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ArribaAbajoHostos y Martí, en la encrucijada de sus caminos94

Cuando Eugenio María de Hostos se detiene en Montevideo en su paso a Buenos Aires, desde Chile, el 28 de septiembre de 1873, transita la ciudad, la ve de cerca: sus calles, sus casas, su Avenida del 18 de julio, su monumento a la Libertad, la alegría de sus calles, de sus mujeres, la variedad de tipos humanos, la puesta de sol. Años más tarde retrata al país en su Geografía política universal (Obras completas, tomo XX) como una «república oligárquica» con una población de 800 mil habitantes, una pradera o pampa «encerrada en una red de ríos», cuyos contactos marítimos habían desarrollado asombrosamente la costa y la capital, pero cuyo interior permanecía en el «estado que conviene a los explotadores de revueltas».

Estaba entonces Hostos en mitad de una peregrinación de cuatro años que lo llevó por gran parte de los países de la América del Sur a buscar apoyo para la guerra de independencia de las Antillas. Su viaje lo detuvo en Cartagena, donde comenzó a construir a propósito de los cholos y de la fortaleza española en la bahía su ambición de una América unida; Panamá, donde anticipó que las fuerzas del naciente imperialismo norteamericano se convertirían en la agonía del Itsmo; Perú, donde ponderó la manera como el coloniaje lograba sobrevivir a la independencia, abominó la cultura omnipotente de las iglesias y defendió lo mismo a los trabajadores de las minas, que a los incas y los chinos; Chile, cuya geografía escudriñó y estudió con detenimiento, como estudió la pujanza de su industria, las contradicciones de su devenir político y defendió el derecho de la mujer a la educación profesional; Argentina, donde ponderó la influencia de la variada emigración, la fuerza de sus ríos, el estado de su interior fragmentado, la situación de los habitantes diversos y dispersos, la herencia del jesuitismo y las misiones, la necesidad de que el ferrocarril tramontara los Andes; Brasil, cuya naturaleza lo fascinó, como lo sorprendió su sociedad aún esclavista y las inusuales relaciones que observó entre los distintos sectores sociales. Pocos años más tarde visitaría Venezuela. Mucho después regresaría a establecerse en Chile, hasta que la guerra iniciada por Martí en el 1895, y la inminente invasión norteamericana de las Antillas en el 1898 le arrebatara los reposos y lo hiciera volver a sus islas. Pocos años más tarde hallaría en Santo Domingo un lugar en el Panteón de los Héroes de la República Dominicana. La Sociedad de Estados Americanos lo proclamará en el 1938, en la víspera de su centenario, «Ciudadano Eminente de América». Recientemente la prestigiosa editorial Routledge de Inglaterra publicó el libro Fifty Mayor Thinkers on Education: From Confucius to Dewey (Cincuenta Grandes Pensadores en torno a la educación: de Confusio a Dewey), libro en el que colaboraron intelectuales de unos diez países, y en el que, proveniente de la América Latina, hasta el siglo XIX, sólo se incluye a Eugenio María de Hostos.

Las vidas de Martí y la de Hostos se cruzaron como los aniversarios de este 2003, año del centenario de la muerte de Hostos, año del sesquicentenario del natalicio de Martí: sin encontrarse frente a frente; sin darse la mano de hermano; sin pisar Hostos la tierra del cubano que consideró, no obstante, patria propia, al menos desde 1863, a sus 24 años; sin otear Martí la tierra puertorriqueña cuya libertad demandara desde el primer artículo de la constitución del Partido Revolucionario Cubano (1892).

La vida toda de Martí quedó contenida dentro del término vital de Hostos. Con ello queremos apuntar a que Hostos nace catorce años antes que Martí (1853-1895), en 1839, y muere en 1903, ocho años después. Pero también con ello, apuntamos a otras convergencias.

Cuando Hostos inicia su epopeya en favor de una revolución democrática española (1863), Martí tiene sólo diez años. Cuando Hostos rompe con los líderes triunfantes de esa revolución republicana en 1869, porque estos líderes se niegan a instrumentar en sus colonias de Puerto Rico y de Cuba los principios ideológicos de su revolución, Martí, con sólo dieciséis años, ya sabe de Hostos y reproduce en su periódico, La Patria Libre, parte del célebre discurso de ruptura de Hostos con sus correligionarios españoles. Cuando Hostos regresa a América, Nueva York, e inicia su peregrinación a favor de la revolución cubana por la América «colombiana» del sur mientras la estudia, aprecia y saborea, y construye con infinidad de datos y observaciones su idea sociológica de América y la utopía de su futuro alterno, Martí, de condenado a trabajos forzados, sale deportado a España e inicia su carrera de estudios de Letras y de Derecho. Cuando Hostos regresa de su peregrinación, intenta viajar como expedicionario a Cuba y promueve en el Caribe, junto a Betances, la insurrección de Puerto Rico, Martí regresa a América para establecerse en México y Guatemala, donde lee y escribe sobre «El programa de los Independientes» de Hostos (1876). Mientras Hostos desarrolla su revolución educativa en la República Dominicana y Chile, Martí despunta como líder de la revolución antillana en Nueva York, como escritor de palabra arrolladura e iniciador del modernismo, como ideólogo de una utopía alterna para la «América Nuestra». Antes de caer en Dos Ríos, Martí, gran unificador de voluntades agregias, había ya reclutado a Hostos para defender y auxiliar la revolución antillana desde su asiento en Chile. Tras la muerte de Martí, Hostos regresa al teatro de las luchas martianas en El Caribe, Nueva York y Washington, para tratar de influir en los sucesos, previstos con temor por ambos, que se desarrollan tras la intervención norteamericana. Más que la independencia de Puerto Rico y Cuba, Hostos -y desde luego, Martí- penaban por la lucha por la verdadera libertad que había que fraguar tras la independencia. Independencia y libertad no eran sinónimos para estos visionarios. La libertad había que construirla, con ardiente paciencia, después de la independencia. Hostos sufría pensando en ello desde La peregrinación de Bayoán, publicada en 1863. Pero fue en su viaje al sur que colectó la evidencia. Y esa evidencia le estrujó las urgencias.

Cuando honramos, con la conmemoración de estos aniversarios, a Martí y a Hostos, no pretendemos idealizar seres humanos ni fundar iglesias. Tampoco pensamos tan sólo en la gratitud que debemos sentir respecto al esfuerzo titánico de visionarios y luchadores de magnitud pocas veces vista en la historia de la humanidad. Cuando conmemoramos sus natalicios y los aniversarios de sus muertes no pensamos en sus vidas y sus obras como titulares de un periódico de ayer. Hay que reconocer que Martí actúa hoy y orienta aún revoluciones en El Caribe que se sustentan, bien o mal, en su nombre. Seríamos ciegos ante lo mejor de nuestra historia sino viéramos en Puerto Rico, en el Caribe, en la América continental toda, al Hostos que hoy vive, nos alienta y alecciona.

Respecto a Martí, hay que decir que con justicia los cubanos convocan a todos los americanos a celebrar el sesquicentenario de su natalicio, evocando su obra como una que maquinó por el equilibrio del mundo. Dados los últimos acontecimientos internacionales, esta perspectiva del natalicio de Martí es inobjetablemente oportuna, y no es poca cosa. Basta repasar sus escritos de los años noventa, o tan sólo las cartas del año de su muerte en las que confiesa repetidamente su temor de que los Estados Unidos intervengan en la lucha de Cuba contra el dominio colonial, no sólo por el futuro de la libertad en Cuba, sino por lo que ello significaría en términos del inicio de una política de intervención imperial que aspiraba ya sin disimulo a dominar los acontecimientos de Centroamérica y a torcer a su favor las luchas políticas y la actividad económica de todo el continente del sur. Hostos, como anotamos antes, ya había advertido estos temores suyos, desde 1870, apenas pisa tierra de Colombia (Panamá), al inicio de su peregrinación.

Martí intervino en representación de varios países del sur (Argentina, Uruguay y Paraguay) en la Primera Conferencia de Naciones Americanas (1889) y en la Conferencia Monetaria Internacional Americana (1890) promovidas por Washington con la idea de desarrollar una política panamericana y una Organización de Estados Americanos en la que por su incontrastable peso específico pudiera ejecutar, con la apariencia de una política regional, su política de dominio. En la conferencia monetaria, Washington intentó imponerle entonces, como hoy, a todo el sur de América su política monetaria. En ambas conferencias Martí, consciente de las consecuencias funestas, protagonizó la oposición, hasta tal grado que enfermó tras la segunda de ellas y el médico lo echó al monte, donde salieron, como notable compensación espiritual, sus famosos Versos sencillos. No sabemos si estos versos pudieran actuar hoy como antídoto en aquéllos que evalúan los tratados de libre comercio, pero debemos consignar que al menos Martí salió de allí con un sentido de urgencia inusitada a crear y armar el Partido Revolucionario Cubano (1892), y a desembarcar en Cuba la expedición que reinició la «guerra justa», la «guerra necesaria», de la independencia. Pretendía Martí precipitar la independencia de Cuba para conjurar a tiempo la intención norteamericana de conquistar nuevos territorios en el Caribe. Martí sabía ya de la intención de Washington de apoderarse de Panamá, entonces parte de Colombia, para construir en él el canal interoceánico antes que los europeos. Martí sabía que de ocurrir todo esto Estados Unidos habría torcido el rumbo de su historia, pues siendo el país que creó la primera democracia moderna, la conquista, la invasión, el dominio de los países del sur lo convertirían en un imperio, y democracia e imperio se rechazan mutuamente. La presencia viva de la herencia colonial española en América y la penetración económica de las potencias occidentales llevaron a Hostos a pregonar la necesidad de proclamar una segunda independencia de la América nuestra. Martí, arlos más tarde, lo secundará en esa convicción. Por eso es justo celebrar este sesquicentenario de Martí en los términos de la evocación de su lucha por el «equilibrio del mundo». No es otra cosa lo que demandamos ahora en Porto Alegre.

En Puerto Rico, por otra parte, enfocamos el centenario de la muerte de Hostos en términos de la forja del «porvenir americano», pues éste fue uno de los nortes determinantes de toda su obra. En el Recinto de Humacao de la Universidad de Puerto Rico celebraremos en agosto un simposio* con este título que busca no la devoción de una imagen ni la evocación de una personalidad caduca y pretérita, sino la fragua todavía viva de sus visiones, de sus propósitos, y sobre todo, de sus principios, pues sus principios tienen todavía hoy poder generador, capacidad de construcción, energía para instrumentar nuestras reivindicaciones más urgentes, iluminación para señalar el camino de nuestra libertad, mucho de esperanza, y cuánto de sueño. Libros pueden escribirse para ilustrar desde innumerables perspectivas cómo Hostos, su vida, su obra, sus ideas abundan en materiales que pueden demostrar nuestros asertos, desde los conflictos de género hasta las reivindicaciones de los viequenses contra la Marina de Guerra Norteamericana o los ataques a Afganistán e Irak. Escogemos hoy, por motivo de brevedad, una sola obra que por sí sola testimonia de manera irrefutable todo esto a la vez que evidencia la unidad de propósito y los diálogos ocultos entre Martí y Hostos.

En 1876 Hostos redactó «El Programa de los Independientes» que Martí comentó desde México, como se sabe, en esas mismas fechas. Generalmente este hecho se cita para demostrar la presencia de Hostos en el joven Martí, pues lejos está Martí en esta época de tener una obra abultada, y lejos está la adopción de una de sus ideas caracterizadoras: me refiero no sólo a la confederación de las Antillas, sino a la necesidad de la lucha convergente de toda la emigración antillana. Hemos discutido en otro trabajo, más extensamente, las coincidencias y diferencias entre Hostos y Martí («Hostos en la sangre de Dos Ríos», Exégesis 23-24, 1995: 35-51), desde la construcción de esa idea de la América nuestra y de la utopía del porvenir que forjaron al calor de su defensa de los sectores marginados de las sociedades latinoamericanas, hasta el planteamiento de la necesidad todavía hoy urgente de proclamar unidos, confederados para poder prevalecer, nuestra «segunda independencia»; pero entonces no destacamos lo que queremos ahora resaltar.

Este «programa» de Hostos es una compilación y demostración de los principios que deben regir la acción política de los «independientes». Hostos está pensando en la ardua construcción de la libertad tras la independencia de Cuba -y desde luego, Puerto Rico-, pues sabe que la libertad es una conquista posterior y de mayor categoría que la misma independencia. En su peregrinar por el sur ha visto en muchos países independientes cómo se desarrolla con encono y franca desventaja la lucha por la libertad de pueblos en los que sobrevivieron a la independencia las formas más despreciables del coloniaje, ello a pesar de Bolívar, que supo discernir cómo salían a su paso la corrupción y las nuevas formas del despotismo. Los principios que Hostos formula en su programa eran válidos para Martí, en Cuba, igual que para cualquier latinoamericano del siglo XIX, del XX, o del XXI. Son válidos para los norteamericanos que defendían la democracia y rechazaban la política imperial de intervenciones de su propio país. Son los puntos de partida, los fundamentos de la acción revolucionaria, comparables, según Hostos, a algunos principios enunciados por Sócrates, por Jesús, por Martín Lutero, igual que a algunos principios promulgados por las ciencias, por las artes o por la política.

Allí dice Hostos que «el establecimiento del orden por la fuerza» o la autoridad de cualquier forma de jerarcas, o -¡ojo!- «la división de la sociedad en clases» no son principios. Sí son principios «el orden en la libertad» y «la soberanía popular». Principios son, en la ciencia política, «las ideas generales de donde se deducen espontánea, natural y lógicamente los derechos del individuo, los derechos de la sociedad, la autoridad de la ley, la organización de los poderes del Estado y la acción armónica de todos los territorios». Para Hostos son principios la Libertad (único principio que aparece escrito con inicial mayúscula), la autoridad, la igualdad, la separación de poderes, la nacionalidad y la expansión (salir de sí misma, difundirse, vivir la vida de relación, federarse o confederarse). Si hubiéramos de elegir una expresión para acariciar cada mañana y que tenga la luz propia que tienen los soles, seleccionaríamos ésta: «La libertad es un modo absolutamente indispensable de vivir».

Martí, al ponderar este programa de Hostos, lo calificó de «catecismo democrático». Hemos oído y repasado muchas veces estas palabras interpretándolas sólo como una expresión de elogio, pero acaso sin reparar en que un elogio no puede tener mayor magnitud que éste. No se trata de elogiar la crítica que le hace Hostos al Hamlet. No se trata de elogiar los términos de su descripción de la Exposición de Chile, que mereció el primer premio a un recién llegado al país. Se trata de la concepción maestra de una revolución, guía o plano de la construcción de pueblos, de «principios» válidos, aquí y allá por todo el continente, lo mismo para el gaucho pampero, que para el araucano de la Patagonia, que para el chino esclavizado del Perú o el negro todavía esclavizado del Brasil. Se trata del apretado resumen selecto, de la depuración sin residuo de las esencias de un revolucionario que construye pueblos libres en el Caribe lo mismo que en el Paraguay o Panamá. Si algo distingue a Hostos de otros importantes revolucionarios del siglo es la profundidad y la profusión con que ponderó las tareas, los tópicos y los conflictos de las acciones revolucionarias que emprendió. ¡Y Martí lo enjuicia como «catecismo»!, palabra que alude al brevario de una revelación, expresada por aquel intelectual de talla mayor que no tenía en su sangre célula de vasallaje ni glóbulo de sumisión y que le decía al obispo de España que, en todo caso, fuera él a verlo a su templo, a la montaña!




