
El
carácter hostosiano: unción de acero90
«Vivamos la moral, que es lo que nos hace falta». |
Hostos. |
La tesis central
de este trabajo es que hay una trabazón inquebrantable entre
el maestro que fue Hostos y ese su carácter de ser humano
cuyo atributo más exacto acaso esté contenido en la
expresión unción de acero. Hostos le dio
expresión feliz a este pensamiento al acuñar la
siguiente metáfora: «Un
carácter basado en una conciencia es una estatua de
mármol basada en una roca de granito»
(O. C., VI, 251).
Pienso, respecto a la pedagogía hostosiana, que más
que deberle a Pestallozi, Froebel o Krause, su pedagogía
(que a nuestro juicio es un sistema brillante todavía lleno
de futuro) fue un derivado y una consecuencia del estudio de
sí mismo y de su permanente determinación de lograr
en sí mismo la construcción del carácter de
ese hombre completo que vislumbró como una
utopía. Hablamos de utopía no sólo porque su
hombre completo fuera una ambición no realizada y
ubicada en ningún lugar, sino porque para completar su radio
de acción tuvo que, y quiso, extenderse fuera de
sí mismo para construir pueblos, sociedades, de hombres
completos. Hombres, seres humanos en general, muy parecidos en
contenido y continente a lo que la ambición utópica
del siglo veinte articuló en el término del
hombre nuevo, pues el destino del hombre completo
hostosiano era la completa libertad. La completa libertad la
consigue sólo el que, viviendo la moral, lucha por
ella. Es absolutamente incompatible con la colonia y el ser humano
colonizado. Recordemos que Hostos dice muy claramente que «la libertad es un modo absolutamente
indispensable de vivir»
(O. C., II, 236).
Tanto para Puerto Rico como para la América Nuestra, Hostos fue un personaje de ésos que no se repiten en la historia de los pueblos. No mitificamos. Quién lo ponga en duda, repase primero sus obras completas sin convertir en protagonista la hojarasca, ese pespunte de lo accesorio y accidental. El filósofo mexicano Antonio Caso, según cuenta Pedro Henríquez Ureña, sostuvo en Ciudad de México a principios del siglo XX que del tamaño de Hostos había sólo tres o cuatro nombres en América. Como se sabe, en un libro reciente titulado Fifty Mayor Thinkers on Education: From Confucius to Dewey (Cincuenta grandes pensadores en torno a la educación: de Confucio a Dewey), de la prestigiosa editorial Routledge de Inglaterra, libro en el que colaboraron intelectuales de unos diez países, se selecciona a nuestro Hostos como el pensador más fundamental en esta área del conocimiento en todo el mundo hispanoamericano. Acaso porque Hostos desarrolló un pensamiento pedagógico propio que no descuidó aspecto alguno; acaso porque no sólo desarrolló una teoría dirigida al conocimiento y al cultivo de la razón, sino que incluyó las facultades de la emoción y la voluntad; acaso porque también su pedagogía tuvo por objeto la descolonización de la conciencia; acaso porque además instrumentó esa teoría sobre el terreno arduo de la República Dominicana y de Chile, aplicada a los marginados, a las mujeres, a los obreros, a todos por igual. Hostos es uno de esos seres humanos verdaderamente únicos e insustituibles, que no se repiten.
Siempre tuvo
urgencia de vivir. Vivía aprisa. A los 25 años
comienza su Diario preguntándose si «es tiempo todavía de ser
hombre»
. Ese todavía devela ya una
premura, cuanto menos precoz, en un joven que parece temer se le
haya hecho tarde para obtener sus metas. A los 23 años, dos
años antes, había escrito y publicado una novela
inaudita: La peregrinación de Bayoán.
Inaudita, porque es una novela de desarrollo introspectivo, de
agudo análisis psicológico, escrita en una
época en la que aún se destilaba de ese romanticismo
que, si bien expresaba la fuerza de la emoción y del
sentimiento, poco entendía todavía de los conflictos
y de las estructuras de la interioridad de la conciencia. Pero
Hostos, para nuestra sorpresa, se mueve entre esas fuerzas y
estructuras con la presteza de un malabarista de altura. Inaudita
lo es también, porque, como se ha señalado, en ella
Hostos cuestiona ya, a los 23 años, con energía de
genio, el dominio colonial de España en América,
aborrece con una pasión que nunca lo abandonará la
desolación de la conquista y sueña con la libertad de
las Antillas. La identificación de Hostos con el primer
indio (Urayoán = Bayoán) que en América
intentó y logró matar a un dios español es
primigenia, cepa y médula, la inequívoca huella
digital de su vida. Ni en el plano público, ni en el
cultural, se había expresado nunca, de manera tan extensa y
coherente, una denuncia anticolonialista tan cabal. El antillanismo
de Hostos, más que columna erigida, es zapata, basamiento,
punto de partida. Por eso La peregrinación de
Bayoán se convierte en la profecía del deicida
que fue Hostos. No porque Hostos fuera el viajero al sur de
América que sacrifica su vida y se consagra en defensa de la
Cuba en armas, sino porque Bayoán funge como alter ego de Hostos, y como
tal, peregrino de sí mismo y, como señala Francisco
Manrique Cabrera, constructor de un carácter más
vigoroso que el de la Celestina o el del Quijote, pues no fue
ficción, aunque a veces parezca increíble. La
vinculación entre las dos novelas de Hostos y su propio
Diario íntimo ha sido ya establecida. Hostos idea y
construye su personaje Bayoán como ha ido
construyéndose en el examen de sí mismo, de modo que
puede deducirse que al construir su propio carácter
vislumbraba ya su Bayoán. ¿Cuál de los dos es
el arquetipo?, nos preguntamos; ¿cuál el
paradigma?
Curiosamente el Maestro mayor de Nuestra América carecía de títulos universitarios. Así se le reprochó en vida, incluso a la altura de 1901, y así se le ha reprochado en obras recientes que no quiero recordar. Pero Hostos no terminó carrera, principalmente, porque no tuvo más maestro que sí mismo. En Bilbao, de adolescente, criticó el método memorialista. En Madrid, años más tarde, el formulismo estrecho de un saber gastado en tradiciones. Importa destacar el hecho de que su docencia no comienza con la reforma normalista de Santo Domingo en 1879. Desde 1870 ya fundaba en Lima sociedades de amantes del saber que pretendían fomentar la instrucción primaria y secundaria. Desde 1872 ya defiende la educación científica de la mujer. Desde 1873 ya se le ofrecen en Argentina las cátedras de Filosofía y de Literatura Moderna. Desde 1875 ya aboga por el normalismo en Quisqueya, y desde 1876 ya dirige colegios e institutos en Venezuela. Antes de todo esto, sin embargo, había ejercido ya el magisterio en La peregrinación de Bayoán, y era todavía casi un adolescente. Dentro y fuera del salón de clases, toda la actividad hostosiana tenía, a no dudarlo, cimiento docente: la espontánea docencia del decente, y la docencia del que tiene por hábito primario el estudio y la comprensión de todo lo que salta a su vista. Su ingreso a la dirección de escuelas no fue, pues, un salto afortunado. Hostos, el educador, llevaba toda una vida de lucha desigual consigo mismo, encausando la fuerza de su corazón justiciero, templando su carácter en la fragua más inaudita que se conozca, según se trasluce en su Diario.
La
revolución educativa que habría de despertar la
admiración de Nuestra América la inicia consigo mismo
al convertirse no sólo en objeto de estudio, sino
también en objeto de trabajo. Ése era el
propósito de la «sonda», el objeto de todo ese
quehacer de diarios a los que somete sus pensamientos, emociones y
acciones, desde 1857, a los 18 años, hasta poco antes de su
muerte. Agobiado por una crisis de carácter, desarrolla una
terapia psicológica sui generis, mucho antes de Freud y del
psicoanálisis. En 1875, al repasar sus escritos, habla del
Diario de mi vida y, aparte, de La sonda, como
obras escritas [cito] «con el objeto de
estudiarme a mí mismo, dominarme, mejorarme y proceder
según conciencia»
. Consagrado a ese fin cenital,
no admite concesiones, y por eso se refiere a la sonda
como «el estudio rabioso, brutal,
implacable que he hecho de mis facultades morales e
intelectuales»
(Diario II, 174). Como puede
verse, además del propósito de auto conocimiento, sus
diarios tienen la misión de encauzar su voluntad y dirigir
sus acciones. Gabriela Mora recoge en sus trabajos sobre el
Diario las diversas funciones que Hostos le atribuye,
entre las cuales sobresale la terapéutica. Pero, acaso, la
más importante de ellas sea la de permitirle convertirse en
un hombre completo, meta que nunca se alcanza, pero que
dirige y valoriza sus pasos. Su concepto ata en armonía
todas las facultades humanas. Recordemos que al ensalzar
precisamente el carácter de Cristóbal Colón,
señala que su grandeza fue el resultado del despliegue en
él del sentimiento, la voluntad y la razón
(O. C., X, 75).
Escuchemos con calma cómo describe su hombre completo:
(O. C., I, 194) |
(Asombra pensar que este texto, que recoge algunas de las expresiones de más luz y de más remoto alcance de nuestra historia, no sea el resultado meditado y pulido, y vuelto a pulir, para propósito impreso, sino sólo palabras íntimas para sí mismo, garabateadas de paso, en su Diario.)
Ante metas tan
elevadas, que por vocación afectiva y derivación
lógica traían como embarazos su determinación
de consagrar la vida a la causa de la libertad de Puerto Rico y de
Cuba, no debe extrañar la continua insatisfacción
consigo mismo, la severa autocrítica, la observación
a plena luz de sus debilidades, el estudio minucioso de las causas
de sus tropiezos, y los estados depresivos frecuentes. De todo esto
es testimonio asombroso su Diario. Por eso decía:
«No basta tener fantasía, no
basta tener ingenio, no basta tener nobles ideas, no basta tener
instintos generosos para ser servidor de una gran causa: es preciso
tener lo más difícil, lo que tienen pocos hombres, lo
que poquísimos hombres tienen el valor de tener; es
necesario tener carácter»
(O. C., VII, 319). La aparición
de la palabra valor, atada al carácter, recuerda el
principio rector del albizuismo.
Si al final de su
vida la impresión que queda ante el lector del
Diario es tan patética, acaso haya que incluir, en
la ponderación de sus palabras, el hecho de que no tenemos
nosotros -nosotros, repito, no Hostos-, la entereza para
contemplar, asumir ni comprender tanto sacrificio ni tanta
inmolación. En efecto, Hostos repetidamente reconoce que ha
elegido la vida del sacrificio y del martirio. Era su deber, su
deber de conciencia, pues como señaló alguna vez,
«la razón y la libertad son
solidarias»
(O.
C., VI, 80). Pero el sacrificio y el martirio son
resultados de un vivir concebido a contrapelo del común de
los mortales. Recordamos aquella luminosa frase escrita en el
puerto de Río de la Plata: «Nacer
americano es recibir al nacer un beneficio»
. Su contenido
no expresa un idealismo romántico no meditado. Hostos se
refiere el reto que representa América como el reino de
este mundo, tal como lo concibió Carpentier en su
célebre novela. Es decir, «un
espacio sin límites visibles para el trabajo físico o
moral, mecánico o intelectual»
, pues «América dilata el horizonte de la vida
individual»
(O.
C., VI, 241-243). No lo arredan el trabajo arduo ni las
dificultades, antes bien, busca el camino más
difícil, la subida más ardua. No es sólo en la
célebre alegoría de La peregrinación de
Bayoán donde encontramos la concepción de la
senda difícil de los pocos virtuosos: la selección de
la senda difícil aparece una y otra vez a lo largo de su
Viaje al sur -libro que en varios sentidos puede
considerarse apéndice de su Diario-: a veces a
caballo, entre abismos, escalando los Andes, a veces penetrando por
parajes de alto riesgo de la helada Patagonia, a veces escalando
montes escarpados de Brasil... Hostos siempre opta por la senda
más difícil. Es precisamente en su viaje a Brasil, a
la salida del Plata, que parece colocarse en la brecha,
como en el famoso soneto de José de Diego, al
exclamar: «¡Enfureceos, bramad,
amotinaos! La resistencia es prueba de potencia: y cuando
más nos obliguéis a resistir, tanto más
poderosos nos hacéis»
(O. C., VI, 374).
En la
introducción al volumen de las novelas en las Obras
completas de Unamuno (Puerto Rico: Ed. Edil, 1967, 7), Manuel García Blanco
utiliza como epígrafe una cita de don Miguel tomada de una
carta a José A. Balseiro en la que hablándole a
Balseiro del estudio de las novelas y del arte le dice: «Soy de los pocos lectores que no me intereso en
si se solucionan o no los problemas de una novela, ensayo, poema,
etc., ni si los tiene. Me
preocupa más lo que llamaría el metaproblema o
trayecto. El camino y no la meta. Y es que no hay sino el
camino»
(Cita editada). Hostos lo había
señalado tal vez de manera más nostálgica y
poética en su estudio de Plácido: «Los momentos pasan, pasan con ellos los
hombres; pero siempre llega el día de la victoria para la
justicia. Que no lo vea el que por ella ha sucumbido, eso
¿qué importa? El fin no es gozar de ese día
radiante; el fin es contribuir a que llegue el
día»
. No es, pues, cuestión de valorar si
se llegan a las metas: el triunfo o el valor de una vida
está en el día a día de su camino.
En Hostos, todo es
actividad convergente, coherente. La acción política
y el Diario. También el Diario y la novela
tienen en Hostos un origen común: ambos recogen la actividad
de introspección y de autoestudio de Hostos, y seguramente,
intercambian y confunden sus folios. El diario ilumina la novela;
la novela ilumina el diario. Si el Diario es la terapia
personal del educador de sí mismo, la novela es terapia
social del educador de pueblos. La tela de araña,
esa segunda novela perdida hasta hace pocos años, confirma
el aserto. Allí, desde fechas tan tempranas en su vida,
piensa en la educación del carácter femenino y
concluye en la igualdad del hombre y la mujer. Allí anticipa
ya, desde el principio de su obra escrita, cómo
habría que interpretar la muerte de aquel que no
tendría derrota: «Si vivir es
luchar, el esfuerzo constante es necesario compañero de la
vida. Si vivir es aspirar a un fin difícil, a un ideal
lejano, sólo vive el que ha tenido valor para vencer las
dificultades del camino, el que ha sabido entrever el infinito
que le espera»
(Edición crítica de la
EDUPR, 1997,
104).
En Hostos, el
novelar no es el ejercicio del hombre maduro, experimentado y
retirado, sino el producto del estudio de sí -de «la escritura de sí»
, me dice
hermosamente Carlos Rojas-, actividad que inicia precozmente el
joven Hostos. La finalidad política de ese novelar la
indicó expresamente Hostos desde siempre. Cuando el novelar
no fuera suficiente, y el esfuerzo le resultara fallido, Hostos
recurrió con el mismo propósito al periodismo. Cuando
el periodismo lo estima también insuficiente, Hostos
tomará parte de acciones políticas más
concretas y directas. A través del estudio del
Diario, del ejercicio periodístico y de la
militancia política, buscaba Hostos cumplir su
propósito de construir en sí al hombre completo. Su
construcción no se limitaba al recinto cerrado y aislado de
su conciencia porque bien sabía él cuanto aportan al
individuo las distintas relaciones sociales. El hombre completo que
se llamará Hostos llevaba dentro de sí, como un
carimbo de fuego, el imperativo de consagrarse a la causa de la
libertad de las Antillas. Intimidad y lucha política
están en Hostos tan inextricablemente fundidas que afirma en
varias ocasiones que hablar de las Antillas es hablar de sí
mismo.
Educación, carácter y libertad son en Hostos una trinidad que no podría sostenerse si él hubiera descontinuado el Diario. Ya se sabe de la pausa en la redacción de esta obra tras el matrimonio con Belinda Ayala. Lo que no siempre se coloca en su lugar es que también para esas fechas cesó la guerra de Cuba, y que tras recomenzar Martí su guerra necesaria, y al recomenzar Hostos a calibrar y accionar táctica y estrategia de libertad para sus Antillas con el movimiento de tropas norteamericanas, también reinicia el Diario. Con las páginas de 1898 a 1903 ante nuestros ojos, ¿cómo podemos descalificar la evidencia?
