla al público. Muerto Domínguez, le sucedió en la industria un hijo suyo: se regularizó la fábrica y, al fin, en tiempo del presidente Barros, la tomó de su cuenta, el Gobierno.

Tales fueron las industrias que se establecieron desde los primeros tiempos de la colonia: el estado de ésta no era ciertamente muy halagüeño, y ya desde entonces aparecen los principios de los males y desórdenes, que iremos deplorando en lo futuro. Resta que conozcamos cuáles eran las condiciones en que se encontraban los indios, y cuáles habían sido los resultados de la conquista: la historia no puede de ningún modo guardar silencio sobre este punto.





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ArribaCapítulo noveno

Los indios y su condición social en la colonia, al terminar el siglo decimosexto


Consecuencias necesarias de la conquista.- Legislación española.- Su justicia para con los indios.- Los abusos cometidos contra los indios.- Carácter moral de la raza indígena.- Sus defectos.- Disposiciones del concilio Limense tercero.- Embriaguez.- Curatos de indios.- Obrajes.- Los corregidores en los pueblos de indios.- Severidad saludable de los obispos Peña y Solís.



I

Los indios formaban la parte más numerosa de la población, pues había provincias casi exclusivamente habitadas sólo por ellos, y aun las villas y ciudades fundadas por los españoles contenían un número considerable unos vivían de asiento en los contornos de las ciudades; y otros acudían a ellas por temporadas para ocuparse en el servicio de los blancos.

La conquista fue (como lo hemos dicho ya en otro lugar), el encuentro repentino de dos razas: la blanca y la americana, que, al encontrarse, chocaron violentamente; en ese choque, rudo y sangriento, no pudo menos de quedar vencida y subyugada la raza americana, muy inferior bajo todos respectos a la raza europea: de aquí resultó una consecuencia necesaria, la cual, influyo   —452→   poderosamente en la constitución misma de la sociedad hispanoamericana. La raza ibérica reconoció su superioridad respecto de la raza indígena americana; y ésta asimismo tuvo la conciencia íntima de su mucha inferioridad comparada con aquélla, y se le sujetó y se le entregó completamente: dondequiera, el indio se consideró inferior muy mucho respecto del europeo, a quien reconoció como señor, y se le sometió. Hubo, pues, en la sociedad americana dos elementos sociales, uno superior y otro inferior; y todos los pueblos hispanoamericanos se constituyeron sobre el fundamento social de la desigual condición de las dos razas que los formaban. Tal fue el hecho social, emanado de la conquista como una consecuencia necesaria: el derecho hispanoamericano no sólo no modificó este hecho sino que lo reconoció, y, considerando a los indios siempre como civilmente inferiores a los blancos, los trató con todos aquellos miramientos, con que se trata a los menores de edad y a los pupilos. En el derecho hispanoamericano, el indio es considerado siempre como un miembro social débil, y que ha menester de apoyo, protección y amparo. Las cédulas reales expedidas para el gobierno de los indios están, sin excepción de una sola, animadas por ese espíritu de compasión, con que un superior justo se conduele de un súbdito débil y muy desvalido. Muy lejos está, pues, semejante legislación de merecer el dictado de despótica y de tiránica, con que a menudo se la ha injuriado: los monarcas de Castilla, se ha dicho, forjaron cadenas para tener aherrojados a los indios de América: cierto; ¡sí forjaron   —453→   cadenas, pero esas cadenas fueron forjadas en la fragua de la justicia y de la benevolencia! Sin duda: los conquistadores, mientras se mantuvieron con las armas en la mano, y aun después, cuando ya eran señores de la tierra, cometieron muchos crímenes contra los indios; pero también es cierto, que la conquista no pudo menos de ser una guerra ofensiva y defensiva, por ambas partes; tanto por parte de los indios, como por parte de los conquistadores. ¿Nos maravillaremos de que en una guerra semejante, y guerra de razas, se haya derramado mucha sangre?... Condenando, pues, los crímenes, que durante la conquista se cometieron, es necesario reconocer que la llegada de la raza ibérica al continente americano fue beneficiosa no sólo para la misma raza indígena vencida, sino para toda la familia humana en general. Una de las leyes históricas, que rigen la vida del linaje humano, es la de su progresivo mejoramiento.