ArribaAbajoHostos: siempre de espalda al papel de Adán95


ArribaAbajoIntroducción

En la vida y obra de Eugenio María de Hostos la mujer es punto de partida, cauce o riel y, acaso, meta. Con esta afirmación queremos dejar establecido que a nuestro juicio la mujer desempeña en la vida toda de Hostos un papel protagónico acaso insospechado, o al menos, de una magnitud aún no ponderada. A nuestro juicio, el tema de la reivindicación del género converge con propiedad dentro de las dilatadas reivindicaciones sociales que planteó a lo largo de su vida. Me refiero, naturalmente, a las muchas reivindicaciones de grupos, sectores sociales marginados, explotados, o sencillamente olvidados, como los cholos, los incas y demás grupos autóctonos de América o de Oceanía, los chinos, los esclavos, los siervos, los trabajadores de minas y campos, los obreros, los inmigrantes, los analfabetas, los vasallos, los colonos, los beatos... En este sector extenso, cuyo horizonte se expande ostensiblemente fuera del marco de la razón, de la justicia, de la verdad, de la honradez, hay que colocar a la mujer.

Varios trabajos han señalado desde hace décadas la función singular que la mujer cumplió tanto en la vida de Hostos como en su obra. En su vida, pues, sus biógrafos, empezando con Juan Bosch, autor de Mujeres en la vida de Hostos, texto de 1937. En su obra, principalmente, todos aquéllos que en vida de Hostos tuvieron oportunidad de oír sus conferencias sobre «la educación científica de la mujer», y aquéllos que pudieron asistir a la inauguración del Instituto para Señoritas que Hostos fundó en la República Dominicana. La mayor parte de los que han versado sobre el tema parten; como es natural, de la lectura de sus conferencias sobre «La educación científica de la mujer», dictadas en Chile en 1872. Sin embargo, creo que no todo ha sido dicho sobre el tema, a pesar de la invaluable aportación, entre otras, de los trabajos de Irma Rivera Nieves (El tema de la mujer en el pensamiento social de Hostos. San Juan, 1992) y Gabriela Mora (Introducción a La educación científica de la mujer. EDUPR), y el excelente artículo de Lucía Guerra, Feminismo o ideología liberal en el pensamiento de Eugenio María de Hostos (Hostos: sentido y proyección de su obra en América. EDUPR, 1995, 361 y siguientes.) Si se quiere un análisis de La educación científica de la mujer, recomendamos el libro de Irma Rivera pues en él se analiza y discute el concepto filosóficamente partiendo de, pero no limitándose a, este texto fundamental, aunque tengo diferencias sobre algunas interpretaciones y conclusiones contenidas allí. Nosotros nos proponemos en este breve ensayo repasar someramente parte de la bibliografía sobre el tema para añadir algunos aspectos que no hemos encontrado incluidos en estos trabajos y que a nuestro juicio son de particular importancia.




ArribaAbajoJuan Bosch

Como primer biógrafo de Hostos y como compilador de la edición de 1939 de las obras completas de Hostos, Bosch tuvo la oportunidad de ver por primera vez en su conjunto, y ante sus propios ojos, la obra en veinte tomos de Hostos. De esa experiencia nace su libro, Hostos, el sembrador. Pero, además, nace esta curiosa reflexión temprana sobre las «mujeres en la vida de Hostos», articulada inicialmente como una conferencia que ofreció en 1937.

Bosch se detiene en cada una de las mujeres que fueron significativas en la vida de Hostos o que parecieron serlo. Bosch habla, naturalmente, no de las muchas conocidas de Hostos, sino de aquéllas que parecen haber sido una «influencia» en la construcción de su interioridad. Por eso, puede detenerse por igual en la madre, las hermanas, o su tía-madrina Caridad, que en las fugaces inspiraciones del adolescente, o en aquéllas que dejaron en su ánimo ya maduro la cicatriz de un desmembramiento.

María, Lola, Ciprina, su hermana Engracia, su tía-madrina Caridad jugaron un papel de ensueño en el adolescente. Acaso contribuyeran a ir forjando un valor más excelso y trascendente en la idea que encarnará la Marién de La peregrinación de Bayoán, en 1863. Hostos parece vivir al otro sexo como el motor o el «todo mecánico» de la naturaleza, como llamó a la mujer. No obstante, y a pesar de la fuerza decisiva que lleva en sí esta definición de apetencias de género, la experiencia más determinante vivida por Hostos ocurre a propósito de la muerte de la madre, doña Hilaria, en Madrid, el 28 de mayo de 1862. A lo largo del Diario Hostos no dejará pasar en blanco cada aniversario de esa muerte, que marcó el «año más terrible» de su vida, y la experiencia que lo «despertó -según dice él mismo- del sueño de la vida». Casi un año pasó Hostos en Puerto Rico, el «año de meditación más dolorosa que conozco en mí». Bosch interpreta lo sucedido en estos términos: «Herido en lo hondo por un dolor cuya fuerza él no podía sospechar, Hostos se reconcentra en sí mismo y ve la vida tal cual es... Toda la vehemencia que ponía en amar a la madre iba a encauzarse ahora otra dirección» (San Juan: Editorial Mariéwn, 1988, 29). Hostos ve su patria sometida por un régimen colonial y vuelca en la lucha el amor por la madre. ¿Por eso la llamará, con insondable ternura, Madre-Isla?

Lo cierto es que Hostos despierta a la lucha entonces con una energía sin precedentes. Entonces se hace asiduo asistente a la terapia de sus diarios, y un año más tarde estaría publicando esa asombrosa profecía de su vida que es el «poema-novela» La peregrinación de Bayoán. Con ella va la extraña ideación de mujer que es Marién, personaje que, como se sabe, encarna a Cuba. Durante la travesía al sur, años más tarde, otros rostros femeninos hacen estragos en su inclinación a hacer familia. La Carolina a quien llama dulcemente Candorina, en Colombia, y que parece revelarle el secreto del continente entero; la Manolita peruana que lo perseguirá en sueños a Chile y se le yuxtapone al personaje de Ofelia en el análisis célebre que hace entonces sobre el Hamlet. Bosch aduce que la relación con Manolita despertó en Hostos un juego de pasiones sexuales que estuvieron a punto de vencer el carácter que a fuerza de fuego se había construido. Por eso, insiste Bosch, Manolita es «la razón del Hamlet» (48) y la razón por la que entonces reedita en Chile La peregrinación de Bayoán. En Chile, sin embargo, otros desembarcos y otras aguas remojan su corazón: la hija del célebre patriota chileno Lastiarra, Carmen.

Hora es de anotar ya la razón de tantas huidas: Hostos piensa y siente que no puede comprometerse porque carece de medios para sostener responsablemente una familia y porque tiene el compromiso de vivir «peregrinando» buscando auxilios y apoyo para la guerra de Cuba. ¿Era esto sólo una justificación? En ese caso Hostos no se habría planteado cómo resolver más tarde, tras su encuentro con Belinda, este conflicto, ni habría pasado toda una vida demostrando su responsabilidad por su vida conyugal y por su condición de paternidad. Un solo botón incuestionable: Hostos no regresa al teatro de guerra de las Antillas en el 1898 hasta que Belinda accede a ello tras ver cómo Hostos encanecía día a día, se agotaba en el dolor, se desmedraba de tanto padecer (68). Hostos había encontrado a Belinda «como Bayoán conoció a Marién»: «de pronto, de repente, sin saber siquiera que existía, sin prever el influjo de su existencia en mi existencia», en 1877. Ella contaba entonces con sólo 14 años y él ya con 38, pero esperaré a comentar con la ayuda de Gabriela Mora esta diferencia de edades. Por lo pronto, añadir tan sólo que con Belinda Hostos vivió una estabilidad que no conocía, y a su regazo se dio a la tarea educativa que habría de ser el asombro del mundo. Recordemos que un grupo de investigadores europeos escogió recientemente a Hostos como uno de los cincuenta pensadores sobre educación en toda la historia de la humanidad, y el único de toda la historia hispanoamericana.




ArribaAbajoLucía Guerra

Por su parte, Lucía Guerra nos recuerda que a Hostos se le ha afiliado demasiado con la filosofía positivista. Sin embargo, las diferencias entre Hostos y los positivistas son muy marcadas. Comte, por ejemplo egregio, se opone en la Lección 50 de su Curso de filosofía positiva publicada en 1839 a la igualdad de los sexos basándose en los presupuestos de la biología de la época que concebían a la mujer en un perpetuo estado de infancia que la hacía inferior al sexo masculino y la acercaban a los animales (365). Allí se afirma que la mujer carece de capacidad para la labor mental, que es hostil a la concentración y abstracción científica. Guerra recompone la visión teológica del rol de madre que la revierte al génesis bíblico y al pecado original. Nos recuerda que Sarmiento la educa, pero en las labores domésticas, y que ese sistema perdura en la Argentina hasta 1907. Nada fuera de lo normal, pues para esa época los dibujos anatómicos del esqueleto femenino delineaban la pelvis con proporciones exageradas, el cráneo notablemente reducido y en medio de su costillar un notable corazón. Ello le permitió a los científicos, según Guerra, descubrir entonces las semejanzas significativas entre el esqueleto de la mujer y el del avestruz (367). Hasta Charles Darwin redactó en 1871 un libro -The descent of man- para proclamar como ley natural la superioridad del hombre sobre la mujer.




ArribaAbajoGabriela Mora

Gabriela Mora, por su parte, añade a la lista de influyentes positivistas a Herbert Spencer. Como se sabe, Spencer, coincidiendo con Comte, repite la noción de que la función reproductora disminuye el intelecto. Mora encontró la obra del doctor Eduard Clarke, de la Universidad de Harvard, Sex education on a fair chance for the girls, donde éste sostiene en 1873 que la pérdida de sangre menstrual empobrece el cerebro de la mujer, de modo que recomienda que la niña se abstenga de estudiar una cuarta parte del mes y evite la postura erecta y el ejercicio (710).

Si bien Concepción Arenal y John Stuart Mill reivindicaron parcialmente a la mujer en 1869, como Sarmiento, limitaron su derecho a la educación a las artes domésticas. En cambio, Hostos no sólo sostuvo en La educación científica de la mujer que la razón no tenía sexo: también sostuvo, contra las legislaciones que alrededor del globo ponían a la mujer al nivel del niño y la declaraban legalmente irresponsable y por ello subordinadas al padre, al marido o al hermano, que la mujer también podía asumir responsabilidades. De esta manera rechazo al matrimonio como la única carrera de la mujer y combatió la idealidad enfermiza del amor que en relación de franco soborno las exalta a cambio de la subordinación y la obediencia. Hostos expandió la reivindicación de la mujer y su independencia personal al ponerla a transitar también sobre el terreno de sus responsabilidades patrióticas y ciudadanas.

Sobre el asunto de sus preferencias personales por mujeres adolescentes como posibles compañeras, Gabriela Mora observa su propósito de reeducarlas. En ello no ve Mora el puro paternalismo de un gigante intelectual como lo fue Hostos, maestro para todos casi todos sus contemporáneos, hombres y mujeres, sino su insistencia en tener, en la esposa, una efectiva y real compañera moral e intelectual (716). Relacionado con este aspecto íntimo de la vida de Hostos, hay que anotar que Mora también observa cómo Hostos se sentía responsable de la pasión sexual que despertaron algunas de sus relaciones. «Al revés de lo común -apunta Mora- Hostos piensa que él es responsable de la marcha de los sentimientos por lo que se jura a sí mismo que nunca una mujer padecería por él» (717). Y, añade, que la ternura hacia su mujer e hijos que revelan las cartas y otras páginas íntimas son un extraordinario mentís a aquéllos que creen que el hombre hispano es incapaz de revelar su intimidad.

Lo cierto es que Hostos repasa la historia de su amor con Belinda, y escribe cuentos a los hijos antes de tenerlos, y obras de teatro para sus hijos. En ellos el introspectivo sondeador de sí mismo que fue Hostos, explora anticipadamente las dificultades que pudiera encontrar en el vivir de la nueva responsabilidad que había asumido. Anticipadamente... ¿Se puede ser más responsable? No en balde Gabriela Mora opina que Hostos fue «un feminista», tanto en el hombre público como en el privado. Y que practicó en su vida lo que predicó en sus escritos (707).




ArribaAbajoCamila Henríquez Ureña

En el trabajo de Camila Henríquez Ureña de 1929 titulado «Las ideas pedagógicas de Hostos» -en América y Hostos, 230 y siguientes- se apunta que Hostos persuadió en 1872 al gobierno de Chile de la importancia de abrirle a la mujer las carreras científicas de la Medicina y la Jurisprudencia, antes que en Europa, y que de hecho, las primeras mujeres que recibieron grado en esas facultades le tributaron públicamente homenaje de reconocimiento a Hostos (281). Se apunta que Hostos fundó una escuela normal para la mujer en la República Dominicana en 1881 con el nombre de Instituto para Señoritas cuya dirección le confió a Salomé Ureña de Henríquez y cuyo plan de estudios, definido por Hostos, no difería de las demás normales. En un artículo escrito años más tarde, tras la muerte de Salomé, Hostos la describe como un modelo de mujer, es decir, un ser humano completo (Obras completas de 1939, tomo de Crítica, 223). Al regreso de Hostos en 1900 desarrolló el plan de que las escuelas normales fueran juntamente para hombres y mujeres.




ArribaAbajoLa tela de araña

La segunda novela de Hostos, conocida recientemente, es caracterizada por Ernesto Álvarez, en su estudio preliminar, como una «novela de la educación para poner bajo dominio a los sentimientos» (Edición crítica, I.IV, 92). La novela proviene de ese periodo tormentoso de pasiones en que Hostos cae tras la muerte de su madre y de la que son frutos tanto los diarios como las novelas y muchos de los trabajos del joven Hostos, calificados por él mismo y sus contemporáneos como «estudios psicológicos», estudios a los que fue extensamente adicto y de los que participan obras suyas de importancia cenital, además de sus novelas, como el Plácido, el Hamlet o su estudio sobre Romeo y Julieta. Hostos cree fervientemente en el arte que «presiente» la realidad y la explora. Y no teme convertir la familia en tema fundamental de sus reflexiones. Álvarez observa, incluso, que cree «percibir en Hostos una capacidad mayor para penetrar en la psicología femenina y diferenciar más cada uno de sus modelos psíquicos que lo que alcanza al describir el proceso del pensamiento masculino» (94). Y en verdad que Hostos apura allí, en fechas tan tempranas de su desarrollo intelectual, muchos años antes de sus conferencias de Chile sobre el tema y de sus estudios sobre los personajes femeninos de Shakespeare, no sólo la radical igualdad de facultades entre los géneros, sino las causas sociales e históricas de las desigualdades observables que, como no pueden suprimirse de inmediato o ignorarse, pues conforman hábitos de pensamiento milenarios y costumbres ancestrales enredados en la morfología sociológica de las costumbres y de las relaciones, dan origen a afirmaciones suyas aparentemente contradictorias que pueden encontrarse en textos didácticos como su Geografía. Esta es, precisamente, la sustancia de mi discrepancia con Irma Rivera que mencioné antes.

