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ArribaAbajoEl ángel de la guarda

I

«El 1 de mayo entran los aviones», dícese en España, desde que el mundo es mundo, para significar que todos los años, precisamente ese día, regresan a nuestra tierra, o sea a nuestro aire, los aviones y vencejos después de su viaje invernal al África. Pero lo que nadie ha dicho hasta ahora, y yo me sé de muy buena tinta, es que ningún año habrán vuelto a ver los aviones las murallas de Tarragona, ni tomado en ellas posesión en sus antiguos nidos, en día más hermoso, fulgente y embalsamado, que el 1 de mayo de 1814.

El mar, tan azul y apacible como el mismo cielo, parecía no un complemento de la limitada tierra, sino el comienzo de la eternidad y de lo infinito. El campo recibía sonriendo las caricias del sol, y se las pagaba en vistosas flores, nuncio y promesa de regalados frutos. El ambiente, en fin, estaba impregnado de amor y vida, y en sus tibias ráfagas percibíase el fragante aliento de la primavera, enamorada ya del estío...

Pero no eran sólo de esta índole los encantos primaverales de aquel inolvidable día. El hombre, en la ciudad, al pensar en el regreso de las aves viajeras, y en que había principiado el mes de las flores, y en que el día siguiente sería DOS DE MAYO, experimentaba solemnes y gratas sensaciones morales y patrióticas, que hablaban también a su alma de resurrección y eflorescencia... ¡Apenas habían pasado quince días desde que la paz reinaba en España, después de seis años de incesante   —60→   lucha! La guerra de la Independencia, la epopeya de que fueron héroes nuestros padres, estaba completamente terminada. Los generales de Napoleón habían huido con sus huestes y con su pretendido rey a contarle al dominador de tantas naciones que era delirio pensar en la conquista de la nación española. ¡Ya no había en toda la Península ni un solo soldado extranjero!

Nuestra desangrada y enflaquecida patria descansaba, pues, a la luz de aquel sol esplendoroso, como un convaleciente que abandona el lecho después de lidiar largo tiempo con la muerte. ¡Momento melancólico y sublime! Las campanas llamaban de nuevo a los fieles a las incendiadas y saqueadas iglesias... El humo de los ensangrentados hogares volvía a elevarse al cielo por la serena atmósfera... Los antiguos cantos populares estremecían otra vez el viento... El esforzado patriota soltaba las armas y tornaba a sus trabajos, consolándose de haber perdido hijos, hermanos y padres a la sola idea de que había conservado el suelo que los vio nacer y morir... ¡Todo era, en fin, santa tristeza y patético alborozo desde San Sebastián a Cádiz, desde La Coruña hasta Gerona; todo era referirse grandes hazañas de una y otra provincia, de una y otra ciudad, de una y otra aldea, empeñadas de consuno en sacudir el yugo extranjero; todo era dar gracias a Dios por la victoria, conmemorar religiosamente a los difuntos, y restaurar ciudades o construirlas de nuevo, con la esperanza de alcanzar en ellas mejores y más dilatados días que los heroicos mártires de la Patria!

II

La mañana que digo, un bizarro mancebo y una hermosísima joven, vestidos con sencillez y buen gusto, como gentes acomodadas de la clase media, salían de la iglesia de Santo Domingo, de Tarragona, donde acababan de velarse.

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El mismo sacerdote que los casara la semana anterior los acompañaba ahora amigablemente, yendo tan contento y ufano entre los dos enamorados esposos como si éstos le debiesen toda su ventura.

Mucho le debían. Clara y Manuel, que así se llamaban los jóvenes, habían perdido sus respectivas familias el día 28 de junio de 1811, cuando el general Suchet tomó por asalto a Tarragona. Posteriormente, al fin de la campaña de 1813, Suchet, perseguido, pasó por la misma ciudad y voló sus fortalezas y algunas casas, siendo una de éstas la del escribano que guardaba todos los títulos de las propiedades de Manuel, fugitivo a la sazón con Clara y con su madre. En uno y otro tremendo día habían perecido más de la mitad de los habitantes de Tarragona; de modo que cuando el pobre huérfano volvió en busca de su casa y de sus bienes, para ofrecérselos a aquellas dos mujeres desvalidas, encontróse con que no era posible identificar su persona, ni menos acreditar su derecho a la hacienda de sus padres. Entonces apareció en la arruinada ciudad aquel virtuoso sacerdote con quien ahora lo encontramos, el cual lo conocía desde que nació (puesto que fue siempre cura de su parroquia, y lo había bautizado y enseñado a leer); y, a consecuencia de las autorizadas declaraciones del anciano ministro del Señor, Manuel, ¡que ya pedía limosna!, fue rico desde el día siguiente.

Pocas semanas después se verificaba su matrimonio con Clara.

En cuanto a la madre de ésta, ya aparecerá en el curso de nuestra breve y verídica historia.

III

-Conque, vamos, hijos míos; decidme... ¿De qué se trata? -preguntó el sacerdote a la puerta de la iglesia.

-Se trata, señor cura... -dijo Clara con tristeza-, de que tenemos un secreto que confiar a usted...

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-¿Un secreto?... ¡A mí! Pues ¿no habéis confesado conmigo esta mañana?...

-Sí, señor... -respondió Manuel con mayor tristeza todavía-; pero nuestro secreto no es un pecado.

-¡Ah, ya! Eso es otra cosa.

-Al menos pecado nuestro... -balbuceó la desposada.

-¡Ya decía yo que habría algo malo en el asunto cuando acudíais al pobre viejo!... ¡Veamos!... ¿A qué se reduce todo?

-Habla tú... -dijo Clara a su marido.

Éste se limitó a añadir:

-¡Nada!... Venga usted... La mañana está hermosa: daremos un corto paseo, y en el mismo sitio le diremos lo que sucede.

-¿En qué sitio?

-¡Nada!... Venga usted... -repitió Clara, tirando del manteo al padre cura.

Éste se prestó gustoso al deseo de los dos jóvenes, y salieron de la ciudad.

Como a unos mil pasos de ella, y en la orilla misma del Francolí, se paró Manuel, diciendo:

-Aquí era...

-No..., no... -observó Clara-. Fue más allá.

-En efecto... Fue en aquel recodo, donde se ve a una mujer sentada en el suelo.

-¡Calla!... ¡Pues si aquella mujer es mi madre!

-¿Cómo tu madre?

-Sí... ¡No tengo duda! Esta mañana salió de casa, como todos los días, sin permitir que nadie la acompañase...; y ¡mira adónde se viene la pobre! No lo extrañe usted, señor cura: ya sabe usted que la infeliz está mala de la cabeza. ¡Desde aquella noche su razón padece frecuentes extravíos!

En esto llegaron nuestros tres personajes al lado de una mujer que, efectivamente, se hallaba sentada en el suelo, a la orilla del agua, con los ojos fijos en las ondas fugitivas del Francolí.

Érase una anciana de venerable porte, de severa y   —63→   enjuta fisonomía, negrísimos ojos y blanca y poblada cabellera; una madre catalana, en fin, tan enérgica como dulce, tan cariñosa como soberbia.

-¡Qué hermoso día, madre! -le dijo Clara, para distraerla, en tanto que la abrazaba.

-Hija, ¡qué horrible noche! -respondió la pobre loca.

-Verá usted, señor cura, cómo sucedió todo... -expuso Manuel, haciendo un esfuerzo y apartando un poco al sacerdote del grupo de las dos mujeres.

IV

-Ahí... -prosiguió Manuel señalando al río-, en esas ondas que tanta sangre han arrastrado3 durante cinco años, yace, señor cura, un mártir de la independencia española, muerto a los quince meses de nacer..., y a quien, sin embargo, deben la vida y la felicidad estos dos corazones que ha unido usted para siempre. De la madre de Clara no hablo, porque si bien le debe también la vida a aquel santo niño, más le valiera haber perecido con él. ¡Ya ve usted cómo se encuentra la desgraciada!

¡Se asombra usted, padre mío, de que a los quince meses de edad pueda una inocente criatura hacer tanto bien a su familia! Lo comprendo... ¡Yo también, no sólo me asombro, sino que me muero de vergüenza! Pero ¡ya ve usted cómo quedé aquella noche!

Así diciendo, mostró Manuel al párroco la mano izquierda, horriblemente desfigurada por una larga y profunda cicatriz.

-¡A los quince meses, sí!... Murió a los quince meses, y su vida no fue estéril, no fue inútil! ¡Muchos viven largos años sin hacer tanto bien al mundo! ¡Dios lo tendrá, sin duda alguna, no al lado de los ángeles, sino de los mártires y de los héroes!

Ya sabe usted cuán triste fue para Tarragona el día 28 de junio de 1811. Sin embargo, usted se hallaba   —64→   prisionero desde el asalto del 4 de mayo, y no vio todo el horror de la toma de la ciudad. ¡No vio morir a cinco mil españoles en diez horas; no vio incendiar casas y templos; no vio asesinar inermes ancianos y flacas mujeres; no vio atropellado el pudor de las vírgenes, la majestad de las madres, el voto de las religiosas!... ¡No vio el robo y la embriaguez confundidos con el amor y la matanza! ¡No vio, en fin, una de las mayores proezas del vencedor del mundo, del héroe de nuestro siglo, del semidiós Napoleón!

