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Homero Aridjis, el hombre que habla con los ángeles

Jean-Marie Gustave Le Clézio






«Angels are so few,
and Heaven is overflowing».


(Coleridge)                


La poesía es sin duda la última forma de combate. No de un combate armado, en vista del poder y de la adquisición de los bienes terrenales, sino de un combate ideal, en vista de la afirmación de la justicia, de la belleza, de la libertad. Pensemos en un Rilke o en un Nerval, que persiguieron hasta la autodestrucción esta misión suprema. Artaud creyó encontrar en México la respuesta a esta búsqueda en forma de un pensamiento común, compartido con los «pieles rojas». Se llevó el secreto a su tumba en Ivry, probablemente porque ese empeño era demasiado grande, demasiado abrumador.

El México actual no es muy distinto de aquél que Artaud experimentó e interpretó. Este México de hoy en día dirige su mirada simplemente hacia lo real, está menos imbuido de los deseos y fantasías de la gran imaginería del siglo XIX y principios del XX: Manuel Maples Arce y el Estridentismo, Breton y la magnífica aparición de la Gran Esfinge de la Noche pertenecen al pasado; la niebla ocre que se posa cada mañana sobre la cuenca mexicana ha ocultado todos los sueños. El pasado indio, reinventado por los grandes sacerdotes del porfirismo, en los tiempos que corren difícilmente se vuelve a encontrar en las ásperas reivindicaciones de las naciones indígenas, en Michoacán, en Guerrero, en Chiapas, donde los hombres luchan ya sea por arrancar unas cuantas áreas de bosque a la voracidad de las sociedades de explotación, ya sea por obtener finalmente las garantías reales de la vida moderna: agua potable, atención médica, luz eléctrica, educación infantil.

Tiempo de ángeles, el poemario de Homero Aridjis publicado en 1994, supone una etapa importante en su obra, compleja y combativa, que lo sitúa al lado de las voces más originales del siglo XX, junto a Wilfred Owen, T. S. Eliot y Augusto Roa Bastos. Tiempo de ángeles es un libro de compromiso, porque su poesía no resulta nunca gratuita. Se apoya en la experiencia, contiene la amargura y la burla de lo cotidiano y es al mismo tiempo, deseo, escarnio, voluntad de saber. Si bien es cierto que nunca habíamos necesitado tanto a los ángeles, su triunfo, su invulnerabilidad, su furor, también es cierto que hemos aprendido a sobrevivirlos, a no sucumbir a la angustia de sus ojos tristes, a la nostalgia de su silencio azul. Hemos aprendido que los ángeles son semejantes a nosotros, que están en nosotros. Hombres y mujeres nacidos «de madre soltera», a veces adormecidos como nosotros, o heridos con su baba luminosa derramándose. El tiempo de ángeles ha dejado de ser el tiempo del éter virgen. Antes que nada es el nuestro, un tiempo en el que todo se deshace, se desestructura, donde descubrimos de golpe que ya pertenecemos a la «zona del desastre».

Desde hace más de treinta años, Homero Aridjis es el testigo activo de esta transformación del mundo, de la que no se ha salvado ninguna región, y que ha castigado tan duramente a México. Desde Perséfone y los poemas de Mirándola dormir, del 64, el poeta no se ha apartado del difícil camino que decidió seguir, el de la revuelta, pero también el de lo cotidiano y el de la percepción sensorial. Si rechaza el conformismo y la fatalidad, es porque conoce la fuerza de la palabra, la única dignidad inalienable. «Heredamos el dolor y lo transmitimos», escribe en Vivir para ver (1977):



Sangre y palabras
nos dejaron los viejos

sangre y palabras
dejamos a nuestros hijos.


Eros y Thánatos son una misma entidad, la de Tlazolteotl, la diosa de la boca negra del panteón azteca con la que se identificaba Frida Kahlo, una de cuyas efigies más bellas, con trenzas y con las manos ofreciendo sus senos, se encuentra en el Museo de Bellas Artes de Burdeos. Con la gracia altiva de una pavana, Homero nos conduce del primer tipo de mujer al segundo, de la belleza de la amada presente a la fascinación por la amada difunta. La poesía debe dar cuenta no de lo que es evidente, sino de lo que perpetúa el instante de la creación.