La organización de la sociedad política, en los siglos decimosexto y decimoséptimo, era muy sencilla: el principio de autoridad era el nervio y el alma de la sociedad política de entonces: el poder de los reyes en lo político no estaba limitado por ningún otro poder, de aquí es que, no había más que soberano y vasallos. Bajo este respecto, los indios no sólo no fueron de peor condición social que los blancos, sino que el derecho hispanoamericano los igualó políticamente con los mismos españoles. Sabed, dijo en muchas ocasiones el rey Felipe Segundo, escribiendo a sus virreyes de Lima y a sus presidentes de las Audiencias del Perú: sabed, que los indios no   —454→   son ni pueden ser esclavos de nadie: ¡son tan vasallos míos como lo sois vosotros, los españoles! Ante la autoridad real de la colonia el indio y el español estaban igualados. Tal era la naturaleza del derecho: veamos ahora los hechos159.

La raza conquistada no pudo menos de servir a la raza conquistadora: en otras partes la inferioridad social proviene de la desigualdad en los bienes de fortuna, en la ilustración, en la manera de buscar los medios de subsistencia: aquí, en América, el indio era inferior al europeo en riqueza, en ilustración, en medios de procurarse la subsistencia y, además, había sido vencido, y estaba   —455→   subyugado: el español le abandonó el cultivo de la tierra y todas las faenas serviles.

De esta condición social inferior se siguieron así malos como buenos resultados para los indios. Vamos a verlo prolijamente.

El servicio personal forzado fue una de las mayores cargas, con que se abrumó a los indios. Estableciéronse turnos mediante los cuales se repartió y distribuyó el trabajo; así, mientras una parcialidad estaba ocupada en el servicio de los españoles en las ciudades, las otras descansaban, hasta que les venía su turno. Todas las semanas acudían a Quito los caciques con el número de indios, que a cada uno le estaba señalado; y uno de los alcaldes hacía el repartimiento de trabajadores, prestando a cada vecino los que había pedido: estos peones semanales tenían obligación de proveer de agua, de leña y de yerba en las casas de sus patrones. Sin embargo, este trabajo, aunque forzado, no era sin remuneración, pues el dueño de la casa estaba obligado a pagar a los indios, que durante la semana le habían servido, el jornal que regularmente estaba tasado por las ordenanzas municipales.

Había otra clase de sirvientes perpetuos, que estaban consagrados toda su vida ellos y sus familias al servicio de un amo, ahora fuera éste una corporación, ahora fuera una persona particular: estos criados perpetuos eran los yanaconas. Los conventos, principalmente el de San Francisco, poseyeron numerosos yanaconas. El yanacona se ocupaba en todo cuanto le mandaba hacer su patrón, vivía en casa de éste y recibía de su mano alimento y vestido. Los yanaconas   —456→   de San Francisco recibieron de la Municipalidad de Quito terrenos, donde habitar y hacer sembrados para mantenerse.

Señaláronse también indios para el servicio y labranza del campo, en las haciendas que fueron formando los españoles. La construcción de los templos y conventos, los edificios que se levantaban en las ciudades, y las casas que fabricaban los particulares, exigían un número copioso de trabajadores, todos los cuales eran indios. Se remuneraba este trabajo; pero también era ocasión de lamentables abusos: los indios eran constreñidos a trabajar, abandonando muchas veces la labor y cultivo de los campos, de donde sacaban su propio sustento y el de sus familias: se los detenía mucho tiempo, lejos de sus hogares; unas veces apartados de sus mujeres los maridos, y otras las esposas de sus esposos. Los amos toleraban las faltas de los indios contra la moral cristiana: los violentaban para que se casaran contra su voluntad o les impedían contraer matrimonio con las personas de su elección; ni era raro el que los mismos patrones causaran escándalos a los tristes indios, y cometieran con las indias grandes ofensas de Dios. Ya hemos visto cuánto hubo de padecer el celoso obispo Peña, procurando poner remedio a estos males.