Como buen
luchador, Hostos siempre negó «sacrificios a la fatalidad»
(O. C., VI, 300) que
pertenece al «reino de los
cielos»
, no al «reino de este
mundo»
. Pero si hemos de insistir en ver con
lástima su muerte, entonces, lo mejor será
interpretarla en los términos con que Hostos interpreta la
muerte del rey Lear tras la muerte de Cordelia. Pensemos que en la
vida de Hostos su Madre Isla era como Cordelia, y bien
pudiéramos oírle decir: «Nada más desgarrador. El anciano se
asombra [...] y abrazado al cadáver expira. Muere sobre la
muerta [...] ¡Oh, Dios! ¡Aquellos a quienes tú
amas no los dejas sobrevivir! Quedarse después del vuelo del
ángel, ser el padre huérfano de su hija, ser el ojo
que ya no tiene luz, ser el siniestro corazón que ya no
tiene alegría, extender a cada paso las manos en la
oscuridad y tratar de asir a uno que estaba allí y que ya no
está -¿dónde está ella? Sentirse
olvidado en la partida, haber perdido su razón de ser
aquí abajo, ser en lo sucesivo un hombre que va y viene por
delante de su sepulcro, ni recibido ni admitido-, ¡destino
bien sombrío! Hiciste bien, poeta, en matar a ese
viejo»
(O.
C., ed.
crítica, I.III: 478).
Habría que definir al menos el perfil de su carácter.
Es imperativo apuntar, antes que nada, que el Diario muestra un Hostos distinto del que fue en público, precisamente porque muestra las batallas de su interior que nadie pudo atisbar. A pesar de ser una joya literaria, no es un diario literario porque no es un texto escrito para ser publicado, no es un texto escrito para un lector anticipado. Gabriela Mora ha demostrado muy bien el carácter singular de este diario verdaderamente íntimo, aunque Hostos pudiera prever alguna vez otros ojos anclados entre sus renglones.
Ahí está misántropo a veces, aquél que todo lo sacrificó por los demás; deprimido y triste casi siempre aquél que siempre animó, alentó, organizó; tímido, orgulloso, emotivo, rebelde; hipocondríaco incluso, acosado por problemas digestivos, del hígado, del corazón, y de pérdida de la tranquilidad de la razón, con cuatro crisis observables en 1871, 78, 87 y 1901. Ahí está frustrado tantas veces, huraño y acaso inadaptado, genialmente inadaptado desde la cuna al sepulcro. Está también el esposo amoroso de su Alma Inda, y el padre que escribe cuentos a los hijos que aún no han nacido.
Sin embargo, por encima de toda la precariedad que lo acecha, tanto en el plano social y político como en el estrictamente humano, la vida toda de Hostos está sembrada de acciones y reacciones que dejan al desnudo su unción de acero, esa unción del héroe dispuesto a asumir todos los sacrificios y a ofrendar su vida misma, no sólo en la fugacidad de un instante de gloria, sino en la agonía del esfuerzo diario del que lucha la vida entera.
Gabriela Mora anota como características dominantes del autor del Diario las siguientes, presentadas en grupos asociados para el comentario: introvertido, tímido, idealista; emotividad, pasión, ensueño; tendencia moralizadora, obsesión pedagógica; orgullo, ambición, anhelo de gloria; dignidad, inercia, rebeldía; enorme propensión y capacidad para el amor; preocupación por su estado físico (O. C., Edición Crítica, II.1: 77-102). Son las características del intimista que fue Hostos, tal como se presenta en el Diario. No son las características, repetimos, del hombre público tal como fue visto y apreciado por sus contemporáneos. Esta distinción nos permite reconciliar las aparentes discrepancias que pueden argüirse. Por ejemplo, ¿cómo conciliar su cruzada contra la emotividad, la pasión y el ensueño con estas mismas características?; ¿cómo conciliar al introvertido y al tímido con su peregrinaje por el sur de América y su presentación ante todo potentado político de España, América y Norteamérica; ¿cómo conciliar tantas dudas y autocuestionamientos con las certezas de sus arengas en discursos y artículos de combate?
Los
artículos y trabajos literarios suscitan asimismo otros
equívocos aún no ponderados adecuadamente. Hemos
insistido en que, por ejemplo, el talante de los artículos
publicados por el que hemos llamado joven Hostos, el de la
época española, tienen tono diverso en evidente
función de quien los firma. (Véase, sobre este
particular, mi introducción al segundo tomo del primer
volumen de la nueva edición crítica de las Obras
completas de Hostos, titulada Hostos, el escritor, o el
augurio imperioso de América.) Si los artículos
están identificados a nombre de Hostos, entonces el fervor,
la trinchera y el embestir; si no lo están, y en cambio se
colige que el artículo es del portavoz del órgano
periodístico, entonces el tono se modera sensiblemente. En
este último caso la voz de quien escribe se piensa
española liberal, aunque radical. En el primer caso,
español antillano a todas luces impaciente. Cuando Hostos
publica La peregrinación de Bayoán piensa
que su poema-novela cumpla una función
política en España. Escribe, pues, para un
público lector español al cual intenta persuadir,
cinco años antes del Grito de Lares. Caso curioso aún
no dilucidado es el del Himno borinkano de Hostos, de
letra revolucionaria análoga a la de Lola Rodríguez
de Tió, que su hija Luisa Amelia alega Hostos
escribió a los 18 años (Mi pequeño cine
parisino; 1927: 179), y al que su madre, mucho después,
cambió la letra. El himno aparece fechado en 1859, y se
reprodujo varias veces en el folleto Imágenes de Hostos
a través del tiempo, publicación conjunta del
Comité del Sesquicentenario de Hostos y del Museo de la
Universidad de Puerto Rico, en 1988. En Exégesis
23-24 (1995) discutimos algunas de las implicaciones de un texto
que exhorta a dar «la vida por la gloria
/ la muerte por la patria»
.
Para conocer al Hostos figura pública optamos de momento por recurrir al anecdotario. Es cierto que las anécdotas, muchas veces retocadas por la memoria y tanto por las buenas como por las malas intenciones, pueden interpretarse de distintas maneras. Pensamos que, no obstante, no es tan fácil incurrir en error con un conjunto consistente de anécdotas, menos aún si la mayor parte de ellas están recogidas del mismo Diario de Hostos.
Tomemos, por
ejemplo, la crisis sin par que genera en su espíritu la
muerte en Madrid de su madre, doña Hilaria, en mayo de 1862.
Reiteradamente Hostos declara que su muerte «lo despertó del sueño de la
vida»
, lo sumió en un profundo abismo del que se
libró tras ardua lucha y sufrimiento. Dieciséis
años más tarde recordará la ocasión
para señalar que fue el año más sufrido de su
vida. Es posible que el constante estudio de sí mismo
tuviera en la muerte de su madre su punto de partida. Bosch opina
que tras la muerte de su madre Hostos vuelve los ojos por primera
vez a su patria y se percata entonces de cuánto sufren los
suyos. En numerosas ocasiones a lo largo de los años
subsiguientes, Hostos se detiene en cada aniversario de la muerte
de su madre a reflexionar sobre ella, su padre, sus hermanas, y
sobre su propia vida.
El joven Hostos se
dio entonces a la tarea de soberanizar a «sus islas»
a través de una
federación española a construirse. Tras el triunfo de
la Revolución Septembrina que da al traste con la
monarquía española en el 68, en vez de ocupar su
lugar, de tomar asiento en algún espacio del nuevo poder que
se establece; en lugar de aceptar la gobernación de
Barcelona que le ofrece Ruiz Zorrilla, o un puesto en la Asamblea
Constituyente, como se le propone desde Puerto Rico, Hostos le
reclama a Sagasta, a Castelar, a Serrano, presidente del Gobierno
Provisional, los derechos políticos de Puerto Rico y Cuba y
las acciones represivas que el gobierno español tomaba
contra los insurrectos de Lares y de Yara. La ruptura de Hostos en
el mismo 68, con los líderes triunfantes de la
revolución republicana española, pone en evidencia
que el foco de interés en la lucha española de Hostos
no era España, ni la búsqueda de poder y
posición de privilegio, pero sí lo eran las Antillas.
Y pone en evidencia, también, la intención radical
y revolucionaria de su militancia en España que iba
mucho más allá de las medidas que practicaba y
proyectaba el nuevo gobierno liberal y antimonárquico.
Como dios bajado del Olimpo, Hostos llega a Nueva York poco después dispuesto a tomar las armas en una expedición que pensaba saldría para Puerto Rico -y que nunca salió-, y las riendas de la revolución antillana. Ya sabemos que el encuentro con Betances no fue del todo cordial. Las organizaciones antillanas en el exilio neoyorkino estaban dominadas por anexionistas. Sabemos que enfrentó estas pretensiones anexionistas dentro del movimiento de exiliados con la intransigencia que fuera en él conducta constante, muy lejos del pragmatismo que le permitiera a Betances negociar o permitirse alegar en varias oportunidades que tenía la intención de convertirse en ciudadano estadounidense. Pero lo que resulta asombroso es su búsqueda de vías alternas cuando se convence de que no pude prevalecer o de que las condiciones no están maduras. En este caso, sorprende esa determinación de hacerse útil a la causa de Cuba en armas convirtiendo en realidad la peregrinación de Bayoán, pero esta vez, una peregrinación al sur del inmenso continente que tenía como misión generar en todos los países movimientos de apoyo a la revolución cubana. Ruiz Belvis había partido y perecido en Chile en esa misión, seguramente de convenio con Betances. Hostos viaja de motu proprio, sin otra credencial que la de estar fundando nada menos que una nacionalidad, y sin apoyo económico alguno. No lo arredran los mareos que sufre tremendamente, pues tuvo la oportunidad de ver de lejos una vez la costa de Cuba. El viaje sirvió para establecer innumerables relaciones con figuras notables del siglo, desde el presidente Sarmiento y el general Mitre, hasta Oscar Wilde; desde el general Prado y Lastarria, hasta el presidente del Perú, Manuel Pardo. Sirvió además para que Hostos se nutriera a través del estudio de los factores económicos, sociales y políticos de la realidad continental de manera que se sintiera muchas veces impelido a tomar partido y a tomar acciones en apoyo de los chinos, en apoyo de la emigración chilena en el Perú, en apoyo de la mujer, de los indios, de los negros, de los gauchos, esa práctica de identificación continental que concretara en su nuevo espíritu la gran nación latinoamericana de Bolívar y que llevara a la Sociedad de Estados Americanos a declararlo en 1939 Ciudadano de América.
En 1875, tras su regreso a Nueva York, Hostos está tan pobre que no tiene para comer, no tiene abrigo adecuado, ni calefacción, ni botas de invierno; no tiene libros, ni papel, ni escritorio; no tiene para pagar una guagua ni para comprar café. Es en esas condiciones que se decide a partir en el barco Charles Miller, desde Boston, con destino a Cuba. Se trataba de una expedición organizada por Francisco Vicente Aguilera. Tras seis días de tormenta, el barco naufragante logra atracar en Rhode Island. Hostos pretendía entonces abandonar la pluma por el fusil y ofrecer su sangre y vida a la Cuba que sólo de soslayo vieron sus ojos. Si es asombrosa la actitud decidida de este intelectual militante que se transforma, como Martí, en soldado de armas y de ideas, más asombroso es que, tras el fracaso de la expedición, estuviese dispuesto a volver a intentarlo.
En 1875 estaba junto a Betances y Luperón en la República Dominicana. El sistema español de contraespionaje logra arrestar y fusilar a todos los enviados en secreto a Puerto Rico. Un cargamento de armas y municiones es ocupado y encautado en Haití. Betances, el magnífico Betances, desiste tras diez años de agobiantes conspiraciones, concluye que los puertorriqueños no quieren ser libres, y vuelve sin aviso a París. Hostos permanecerá en la República Dominicana. Propaga sus ideas en un periódico que llama, naturalmente, Las Dos Antillas. El gobierno español presiona al Presidente dominicano, y éste pide poderes al Congreso para clausurarlo. Al otro día sale el periódico con el nombre de Las Tres Antillas. Otra vez presiona el ministro español, otra vez el Presidente pide poderes, otra vez lo clausuran. Pues Hostos vuelve a publicarlo con el nombre de Los Antillanos. Entonces se promulga una ley para prohibirle a Hostos la publicación de todo periódico. En carta al director de El Porvenir, Hostos señala:
En 1895 Hostos está en Chile. Tras la experiencia en el Liceo de Chillan, el gobierno creó expresamente para él el Liceo de Primera Clase Miguel Luis Amunátegui. Pero el inicio de la Guerra del 95 por José Martí lo sacude nuevamente. Como delegado del Partido Revolucionario Cubano fundó sociedades, periódicos, dictó conferencias, enfrentó las presiones del gobierno para que suavizara sus ataques al gobierno español, y renunció, a los 59 años, y con una numerosa familia a cuestas, a la dirección del Liceo fundado para él con el propósito de ponerse al servicio del Partido Revolucionario Cubano en Nueva York. Ya se iniciaba la intervención de Estados Unidos en la guerra y Hostos preveía la oportunidad de lograr la independencia de las islas luchando contra la posible anexión. El gobierno de Chile, con el objeto de hacerlo regresar a Santiago, le comisionó el estudio de los Institutos de Psicología Experimental en Estados Unidos. Al llegar a Nueva York la ocupación militar de las islas está en progreso. Las iniciativas de Hostos fueron numerosas: ante la prensa estadounidense, ante el Presidente de los Estados Unidos, ante el Partido Revolucionario Cubano, así como la fundación de la Liga de Patriotas, la divulgación de su propuesta para enfrentar la ocupación recurriendo a la propia constitución norteamericana y al reclamo jurídico de la identidad y de los derechos del pueblo de Puerto Rico.
Tan fuerte, tan
incontenible era su determinación libertadora que, en una
ocasión años atrás, durante la parada en
Brasil en su viaje al Sur, pide pasaje en la agencia naviera y el
encargado le pide el pasaporte. Hostos le responde: «No tengo pasaporte, ni puedo tenerlo».
Cuando el encargado le pide explicación, Hostos le dice:
«Porque no tengo nacionalidad. Estoy
creándola»
(Carlos Carreras, Hostos:
apóstol de la libertad, 1929: 138).
En su vida, por
otra parte, Hostos tendrá cerca de once amores que abandona,
todos menos uno, para proseguir su peregrinación por toda
América, abogando en todos lados por la libertad y la
justicia para Cuba y para Puerto Rico. En algunos casos lo vemos
profundamente comprometido. Pero sabe que no puede responsablemente
someter a ninguna mujer, ni a la familia que ella supone, a los
rigores de su peregrinaje y de sus sacrificios. Por eso,
sólo cederá espacio al amor a los 38 años de
edad, después de consagrar nueve años a procurar
amparo y solidaridad para la lucha cubana iniciada en Yara. Un
texto de 25 páginas (Inda) intenta justificar, ante
sí mismo, esta «primera
defección»
a sus principios.
Tenía
Hostos tan estricto y riguroso sentido del deber que la más
mínima falta propia la interpretaba como la más
grande. Cuenta uno de sus hijos, Bayoán Lautaro, lo
siguiente: «Detestó, Hostos, los
vicios de todo género. Fumó un corto lapso en Chile y
dejó el tabaco con absoluta naturalidad. Los juegos de azar
los condenó por perturbadores de la moral individual y
colectiva. No jugó más que una vez en su vida a
instancias de sus condiscípulos y amigos en Madrid. Hablando
del juego, una vez, conmigo, me dijo: "Hijo, no juegues nunca, por
nada y para nada. Haz que tu conciencia repugne siempre el vicio.
Cuando era estudiante, me hicieron jugar mis
condiscípulos... no sé por qué gané;
devolví el dinero y, todavía, conservo la
vergüenza de haber sido vicioso..."»
(Hostos
íntimo, 2000: 86).
Carlos Carreras en su biografía destaca cómo conserva Hostos en medio de su pobreza su sentido de dignidad, y cómo este sentido no se ata a la opulencia. Cuando decide proseguir su peregrinación de Panamá al Callao, dice Carreras que Hostos:
(47) |
Pudiera uno pensar que sufrió la compañía de estos viajeros de baja clase. Pero ocurrió todo lo contrario: Hostos descubre la para él nueva raza del cholo que había convertido en feria una porción de la cubierta y comparte con ellos sus cantos y su alegría.
