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ArribaAbajo- XII -

Doloroso es tener que reconocer y consignar ciertas cosas; sin embargo, la sinceridad obliga a no eliminarlas de la narración. Queda, eso sí, el recurso de presentarlas de forma indirecta, procurando con maña que no lastimen tanto como si apareciesen de frente, insolentonas y descaradas, metiéndose por los ojos. Así la implícita desaprobación del novelista se disfraza de habilidad.

Tocante a la cita que la marquesa viuda de Andrade pensaba conceder en falso, con resolución firmísima de hacer la del humo, la novela puede guardar un discreto mutismo; y no faltará a su elevada misión, con tal que refiera lo que ocurría a la puerta de la dama: indicación sobria y a la vez sumamente expresiva.

La berlina de la señora, enganchada desde las cinco, esperaba allí. El cochero, inmóvil, bien afianzado en su cuña, había permanecido algún tiempo en la actitud reglamentaria, enarbolada la fusta, recogidas las riendas, ladeado graciosamente el sombrero y muy juntas las punteras de las botas; pero transcurrido un cuarto de hora, el recalmón de la tardecita y el aburrimiento de la espera le derramaron en los párpados grato beleño y fue dejando caer la cabeza sobre el pecho, aflojando las manos, exhalando una especie de silbido y a veces un ronquido súbito, que le asustaba a él mismo despertándole... También el caballo, durante los primeros momentos de quietud, se mantuvo engallado, airoso, dispuesto a beberse la distancia; pero al convencerse de que teníamos plantón, desplomó el cuerpo sobre las patas, sacudió el freno regándolo con espuma, entornó los ojos y se dispuso a la siesta. Hasta la misma berlina pareció afianzarse en las ruedas con ánimo de descansar.

Y fue poniéndose el sol, subiendo de piso en piso a despedirse de los cristales, refugiándose en la copa de las acacias de Recoletos cuando ya las envolvía la azul y vaporosa bruma del anochecer; y el calor disminuyó un tantico, y el farolero corrió encendiendo hilos de luz a lo largo de las calles... Berlina, caballo y cochero dormían, resignados con su suerte, sin que se les ocurriese que para semejante viaje no se necesitaban alforjas y que mejor se encontrarían la una metida en su funda, el otro despachando su ración de pienso, el último en su taberna favorita o viendo la novillada de aquella tarde...

Cerca de las siete serían cuando salió de la casa un hombre. Era apuesto y andaba aprisa, recatándose de la portera. Atravesó la calle y en la acera de enfrente se detuvo, mirando hacia las ventanas del cuarto de Asís. Ni rastro de persona asomada en ellas. El hombre siguió su camino hacia Recoletos.




ArribaAbajo- XIII -

Solía el comandante Pardo ir alguna que otra noche a casa de su paisana y amiga la marquesa de Andrade. Charlaban de mil cosas, disputando, acalorándose, y en suma, pasando la velada solos, contentos y entretenidos. De galanteo propiamente dicho, ni sombra, aun cuando la gente murmuraba (de la tertulia de la Sahagún saldría el chisme) que don Gabriel hacía tiro al decente caudal y a la agradable persona de Asís; si bien otros opinaban, con trazas y tono de mejor informados, que ni a Pardo le importaba el dinero, por ser desinteresadísimo, ni las mujeres, por hallarse mal curada todavía la herida de un gran desengaño amoroso que en Galicia sufriera: una historia romántica y algo obscura con una sobrina, que por huir de él se había metido monja en un convento de Santiago.

Ello es que Pardo resolvió consagrar a la dama la noche del día en que la berlina echó la siesta famosa. Serían las nueve cuando llamó a la puerta. Generalmente, los criados le hacían entrar con un apresuramiento que delataba el gusto de la señora en recibir semejantes visitas. Pero aquella noche, así Perfecto (el mozo de comedor, a quien Asís llamaba Imperfecto por sus gedeonadas) como la Diabla, se miraron y respondieron a la pregunta usual del comandante, titubeando e indecisos.

-¿Qué pasa? ¿Ha salido la señorita? Los martes no acostumbra.

-Salir..., como salir... -balbució Imperfecto.

-No, salir no -acudió la Diabla, viéndole en apuro-. Pero está un poco...

-Un poco dilicada -declaró el criado con tono diplomático.