No obstante, es notable encontrar en un texto tan primerísimo como La tela de araña un diálogo como el siguiente, entre la joven casadera, Consuelo, y el maduro pretendiente, Palma. Consuelo dice: «Ya se ve... las hijas somos efectos comerciables y se dispone de nosotras como de papel de las acciones de ferrocarriles». A lo que responde Palma un poco más tarde: «No se alarme usted: es una mera precaución para evitar el desarreglo de la fantasía. Para ésta, el cultivo de la música; para el sentimiento en todas sus esferas, los espectáculos buenos; en la naturaleza, las campiñas, el sol en su salida o en su ocaso, las flores y los pájaros; en el arte, las óperas de Bellini y Donizetti; sin excluir las ampulosas de Rossini; en el arte más humano, más bien la comedia y la tragedia que el drama; la historia, cuya aparente aridez fertilizan las reflexiones propias; pocas novelas, generalmente son malas, porque no las cimenta la verdad, y extravían la razón y el sentimiento; en el mundo, por último, el cultivo de las relaciones productivas; con los viejos para aprender serenidad; con los hombres maduros, para aprender la vida; con los jóvenes para no olvidar el entusiasmo. Lo que digo de los hombres, lo digo de las mujeres: éstas son aquéllos» (149).

Tenemos en Hostos, pues, para resumir, una concepción radical de la igualdad de facultades entre hombre y mujer; una concepción sociológica de las diferencias entre géneros que se observan en la historia y que responden a modalidades culturales; un estudio minucioso de la psicología de una y otro que se virtió en diarios, en el análisis de personajes ajenos y en la construcción de personajes propios; una denuncia de la desigualdad y una defensa pública del derecho de la mujer, no sólo a la educación completa, profesional inclusive, sino a asumir responsabilidades ciudadanas, patrióticas y jurídicas; una instrumentación de la idea en el sistema educativo que construyó en la República Dominicana y en Chile que llegó al extremo de hacer escuelas normales conjuntas para niños y niñas; un sentido de responsabilidad que lo determinó a respetar la mujer donde quiera la encontró y a elegir como compañera no a una mujer para la cocina o para la maternidad ni una quimera romántica, sino una efectiva compañera de la vida, las ideas, y los deberes.

Este último aspecto no sólo está presente en la concepción de género de Hostos y participa en el plano de sus afinidades electivas. Lo más asombroso es la temprana incorporación de la idea y la voluntad en el armónico conjunto de sus principios.

Ya para terminar, recuerdo que Félix Córdova Iturregui interpreta también La peregrinación de Bayoán como un cuestionamiento de «todo un concepto de familia»La peregrinación de Bayoán: construcción de un punto de vista». Hostos para hoy, 1988, 101). Según Córdova Iturregui, el amor de Marién es, con todo, romántico y reduccionista, «exaltación de la domesticidad, del rincón, y del aislamiento». Por eso no es suficiente para Bayoán, y de ahí parte de sus cuitas. De hecho, Bayoán afirma: «Basta ya: no hay amor donde hay tanto egoísmo; no hay amor donde no hay el acatamiento de las sagradas decisiones de una conciencia pura [...] En donde no hay más que el pensamiento del objeto amado, no hay para mí más que el amor que he visto, no el amor que yo busco» (103). Parece evidente que el amor que Hostos busca, desde 1863, no puede estar desvinculado o enajenado de los otros, y mucho menos, de las urgencias de la lucha por la libertad y la justicia de la tierra patria. En su Diario, Hostos anotó en 1877, a propósito de Belinda y de las pasiones que nuevamente lo asaltan: «Jamás haría yo el papel de Adán» (269); es decir, que jamás cometería la infamia de culpar de su propia rebeldía a la mujer que lo acompañara en ella. ¡Vaya, vaya!






ArribaAbajoDe Hostos a Vieques: la moral y los imperios96

En ocasiones se detiene a comentarlo. Las más de las veces son expresiones inclusivas hechas de paso. Sin embargo, abundan, particularmente en los años de su viaje al sur, en ese primer lustro de la década del setenta. Me refiero a las múltiples ocasiones en que Eugenio María de Hostos se conduele de la suerte del infortunado Paraguay y de su dulcísimo pueblo guaraní tras la guerra con la triple alianza, la guerra desigual contra Argentina, el Brasil y Uruguay. Las numerosas alusiones a esa guerra evidencian que si bien Hostos no se detuvo a denunciarlo en trabajos de hondo y largo calado, la suerte del país atacado, invadido y ocupado entre 1865 y 1876, le conmovió vivamente. Hostos, sensible como la llama a los apuros de los vientos, hizo de la solidaridad un templo de fervores.

Había iniciado Hostos en 1870 una larga peregrinación por las tierras suramericanas para propagandizar a favor de la guerra de independencia que se iniciara en Cuba con el Grito de Yara en 1868 y para gestionar el apoyo de los países del sur amparándose en varias razones. Por un lado, temía desde entonces que el desarrollo de las fuerzas productivas norteamericanas lanzaran a Estados Unidos a la captura imperialista de las islas del Caribe, particularmente de Cuba y de su Puerto Rico natal. La emigración antillana que se organizaba en Estados Unidos padecía un mal que lo hacía temer aún más esa posible intervención: su inclinación por una solución anexionista al problema de la viabilidad política-económica de las islas que surgiría de romperse el vínculo con España, anexionismo producto de la admiración ciega ante su progreso económico y la nordomanía que prevalecía por doquier. Hostos, que rechazaba tajantemente la solución anexionista y que en su lugar proponía la confederación de las Antillas, pensaba que era una imprudencia política depender únicamente del auxilio en una Norteamérica hambrienta de poder. Por eso buscó diversificar y ampliar el apoyo a Cuba en el sur de América.

Por otro lado, Hostos anticipaba ya, con preclara anticipación de visionario, que Estados Unidos movía sus fichas para intervenir en Centroamérica en pos de bases de apoyo para su política de dominio hemisférico, política que se centraba ya en la construcción de un canal interoceánico en Panamá, canal que era necesario poder defender, principalmente, de las potencias europeas. El futuro canal es la razón principal por la que invaden, ocupan y retienen la isla de Puerto Rico en el 1898. A su paso por Colombia y Panamá reflexiona sobre estos temas. Pero además, antes de llegar a Perú, va dando cuerpo a la idea de la unidad latinoamericana, va acariciando los sueños de unidad continental de Bolívar, y va construyendo una concepción teórica de la América Nuestra que ata en un mismo nudo su estudio del pasado y del presente para fraguar una utopía del porvenir. Hostos fragua una utopía robusta, compleja y táctica, anclada como pocas en el estudio exhaustivo de la realidad que va conociendo hasta el detalle más minucioso, desde la geografía y la geología, hasta los abonos, los inventarios de las haciendas, los sueños y las ambiciones de los distintos sectores y poblaciones, incluyendo, con particular atención, todos los grupos marginados de América. De esa concepción suya brota el reclamo hecho a los países de América de culminar el proyecto de Bolívar completando en Cuba y Puerto Rico la independencia del continente. Hostos lamenta los efectos prolongados de la herencia colonial de la América nuestra que nos mantienen desunidos y en perpetua riña, pero nos advierte de la necesidad de confederarnos para poder hacerle frente a los retos que plantean las potencias occidentales europeas y norteamericanas, y los retos colosales del porvenir que se avecina. El augurio geopolítico de Hostos fue, en efecto, extraordinariamente atinado, y la solución que propuso de unirse para poder equilibrar los campos de fuerza que estaban construyéndose, sigue siendo hoy, a mi juicio -y lo digo con mayor certeza después de la destrucción física y sociológica de la soberanía de Irak-, la ruta del porvenir. Vieques, el problema colonial de Puerto Rico e Irak, encuentran en el pensamiento antiimperialista de Hostos y en su conciencia moral un diagnóstico común y una común receta.

Me parece que es unánime, entre los entendidos, la posición cenital de Hostos en el contexto latinoamericano de la ética. No me limito a pensar en el educador, ni en el filósofo de la moral. Justo en la víspera del centenario de la muerte de Hostos que se conmemora el once de agosto de 2003, la prestigiosa editorial Routledge de Inglaterra publica el libro Fifty Mayor Thinkers on Education: From Confucius to Dewey (Cincuenta Grandes Pensadores en torno a la educación: de Confusio a Dewey), libro en el que colaboran intelectuales de unos diez países, y en el que como única selección latinoamericana aparece Eugenio María de Hostos. Pero son también innumerables las referencias a su obra moral, que señalan a Hostos como cumbre hemisférica, no sólo en el plano de la filosofía ética, insisto, sino de la práctica, como modelo de vivir, pues Hostos dedicó parte considerable de sus esfuerzos al estudio y mejoramiento de sí mismo, anticipando con ello el psicoanálisis.

En este año que conmemoramos el centenario de su muerte, la Universidad de Puerto Rico en Humacao celebra en agosto un simposio en el que reclama que «no hay Hostos más vivo que aquél de su último respiro». Sin embargo, algunos ensayistas posmodernos interpretan la obra de Hostos como una caduca, inofensiva y problemática. Son los mismos ensayistas que niegan la pertinencia actual del concepto de nación, sobre todo en un estado y una comunidad, como la puertorriqueña, que aunque no ha logrado hacer prevalecer su identidad política ni su soberanía en los certificados, vive, no obstante, la nación. Estos ensayistas parecen darle la espalda a las complejísimas reflexiones de Hostos sobre la educación, sobre el derecho, sobre la vida moral, sobre la vida política de los pueblos, sobre la naturaleza humana. Hostos es pieza vital en muchos sentidos: como personaje que desempeñó, concretamente, en España, en las Antillas, en la emigración, en los países del sur de América, en Puerto Rico, una práctica, en diversos planos de la actividad humana, que no puede ser ignorada, ni desde el punto de vista del historiador que busca comprender lo que fue, ni desde el punto de vista de aquél que busca comprender lo que es. Si decimos que Hostos está vivo, cabría preguntarse entonces qué diría sobre el caso de Vieques.

Muerto en 1903, no tuvo oportunidad de anticipar nada en concreto sobre Vieques. Pero sí pudo anticipar el sentido que tendría la conquista militar de Puerto Rico por las tropas norteamericanas. Esa es la razón por la que se decide a abandonar su posición como rector del Liceo de Primera Clase Amunátegui, en Santiago de Chile y su Cátedra de Derecho en la Universidad de Chile. Hostos intentó llegar al teatro de guerra de las Antillas antes de la invasión de Puerto Rico. No lo logró. Ya en Estados Unidos, a fines de 1898, integró una comisión junto a Julio Henna y Manuel Zeno Gandía que se entrevistaría con el presidente William McKinley para tratar asuntos como el problema monetario, el catastro, las leyes de bancos, la instrucción pública, el cabotaje, la autonomía municipal, los impuestos sobre licores, las milicias, el archivo y los concejos electivos. Pero, más que estos asuntos, a Hostos le preocupaba que las nuevas autoridades cumplieran con el principio de su constitución que establece que los poderes de un gobierno «emanan del consentimiento de los gobernados». A ello dedicó gran parte de sus esfuerzos y para ello fundó la Liga de patriotas. Hostos intentó organizar con la liga un grupo de puertorriqueños que instruyera al país sobre nuestro derecho a reclamar la celebración de un plebiscito. Como estuvo conforme con aceptar el resultado del mismo sea cual fuera, algunos arguyen que Hostos hubiera estado conforme con la estadidad. Lo que sí es necesario concluir es que Hostos establecía que, más imperativo que el derecho a reclamar la independencia, era el derecho a ejercer la soberanía que tenía y tiene el pueblo de Puerto Rico.

Si Puerto Rico no ejercía su derecho soberano a la autodeterminación entonces la dominación norteamericana sobre Puerto Rico se convertía en el producto de la ejecución de «la fuerza bruta», de «la brutalidad de la victoria» que pretende desconocer la «personalidad jurídica» del pueblo de Puerto Rico. Todavía en el 1900, nuevamente en el exilio, Hostos declara que es un «hecho manifiesto» que los norteamericanos proceden en Puerto Rico como «fuerza bruta». Al preguntarse entonces «¿en dirección a qué va encaminada esa fuerza bruta?», responde:

«En dirección al exterminio. Eso no es ni puede ser un propósito confeso; pero es una convicción inconfesa de los bárbaros que intentan desde el Ejecutivo de la Federación popularizar la conquista y el imperialismo, que para absorber a Puerto Rico es necesario exterminarlo».


(Obras completas, vol. III, 2001)                


Al oír a Hostos hablar de conquista y de imperialismo, ¿de qué exactamente estamos hablando? Veamos el contexto.

Hostos se expresó sobre la acción de conquista y dominación que durante el siglo XIX desempeñaron en América del Sur y Central, Asia, Oceanía, África, Australia, las potencias occidentales que se repartían el mundo. Y el testimonio de Hostos sobre este particular es claro y contundente.

Habría que decir, en primer término, que las expresiones que citaremos a continuación provienen precisamente del Tratado de moral (Obras completas, IX.I, 2000), título con que se conoce la recopilación de obras filosóficas -no políticas- de tema ético de Hostos. El libro tercero, publicado separadamente en 1888 en la República Dominicana por los discípulos de Hostos, se conoce como Moral social, libro que acaso pueda considerarse como el núcleo fundamental más innovador del tratado, y libro que tiene la virtud de no estar constituido por una ética a priori sino a posteriori, derivada de la experiencia humana.

Hostos destaca en la introducción la importancia del tema, pues alega que es precisamente la enorme divergencia y el insalvable contraste entre el extraordinario progreso material y el cuestionable progreso moral uno de los más formidables enigmas del porvenir. Le dolía la «incapacidad de la civilización contemporánea para hacer omnilateral -de todos- el progreso de la humanidad» (191), de manera que «han podido renovarse en Europa y América -dice- las vergüenzas de las guerras de conquista, la vergüenza de la primacía de la fuerza sobre el derecho... la renovación de las persecuciones infames y cobardes de la Edad Media europea» (193). La vil repartición del mundo a través de guerras de conquista que tienen como fundamento verdadero el robo de recursos de pueblos alrededor del mundo, lleva a Hostos a declarar lo siguiente:

«Se buscan acá y allá, principalmente en América y en Oceanía (todavía el petróleo no tenía mucha importancia táctica), islas estratégicas que gobiernen mares, estrechos y canales, y que aseguren la primacía comercial, y en caso de querella, la prepotencia militar del ocupante; se rebuscan los escondrijos de nuestro Continente, que se cree o se aparenta creer que no tienen dueño; se registra de norte a sur, de este a oeste, de Guinea a Egipto, del Delta al Níger, el continente negro; en África, en América y en Oceanía, hoy como en los siglos XV y XVI, se ocupan territorios y jurisdicciones con la misma llaneza con que Colón ocupa las Antillas, con que Vasco Núñez de Balboa toma posesión del mar del sur, con que Vasco de Gama declara portuguesa una población de más de doscientos millones de hindús»...