¡Yo lo vi todo! ¡Yo vi a los enfermos salir del lecho de agonía, arrastrando las sábanas como un sudario, y perecer a manos del soldado extranjero, sobre el umbral de la misma alcoba en que penetró el día antes el Viático! ¡Yo vi tendida en esta calle a una mujer degollada, y a su lado el tierno infante, que mamaba todavía del pecho de la madre muerta! ¡Yo vi al esposo maniatado presenciar la profanación del lecho nupcial, y a los niños que lloraban en torno de tanto horror, y a la desesperación y a la inocencia apelando al suicidio, y a la impiedad escarneciendo los cadáveres! ¡Ah! ¡Malditas sean las armas extranjeras!

Mi padre y mis hermanos murieron aquel día de tristísima memoria... ¡Felices ellos!

Herido yo gravísimamente, inútil para la lid, refugiéme en casa de Clara.

Ésta, llena de angustia y miedo, hallábase al balcón, temiendo por mi vida, y arriesgando la suya con tal de verme, si pasaba por la calle.

Entré; pero los que me perseguían... la vieron... Y ¡era tan hermosa!

Un rugido de salvaje alborozo y una brutal carcajada saludaron a la beldad. Un minuto después, el hacha y el fuego derribaban nuestra puerta. ¡Estábamos perdidos!

La madre de Clara llevando en sus brazos al desventurado niño que yace bajo esas ondas, se encerró con nosotros en la cisterna o aljibe de la casa, que era profundísimo y estaba seco a causa de no haber llovido   —65→   hacía muchos meses. Aquella cisterna, cuyo suelo mediría ocho varas cuadradas, y a la que se bajaba por largas rampas subterráneas, se angostaba arriba, formando como un cañón de pozo, que iba a dar al promedio del patio, donde tenía su brocal, con garrucha pendiente de un arco de hierro, a fin de sacar desde allí agua por medio de dos acetres...

El mencionado niño, llamado Miguel, era hermano de Clara, o sea el hijo menor de la infeliz a quien los franceses acababan de dejar viuda.

Dentro del aljibe podíamos salvarnos los cuatro, o, mejor dicho, nos habíamos salvado ya. ¡Nadie imaginaría que estuviésemos en aquel sitio, ni que tal sitio existiese! Desde arriba, la cisterna parecía un simple pozo. Los franceses creerían que habíamos huido por los tejados de la casa...

Pronto lo dijeron así, entre horrorosos juramentos, mientras descansaban en aquel fresco patio, en medio del cual estaba la cisterna.

Sí..., ¡nos habíamos salvado! Clara me vendaba la herida; su madre daba el pecho a Miguel, y yo, aunque temblaba con el frío de la calentura, considerábame feliz y sonreía...

En esto comprendimos que los franceses, devorados de sed, trataban de sacar agua del pozo en que nos hallábamos...

¡Figúrese usted toda nuestra agonía en aquel instante...!

Nos hicimos a un lado, y dejamos bajar el acetre hasta dar en el suelo.

Ni respirábamos siquiera.

El acetre volvió a subir...

-¡Está seco! -dijeron los franceses.

-¡Arriba habrá agua! -exclamó uno.

¡Se marchan!, pensamos Clara, su madre y yo.

-¿Si estarán aquí dentro? -exclamó una voz en catalán...

¡Era un afrancesado..., señor cura! ¡Era un español quien nos perdía!

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-¡Qué disparate! -respondió el francés-. ¡No hubieran podido descolgarse tan pronto!

-Es verdad... -repuso el afrancesado.

Ignoraban ellos que a la cisterna se bajaba por la citada mina, cuya puerta o trampa, bien disimulada en el suelo de oscura bodega algo distante, era muy difícil descubrir. ¡En cambio, habíamos cometido la imprudencia de cerrar con llave la verja de hierro que cortaba la comunicación entre la cisterna y la mina, y no podíamos abrirla sin hacer mucho ruido!...

Figúrese usted, pues, la cruel alternativa de esperanza y de miedo con que oiríamos aquel diálogo, sostenido por los malhechores en el mismo brocal del pozo... ¡Desde los rincones en que estábamos replegados veíamos moverse la sombra de sus cabezas en el redondel de luz cenital pintado en el fondo del seco aljibe!... Cada segundo nos parecía un siglo...

En esto..., ¡echóse a llorar Miguel!...

Pero no bien había lanzado el primer gemido, cuando su madre sofocó aquella voz que nos vendía, estrechando contra su pecho la cara del tierno infante.

-¿Habéis oído? -gritaron arriba.

-¡Yo no! -respondió otro.

-Escuchemos -dijo el afrancesado.

Pasaron tres horribles minutos...

Miguel pugnaba por llorar..., y cuanto más lo sofocaba su madre, más se enfurecía y se retorcía entre sus brazos...

Pero no se oyó ni el más ligero suspiro.

-Será el eco... -exclamaron los franceses, alejándose.

-¡Eso será! -añadió el afrancesado.

Y todos se fueron, y el ruido de sus pisadas y de sus sables se apagó lentamente a todo lo largo del patio, con dirección al portal.

¡Había cesado el peligro!

Pero ¡ay!..., ¡tardía felicidad la nuestra!

Miguel no lloraba, ni luchaba ya...

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V

-¡Señor cura! ¡Señor cura! -gritó en esto la madre de Clara, interrumpiendo a Manuel-. ¡Diga usted que es mentira! ¡Yo no he matado a mi hijo! ¡Lo mataron ellos! ¡Lo ahogué yo por librarlos! ¡Se ahogó él por librarnos a todos! ¡Ah, señor cura! Perdóneme usted... ¡Yo no soy una mujer mala! ¡Yo me he vuelto loca por mi Miguel, por el hijo de mi vida!... ¡Yo no soy una mala madre!

-¡Señor cura! -dijo Clara-. Hemos traído a usted hasta aquí para que bendiga ese agua, en que arrojamos el cadáver de mi hermano cuando huimos de Tarragona la noche del 28 de junio de 1811. El peligro que corríamos no nos dejó tiempo de enterrarlo...

-¿No es verdad que Miguel estará en el Cielo, señor cura? -preguntó Manuel, enjugándose las lágrimas.

-Sí, hijos míos... -respondió el sacerdote-. ¡Yo os lo aseguro en nombre de Dios y en nombre de la Patria! Y usted, no llore... -continuó, dirigiéndose a la anciana-. ¡Dios bendice el martirio que usted sufre, como yo bendigo al inocente niño que lo causó! ¡En el Cielo encontrará usted a su hijo, y con él la alegría del alma! En cuanto a vosotros, que tan felices podéis ser sobre la Tierra, no olvidéis que comprasteis vuestra dicha al precio del tormento de los demás. ¡Atormentaos también cuando vuestro prójimo os necesite!

Así dijo el sacerdote; y, a la luz del sol primaveral, en medio de los floridos campos, al son de la música de las aves, acompañado, en fin, de todas las alegrías de la Naturaleza, bendijo el lugar en que las aguas del Francolí sirvieron de tumba al venturoso niño que fue el Ángel de la Guarda de su familia.

Madrid, 1859.



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ArribaAbajoLa buenaventura

I

No sé qué día de agosto del año 1816 llegó a las puertas de la Capitanía general de Granada cierto haraposo y grotesco gitano, de sesenta años de edad, de oficio esquilador y de apellido o sobrenombre Heredia, caballero en flaquísimo y destartalado burro mohíno, cuyos arneses se reducían a una soga atada al pescuezo; y, echado que hubo pie a tierra, dijo con la mayor frescura «que quería ver al capitán general.»

Excuso añadir que semejante pretensión excitó sucesivamente la resistencia del centinela, las risas de los ordenanzas y las dudas y vacilaciones de los edecanes antes de llegar a conocimiento del excelentísimo señor don Eugenio Portocarrero, conde del Montijo, a la sazón capitán general del antiguo reino de Granada... Pero como aquel prócer era hombre de muy buen humor y tenía muchas noticias de Heredia, célebre por sus chistes, por sus cambalaches y por su amor a lo ajeno..., con permiso del engañado dueño, dio orden de que dejasen pasar al gitano.

Penetró éste en el despacho de su excelencia, dando dos pasos adelante y uno atrás, que era como andaba en las circunstancias graves, y poniéndose de rodillas exclamó:

-¡Viva María Santísima y viva su merced, que es el amo de toitico el mundo!

-Levántate; déjate de zalamerías, y dime qué se te ofrece... -respondió el conde con aparente sequedad.

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Heredia se puso también serio, y dijo con mucho desparpajo:

-Pues señor, vengo a que se me den los mil reales.

-¿Qué mil reales?