-¿Cómo delicada? -exclamó el comandante alzando la voz-. ¿Desde cuándo se encuentra enferma? ¿Y qué tiene? ¿Guarda cama?

-No señor, guardar cama no... Unas miagas de jaqueca...

-¡Ah!, bien: díganle ustedes que volveré mañana a saber... y que le deseo alivio. ¿Eh? ¡No se olviden!

Acabar de decir esto el comandante y aparecer en la antesala Asís en bata y arrastrando chinelas finas, fue todo uno.

-Pero que siempre han de entender al revés cuanto se les manda... Estoy, Pardo, estoy visible... Entre usted... Qué tienen que ver las órdenes que se dan así, en general, para la gente de cumplido... Haga usted el favor de pasar aquí...

Gabriel entró. La sala estaba tan simpática, tan tentadora, tan fresca como la víspera; la pantalla de encaje filtraba la misma luz rosada y ensoñadora; en un talavera de botica se marchitaba un ramo de lilas y rosas blancas. Tropezó el pie del comandante, al ir a sentarse en su butaca de costumbre, con un objeto medio oculto en las arrugas del tapiz turco arrojado ante el diván. Se bajó y recogió del suelo el estorbo, maquinalmente. Asís extendió la mano, y a pesar de lo muy distraído y sonámbulo que era Gabriel, no pudo menos de observar la agitación de la dama al recobrar la prenda, que era uno de esos tarjeteros sin cierre, de cuero inglés, con dos iniciales de plata enlazadas, prenda evidentemente masculina. Por un instinto de discreción y respeto, Gabriel se hizo el tonto y entregó su hallazgo sin intentar ver la cifra.

-Pues me habían dado un susto ese Imperfecto y esa Diabla... -murmuró, tratando de disimular mejor la sorpresa-. Están en Belén... ¿Se había usted negado, sí o no?

-Le diré a usted... Di una orden... Claro que con usted no rezaba; bien ha visto usted que le llamé... -alegó la señora con acento contrito, cual si se disculpase de alguna falta gorda, y muy inmutada, aunque esforzándose también en no descubrirlo.

-¿Y qué es ello? ¿Jaqueca?

-Sí..., bastante incómoda. (Asís se llevó la mano a la sien.)

-Entonces le voy a dar a usted la noche si me quedo. La dejaré a usted descansar... En durmiendo se pasa.

-No, no, qué disparate... No se va usted. Al contrario...

-¿Cómo que al contrario? Ruego que se expliquen esas palabras -exclamó el comandante, aprovechando la ocasión de bromear para que se le quitase a Asís el sobresalto.

-Se explicarán... Significan que va usted a acompañarme por ahí fuera un ratito... A dar una vuelta a pie. Me conviene esparcirme, tomar el aire...

-Iremos a un teatrillo... ¿Quiere usted? Dicen que es muy gracioso El Padrón Municipal, en Lara.

-Teatrillo..., ¿calor, luces, gente? Usted pretende asesinarme. No: si lo que me pide el cuerpo es ejercicio. Así, conforme estoy, sin vestirme... Me planto un abrigo y un velo... Me calzo... y jala.

-A sus órdenes.

Cuando salieron a la calle, Asís suspiró, aliviada, y con el impulso de su andar señaló la dirección del paseo.

El barrio de Salamanca, a trechos, causa la ilusión gratísima de estar en el campo: masas de árboles, ambiente oxigenado y oloroso, espacio libre, y una bóveda de firmamento que parece más elevada que en el resto de Madrid.

La noche era espléndida, y al levantar Asís la cabeza para contemplar el centelleo de los astros, se le ocurrió, por decir alguna cosa, compararlos a las joyas que solía admirar en los bailes.

-Aquellas cuatro estrellitas seguidas parecen el imperdible de la marquesa de Riachuelo... cuatro brillantazos que le dejan a uno bizco. Esa constelación... ¡allí, hombre, allí!, hace el mismo efecto que la joya que le trajo de París su marido a la Torres-Nobles... Hasta tiene en medio una estrellita amarillenta, que será el brillante brasileño del centro. Aquel lucero tan bonito, que está solo...

-Es Venus... Tiene algo de emblemático eso de que Venus sea tan guapa.

-Usted siempre confundiendo lo humano y lo divino...