Las cuadrillas, que se llevaban forzadas al laboreo de las minas; las partidas, que, con pesadas cargas a la espalda, eran obligadas a hacer jornadas penosas, por varios días de camino; y las tandas de trabajo en los valles ardientes y malsanos, fueron ocasión de sufrimientos y aun de muerte para los indios. Verdad es que estaba   —457→   prohibido forzarlos al trabajo; verdad es que a nadie le era lícito hacer cargar a los indios; pera estas disposiciones humanitarias eran burladas muy a menudo no sólo por los particulares, sino aun por los mismos magistrados, a quienes incumbía vigilar por su cumplimiento. Las esposas de los Oidores no querían andar dentro de la ciudad sino en silla de manos, y, cuando viajaban, había de ser en camillas o parihuelas a hombros de indios. No faltó también algún presidente que viajara de ese modo.




II

Solemos formarnos, ordinariamente, acerca de los indios ideas bastante inexactas. Los indios tienen defectos de raza, notables y característicos: son, de suyo, muy dados a la inacción y a la pereza, y gustan de pasar el tiempo en estéril holganza, nada previsivos, derrochan en un día lo que han granjeado en semanas de trabajo, sucios, desaseados, se dejan estar cubiertos de repugnantes harapos, sin hacer la menor diligencia para mejorar de vestido sus casas, aun a pesar de su pobreza, todavía pudieran ser menos incómodas y desgreñadas. Para gentes de semejante carácter, indolente y perezoso, el trabajo debió ser un tormento, pero un tormento moralizador: condenemos los abusos, deploremos los excesos; pero reconozcamos, que el trabajo no sólo es una fuente de riqueza, sino el medio más poderoso de civilización160.

  —458→  

Los indios han sido dotados por la naturaleza de un talento raro de imitación; su facultad inventiva es muy corta, pero lo que ven hacer, lo que tienen delante de los ojos, lo copian, lo imitan con primor. Aleccionados por los españoles y bajo su dirección, aprendieron todas las artes, y se ejercitaron en todos los oficios. En la construcción y ornato de los templos recibieron lecciones no sólo de albañilería, sino de arquitectura, de dibujo y de pintura; se adiestraron en la escultura, en la ebanistería y en el dorado: ellos fueron los que construyeron nuestras antiguas iglesias y conventos, donde les fue necesario ejercitarse, a la vez, en muchas artes. Haciéndoles tomar parte en el culto, por medio del canto y de la música, se acostumbraron a considerar como cosa propia y relacionada con ellos la Religión, y se fueron aficionando a ella.

¡Cuántas industrias no eran necesarias! ¡Qué tino y sagacidad no se debía emplear, para atraer a los indios a la Religión cristiana!... En el Cristianismo hay dogmas sublimes, profundos y muy superiores a la inteligencia humana: era necesario enseñar esos dogmas a los indios, nada acostumbrados a las especulaciones abstractas de la mente, y el primer obstáculo fue el de los idiomas; pues, como éstos sean tan inadecuados para expresar los conceptos religiosos del Cristianismo,   —459→   era indispensable o renunciar a toda enseñanza de religión o adoptar uno de los idiomas de los indios; adoptose el quichua, sin proscribir los otros, en los cuales se mandó componer o traducir el catecismo de la doctrina cristiana. Aun se hizo más, se puso empeño en que los indios aprendieran la lengua castellana, para que se colocaran en condiciones más ventajosas para ilustrarse y civilizarse. Hubo cédulas repetidas, en las cuales se encargaba que los indios aprendieran la lengua castellana; pero, por desgracia, tan atinadas cédulas no tuvieron cumplimiento.

Ningún sacerdote podía obtener curato de indios, si antes no hacía constar que sabía bien, es decir, que entendía y hablaba la lengua de los indios. Una de las faltas que más deploraba el señor Peña era la del conocimiento del habla materna de los indios en algunos frailes, que tenían a su cargo doctrinas de indios. El Concilio Limense tercero ordenó que la doctrina se les enseñara a los indios, en su propia lengua, y no en castellano. ¿Qué instrucción podían recibir, aprendiendo cosas que no entendían? Mandó el mismo Concilio que esta enseñanza la diera el párroco, por sí mismo en persona, y no valiéndose de gentes ineptas para ese ministerio. La predicación había de hacerse también en el idioma nativo de los indios.