-Los ofrecidos, hace días, en un bando, al que presente las señas de Parrón.

-Pues, ¡qué! ¿Tú lo conocías?

-No, señor.

-Entonces...

-Pero ya lo conozco.

-¡Cómo!

-Es muy sencillo. Lo he buscado; lo he visto, traigo las señas, y pido mi ganancia.

-¿Estás seguro de que lo has visto? -exclamó el capitán general con un interés que se sobrepuso a sus dudas.

El gitano se echó a reír, y respondió:

-¡Es claro! Su merced dirá: Este gitano es como todos, y quiere engañarme. ¡No me perdone Dios si miento! Ayer vi a Parrón.

-Pero ¿sabes tú la importancia de lo que dices? ¿Sabes que hace tres años que se persigue a ese monstruo, a ese bandido sanguinario, que nadie conoce ni ha podido nunca ver?¿Sabes que todos los días roba en distintos puntos de estas sierras a algunos pasajeros, y después los asesina, pues dice que los muertos no hablan, y que ése es el único medio de que nunca dé con él la justicia? ¿Sabes, en fin, que ver a Parrón es encontrarse con la muerte?

El gitano se volvió a reír, y dijo:

-Y ¿no sabe su merced que lo que no puede hacer un gitano no hay quien lo haga sobre la Tierra? ¿Conoce nadie cuándo es verdad nuestra risa o nuestro llanto? ¿Tiene su merced noticia de alguna zorra que sepa tantas picardías como nosotros? Repito, mi general, que no sólo he visto a Parrón, sino que he hablado con él.

-¿Dónde?

-En el camino de Tózar.

-Dame pruebas de ello.

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-Escuche su merced. Ayer mañana hizo ocho días que caímos mi borrico y yo en poder de unos ladrones. Me maniataron muy bien, y me llevaron por unos barrancos endemoniados hasta dar con una plazoleta donde acampaban los bandidos. Una cruel sospecha me tenía desazonado: «¿Será esta gente de Parrón? -me decía a cada instante-. ¡Entonces no hay remedio: me matan!..., pues ese maldito se ha empeñado en que ningunos ojos que vean su fisonomía vuelvan a ver cosa ninguna.»

Estaba yo haciendo estas reflexiones, cuando se me presentó un hombre vestido de macareno con mucho lujo, y dándome un golpecito en el hombro y sonriéndose con suma gracia, me dijo:

-Compadre, ¡yo soy Parrón!

Oír esto y caerme de espaldas, todo fue una misma cosa.

El bandido se echó a reír.

Yo me levanté desencajado, me puse de rodillas y exclamé en todos los tonos de voz que pude inventar:

-¡Bendita sea tu alma, rey de los hombres!... ¿Quién no había de conocerte por ese porte de príncipe real que Dios te ha dado? ¡Y que haya madre que para tales hijos! ¡Jesús! ¡Deja que te dé un abrazo, hijo mío! ¡Que en mal hora muera si no tenía gana de encontrarte el gitanico para decirte la buenaventura y darte un beso en esa mano de emperador! ¡También yo soy de los tuyos! ¿Quieres que te enseñe a cambiar burros muertos por burros vivos? ¿Quieres vender como potros tus caballos viejos? ¿Quieres que le enseñe el francés a una mula?

El conde del Montijo no pudo contener la risa... Luego preguntó:

-Y ¿qué respondió Parrón a todo eso? ¿Qué hizo?

-Lo mismo que su merced: reírse a todo trapo.

-¿Y tú?

-Yo, señorico, me reía también; pero me corrían por las patillas lagrimones como naranjas.

-Continúa.

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-En seguida me alargó la mano y me dijo:

-Compadre, es usted el único hombre de talento que ha caído en mi poder. Todos los demás tienen la maldita costumbre de procurar entristecerme, de llorar, de quejarse y de hacer otras tonterías que me ponen de mal humor. Sólo usted me ha hecho reír; y si no fuera por esas lágrimas...

-¡Qué!4, ¡señor, si son de alegría!

-Lo creo. ¡Bien sabe el demonio que es la primera vez que me he reído desde hace seis u ocho años! Verdad es que tampoco he llorado... Pero despachemos. ¡Eh, muchachos!

Decir Parrón estas palabras y rodearme una nube de trabucos todo fue un abrir y cerrar de ojos.

-¡Jesús me ampare! -empecé a gritar.

-¡Deteneos! -exclamó Parrón-. No se trata de eso todavía. Os llamo para preguntaros qué le habéis tomado a este hombre.

-Un burro en pelo.

-¿Y dinero?

-Tres duros y siete reales.

-Pues dejadnos solos.

Todos se alejaron.

-Ahora dime la buenaventura -exclamó el ladrón, tendiéndome la mano.

Yo se la cogí; medité un momento; conocí que estaba en el caso de hablar formalmente, y le dije con todas las veras de mi alma:

-Parrón, tarde que temprano, ya me quites la vida, ya me la dejes..., ¡morirás ahorcado!

-Eso ya lo sabía yo... -respondió el bandido con entera tranquilidad-. Dime cuándo.

Me puse a cavilar.

Este hombre, pensé, me va a perdonar la vida; mañana llego a Granada y doy el cante; pasado mañana lo cogen... Después, empezará la sumaria...

-¿Dices que cuándo?-le respondí en alta voz-. Pues, ¡mira!, va a ser el mes que entra.

Parrón se estremeció; y yo también, conociendo que   —72→   el amor propio de adivino me podía salir por la tapa de los sesos.

-Pues mira tú, gitano... -contestó Parrón muy lentamente-. Vas a quedarte en mi poder... ¡Si en todo el mes que entra no me ahorcan, te ahorco yo a ti tan cierto como ahorcaron a mi padre! Si muero para esa fecha, quedarás libre.

-¡Muchas gracias! -le dije yo en mi interior-. ¡Me perdona... después de muerto!

Y me arrepentí de haber echado tan corto el plazo.

Quedamos en lo dicho: fui conducido a la cueva, donde me encerraron, y Parrón montó en su yegua y tomó el tole por aquellos breñales...

-Vamos, ya comprendo... -exclamó el conde del Montijo-. Parrón ha muerto; tú has quedado libre, y por eso sabes sus señas...

-¡Todo lo contrario, mi general! Parrón vive, y aquí entra lo más negro de la presente historia.

II

Pasaron ocho días sin que el capitán volviese a verme. Según pude entender, no había parecido por allí desde la tarde que le hice la buenaventura; cosa que nada tenía de raro, a lo que me contó uno de mis guardianes.

-Sepa usted -me dijo- que el jefe se va al infierno de vez en cuando, y no vuelve hasta que se le antoja. Ello es que nosotros no sabemos nada de lo que hace durante sus largas ausencias.

A todo esto, a fuerza de ruegos, y como pago de haber dicho la buenaventura a todos los ladrones, pronosticándoles que no serían ahorcados y que llevarían una vejez muy tranquila, había yo conseguido que por las tardes me sacasen de la cueva y me atasen a un árbol, pues en mi encierro me ahogaba de calor.

Pero excuso decir que nunca faltaban a mi lado un par de centinelas.

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Una tarde, a eso de las seis, los ladrones que habían salido de servicio aquel día a las órdenes del segundo de Parrón regresaron al campamento llevando consigo, maniatado como pintan a nuestro Padre Jesús Nazareno, a un pobre segador de cuarenta a cincuenta años, cuyas lamentaciones partían el alma.

-¡Dadme mis veinte duros! -decía-. ¡Ah! ¡Si supierais con qué afanes los he ganado! ¡Todo un verano segando bajo el fuego del sol!... ¡Todo un verano lejos de mi pueblo, de mi mujer y de mis hijos! ¡Así he reunido, con mil sudores y privaciones, esa suma, con que podríamos vivir este invierno!... ¡Y cuando ya voy de vuelta, deseando abrazarlos y pagar las deudas que para comer hayan hecho aquellos infelices, ¿cómo he de perder ese dinero, que es para mí un tesoro? ¡Piedad, señores! ¡Dadme mis veinte duros! ¡Dádmelos, por los dolores de María Santísima!

Una carcajada de burla contestó a las quejas del pobre padre.

Yo temblaba de horror en el árbol a que estaba atado; porque los gitanos también tenemos familia.

-No seas loco... -exclamó al fin un bandido, dirigiéndose al segador-. Haces mal en pensar en tu dinero, cuando tienes cuidados mayores en que ocuparte...

-¡Cómo! -dijo el segador, sin comprender que hubiese desgracia más grande que dejar sin pan a sus hijos.

-¡Estás en poder de Parrón!

-Parrón... ¡No le conozco!... Nunca lo he oído nombrar... ¡Vengo de muy lejos! Yo soy de Alicante, y he estado segando en Sevilla.

-Pues, amigo mío, Parrón quiere decir la muerte. Todo el que cae en nuestro poder es preciso que muera. Así, pues, haz testamento en dos minutos y encomienda el alma en otros dos. ¡Preparen! ¡Apunten! Tienes cuatro minutos.