-No, si la mezcolanza fue usted quien la armó comparando los astros a las joyas de sus amiguitas. ¡Qué hermoso es el cielo de Madrid! -añadió después de breve silencio-. En esto tenemos que rendir el pabellón, paisana. Nuestro suelo es más fresco, más bonito: pero la limpieza de esta atmósfera... Allá hay que mirar hacia abajo, aquí hacia arriba.

Callaron un ratito.

En aquel dosel azul sembrado de flores de pedrería, Asís y el comandante veían la misma cosa, un tarjetero de piel inglesa; y como por magnética virtud, sentían al través de sus brazos, que se tocaban, el mutuo pensamiento.

Hallábanse al final del Prado, enteramente desierto a tales horas, con sus sillas recogidas y vueltas. Se escuchaba el murmurio monótono de la Cibeles, y allá en el fondo del jardincillo, tras las irregulares masas de las coníferas, destacaba el Museo su elegante silueta de palacio italiano. No pasaba un alma, y la plazuela de las Cortes, a la luz de sus faroles de gas, parecía tan solitaria como el Prado mismo.

-¿Subimos hacia la Carrera? -interrogó Pardo.

-No, paisano... ¡Ay Jesús! A los dos pasos nos encontrábamos algún conocido, y mañana..., chi, chi, chi..., cuentecito en casa de Sahagún o donde se les antojase. Bajemos hacia Atocha.

-Y usted, ¿por qué da a eso tanta importancia? ¿Qué tiene de particular que salga usted a tomar el fresco en compañía de un amigo formal? Cuidado que son majaderas las fórmulas sociales. Yo puedo ir a su casa de usted y estarme allí las horas muertas sin que nadie se entere ni se ocupe, y luego, si salimos reunidos a la calle media hora... cataplum.

-Qué manía tiene usted de ir contra la corriente... Nosotros no vamos a volver el mundo patas arriba. Dejarlo que ruede. Todo tiene sus porqués, y en algo se fundan esas precauciones o fórmulas, como usted les llama. ¡Ay! ¡Qué fresquito tan hermoso corre!

-¿Está usted mejor?

-Un poco. Me da la vida este aire.

-Quiere usted sentarse un rato? El sitio convida.

Sí que convidaba el sitio, a la vez acompañado y solo: unos anchos asientos de piedra que hay delante del Museo, a la entrada de la calle de Trajineros, la cual si por su gran proximidad a la plazuela de las Cortes resulta céntrica y decorosa, a semejante hora compite en lo desierta con el despoblado más formidable de Castilla. Las acacias prodigaban su rica esencia, y si el comandante tuviese propósito de declarar a la señora algún atrevido pensamiento, nunca mejor. No sería así, porque después de tomar asiento se quedaron mudos ella y él; Asís, además de muda, estaba cabizbaja y absorta.

No es posible que esta clase de pausas se establezcan en una entrevista a solas de hombre y mujer, en tales sitios y horas, sin producirles a los dos un estado de ánimo singular, a la vez atractivo y embarazoso. El comandante limpió sus quevedos, operación que verificaba muy a menudo, volvió a calárselos y salió por la puerta o por la ventana, juzgando que la señora desearía explayarse.

-A mí no me la pega usted con jaquecas, Paquita... usted tiene algo... alguna cosa que la preocupa en gordo... No se me alarme usted: ya sabe que somos amigos viejos.

-Pero si no tengo nada... ¡Qué ocurrencia!

-Mejor, señora, mejor, celebro que sea así -dijo don Gabriel retrocediendo discretamente-. Yo, en cambio, le podría confiar a usted penas muy grandes..., cosas raras.

-¿Lo de la sobrina? -preguntó Asís con curiosidad, pues ya dos o tres veces en conversación familiar habían aludido de rechazo a ese misterio de la vida de don Gabriel.