Hostos sí
desempeñó tareas intelectuales para ganar su sustento
durante la travesía. Pero nunca confundió el pago por
su trabajo con la caridad. Cuenta también Carreras que en
una oportunidad, en Lima, Hostos solicita un puesto en la
redacción de El Heraldo. El director se percata de
sus apuros y le envía una delicada misiva con cien pesos,
asegurándole que siempre su colaboración será
bien recibida. Al recibirla Hostos le responde inmediatamente que
agradecido como está de la delicadeza que emplea con su
misiva, «no hay -dice- golpe más
duro que el que se descarga con mano delicada»
. Y explica
lo siguiente: «Si a fin de mes, el
administrador de El Heraldo me llama, me pide un recibo y
lo cambia por una cantidad cualquiera, lo tomaré. Entonces
seré un trabajador cuyo trabajo se recompensa. Hoy
sería un desgraciado, cuya desgracia se socorre. En el
primer caso se me haría justicia, creyendo que yo vivo
gloriosamente de mi trabajo. En el segundo, se me
calumnia»
(57).
Acaso su
relación con el trabajo intelectual se aclara aún
mejor si se recuerda que Bayoán Lautaro sostiene que Hostos
«conceptuaba que explotar la labor
intelectual, tal como él la estimaba dentro de su doctrina,
era hacerse un mercenario de las letras y, repudió por esto,
toda su vida, la publicación para la venta, de sus
obras»
(60). Y ciertamente que Hostos, aparte de la
publicación de La peregrinación de
Bayoán, y de la edición que en vida suya
hicieron sus discípulos de Moral social, no
publicó libro alguno.
Pudiera pensarse que la causa de Cuba lo hiciera sucumbir a tentaciones. Pero tampoco. Bayoán Lautaro también recoge el incidente en Perú en que una compañía inglesa intentaba obtener del gobierno un contrato nefasto para el Perú, que pretendía enlazar con ferrocarriles las minas de La Oroya. Desde El Nacional, órgano comprometido con la defensa de Cuba, Hostos inició una campaña contra esta compañía y consiguió desviar la opinión pública contra ella. La compañía envió donde Hostos a un agente inglés con un cheque en blanco. Al día siguiente Hostos publicó el más ardiente editorial contra la compañía inglesa.
Aunque sufriera la pobreza, también podía hacerle, como hizo Pablo Neruda después, una oda, pues la pobreza era amiga inapreciable en sus viajes ya que gracias a ella nadie lo importunaba, podía callejear con completa libertad y aprender a ver con sus propios ojos y su propio juicio (O. C., VI, 147). La pobreza le permitió conocer de cerca lo que son los cholos y experimentar sus cantos, sus bailes y su alegría (O. C., VI, 101), y preparó su encuentro alucinante con el primer chino (O. C., VII, 147) y su encuentro con el primer inca (O. C., VI, 136), con los negros para su sorpresa aún esclavos de Brasil (O. C., VI, 380), y experimentar los amaneceres en las plazas de nuestras ciudades de América (Cartagena, Panamá, pero sobre todo Lima), hermoso despertar de ciudades repletas de los gritos y cantos de tamaleras, melcocheros, aguadores, tisaneras, camaroneros, polleros, etc. (O. C., VI, 133); y su desesperante experiencia con la divinidad, las procesiones, el espíritu castrante de las iglesias del Perú (O. C., VI, 149).
Los potentados
nunca lo intimidaron. En Chile el Ministro de Instrucción
Pública intentó persuadirlo de moderar sus reformas
pedagógicas desde el rectorado del Liceo Miguel Luis
Amunátegui. Hostos no cedió prenda. Tampoco cuando el
gobierno quiso silenciar su campaña a favor de Cuba y contra
España, una vez Martí reinició la guerra.
Cuando el Presidente de Chile lo llamó a su despacho, se
presentó limpio, pero no con la elegancia y pulcritud que
era norma en palacio. El Presidente, se cuenta, intentó
persuadir a Hostos mientras miraba atentamente sus zapatos fuera de
moda. Cuando «casi al terminar la
entrevista -cuenta Bayoán Lautaro- llegó el momento
de despedirse, Hostos, mirando fijamente al Presidente, le dijo:
"Cuando yo tenga que volver a hablar con un Presidente de Chile,
deseo que hable más con Eugenio María de Hostos, y
menos con sus zapatos"»
(93).
En la
República Dominicana tuvo que enfrentar Hostos
también potentados, de seguro más sangrientos, como
el General Ulises Heureaux, conocido como Lilis. Se sospecha que
sufrió, incluso, atentados a su vida, a propósito de
un cuerpo encontrado en el fondo de un pozo en el convento
dominico. También, se alega, Lilis intentó
entramparlo con una oferta de armas y municiones que le hiciera a
través del General Pichardo. Se cuenta que Lilis
también llamó a palacio a Hostos, y al verlo llegar
le dijo sin quitarse la gorra de oficina que usaba: «Señor Hostos, lo recibo a usted, como
recibía Napoleón a Talleyrand»
. A lo que
Hostos respondió cubriéndose la cabeza: «Señor Heureaux, ni usted es
Napoleón ni yo soy Talleyrand»
(Bayoán
Lautaro, 143).
Bosch comenta
cómo la música absorbía a Hostos. Pero el caso
es que también lo absorbía la naturaleza, un insecto
cualquiera. «Si el iris matizaba una
flor -cuenta Bayoán Lautaro-, si sus corolas se plegaban, si
una variedad botánica cualquiera atraía su
atención, no pasó jamás desapercibida para
él ni clavó su ponzoña despectiva la
indiferencia; planta, flor, matiz, adaptación, familia,
género y usos entraban a formar parte del acervo de sus
observaciones»
(114). Por esa profusión de vida y
de luz estelar le encantaban las Antillas. Planetas,
constelaciones, crepúsculos, auroras. Y la lluvia. La lluvia
a cántaros. Los temblores de tierra no lo inquietaban. En
una ocasión un fuerte temblor sacudió a Santiago de
Chile cuando se participaba de una tertulia dentro de un club.
Todos escaparon menos Hostos, quien para asombro de todos no
abandonó su asiento (104).
Nació en
medio de un ciclón, como si la naturaleza cifrara su
nacimiento con una estrella. Murió en medio de otro
ciclón, como si la naturaleza quisiera confirmarlo.
Bayoán Lautaro recuerda haber experimentado el paso de un
ciclón cuando a su regreso a Puerto Rico se hospedaron en la
Estación Agronómica de Mayagüez. Hostos
anticipó el ciclón por la altura y el tono de unos
cirrus.
Días después llegó el azote. Aún no
había pasado cuando Hostos salió a campo raso,
exponiéndose a los inesperados golpes de zinc. Belinda, le
llamó con temor diciéndole: «Hostos, no seas imprudente, ¿no ves el
peligro inmenso que te rodea?»
. A lo que éste
respondió con una sonrisa: «Inda,
no seas buena, déjame gozar este maravilloso
espectáculo...»
(116-118). Asimismo pueden citarse
su fascinación por los abismos de los Andes, los fulgores de
la Tierra del Fuego, y la exuberancia tropical de Brasil que tantas
veces describió, jugando, sin querer queriendo, a ser
poeta.
Terminemos las anécdotas hablando del amoroso esposo que evidencia el tomo de sus Páginas íntimas (O. C., III, 1939). Además de las cartas familiares, el tomo incluye el relato de su amor por Belinda Ayala con el título de Inda; el Libro de mis hijos, verdaderas páginas arrancadas al Diario íntimo, aunque breves, escritas entre 1882 y 1892, en las cuales se refiere al nacimiento de los hijos, y a la muerte de una hija; los Cuentos a mi hijo, escritos en 1878, antes de ser padre, cuentos en los que Hostos se proyecta hacia el futuro para dilucidar sobre posibles y diversas situaciones con los hijos que vendrán; incluye, finalmente, las comedias que Hostos escribiera al fundar un teatro de nenerías, infantil, que interpretaban sus propios hijos y sus amigos.
Una hija murió, y él cuenta en una página de El Libro de mis hijos, fechada el domingo 7 de enero de 1885, en una versión aquí abreviada:
(O. C., III, 37-39) |
Si unimos las puntadas, acaso tengamos el perfil inesperado de este hombre completo, como una constelación.

El
Programa de Estudios Hostosianos91
Revisemos,
finalmente, al Maestro en sus funciones. Lo primero que
habría que señalar es que, para ejercer de maestro de
oficio, Hostos estudió la historia de la pedagogía
con denuedo erudito, extendiéndose por los sistemas y
filosofías educativos de la Edad Antigua, la Edad Media y la
Edad Moderna. Hacedor de sí mismo, en todo, Hostos toma de
muchos, y recrea, aplica, reformula e inventa. Como se sabe, contra
la educación escolástica clásica, Hostos
propone una «escuela sin
dios»
, pública y abierta. La distancia entre el
sistema que encuentra -que no era, dicho sea a propósito,
sistema- y el sistema que no encontró diseñado en
ningún sitio, pues es su recomposición, su invento,
la distancia, repito, es abismal. Contra el dogmatismo y el
criterio de autoridad, opone la duda metódica; contra la
escolástica rutinaria y repetitiva, propone la
experimentación y el empirismo; contra el verbalismo hueco
de salón, propone la coordinación de las funciones
físicas, afectivas y reflexivas; contra el memorismo que
inculca conocimientos sin examen, fomenta el desarrollo de la
inteligencia; contra la retórica, la oratoria y el
latín, subraya el estudio de las lenguas vivas nacionales;
contra la teología, el derecho romano y la
metafísica, toma rumbo hacia el contacto con la realidad
natural y la social; contra el dualismo de género que
siempre subestimó a la mujer, la demostración audaz
de la radical igualdad de géneros, no sólo respecto a
la capacidad de estudio, sino ante todas las ramificaciones de la
vida.
La
educación clásica en manifiesta ruptura con la vida
queda orientada por Hostos hacia la aplicación directa, en
función de la vida. Y aprendiendo de la vida, Hostos
intentó desarrollar las funciones de la razón, en el
niño, según su propia ley de desarrollo. Las
facultades de la intuición, la inducción, la
deducción y la sistematización, las ejerce el hombre
para indagar la verdad, descubrir la realidad y transformarla en
ejercicio de bien y de justicia, pues, para Hostos, razón y
conciencia tienen desarrollos paralelos y combinados. La
razón descubre la verdad; la verdad es siempre un bien. Para
Hostos, la desembocadura de toda educación verdadera es
ética, moral. Y el ejercicio crítico o reflexivo que
no se rige por la moral, es para Hostos, maligno. Pensar y
vivir deben armonizarse de tal forma que, cuando sus
discípulos le urgen que publique la Moral social,
Hostos responde: «Vivamos la moral, que
es lo que nos hace falta»
.
Por eso no es
aberrante afirmar que los propósitos pedagógicos de
Hostos desbordaban la mera preparación académica.
Fiel a su norte revolucionario, Hostos, insistimos, con su
ciclópea carga educativa no había abandonado su lucha
política tras la Paz del Zanjón de 1878, que dio fin
a la guerra en Cuba: sólo le daba forma nueva en la lucha
magisterial. La tarea que se había impuesto era la de forjar
nuevos americanos en la fragua ardua y ardiente de la
explotación y la opresión del continente para la
justicia; forjar en los pueblos caracteres imbatibles como el suyo,
de manera que estos pueblos pudiesen optar, aptos por él,
por la libertad. Hostos lo confiesa así en el discurso
célebre que pronuncia en la graduación de la primera
clase de maestros normalistas (El propósito de la
Normal). Pero prueba de ello es también su
crítica a muerte de la labor educativa de las iglesias en el
Perú, o la labor de los jesuitas en Argentina y Paraguay.
Allí Hostos vincula la importante labor de la iglesia en la
corrupción del nefasto sistema colonial, y al evaluar en
Mi viaje al sur la Herencia española del
coronel Espinosa, denuncia a «esos
frailes convertidos por un hábito sombrío en maestros
de moral social»
(VI, 179). Más claro, no se
puede.
En el tomo XII, volumen 1 (335-486) de las Obras completas del 1939 aparecen bajo el título de «Los frutos de la Normal» una serie de indicaciones de Hostos sobre el programa y el plan de estudios para primaria, secundaria y los estudios profesionales de la Normal. Veamos algunos aspectos que han despertado nuestro interés.
En primer lugar, Hostos dividía las escuelas en una sección práctica de enseñanza primaria que servía de preparatoria y de escuela práctica a los aspirantes al magisterio. El trabajo duraba seis horas: tres en la mañana y tres en la tarde. Recomendaba no incluir más de diez (10) estudiantes en cada grupo, cosa de poder personalizar la atención. La escuela primaria y la secundaria ofrecían el mismo grupo de materias que correspondían a las seis ciencias primarias. Una y otra, primaria y secundaria, se distinguían respecto a la extensión de conocimiento y el fin psicológico: la primaria, para nociones intuitivas, y la secundaria para nociones inductivas. Las ciencias eran: Matemáticas, Astronomía, Física, Química, Biología y Sociología. Dentro de esta última estaba adscrita la enseñanza del lenguaje.
En segundo lugar, la educación debía dirigirse de acuerdo a las leyes del desarrollo del espíritu humano. Concebía el desarrollo de la razón como un proceso por etapas definidas que no podían obviarse, de manera que a los niños se les trataba como niños, fortaleciendo las facultades racionales en el orden en que aparecen. En el niño predomina la intuición -y por esta razón es tan curioso. En el adolescente predomina la inducción. En el joven, la deducción, y en el maduro la sistematización.
Cada una de estas funciones de la razón realiza una serie de operaciones que el método de Hostos procuraba estimular. En la intuición, cuyo producto es la intuición de la idea, había que estimular las operaciones de la sensación, la atención, la memoria y la imaginación. En la inducción, cuyo producto es la inducción de una ley, estimular la observación, la experimentación, y el análisis. En la deducción, cuyo producto es la verdad condicionada, estimular la analogía y la síntesis. Y en la sistematización, cuyo producto es la ciencia, estimular la generalización, la especificación y la coordinación.
En tercer lugar, Hostos creía que el educador debía enfrentar al educando primero con el mundo exterior, prescindir totalmente de los libros, y atenerse a las intuiciones. El propósito era formar en los niños ideas claras y definidas, procurando no trasmitirle juicios formados por otros, sino que cada niño descubriera por sí mismo las ideas nuevas. Por eso era fundamental para Hostos despertar la atención y el interés. La memoria mecánica debía ser totalmente abolida, y nunca hacer repetir.
El trabajo manual y el dibujo eran complementos de todas las materias y base de todo estudio. Decía que todo lo que el niño observe debía hacerlo también con las manos. No se aprenden mapas: hacerlos. No aprender diagramas: hacerlos. Ver el mundo por sí mismo. Y objetivar de este modo las ideas.
En cuarto lugar: el método intuitivo supone partir de la experiencia cercana y real del alumno y de una empatía educador-educando que debe procurarse. No se le coartan libertades con saberes ajenos o muertos. La intuición es presentista y veraz. Es la intuición lo que «nutre» las facultades mentales. Y tiene como propósito una sensación precisa, una atención firme, una percepción exacta, una memoria fiel, una imaginación clara y una idea concreta. En la secundaria y en el nivel profesional, Hostos señala la utilidad de refrescar la sensación de una intuición que sirva como punto de partida.
El método básico de enseñanza era, pues, el método natural de la razón: intuir para inducir; inducir para deducir; deducir para sistematizar.
En quinto lugar, Hostos admitía otros métodos auxiliares.
- 1.ro: El método objetivo, que consiste en evocar continuamente objetos naturales por medio de objetos artificiales para estimular las intuiciones y representar objetos de conocimiento.
- 2.ro: El método expositivo. Prescindiendo de libros, el educador practica ante el estudiante los recursos de la razón para que éste los vea en operación.
- 3.ro: El método deductivo o sintético, que parte de la inferencia y la sistematización para culminar en una sinopsis propia.
- 4.to: El método socrático que busca intuiciones claras y verdaderas en el educando a través de inducciones y deducciones.