-Voy a aprovecharlos... ¡Oídme, por compasión!...

-Habla.

-Tengo seis hijos... y una infeliz.... diré viuda...,   —74→   pues veo que voy a morir... Leo en vuestros ojos que sois peores que fieras... ¡Sí, peores! Porque las fieras de una misma especie no se devoran unas a otras. ¡Ah! ¡Perdón!... No sé lo que me digo. ¡Caballeros, alguno de ustedes será padre!... ¿No hay un padre entre vosotros? Sabéis lo que son seis niños pasando un invierno sin pan? ¿Sabéis lo que es una madre que ve morir a los hijos de sus entrañas diciendo: «Tengo hambre..., tengo frío»? Señores, ¡yo no quiero mi vida sino por ellos! ¿Qué es para mí la vida? ¡Una cadena de trabajos y privaciones! ¡Pero debo vivir para mis hijos!... ¡Hijos míos! ¡Hijos de mi alma!

Y el padre se arrastraba por el suelo, y levantaba hacia los ladrones una cara... ¡Qué cara!... ¡Se parecía a la de los santos que el rey Nerón echaba a los tigres, según dicen los padres predicadores!

Los bandidos sintieron moverse algo dentro de su pecho, pues se miraron unos a otros...; y viendo que todos estaban pensando la misma cosa, uno de ellos se atrevió a decirla....

-¿Qué dijo? -preguntó el capitán general, profundamente afectado por aquel relato.

-Dijo: «Caballeros, lo que vamos a hacer no lo sabrá nunca Parrón...»

-Nunca..., nunca... -tartamudearon los bandidos.

-Márchese usted, buen hombre... -exclamó entonces uno que hasta lloraba.

Yo hice también señas al segador de que se fuese al instante.

El infeliz se levantó lentamente.

-Pronto... ¡Márchese usted! -repitieron todos, volviéndole la espalda.

El segador alargó la mano maquinalmente.

-¿Te parece poco? -gritó uno-. ¡Pues no quiere su dinero! Vaya..., vaya... ¡No nos tiente usted la paciencia!

El pobre padre se alejó llorando, y a poco desapareció.

Media hora había transcurrido, empleada por los ladrones   —75→   en jurarse unos a otros no decir nunca a su capitán que habían perdonado la vida a un hombre, cuando de pronto apareció Parrón, trayendo al segador en la grupa de su yegua.

Los bandidos retrocedieron espantados.

Parrón se apeó muy despacio, descolgó su escopeta de dos cañones, y, apuntando a sus camaradas, dijo:

-¡Imbéciles! ¡Infames! ¡No sé cómo no os mato a todos! ¡Pronto! ¡Entregad a este hombre los duros que le habéis robado!

Los ladrones sacaron los veinte duros y se los dieron al segador, el cual se arrojó a los pies de aquel personaje que dominaba a los bandoleros y que tan buen corazón tenía...

Parrón le dijo:

-¡A la paz de Dios! Sin las indicaciones de usted nunca hubiera dado con ellos. ¡Ya ve usted que desconfiaba de mí sin motivo!... He cumplido mi promesa... Ahí tiene usted sus veinte duros... Conque... ¡en marcha!

El segador lo abrazó repetidas veces y se alejó lleno de júbilo.

Pero no habría andado cincuenta pasos, cuando su bienhechor lo llamó de nuevo.

El pobre hombre se apresuró a volver pies atrás.

-¿Qué manda usted? -le preguntó, deseando ser útil al que había devuelto la felicidad a su familia.

-¿Conoce usted a Parrón?-le preguntó él mismo.

-No lo conozco.

-¡Te equivocas! -replicó el bandolero-. Yo soy Parrón.

El segador se quedó estupefacto.

Parrón se echó la escopeta a la cara y descargó los dos tiros contra el segador, que cayó redondo al suelo.

-¡Maldito seas! -fue lo único que pronunció.

En medio del terror que me quitó la vista, observé que el árbol en que yo estaba atado se estremecía ligeramente y que mis ligaduras se aflojaban.

Una de las balas, después de herir al segador, había   —76→   dado en la cuerda que me ligaba al tronco y la había roto.

Yo disimulé que estaba libre, y esperé una ocasión para escaparme.

Entretanto, decía Parrón a los suyos, señalando al segador:

-Ahora podéis robarlo. Sois unos imbéciles..., ¡unos canallas! ¡Dejar a ese hombre, para que se fuera, como se fue, dando gritos por los caminos reales!... Si conforme soy yo quien se lo encuentra y se entera de lo que pasaba, hubieran sido los migueletes,habría dado vuestras señas y las de nuestra guarida, como me las ha dado a mí, y estaríamos ya todos en la cárcel. ¡Ved las consecuencias de robar sin matar! Conque basta ya de sermón y enterrad ese cadáver para que no apeste.

Mientras los ladrones hacían el hoyo y Parrón se sentaba a merendar dándome la espalda, me alejé poco a poco del árbol y me descolgué al barranco próximo...

Ya era de noche. Protegido por sus sombras salí a todo escape y, a la luz de las estrellas, divisé mi borrico, que comía allí tranquilamente, atado a una encina. Montéme en él, y no he parado hasta llegar aquí...

Por consiguiente, señor, deme usted los mil reales, y yo daré las señas de Parrón, el cual se ha quedado con mis tres duros y medio...

Dictó el gitano la filiación del bandido; cobró desde luego la suma ofrecida y salió de la Capitanía general, dejando asombrados al conde del Montijo y al sujeto, allí presente, que nos ha contado todos estos pormenores.

Réstanos ahora saber si acertó o no acertó Heredia al decir la buenaventura a Parrón.

III

Quince días después de la escena que acabamos de referir, y a eso de las nueve de la mañana, muchísima gente ociosa presenciaba, en la calle de San Juan de   —77→   Dios y parte de la de San Felipe, de aquella misma capital, la reunión de dos compañías de migueletes que debían salir a las nueve y media en busca de Parrón, cuyo paradero, así como sus señas personales y las de todos sus compañeros de fechorías, había al fin averiguado el conde del Montijo.

El interés y emoción del público eran extraordinarios, y no menos la solemnidad con que los migueletes se despedían de sus familias y amigos para marchar a tan importante empresa. ¡Tal espanto había llegado a infundir Parrón a todo el antiguo reino granadino!

-Parece que ya vamos a formar... -dijo un miguelete a otro-, y no veo al cabo López...

-¡Extraño es, a fe mía, pues él llega siempre antes que nadie cuando se trata de salir en busca de Parrón, a quien odia con sus cinco sentidos!

-Pues ¿no sabéis lo que pasa? -dijo un tercer miguelete, tomando parte en la conversación.

-¡Hola! Es nuestro nuevo camarada... ¿Cómo te va en nuestro cuerpo?

-¡Perfectamente! -respondió el interrogado.

Era éste un hombre pálido y de porte distinguido, del cual se despegaba mucho el traje de soldado.

-¿Conque decías...? -replicó el primero.

-¡Ah! ¡Sí! Que el cabo López ha fallecido... -respondió el miguelete pálido.

-Manuel..., ¿qué dices? ¡Eso no puede ser!... Yo mismo he visto a López esta mañana, como te veo a ti...

El llamado Manuel contestó fríamente:

-Pues hace media hora que lo ha matado Parrón.

-¿Parrón? ¿Dónde?

-¡Aquí mismo! ¡En Granada! En la Cuesta del Perro se ha encontrado el cadáver de López.

Todos quedaron silenciosos, y Manuel empezó a silbar una canción patriótica.

-¡Van once migueletes en seis días! -exclamó un sargento-. ¡Parrón se ha propuesto exterminarnos! Pero ¿cómo es que está en Granada? ¿No íbamos a buscarlo a la sierra de Loja?

  —78→  

Manuel dejó de silbar y dijo con su acostumbrada indiferencia:

-Una vieja que presenció el delito dice que, luego que mató a López, ofreció que, si íbamos a buscarlo, tendríamos el gusto de verlo...

-¡Caramba! ¡Disfrutas de una calma asombrosa! ¡Hablas de Parrón con un desprecio!...

-Pues ¿qué es Parrón más que un hombre? -repuso Manuel con altanería.

-¡A la formación! -gritaron en este acto varias voces.

Formaron las dos compañías, y comenzó la lista nominal.

En tal momento acertó a pasar por allí el gitano Heredia, el cual se paró, como todos, a ver aquella lucidísima tropa.

Notóse entonces que Manuel, el nuevo miguelete, dio un retemblido y retrocedió un poco, como para ocultarse detrás de sus compañeros...

Al propio tiempo Heredia fijó en él sus ojos; y dando un grito y un salto como si le hubiese picado una víbora, arrancó a correr hacia la calle de San Jerónimo.

Manuel se echó la carabina a la cara y apuntó al gitano...

Pero otro miguelete tuvo tiempo de mudar la dirección del arma, y el tiro se perdió en el aire.