(194)                


En otra página brillante, Hostos el educador, Hostos el demócrata, Hostos el moralista problemático, se pregunta:

«¿Qué ha sido de los indígenas de Australia? ¿Qué ha sido de los indígenas de las Antillas? ¿Qué ha sido de los indígenas del Perú, de México, del Brasil, de la Argentina? ¿Qué de los pecuodes, de los narragansets, de los natches? ¿Qué de aquellos dulces, pacíficos, benévolos, inofensivos habitantes de la Acadia canadiense, que ni siquiera eran salvajes, que ni siquiera eran de raza distinta, puesto que eran franceses, defensores de Francia y del derecho de Francia en la despiadada guerra de desalojo que contra ella hizo Inglaterra en el Canadá?».


(195)                


Hostos se percata de cómo ha venido en auxilio de los conquistadores la política darwinista que tanta mecha y combustible generó más tarde en el fascismo europeo. El «problema darwiniano» -observa Hostos- se proclamó lo mismo en el «Far West» (198), desalojando poco a poco de los territorios que según pactos previos ocupaban los autóctonos americanos, que en Australia. «Usufructúan dice Hostos- la teoría de la selección y atribuyen a la lucha biológica la aterradora ruina de mil sociedades que, en todos los grados de razón y de cultura, ha destruido con perseverante brutalidad el egoísmo nacional». Y añade Hostos, el maestro y civilizador, el teórico de la lucha entre civilización y barbarie: «Culpa ha sido, torpeza ha sido de los hombres que se tienen por civilizados, el estrago de sociedades y civilizaciones incipientes». Hostos se percata de que el motor de destrucción está en el «tremendo empuje de la industria» y la lucha por la «primacía comercial». Por eso tiene que denunciar que las «naciones sedicientes civilizadas no han seguido, en sus relaciones con las que consideran razas inferiores, otra que la conducta ignominiosa de los bandoleros del mar, para quienes el dolo, el engaño y la violencia son medios necesarios» (198).

Se pregunta Hostos: «¿La civilización no es, al contrario, vencimiento de la fatalidad por la libertad, dominio de la fuerza por la inteligencia, apropiación de agentes naturales por agentes científicos y económicos, aprovechamiento de todo para mayor bien de todos, desarrollo tal de razón que cada vez haga más dueño de sí mismo al hombre?».

«Desoían, y ya han civilizado», dice en una conclusión de prodigiosa transparencia Hostos. Y añade: «Pero seres de razón, civilizar no es desolar; civilizar no es sustituirla población de un territorio con los advenedizos que ponemos en lugar de ella».

La posición de Hostos en el 1898 respecto a la ocupación «imperialista» de Puerto Rico se transparenta en este contexto. La edición reciente en dos tomos del volumen Madre Isla, como parte de la edición crítica de sus Obras completas que produce el Instituto de Estudios Hostosianos, no deja espacio para la ambigüedad. Hostos repudió la conquista, repudió el acto de barbarie imperialista de tomar por asalto, y sin consulta de ninguna índole, la isla -y el archipiélago- de Puerto Rico, concretamente, y repudió al país que de esta manera hacía trizas su propia constitución republicana. Todas las expresiones de Hostos sobre la ocupación de Puerto Rico pueden ser tomadas como evidencia de que repudiaría, asimismo, la política genocida y criminal desarrollada en Vieques. Añadirle a estas expresiones suyas sus planteamientos sobre la dignidad humana, el respeto a la vida y el principio rector de la libertad sin frontera del ser humano sería llover sobre mojado. De hecho, la ocupación de Vieques por la Marina de Guerra viola varios, sino todos, los principios de los independientes que formuló Hostos en el 1876, pues la ocupación militar de un territorio ajeno trastoca todo el fundamento moral de la conciencia y todo principio racional.

También me parece evidente que Hostos rechazaría la guerra contra Irak con todo el poder de su dignidad. Diría que se trata de una nueva guerra imperialista hecha con el solo propósito de robarle el petróleo irakí a su población, y de establecer un régimen títere sostenido por las armas y los medios disuasivos ocultos pero aterradores de Estados Unidos e Inglaterra, que permita dominar el mediano oriente sin mediación de Israel ni de Arabia Saudita, con bases en Afganistán y ahora en Irak. Un multitudinario gasjaching. Hussein made in USA es una excusa insuficiente, pues no sólo era incapaz Irak de amenazar a Estados Unidos después de perder la guerra de 1991 y de vivir acosado y bloqueado por tantos años, sino que las inspecciones tenían el efecto deseado. Cierto es que Irak no era una democracia, pero no lo es ningún país del área.

Pero, ¿de cuál democracia hablamos si los gobiernos no obedecen a los pueblos ni en Inglaterra ni en España? ¿No tenía Aznar que responder antes que a su compromiso y a su responsabilidad, a la voluntad del pueblo español? Darle la espalda a la voluntad popular, ¿no define lo que es una tiranía? Por otra parte, la democracia no se puede exportar, menos con la cruda violencia, la matanza criminal y atroz de inocentes que vemos por televisión. Los hechos no han demostrado que Hussein no gozara del respaldo de su pueblo, pues los invasores han tenido que utilizar todo su poderío aniquilador para prevalecer. Han asesinado miles de inocentes, como en todo el mundo se advirtió que sucedería. Ello fue la principal razón que sostuvo la globalizada oposición a la guerra. Ante la matanza realizada en nombre de la libertad y de Dios, ¿no deberíamos recordar la destrucción de Sodoma y Gomorra: «¿Y si hubiera sólo diez justos?», preguntó insistente Abraham a Jehová (Génesis 18), para certificar que no eliminaría al injusto junto al justo. La televisión se conmueve ante las imágenes de una muchedumbre que tras semanas de bombardeo, muerte, terror, hambre y sed, pisotea estatuas de Saddam y recurre para sobrevivir al saqueo. Pero, ¿qué tan difícil es reunir un grupo de personas para cualquier tipo de diversión? Lo sublime, lo extraordinario, es cavar trincheras y esperar a que llegue un misil, un avión, un tanque. Lo sublime y extraordinario es que el pueblo proteste esa ocupación y demande cuando aún corre la sangre fresca por las calles el regreso de Saddam. La arrogancia imperial, que ya busca otros objetivos para continuar sus desenfrenos, no se conduele nunca.

León Felipe denunció a Inglaterra, cómplice del abatimiento de la República Española en la guerra civil de 1936 a 1939, como la «vieja raposa y avarienta». España debería avergonzarse de haber patrocinado una Guernica infinitamente más carnicera que la piratería del capitalismo más crudo, el capitalismo que creíamos desaparecido de la historia y que sólo mantuvo disimuladas sus garras mientras duró el jaque soviético. Viendo CNN comprendemos por qué estas guerras se denominan en la historia como «guerras de rapiña». Guerras para robarle a los muertos los dientes de oro. Se trata, sin más ni menos, de comerle las entrañas a seres todavía vivos, como hacen los buitres.

Leí, hace unos pocos años, autores que alegan que estamos ante la construcción de una nueva era feudal. Sostienen que está en construcción un mundo en el cual habrá un país que fungirá como el señor feudal; el resto del mundo, avasallado. Avasallado quiere decir que serán dueños de nuestra vida y de nuestro destino. Ellos actuarán unilateralmente: han declarado que no necesitan de las Naciones Unidas. Esta organización se fundó para evitar guerras y matanzas. Ahora, bajo su protectorado, se desarman los países para que luego contemplemos cómo se bombardean pueblos que no pueden defenderse. Israel asesina y roba tierras a los palestinos todos los días. Estados Unidos convierte a Irak en su propia inmensa Palestina mientras destruye los fundamentos de un país al destruir y quemar toda la organización legal y las determinaciones jurídicas de los ministerios, de la misma manera que destruye con la anuencia del silencio de las naciones del mundo parte insustituible del milenario patrimonio cultural de la humanidad, crimen mucho más abominable que las acciones cometidas por el fundamentalismo afgano o la intolerancia nazi. Toda esa documentación de siglos, todas esas obras de arte de la historia, ¿se habrán quemado en verdad, o el fuego destruyó sólo la evidencia de un hurto colosal?

Destruida la organización de las Naciones Unidas por un poder que lleva de manera unilateral, sin sufrir consecuencia alguna, la legalidad internacional en su bolsillo, no podemos ni sentarnos a llorar ni resignarnos a que lo que pasó, pasó. No podemos, porque lo que pasó no dejará de pasar. Volverán los aviones y los misiles. Volverán los marines y la destrucción. No son omnipotentes, es bueno saberlo; pero también hay qué saber que nunca ha sido un bien constituir tanto poder en un solo lado. Es una verdad de la historia que el poder absoluto corrompe absolutamente. Es necesario denunciar el imperialismo que vuelve, una y otra vez, por sus muertos. La televisión se encargó de demostrar cómo las bombas y los tanques elevaban los indicadores financieros de Wall Street.

Saramago ha llamado primero, en Brasil, a reinventar la democracia; luego, y a propósito de esta guerra, llamó a constituir a modo de una nueva superpotencia las protestas de la opinión pública mundial. Hostos creía en la necesidad de instrumentar fuerzas civiles al margen de los partidos políticos tradicionales. Pero esa opinión hay que forjarla con mucho cuidado y mucho esfuerzo, pues uno de los poderes de dominación está definido por el control casi absoluto de los medios de información multinacionales, el cine, la televisión, la prensa.

Creo que es necesario volver a la idea persistente en Hostos de fraguar, constituir, federaciones y confederaciones regionales. Los países pequeños están absolutamente impotentes ante la capacidad de intervención estadounidense. Pero hay que tener en cuenta que estas federaciones no pueden constituirse definidas sólo en función de los intereses regionales de sus miembros, porque por allí se colarán, siempre se cuelan para anularlo todo, los norteamericanos: hay que constituirse también en relación a los Estados Unidos. Esto es lo principal, pues quien pone el dinero domina, siempre domina. Hay que estar convencidos de que la fuerza bruta no podrá ser vencida hasta que ella misma se dé cuenta de que se ha convertido en un poder imperial, y que no pueden haber imperios buenos. Verá entonces con terror su propia imagen en un espejo. Esa función concientizadora cumplió en Vieques, con notable maestría, la desobediencia civil.

La desobediencia civil en Vieques demandó el fin de los bombardeos movido principalmente por razones humanitarias. Se argumentó con razón el efecto letal de la contaminación producida por las prácticas; se argumentó con razón el deterioro de la calidad de vida del pueblo de Vieques; se argumentó con razón que la presencia de los marinos trastocó con el ejercicio generalizado de una violencia individual -que llegó al asesinato, las agresiones y las violaciones sexuales- la vida de los viequenses; se argumentó con razón la injusticia de las expropiaciones forzosas y la estrangulación de la economía de Vieques. Pero la desobediencia civil planteó también con éxito la demanda de paz.

Pienso que la humanidad debe hacerse eco de esta demanda, y que la paz debería proclamarse como la meta principal del siglo XXI: no más armas de destrucción masiva, NI EN IRAK NI EN NINGÚN OTRO LUGAR DE LA TIERRA; no más militarismo, PARA NADIE; ¡NO MÁS GUERRAS! ¡Nunca más! No toleremos otra vez la guerra. Que la guerra sea proscrita de la historia. Despidamos con ellas los ejércitos. ¿Cómo podemos tolerar aún la matanza?

¿Utopía? Las utopías mueven el mundo. Las utopías señalan rumbo. ¿Era imposible sacar la Marina de Vieques? ¿Será imposible que Puerto Rico recobre la personalidad jurídica que le arrebató la invasión norteamericana?

Hostos sostuvo con razón que «ni hoy ni mañana ni nunca, mientras quede un vislumbre de derecho en la vida norteamericana, está perdido para nosotros el derecho de reclamar la independencia, porque ni hoy ni mañana ni nunca dejará nuestra patria de ser nuestra». Sostuvo también que el dominio norteamericano sobre Puerto Rico no podía sostenerse dentro del derecho norteamericano, de manera que la «situación se vendrá al suelo en cuanto la Asamblea Legislativa de Puerto Rico pregunte en virtud de qué derecho del pueblo americano puede el pueblo puertorriqueño ser súbdito suyo; y en cuanto pida que le enseñen la ley escrita que reconoce a la Federación americana, el derecho, el poder, la capacidad siquiera de tener "posesiones", se caerá por sí misma la "posesión de Puerto Rico"».

Hostos nos enseñó la fuerza del consenso; la fuerza de la voluntad unida de un pueblo. ¿Podrá todavía hoy, a cien años de su muerte, señalar la solución al problema colonial de Puerto Rico?




ArribaAbajoHostos: el centenario ardiente97

A la memoria de don Demetrio Ramos.



Con la muerte de Eugenio María de Hostos, ocurrida el once de agosto de 1903, se cierra, en apariencia, el ciclo de una de las vidas más extraordinarias que alentaron el rumbo revolucionario del Caribe en toda su historia. Decimos que «en apariencia» porque personalidades como las de Hostos continúan alentando cambios radicales por toda la región. Pensemos en el zapatismo mexicano, en el sandinismo nicaragüense, o en ese Martí que continúa alentando la revolución cubana en el sesquicentenario de un natalicio que se celebra «por el equilibrio del mundo». Hostos, por su parte, es invocado como inspiración maestra de un movimiento de consenso sin precedente que al cabo de cinco siglos de coloniaje logró levantar el «cadáver aún no nacido» de la nación puertorriqueña y expulsar de su isla de Vieques a la Marina de Guerra Norteamericana, acontecimiento histórico que parecía un imposible, aún antes del «11 de septiembre», hasta que fue certificado, finalmente, el primero de mayo de 2003.

En medio de la corrupción omnipotente que arropa a un país entregado a las privatizaciones del neoliberalismo, Hostos también es evocado nuevamente, en el centenario de su muerte, no sólo como el maestro de moral incorruptible que fue, sino como fuente de una revolución educativa que se percibe imperativa. Filósofo o sociólogo, educador o moralista, propagandista o poeta, político práctico o utopista, Hostos es una de esas personalidades que desborda esquemas, una «figura poliédrica», como lo califica con devoción José Ferrer Canales. Si al final de su vida sorprende que la República Dominicana lo venere en el Panteón de los Héroes de la República, que un monte del sur de Chile lleve su nombre como lo llevó la primera locomotora que cruzó los Andes, que la Sociedad de Estados Americanos lo proclamara en el centenario de su natalicio «Ciudadano Eminente de América» (1939), sorprende aún más constatar que Hostos parece haber llegado al mundo armado ya con sus innumerables instrumentos maestros, pues los diversos desarrollos de su militancia y de su inteligencia tienen, todos, raíces ya patentes en el que con frecuencia llamamos «joven Hostos», es decir, el Hostos en su etapa de formación española.