-Sí: al menos la parte mía..., lo que me toca..., eso puedo contárselo a usted. Sabe Dios cómo lo glosa la gente. (Pardo se alzó el sombrero porque tenía las sienes húmedas de sudor.) Creo que se dice que la pobrecilla me detestaba y que por librarse de mí entró en un convento de novicia... Falso. No me detestaba, y es más: me hubiera querido con toda su alma a la vuelta de poco tiempo... Sólo que ella misma no acertó a descifrarlo. Cuando me conoció, estaba comprometida con otro hombre... cuya clase... no... En fin, que no podía aspirar a ser su marido. Y al convencerse de esto, la infeliz muchacha pensó que se acababa el mundo para ella y que no tenía más refugio que el convento. ¡Ay, Paquita! ¡Si supiese usted qué ratos... qué tragedia! Es asombroso que después de ciertos acontecimientos pueda uno volver a vivir como antes..., y vaya a tertulias y se chancee, y mire otra vez a las mujeres, y le agraden, sí..., como me agrada usted, por ejemplo..., y no lo eche usted a mala parte, que no soy pretendiente importuno, sino amigo de verdad. Ya sabe usted cómo digo yo las cosas.

Oía la dama la voz del artillero y al par otra interior que zumbaba confusamente:

-Confíale algo..., al menos indícale tu situación... Ideas estrafalarias las tiene, y a veces es poco práctico, pero es leal... No corres peligro, no... Así te desahogarás... Tal vez te aconseje bien. Anda, boba... ¿No hace él confianza en ti? Además... no creas que callando le engañas... ¡Quítale ya la escama del tarjetero!

A pesar de las excitaciones de la voz indiscreta, la señora, en alto, decía tan sólo:

-¿Conque la chica le quería a usted algo? ¿Sin saberlo? ¡Eso es muy particular! ¿Y cómo lo explica usted?

-¡Ay, Paquita! He renunciado a explicar cosa alguna... No hay explicación que valga para los fenómenos del corazón. Cuanto más se quieren entender, más se obscurecen. Hay en nosotros anomalías tan raras, contradicciones tan absurdas... Y a la vez cierta lógica fatal. En esto de la simpatía sexual, o del amor, o como usted guste llamarle, es en lo que se ven mayores extravagancias. Luego, a los caprichos y las desviaciones y los brincos de esta víscera que tenemos aquí, sume usted la maraña de ideas con que la sociedad complica los problemitas psicológicos. La sociedad...

-Contigo tengo la tema, morena... -interrumpió Asís festivamente-. Usted le echa a la sociedad todas las culpas. Ahí que no duele. Ya no sé cómo tiene espaldas la infeliz.

-Pues, figúrese usted, paisana. Como que de mi tragedia únicamente es responsable la sociedad. Por atribuir exagerada importancia a lo que tiene mucha menos ante las leyes naturales. Por hacer lo principal de lo accesorio. En fin, punto en boca. No quiero escandalizarla a usted.

-Paisano... Pero si me da mucha curiosidad eso que iba usted diciendo... No me deje a media miel... Todas las cosas pueden decirse, según como se digan. No me escandalizaré, vamos.

-Bien, siendo así... Pero ya no sé en qué estábamos... ¿Usted se acuerda?

-Decía usted que lo principal y lo accesorio... Eso será alguna herejía tremenda, cuando no quiso usted pasar de ahí.

-Sí, señora... Verá usted, la herejía... Yo llamo accesorio a lo que en estas cuestiones suele llamarse principal... ¿Se hace usted cargo?

Asís no respondió, porque pasaba un mozalbete silbando un aire de zarzuela y mirando de reojo y con malicia al sospechoso grupo. Cuando se perdió de vista, pronunció la dama:

-¿Y si me equivoco?

-¿No se asusta usted si lo expreso claramente?

La verdad, desde cierta distancia aquello parecía un diálogo amoroso. Acaso la valla que existía para que ni pudiese serlo ni llegase a serlo jamás, era un delgado y breve trozo de piel inglesa, la cubierta de un tarjetero.

-No, no me asusto... Vamos a hablar como dos amigos... francamente.

-¿Quedamos en eso? ¡Magnífico! Pues conste que ya no tiene usted derecho para reñirme si se me va la lengua... Procuraré, sin embargo... En fin, entiendo por accesorio... aquello que ustedes juzgan irreparable. ¿Lo pongo más claro aún?

-No, ¡basta! -gritó la señora-. Pero entonces, ¿qué es lo principal según usted?

-Una cosa que abunda menos..., en cambio, vale más... La realidad de un cariño muy grande entre dos... ¿Qué le parece a usted?

-¡Caramba! -exclamó la señora, meditabunda.