Sexto: Con
respecto al Lenguaje, Hostos destaca la vinculación
íntima entre palabra y razón, subrayando en el
apéndice a su Tratado de Lógica que la
palabra es una condición esencial del pensamiento y del
razonar, y que las varias evoluciones y ejercicios de la
razón se manifiestan por medio de la palabra. «Se habla porque se piensa y porque sin palabra,
que es su instrumento, la razón no podría
funcionar»
, dice. Hostos demuestra su aseveración
relacionando el desarrollo paralelo de la fuerza de
expresión y la fuerza de la razón. La palabra se
forma durante la etapa de intuición de manera que le sirve a
la razón como de pasta o forma, en la cual se graban y se
esculpen las intuiciones. Luego, durante el periodo de inducciones,
la palabra se transforma en conceptos y en proposiciones. De
ahí surge la necesidad del estudio del lenguaje y la
Gramática General.
Se enseñaba
la lectura en combinación con la escritura. El alumno
aprendía leer escribiendo. No empezaba a leer en libro hasta
que podía leer y escribir en pizarra. No consentía el
deletreo. «La lectura -dice- desde el
primer momento ha de ser razonada. El que no razona lo que lee, no
lee»
. E insistía en que desde el primer momento se
diera al niño el conocimiento puntual de las palabras con
ejercicios prácticos de conversación, escritura y
reflexión.
Por medio de la lectura se llegaba al estudio del lenguaje examinando el significado de las palabras y su empleo en frases. Entonces la composición. En los grados más altos de la primaria se comenzaban las nociones objetivas de Gramática.
Del mismo modo, Hostos creía que las lenguas vivas debían enseñarse con mucho uso y pocas reglas. Empezaba por hacerlas hablar y escribir y no por dar a conocer su gramática. Incluía el aspecto literario. Y recomendaba la lectura, las traducciones y la composición oral y escrita.
Sobre la Educación Estética, Hostos creía que ésta no debía descuidarse, pero que no debía prevalecer sobre la científica, sobre todo en los primeros años. Una vez fortalecido el entendimiento, podría aplicarse el cultivo de las bellas letras. Sin embargo, Hostos advierte que el gusto sí debía orientarse por medio de la admiración de la naturaleza y de las artes. En el quinto año de secundaria se impartía el arte de la palabra, la composición literaria, retórica y métrica, y nociones de estética y lógica, estética y moral, estilo, tropos, géneros. En el sexto año, historia de la lengua castellana y de la literatura española e hispanoamericana.
He aquí un resumen de lo que a nuestro juicio son notables aciertos:
- El propósito de enseñar a pensar críticamente desde la niñez.
- Su arranque desde la realidad objetiva e inmediata del alumno.
- La importancia que se le da a la intuición infantil porque el proceso parte del nivel exacto del educando.
- Su determinación de permitirle a la razón del educando forjar su propio desarrollo. Primero, haciendo al niño agente de su propia educación; y segundo, inhibiéndose el educador, de ofrecerle juicios, definiciones, soluciones.
- El encadenamiento estrecho entre intuiciones provocadas en una misma asignatura y entre asignaturas distintas.
- La objetivación de las intuiciones como mecanismo de refuerzo.
- La vinculación de la educación en los niveles lógico, sensible y moral.
- La empatía entre educando y educador.
- La condena de la memoria mecánica.
- El uso del método socrático o dialéctico.
- La importancia dada a la motivación.
- La objetivación de las intuiciones a través de las manualidades.
- La variación de actividades y la cooperación entre alumnos.
- Su énfasis en la libertad del individuo y de la sociedad.
- Su exaltación del patriotismo.
- Su búsqueda exhaustiva de teoría y fundamento pedagógico, pero adaptados a la realidad y necesidades del país y de los estudiantes.
- La prohibición de castigos y recompensas particulares.
- Su radical demostración de la igualdad de los sexos.
- La universalidad de sus fundamentos.
- Su determinación de comprender la realidad objetiva, tanto natural como social.
- El apoyo en los ejercicios de composición, oratoria, y lectura comentada para el estudio de la Gramática.
- Su idea de socializar la escuela para que no terminase con la salida de los alumnos y en los alumnos, vinculándola con la comunidad.
- La unidad de fundamentos con que logró articular un sistema.
- La unidad de principios que acuñó en el Programa de los Independientes, como cimiento para la constitución de personas y de pueblos libres.
Señalamos
al comenzar que la tesis central de este trabajo es que hay una
trabazón inquebrantable entre el maestro que fue Hostos y
ese su carácter de ser humano cuyo atributo más
exacto acaso esté contenido en la expresión
unción de acero. Toda la pedagogía
hostosiana fue un derivado y una consecuencia del estudio de
sí mismo y de su permanente determinación de lograr
en sí mismo la construcción del hombre
completo que vislumbró como una utopía. Hablamos
de utopía no sólo porque su hombre completo
fuera una ambición no realizada y ubicada en ningún
lugar, sino porque para completar su radio de acción tuvo
que extenderse fuera de sí mismo para construir pueblos,
sociedades, de hombres completos. Hombres, seres humanos
en general, muy parecidos en contenido y continente a lo que la
ambición utópica del siglo veinte articuló en
el término del hombre nuevo, pues el destino del
hombre completo hostosiano era la completa libertad. La
completa libertad la consigue sólo el que, viviendo la
moral, lucha por ella. Es absolutamente incompatible con la
colonia y el ser humano colonizado. Recordemos que Hostos dice muy
claramente que «la libertad es un modo
absolutamente indispensable de vivir»
.
El once de agosto de 2003 recordaremos el centenario de su muerte, en medio de la celebración del centenario de la Universidad de Puerto Rico. Creemos que la Universidad podría hallar en Hostos su verdadero rostro, y que, desde luego, sería muy acertado vincular ambos centenarios.

Hostos en su viaje al sur de
América: arqueología de su mirada92
Dra. Hilda Colón Plumey, Rectora del la Univ. de Puerto Rico en Humacao; maestro e inspiración de nuestra época que responde al nombre de José Ferrer Canales; poeta y glosador insustituible de Hostos que todos llaman con cariño Julio César López; hostosianos e invitados, colegas y estudiantes, amigos todos:
Desde hace algún tiempo la Junta Editora de Exégesis ha estado promoviendo el ambiente cultural necesario para que los puertorriqueños honren, como deben, el centenario de la muerte de Eugenio María de Hostos. Llegada la víspera, y ante el recuerdo de la resonancia continental que tuvieron tanto el centenario como el sesquicentenario de su natalicio, la Junta Editora de Exégesis decidió tener una participación más activa porque era ya tan mayúsculo nuestro entusiasmo que no nos parecía justo que la obra de Hostos pasara casi tan inadvertida como un rótulo de máxima velocidad.
No hablamos de Hostos para recordar una pieza de museo ni, mucho menos, para mitificar una figura de la historia remota. Se trata de un modelo de tal vitalidad que no caduca, se trata de una personalidad con tales atribuciones de perennidad que lo mismo actúa para levantar nuestro sentido de orgullo nacional que arroja luces para comprender nuestro pasado, nuestro presente, y nuestro porvenir. Tampoco vamos a Hostos sólo por gratitud ante el hombre grande que fue: vamos a Hostos porque deslumbra la manera como expandió por todo un continente su personalidad egregia, porque dignifica el género humano, porque tiene respuestas para muchas de nuestras crisis imperiosas de hoy, y porque tras su último respiro quedamos tan atónitos que no sabemos qué hacer con tanta vida.
En efecto, en el caso de Hostos, nos asombramos de su lucha de día a día, de toda una vida. No tuvo cuna de oro ni meta de laurel: lo más inaudito en su caso es la totalidad de su camino. Por eso este centenario de la muerte de Hostos no tiene para nosotros ápice de pesar, sino aire de alabanza. Y no lo conmemoramos como hacemos con las tragedias, sino que lo celebramos, como corresponde hacer con aquellos asombros que nos elevan mientras imparten soplo de vida.
En marzo del 2002 inauguré en la Universidad de Chile un encuentro de escritores latinoamericanos con una conferencia sobre el desarrollo de nuestra personalidad histórica en el siglo XX que partía de la obra de Hostos para desembocar en la lucha de Vieques. La idea era explicar cómo, en la lucha de Vieques, se realizan los diagnósticos, recetas y pronósticos de Hostos. Algunos quedaron motivados con Hostos y me invitaron a inaugurar en Paraguay hace unos meses, hablando de Hostos, la Cátedra de Pensamiento Latinoamericano de la Universidad Columbia. La conferencia que van a escuchar es la misma que leí en Asunción, mínimamente retocada para cepillarle algunas expresiones de circunstancia, pues encaja perfectamente con el talante que le hemos querido dar aquí a nuestra celebración del centenario de Hostos, y con el título del simposio: Forjando el porvenir americano.
Finalmente, quisiera que estuviera claro, que sin ustedes esta actividad sería un acto en el vacío. Es pues, en verdad, con ustedes, y no con la conferencia, que inauguramos hoy el Año del Centenario de Hostos en la Universidad de Puerto Rico en Humacao. Es la presencia de ustedes la que honra la memoria de sus sacrificios. Y ustedes deben sentirse orgullosos de ello.
Sin más preámbulo, vamos a la conferencia.
«La grandeza del hombre está precisamente en querer mejorar lo que es... El hombre sólo puede hallar su grandeza, su máxima medida en el Reino de este mundo». |
Alejo Carpentier. |
Buenas noches tengan todos ustedes. Hoy me siento, y disculpen el breve protagonismo, muy satisfecho de estar aquí, y de regreso, pues ya había estado en el Paraguay en el 1994, invitado entonces a participar en el primer encuentro latinoamericano de escritores celebrado en Asunción. Entonces pude hacer muy poco por ustedes y por representar mi país. Como pude, con el auxilio de unos pocos amigos, preparamos, poco después, un número de la revista Exégesis que dirijo en Puerto Rico para guardar memoria y dar noticia de ese encuentro. Fue mi manera de agradecerles la acogida y los días felices que todos los invitados pasamos entre ustedes. En la nota de presentación de ese número recordaba que a pesar del aislamiento más que centenario, a pesar de esa insularidad que parece estrechar o limitar el espíritu, Paraguay nunca ha dejado de estar cerca, muy cerca, del corazón del continente -y de nuestros sueños. Eugenio María de Hostos, puertorriqueño, se dolía, reiteradamente, hace más de 130 años, de la suerte de este país de agua y de ríos. Desde entonces, como fantasma de un arpa que suena lejana en la noche, como esa procesión de aguas que pasa en silencio por el Paraná, llegaba la nostalgia de ustedes hasta ese Puerto Rico, confín mío, y litoral norte de este hemisferio sur de Nuestra América. Desde el 94 recibo con regularidad pulsátil noticias del Paraguay, gracias a varias voces amigas. En estas últimas semanas, específicamente, todo el mundo vio las noticias de disturbios de importancia que ocurrieron en sus calles, y también -no podía faltan el chisme-, la noticia sobre la titularidad paraguaya en el marco de la corrupción latinoamericana.
Desgraciadamente, la corrupción es un mal endémico en todo el continente. En Puerto Rico, mi país, también clamamos en vano por una vacuna contra ella. Urge tener presente, al respecto, que no es un mal latinoamericano, sino más bien, un parásito inalienable, y por ello incombatible, que encontró caldo de cultivo propicio en el neoliberalismo que se nos ha impuesto desde fuera. Casi toda privatización es, en el fondo, una apropiación inmoral agravada. No habría más que mirar al norte, mucho más al norte, o mirar hacia oriente y occidente para ver llegar la corrupción sobre pajarracos vestidos de negro. Pero también podemos mirar hacia atrás en el tiempo.
Quisiéramos creer que la posmodernidad neoliberal de la globalización ya se muestra tambaleante y reculona sobre el terreno del pensamiento de manera que estamos ahora en plena época postemporánea. Pero no vemos la postemporaneidad ni a diestra ni a siniestra, y me temo que no se deba a una incapacidad nuestra para asumir una perspectiva presentista por deberle demasiado, a nuestros años, al siglo pasado, ese siglo que hasta ayer calificábamos de contemporáneo, y siglo del que aún, al menos yo, no puedo desubicar mis pies para instalarme sin deuda en el 21. Antes bien, creo, aunque lo más seguro es que quién sabe, como se dice tan sabiamente en México, que se trata de que el que sabe mirar atrás se instala en una atalaya que también permite mirar el porvenir.
En Francia hubo una secta en el siglo 17, resucitada por la revolución de 1848, que creía imperfecto al ser humano por carecer de un ojo detrás de la cabeza. Eugenio María de Hostos, recordando la referencia ilustrada, insiste, en que los latinoamericanos necesitamos de ese ojo, pues es necesario ver no sólo el pasado que hemos tenido, sino el pasado que aún comparte con nosotros, y el pasado que todavía mañana tendremos, como ocurre con el traje que vestí mañana en los célebres versos de Vallejo.
Hostos sabía muy bien que no todas las miradas atrás nos convierten en estatuas de sal, pues mirar atrás no es sólo asunto de certificar de dónde viene el lastre que nos mantiene en naufragio permanente. Algunos indios de América creían que en los momentos difíciles debíamos evocar y convocar el auxilio de nuestros antepasados. Como ellos, les propongo convocar los antepasados más íntimos y entrañables; convocar a aquellos antepasados que mejor instrumentaron el uso de la luz contra las sombras; aquéllos que enfrentaron la adversidad con una tenacidad que no reconoció límite; aquéllos que acaso, ya en tránsito a la inmortalidad de la historia, nos legaron como herencia inmarcesible el valor del carácter, la dignidad del amor y de la solidaridad, y la lección magistral de saber que sólo vivimos en los otros, por los otros y para los otros, y que a esos otros nos debemos. Ese espíritu de los ayeres vive, y vive por ellos, sobre ellos y con ellos, como piedra, como fuente, como cimiento. Y es sobre esos espíritus que debemos fundar el saber y las instituciones. A fin de cuentas, el Paraná debió enseñarnos, como le enseñó el Duero a Jorge Manrique como llevar su duelo, que el tiempo y la vida son como los ríos que van a dar a la mar, una continuidad desde el origen que sólo existe mientras corre en libertad. Y el zócalo de este continente nuestro que fundaron nuestros antepasados es, bien mirado, sencillamente egregio.
Los historiadores de la literatura y de las ideas no dejan de señalar en nuestro caso el problema de la imaginación colonizada, y de cómo a contrapelo, las bases de nuestra historia propia tuvieron que luchar contra la censura y la represión del pensamiento más tenaz. Hay quien asegura que lo americano brotó primero en los barracones de esclavos, en la mita de los indios, a orillas de los ríos, disperso en la pampa y la cordillera, marginado e inundado de desesperación, pero siempre al margen de los enclaves del poder colonial. Lo cierto es que dentro de las ciudades amuralladas también germinó la nueva semilla, a veces encarnada en lo musitado. Por no incurrir en el dilatado machismo que es característica tan penosa de nuestro pensamiento, recordemos como ejemplo, con celeridad, el nombre sin sombra de Sor Juana Inés de la Cruz. Su obra fue -y es-, la proclamación del principio creador en la libertad del pensamiento. Como ella, y junto a ella, es justo también recordar los próceres de nuestra independencia política, pues en su agenda estuvo el propósito de completar las tareas de la libertad, aunque la vida no les diera para tanto. Bolívar supo que la libertad estaba más allá de las cadenas rotas, aunque su vida se perdiera en el río Magdalena sin hallar cómo constituir la utopía de la libertad ansiada. Por eso me parecería hermoso que recobráramos el espíritu ayacucho, el espíritu chimborazo, panameño y jamaiquino de esa piedra de Pedro que es Simón Bolívar y, como Venezuela, también nuestros países se refundaran como repúblicas bolivarianas de América.
Hoy, si me lo
permiten, me propongo recordar a otro de esos espíritus
fundadores. Mejor que recordarlo será pasarle la palabra.
Fue amigo de Sarmiento y con Sarmiento se le compara. Fue amigo de
Mitre, de Lastarria, de Bilbao, de Guillermo Matta, de Francisco
Giner de los Ríos, de Federico Henríquez y Carvajal y
de Luperón, del presidente del Perú, Manuel Pardo...