Aclaremos, en primer lugar, que Hostos no es español, ni dominicano ni chileno, sino puertorriqueño. Cierto es que Puerto Rico era aún colonia española en el 1839, año de su natalicio. Pero como ocurre con Betances, con Segundo Ruiz Belvis, con los puertorriqueños todos que conspiraron contra la tiranía española a lo largo del XIX, particularmente los que protagonizaron en el 1868 el Grito de Lares, Hostos vive una nacionalidad que está en contradicción con el gobierno monárquico español, una nacionalidad que está «creando» con sus esfuerzos, según le responde al inspector de inmigración de Brasil en 1874.

No obstante, hablamos de su etapa española no sólo porque allá acudiera a estudiar desde los trece años, sino porque entre 1852 y 1869 depura sus ideas y principios, así como madura y prueba sus armas. En el 1863 parece anticipar ya, proféticamente, lo que será la aventura de su vida entera. Ese año publica en Madrid el «poema-novela» que titulará La peregrinación de Bayoán, con el propósito de reflexionar en voz alta sobre la situación política de las Antillas, y de crear conciencia entre los españoles de la política tiránica que practicaban en ellas y que habría de traerle el «desastre» del 98. Bayoán es en la historia puertorriqueña el deicida, pues el nombre se refiere al primer cacique que se atrevió a comprobar la inmortalidad de un español ahogándolo en un río. En la novela Hostos repasa la historia de España en América, denuncia su sometimiento, y denuncia la colonia. Peregrinación, camino o proyecto, al final del mismo, tras el proceso vacilante -o, acaso, dialéctico- que registra en su espíritu una tenaz lucha de fuerzas opuestas, regresa a la América que declara su patria.

Entre la denuncia y la adscripción a esa lealtad americana que proclamará desde la tribuna del Ateneo madrileño en el 1869, Hostos traza los hitos de una política que va más allá del reformismo que se le ha atribuido a su etapa española. Cierto es que Hostos abogó hasta 1868 por una confederación española que incluyera a las Antillas, pero su concepción era, por un lado, soberanista, en el sentido de que Hostos planteaba a partir -no, a imitación- del modelo canadiense la constitución de un estado federal español descentralizado que reconociera la autonomía y diversidad de sus provincias; por otra parte, Hostos se percataba desde entonces de que la nacionalidad de las Antillas era un germen a fortalecer más que una realidad cristalizada. Además, Hostos, que buscaba una solución viable política y económicamente para sus islas, advertía que el estado de deterioro y postración de ellas hacía muy difícil la constitución de un estado que no estuviera asociado con otro. Más que en la independencia, aspiraba a la libertad. Por eso insistió continuamente en la constitución de una confederación de las Antillas, así como recomendó distintas fórmulas de asociación para los países todos de América. La verdadera naturaleza de sus miras se hizo evidente cuando triunfa en España la revolución septembrina en el 68. Hostos no se satisface con ella si no se extiende la revolución a las colonias. Defendió en Madrid a los revolucionarios que en Lares y en Yara proclamaron las repúblicas de Cuba y Puerto Rico. Y cuando se percató de que Serrano y su gobierno traicionaban en las Antillas los principios republicanos, rompió con ellos e inició desde Nueva York su incesante prédica a favor de la independencia.

Con su regreso definitivo a tierra americana, Hostos llegó a la Jerusalem de su destino escogido. Esta consagración a la lucha por la libertad de las Antillas y de la América nuestra requirió en el joven Hostos de una preparación para el martirio. Éste es otro de los asombrosos aspectos no caducables de su vida. Me refiero a que Hostos, a raíz de la muerte de su madre, ocurrida en Madrid en el 1862, sufrió una crisis de tormentos de la que salió gracias al auxilio de una práctica entonces inédita: el riguroso estudio constante de sí mismo realizado a través de la reflexión escrita en un diario. Esta práctica terapéutica de Hostos es única. Y de ella surgen no sólo los textos extraordinarios de sus diarios íntimos, sino las dos novelas conocidas de Hostos, así como también cuentos, ensayos, reflexiones, estudios psicológicos de muchos personajes de Shakespeare, estudios de la familia, estudios de la naturaleza humana, estudios epistemológicos de los que derivará más tarde una pedagogía original que atenderá al cultivo en fases progresivas de las facultades humanas de la razón, la emoción y la voluntad, así como de las operaciones que van desde la intuición hasta la sistematización y el desarrollo de la conciencia del bien moral basado en la experiencia humana. La certidumbre radical de la igualdad de los sexos que defenderá en Chile en los setenta e instrumentará en la República Dominicana en los ochenta, estaba ya expresada en limpio en La tela de araña, novela de la fragua de sus sesenta. También está en ella su convicción de la función liberadora de una educación que ha de propender a forjar seres humanos «completos». Toda la obra de Hostos parte del principio rector de la libertad humana que forjó al calor transformador de sus años de oruga española.

El Diario, publicado en dos volúmenes en la edición de 1939, es un texto verdaderamente sui generis. Gabriela Mora ha demostrado en sus estudios de esta obra una singularidad que parte del carácter verdaderamente íntimo de su contenido, y que muestra con absoluta autenticidad al genio severo, voluble, vulnerable, mientras enfrenta los retos formidables de una obra redentora que se extendió por varios continentes mientras conspiraba contra el imperio español, contra el imperio norteamericano, contra los dictadores dominicanos, contra los reyes o dictadores de todos los países, y que se comprometió no sólo con los antillanos de Puerto Rico, de la República Dominicana, y de Cuba, sino con los colombianos, los panameños, los chilenos, los paraguayos, los peruanos, los argentinos, los brasileños, los venezolanos, así como con los chinos del Perú, los cholos, los mapuches, los incas, los araucanos, los gauchos, los esclavos africanos, los peuhenches, los indios de la América del norte, las poblaciones autóctonas de la Oceanía, la emigración latina en Estados Unidos, los trabajadores de las minas, los obreros, los inmigrantes, las mujeres, en fin, con todos los marginados de la tierra.

La expansión continental de sus luchas fue una continuación de su redención de las Antillas. A su llegada a Nueva York, en 1870, encontró que el liderato de la emigración buscaba la independencia de España sólo para buscar luego la anexión a Estados Unidos. Hostos, como Betances, combatió el propósito in situ, pero lo combatió, además, al decidirse a buscar fuera de Norteamérica apoyo para la guerra que se desarrollaba en la Cuba de Céspedes. Es con ese propósito que inicia su viaje de cuatro años al sur de América, esa nueva peregrinación, fuera del marco de un «poema-novela», que habría de dejar grabada en la roca de la historia la personalidad viva del Hostos definitivo.

Su primer paso fue un tributo a Bolívar: asumir como suya la idea de la gran nación latinoamericana. Su viaje lo detuvo en Cartagena, donde comenzó a construir, a propósito de los cholos y de la fortaleza española en la bahía, su ambición de una América unida; en Panamá, donde anticipó que las fuerzas del naciente imperialismo norteamericano se convertirían en la agonía del Itsmo; en Perú, donde ponderó la manera como el coloniaje lograba sobrevivir a la independencia, abominó la cultura omnipotente de las iglesias y defendió lo mismo a los trabajadores de las minas, que a los incas y los chinos; en Chile, cuya geografía escudriñó y estudió con el detenimiento de los poseídos, estudió la pujanza de su industria, las contradicciones de su devenir político y defendió el derecho de la mujer a la educación profesional y a una vida social jurídicamente responsable; en Argentina, donde al ponderar la influencia de la variada emigración, la fuerza de sus ríos, el estado de su interior fragmentado, la situación de los habitantes diversos y dispersos, la herencia del jesuitismo y las misiones, la necesidad de que el ferrocarril tramontara los Andes, el estado de las haciendas y poblados, iba poco a poco instrumentando la primera mirada sociológica de América; en Brasil, cuya naturaleza tropical confundió con el Edén, lo sorprendió su sociedad aún esclavista y las inusuales relaciones que observó entre los distintos sectores sociales. Pocos años más tarde visitaría Venezuela. Su asentamiento en la República Dominicana, donde fundó la escuela Normal y, a partir de ella, comenzó a expandir los horizontes de la educación laica y científica, coincidió con la Paz del Zanjón, es decir, con el fin de la guerra en Cuba. Hostos procuró entonces crear los ejércitos de «hombres completos» que necesitaba para construir con ellos la utopía de libertad que vislumbró en las Antillas. Mucho después regresó a establecerse en Chile donde, desde la rectoría de los liceos de Chillán y Amunátegui, emuló la obra educativa de Andrés Bello, hasta que la guerra iniciada por Martí en el 1895, y la inminente invasión norteamericana de las Antillas, en el 1898, le arrebatara los reposos y lo hiciera volver a sus islas. Pocos años más tarde hallaría, de vuelta en Santo Domingo, un lugar, ya sin exilios, en el Panteón de los Héroes de la República Dominicana.

Algunos estudiosos de las nuevas generaciones se han dado a la tarea de «desmitificar» la obra del hombre que fue Hostos, y al hombre mismo. Armados de una terminología «posmoderna» y desde el terreno pantanoso de una ideología neoliberal que ha hecho de la historia un relato de ficción mientras reniega de esa utopía que acaricia esperanzas más allá del sueño de los pobres y oprimidos, esa utopía que, en lucha contra la fatalidad y la derrota previa, auspicia la transformación revolucionaria en nuestros países, cada vez más necesaria, esos críticos descalifican al Hostos vacilante, indeciso, inofensivo, problemático, inerte ante las urgencias del siglo XXI, en cuya obra está ausente la aportación propia original.

Un punto de apoyo, incuestionable, parecen tener en el Diario de Hostos. En efecto, el Diario muestra un Hostos muchas veces confuso y contradictorio. Pero este Hostos no es el Hostos público de la tribuna, de la liga y del comité revolucionarios, del Ateneo y del salón de clases, de los discursos, las cartas, los ensayos todos. El Hostos del Diario es el sometido a las pruebas de su voluntad, a la terapia psicoanálitica de sus emociones, al debate dialéctico que genera ideas y determinaciones. En él se crece la naturaleza humana, como en muy pocas ocasiones, si acaso alguna. En el Diario asistimos al testimonio siempre inédito de un ser ardiente y sin reposo. A la confesión de una verdad buscada sin guía, en el sobresalto del tiento que admiró Martí. A la determinación que tritura sus incertidumbres y que admiraron en él Máximo Gómez y Gregorio Luperón. Que tire la primera piedra quien nunca tuvo duda. Que tire la primera piedra quien no vaciló ante el debate con los egregios y los potentados. Que tire la primera piedra quien no tuvo temor al iniciar una revolución. Que tire la primera piedra aquél que abrió sin aprensiones las puertas de lo desconocido. Que tire la primera piedra aquel que se mantuvo sin vacilación al frente de las tropas de la ignorancia, de los campesinos hambrientos, de los trabajadores timados, de los desposeídos, de los marginados, del porvenir de un continente entero.

Al hablar, a propósito del centenario de su muerte, del Hostos vivo, no pretendemos resucitar un cadáver, sino adscribirnos a la agenda de una obra que tuvo como misión forjar el porvenir no alcanzado de la América nuestra. Pero si, en efecto, cargamos con un cadáver, no será un lastre caduco: será como Ramón Emeterio Betances cargó desde Francia con el cuerpo de su «Virgen de Borinquen», o será como el desmitificador aquél, que para demostrar la insustanciabilidad de la vida de Hostos, escribió una obra ¡en siete tomos! La libertad que señala y busca toda la obra de Hostos, sigue estando más allá del territorio inhóspito y feral que nos separa de esa utopía de confraternidad que aspiramos como porvenir americano, utopía que confieso me acaricia en mis desvelos, aunque sé que sólo está al alcance del que lucha. Para esa lucha encontramos en Hostos una cantera inagotable de piedras para la honda y para darle firmamento a las cuitas de nuestros senderos.


ArribaAbajoDiscurso de apertura98

Los vivos sueños de un Hostos vivo


No sé si ustedes están aquí para, como quieren algunos, enterrar un cadáver. Pero, para mi humilde entender, la presencia de ustedes certifica, inequívocamente, aunque algunos no lo quieran, que Hostos está vivo. Benedetti escribió a propósito de la muerte de Roque Dalton, que la muerte no sabría qué hacer con tanta vida. Preciso es afirmar lo mismo en el caso de Hostos. Recordemos que Juan Bosch consignó con su vida y con su sangre que había vuelto a nacer al conocer a Hostos, 35 años después de su muerte. Me pregunto cuántos de nosotros podemos consignar lo mismo.

Hace unos pocos meses le preguntaba al país si, acaso, podríamos decir en su ofrenda fúnebre como Cervantes dijo de don Quijote: que muere -otra vez- rodeado de sus amigos. Pero añadía que de ninguna manera debíamos permitir que se diga de sus sueños, lo que se escribió de los sueños de Quijano: que nacieron sólo para él. Y sólo él para sus sueños. Ustedes me dan la respuesta. Hostos está aquí rodeado de sus amigos, y la presencia de ustedes es testimonio de que sus sueños no están muertos, seguramente porque no fueron sueños concebidos, engendrados y forjados sólo para él, ya que Hostos trabajaba no para sí, sino para los suyos.

Me pregunto, por otra parte, ¿quién vive más? ¿Vive más quien rinde sus armas ante el imperio o quien las levanta? ¿Vive más quien desdice de su nación o quien la afirma? ¿Vive más quien alienta las reivindicaciones de un pueblo o quien las disuelve en la ironía y la fatalidad? ¿Vive más quien se desvive por el progreso o quien se desvive por la justicia? Me pregunto, finalmente: ¿De qué otra manera se puede conmemorar mejor el centenario de la Universidad de Puerto Rico, y el cuadragésimo de este recinto que recordando la vida de quien llegó más alto y más lejos, por donde verdaderamente cuenta, que es en la moral y en el pensamiento?

No estamos aquí para agradecer, aunque deberíamos agradecer. Hostos es el más notable escritor puertorriqueño y no sé al día de hoy, año del centenario de su muerte, de una sola semana de lengua que se haya celebrado o se vaya a celebrar dedicada a su obra. ¿Eso es agradecer?

No estamos aquí tampoco para discutir una caducidad. No estudiamos el pasado sólo con el propósito de conocer lo que fue, sino para saber quiénes somos, en qué hemos fallado, qué nos queda por hacer, cuáles principios deben conducir nuestros pasos. ¿Hemos creado el «hombre completo» que siempre soñó Hostos? ¿Le hemos dado a la mujer el mismo espacio libre y decoroso que merece todo ser humano? ¿Le hemos devuelto al trabajador el fruto íntegro de su trabajo? ¿Hemos distribuido con razón y justicia la riqueza social? ¿Vivimos una verdadera democracia? ¿Educamos a nuestros niños en la plenitud de sus facultades? ¿Predomina en nuestras comunidades el sentido de justicia? ¿Somos solidarios con los pueblos del mundo? ¿Nos indigna la injusticia que se comete contra cualquiera y en cualquier parte? ¿Son libres los países de la América Latina? ¿Es libre Puerto Rico?