Dispuso el Concilio que en cada pueblo se nombraran uno o más indios, para que sólo ellos y no otros, sirvieran de padrinos en los bautismos. Los padres del Concilio habían conocido por experiencia, que los indios en sus enlaces matrimoniales no respetaban el parentesco espiritual,   —460→   por lo que se tuvo por acertado evitar semejante parentesco, en cuanto fuera posible. Dispuso también este mismo Concilio, que a los indios en el Bautismo se les pusieran nombres cristianos, y que los propios de su gentilidad se les conservaran como apellidos. Recomendó mucho que no se los castigara con censuras, excomuniones ni entredichos, sino más bien con penas corporales, moderadas, en cuya imposición se echara de ver amor paternal, antes que severidad de juez. Las penas espirituales causaban daño al alma, y los indios no estaban en condiciones de comprender ese daño, ni mucho menos de temerlo. Quiso además el Concilio que se les enseñara a los indios a ser más limpios, diligentes en el aseo de su casa y de su persona.

Uno de los vicios más dominantes en los indios es la embriaguez: lo es ahora, lo era en tiempo de la colonia y lo era también antes de la conquista. La corrección de vicio tan degradante despertó el celo de entrambas autoridades, desde un principio. Y con mucho acierto, pues, para contener los progresos de la embriaguez, es indispensable que se coadunen la acción de la ley y la acción de la conciencia. El Oidor, don Pedro Venegas del Cañaveral, cuando estuvo solo gobernando estas provincias, reunió en Quito una consulta, compuesta de canónigos, religiosos y otras personas graves, para excogitar cómo contener los progresos del vicio de la embriaguez, y acordaron lo siguiente: prohibir a los indios que hicieran chicha en sus casas; a los que la hicieran se les romperían las botijas, se les derramaría la chicha, pagarían una multa en dinero y serían   —461→   azotados. Establecer tabernas públicas, para que solamente en ellas se les venda licor a los indios, una porción tasada por día a cada uno y nada más; y, si tenían huéspedes, la misma medida doblada.

Nada le preocupó tanto al obispo Solís como la extinción de la borrachera en los indios. Había observado, con dolor, que las fiestas religiosas eran ocasión de embriaguez y de desórdenes, pues los indios se preparaban de antemano, haciendo copiosa provisión de sus bebidas fermentadas: el Obispo prohibió, bajo la grave pena de excomunión mayor, ipso facto incurrenda, que los curas nombraran o eligieran prioste a ningún indio; suplicó además a la Real Audiencia que trabajara con energía y eficacia para cortar los excesos de la embriaguez. Sugería el Obispo, que pudieran emplearse medios coercitivos; entre otros, el de cortar el cabello a los que se embriagaran o encerrarlos en un hospital.

Los indios son de su propio natural muy disimulados, taciturnos y aparentemente impávidos: de ordinario, en sus facciones no puede leerse cuál es la emoción de su ánimo, fingen no entender ni siquiera sospechar las cosas, cuando las están observando con mayor atención; así, parece que no han caído en la cuenta de nada, cuando lo han comprendido todo, muy bien. Los trabajos emprendidos, pues, para civilizar a los indios no pudieron menos de estrellarse contra el carácter natural de ellos. Los indios asistían a la explicación de la doctrina cristiana, la rezaban en su lengua, tomaban parte en las funciones del culto; pero, en su interior, eran paganos:   —462→   todos sus actos exteriores eran una condescendencia con el Cura, o un mero cumplimiento, para evitar los castigos y reprensiones; pero, en el fondo de su ánima, eran tan idólatras como antes de recibir el Bautismo. La religión de los blancos será para nuestros hijos, que son niños; y no para nosotros, que hemos crecido viviendo de otro modo, así se expresó un indio anciano. En efecto, era naturalmente imposible la conversión sincera de los indios al Cristianismo: la nueva religión era la religión de los conquistadores, a quienes los indios aborrecían, con odio profundo; el culto nuevo les traía a la memoria el recuerdo desagradable de su opresión, de su servidumbre, con el acabamiento de su antigua manera de ser: su conversión les exigía sacrificios dolorosos; el abandono de sus queridos ídolos, con quienes estaban tan encariñados; la renuncia perpetua de sus fiestas, de sus diversiones, y, sobre todo, la despedida, el adiós eterno a su serrallo, ciñéndose de castidad, y sometiendo a tardía continencia sus cuerpos envejecidos. Si la gracia sobrenatural no acudía de lo alto a verificar sus acostumbrados portentos, la conversión de los indios maduros, humanamente considerada, era imposible. Y aún había otra razón más: los indios no se persuadían de que los europeos se habían de quedar de asiento, definitivamente en América; pensaban que se habían de regresar pronto a sus tierras, dejando estas provincias otra vez en poder de los mismos indios; y así no se decidían éstos a mudar de religión. ¿Ni cómo habían de dejar su antigua superstición, si sus sacerdotes y sus hechiceros ejercían todavía   —463→   sobre ellos un poder formidable? El indio se horrorizaba, pensando que sus huacas estaban airadas contra él, por haberse dejado bautizar durante muchos años, los indios viejos, aunque bautizados, no eran cristianos más que en apariencia. El obispo Solís, en su primera visita, descubrió que, con pretexto de las fiestas cristianas, todavía celebraban las fiestas de su idolatría.