Al fondo de la mujer abierta esté el ser.


(El juego de los 4 tiempos, 1969)                


De esta manera, el poeta -este «poeta niño», que es el único que todo lo ve, que todo lo percibe, hasta el terror, hasta el éxtasis- es el que abre el camino. Actuando por impulsos, por intuición más que por razón -puesto que la razón debe ser abandonada en el último instante para dejar sitio al éxtasis, según la enseñanza de los sufíes-, él percibe antes que los otros la evolución del mundo. Para llegar al conocimiento, hace falta


Quemar las naves
para que no nos sigan
las sombras viejas
por la tierra nueva.


(Quemar las naves, 1975)                


Homero Aridjis ha construido su obra sobre esta intuición, que a veces roza el sueño -o como decía Luis Buñuel a propósito del espectáculo Moctezuma, presentado en México en 1982, «el sentimiento de despertar de una pesadilla»- y que va de lo singular a lo universal: el mal que impregna el mundo es a veces indisociable de su propia fuerza, como la muerte lo es de la vida. El único recurso es «vivir para ver». A lo largo de esta obra, unas veces pesimista, a menudo obsesiva, hay un deseo de luz, una invocación al sol -este «ojo viviente»-, que encuentra sus raíces en lo más profundo y lo más antiguo de la cultura mexicana. Sin duda uno de los poemas con más fuerza de la primera obra de Aridjis es «Fuego Nuevo», de Vivir para ver (1977): la crueldad del sacrificio perpetrado sobre el monte Citlatepetl, en las cercanías de la Ciudad de México, esa llama que el gran sacerdote hacía brotar del pecho abierto de la víctima, permitiendo al mundo cruzar un nuevo ciclo de cincuenta y dos años, es comparable al mágico instante de cada alba, cuando


para aparecer
Dios toma a veces
los rayos de luz de la mañana.


(«El día que acaba», 1975)                


La idea central de esta obra es, sin duda, como en Nostalgia de la muerte del poeta mexicano Xavier Villaurrutia, la conciencia de una plenitud abolida: la trágica ruptura de 1492, vida y tiempos de Juan Cabezón de Castilla, publicado en 1985, y posteriormente Memorias del Nuevo Mundo (1988), donde se realiza el destino misterioso de este antiguo reino que se convertirá en el «Nuevo Mundo». El triunfo lo obtiene Mictlantecuhtli, el dios de la muerte, que se apodera del ojo y del corazón de los hombres.

Hay una despiadada lógica en la cadena de los acontecimientos, que conduce al mundo y a su testigo hacia una probable destrucción. Es la misma lógica que inspira a Homero Aridjis desde los primeros versos de Perséfone (1968) a través de El último Adán (1986) hasta el caos de La leyenda de los soles (1993):


Yo no sé nada,
ciudad destruida,
apenas levanto mi palabra
para decir que soy uno
y que te ocupo.


(«Ciudad destruida», en Los ojos desdoblados, 1960)                


En esta obra múltiple, juvenil, a veces controvertida -los neoclásicos de la intelectualidad mexicana no han renunciado a subrayar las contradicciones de este lenguaje- hay una fuerza que toca y emociona hasta lo más profundo. Homero Aridjis, el «poeta niño», alternativamente provocador y exhortador, se sirve de todos los estilos para crear su voz y para lograr su supervivencia. Necesita «anclar su amor en el abismo», o a veces, simplemente, «vaciarse para desahogarse».