-¡Está loco! ¡Manuel se ha vuelto loco! ¡Un miguelete ha perdido el juicio! -exclamaron sucesivamente los mil espectadores de aquella escena.

Y oficiales, y sargentos, y paisanos rodeaban a aquel hombre, que pugnaba por escapar, y al que por lo mismo sujetaban con mayor fuerza, abrumándolo a preguntas, reconvenciones y dicterios que no le arrancaron contestación alguna.

Entretanto Heredia había sido preso en la plaza de la Universidad por algunos transeúntes, que, viéndole correr después de haber sonado aquel tiro, lo tomaron por un malhechor.

  —79→  

-¡Llevadme a la Capitanía general! -decía el gitano-. ¡Tengo que hablar con el conde del Montijo!

-¡Qué conde del Montijo ni qué niño muerto! -le respondieron sus aprehensores-. ¡Ahí están los migueletes, y ellos verán lo que hay que hacer con tu persona!

-Pues lo mismo me da -respondió Heredia-. Pero tengan ustedes cuidado de que no me mate Parrón...

-¿Cómo Parrón?... ¿Qué dice este hombre?

-Venid y veréis.

Así diciendo, el gitano se hizo conducir delante del jefe de los migueletes, y señalando a Manuel, dijo:

-Mi comandante, ¡ése es Parrón, y yosoy el gitano que dio hace quince días sus señas al conde del Montijo!

-¡Parrón! ¡Parrón está preso! ¡Un miguelete era Parrón!... -gritaron muchas voces.

-No me cabe duda -decía entretanto el comandante, leyendo las señas que le había dado el Capitán general-. ¡A fe que hemos estado torpes! Pero ¿a quién se le hubiera ocurrido buscar al capitán de ladrones entre los migueletes que iban a prenderlo?

-¡Necio de mí! -exclamaba al mismo tiempo Parrón, mirando al gitano con ojos de león herido-. ¡Es el único hombre a quien he perdonado la vida! ¡Merezco lo que me pasa!

A la semana siguiente ahorcaron a Parrón.

Cumplióse, pues, literalmente la buenaventura del gitano...

Lo cual (dicho sea para concluir dignamente) no significa que debáis creer en la infalibilidad de tales vaticinios, ni menos que fuera acertada regla de conducta la de Parrón, de matar a todos los que llegaban a conocerle... Significa tan sólo que los caminos de la Providencia son inescrutables para la razón humana; doctrina que, a mi juicio, no puede ser más ortodoxa.



  —80→  

ArribaAbajoLa corneta de llaves

Querer es poder.

I

-Don Basilio, ¡toque usted la corneta, y bailaremos! Debajo de estos árboles no hace calor...

-Sí, sí..., don Basilio; ¡toque usted la corneta de llaves!

-¡Traedle a don Basilio la corneta en que se está enseñando Joaquín!

-¡Poco vale!... ¿La tocará usted, don Basilio?

-¡No!

-¿Cómo que no?

-¡Que no!

-¿Por qué?

-Porque no sé.

-¡Que no sabe!... ¡Habrá hipócrita igual!

-Sin duda quiere que le regalemos el oído...

-¡Vamos! ¡Ya sabemos que ha sido usted músico mayor de infantería!...

-Y que nadie ha tocado la corneta de llaves como usted...

-Y que lo oyeron en Palacio..., en tiempos de Espartero...

-Y que tiene usted una pensión...

-¡Vaya, don Basilio! ¡Apiádese usted!

-Pues, señor... ¡Es verdad! He tocado la corneta de llaves;. he sido una... una especialidad, como dicen ustedes ahora...; pero también es cierto que hace dos   —81→   años regalé mi corneta a un pobre músico licenciado, y que desde entonces no he vuelto... ni a tararear.

-¡Qué lástima!

-¡Otro Rossini!

-¡Oh! ¡Pues lo que es esta tarde, ha de tocar usted!...

-Aquí, en el campo, todo es permitido...

-¡Recuerde usted que es mi día, papá abuelo!...

-¡Viva! ¡Viva! ¡Ya está aquí la corneta!

-Sí, ¡que toque!

-Un vals...

-No... ¡una polca!

-¡Polca!... ¡Quita allá! ¡Un fandango!

-Sí..., sí..., ¡fandango!, ¡Baile nacional!

-Lo siento mucho, hijos míos; pero no me es posible tocar la corneta...

-¡Usted, tan amable!...

-Tan complaciente...

-¡Se lo suplica a usted su nietecito!...

-Y su sobrina...

-¡Dejadme, por Dios! He dicho que no toco.

-¿Por qué?

-Porque no me acuerdo; y porque, además, he jurado no volver a aprender...

-¿A quién se lo ha jurado?

-¡A mí mismo, a un muerto y a tu pobre madre, hija mía!

Todos los semblantes se entristecieron súbitamente al escuchar estas palabras.

-¡Oh!... ¡Si supierais a qué costa aprendí a tocar la corneta! -añadió el viejo.

-¡La historia! ¡La historia! -exclamaron los jóvenes-. Contadnos esa historia.

-En efecto... -dijo don Basilio-. Es toda una historia. Escuchadla, y vosotros juzgaréis si puedo o no puedo tocar la corneta...

Y sentándose bajo un árbol, rodeado de unos curiosos y afables adolescentes, contó la historia de sus lecciones de música.

  —82→  

No de otro modo, Mazzepa, el héroe de Byron, contó una noche a Carlos XII, debajo de otro árbol, la terrible historia de sus lecciones de equitación.

Oigamos a don Basilio.

II

Hace diecisiete años que ardía en España la guerra civil.

Carlos e Isabel se disputaban la Corona, y los españoles, divididos en dos bandos, derramaban su sangre en lucha fratricida.

Tenía yo un amigo, llamado Ramón Gámez, teniente de cazadores de mi mismo batallón, el hombre más cabal que he conocido... Nos habíamos educado juntos; juntos salimos del colegio; juntos peleamos mil veces, y juntos deseábamos morir por la libertad... ¡Oh! ¡Estoy por decir que él era más liberal que yo y que todo el ejército!...

Pero he aquí que cierta injusticia cometida por nuestro jefe en daño de Ramón; uno de esos abusos de autoridad que disgustan de la más honrosa carrera; una arbitrariedad, en fin, hizo desear al teniente de cazadores abandonar las filas de sus hermanos, al amigo dejar al amigo, al liberal pasarse a la facción, al subordinado matar a su teniente coronel... ¡Buenos humos tenía Ramón para aguantar insultos e injusticias ni al lucero del alba!

Ni mis amenazas, ni mis ruegos, bastaron a disuadirle de su propósito. ¡Era cosa resuelta! ¡Cambiaría el morrión por la boina, odiando, como odiaba, mortalmente a los facciosos!

A la sazón nos hallábamos en el principado, a tres leguas del enemigo.

Era la noche en que Ramón debía desertar, noche lluviosa y fría, melancólica y triste, víspera de una batalla.

A eso de las doce entró Ramón en mi alojamiento.   —83→   Yo dormía.

-Basilio... -murmuró a mi oído.

-¿Quién es?

-Soy yo. ¡Adiós!

-¿Te vas ya?

-Sí; adiós.

Y me cogió una mano.

-Oye... -continuó-, si mañana hay, como se cree, una batalla, y nos encontramos en ella...

-Ya lo sé: somos amigos.

-Bien; nos damos un abrazo, y nos batimos en seguida. ¡Yo moriré mañana regularmente, pues pienso atropellar por todo hasta que mate al teniente coronel! En cuanto a ti, Basilio, no te expongas... La gloria es humo.

-¿Y la vida?

-Dices bien: hazte comandante -exclamó Ramón-. La paga no es humo..., sino después que uno se la ha fumado... ¡Ay! ¡Todo se acabó para mí!

-¡Qué tristes ideas! -dije yo, no sin susto-. Mañana sobreviviremos los dos a la batalla.

-Pues emplacémonos para después de ella...

-¿Dónde?

-En la ermita de San Nicolás, a la una de la noche. El que no asista será porque haya muerto. ¿Quedamos conformes?

-Conformes.

-Entonces... ¡Adiós!

-Adiós.

Así dijimos; y después de abrazarnos tiernamente, Ramón desapareció en las sombras nocturnas.

III

Como esperábamos, los facciosos nos atacaron al siguiente día.

La acción fue muy sangrienta, y duró desde las tres de la tarde hasta el anochecer.

  —84→  

A cosa de las cinco, mi batallón fue rudamente acometido por una fuerza de alaveses que mandaba Ramón...

¡Ramón llevaba ya las insignias de comandante y la boina blanca de carlista!...

Yo mandé hacer fuego contra Ramón, y Ramón contra mí: es decir, que su gente y mi batallón lucharon cuerpo a cuerpo.

Nosotros quedamos vencedores, y Ramón tuvo que huir con los muy mermados restos de sus alaveses; pero no sin que antes hubiera dado muerte por sí mismo, de un pistoletazo, al que la víspera era su teniente coronel; el cual en vano procuró defenderse de aquella furia...