Pensaba en estas cosas hace algunas semanas cuando recibí por correo electrónico la «Declaración de la paz» promulgada en mayo pasado, en Puerto Rico, por las participantes en el V Encuentro (internacional) de Escritoras, con un epígrafe de la poeta Etnairis Rivera, tomado de un libro escrito precisamente a propósito de Vieques, y con un preludio dedicado a Hostos. Dicen con valor nuestras mujeres: «[...] no más bombas, no más ladrones del futuro, / no más guerra. / Éste es nuestro canto. / El que sienta miedo, que respire hondo, / que piense en el mar, / en el beso de su amante».

Otra vez la mujer da el paso al enfrente. Otra vez la mujer se nos adelanta. Recordé que hace alrededor de diez años le propuse a la Junta Editora de Exégesis la idea de convocar un Congreso por la esperanza. Entonces no supe darle contenido concreto a la idea, y no pude sostenerla. Sólo pensaba en combatir ese ingrediente de fatalidad que saturaba en Puerto Rico el pensamiento de los posmodernos, fatalidad que Hostos pensó necesario combatir porque destruye las utopías, desarma las luchas. Años después, en Porto Alegre, Brasil, comenzaron a celebrarse enormes convenciones bajo la consigna de la esperanza, de que otro mundo es posible, de que aún creemos en los sueños.

Detrás de nuestras mujeres, pero con ellas, detrás de Porto Alegre, pero con Hostos, confieso: Que estoy hoy aquí porque Hostos no me permite estar conforme con el país en que vivo. Que estoy hoy aquí porque Hostos no me permite estar conforme con el mundo en que vivo. Pero que también estoy hoy aquí porque Hostos me enseñó que la patria es el punto de partida. Y porque Hostos me enseñó a amar la Libertad, la España familiar, la Cuba que lucha, la Dominicana que sufre, el Chile distendido que propugna, la Patagonia que se debate, la América del sur, la calumniada, la América del Centro que nos une, la América del Norte que era -y es- viva promesa, el mundo en fin, que es aspiración de vida fecunda y útil. Que estoy aquí porque no me satisfacen las prisiones que castigan y no rehabilitan. Estoy aquí porque la educación no forja conciencia moral ni seres humanos íntegros. Estoy aquí porque la familia se desintegra en nuestro modelo social, y se esfuma la vida en comunidad, tan necesaria para fortalecer por dentro los países. Estoy aquí porque cada vez se distribuye de manera menos equitativa la riqueza y toleramos los pordioseros en los semáforos. Estoy aquí porque Hostos observó que la riqueza se crea a través del trabajo y el trabajo hoy no se retribuye con justicia. Estoy aquí porque sé que hace más de un siglo que disponemos de la técnica y la capacidad industrial para terminar con el hambre en todo el mundo, pero toleramos que millones de seres humanos, tantos miles de niños, mueran de hambre cada año. Estoy aquí porque a la solidaridad sólo la despiertan en nuestros países los más casos extremos. Estoy aquí porque no sabemos vivir en la plenitud de nuestras facultades y los libros son cada vez más inaccesibles. Estoy aquí porque Hostos repudiaría las armas de destrucción masiva. En Irak, y en todos los países. Estoy aquí porque Hostos repudiaría las guerras, todas las guerras, no más guerras. Estoy aquí porque Hostos trabajaría por abolir todos los ejércitos. No más ejércitos. Esa debe ser la utopía del siglo XXI, nuestra utopía hostosiana. Estoy aquí porque Hostos forjaba sueños, creía en la democracia verdadera, en la soberanía de los pueblos, creía en la necesidad de la justicia, creía en sus utopías, trabajaba por otro mundo posible.

La lucha del pueblo de Vieques se desarrolló en esa dirección. Esa lucha fue maestra en nuestra tierra del poder de la solidaridad. Por eso este simposio, dedicado a Hostos, en el centenario su muerte, terminará con la otorgación de la Medalla Hostos a la Solidaridad que otorgaremos al pueblo de Vieques.

Pero también este simposio se le dedica a la memoria póstuma de un estudioso ejemplar, y ejemplarmente militante, que nunca perdió de vista la actualidad del pensamiento hostosiano: Manuel Maldonado Denis. Muchos otros pudiéramos recordar, entre los ya desaparecidos, y el recuerdo se encapricha ahora particularmente de Josemilio González, Francisco Manrique Cabrera y Juan Bosch. Por fortuna, contamos todavía con la presencia egregia, hostosiana, de Don José Ferrer Canales y de Don Julio César López.

Un último comentario antes de pasar la palabra. En la Revista de la Universidad Nacional Autónoma de México leí recientemente este poema de Manuel Scorza, fallecido hace 20 años:


«América,
no puedo escribir tu nombre sin morirme.
Aunque aprendí de niño,
no me salen derechos los renglones;
a cada sílaba tropiezo con cadáveres,
detrás de cada letra encuentro a un hombre ardiendo,
y no puedo ni cerrar la a
porque alguien grita como si se quedara adentro».



Me conmovió este poema de Scorza porque a mí me ocurre lo mismo con Hostos. Alguien, siempre hay alguien que grita en sus páginas. Recordamos, por lo menos a la pobre campesina que se arrodilló ante el templo de la Normal porque creía en el poder transformador y reparador de la verdad. Pero hay muchas otras voces que gritan, aún irredimidos y oprimidos, en los textos de Hostos. Por ellos, por los que gritan y encuentran su voz en la palabra de Hostos, hemos forjado este simposio. Los invito a todos a suscribir con Hostos un pacto de sangre con aquella campesina que aún vive, que anda por ahí, tocando, para quien pueda oír -para quien pueda oír, ¡eh!-, una campana. Muchas gracias.

Escultura/Emblema

La escultura de José Buscaglia sirvió como emblema del Simposio




ArribaAbajoDiscurso de clausura99

Vieques: «Medalla Eugenio María a la Solidaridad»


Una clausura debe estar constituida por un acto que de alguna manera resuma el evento y lo cierre, o que lo impulse hacia el futuro y lo deje abierto. De una u otra forma, una expresión del sentido común aconseja cerrar con broche de oro.

No nos ha sido posible tener una idea cabal de la información compilada durante estos tres días. Habrá que esperar a ver reunidas las actas para pasar el justo balance y poder determinar en qué medida hemos logrado conmemorar con justicia este centenario. Me atrevo a anticipar que nos hemos quedado cortos. Sin embargo, el fruto ha sido grande, copioso. Gracias, muchísimas gracias, a todos los que han hecho posible lograr este simposio. Grande ha sido, es, lo que pudimos lograr, de todo corazón. Y así, de todo corazón, lo ofrecemos al pueblo de Vieques.

Me consuela pensar que el simposio no termina hoy. Y que sus consecuencias se expandirán quién sabe hasta dónde, hasta cuándo, quién sabe cómo. Cuando anunciamos hace algunas semanas que entregaríamos al pueblo de Vieques, como actividad cumbre de este simposio, la que hemos llamado Medalla Eugenio María de Hostos a la Solidaridad, recurrimos a la idea desarrollada por Pablo Neruda en su discurso de aceptación del Premio Nobel de Literatura que se refiere a la «ardiente paciencia». La frase, tomada de un poeta francés, articula toda una concepción de la historia humana que se ha caracterizado por el intermitente, pero continuado y perenne esfuerzo, nunca derrotado por los numerosos reveses, de construir un mundo mejor, idea también plasmada en la expresión de la idea matriz de este simposio: forjar el porvenir americano. Lo que decimos, pues, con esta medalla, es que, de espaldas a toda fatalidad, la vida de Hostos fue paradigma continental de ese esfuerzo, así como cien años después, del mismo modo, lo ha sido también el pueblo de Vieques. Contemplando la centenaria lucha del pueblo de Cuba por su libertad, expresó Hostos a propósito del poeta militante cubano conocido como Plácido, las siguientes palabras que llevo siempre en mi corazón:

«Los momentos pasan; pasan por ellos los hombres; pero siempre llega el día de la victoria para la justicia. Que no lo vea el que por ella ha sucumbido, eso ¿qué importa? El fin no es gozar de ese día radiante; el fin es contribuir a que llegue el día».



Hostos no fue sólo un hombre de su tiempo, si con ello queremos significar que fue sólo un hombre del siglo XIX. Como ocurre con Rimbaud, el poeta francés que recuerda Neruda, el tiempo de Hostos fue siempre una anticipación, espacio futuro a descampado, deseados mundos posibles que hoy -¡hoy!- no hemos alcanzado. Hostos no aceptó el mundo que encontró en todo su peregrinar. Dedicó su vida entera, todos sus esfuerzos, a transformarlo, a dirigirlo por el rumbo de la libertad y de la justicia. Más que un hombre de su tiempo, fue Hostos un hombre contra su tiempo. No se puso nunca al servicio de quienes hacen la historia desde Madrid, ni desde Washington, Londres o Moscú, sino al servicio de quienes la sufren. No aceptó ninguna forma de avasallamiento, ni del poder político, ni del eclesiástico, ni de las mentiras o el error de juicio de los medios de comunicación, sino que dedicó su vida a luchar por la libertad, que es mucho más que sentirse libre, pues requiere de la capacidad verdadera de autodeterminarse.

Hostos fue un hombre crecido contra la adversidad, en lucha tenaz, constante. Como el rostro esculpido por Buscaglia, de cara al viento huracanado del caos, de la destrucción, de la barbarie. Pero nunca derrotado. Hablamos del centenario de su muerte sin eufemismos, con la palabra dura, porque su vida fue un triunfo sobre la muerte. Su muerte, en cambio, dejó tras de sí un triunfo sobre la vida. Ésa es la clave por la cual elegimos la imagen escultórica de Buscaglia como emblema de este simposio, porque expresa el júbilo, el triunfo, el regocijo de un Hostos que pervive. Y por eso adoptamos también la imagen del joven Hostos retador, provocador, creada a partir de una fotografía por el pintor Dennis Mario, imagen que nos sitúa además en el Puerto Rico contemporáneo.

Albert Camus, otro premio Nobel, dijo en su discurso de 1957, hace 46 años, que era urgente «inventar en el planeta una paz que no sea la de la servidumbre», que es la paz del silencio tras las bombas, o la del silencio cómplice. Vieques nos desensilló del silencio de los inertes, opuso la yola del pescador frente a los acorazados, y con toda la audacia del mundo, con toda la sangre, desobediente, de los sacrificios y de las prisiones, puso de pie, contra la soberbia, un pueblo entero.

Naguib Mahfouz, egipcio, pero también Premio Nobel en 1988, aseguró que «la mente humana asume ahora la tarea de eliminar todas las causas de la destrucción y de la aniquilación. Y exactamente como los científicos se esfuerzan por limpiar el medio ambiente de la contaminación industrial, los intelectuales -y con ellos todos nosotros- deben esforzarse por limpiar la humanidad de la contaminación moral». No podemos contentarnos con ser espectadores -pasivos- de nuestras miserias -añadió, aunque él no lo supiera, muy hostosianamente-, pues somos responsables de lo que ocurre en el mundo.

Aunque acaso me bastara la palabra de Hostos, he buscado legitimar ante los ojos de quienes aún operan con criterios de autoridad, las ideas de este discurso con las palabras de varios premios Nobel. Con ello quería sugerir, además, y como de paso, que a nuestro juicio el pueblo de Vieques también merece un Premio Nobel: el Premio Nobel de la Paz. Pero lo más importante de este rodeo, de este distanciarnos, es constatar cómo prevalece siempre el punto de partida para Hostos. Puerto Rico, Vieques, nos ha colocado en el punto de partida.

Digamos, pues, con Hostos y con Vieques: Paz, y basta ya de guerras. No más guerras. Paz, y basta ya de hambre. No más hambre. Paz, que la solidaridad de todos, norte y sur, este y oeste, los de arriba y los de abajo, es la meta imperativa de este hoy, no del futuro. Nuestra, no de los que vendrán. Paz, y no más soles truncos.

Desde Vieques nos han invitado a ello estos amigos, y todo su pueblo. Y desde Humacao, en este centenario de la muerte de Hostos, decimos con el Nobel egipcio Mahfouz:


«Una queja en la hora de la muerte
es más que cien veces más
regocijo a la hora de nacer».



Acaso por ello, en su famoso poema «Masa», el poeta peruano César Vallejo, hiciera renacer, ponerse de pie, vencer la muerte y recobrar la vida, al soldado español conmovido ante la solidaridad del mundo.

Digamos que hemos nacido en la paz de Vieques. Y regocijémonos. Digamos que hemos nacido en el centenario de la muerte de Hostos. Y regocijémonos. ¡Viva Vieques! ¡Viva Hostos! Gracias, Vieques, por la lección de amor. Gracias, Hostos.

Señor alcalde de Vieques, Dámaso Serrano. Entregamos al pueblo de Vieques, a través de sus manos, esta medalla esculpida por el laureado escultor puertorriqueño Don José Buscaglia, donada por él para su pueblo, y acuñada y fundida gracias a la generosidad de la Fundación Francisco Manrique Cabrera. Sabemos que en sus manos, señaladas por los votos del pueblo de Vieques, y ungidas por el valor de la desobediencia civil y el sacrificio de la prisión federal, esta medalla llega más pronto al corazón de su pueblo. Esperamos verla pronto en el museo de Vieques.

No es éste, no es, un reconocimiento oficial de la Universidad de Puerto Rico (que celebra su propio centenario de espaldas a Hostos). Es el Hostos encarnado en este centenario, quien, a través de todos los presentes, reconoce el valor de su pueblo y agradece con ella la lección, que esperamos sea imperecedera, de la solidaridad.

Panteón.- Féretro de Hostos

Vista del Panteón de los Héroes de la República Dominicana.
Al fondo, parte del féretro de Hostos




ArribaAbajoEn la tumba de Eugenio María de Hostos

A José Ferrer Canales.



Los momentos pasan; pasan por ellos los hombres;
pero siempre llega el día de la victoria para la justicia.
Que no lo vea el que por ella ha sucumbido,
eso ¿qué importa?
El fin no es gozar de ese día radiante;
el fin es contribuir a que llegue el día.