Hay un texto de Homero Aridjis que aprecio especialmente, sin duda porque estuve presente en el Simposio de Morelia en 1994 cuando él lo leyó con una voz velada de emoción. Esta alocución sigue fiel al tono general mantenido desde su primera obra, a la necesidad y la fuerza que animan todas sus palabras. En este discurso tan sencillo dedicado a la defensa de las mariposas monarca, Homero Aridjis evoca su infancia en el pequeño pueblo de Contepec, estado de Michoacán, un lugar polvoriento, de palabras y de noches estrelladas, como él lo describe en un poema de Construir la muerte (1982). De niño fue año tras año testigo del mismo milagro: el Llano de la Mula, durante los días soleados y luminosos del invierno, millones de mariposas tapaban los troncos y las ramas de los oyameles, haciendo vibrar el cielo y la tierra con sus alas trepidantes, cuyo movimiento, en el silencio profundo del bosque, se parecía a una alfombra de hojas bajo un soplo de viento.

Aridjis cuenta de como veía llegar cada año «un mar de mariposas» -una experiencia compartida en aquella época con todos los niños de Contepec- y de cómo estaba mirando el cerro desde el umbral de su casa, «parecido a un pájaro con sus alas desplegadas, continuamente a punto de levantar el vuelo». Más tarde, ya estudiante en la Ciudad de México, no se perdería ni un solo encuentro; pero los incendios y las compañías de explotación forestal diezmaron los árboles, y las mariposas se fueron haciendo cada vez más escasas. «La posibilidad de que Contepec se convirtiera en un desierto rodeado de colinas desnudas, como tantos otros pueblos mexicanos, me desesperaba», escribe Aridjis. «Es curioso, pensé entonces, que respetemos las obras maestras del arte humano, colgadas en los museos de todo el mundo, mientras que destrocemos ciegamente las obras maestras de la naturaleza, como si ellas perteneciesen a nosotros y poseyésemos el derecho de decidir sobre la extinción de especies que habitan la tierra desde tiempos inmemoriales».

De este modo, Aridjis, ya convertido en un poeta y escritor reconocido en su país, decidió tomar parte en la creación del Grupo de los Cien, que trabaja desde hace ya casi 20 años combatiendo los crímenes del hombre contra la naturaleza. Junto a su mujer Betty, Aridjis lucha con todos los medios a su alcance, escribiendo en la prensa, organizando encuentros, para alzar su voz y tratar de llamar la atención, afrontando la burla de los periodistas y la animosidad de los políticos: en Michoacán, en la sierra Tarahumara y en la Lacandonia por la preservación de los últimos grandes bosques; en las costas del Pacífico para impedir la masacre de las tortugas marinas; en la Baja California por la supervivencia de las ballenas grises amenazadas en su santuario por la compañía Mitsubishi; denunciando el tráfico de animales, la indiferencia de los causantes de la contaminación, o la omnipresencia del lobby nuclear. Por eso, su poesía toma a veces la forma de un sueño infantil, para el cual la presentación de una simpe colina y de su huésped, la mariposa monarca, tiene más importancia que cualquier otra cosa en el mundo. La cuestión planteada por Aridjis resuena, como su poesía, con la sencillez de la verdad: «¿No es igualmente maravilloso el viaje de la mariposa sobre la superficie de la tierra como el viaje de la tierra misma a través del espacio?».

Es privilegio del poeta el haber sido capaz de forjar una realidad a partir de sus sueños de niño, el no haber renunciado a su fe primera, concebida durante los inviernos de Contepec. Tiempo de ángeles, este libro lleno de gracia y de una ligereza aérea, es sin lugar a dudas uno de los más importantes de la obra de Aridjis, porque lleva también consigo el peso de la cólera y la amargura de la experiencia. Sorprendentemente, nos muestra los ángeles como familiares, en la tradición del poeta inglés William Blake; esos ángeles «que nos contemplan con una mirada soñadora, como si un gato fuese encerrado dentro de nuestros ojos». Sin duda el leve ruido de sus alas, cuando descienden «para restituir la pureza primitiva a los elementos», de sus frágiles alas que «poseen ojos para ver en la noche, a largas distancias y a través de los muros», no es distinto del ruido de las mariposas monarca, que desde siempre llegan del fin del mundo y de las orillas del cielo a las calles de Contepec, para tomar posesión de las colinas de su tierra prometida.





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