A las seis, la acción se nos volvió desfavorable, y parte de mi pobre compañía y yo fuimos cortados y obligados a rendirnos...

Condujéronme, pues, prisionero a la pequeña villa de..., ocupada por los carlistas desde los comienzos de aquella campaña, y donde era de suponer que me fusilarían inmediatamente.

La guerra era entonces sin cuartel.

IV

Sonó la una de la noche de tan aciago día: ¡la hora de mi cita con Ramón!

Yo estaba encerrado en un calabozo de la cárcel pública de dicho pueblo.

Pregunté por mi amigo, y me contestaron:

-¡Es un valiente! Ha matado a un teniente coronel. Pero habrá perecido en la última hora de la acción...

-¡Cómo! ¿Por qué lo decís?

-Porque no ha vuelto del campo, ni la gente que ha estado hoy a sus órdenes da razón de él...

¡Ah! ¡Cuánto sufrí aquella noche!

Una esperanza me quedaba... Que Ramón me estuviese aguardando en la ermita de San Nicolás, y que   —85→   por este motivo no hubiese vuelto al campamento faccioso.

«¡Cuál será su pena al ver que no asisto a la cita! -pensaba yo-. ¡Me creerá muerto! Y, por ventura, ¿tan lejos estoy de mi última hora? ¡Los facciosos fusilan ahora siempre a los prisioneros; ni más ni menos que nosotros!...»

Así amaneció el día siguiente.

Un capellán entró en mi prisión.

Todos mis compañeros dormían.

-¡La muerte! -exclamé al ver al sacerdote.

-Sí -respondió éste con dulzura.

-¡Ya!

-No; dentro de tres horas.

Un minuto después habían despertado mis compañeros.

Mil gritos, mil sollozos, mil blasfemias llenaron los ámbitos de la prisión.

V

Todo hombre que va a morir suele aferrarse a una idea cualquiera y no abandonarla más.

Pesadilla, fiebre o locura, esto me sucedió a mí. La idea de Ramón; de Ramón vivo, de Ramón muerto, de Ramón en el Cielo, de Ramón en la ermita se apoderó de mi cerebro de tal modo, que no pensé en otra cosa durante aquellas horas de agonía.

Quitáronme el uniforme de capitán, y me pusieron una gorra y un capote viejo de soldado.

Así marché a la muerte con mis diecinueve compañeros de desventura...

Sólo uno había sido indultado... ¡por la circunstancia de ser músico! Los carlistas perdonaban entonces la vida a los músicos, a causa de tener gran falta de ellos en sus batallones...

-Y ¿era usted músico, don Basilio? ¿Se salvó usted por eso? -preguntaron todos los jóvenes a una vez.

  —86→  

-No, hijos míos... -respondió el veterano-. ¡Yo no era músico!

Formóse el cuadro, y nos colocaron en medio de él...

Yo hacía el número once, es decir, yo moriría el undécimo...

Entonces pensé en mi mujer y en mi hija, ¡en ti y en tu madre, hija mía!

Empezaron los tiros...

¡Aquellas detonaciones me enloquecían!

Como tenía vendados los ojos, no veía caer a mis compañeros.

Quise contar las descargas para saber, un momento antes de morir, que se acababa mi existencia en este mundo...

Pero a la tercera o cuarta detonación perdí la cuenta.

¡Oh! ¡Aquellos tiros tronarán eternamente en mi corazón y en mi cerebro, como tronaban aquel día!

Ya creía oírlos a mil leguas de distancia; ya los sentía reventar dentro de mi cabeza.

¡Y las detonaciones seguían!

«¡Ahora!», pensaba yo.

Y crujía la descarga, y yo estaba vivo.

«¡Ésta es!...», me dije por último.

Y sentí que me cogían por los hombros, y me sacudían, y me daban voces en los oídos...

Caí...

No pensé más...

Pero sentí algo como un profundo sueño... Y soñé que había muerto fusilado.

VI

Luego soñé que estaba tendido en una camilla, en mi prisión.

No veía.

Llevéme la mano a los ojos como para quitarme una venda, y me toqué los ojos abiertos, dilatados... ¿Me había quedado ciego?

  —87→  

No... Era que la prisión se hallaba llena de tinieblas.

Oí un doble de campanas..., y temblé.

Era el toque de Ánimas.

«Son las nueve... -pensé-. Pero ¿de qué día?»

Una sombra más oscura que el tenebroso aire de la prisión se inclinó sobre mí.

Parecía un hombre...

-¿Y los demás? ¿Y los otros dieciocho?

¡Todos habían muerto fusilados!

-¿Y yo?

Yo vivía o deliraba dentro del sepulcro.

Mis labios murmuraron maquinalmente un nombre, el nombre de siempre, mi pesadilla...

-«¡Ramón!»

-¿Qué quieres? -me respondió la sombra que había a mi lado.

Me estremecí.

-¡Dios mío! -exclamé- ¿Estoy en el otro mundo?

-¡No! -dijo la misma voz.

-Ramón, ¿vives?

-Sí.

-¿Y yo?

-También.

-¿Dónde estoy? ¿Es ésta la ermita de San Nicolás?¿No me hallo prisionero? ¿Lo he soñado todo?

-No, Basilio; no has soñado nada. Escucha.

VII

Como sabrás, ayer maté al teniente coronel en buena lid... ¡Estoy vengado! Después, loco de furor, seguí matando..., y maté... hasta después de anochecido..., hasta que no había un cristiano en el campo de batalla...

Cuando salió la Luna, me acordé de ti. Entonces enderecé mis pasos a la ermita de San Nicolás con intención de esperarte.

Serían las diez de la noche. La cita era a la una, y   —88→   la noche antes no había yo pegado los ojos... Me dormí, pues, profundamente.

Al dar la una, lancé un grito y desperté.

Soñaba que habías muerto...

Miré a mi alrededor, y me encontré solo.

¿Qué había sido de ti?

Dieron las dos..., las tres..., las cuatro... ¡Qué noche de angustia!

Tú no aparecías...

¡Sin duda habías muerto!...

Amaneció.

Entonces dejé la ermita y me dirigí a este pueblo en busca de los facciosos.

Llegué al salir el Sol.

Todos creían que yo había perecido la tarde antes...

Así fue que, al verme, me abrazaron, y el general me colmó de distinciones.

En seguida supe que iban a ser fusilados veintiún prisioneros.

Un presentimiento se levantó en mi alma.

«¿Será Basilio uno de ellos?», me dije.

Corrí, pues, hacia el lugar de la ejecución.

El cuadro estaba formado.

Oí unos tiros...

Habían empezado a fusilar.

Tendí la vista...; pero no veía...

Me cegaba el dolor; me desvanecía el miedo.

Al fin te distingo...

¡Ibas a morir fusilado!

Faltaban dos víctimas para llegar a ti...

¿Qué hacer?

Me volví loco; di un grito; te cogí entre mis brazos y, con una voz ronca, desgarradora, tremebunda, exclamé:

-¡Éste no! ¡Éste no, mi general!...

El general, que mandaba el cuadro, y que tanto me conocía por mi comportamiento de la víspera, me preguntó:

-Pues qué, ¿es músico?

  —89→  

Aquella palabra fue para mí lo que sería para un viejo ciego de nacimiento ver de pronto el Sol en toda su refulgencia.

La luz de la esperanza brilló a mis ojos tan súbitamente, que los cegó.

-¡Músico -exclamé-; sí..., sí..., mi general! ¡Es músico! ¡Un gran músico!

Tú, entretanto, yacías sin conocimiento.

-¿Qué instrumento toca? -preguntó el general.

-El... la... el... el...; ¡sí!... ¡justo!..., eso es..., ¡la corneta de llaves!

-¿Hace falta un corneta de llaves? -preguntó el general, volviéndose a la banda de música.

Cinco segundos, cinco siglos, tardó la contestación.

-Sí, mi general; hace falta -respondió el músico mayor.

-Pues sacad a ese hombre de las filas, y que siga la ejecución al momento... -exclamó el jefe carlista.

Entonces te cogí en mis brazos y te conduje a este calabozo.

VIII

No bien dejó de hablar Ramón, cuando me levanté y le dije, con lágrimas, con risa, abrazándolo trémulo, yo no sé como:

-¡Te debo la vida!

-¡No tanto! -respondió Ramón.

-¿Cómo es eso? -exclamé.

-¿Sabes tocar la corneta?

-No.

-Pues no me debes la vida, sino que he comprometido la mía sin salvar la tuya.

Quedéme frío como una piedra.

-¿Y música? -preguntó Ramón-. ¿Sabes?

-Poca, muy poca... Ya recordarás la que nos enseñaron en el colegio...

-¡Poco es o, mejor dicho, nada! ¡Morirás sin remedio!... ¡Y yo también, por traidor..., por falsario! ¡Figúrate   —90→   tú que dentro de quince días estará organizada la banda de música a que has de pertenecer!...

-¡Quince días!