José Martí lo consideró maestro, igual que don
Pedro Henríquez Ureña, Antonio Caso, Máximo
Gómez... Inútil, o al menos redundante, extenderse
con una lista de nombres que no termina. Nació en el pueblo
de Mayagüez en Puerto Rico, pero descansa en la ciudad de
Santo Domingo, en el Panteón de los Héroes de la
República Dominicana, con su llama eterna. La primera
locomotora que cruzó los Andes entre Argentina y Chile
llevaba su nombre. Y la Sociedad de Estados Americanos lo
proclamó en la víspera del centenario de su
nacimiento, en Lima, 1938, «Ciudadano
Eminente de América»
. Sin embargo, no fue un
buscador de gloria, aunque con la gloria soñara, porque su
vida entera estuvo consagrada a la defensa, intransigente, de sus
principios, de manera que no lo compraron los triunfos lisonjeros,
no lo compró la oferta de la gobernación de
Barcelona, no lo compraron los que intentaron sobornarlo con
cantidades cuantiosas para su causa de independencia antillana, no
lo compró la miseria, ni la pobreza, ni la soledad, no lo
compraron ni lo hicieron temblar presidentes, no lo compró
ni lo venció la adversidad ni la derrota.
Viajó al sur. En su periplo se detuvo en Colombia, Panamá, Perú, Chile, Argentina, Brasil y, más tarde, en Venezuela, para auscultar el corazón del continente entero. De los 21 tomos de sus Obras completas, al menos once están íntimamente consagrados al porvenir americano: uno al viaje como tal, otro a temas sudamericanos, otro a temas cubanos, otro a la República Dominicana, otro a sus hombres e ideas, otro -no podía faltar- a su Madre Isla, pero en todos respira como inspiración, incluso en el tomo que recoge las luchas de su época española, el tema de una América que apreció como pocos con su mirada dilatada. Incluso en su Tratado de moral, libro que se ha reconocido como una de las cumbres del pensamiento ético latinoamericano. O su Tratado de Sociología, libro que funda en nuestra lengua una nueva ciencia. O sus Lecciones de Derecho Constitucional. O su Geografía evolutiva y su Geografía política universal. -¡Y aún no mencionamos la profunda revolución pedagógica que instaló en la práctica en la República Dominicana y desde las rectorías chilenas de los liceos de Chillan y el Liceo Miguel Luis Amunátegui en Santiago de Chile, principalmente!
Principalmente, decimos, porque al respecto de lo que concierne a su quehacer educativo habría que empezar al menos señalando que José Manuel Estrada le ofreció al hombre sin diplomas que fue Hostos la Cátedra de Filosofía de la Universidad de Buenos Aires, que dirigió dos colegios en Venezuela (en Isla Margarita y Puerto Cabello, y dictó cátedra en Caracas), que fundó en Mayagüez, Puerto Rico, el Instituto Municipal de Enseñanza Reformada, y que fue además, profesor de Derecho Constitucional en la Universidad de Chile. En algunos casos redactó incluso las leyes sobre educación. En otros, la filosofía educativa. En otros, programas académicos y textos de las más variadas materias. Formó los maestros. Su creatividad no dejó aspecto yermo. Ni siquiera perdió de vista que la misión última de su pedagogía era formar los ejércitos necesarios para hacer practible su utopía de una América verdaderamente libre.
Su nombre: Eugenio María de Hostos. Con la gracia de ustedes será Hostos, el sembrador, como lo llamó Juan Bosch, quien inaugure esta Cátedra de Pensamiento Latinoamericano. A nombre, pues, de Hostos, del Puerto Rico colonial, de esa isla Vieques que no tiene olvido, y del mío propio, les doy las gracias a la Universidad Columbia del Paraguay por fundar con Hostos esta Cátedra.
Se diría que al hacer el fugaz esbozo de su personalidad histórica en el marco de la cultura, destacamos, como suele hacerse, las obras de razón y de pedagogía de aquél que suele describirse en primer término, como un célebre educador, y luego, pensador y filósofo. Pero el caso verdadero es que Hostos es aún más grande en la esfera de los sueños y de las utopías. Me refiero a la obra de pasión y ardor consagrada a la búsqueda de verdad y de justicia, búsqueda que no conoció límites ni reconoció advertencias o sacrificios. Alguna vez califiqué esa obra como la llamarada escrituraria, término que defendí en la ponencia que presenté en el congreso dedicado a Hostos a propósito del sesquicentenario de su natalicio. Allí defendí la idea, entre otras, de que tal vez la obra más importante de Hostos no es la académica ni la que corresponde en propiedad a los géneros literarios generalmente reconocidos como tales, sino la otra, la que se recoge en los llamados géneros ancilares o instrumentales, de manera que en el caso de Hostos, como se ha señalado en el caso de Martí, la proliferación en Hostos de estos textos no desmerece al escritor, sino que halla en él la cifra de su grandeza. Recuerdo, si se me permite la anécdota, que un catedrático argentino se me acercó entonces, al terminar mi ponencia, para decirme que estuvo muy hermosa, pero que era lástima que no fuera verdad. No supe entonces, ni sé ahora, cómo se pueden leer tantas páginas de Hostos sin temblar, o para decirlo con sencillez, sentirse tocado en lo más hondo.
En otras oportunidades hemos estudiado su obra literaria y su teoría estética, el sentido de su personalidad histórica, el carácter de su obra revolucionaria tanto en la época española que corresponde al joven Hostos como a su prédica antillanista y latinoamericanista, el carácter revolucionario en la forjación de su carácter y de su obra educativa, sus íntimas vinculaciones con José Martí... Pero en esta oportunidad, ante la inminencia del centenario de su muerte que conmemoraremos en agosto del 2003, como expresión de agradecimiento por la invitación que se me hiciera para participar de este encuentro, y como piedra fundadora del pensamiento latinoamericano que les propongo, quisiera repasar el sentido y la importancia que tuvo en el desarrollo de la personalidad y del pensamiento revolucionario de Hostos y, especialmente, el impacto que tuvo en su mirada utópica de todo el continente, los viajes que realizó precisamente por este contorno de ustedes, muy cerca de estos lares: me refiero a su viaje al sur.
Varias cosas habría que aclarar antes. Primero, que hay un volumen de 440 páginas en la edición de 1939 de las Obras completas de Hostos titulado precisamente Mi viaje al sur (VI), pero que este tomo, como antes indicamos, está lejos de contener todos los trabajos escritos durante el viaje y a propósito de él. Hay, otro tomo en esas obras que se titula, Temas sudamericanos (VII), escrito en su mayor parte durante ese viaje. Asimismo, muchas páginas de su Diario (I y II) en dos tomos, de las páginas recogidas en el volumen de Temas cubanos (IX), así como el tomo titulado Hombres e ideas (XIV), el volumen de Cartas (IV) y el de Crítica (XI), y, finalmente, el volumen que conforma Forjando el porvenir americano (XII): en todos ellos hay trabajos escritos durante el viaje o a propósito de él, fragmentos de una mirada hambrienta y tragadora como un Archivo de Indias, mirada que es necesario recorrer descalzo para tener una idea de cuan fundante fue esa contemplación.
En segundo lugar, hay que aclarar que el viaje al sur de Hostos responde a la coyuntura en que se halló a su regreso a América (Nueva York) en 1869. Al menos desde 1863, año en que publicó su novela La peregrinación de Bayoán, Hostos se había dado a la tarea de resolver el dilema colonial de las Antillas apoyando y empujando una revolución liberal republicana en España que diera al traste con el absolutismo monárquico. Su misma novela, antes mencionada, estaba escrita, por un lado, con el propósito de abrirle los ojos al público lector español ante el atropello de que eran víctimas sus colonias de ultramar y, por otro, con el de hacer «propaganda» a favor de una confederación hispánica de estados libres que incluyera a sus Antillas. De esa manera las Antillas, postradas e inermes por el régimen, podrían gozar de la plenitud de los derechos ciudadanos y ejercer una soberanía viable, no tanto en cuanto a la posibilidad de ejercerla sino en cuanto a su convencimiento de que la independencia, dado el estado de penuria en que se encontraba especialmente Puerto Rico, tenía cerradas las posibilidades de desarrollo en libertad. Pero tras el triunfo de los liberales en 1868, el nuevo gobierno español se negó a extender la nueva política a las colonias con el pretexto de los gritos revolucionarios de Yara en Cuba, y de Lares, en Puerto Rico. Indignado por lo que consideró una traición a los principios, Hostos rompió con sus antiguos correligionarios y se trasladó a Nueva York para participar como soldado en una expedición que se preparaba para Puerto Rico. La expedición nunca salió. Mientras, Hostos tuvo que enfrentar entre los emigrados el problema de las aspiraciones anexionistas de muchos de ellos, principalmente entre los cubanos. En esas circunstancias es que resuelve hacer su viaje al sur. Pretendía no sólo buscar apoyo entre los países hermanos de la América Latina para la lucha que se desarrollaba en Cuba, sino organizar comités de trabajo, tanto en el sur como en el norte. Esta fue la fórmula exitosa de Martí al fundar en el exilio el Partido Revolucionario Cubano. Pero al crear una fuerza de apoyo en el sur, Hostos pensaba que podría equilibrar la dependencia exclusiva en el apoyo de los norteamericanos y de la emigración radicada en el norte. Dado el fuerte anexionismo existente entre los suyos, la dependencia exclusiva en esa emigración y en la colaboración norteamericana era de temer.
En tercer lugar, hay que aclarar que su condición de exiliado parece acelerar, profundizar y radicalizar su apego e identificación con la patria grande latinoamericana, pues si bien por una parte, ya ese apego y esa identificación están presentes en La peregrinación de Bayoán, por otra, su conciencia de que no tiene patria en la tierra en que nació, colonia española, lo mueve a identificarse no sólo con la unidad de coyuntura histórica que lleva a cuestas el continente entero, sino, lo que es más importante, a juicio de Fernando Aínsa, la unidad de porvenir que vislumbra en términos de una utopía por la que vale la pena todo martirio (Hostos: sentido y proyección de su obra en América. Ed. de la UPR, 1995, 421). Es así como Hostos, que en su paso a Cartagena alcanza a vislumbrar la costa de Cuba que nunca pisó, hace de esa patria del porvenir que concibe la causa de su vida, de manera que antes de pisar tierra del sur ya se siente hijo de ella.
¿Que de
dónde le llega a Hostos esta devoción? Creemos que es
el resultado de su propio convencimiento, una especie de
autofecundación audaz de la sorpresa, inoculación de
su intuición visionaria, impronta de sus afectos
fraternales, pero sobre todo, la inmolación de su sentido
del deber y de su consagración plena a los propósitos
de la libertad. Sobre este respecto hablamos ya, como podrá
sentirse, de uno de los temas más interesantes y permanentes
de la obra de Hostos: el tema de la asunción de
América, como augurio y como «utopía inconclusa»
(Roberto
Mori, Exégesis 39-40:4), como definición de
una epifanía comunitaria, pero también como
análisis e interpretación de sus problemas, como
propuesta y lucha por buscar soluciones y diligenciarlas, como
identificación íntima y pacto de sangre, no
sólo con el ideal de la patria grande, sino, lo que es mucho
más significativo, con su habitante natural, especialmente
los pobres de la tierra. La solidaridad de Hostos con las
poblaciones marginadas del continente no tiene límites. El
tema, como se ve, es demasiado basto para pretender siquiera tocar
la mayor parte de sus aspectos. Me limitaré a abordar
algunos de los tópicos que estimo de mayor
interés.
Como hemos
apuntado antes, estimamos que es en su viaje al sur que Hostos
construye una fórmula concreta de la América grande.
Ponderándola venía desde antes de 1863, cuando la
incluye como factor clave en su obra primeriza, el poema-novela que
titula La peregrinación de Bayoán. En esta
obra convergen todos los tiempos: el asfixiante pasado colonial, el
precario presente en crisis, la lucha por un porvenir vislumbrado
dentro de un posibilismo utópico. En esta novela, como
hará toda su vida, Hostos sueña sobre cubierta, y
sueña sobre el mar. Se diría que la
contemplación del océano dilata horizontes, pero que,
enemigo acérrimo de toda fantasía sin asiento en la
realidad, sus sueños siempre son idealidades
posibles que le permiten concretar agendas y programas de
lucha. Sus sueños son tan grandes y profundos, tan hondos y
completos, tan orgánicos y específicos, que parecen
anticipar cada reticencia, responder a cada objeción de la
realidad, resolver cada obstáculo del camino. Lejos, pues,
de la utopía de fe y la concepción sin raíz en
ningún lugar de Moro, Campanela y Bacon, la de Hostos es una
utopía reflexiva asentada en tierra, vislumbre que brota del
estudio rudo de la realidad concreta. Por eso puede acotar que
«la verdad tiene más
mártires y mejores que la fe»
(O. C., VI, 54). Y por eso podemos
asegurar que en su obra se constituye de una manera más
pulida y compleja la visión de la América mestiza, la
visión de la América que como Martí
también calificó como sencillamente
«nuestra».
Siempre es lejano el porvenir, asegura Hostos, como el arcoíris que se aleja a cada paso, pero no sin hacernos al andar el plan de la vida. Así, y en efecto, según veremos, en cada etapa de su peregrinaje por el sur se expande y perfecciona cada vez más su mirada. En tierra de Bolívar, Cartagena, desembarca, y allí mismo se inserta en lo que habrá de ser su destino al bautizarse americano, hijo de Bolívar. Vive la ciudad que despierta con vivida fruición, como de niños. Tanta, que le sorprende su encuentro con las ruinas del primer castillo español. Pero como nada detiene sus análisis y su búsqueda de soluciones, pasan por su mente los ferrocarriles, el comercio, la navegación de los ríos, la población. En Colombia, Hostos encuentra la primera solución al problema que lo trae al sur. Se trataba de una ley de mutualidad de servicios que primero conversa con el presidente y luego logra hacer aprobar por el congreso: una ley para poblar -y desde luego, desarrollar- con antillanos la costa norte de Colombia, de manera que cubanos y puertorriqueños exiliados puedan ser acogidos por un país del sur, en un centro más próximo y propicio para la lucha que se desarrollaba en Cuba, mientras simultáneamente, éstos ayudaban a desarrollar y poblar una zona yerma. Sin embargo, será en su breve estadía en Panamá, esperando pasaje gratuito para el Perú -que no consigue-, que aflorarán en su conciencia algunos de los pensamientos de más hondo calado respecto a su concepción de América.
En el istmo Hostos
repasará la historia colonial de América para
adscribirse a los sueños utópicos que alucinaban a
Bolívar al convocar al primer congreso latinoamericano. Tras
censurar el cosmopolitismo de pésimo carácter que
allí impera (VI, 75) pues todos creen estar en su casa,
según dice, menos el panameño, hace un interesante
análisis geopolítico que se deriva tanto de las
ambiciones históricas del congreso que Bolívar
convocara allí con el propósito de reintegrar la
patria grande, como de las posibilidades del canal que de seguro
algún día uniría, perforado el istmo, los dos
grandes océanos, ya fuera por Panamá, ya lo fuera por
Nicaragua. Tras contrastar la precaria situación
discordante de Panamá, atribulada de extranjeros,
Hostos reflexiona sobre la importancia que la posesión del
canal tendría para los latinoamericanos y la necesidad de
asegurar su neutralidad futura. Por eso, le parece imperativo
denunciar las «mal disimuladas
tentativas de los angloamericanos para apoderarse subrepticiamente
de él»
y las «insolentes usurpaciones de autoridad a que se
entregan los jefes norteamericanos de la estación naval del
golfo»
(VI, 78). Es entonces que Hostos, como hemos
dicho, proclama una de sus visiones más grandes del
porvenir: las grandes Antillas, toda la parte de Panamá que
corresponde al Istmo, y las cinco repúblicas centrales
formarán una confederación de estados libres
intermediaria de las dos grandes masas continentales,
próxima a una por su origen y su carácter,
próxima a la otra por sus conexiones políticas,
comerciales e industriales, solución de continuidad para
ambas. La grandeza de esta visión no está en la
confederación de por sí, la grandeza está en
la misión que Hostos le atribuye: mantener en sus
límites propios ambas masas continentales.
Ciertamente que
Hostos soñaba con la constitución de grandes
conglomerados políticos como triunfos del principio federal.