E. M. de Hostos.                





Por encima del ciclón, tu nombre ronco


   Para verte bahía,
océano,
yunque de sol;
para verte coronaria incandescente, formidable farallón
contra toda ventisca y torbellino turbión, me interné
por las antiguas galerías de la pena,
retorné al inagotable arrecife de tu huella,
te busqué en los arenales de Quisqueya.
Y más acá de Mayagüez, donde trepan tantos
riachuelos y poco a poco se puebla un mundo de
troncos sufrientes, hojas caídas, temblor de cielos...
Éste es el Otoao.
A millares de días de tus días resuena aún en la región
caribe
tu nombre ronco
como un campanar de quejas y enjutas esperanzas,
una oda,
un llamado,
un residuo prolongar romances viejos.
   Te he sentido vagar por estos rumbos.
Tus ojos,
de ascua azul,
escondieron sus aguas
por el corazón de cueva de estas tierras cuando se
irguió el ciclón que te abatiera, el mismo ciclón rival
que te espiara al nacer, el mismo ciclón cerrero
que te antagonizara el vivir, el mismo ciclón...





Los preteridos


   Estoy en la tierra madre
de tu patria esfuerzo.
Y este mar embravecido que circunda no está aquí, ni
su furia distingue ni separa esta tierra de la otra.
Uno es el ciclón que las advierte y las revierte,
y uno es el amor que las pretende y las enciende.
   Dígame Martí;
       Betances, usted;
      diga Luperón.
Nómbrenme este mar -caribe mar- de las Antillas.
Desde Ayacucho, tronar anunciador del fin de un
exterminio,
la historia de los huasos y los quechuas,
la historia de los gauchos y los indios,
dejó sobre el tejado la negrada mambí,
los preteridos.
Ellos me dicen que, por estos caminos de tierra
quemada y estéril,
claréase un cementerio.
Y ellos, ellos,
los que mejor conocen tus restos,
ahora me dicen que pregunte por ti
a los sepultureros.





De sueños aterrados


   ¡Hostos! ¡Hostos!
Quien pregunta por ti,
¿por quién pregunta?
El antillano, nos dijiste, es un hombre malogrado.
Busquémosle entre los huesos ya tostados
la sonrisa de café.
¿Cuál sonríe mejor? ¿Cuál sonríe?
Miro hacia allá, y acá.
La patria se te escurre casi arenas, como antes,
mucho antes,
te desterró la tierra.
¿No ha sido todo un errar, una traición,
un sol tronchado?
Y ese siempre sibilino silbo del tiburón procaz,
el águila temible,
ora buitre de oro, ora rapiña de sal.
Nunca dolió más cronometrar su mundo enfermo.
Nunca fue más inconmovible la charca.
Nunca más estúpido y brutal su clínico recuento.
      Sudario colonial -decías.
      Vivir es un naufragio -diremos.
Y mordidos,
y arrugados, y ciegos,
mendigando penurias, enmudeciendo por cálculos.
Más allá, caracoles fueran con la casa a cuestas. Una
oscura y obtusa vecindad. Un desahuciar. Un desterrar.
Un enterrar de sueños aterrados por imperios
cosmonautas.
Que ya le ponen sitio a Villanueva -más allá de la
muerte la persiguen -en Villa sin miedo. Que ya nos
desocupan de los sueldos. Que guillotinan la
Universidad descabezados.
Y encarcelan el pan,
la tierra, la libertad, aquellos que se alegran diariamente
de tener una patria que vender. Y todo es cercenar,
todo es enturbiar o legislar la ley o la ceniza, el fraude
o el derecho.
Y como irnos de asombro
en los puños van callando los índices,
van cayendo,
va quedando sola la queja negra haití
haití haití haití
como un tronar lejano.
Haití que fuera el sueño primero de un mundo
nuestro,
la bicentenaria ilusión de un sol mulato que abrigara
nuestros pueblos trigueños, la ímproba constancia de
aquellos sueños chimborazos, sueños de Ayacucho,
que se forjan del dolor
e inopinadamente se disipan en las garras de unas
alambradas.
¡Qué Haití, Haití, Haití,
en Puerto Rico!
¡Y Puerto Rico tieso,
escarnecido!





¿Dónde, Hostos? ¿Cuándo?


    Hostos...
Para esos negros remordidos
por ese monstruoso cuco blanco en el Caribe,
para los jornaleros timados, los hombres perseguidos
de todos nuestros países, fue la voz de antillano de tu
deber de iluso,
tu sangre forjadora,
tu fuego saneador.
Hostos. ¡Hostos! ¿En dónde donde,
dónde estás?
¿Dónde allá se confederan los quebrantos?
¿Dónde quiebra Quisqueya su dolor tan suyo, su
dolor tan nuestro?
Tras tu largo predicar peregrinante llegaste, ya
encanecido, llevando dentro, contigo, muy dentro de
tus ojos búhos,
la patria deshilvanada que no quiso ser,
que no pudo ser,
que no fue,
allá por 1903.
   Hostos. ¿Dónde te resguardas, que escucho sólo el
ciclón ciclón descarrilando ferrocarriles trasandinos, el
ciclón ciclón
que detuvo tus pies locomotoras que buscaban
océanos futuros,
el ciclón ciclón,
ese ciclón que está donde no estás,
con su humo y su sombra,
su ceniza sobre tu voz de sol incorruptible.
Tiesas tus piernas
-ya recuerdo-,
muda tu voz:
un aletazo.
Y un refugio remoto en algún rincón de tu sueño,
de tu sueño cuándo cuando,
cuándo América Nuestra,
¡cuándo!





Ese sol, que no ceja


    Yo ya sé, ya sé,
cuán poco valen los elogios de los hombres que dijeras;
cómo, apagado el sol,
los pájaros se pierden,
la queja cunde
y se funde canto.
Ya sé, tú decías, cómo la tiranía mayor
hace mayores líricos los pueblos,
y en su cantar sangrante dormir es sólo un pozo
cerrado y anegante porque España está aún entre
nosotros como tromba voraz y victimante.
   Yo he querido buscarte con palabras tuyas que
fuesen un poco -sólo un poco- poesía honrada. La
ética, para ti, era fulgor sin fuego, el fuego sin mancha
de tus ¿versos?
Dime, ¿no era éste
el mágico ademán para llamarte?
¿No es así,
      así, como despiertas?
¿No llevabas la justicia como un sol,
ese sol
que no ceja entre las cejas?





Despertaremos tu lámpara en la tierra100


    Ya sé que tienes que venir,
que vienes ya,
que estás llegando.
Perdido Merlín entre los bosques,
perdido guanín entre las aguas,
volverás espada o fusil
para decir:
   Con hojas podridas se hace una isla
Y la harás.
Y se te volverá a oír insistir:
   Con verdades se hace un pueblo.
    Ni mares, ni sirtes, ni ventisqueros,
    ni caos, ni torbellinos
   os arreden;
   más allá de la tempestad está la calma:
    con hojas se hacen tierras,
    con verdades se hacen mundos.
Y los harás.
Aquel fastidio habrá sido sólo una pausa en el deber de
tus deberes y tu cabeza vendrá otra vez timón doliente.
Te basta con saber que debe hacerse para no dejarte
caer en una fosa, para no dejar pasar hora tras hora,
para no permitir el exterminio entre cansancios de la
utopía patria que hiciste, de tu verdad prematura que
nos hace.
   Y para descolonizar el jornal,
el taller,
la patria estrangulada;
para terminar de una vez con los cazadores del ciervo
perseguido,
la justicia desarmada y sangrante como una marejada;
para señalar la complicidad
de los que consienten y toleran;
para que cada valle y montaña
sea un rincón de piedras;
y por el miedo y la huelga,
la furia y la pena,
te llevaré aliento,
esfuerzo de pincel y de cincel.
Te cargaré -¡ay Patria,
que no llegas!-
tus sacos.
Modelaré tus platos y tus radios.
Y más allá de la resina y el polvo,
de la insurrección y de la huelga,
de la sangre fértil de un pueblo,
te coseré,
te levantaré un taller,
una escuela,
un compañero.
Y para no olvidar
que no tuviste otra cosecha
que tu propia siembra y tu aliento,
despertaremos tu lámpara en la tierra
como una lluvia tan grande de campanas
y alas
y fuegos
y amor
y marejadas.
Con un poco de pan entre las manos
despertarás ya Patria como un sol,
un sol caribe para estos días densos.
¡Y no será la tarde otra vez sobre la tierra tierra!











ArribaAbajoApéndices


ArribaAbajoNota de prensa 1

Simposio en el centenario de la muerte de Hostos


La Revista Exégesis de la Universidad de Puerto Rico en Humacao auspicia un Simposio sobre Hostos con motivo del centenario de la muerte del prócer ocurrida en la República Dominicana el once de agosto de 1903. El Simposio, que se celebrará en el recinto humacaeño de la Universidad de Puerto Rico, hace una convocatoria abierta a los hostosianos de la nación y del exterior para conmemorar la fecha de aquél que la Sociedad de Naciones Americanas proclamó en 1938 «Ciudadano Eminente de América». El Simposio aspira: (1) a fomentar nuevas investigaciones; (2) lo mismo que nuevas obras de artes plásticas; y, (3) trabajos de creación literaria que recopiladas en agosto del 2003 permitan honrar la memoria de la figura de más alto rango en la historia cultural de Puerto Rico.

El título del Simposio: Hostos: forjando el porvenir americano, se inserta en la tradición más que centenaria de lo que fue uno de los ejes centrales del quehacer hostosiano. No hablamos sólo de su actividad incesante por la libertad y el bienestar de las Antillas, ni siquiera de su actividad tesonera por la libertad y el bienestar de la América Latina: hablamos de un laborar que no hay que mirar con ojos retrospectivos como pieza de museo porque las enzimas de su teoría y de sus ambiciones todavía están activas, todavía tienen campo de trabajo prospectivo, todavía tiene Hostos luz de porvenir, consejo, proyecto, agenda viva. El gerundio de la frase titular de este simposio -«forjando»- nos sitúa dentro del presente activo de un proceso que tuvo su inicio pero que no tiene aún su final. El gerundio de la frase titular de este simposio no mira la muerte de Hostos hacia el pasado, sino que se proyecta al porvenir. En el Panteón de los Héroes de la República Dominicana arde aún la llama eterna, y en esa llama está viva la gratitud del pueblo dominicano, y está vivo su recuerdo. Pero debemos tener la certeza de que esa llama debe arder también porque Hostos sigue siendo una provocación, una herramienta vital para cultivar esperanza y para forjar agenda de futuro.

La Junta Editora de Exégesis y el Comité Organizador de este simposio se solidarizan plenamente con las actividades planificadas por la Comisión Para el Centenario, el Instituto de Estudios Hostosianos, el Recinto Universitario de Mayagüez de la UPR, y por los hostosianos que en la República Dominicana, Cuba, el estado de Nueva York, Chile, Paraguay, Uruguay y Argentina, hasta donde hoy sabemos, planifican actividades conmemorativas. No obstante, este simposio adopta una personalidad distintiva que reside en su carácter festivo, pues siente y cree que la muerte de Hostos no se ha completado, que todavía está ocurriendo, que su testimonio todavía denuncia los males de un proceso que no sólo no ha pasado a ser un fósil de la historia, sino que un siglo más tarde ha visto fortalecer su fuerza desintegradora. Contra él, la principal receta hostosiana no era -ni es-, como suele decirse, la educación, sino la libertad, la necesidad de constituir una liga de independientes que sepa escoger con quiénes unimos las fuerzas, con quiénes confederamos los recursos, con quiénes hermanamos los sueños, con quiénes protegemos nuestro derecho a la vida independiente. Creemos que con su muerte Hostos completa una vida que no cabe en un sepulcro, una vida tan grande, tan sembrada de semilla, tan concentrada de energía y tan llena de porvenir, que tiene que ser celebrada, pues no hay Hostos más vivo que aquél de su último respiro. Este simposio, pues, no será ni un réquiem ni la muda estatua de un pesar que no descansa: será una canción de solidaridad, una sonrisa de orgullo nacional, un abrazo de alegría. ¡Unámonos en ella!




ArribaAbajoNota de prensa 2

Simposio dedicado a Manolín Maldonado Denis


En 1993 publicamos en la revista Exégesis un homenaje a Manuel Maldonado Denis, entonces recientemente fallecido. Allí afirmamos lo siguiente: «Manuel Maldonado Denis representó en nuestra nación y fuera de ella al paradigma del intelectual puertorriqueño forjado al calor de los motivos que le sirvieron de estímulo a su incesante investigación: Betances, Hostos, Martí, Albizu, las luchas centenarias de emancipación de sus pueblos afroantillanos y tercermundistas, hombres, pueblos y procesos. Orador, polemista, ensayista notable que nos legó en publicaciones imprescindibles uno de los testimonios más penetrantes de nuestra época. Exégesis rinde homenaje a este militante inquebrantable de la libertad de la verdad que se esforzó por hacernos descubrir, más que nada, la verdad de toda libertad» (16:1).

Ahora la Junta Editora de Exégesis y el Comité Organizador del Simposio en homenaje a Eugenio María de Hostos que se celebrará en el recinto de Humacao de la Universidad de Puerto Rico en agosto del 2003 con motivo del primer centenario de la muerte del prócer, dedica los actos a honrar la memoria de Maldonado Denis.

De estar vivo Manolín, pensamos, habríamos visto en la prensa del país, semanalmente, artículos relativos al centenario de Hostos. Manolín habría aglutinado los esfuerzos de las más claras mentes del país, habría levantado una organización digna de la ocasión, y habría recordado la fecha de agosto con tal decoro que arrojaría sobre el país un aliento de profunda satisfacción. Tal era el poder de convocatoria de Maldonado Denis. Tal era su capacidad de trabajo y de organización. Tal era su compromiso con la verdad de la historia, y su sentido de gratitud, y su conciencia de la importancia que tiene para los pueblos honrar sus héroes, su certeza de cuánto puede hacer por nosotros Hostos todavía.

Pero más importante es establecer cómo y cuánto Manolín habría iluminado los hitos que se cruzan en este aniversario. Manolín nos habría recordado, por ejemplo, que la tarea educativa de Hostos no tuvo como norte el estudio de carreras sino el cultivo de hombres y mujeres completos, de seres humanos conscientes de que sólo se puede ser en libertad. Manolín habría explicado cómo Hostos pudo consagrar su vida a las causas de la libertad de Cuba y la República Dominicana y cómo pudo insertarse en la senda de los grandes libertadores de la América Latina sin diluir su aliento por la causa de la libertad de Puerto Rico. Manolín aclararía que Hostos denunciaría el bombardeo inmisericorde de países lejanos como una práctica de venganza insensible al dolor ajeno y un ejercicio de prepotencia imperialista que no debería tener cabida en la tolerancia del siglo XXI. Manolín resaltaría cómo Hostos vislumbró el peligro de la globalización económica al advertir en muchas ocasiones a los países pequeños del peso incontrastable de los países grandes, y de cómo se perdería la soberanía y se sucumbiría en la absorción de no buscar formas de asociación entre los países pequeños, nunca del pequeño con el grande. Manolín nos explicaría cómo en tantos países se busca con urgencia nuevas formas para sanear la democracia que vicia la cada vez más grande brecha de las desigualdades sociales y la corrupción que generan los grandes intereses. Conscientes, precisamente por este centenario, de cuánta falta nos hace Manolín, evocamos su recuerdo y conjuramos su presencia para que nos acompañe, en esta fecha, en este simposio que muy bien podría tratar también, hostosianamente, temas de tanta actualidad. Recordar a Hostos es siempre degustar la fuerza de la honradez y encender la tea de la libertad.