-¡Ni más ni menos! Y como no tocarás la corneta... (porque Dios no hará un milagro), nos fusilarán a los dos sin remedio.

-¡Fusilarte! -exclamé-. ¡A ti! ¡Por mí! ¡Por mí, que te debo la vida! ¡Ah, no querrá el Cielo! Dentro de quince días sabré música y tocaré la corneta de llaves.

Ramón se echó a reír.

IX

-¿Qué más queréis que os diga, hijos míos?

En quince días..., ¡oh poder de la voluntad!, en quince días con sus quince noches (pues no dormí ni reposé un momento en medio mes), ¡asombraos!... ¡En quince días aprendí a tocar la corneta!

¡Qué días aquéllos!

Ramón y yo nos salíamos al campo, y pasábamos horas y horas con cierto músico que diariamente venía de un lugar próximo a darme lección...

¡Escapar!... Leo en vuestros ojos esta palabra... ¡Ay! ¡Nada más imposible! Yo era prisionero, y me vigilaban... Y Ramón no quería escapar sin mí.

Y yo no hablaba, yo no pensaba, yo no comía...

Estaba loco, y mi monomanía era la música, la corneta, la endemoniada corneta de llaves...

¡Quería aprender, y aprendí!

Y, si hubiera sido mudo, habría hablado...

Y, paralítico, hubiera andado...

Y, ciego, hubiera visto.

¡Porque quería!

¡Oh! ¡La voluntad suple por todo! Querer es poder.

Quería: ¡he aquí la gran palabra!

Quería..., y lo conseguí. ¡Niños, aprended esta gran verdad!

  —91→  

Salvé, pues, mi vida y la de Ramón.

Pero me volví loco.

Y, loco, mi locura fue el arte.

En tres años no solté la corneta de la mano.

Do-re-mi-fa-sol-la-si: he aquí mi mundo durante todo aquel tiempo.

Mi vida se reducía a soplar.

Ramón no me abandonaba...

Emigré a Francia, y en Francia seguí tocando la corneta.

¡La corneta era yo! ¡Yo cantaba con la corneta en la boca!

Los hombres, los pueblos, las notabilidades del arte se agrupaban para oírme...

Aquello era un pasmo, una maravilla...

La corneta se doblegaba entre mis dedos; se hacía elástica, gemía, lloraba, gritaba, rugía; imitaba al ave, a la fiera, al sollozo humano... Mi pulmón era de hierro.

Así viví otros dos años más.

Al cabo de ellos falleció mi amigo.

Mirando su cadáver, recobré la razón...

Y cuando, ya en mi juicio, cogí un día la corneta... (¡qué asombro!), me encontré con que no sabía tocarla...

¿Me pediréis ahora que os haga son para bailar?

Madrid, 1854.



  —92→  

ArribaAbajoEl asistente

Qué horas tan dulces son las que siguen a una comida de amigos entusiastas, rociada grandemente de manzanilla, cuando el humo de los cigarros envuelve ya a los comensales, elevándose la imaginación tras sus giros voluptuosos; mientras el dedo de la memoria hojea melancólicamente el libro de lo pasado, y los secretos se desbordan de todos los corazones, y la máscara cae de todos los semblantes, y llueven las anécdotas, los chistes, los cuentos, las historias, los dramas y los poemas.

Todos cuentan algo: hasta el más taciturno y desconfiado descubre el fondo de su alma. Los criados o mozos (según que sea en casa o en fonda) han abandonado el comedor. Ya no se habla de música, de política, de literatura, de religiones..., se habla de la vida, del tiempo, de la esperanza, del mundo cual es en sí. Todos los espíritus se han alzado a igual altura, y desde aquella cumbre filosófica echan miradas retrospectivas a las llanuras de la existencia, y tranquilas ojeadas al descenso de los días...

Dice Byron: Yo gusto del fuego, de los crujidos de la leña, de una botella de Champagne y de una buena conversación.

Nosotros lo teníamos todo..., menos leña, porque principiaba mayo y estábamos en Andalucía, en Granada, en la Alhambra, en la fonda de Los Siete Suelos.

Habíamos hablado de muchas personas: de ese mismo Byron, del duque de Rechstadt, de Luis XVII, de la papisa Juana, del preste Juan de las Indias, de don   —93→   Sebastián de Portugal y de otros muertos ilustres, cuando, no sé por qué camino, llegamos a hablar de perros, de monos, de hotentotes y, por último, de asistentes.

Un capitán muy joven, muy bravo y muy ilustrado, a quien dedico esta reseña, tomó entonces la palabra y, sobre poco más o menos, vino a contarnos lo que sigue:

-Quiero que forméis idea exacta de lo que es ese tipo sublime que medio habéis adivinado. Luego podréis vosotros deducir las consecuencias que queráis en pro o en contra de la civilización cristiana y de la civilización en general; podréis seguir discutiendo acerca del maniqueísmo, del instinto de los animales, del mérito y demérito de las acciones humanas y de la forma social que se adapta mejor a nuestra naturaleza caída... En cuanto a mí, hombre práctico, me contentaré con referiros un hecho, o sea con acusarme de una culpa.

-¡Historia tenemos! -dijimos todos, arrellanándonos en las sillas-. ¡Así termina toda buena conversación!... ¡Hable el capitán!

Éste encendió su tercer cigarro, y dijo con solemnidad y tristeza:

-Desde que salí del colegio e ingresé en las filas, hasta hoy, que han pasado ya diez años, sólo he tenido dos asistentes: el que acabáis de ver y un tal García..., que es el héroe de la presente historia.

La voz del capitán tembló al pronunciar aquel nombre. Tomó un sorbo de café y continuó:

-García era un soldado reenganchado; hombre de más de veintiocho años; natural de Totana; tipo árabe o, por mejor decir, tunecino; de ojos negros, tez morena, pocas palabras, un valor a toda prueba y muy apasionado en sus odios y en sus simpatías.

Debo advertiros, sin embargo, que yo no le conocí más odios ni otros cariños que el reflejo de mis sentimientos. ¡Amaba a quien yo amaba y abominaba al que yo aborrecía!

  —94→  

Tampoco le conocí novia ni vicio alguno, ni menos supe cuándo comía ni cuándo descansaba. Sólo puedo decir que a todas horas se hallaba al alcance de mi voz, dispuesto a servirme en mis menores caprichos, tuviésemos o no dinero, fuese de día o de noche, ardiese la tierra bajo el sol del verano o estuviese cubierta de una vara de nieve.

Aquel hombre constituía toda mi familia cuando yo estaba fuera de mi casa, que era casi siempre; por lo tanto, yo debía quererlo mucho..., y quizá lo quería... ¡Oh! Sí..., después lo he sabido...; ¡yo lo adoraba! ¡Pero nunca me ocurrió darme cuenta de ello! Esto es muy común en los hombres de mi carácter... Lo mismo soy ahora con mi mujer... ¡Díscolo y endemoniado! En fin, vamos al asunto.

Por todo lo dicho comprenderéis que yo era un ser fabuloso a los ojos de García, y que él me idolatraba como un buen hijo idolatra a un mal padre... Pero no... Esto es poco... ¡Como un perro idolatra a su amo!

¡Un perro... sí!... Tal fue siempre el papel que a mi lado representó García.

Tenerme contento, evitar un regaño, merecer una mirada de mis ojos...; he aquí la suprema felicidad de aquel hombre.

¡Oh!..., el genio humano es esencialmente bueno. Y si lo dudáis, seguid prestándome atención.

García, que era diez años mayor que yo, me hablaba de usted...

Yo a él de tú.

Él me hacía la comida con mil afanes...

Las sobras de mi comida eran su alimento.

Yo, militar voluntario, recibía ochocientos reales al mes por pasearme...

¡Él, soldado forzoso, ahorraba seis cuartos el día que más, y estaba trabajando siempre!

Yo no le pagaba...

Él me servía con gusto, con entusiasmo, con cariño.

Tales eran nuestras relaciones, y tales las ventajas que me llevaba en el orden moral mi pobre asistente.

  —95→  

Pues, sin embargo..., no sé por qué despropósito o contrasentido... (¡preocupaciones de raza o de clase, que desnaturalizan nuestro corazón!), yo trataba a García con mucha dureza.

Sólo le hablaba para mandarle, para reñirle por el más leve descuido o para prohibirle alguna cosa...

Mi voz era su ordenanza viva, su azote, su tormento.

¡Qué diablo! Yo soy hijo y hermano de militares, y la costumbre de obedecer rigurosamente me había dado el hábito de mandar con rigor...

En medio de todo... ¿qué era García? ¡Un inferior mío..., un soldado de mi compañía..., un subordinado! ¡Un autómata! ¡Una máquina!

¡Cuánto debió de sufrir en su vida! ¡Él, que nada amaba en el mundo tanto como a mí, y nunca recibió pruebas de mi estimación; que jamás oyó de mis labios una palabra afectuosa, ni estrechó mi mano al separarse de mí, ni me abrazó al volver a verme, ni pudo decirme en los peligros de la guerra...: ¡Cuidado, amo mío! Que siempre amó, calló y sufrió en mi presencia, como un paria ante su dios, como un eunuco ante la sultana, como un esclavo ante su dueño...