Y no temía que se rompieran en conglomerados más
pequeños, pues como dice, «la
libertad no se domicilia en parte alguna con tanta fuerza como en
los territorios pequeños»
. Pero desde ese entonces
las formas colosales de la democracia norteamericana le inspiraban
temor. Para enfrentar la nordomanía latinoamericana del
siglo XIX que afiebraba también a la emigración de
las Antillas, Hostos tuvo que defenderse primero de los que lo
acusaban de sentir rencor contra los norteamericanos y, acto
seguido, hacer una lista de los motivos que lo movían a
sentir admiración hacia los norteamericanos: la
república; la libertad religiosa; las leyes que establecen
que el derecho individual, la afirmación del ser y la
conciencia es anterior y superior a toda ley y
reglamentación convencionales; la igualdad ante la ley de
los individuos, de los sexos, de las razas. Pero luego aclara, que
la admiración por sus principios es reflexiva, y que son
precisamente los motivos de su admiración los que nutren su
rechazo a la ambición territorial de los norteamericanos y
al anexionismo. A su juicio, añade, no es bueno: «es malo que los norteamericanos tengan las
tendencias absorbentes que han demostrado con su guerra contra
México, la conquista de sus territorios, las tentativas de
dominio sobre Santo Domingo, su repulsión hacia los
latinoamericanos, el principio egoísta de la
supremacía continental de la doctrina Monroe, su ideal de
vida que es ocupar todo el continente desde Behring hasta el istmo,
el archipiélago incluido, su prolongación de la
guerra de independencia suramericana, su oposición a la idea
de Bolívar, antes y después del Congreso de
Panamá, su oposición a la independencia de Cuba, su
usufructo de la desgracia y debilidad latinoamericanas y que la
fuerza de atracción de sus instituciones y tradiciones
sólo alimenten su vanidad y nada de su
solidaridad»
(VI, 81-82).
Hostos ve
entonces, casi treinta años antes del 98, cómo
germina en los Estados Unidos la misma política imperialista
que practican muchos estados europeos en África, en el
océano índico, en el Pacífico. Ese
imperialismo occidental que extermina, francamente genocida,
culturas y pueblos por todos los océanos, será
claramente denunciado luego en el Tratado de moral. Pero
ya en Panamá, en 1870, piensa que sólo la
independencia a tiempo de las Antillas, y la unión de
éstas en una confederación junto a las
repúblicas centrales, podrían frenar las ambiciones
territoriales de los norteamericanos. Hostos formula entonces
aquí la conocidísima imagen de las Antillas atribuida
a Martí, como «el fiel de la
balanza»
, ni norte ni sudamericanos: antillanos. Esa
divisa es suya. Y también de los revolucionarios
puertorriqueños como su amigo de la época
española de estudios, Segundo Ruiz Belvis, y naturalmente,
de Ramón Emeterio Betances, acaso en última
instancia, el padre del antillanismo.
En su peregrinaje
Hostos se detuvo también en el Perú. Entusiasta es la
descripción del viaje, la entrada en El Callao, su encuentro
con Lima. En su descripción de Lima detalla cada espacio,
cada construcción, cada personaje. La pobreza que le
había sido tantas veces funesta pues parece desmerecer ante
los demás su reconocimiento como postulante, le ha sido esta
vez, según dice, de gran beneficio, «amiga inapreciable»
la llama, pues
nadie se le pega, nadie lo importuna con sus comentarios, nadie lo
distrae, se ve obligado a transitar a pie, callejear, a utilizar
los callejones estrechos que atajan, a encontrarse de frente con
cada personaje contrastante, a resolver los extravíos, a ver
con sus propios ojos y enjuiciar con su propio juicio. La
descripción del amanecer en una plaza recuerda aquella
hermosa mañana en que Oliver Twist despierta frente a la
plaza pública que también despierta. Hostos celebra
la creciente algarabía de cobrizos, negros, tamaleras,
melcocheros, aguadores, tisoneras, camaroneros, polleros,
vendedores, así como los demás transeúntes
chinos, indios, cuarterones (VI, 133-134): «Who will buy this
beatiful morning!»
, parece decir.
Allí estudió el presente del Perú, el país, y la política de su presidente Manuel Pardo. En Chile estudiará su estado presente, y la política de su presidente Federico Errázurriz. Su ensayo sobre la «Exposición chilena de 1872», escrito recién llegado, ganó el primer premio. Allí aboga por el ferrocarril trasandino y defiende el derecho de la mujer a usufructuar los beneficios de una educación igual a la del varón. Vislumbra la importancia que tendrá el Canal de Magallanes. La situación del araucano y del patagónico. La estructura geográfica desde el norte desértico y la costa hasta la Tierra del Fuego y las cumbres andinas que recorre a caballo. En Argentina estudia el presente del país y la política de su presidente Domingo F. Sarmiento. Además, estudia la inmigración europea, y cómo el ferrocarril y la electricidad se convierten en un instrumento eficaz de civilización de la pampa al poner en asociación los factores aislados, y llevar la costa al interior. Además, insiste en la importancia de trascender los Andes y encontrarse con Chile. En su estudio del interior de la república, la zona de Córdoba, Río Cuarto, Rosario, San Luis, San Lorenzo, Jesús María, recopila los datos más minuciosos de población, profesiones, alfabetismo, edificios, vehículos, instrumentos agrícolas, animales de labranza, cosechas, sementeras, producto bruto, gobierno, correos, municipalidad, industria, peones, concesiones, religión, educación, historia, conflictos.
Ya en Brasil, tras arrobarse con la belleza tropical de Santos, se escandaliza al percatarse de que un buque transportaba muchos negros pues alguien le informa que son esclavos. Así, hace de Brasil, acto seguido, objeto de un nuevo estudio sociológico.
En ese viaje al
sur, aflora también otro de los aspectos más
significativos en la construcción de su visión de
América, pues allí lo golpea la fuerza del pasado
colonial. Hostos mira atrás, con su ojo posterior, lo que es
nuestra herencia colonial. Aunque, como señalamos antes,
había hecho lo propio en su novela de 1863, ahora va mucho
más lejos. A pesar de su aversión por las
monarquías, los absolutismos y lo español, Hostos no
deja de reconocer las aportaciones. Notable es su actitud ante el
caso de Cristóbal Colón. Censura la conquista, la
colonización, la destrucción de las poblaciones y las
culturas precolombinas, pero aún puede enaltecer la figura
histórica de Colón. A propósito del Cuarto
Centenario de América, por ejemplo, escribió unos
ensayos en los que enumera, entre otras cosas, la importancia
histórica de la conmemoración: «la posesión de dos océanos; la
apropiación de dos continentes, el Nuevo y el
marítimo; el aumento de la población del planeta por
el aumento de los elementos de alimentación con que
América ha provisto al mundo, el maíz, la papa, el
cacao, y el azúcar; la formación de más de
veinte nuevas naciones, incluyendo el Canadá y Australia; el
crecimiento de la industria de transporte marítimo, desde el
fuste, la carabela, y la carraca, hasta el clipper, el vapor de
ríos, y el de mar; la dilatación del comercio desde
los mares cerrados de Europa y desde los litorales, incomunicados
entre sí, de China, India, Persia y Europa, al océano
abierto y a las costas de todo el mundo comercial; el desarrollo de
la industria fabril, desde la fuerza mecánica del brazo,
hasta la fuerza propulsora de los agentes físicos más
poderosos que el hombre ha logrado poner a su servicio; la
dilatación de la patria, desde el lugar en que nace
cualquier hombre, hasta el hogar que elige; el aumento de todas las
fuerzas productivas, y la transformación de la vida humana,
en cuanto instinto, en cuanto razón, en cuanto orden, en
cuanto conciencia, en cuanto libertad»
(X, 37).
Consecuente con esa idea, en su libro sobre la Moral
social escogió a Colón para explicar lo que
llamó deber de civilización, y a
Bartolomé de las Casas para explicar el deber de
filantropía (XVI, 434 y 381).
Pero, por otra
parte, Hostos nunca pierde la ocasión de fustigar ni de
lamentar nuestro pasado colonial. En innumerables trabajos Hostos
reflexiona sobre el lastre que dejó como herencia el
régimen colonial español en América. En
numerosos volúmenes de las obras completas de Hostos hay
pasajes de importancia e interés sobre este tema, pues era,
como es natural, asunto inalienable al revolucionario que
dedicó su vida a libertar a Cuba y Puerto Rico del
régimen colonial español, a defender la independencia
amenazada de la República Dominicana y a defender de Europa
y de Estados Unidos a toda la América Latina. Uno de los
análisis de mayor interés al respecto es el
psicosociológico del colonizado que dedica al poeta cubano
Gabriel de la Concepción Valdés, conocido como
«Plácido»
(IX, 5-109).
Hostos combina en él el estudio de la historia
decimonónica cubana con la biografía de
Plácido, la historia de la represión colonial y la
obra poética de Valdés. Pero como es de esperar que
encontremos al respecto del mártir cubano referencias al
coloniaje, buscamos mejores contextos.
Hostos sostuvo en
un comentario dedicado al estudio de la obra de Lastarria, que
«nuestro pasado no es nuestro: es el
cadáver de la sociedad absurda que sus creadores dejaron al
marcharse, y nosotros no enterraremos al insepulto hasta que nos
organicemos para vivir racionalmente»
(XI, 292), dice.
Esta descripción, que bien le cae al monstruo de Mary W.
Shelley -Frankenstein o el Prometeo moderno, publicada en
1818-, no podía dejar de aparecer en el volumen dedicado a
su Viaje al sur. Hostos cree que, como le ocurre a
Frankenstein, «los pueblos son
responsables de sus tiranos»
. No obstante, se conduele
hasta el punto de descubrir, por experiencia propia, cómo se
corresponden los males físicos con los males morales del
espíritu, pues los dolores del alma que padece por nuestros
países se le traducen en dolencias físicas (VI, 126).
En Lima conoce al coronel Espinosa. Le llama la atención una
de sus obras: Herencia española, de la que extrae
el siguiente cuadro:
(VI, 179) |
Muchos de los
aspectos antes mencionados fueron estipulados por el mismo
Simón Bolívar que no dejó fuera de su
ponderación del régimen español ni siquiera
aquello que él llamó en la «Carta de
Jamaica» «tiranía activa y
dominante»
, forma de la tiranía que dejó a
nuestros pueblos en una «infancia» política
lamentable.
Hostos pasa juicio
sobre todos los pueblos hispanoamericanos. Lo podemos afirmar
porque entre sus obras hay una Geografía política
universal. Sin embargo, como hemos indicado ya, en muchos
casos el estudio se expande, y entre esos casos están,
naturalmente, los estudios hechos a propósito de los
países que visita. Pero además, en sus estudios hace
constantes aunque breves incursiones respecto a aspectos de otros
países, a modo de comparación, por analogía o
contraste. Su relación con el Perú es
curiosísima. Por un lado la solidaridad lo mueve a protestar
por las «calumnias inicuas»
que le hace Europa. Pero por otro, no puede evitar la
desesperación que le causan algunas cosas que observa. Es
precisamente Perú quien se convierte primero en motivo de su
agonía, pues a su juicio «no hay
en América un país más calumniado que el
Perú; pero -añade- tal vez no hay otro que se preste
más que él a la calumnia»
(VII, 115).
Hostos estima que Perú fue el país más
corrompido por el sistema colonial. Su estado social era a su
juicio el más complicado, campo abierto al nepotismo y al
centralismo. Pero su problema mayor era el de constituir un pueblo
unificado, fundido, identificado en un mismo pensamiento nacional,
en un pueblo para la república, en un ciudadano para un
gobierno democrático que agrava, en vez de mejorar, la
«importación del brazo casi
esclavo de los chinos»
(VII, 119). En vez de ello,
observa Hostos: «Vive el
indígena en la servidumbre en que lo mantiene la colonia;
vive el mestizo en la inferioridad que para él crearan los
errores coloniales; vive el criollo en el desdén que desde
su infancia le inculcaron hacia las razas que declararon
inferiores»
(Ibid.).
Pero a Hostos, por
ratos, le causa mayor desesperación contemplar, sin
posibilidad de escape, la omnipresencia de la iglesia. Siendo
Mi viaje al sur un libro en el que Hostos repasa, pocos
años más tarde de los hechos y a partir de sus notas,
las peripecias de su encuentro con el sur, combina la frescura de
los encuentros repentinos con la reflexión que a posteriori le
provocaron. Callejear por Lima parecía haberlo condenado,
según siente, a «conversar con
la divinidad»
todos los días (VI, 154). Hostos,
que sólo creía en el dios de su conciencia y su deber
(VI, 151), de repente se encuentra con que «había visto en dos o tres días
más frailes, más conventos, más fiestas
religiosas, más procesiones»
que en todos los
años de su vida. Se sentía «bloqueado por iglesias, asediado por capillas
y conventos, ensordecido por campanas incansables, desvelado por la
visión de frailes, frailecitos, devotos y beatas,
deslumbrado por el esplendor del culto, cegado por el continuo
resplandor nocturno de la pirotécnica eclesiástica,
horrorizado, espantado y aterrado de la popularidad de aquella
huelga continua de la iglesia, de aquella estupidez
candorosísima de un pueblo que parecía inteligente y
del zapar continuo en la conciencia y en la razón colectiva
por aquel trastorno de todas las leyes económicas, de todas
las reglas de la libertad, de todas las instituciones del sentido
común»
(VI, 149). Fíjense que no se trata
del simple disgusto de un anticlerical. Hostos denuncia el efecto
de la iglesia sobre la economía, la libertad y el sentido
común, tanto que desarrolló entonces una especie de
ecuación social, y un corolario de éste:
«Dado el número de iglesias en un
país de Estado creyente, en qué proporción
están la religión y la libertad. Esta es la fase
política del problema. La fase social es ésta: Dado
el abuso de una sola religión, en qué
proporción están la religiosidad y la
ignorancia»
. Dados estos dos teoremas, Hostos propone
entonces el siguiente corolario que «agregaba -según dice- la fase
demoledora: Dada la población de una ciudad latinoamericana,
cuántas iglesias sobran en ella o cuántas iglesias
obstan en ella al desarrollo de la libertad y de la
civilización»
(VI, 148). Hostos ya había
observado, a propósito de los mendigos y pordioseros, que
«había una relación entre
la abundancia de iglesias y la ciega conducta de la sociedad
peruana, al dejar en estado de coloniaje a su raza
indígena»
(VI, 142).
En su estudio
sobre la Federación Argentina Hostos repasa la historia de
los hijos de Loyola en el corazón del continente y explica
las razones de su éxito en la constitución de las
misiones, destacando entre otras cosas la imitación de la
organización de los Incas y el socialismo
teocrático que lograron establecer. A juicio de Hostos,
comparado con la tiranización colonial, la
colonización de los jesuitas resultaba «más sabia, más humana,
más fructuosa y más civilizadora»
(VII,
79-80). No obstante, también a propósito de la obra
de los jesuitas, Hostos señala que «la civilización no llorará
jamás con lágrimas suficientes el tiempo perdido en
los siglos coloniales de América Latina»
(VI,
287). Como hemos visto, su evaluación no es, como puede
parecer de entrada, desequilibrada. Hostos reclama que no tiene
animosidad contra la Compañía de Jesús que
representó sin embargo, aunque con móviles mezquinos,
todo lo que el coloniaje negaba o deprimía en la
América nuestra. Pero, a propósito de la Universidad
de Córdoba, denuncia que sin embargo la milicia de
Jesús sirvió «para
completar el sistema de conquista que sobre la conciencia de los
indígenas y los criollos americanos desarrollaba»
(VI, 288).
Hay otro aspecto sobre este tema que me es imposible dejar en el tintero, y es la defensa de la América Latina respecto a la injusta comparación que en su defecto se le hace con la América del norte. En muchos trabajos Hostos analiza las causas del divergente y desigual desarrollo de las Américas. Hay toda una serie de artículos que a modo de crónica extranjera publica en Chile en 1874, y en los cuales estudia el peligroso desarrollo de la libertad en el coloso del norte. Pero a propósito de este tópico prefiero comentar ahora un trabajo que escribe como introducción a los estudios que hace del Perú, Chile y la Argentina, y de la situación particular en cada uno de estos países, en sendos artículos también, de los respectivos presidentes Manuel Pardo, Federico Errázurriz y Domingo Faustino Sarmiento.