ArribaAbajoNota de prensa 3

Un simposio para la creación y las artes


El simposio que con motivo del primer centenario de la muerte de Hostos auspicia la revista Exégesis de la Universidad de Puerto Rico en Humaco abre su espacio también a los creadores de las artes plásticas así como a los poetas, ensayistas, narradores y dramaturgos. El simposio no sólo propone que el tema de la figura histórica de Hostos sea importante, sino que también lo es todo aquello que fue motivo de sus desvelos, agonía de sus sueños, objeto de su quehacer iluminador, de su pasión de libertad, y de su querencia americana. Por eso Hostos no puede vislumbrarse como pieza de museo sino como la brújula que al definir los «principios de los independientes» -de los hombres y mujeres libres- y al estudiar las raíces de los males crónicos de los países de toda la América Latina define un mapa de acción imprescindible para las generaciones sucesivas que son las nuestras.

El Comité Organizador de este simposio no vislumbra la obra de Hostos como una obra decimonónica caduca. Si el pensamiento revolucionario de José Martí puede ser todavía en el siglo XXI el fundamento de una revolución en El Caribe, Hostos puede ser más que una inspiración para la América Latina. La utopía americana que forjó en sus estudios incesantes de la América Nuestra es una proyección necesaria y urgente, pero aún no cumplida. ¿Hemos creado el «hombre completo» que siempre soñó Hostos? ¿Le hemos dado a la mujer el mismo espacio libre y decoroso que merece todo ser humano? ¿Le hemos devuelto al trabajador el fruto íntegro de su trabajo? ¿Hemos distribuido con razón y justicia la riqueza social? ¿Vivimos una verdadera democracia? ¿Educamos a nuestros niños en la plenitud de sus facultades? ¿Predomina en nuestras comunidades el sentido de justicia? ¿Somos solidarios con los pueblos del mundo? ¿Nos indigna la injusticia que se comete contra cualquiera y en cualquier parte? ¿Son libres los países de la América Latina? ¿Es libre Puerto Rico? Estas preguntas pueden darnos una idea de cuan pertinente es el mensaje de Hostos.

Hostos creía en el arte que presiente. Hostos creía en el arte comprometido con la problemática concreta del ser humano y de nuestros países. Hostos creía que el arte debía fundarse en la realidad concreta. Pero también creía que la imaginación era una facultad humana y ejerció la suya, a juicio de Martí, con carácter de fuego. Hostos creía que el arte podía explorar y darnos la clave de las cuitas más insondables de Hamlet. Hostos creía que el arte podía explicar la historia profunda de nuestros países, las raíces de nuestras debilidades y fortalezas y las claves de nuestro porvenir. Hostos creía que los países más tiranizados son los más poéticos. Hostos creía que el arte tiene una función moral que cumplir porque se debe al otro y no debe mentir. Hostos creía que el arte se le entrega entero a la campesina humilde que se postra ante sus obras como ante un templo. Hostos creía en la fuerza descubridora de la fábula, de la metáfora, de la palabra. Hostos creía en la necesidad de cultivar la sensibilidad. Hostos creía que el arte debía amar el sufrimiento ajeno. Hostos creía en el deber de cantar la redención por el trabajo. Hostos creía que el arte educa al sentimiento y nos hace libres a todos.

Busquemos a Hostos con versos nuevos, con nuevos trazos de pincel, con la nueva voz de una canción, con la palabra encendida y los sueños más despiertos. ¡Artistas: busquemos a Hostos!




ArribaAbajoNota de prensa 4

De Hostos a Cervantes: Ardiente paciencia


Hemos visto las celebraciones del centenario de la Universidad de Puerto Rico con regocijo depurado y una simultánea nostalgia contrariada. Bien estuvo el canto de las tunas y de Roy, el bizcocho y la fiesta, pero extrañamos los otros modos de hacer conmemoraciones propios de una universidad, pues nosotros no podemos permitirnos el lujo de enajenarnos ni un segundo de una realidad que está siempre llena de conflictos. Algunos hicieron acto de presencia estridente en medio de la celebración. Otros, apenas mostraron su rostro en una postal.

Una de las invitaciones circuladas para esta actividad colocó, aunque en último lugar, una pequeña imagen del busto de Hostos que hay en el recinto. Nos alegró, sobre todo, porque hemos anticipado la conveniencia y la necesidad de vincular el centenario de la UPR con el centenario de la muerte de Hostos. De los representantes de la universidad no escuchamos palabra alguna sobre este particular en los discursos oficiales, aunque no dudo que rondara en la mente de algunos ni que apareciera de soslayo en alguna expresión oficial. (¿Dónde está el ex presidente Fernando Agrait que patrocinó el majestuoso congreso del sesquicentenario, fundó la Cátedra de Honor Hostos y, con la ayuda del ex rector Fernández, el Instituto de Estudios Hostosianos?) Nos alegró, sin embargo, oírlo en la voz del Presidente del Senado, Fas Alzamora, porque entre el centenario del natalicio de Hostos y el centenario de su muerte corren los 64 años que vivió Hostos, y entre ellos, y entre la atención que puso el gobierno de entonces y la atención que pone el gobierno de hoy, parece que hubiera un abismo de sospecha, recelo y alarma, a pesar de las declaraciones del Secretario de Educación, César Rey, y a pesar de que finalmente se constituyera con la ayuda del Municipio de Mayagüez y de la Asociación de Periodistas, más que con el auxilio del gobierno central o de la universidad, un Comité Nacional del Centenario. Parece necesario constatar que ambos centenarios -el del natalicio y de la muerte- se encuentran en conflicto, como parece curioso que estén ahora en conflicto el centenario de la universidad y el de Hostos.

Desde las páginas de Exégesis hemos estado recordándole reiteradamente al país, al menos desde el 2001, el centenario de Hostos. Hemos publicado artículos en la prensa para exhortar a las autoridades universitarias a vincular ambos centenarios. Hemos escrito cartas a la Gobernadora Calderón, a los legisladores, a diversas instituciones y numerosos profesores. Finalmente, decidimos auspiciar un simposio que con el título de Hostos: Forjando el porvenir americano, celebraremos en el recinto de Humacao en agosto próximo con más de 40 ponencias y presentaciones de obras plásticas y literarias, y varios participantes del exterior. En cuanto a lucha y perseverancia, Hostos es -es, ¿eh?- un maestro inaudito. Pero, ¿para cuántos de nosotros es también maestro de sueños?

Porque creía en la «ciudad luz del porvenir» de la que habló Rimbaud, Pablo Neruda puso al servicio de ella, como una bandera, toda su poesía. Su convicción llegó hasta tal grado que en su discurso de aceptación del premio Nobel proclamó que ella no sólo justificaba el carácter partidario de su obra, sino que convirtió su fe en esa ciudad utópica en el fundamento de su grandeza como poeta. Sin la certidumbre de su sueño de justicia, libertad e igualdad, sostuvo al concluir el discurso, la poesía misma habría cantado en vano.

De la misma manera creo que la fe de Hostos en esa visión del porvenir de América que construyó a fuerza de razón, voluntad y sentimiento, esa utopía de rectificaciones, redenciones y reivindicaciones por las que no sólo abogó toda su vida, sino que señaló rumbo en la rosa de los vientos, ideó táctica y estrategia, inició la marcha, instrumentó y edificó, pone en evidencia la grandeza de su obra. No reconocerlo hoy, es certificar con nuestro silencio que se sacrificó en vano.

No es posible referirse a la utopía hostosiana como un simple idealismo, porque las visiones de Hostos, como las de Cervantes, no fueron ni molinos de viento ni castillos en el aire. Cervantes, lo mismo que el Quijote, sabía muy bien quiénes eran en realidad los duendes que combatía. En el caso de Hostos, tampoco podían ser sueños vanos del positivista y del empirista que en gran medida fue; no podían serlo en el científico social que aplicó toda suerte de recursos en su estudio incesante de la realidad social, política, económica, cultural, humana; no podían serlo en aquél que estuvo constantemente dispuesto a ofrendar su bienestar y su vida y que con tal de hacer realidad sus sueños supo forjar ideas, principios y cimientos, aunar voluntades, hacer camino a través de los Andes y, como quiso Martí, por encima del mar.

Cervantes como Hostos, como Neruda luego, sabían muy bien que la ciudad del porvenir no habría de ser sólo obra de sus manos, que se trataba de la obra a realizar por un río solidario, la aportación en sedimento de un olear de generaciones. Y supo que sería necesario enfrentar las defecciones y las oposiciones, el reto y el retroceso impuesto de muchas resistencias. Se trataba -y se trata- de una conquista que no termina, de una lucha sin acabamiento, de un encadenar de victorias y derrotas. Neruda acepta y comprende, que viene de una tradición comunitaria, tradición con un destino de justicia y libertad para todos que asume con gozo y responsabilidad para continuarla y, lo que es aún más importante, renovarla.

Rimbaud habló de la necesidad de construir la ciudad-luz de la equidad con una «ardiente paciencia». Neruda, tras contemplar esa historia de América saturada de lo grande y lo pequeño, de la aportación y la revuelta, de lo extraordinario y de lo ruin, comprende a Rimbaud, y endosa un principio que nos enseña a persistir en los retrocesos, a trabajar con las oposiciones, mugir y embestir, como aconsejó de Diego, en las derrotas.

Hostos, en otros términos, habló toda su vida de esa «ardiente paciencia». En Chile, por ejemplo, en la conclusión al Plácido, escribe: «La eternidad hace bien en ser paciente. Los momentos pasan; pasan con ellos los hombres; pero siempre llega el día de la victoria para la justicia. Que no lo vea el que por ella ha sucumbido, eso ¿qué importa? El fin no es gozar de ese día radiante; el fin es contribuir a que llegue el día».

Esperando que llegue «el día» trabajamos para celebrar en el recinto de Humacao un simposio digno de los sueños utópicos de Hostos. El Recinto de Río Piedras bien podría unirse restaurando el monumento a Hostos, reparando el ultraje cometido contra él y contra su integridad por aquéllos que mutilaron la pieza al cortarle las palabras «Patria» y «Sociología» que identificaban las figuras femeninas que lo acompañan. Hoy en día, ese ultraje se consideraría un delito, una violación de los derechos de autor. Acaso quede por ahí algún abogado de causas perdidas que esté dispuesto a plantearle a la universidad, en los tribunales si fuera necesario, la reparación de esta indignidad. Bien está reparar edificios, aires acondicionados y caminos, pero mejor es reparar las lesiones del espíritu que nos anima y le da sentido de integridad y propósito a la existencia.

La Universidad haría bien, insisto, en vincular, sin reticencias, su centenario con el de Hostos. Al fin y al cabo, Hostos es, a no dudarlo, el puertorriqueño de mayor estatura intelectual de nuestra historia, como seguramente es también el puertorriqueño de mayor estatura moral. Y como escritor, es sencillamente, nuestro Cervantes, atributo éste que parece haberle pasado por alto a los maestros del país, pues, tratándose del año del centenario de su muerte, ¿cuántas semanas de la lengua se le dedicarán a Hostos en abril?

Acaso podamos decir en su ofrenda fúnebre de agosto como Cervantes dijo de don Quijote: que muere -otra vez- rodeado de sus amigos. Pero que no se diga de sus sueños, como se escribió de los sueños de Quijano, que nacieron sólo para él. Y sólo él para sus sueños.




ArribaNota de prensa 5

Medalla Hostos a la Solidaridad para el pueblo de Vieques


La Junta Editora de Exégesis y el Comité Organizador del Simposio se proponen entregar al pueblo de Vieques la que hemos llamado «Medalla Eugenio María de Hostos a la Solidaridad». Con ello no pretendemos ofrecer una distinción oficial de la Universidad de Puerto Rico, sino extender, más allá del plano del debate académico y de las aulas, los principios más altos de la militante moral hostosiana, y certificar con ello cuan profundamente vivo y pertinente es el Hostos de este centenario.

Si algo define la vida de Hostos es su abnegación, su desprendimiento, su universal y consecuente sentido de compromiso con los demás. Olvidado de sí, se consagró primero a la causa de España y de la federación hispánica; olvidado de sí, se dio luego por entero a la revolución antillana; olvidado de sí, se bautizó poco más tarde hijo de todas las repúblicas latinoamericanas; olvidado de sí, combatió siempre toda injusticia y se comprometió para siempre con todos los desheredados de la tierra. La obra de Hostos no se distingue por la metafísica y la abstracción, sino por la crítica transformadora de la realidad social, por su sentido imperativo de servicio, y por su voluntad incoercible. Nos referimos a ese conjunto de fuerzas en tensión que define su «moral social». Nos referimos a los principios políticos que detalló en su «Programa de los independientes». Nos referimos a la energía motora de esa incesante actividad revolucionaria de Hostos que aún provoca y convence. Estos valores y principios hostosianos han estado presentes en la lucha del pueblo de Puerto Rico por la salud de Vieques, pero creemos que su presencia estuvo generada porque, como ocurre con el fuego en la pradera, ardió primero en el pueblo de Vieques.

La lucha del pueblo de Vieques contra la marina de guerra norteamericana es uno de los episodios más trascendentales de la historia de Puerto Rico. Sobre todo este episodio flotó, acaso inadvertido, ese espíritu de Hostos que no transigía con la injusticia, que no consentía la indignidad, que no doblegaba el derecho de los pueblos a la soberanía y el derecho de los individuos a ser libres. No se trata tan sólo de que Vieques logró imponerse sobre la voluntad de uno de los poderes más grandes del mundo, sino de que Vieques se convirtió en el motivo que logró aunar por primera vez en nuestra historia la voluntad fragmentada y dispersa de todo el pueblo de Puerto Rico. Solidaridad no quiere decir ausencia de conflictos. En la lucha de Vieques emergieron con frecuencia las desavenencias. Pero el sentido de convergencia fue más fuerte. Si Puerto Rico tuvo conciencia de su ser como nación, o si Puerto Rico sólo defendió un reclamo de justicia reconocido en el plano internacional de los derechos humanos, es importante dilucidarlo, pero lo que no puede ser negado es que, instigado y conmovido por la unidad del pueblo de Vieques, nuestro país completo, desde Fajardo a Nueva York, pudo contemplarse como un sujeto unido ante el espejo de historia.

La Medalla Hostos a la Solidaridad fue modelada por el renombrado escultor puertorriqueño José Buscagüa, quien a solicitud nuestra donó su talento creador. Y fue reproducida gracias al auspicio de la Fundación Francisco Manrique Cabrera. El sábado 16 de agosto, y como parte de los actos de clausura del Simposio, entregaremos esta medalla a los representantes del pueblo de Vieques. Invitamos a todo el pueblo de Puerto Rico a estar presente, y muy particularmente, a los miles que practicaron la desobediencia civil, en el espíritu de Hostos.





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