Difícil era la situación de los sacerdotes y principalmente de los párrocos respecto de los indios. Debían administrarles los Sacramentos, pero ¿cómo asegurarse moralmente de la sinceridad de intención, en gentes tan avezad as al disimulo? Con los jóvenes, aquello era más fácil; pero con los antiguos paganos, era un enigma aflictivo para la conciencia timorata del sacerdote. Una vez convertidos los indios, cuando ya estaban congregados formando pueblos, todavía era ardua la ocupación del doctrinero: las tendencias a la ociosidad, a la embriaguez y a los concubinatos más escandalosos eran tan fuertes, que, muy a menudo, cansaban la paciencia de los curas; así es que, entre ellos, hubo algunos que emplearon medidas coercitivas punibles: fabricaron cepos, construyeron cárceles, azotaron con rigor a los indios y hasta afrentaron a los caciques, cortándoles el cabello; los resultados de estos castigos fueron funestos: los indios vieron en su párroco un mandatario, áspero y cruel, huyeron, de los Sacramentos, y, concentrando en su pecho una ira, sorda e impotente, aborrecieron a la religión, ¡y a los que se la predicaban! Otra circunstancia muy desfavorable había también entonces para la formación cristiana de los indios.

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Los Comisarios de la Santa Cruzada, que, como el canónigo don Miguel León; deseaban que la predicación de la Bula produjera mucho dinero, para merecer el favor de los gobernantes, obligaban, y aun oprimían a los indios, para que compraran Bulas, y se las vendían, de indulgencias y de carne. Los indios estaban muy lejos de entender lo que era eso de indulgencias: lo del permiso para comer de carne, les era muy extraño, porque ellos, ordinariamente, en todo el año no la probaban, pues su alimentación era casi exclusivamente vegetal. Se guardaban, por tanto, las Bulas, y en sus necesidades iban a vendérselas a los eclesiásticos, por lo mismo que a ellos les habían costado, y, como no se las querían comprar, juzgaban que habían sido engañados por los curas y los doctrineros. El producto de la Bula de la Cruzada, en tiempo de la colonia, era una renta fiscal, adjudicada por el Papa a los reyes de España: por esto, había esmero en que los rendimientos anuales de ella fuesen crecidos.

Pero, durante más de medio siglo, el antiguo distrito de la Audiencia de Quito careció de moneda, pues la que circulaba era en tan corta cantidad, que apenas bastaba para conservar las transacciones mercantiles de consideración: los indios no empleaban moneda alguna, y sus negocios se reducían a permutar una cosa, por otra equivalente. Su jornal se les pagaba en especies; por lo regular, en pan o en víveres; y eso, al instante desaparecía, porque el indio se lo comía y no lo guardaba nunca; sin embargo, por una anomalía injusta, se le cobraban al indio los   —465→   tributos en dinero; y, como no tenía con qué pagarlos, era puesto en la cárcel, donde se consumía de hambre o de miseria. Las cárceles solían estar llenas de indios infelices, que no habían pagado los tributos. Mas no eran solamente los pobres indios los que padecían escasez y eran defraudados: los curas y los doctrineros se veían con frecuencia en la triste disyuntiva o de perecer de necesidad, o de recibir sus estipendios en objetos de comercio, que les daban los encomenderos a precios exorbitantes. Los sacerdotes padecían muchísimo por esta causa: a menudo, eran presa de los encomenderos, cuya hambrienta avaricia con nada se veía satisfecha.