El artículo se titula, precisamente, «La América Latina». En este trabajo, repito, en defensa de nuestros países contra los que nos agreden lo mismo en Montevideo que en Ecuador, y contra los que nos calumnian, lo mismo en Bolivia que en Centroamérica, Hostos presenta una serie de preguntas que subvierten y claramente revierten la opinión general sobre el asunto, francamente llana y desinformada. Hostos pregunta allí, socráticamente, a nuestros críticos, cosas como éstas: quiénes poblaron los Estados Unidos y quiénes la América Latina, y para qué; qué representa Inglaterra y qué España en la historia de la humanidad; cuál es el sistema colonial de uno y de otro; cuál de las dos guerras de independencia empezó antes y cuál duró menos; en cuál de las dos la metrópoli puso más violencia; cuál tuvo más auxiliares; cuál fue el carácter de cada una de sus revoluciones; en qué momento histórico se dieron; en qué momento comienza la emigración europea; qué población tenía una y otra; qué parte tuvo la inmigración en el trabajo, en la producción, en la riqueza inicial y combinada, en uno y otro mundo... Las respuestas a éstas y otras preguntas sólo podían poner en su justa perspectiva las cosas. Y Hostos intenta hacerlo, con el rápido esbozo de lo que quisiera fuera un estudio científico, de las tres repúblicas antes mencionadas.
Llamo la
atención, otra vez, a que Hostos lleva dentro de sí
el método científico. No puede enajenárselo.
Martí se refiere a eso cuando califica como «matemático»
el «idioma»
de Hostos, y acaso por esa
razón en varias oportunidades Hostos, por su parte, califica
asuntos que estudia y aclara como «numerables»
. Lo indudable es que en
esta serie de siete artículos, escrita según parece
tras completar el periplo de su viaje, se pone en evidencia si la
unimos a los demás textos escritos en este periodo, que en
Hostos se encuentra la más abarcadora mirada, la más
penetrante, la más robusta de datos, la más asentada
en la realidad concreta, la más compleja y rica
interpretación de ese sueño militante, de esa
utopía con programa, de esa reflexión ansiosa que es
el tema de la América grande, la América mestiza, la
América que quería llamar Colombia, la América
que se le adentra en la intimidad como víscera de su
organismo para trasplantar, expandir y desarrollar la ciencia
sociológica, y que incluso en el Tratado de
Sociología llama con el cariño personal de quien
la ha recorrido a pie, y con la misma ternura del hijo que transita
todos los martirios por los caminos de cada uno y de todos los
países de su América: «nuestra América»
(O. C., ed. crítica, VIII.I:238). Aunque en
su época española Hostos comienza a desarrollar un
pensamiento sociológico respecto a sus luchas por la
libertad de las Antillas, la lectura de los textos de Hostos de los
setenta nos permite conjeturar que es allí y entonces, como
fruto de su estudio cada vez más extenso, abarcador y
detallado de su América, y no en sus lecturas del
positivismo comtiano, que Hostos funda, temprano en esa
década de los setenta, la ciencia de la sociología.
Cuando menos, es ya la práctica prematura de una perspectiva
y de un método, el ejercicio precoz de sistematizar unos
datos específicos. De esta práctica y de este
ejercicio extraerá años más tarde los
principios de la ciencia. Hostos mismo parece estar consciente de
ello (Véase, sobre este particular, por ejemplo, VI, 290). Y
a nadie debería extrañarle, pues repetidamente
observa Hostos en su obra pedagógica que todo saber arranca
de la intuición y de la observación, y que pasa por
los grados de desarrollo naturales de la inducción y
deducción hasta desembocar en la sistematización, que
ya es la ciencia.
No puedo, sin embargo, dar por terminado el comentario sobre este aspecto, sin aludir a un rango importante que ostenta esta perspectiva sociológica. Es en este periplo de su viaje al sur que Hostos, como hemos demostrado antes, en su esfuerzo por estudiar y comprender los países, se plantea el problema del pasado colonial para comprender el presente, pues de alguna manera este pasado colonial sobrevive en la independencia. Pero al formular las tareas, necesarias y urgentes, del presente, respecto al porvenir que ansia, transita una especie de sociología de la dependencia, que lo lleva a proclamar entonces, veinte años antes que Martí, la necesidad de proclamar la segunda independencia de América. Como puede verse, pues, decimos que la forjación de la utopía en Hostos tiene un carácter revolucionario porque lleva embarazada la estrategia y el programa para hacer verdadera la libertad, tanto en cuanto en la soberanía de los pueblos como en cuanto la libertad de los ciudadanos. Y decimos, también, que ese sueño y esa utopía revolucionarios tienen su germen en su estudio científico de la sociedad latinoamericana, estudio ya, al menos, casi sociológico, y en propiedad político. Leer a Hostos, en verdad, es como transitar un paraje lleno de sorpresa donde abundan puentes insospechados de riesgo. A reto del riesgo vivió él, y así mismo -está en sus obras- recorrió a caballo cumbres y riscos de los Andes.
Antes de comentar brevemente este importante tema de la obra de Hostos, quisiera hacer mención, con toda celeridad, de un último tópico de altísimo interés en la obra de este viaje. Me refiero a su solidaridad con los desheredados de la tierra, las poblaciones marginadas, las porciones de población excluidas en nuestros países que cancelaban entonces, y aún cancelan, cualquier desarrollo de democracia y cualquier aspiración de libertad.
Su encuentro con
cada uno de estos grupos desamparados es singularmente
dramático. En su viaje a Cartagena, Hostos se encuentra con
una fiesta de cholos (VI, 100). En Lima, callejeando una
mañana por el mercado, se encuentra por «primera vez»
con los 'descendientes
puros de Atahualpa y Huáscar', toda una familia de la raza
por él «condolida, compadecida,
querida, estimada y respetada»
(VI, 135). En Lima
también, se topa delante de una iglesia con catorce chinos
mendigos (VI, 142). El encuentro lo mueve a publicar en Lima, en
1870, un artículo sobre su primer encuentro con un chino
(VII, 147) y otros artículos en su defensa. En Brasil, Los
Santos, la sorpresa de encontrar, en medio de lo que creyó
la visión de un paraíso tropical, una
embarcación con un grupo de esclavos negros (VI, 380). Hay
otros encuentros, pero éstos resultan ser los más
dramáticos.
En la
embarcación que se dirigía a Cartagena, al inicio del
viaje, Hostos viajaba sobre cubierta y con pasaje de tercera, pues
carecía de recursos. Discriminado y degradado de
condición social por aquellos que ahora lo ignoraban,
aislado de los viajeros de alguna cultura con los que pudiera
conversar como gustaba hacer, acompañado de muías, de
la tripulación, de los sirvientes y esclavos, se percata de
que los cholos y cholas de la embarcación estaban cantando.
Hostos los describe minuciosamente como una «raza nueva»
, en parte
quichua y en parte caucásica. Bajo sus carpas,
dice, convirtieron el buque en feria. Se contagia de entusiasmo su
corazón, se detiene a hablarles, preguntarles, examinarles y
dejarse examinar, a reírse de sus ocurrencias, y al
oír con deleite de corazón sus cantos, empezó
a encontrar los motivos sustanciales y permanentes que le
permitían afirmar la confraternidad esencial de la
América Latina. Hostos opina que son los gobiernos los que
han impedido la confraternidad que sin embargo sienten y desean
espontáneamente los pueblos.
Ya en Lima, por
otra parte, y movido por la curiosidad y la solidaridad, Hostos
siguió a una familia de cinco incas. Los describe
físicamente, así como su manera de conducirse. Iban
buscando compradores. Un mercader los llama y se intenta una
compraventa, pero los indios advierten el engaño y se
marchan. Entre el mercader y Hostos se desarrolla una interesante
conversación en la que Hostos demuestra que la desconfianza
del serrano es producto de su experiencia con los blancos de los
poblados y que está bien fundada, pues incluso este mismo
mercader intentó comprarles más barato de lo barato.
Poco después, cuando el mercader le comenta a Hostos que los
blancos van a la sierra de vez en vez para enganchar a los indios
para el ejército o a robarles sus pequeños para
venderlos en alguna casa rica de Lima, Hostos arde en
cólera. «¡Una
república sobre un pueblo maltratado, vilipendiado,
despreciado! ¡Una democracia sobre una sociedad cuyos
más vitales elementos así estaban comprimidos por el
abuso de la tradición y la ignorancia! ¡Una
independencia cimentada sobre las mismas iniquidades de la
conquista y del coloniaje! [...] ¡Con que soy un
iluso!»
, protesta Hostos.
En el caso de su
encuentro con el chino Hostos parece traspasar el relámpago
prospectivo de un existencialismo del absurdo. «Era un caído lo que veía, y me
postré»
, dice. La visión, que parece
descomponerle la conciencia, le carga la frase con un
hipérbaton severo, y añade Hostos: «En cuanto puedo yo asegurar que sea frente la
del chino. Una superficie angulosa, cubierta de una piel rugosa,
coronada por un cráneo angular, tornando ojos en
ángulo, tal la frente. Raro vello más esparcido por
la cara, como en la árida costa mal crecidas plantas;
hundimiento crapuloso de los ojos; depresión enfermiza de
las sienes; decoloración cadavérica,
demacración pavorosa de las mejillas, tal el rostro. Pecho
sumido, brazos caídos, piernas temblorosas, organismo sin
nervios y sin músculos, estatura sin desarrollo, talle sin
dignidad, tal el aspecto»
. Hostos miró en torno, y
de cien viandantes la mitad eran chinos. Entonces denuncia la
esclavitud civil y social del chino que llaman
hipócritamente «inmigración asiática»
:
esclavo en su país, esclavo en el destierro, esclavo moral
en su conciencia. Hostos le reclama a la sociedad limeña que
intervenga en los contratos de esta gente para asegurar que sean
trabajadores libres, de modo que no terminen por «convertir el hombre en bestia»
.
La experiencia de
Brasil, por su parte, es con los afroamericanos. No cabe en
sí de furia al ver hombres esclavos y exclama: «¡Esclavos en una patria independiente
que reconoce los derechos connaturales de sus hijos!»
.
Hostos tampoco comprende ahora, como antes con los indios del
Perú, cómo puede fundarse una nueva nación con
un régimen constitucional que pisotee una porción
considerable de su propia población. Tras la reacción
primeriza que le causa a Hostos encontrar a estos esclavos, Hostos
observa el carácter inusitado en el comportamiento afable
entre libres y esclavos. Trata de explicárselo, y deriva de
su explicación una anticipación del porvenir
más risueño. Pero a mi juicio es de más
interés un trabajo incluido en el libro de su viaje que se
titula «El trabajo esclavo». Hostos destaca ahí
que el origen de la riqueza está en las manos que trabajan y
producen, de manera que «todo el
capital es obra suya»
(VI, 401). Siendo así, el
esclavo debería poder comprar muchas veces el valor de su
libertad. Tras meditar sobre la liberación de
vientre, de cómo la mujer es doblemente esclava, y de
cómo la familia se convierte para el esclavo en infierno,
Hostos anticipa los beneficios que traerá al país la
inmigración de colonos libres.
A estas
reflexiones se unen otras hechas en los muelles de Buenos Aires a
propósito de los inmigrantes europeos, otras hechas sobre
los inmigrantes chilenos en el Perú, otras sobre el derecho
a desertar de los maltratados trabajadores de La Oroya, otras sobre
los barrios de obreros, otras sobre los indios de la Patagonia, y
otras y otras, pues además de huasos, rotos, pehuenches y
gauchos, Hostos reivindica, como vimos antes, la marginación
de la mujer. El interés de Hostos en la integración
de los marginados por raza, origen, cultura, posición social
o sexo, es una constante a lo largo de toda su obra, pues «el verdadero pueblo -dice- es el que componen
los que trabajan»
(VI, 131). Pero ese interés
hostosiano parece siempre ir más allá de la
solidaridad y del reclamo de justicia, más allá del
sentimiento de fraternidad humana y de la conciencia moral,
más allá del entendimiento de que la
reparación y reivindicación de esta gente es una
necesidad sin la cuál no hay ni república, ni
democracia, ni libertad. «La
razón y la libertad son solidarias»
, dijo (VI,
80). Para Hostos «la división de
la sociedad en clases no es principio»
, sino un «contraprincipio»
(II, 222). Y va
más allá, y más allá, como sise
adentrara, científicamente, en la ternura y en el amor.
Hay un
último aspecto de este tema que me seduce de ansiedad al
terminar estas palabras. No sabemos en cuántos
periódicos desplegó e instrumentó Hostos su
tumultuosa actividad reivindicadora. Sólo en España,
más de trece; en Nueva York, más de diez; en
Perú, más de siete; en Chile, más de 18, en
Argentina, más de 8, en la República Dominicana,
más de 32. Incluso publicó en varios
periódicos franceses y belgas. Es incuestionable que Hostos
dio a conocer su pensamiento ampliamente. En 1869, ya Martí,
todavía adolescente, reproduce en La Habana algunas de las
páginas del discurso que dio Hostos en el Ateneo de Madrid,
discurso de ruptura con la revolución española que
sus amigos rechazaban extender a las Antillas, principalmente por
el levantamiento en Cuba de Céspedes. Años más
tarde, en México, 1876, Martí escribe un trabajo
sobre un importantísimo escrito de Hostos, el
«Programa de los independientes», texto que
Martí califica como un «catecismo de democracia»
.
Allí -señor catedrático de la Argentina- es el
maestro del idioma que todos reconocen en Martí, quien dice
que en la palabra de Hostos se equilibran la imaginación y
la inteligencia, de manera que «Hostos,
imaginativo, porque es americano, templa los fuegos ardientes de su
fantasía de isleño en el estudio de las más
hondas cuestiones de principios...»
.
Como muy bien
observa Fernando Aínsa (Ibid., 436), el
programa que para la Liga de los Independientes
desarrolló Hostos en 1876 era una asociación
política que propone, como medio de lograr la unidad
latinoamericana, lo que tiene entre sus fines, y esto es «la sustitución de la confraternidad
sentimental que hoy aproxima tibiamente a la sociedad
latinoamericana de las Antillas y del continente, con la
confraternidad de intereses materiales, intelectuales y morales, y
con la unidad de civilización que espera a sociedades
idénticas en origen y tendencias»
(II, 220-259).
Aínsa entiende que se trata, entre otras cosas, de una nueva
formulación de las continuas propuestas asociativas de
Hostos, pero esta vez, a la manera de «un verdadero germen de "mercado común"
latinoamericano»
, que si no llega a constituir una
confederación política, bien podría, arguye
Hostos, constituir una "confederación de ideas", una
«forma definitiva de la
libertad»
, que levantada a tiempo bien podría
evitar la invasión de México, o la tentativa de
reanexión de Santo Domingo, o la «catástrofe todavía no bastante
llorada del infortunado Paraguay»
. El «Programa de
los Independientes» es también, y antes de todo, una
anticipación de las tareas de la libertad tras obtener la
independencia de las Antillas. Así lo expone Hostos en el
exordio: «Próxima ya la hora en
que los combatientes activos y pasivos de la independencia han de
ser llamados a una obra de razón más larga,
ningún patriota de razón puede resignar la
responsabilidad que ha de tocarle en la tarea de constituir en la
libertad la sociedad desorganizada que dejará la guerra y
que deja siempre la educación mortífera del
coloniaje»
(II, 221). Esa conquista del porvenir es tarea
ineludible de todo pueblo sometido. Por eso puede Hostos hablar,
veinte años antes, con palabras tan similares a las de
Martí, veinte años más tarde, de «cuando empiece para la América
colombiana la existencia completa»
, de «cuando pueda haber historia de
América»
(XIV, 276). O como dice, sencillamente,
en Mi viaje al sur, «la
segunda independencia»
(105), libre de «la tiranía y el fanatismo»
, y
de la herencia terrible del colonialismo.
No creo que esté alucinando si veo, o si más que veo pienso, o si más que pienso siento, que todo esto de buscar formas de asociación entre nosotros es, todavía hoy, una tarea urgente. Hostos habló de buscar formas de asociación, confederaciones y federaciones para poder hacer practicable la libertad. Nada, pues tienen en común estas asociaciones de Hostos con la globalización, ni con el Banco Mundial, ni con el Fondo Monetario, ni con los tratados de libre comercio, pues hemos visto que detrás de ellos hay casi siempre una poderosa aspiradora que se traga toda la riqueza del mundo, pero ninguna libertad para los pueblos de los países pequeños, los países pobres, los países de la periferia, los países dependientes eternamente subdesarrollados, cada vez más pobres y hambrientos. ¡Hasta cuándo seguiremos incurriendo en prácticas políticas que sólo aumentan la desesperación de los vecinos de nuestras comunidades!