¡Oh!... Pero ¡eso sí!... Estoy seguro de que no me engaño..., y después lo he pensado muchas veces... Si García hubiera caído enfermo, si me hubiese querido abandonar, si hubiera llorado delante de mí..., en aquel mismo punto habría dejado de ser mi inferior... Hubiérale dicho: «García, no podré vivir sin verte...» En fin, ¡me habría dado cuenta de que éramos dos hombres que se amaban en el fondo... como hermanos!

¡No exagero, amigos míos! Considerad lo que para un oficial es un asistente...

Cuando a medianoche volvía yo a mi alojamiento, solo, triste, fastidiado..., él era quien me esperaba.

Si estaba enfermo, me cuidaba él.

No bien deseaba una cosa (a veces sin decirlo), me la proporcionaba a costa de las mayores molestias.

En campaña estaba a mi lado.

  —96→  

En los caminos me servían sus brazos de puente para pasar los ríos.

En el invierno se tendía a mis pies para abrigarlos.

En el verano me cobijaba bajo la sombra de su cuerpo.

Él era el único que sabía el estado de mi bolsillo.

¡Sólo él podía adivinar el estado de mi corazón!

Me veía sufrir, me veía lloroso; me veía enamorado, débil, arrastrado por los vicios, poco respetable por cualquier circunstancia de la juventud..., y me miraba, sentía, callaba, ¡y se quitaba la gorra con respeto!

Él se peleaba con las patronas hasta ponerme en la mesa mis manjares favoritos.

Ahorraba de mi dinero, o sea: me robaba temporalmente para sacarme después de apuros.

Me revisaba la ropa como una mujer.

Me peinaba, me cepillaba, me vestía.

Era, por último, protector como un padre, previsor como una madre, dócil como un hijo, cariñoso como un hermano, económico como una esposa, leal como un amigo... ¡Una familia entera para mí! ¡Mi casa ambulante!

¡Oh! ¡Aquel hombre no tenía existencia propia! ¡Vivía de mi vida.... y murió de mi muerte!

Escuchad.

Cuando la última intentona carlista acababa ya por consunción, hallábame yo en Cataluña, a las órdenes del general B...

García me acompañaba.

Un día encontramos al enemigo cerca del pequeño pueblo de Gironella.

Desde por la mañana nos estuvimos batiendo con el mayor orden; y a la caída de la tarde, cuando la victoria era casi nuestra, fuimos sorprendidos a retaguardia por otra considerable partida.

¡Estábamos entre dos fuegos!

Nuestro coronel mandó la retirada, viendo la cosa perdida, y en un momento casi todos los soldados huyeron en dispersión.

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Pero yo no oí aquel toque, y permanecí batiéndome al frente de mi compañía, que ocupaba el extremo del ala derecha, y cuyo capitán y tenientes habían muerto. Yo era subteniente en aquel entonces.

Los carlistas avanzaron...

Mis soldados empezaron a caer a mi alrededor como segadas espigas.

¡Y yo no mandaba la retirada!

Estaba loco: era presa de la epilepsia, de esa enfermedad que acompaña a todos los accesos de mis pasiones.

Pero tan estrechadas se vieron aquellas víctimas infelices de mi ciego furor, que huyeron al fin sin esperar mi orden, dejándose en el campo a la mayor parte de sus compañeros.

García se figuró que yo había mandado aquella fuga, y corrió más que todos, creyéndome acaso al frente de la compañía.

Quedé, pues, solo, sable en mano.

De este modo avancé hacia el enemigo, poseído de tan insensata furia, que pronto cal en tierra presa de una terrible convulsión.

Los facciosos me creyeron muerto y siguieron acosando a los fugitivos.

Llegó la noche sin que yo me recobrase.

Los restos de nuestras tropas estaban ya en Gironella, donde se fortificaban y rehacían para caer al día siguiente sobre los facciosos que, por su parte, acamparon enfrente de la pequeña población.

García, entretanto, había notado mi falta y decidido volver al teatro de la lucha a fin de recoger mi cadáver, si yo había muerto, o auxiliarme, si me hallaba herido.

Para lograrlo tenía que atravesar el campamento carlista...

¡Sólo un loco o una madre hubieran concebido tan temeraria empresa!

Salió del pueblo cautelosamente, y dando un rodeo de tres leguas, consiguió atravesar la línea contraria.

Poco después me encontró entre los cadáveres.

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Yo seguía insultando; pero sumido en esa extraña somnolencia de los epilépticos, que permite ver y oír, ya que no hablar o moverse.

García adivinó al momento lo que me sucedía: enjugó sus lágrimas; refrenó sus sollozos; cogióme a cuestas, y echó a andar hacia el pueblecillo.

Así se fue acercando a los facciosos, impasible, sereno, resignado con su suerte.

¡Sólo un prodigio podía salvarnos!

¡Él lo sabía, sí! Pero sabía también que si no se empleaban los medios acostumbrados para sacarme de aquel insulto, o me dejaba allí a la intemperie en tan terrible noche de ventisca, yo quedaría muerto al cabo de algunas horas...

Continuó, pues, su camino.

¡Tenía que volver a forzar la línea de los carlistas!

La oscuridad de la noche era la única probabilidad de salvación que nos quedaba...

Pero la Luna, que no suele saber lo que acontece en la Tierra, rompió en esto su cárcel de nubes y apareció plena, hermosa, resplandeciente, esclareciendo por completo todo aquel país nevado.

García suspiró, previendo una desgracia.

¡Yo la preveía también!... ¡Yo, inerte, exánime, echado sobre la espalda de aquel mártir!

¡Qué horrenda pesadilla!

Mas... ¡oh portento! ¡García atravesó con su carga a veinte pasos de un centinela, sin ser descubierto por él!...

Quizá nos habíamos salvado...

Mas ¡ay!, no... ¡La fatalidad lo tenía dispuesto de otro modo!

Ya tocaba el resignado Cristo al término de su vía de dolor, cuando los carlistas lo distinguieron a la luz de la Luna.

-¡Quién vive! -gritó una voz a lo lejos.

-¡A él! -exclamó otra más cercana.

-¡María Santísima! -murmuró García.

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Y estrechando convulsivamente mis muñecas, apretó el paso.

En esto silbó una bala y sonó un tiro...

Mi asistente se detuvo...

Bamboleóse después con su carga; dio un sollozo, y cayó de boca contra el suelo.

Yo caí encima de él... El sacrificio estaba consumado.

¡Qué noche, Dios mío!

Primero sentí que García temblaba y se retorcía bajo el peso de mi cuerpo y entre mis inertes brazos...

Luego se quedó tranquilo...

Después se fue enfriando poco a poco...

Sus miembros adquirieron, en fin, una rigidez espantosa...

Estaba totalmente muerto.

¡Yo lo sabía y no podía moverme!

Pasé, pues, la noche abrazado a un cadáver..., ¡al cadáver de mi inferior, de mi esclavo, del pobre García!

¡Aquél era el primer abrazo que le daba!

El fresco de la mañana me volvió el sentido.

Me puse de pie y miré a mi alrededor.

Estaba solo..., ¡solo entre los muertos!

Los carlistas habían levantado el campo durante la noche, llevándose a todos los heridos.

Registré a García, y vi que la bala le había entrado por un costado y salido por el otro.

Toméle a mi vez a cuestas y, trémulo, vacilante, con los ojos húmedos y el corazón destrozado, entré en Gironella...

Allí está enterrado el pobre García.

Hoy es para mí su nombre objeto de culto y veneración.

¡Cuántas veces, cuántas, he pedido locamente a Dios que le permitiera resucitar, para consolarle de mis acritudes y violencias y pagarle con amor su sacrificio!

¡Cuántas le he pedido perdón con el pensamiento! ¡Y cómo me ha mejorado su muerte!

Desde entonces soy dulce, afable, cariñoso con aquellos de mis inferiores que se portan bien, y en vez de   —100→   aspirar a que tiemblen ante mí y me crean un ser de especie superior a la humana, sólo deseo ser como un padre de todos ellos... Porque he comprendido, demasiado tarde, que bajo el burdo capote del soldado laten a veces corazones más hermosos que bajo el uniforme dorado del general.

¡Oh! Cuando los asistentes que he tenido después han celebrado mi trato paternal; cuando he oído las bendiciones de mi compañía; cuando he derramado algún consuelo sobre esos pobres hijos de la Patria, arrancados del seno de sus familias para servir a la ambición o a la cólera ajenas, ¿no es verdad, pobre García, que has sonreído en el Cielo, diciéndote: «Mi sacrificio no fue inútil, pues que ha redimido a algunos de mis camaradas?»...

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El joven militar quedó con los ojos clavados en el cielo; nosotros nos asimos a sus manos, y el mozo de la fonda entró con la cuenta.

Málaga, 1854.