La moneda que corría en Quito era la plata marcada, que se traía de Potosí: también había otra moneda, que era el oro de baja ley, sin marcar, mezclado con plomo y cobre, del cual se hacían varillas de diversos tamaños, para el comercio. Un peso de éstos valía un peso y dos tomines de plata marcada. Siendo tal la condición en que se hallaba Quito en punto a moneda, fácil es conocer que su estado era más bien de atraso que de prosperidad.




III

En efecto, la industria fabril se había planteado ya; pero, después de un corto período de riqueza, presentaba marcados síntomas de decaimiento. Con la abundancia de ganado lanar, principalmente en la provincia de Riobamba, nació entre nosotros la industria fabril; conociose la necesidad de fundar algunos establecimientos   —466→   donde se utilizara con mayor prontitud y perfección la lana, que hasta entonces se había hilado a mano, con el método lento y rutinario, practicado por los indios desde antes de la conquista. En los obrajes se distribuía el trabajo; y, mientras unos se ocupaban en una faena, otros se ejercitaban en otra: urdíanse telas de algodón y de lana de diversa calidad. Prosperó también la industria de los tintes, y no hubo obraje que no tuviera además su batán.

Algunos pueblos de indios eran dueños de obrajes, que ellos habían establecido como empresa, cuyo provecho redundaba en beneficio y utilidad común. Cada obraje tenía una caja para depositar los fondos que se colectaban: esta caja tenía tres llaves, una de las cuales estaba en poder del cacique o gobernador de los indios, la otra en poder del Cura, y la tercera en poder del corregidor. De estos fondos se sacaban los tributos y otras gabelas, con que pechaban los indios, y hubo época en la cual los fondos depositados en los obrajes tuvieron gruesos sobrantes, a los que acudió en sus ahogos el tesoro real, tomándolos a crédito. Con la conservación de los obrajes recibió incremento la plantación y cultiva del algodón, que se hizo en proporciones considerables: recibió también impulso el comercio, y alcanzaron no sólo comodidades sino hasta una verdadera riqueza relativa muchos indios de las provincias de Latacunga, Ambato y Riobamba, pues adquirieron caballos y bestias de carga, para alquilar a los traficantes. En Ambato hubo más de dos indios, que gastaron seda en sus vestidos de gala. El cacique de La Puná   —467→   era señor de cinco pueblos, fundados en su isla; y en ganados y en terrenos poseía como cien mil pesos, fortuna no sólo rica, sino opulenta.

Suele creerse que, al principio los españoles que vinieron a la conquista, y después de ellos sus hijos y descendientes, se apoderaron de las tierras de labor que tenían los indios y los echaron a éstos, a viva fuerza, de sus heredades. Este hecho, así considerado de una manera general y absoluta, no puede admitirlo como cierto un historiador imparcial. Recordemos que no todos los terrenos cultivables eran propiedad de particulares: una grande extensión de terreno estaba abandonada, porque los indios no podían aprovecharse de ella en ninguna manera; los españoles la hicieron productiva, ya dedicándola a pastos, ya convirtiéndola en cebadales: hubo abusos, y muy graves y muy detestables; pero el abuso no fue la manera ordinaria, con que nuestros mayores adquirieron su derecho de propiedad sobre sus predios rústicos y heredades. Lo acostumbrado era probar primero que los campos no tenían poseedor, para pedir que fuesen adjudicados a alguien en propiedad: el abuso causó siempre escándalo, y fue reprobado.

En tiempo del presidente Valverde algunos criados y protegidos suyos pasaron al territorio de Calacalí, a las faldas orientales del Pichincha: uno de ellos (sin duda el más perverso), un tal Francisco Pulido, puso los ojos en los mejores terrenos, y, con el intento de convertirlos en estancias y fincas para sí, expulsó a los indios, les quemó las casas, les prendió fuego a las sementeras de maíz, les impidió volver a construir sus   —468→   chozas y, por medio de extorsiones y violencias, se apoderó de los sitios codiciados; los indios vinieron a Quito e imploraron la protección del Obispo. Lo era entonces el señor Peña, quien se trasladó en persona al valle de Calacalí, oyó das quejas de los indios, y, armándose de firmeza, escogió un lugar cómodo y fundó el pueblo, poniendo un sacerdote para que protegiera a los indios. Esto sucedió en 1576.

El que abusó más del poder de conceder tierras fue el anciano oidor, don Pedro Venegas del Cañaveral, en cuyo tiempo se repartieron algunos centenares de caballerías en el distrito jurisdiccional de la Audiencia, siendo éste uno de los más graves cargos, que se le formularon cuando fue residenciado.