Hablando sobre
Shakespeare, Hostos señala que su obra capital no es
«Hamlet»
: «la obra capital de Shakespeare es todo
Shakespeare. Eso, por lo demás -añade-, es cierto de
todos los espíritus de ese orden. Son masa, pedrusco,
majestad, Biblia y su solemnidad es su conjunto»
(O. C., ed. crítica, I.III: 473). Lo mismo
puede decirse de Hostos, y vuelvo a interpelar al
catedrático argentino que me dijo que no era verdad la
llamarada escrituraria que veía yo en la obra de
Hostos. Fíjense en la hermosa y expansiva afirmación
que acuña ante la pampa, como oración liminar a su
encuentro con la Argentina, en su Viaje al sur:
«Nacer americano es recibir al nacer un beneficio». |
(VI, 241) |
En ella no hay
lirismo sentimental alguno. Hostos participa aquí de la
cosmovisión que expresó magistralmente Alejo
Carpentier en El reino de este mundo, visión
recogida en el epígrafe de este trabajo: «la grandeza del hombre está
precisamente en querer mejorar lo que es... el hombre sólo
puede hallar su grandeza, su máxima medida en el Reino de
este mundo»
. El beneficio de nacer americano
está definido, pues, por las tareas urgentes que quedan por
hacer en nuestros países, tareas que, demás
está decirlo, no las asume Hostos con enfado ni con
resignación, sino con la alegría de quien encuentra
en la solidaridad con huasos y pehuenches, con rotos y
guaraníes, con negros y chinos, con incas y araucanos, con
obreros y criollos, la culminación de su destino: «un desierto que poblar; una naturaleza que
conquistar; una sociedad que organizar; una raza que armonizar con
otras razas; una población que completar con otra; un
carácter nacional que refundir en otros caracteres similares
o dispares»
; en suma, «una
como repetición del principio del mundo y de la
humanidad»
, un «espacio
ilimitado al trabajo del hombre»
(VI, 242).
Entiendo esta fruición de Hostos con la agenda inconclusa que todos los aquí presentes aún tenemos para con nuestra América, dentro del contexto y en relación con otra idea hostosiana: aquella en que reniega de la rémora del jesuitismo que ayer como hoy pesa sobre la conciencia americana. Para Hostos ese «jesuitismo» radica en la visión fatalista o providencialista de nuestra historia, que propia del reino establecido y quieto de los cielos, se riñe con el reino de este mundo. Como se ve, no hay derrota en Hostos porque todo es lucha. Humildemente creo que, de frente a nuestro presente y a nuestro porvenir, deberíamos todos asumir como nuestra esta consigna hostosiana:
«Ha llegado la hora de negar sacrificios a la fatalidad». |
(VI, 301) |
Fernando
Aínsa apunta en otra parte del ensayo que hemos mencionado
antes que «Hostos no hizo otra cosa que
abrir posibilidades en lo imposible de su época»
(Ibid., 423), como si anticipara el «principio esperanza»
que
acuñó Ernst Bloch, ése que alienta en la
realidad que sueña sus utopías. En el reino de este
mundo, reino de las utopías inconclusas que es
América, todo es fruto «del
esfuerzo, del trabajo, de la lucha»
. Explica Hostos:
«Esfuerzo de la larva por ser
crisálida, trabajo de la flor por florecer, lucha del
árbol contra la sombra, del agua contra el obstáculo
al nivel, de la simiente contra el grano de tierra que la oprime,
del polen vagabundo contra el átomo de polvo que lo fija o
contra el soplo de aire que lo impele; esfuerzo del embrión
por ser feto; trabajo del huevo o del claustro materno por dar
vida; lucha en pro de la vida del pequeñísimo contra
el pequeño, del grande contra el pequeño, del
grandísimo contra el grande, del igual contra el igual, del
menor contra el mayor, entre insectos, entre reptiles, entre
alados, entre anfibios...»
(VI, 410-411).
En La edad de
oro, Martí le explicaba a los niños que en la
época colonial no se podía ser honrado en
América. («Tres héroes»). Que no es
honrado aquél que no se atreve a decir lo que piensa o que
obedece a un mal gobierno sin trabajar para que el gobierno sea
bueno. También dice, recordarán ustedes, que
aquél que se contenta con vivir sin saber si vive
honradamente va en camino de ser un bribón.
Siguiendo a Hostos, que aseguró, y repito, que los pueblos
se merecen sus tiranos si incurren en el pecado de omisión
que es consentir; parafraseando esa conocidísima
canción de León Gicco: «Sólo le pido a Dios que el dolor no me
sea indiferente...»
. Saramago nos ha llamado con una
campana, en el Foro Social Mundial de Brasil, a reinventar la
democracia, y se organizan respuestas alternativas en muchos de
nuestros países que buscan globalizar la esperanza
amparados en la ardiente fe de que otro mundo es posible.
¿Cómo podemos, por dios, darle la espalda a nuestros
sueños?
El Hostos que yo sé renace en cada abrazo fraternal lo mismo que en cada piquete de protesta, como renace hoy en Vieques, Puerto Rico, asediado y bombardeado inmisericordemente por más de 60 años por la Marina de Guerra norteamericana, y donde quiera que la dignidad denuncia la injusticia y la pobreza. Por eso los exhorto a conmemorar el centenario de quien hoy, más que nunca, es presencia fundadora, como una columna de fuego que no ha podido apagar la muerte pues arde en los puños, en las cacerolas, las campanas y las banderas que demandan justicia, pan y libertad por todo el continente.
¡Vieques sí, marina no!
Muchas gracias.

Hostos 2003: el Simposio93
El año pasado Rafael Aragunde publicó un artículo con motivo del natalicio de Eugenio María de Hostos en el cual exhortaba a los estudiosos puertorriqeños a tomar el tema de Hostos con menos rigidez y seriedad. Aunque en lo personal no comparto algunos de los puntos de vista sobre Hostos del hoy rector del Recinto de Cayey, y aunque acaso el momento parezca a primera vista poco oportuno, le celebro hoy, sin embargo, la propuesta.
Este mes celebramos el 164 aniversario del natalicio de Hostos, pero este año, el once de agosto, recordamos el primer centenario de su muerte, justo en medio de las actividades conmemorativas del centenario de la Universidad de Puerto Rico. En las actividades conmemorativas del natalicio y en las de la muerte estarán presentes, de seguro, personalidades tan venerables como don José Ferrer Canales y don Julio César López, pero también estará presente el espíritu inolvidable de hostosianos como Francisco Manrique Cabrera, Josemilio González y Manuel Maldonado Denis. Este último falleció hace justamente diez años, el dos de octubre de 1992. Y su desaparición se nos ha hecho notable justamente con motivo de este centenario.
De estar vivo Manolín, pensamos, habríamos visto en la prensa del país, semanalmente, artículos relativos al centenario de Hostos. Manolín habría aglutinado los esfuerzos de las más claras mentes del país, habría levantado una organización digna de la ocasión, y habría recordado la fecha de agosto con tal decoro que arrojaría sobre el país un aliento de profunda satisfacción. Tal era el poder de convocatoria de Maldonado Denis. Tal era su capacidad de trabajo y de organización. Tal era su compromiso con la verdad de la historia, y su sentido de gratitud, y su conciencia de la importancia que tiene para los pueblos honrar sus héroes, su certeza de cuánto puede hacer por nosotros Hostos todavía.
Pero más importante es establecer cómo y cuánto Manolín habría iluminado los hitos que se cruzan en este aniversario. Manolín nos habría recordado, por ejemplo, que la tarea educativa de Hostos no tuvo como norte el estudio de carreras sino el cultivo de hombres y mujeres completos, de seres humanos conscientes de que sólo se puede ser en libertad. Manolín habría explicado cómo Hostos pudo consagrar su vida a las causas de la libertad de Cuba y la República Dominicana y cómo pudo insertarse en la senda de los grandes libertadores de la América Latina sin diluir su aliento por la causa de la libertad de Puerto Rico. Manolín aclararía que Hostos denunciaría el bombardeo inmisericorde de países lejanos como una práctica de venganza insensible al dolor ajeno y un ejercicio de prepotencia imperialista que no debería tener cabida en la tolerancia del siglo XXI. Manolín resaltaría cómo Hostos vislumbró el peligro de la globalización económica al advertir en muchas ocasiones a los países pequeños del peso incontrastable de los países grandes, y de cómo se perdería la soberanía y se sucumbiría en la absorción de no buscar formas de asociación entre los países pequeños, nunca del pequeño con el grande. Manolín nos explicaría cómo en tantos países se busca con urgencia nuevas formas para sanear la democracia que vicia la cada vez más grande brecha de las desigualdades sociales y la corrupción que generan los grandes intereses. Recordar a Hostos es siempre degustar la fuerza de la honradez y encender la tea de la libertad.
Por eso ahora que
la Junta Editora de Exégesis auspicia un simposio
sobre Hostos con motivo del primer centenario de su muerte dedica
los actos a honrar la memoria de Maldonado Denis. El Simposio, que
se celebrará en el recinto humacaeño de la
Universidad de Puerto Rico, hace una convocatoria abierta a los
hostosianos de la nación y del exterior para conmemorar la
fecha de aquél que la Sociedad de Naciones Americanas
proclamó en 1938 «Ciudadano
Eminente de América»
. El Simposio aspira: (1) a
fomentar nuevas investigaciones; (2) lo mismo que nuevas obras de
artes plásticas; y, (3) trabajos de creación
literaria que recopiladas en agosto del 2003 permitan honrar la
memoria de la figura de más alto rango en la historia
cultural de Puerto Rico.
El título del Simposio: Hostos: forjando el porvenir americano, se inserta en la tradición más que centenaria de lo que fue uno de los ejes centrales del quehacer hostosiano. No hablamos sólo de su actividad incesante por la libertad y el bienestar de las Antillas, ni siquiera de su actividad tesonera por la libertad y el bienestar de la América Latina: hablamos de un laborar que no hay que mirar con ojos retrospectivos como pieza de museo porque las enzimas de su teoría y de sus ambiciones todavía están activas, todavía tienen campo de trabajo prospectivo, todavía tiene Hostos, como nos enseñó Manolín, luz de porvenir, consejo, proyecto, agenda viva.
El gerundio de la
frase titular de este simposio -«forjando»
- nos sitúa dentro
del presente activo de un proceso que tuvo su inicio pero que no
tiene aún su final.
El gerundio de la frase titular de este simposio no mira la muerte de Hostos hacia el pasado, sino que se proyecta al porvenir. En el Panteón de los Héroes de la República Dominicana arde aún la llama eterna, y en esa llama está viva la gratitud del pueblo dominicano, y está vivo su recuerdo. Pero debemos tener la certeza de que esa llama debe arder también porque Hostos sigue siendo, para puertorriqueños y latinoamericanos todos, una provocación, una herramienta vital para cultivar esperanza y para forjar agenda de futuro.
El simposio no
sólo propone que el tema de la figura histórica de
Hostos sea importante, sino que también lo es todo aquello
que fue motivo de sus desvelos, agonía de sus sueños,
objeto de su quehacer iluminador, de su pasión de libertad,
y de su querencia americana. Hostos no puede vislumbrarse como
pieza de museo sino como la brújula que al definir los
«principios de los
independientes»
-de los hombres y mujeres libres- y al
estudiar las raíces de los males crónicos de los
países de toda la América Latina define un mapa de
acción imprescindible para las generaciones sucesivas que
son las nuestras.
El Comité
Organizador de este simposio no vislumbra la obra de Hostos como
una obra decimonónica caduca. Si el pensamiento
revolucionario de José Martí puede ser todavía
en el siglo XXI el fundamento de una revolución en El
Caribe, Hostos puede ser más que una inspiración para
la América Latina. La utopía americana que
forjó en sus estudios incesantes de la América
Nuestra es una proyección necesaria y urgente, pero
aún no cumplida. ¿Hemos creado el «hombre completo»
que siempre
soñó Hostos? ¿Le hemos dado a la mujer el
mismo espacio libre y decoroso que merece todo ser humano?
¿Le hemos devuelto al trabajador el fruto íntegro de
su trabajo? ¿Hemos distribuido con razón y justicia
la riqueza social? ¿Vivimos una verdadera democracia?
¿Educamos a nuestros niños en la plenitud de sus
facultades? ¿Predomina en nuestras comunidades el sentido de
justicia? ¿Somos solidarios con los pueblos del mundo?
¿Nos indigna la injusticia que se comete contra cualquiera y
en cualquier parte? ¿Son libres los países de la
América Latina? ¿Es libre Puerto Rico? Estas
preguntas pueden darnos una idea de cuán pertinente es el
mensaje de Hostos.
La Junta Editora de Exégesis y el Comité Organizador de este simposio se solidarizan plenamente con las actividades planificadas por la Comisión Para el Centenario, el Instituto de Estudios Hostosianos, el Recinto Universitario de Mayagüez de la UPR, y por los hostosianos que en la República Dominicana, Cuba, el estado de Nueva York, Chile, Paraguay, Uruguay y Argentina, hasta donde hoy sabemos, planifican actividades conmemorativas. No obstante, este simposio adopta una personalidad distintiva que reside en su carácter festivo, pues siente y cree que la muerte de Hostos no se ha completado, que todavía está ocurriendo, que su testimonio todavía denuncia los males de un proceso que no sólo no ha pasado a ser un fósil de la historia, sino que un siglo más tarde ha visto fortalecer su fuerza desintegradora. Contra él, la principal receta hostosiana no era -ni es-, como suele decirse, la educación, sino la libertad, la necesidad de constituir una liga de independientes que sepa escoger con quiénes unimos las fuerzas, con quiénes confederamos los recursos, con quiénes hermanamos los sueños, con quiénes protegemos nuestro derecho a la vida independiente.
Creemos que con su muerte Hostos completa una vida que no cabe en un sepulcro, una vida tan grande, tan sembrada de semilla, tan concentrada de energía y tan llena de porvenir, que tiene que ser celebrada, pues no hay Hostos más vivo que aquél de su último respiro. Este simposio, pues, no será ni un réquiem ni la muda estatua de un pesar que no descansa: será una canción de solidaridad, una sonrisa de orgullo nacional, un abrazo de alegría. En este sentido es que concurrimos con la exhortación que hiciera hace un año Rafael Aragunde. Y para simbolizarlo así escogimos como emblema del simposio la imagen escultórica que erigió en el viejo San Juan, intencionalmente de espalda a Casa Blanca y Fortaleza, símbolos del poder colonial en Puerto Rico, José Buscaglia.
Por eso este simposio abre su espacio también a los creadores de las artes plásticas así como a los poetas, ensayistas, narradores y dramaturgos. Contrario a la idea prevaleciente que sostiene que Hostos denunció al arte por inmoral, Hostos sí creía en el arte que presiente. Hostos creía en el arte comprometido con la problemática concreta del ser humano y de nuestros países. Hostos creía que el arte debía fundarse en la realidad concreta. Pero también creía que la imaginación era una facultad humana y ejerció la suya, ajuicio de Martí, con carácter de fuego. Hostos creía que el arte podía explorar y darnos la clave de las cuitas más insondables de Hamlet. Hostos creía que el arte podía explicar la historia profunda de nuestros países, las raíces de nuestras debilidades y fortalezas y las claves de nuestro porvenir. Hostos creía que los países más tiranizados son los más poéticos. Hostos creía que el arte tiene una función moral que cumplir porque se debe al otro y no debe mentir. Hostos creía que el arte se le entrega entero a la campesina humilde que se postra ante sus obras como ante un templo. Hostos creía en la fuerza descubridora de la fábula, de la metáfora, de la palabra. Hostos creía en la necesidad de cultivar la sensibilidad. Hostos creía que el arte debía amar el sufrimiento ajeno. Hostos creía en el deber de cantar la redención por el trabajo. Hostos creía que el arte educa al sentimiento y nos hace libres a todos.
En este centenario busquemos a Hostos con nuevos versos y trazos de pincel, con la nueva voz de una canción, con la palabra encendida y los sueños más despiertos.