El Real Consejo de Indias resolvió que se quitaran a los que las estaban poseyendo las tierras de que se les había despojado a los indios para darlas a los españoles; y el Rey expidió, al efecto, una cédula, que se puso en ejecución161.

Aún todavía más: el obispo Solís fundó en Quito un colegio para educar a los hijos de los caciques, y tomó unos cuatro mil pesos de los bienes de las comunidades de los indios, con el gusto y beneplácito de éstos, y los aplicó al sostenimiento del colegio, previo permiso de la Audiencia; diose cuenta al Rey, pidiéndole su aprobación,   —469→   y Felipe Segundo la concedió, pero con advertencia expresa de que ni para ese objeto se habían de tocar en adelante los bienes que pertenecían a las comunidades de indios: ¡tanta delicadeza había en este punto!

Muy de admirar sería que la raza blanca, enseñoreada de las provincias americanas, no hubiera oprimido a la raza indígena. En el antiguo reino de Quito la oprimió, pero esa opresión no fue nunca permitida, ni menos aprobada por el gobierno superior de España: los opresores de los indios, los oprimieron a éstos, abusando temerariamente de esa como impunidad, que para sus delitos les proporcionaba la tardía acción de la justicia; pero es una equivocación creer que los abusos se consumaban por un sistema de crueldad, perversamente reglamentado.

Los obrajes, fundados para el bien de los indios, se convirtieron en lugares de sufrimientos unos eran encerrados en ellos casi por toda su vida, de modo que abandonaban el cultivo de sus cortas heredades; otros fugaban para siempre de sus hogares, de miedo de los castigos con que se les amenazaba; madre hubo, que recibió voluntariamente en su propio cuerpo los azotes a que fue condenado su hijo, para que éste no se desterrara, huyendo de su casa. Había obrajes fundados por las comunidades de los indios; había también otros, que eran de propietarios particulares: en los de los indios ponían los virreyes un administrador, cuya, renta era costeada con los rendimientos del mismo obraje. Como los trabajadores debían mantenerse a sí mismos, la codicia especulaba con la necesidad de los pobres   —470→   indios, vendiéndoles la comida a precios muy caros; de aquí resultaba el que los obrajes se convirtieran, al cabo, en casa de trabajos forzados y reclusión perpetua, porque el indio jamás acababa de pagar ni su comida, ni su tributo, ni la renta del administrador, ni los artículos necesarios para el tejido, como la lana, el algodón, los tintes, todo lo cual había de salir de su trabajo personal.

Además de los obrajes, se establecieron telares en las casas de algunos españoles, que negociaban con esa manera de industria; y sucedió que hubo telares hasta en las casas de los párrocos, tanto clérigos como religiosos, algunos de los cuales emprendieron, sin escrúpulo, en semejante comercio. Para remediar los agravios que causaba la mala administración de justicia, solían los virreyes enviar, de cuando en cuando, ciertos comisionados, que, con el nombre de visitadores, recorrían provincias determinadas; mas, como no siempre la elección recaía en sujetos honrados, sino en palaciegos y criados de la casa de los virreyes, las visitas fueron más temidas que las mismas pestes y terremotos: por donde pasaba el Visitador, todo quedaba desolado. Nunca salían solos, sino acompañados de sirvientes y de otras personas a quienes querían favorecer por medio de la visita; y aunque había ordenanzas para que las visitas no fueran onerosas a los indios, con todo los mismos indios proporcionaban al Visitador y a su cortejo cuanto la necesidad reclamaba, o el capricho o el antojo exigían. Algunos cantones meridionales de la actual provincia de Loja fueron azotados, primero por la sequía, y   —471→   después por una plaga de ratones, que devoraron hasta la yerba de los campos; aún no habían convalecido todavía de estas plagas, cuando sobre ellos cayó la de los visitadores, mandados por el Virrey: la desolación de los pobres indios llegó a su colmo, y, desesperados, huían de sus casas o andaban ocultos en las quebradas y montañas.

La elección de buenos gobernantes para los pueblos pequeños es el secreto de la prosperidad pública de las naciones. Nuestros corregimientos en la época, cuya historia estamos refiriendo, eran poblados casi en su totalidad solamente por indios: los españoles, en los pueblos, todavía eran pocos, y los corregidores abusaban impunemente de su autoridad; pues, aunque habían jurado cumplir las ordenanzas dictadas para el buen desempeño de su cargo, oprimían a los indios y los arruinaban. Corregidores hubo que fomentaban la embriaguez, vendiendo a los indios licores fermentados, en tabernas puestas y conservadas con ese objeto; la avaricia fratricida de algunos de estos ministros de justicia discurrió vender vinos, fabricados con sustancias dañosas a la salud, causando no sólo enfermedades sino hasta la muerte a los indios. Común era negociar con ellos, dándoles, a la fuerza, objetos que para nada habían menester, como anteojos, libros en latín, los objetos necesarios, ocioso es decir que eran o muy caros o de muy mala calidad. Lastimado por tantos escándalos el obispo Solís, no vaciló en castigar con pena de excomunión mayor a los corregidores perjuros, que no cumplieran fielmente las ordenanzas que habían jurado guardar, al aceptar   —472→   el cargo de corregidores: delegó a los Vicarios foráneos la facultad de declarar incursos en esta excomunión a los corregidores, cuya conducta fuese públicamente escandalosa, y amenazó, con la privación perpetua del beneficio, a los párrocos que en la defensa de los indios fuesen remisos o negligentes: a todos los sacerdotes recomendó apretadamente que, ni en artículo de muerte, concedieran la absolución sacramental a los corregidores y a los encomenderos, si primero no devolvían todo aquello en que hubiesen defraudado a los indios.

Estas medidas, aunque severas, eran muy justas y saludables: antes que el señor Solís, el señor Peña había reglamentado este punto de disciplina eclesiástica, con gran celo y mucha firmeza. No permitía a ningún sacerdote administrar el Sacramento de la confesión, sino cuando daba examen y merecía aprobación: este examen tenía, entre otros objetos, el de uniformar las opiniones morales de todos los sacerdotes en punto a la Penitencia. Era entonces doctrina común y corriente en el obispado de Quito, que no merecían absolución los encomenderos, corregidores y otros empleados, que hacían agravios a los indios, sino cuando satisfacían a los agraviados aunque los penitentes no confesaran este pecado, los sacerdotes estaban obligados a preguntárselo si los agravios eran públicos, debía negarse la absolución, aun cuando asegurara el penitente que estaba inocente, y no le remordía la conciencia. Laudable severidad, que no consentía en manera alguna que la Religión y sus Sacramentos fuesen profanados.

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La vigilancia del Rey para que los indios fuesen tratados con justicia no era menor. Los que desempeñaban la comisión de tasar los tributos, debían hacer celebrar primero una Misa al Espíritu Santo, para que les alumbrara el entendimiento, y después juraban, en manos del sacerdote celebrante, que en el tasar los tributos procederían con justicia e imparcialidad. Luego hacían una enumeración de todos los indios, pueblo por pueblo, familia por familia, notando la edad, el estado y la industria de cada uno, y tomando en cuenta la condición del terreno y la naturaleza y cantidad de los tributos, que acostumbraban pagar en tiempo de los Incas162.

El Gobierno español en su prudente sistema administrativo conservó los cacicazgos de los indios, y reconoció la autoridad de los caciques sobre los habitantes de cada parcialidad. Estos caciques o jefes indígenas eran muy útiles para la administración y régimen de los pueblos: estaban exceptuados de pagar tributo, y los indios les servían en labrarles la tierra y acudirles con ciertos donecillos, en reconocimiento de vasallaje: pero también los caciques algunas veces abusaban de sus subordinados; así como ellos mismos estaban expuestos a las injurias y vejámenes que les hacían los corregidores y hasta los doctrineros. El buen gobierno se encuentra solamente   —474→   entre gentes que temen a Dios de corazón, pues la justicia humana es impotente para hacer por sí sola felices a los pueblos.

Hemos dado a conocer cuál era el estado en que se encontraba nuestra sociedad y cómo se hallaba organizada la colonia, al terminar el siglo decimosexto: continuaremos, por lo mismo, la narración de los hechos que sucedieron en el siglo decimoséptimo, refiriendo a nuestros compatriotas únicamente lo que merezca ser contado a la posteridad.






 
 
FIN DEL CAPÍTULO NOVENO Y DEL TOMO TERCERO