-Le voy a proponer a usted una demostración de mi teoría... Ejemplo; como dicen los predicadores. Imagínese que en vez de estar en el Prado, estamos en Tierra de Campos, a dos leguas de un poblachón; que yo soy un bárbaro; que me prevalgo de la ocasión, y abuso de la fuerza, y le falto a usted al respeto debido... ¿Hay entre nosotros, dos minutos después, algún vínculo que no existía dos minutos antes? No señora. Lo mismo que si ahora se trompica usted con una esquina..., se hace daño..., procura apartarse y andar con más cuidado otra vez... y acabose.

-Pintado el lance así..., lo que habría, que usted me parecería atroz de antipático y de bruto.

-Eso sí... pero vamos a perfeccionar el ejemplo, y pido a usted perdón de antemano por una conversación tan shocking. Pues no señora: suponga usted que yo no abuso de la fuerza ni ese es el camino. Lo que hago es explotar con maña la situación y despertar en usted ese germen que existe en todo ser humano... Nada de violencia: si acaso, en el terreno puramente moral... Yo soy hábil y provoco en usted un momento de flaqueza...

Fortuna que era de noche y estaba lejos el farol, que si no, el sofoco y el azoramiento de la dama se le meterían por los ojos al comandante. -Lo sabe, lo sabe -calculaba para sí, toda trémula y en voz alterada y suplicante, exclamó interrumpiendo:

-¡Qué horror! ¡Don Gabriel!

-¿Qué horror? ¡Mire usted lo que va de ustedes a nosotros! Ese horror, Paquita del alma, no les parece horrible a los caballeros que usted trata y estima: al marqués de Huelva con su severidad de principios y su encomienda de Calatrava que no se quita ni para bañarse..., al papá de usted tan amable y francote..., yo..., el otro..., toditos. Es valor entendido y a nadie le extraña ni le importa un bledo. Tratándose de ustedes es cuando por lo más insignificante se arma una batahola de mil diablos, que no parece sino que arde por los cuatro costados Madrid. La infeliz de ustedes que resbala, si olfateamos el resbalón, nos arrojamos a ella como sabuesos, y o puede casarse con el seductor, o la matriculamos en el gremio de las mujeres galantes hasta la hora de la muerte. Ya puede después de su falta llevar vida más ejemplar que la de una monja: la hemos fallado..., no nos la pega más. O bodas, o es usted una corrida, una perdida de profesión... ¡Bonita lógica! Usted, niña inocente, que cae víctima de la poca edad, la inexperiencia y la tiranía de los afectos y las inclinaciones naturales, púdrase en un convento, que ya no tiene usted más camino... Amiga Asís... ¡Tonterías!

Mientras hablaba el comandante, su fantasía, en vez de los plátanos del jardincillo, le representaba otras masas sombrías de follaje, robles y castaños; y el olor fragante de las flores de acacia le parecía el de las silvestres mentas que crecen al borde de los linderos en el valle de Ulloa. La dama que tenía a su lado, por otro fenómeno de óptica interior, veía el rebullicio de una feria, una casita al borde del Manzanares, un cuartuco estrecho, un camastro, una taza de té volcada...

-Tonterías -prosiguió don Gabriel sin fijarse en la gran emoción de Asís-, pero que se pagan caras a veces... Sucede que se nos imponen, y que por obedecerlas, una mujer de instintos nobles se juzga manchada, vilipendiada, infamada por toda su vida a consecuencia de un minuto de extravío, y, de no poder casarse con aquel a quien se cree ligada para siempre jamás, se anula, se entierra, se despide de la felicidad por los siglos de los siglos amén... Es monja sin vocación, o es esposa sin cariño... Ahí tiene usted donde paran ciertas cosas.

Al murmurar con amargura estas palabras, el comandante, en lugar de la silueta gentil del Museo, veía las verdosas tapias del convento santiagués, las negras rejas de trágicos recuerdos, y tras de aquellas rejas comidas de orín una cara pálida, con obscuros ojos, muy semejante a la de cierta hermana suya que había sido el cariño más profundo de su vida.




ArribaAbajo- XIV -

-Vaya, Pardo... Es usted terrible. ¿Me quiere usted igualar la moral de los hombres con la de las mujeres?

-Paquita..., dejémonos de clichés. -(Pardo usaba muy a menudo esta palabrilla para condenar las frases o ideas vulgares.)- Tanto jabón llevan ustedes en las suelas del calzado como nosotros. Es una hipocresía detestable eso de acusarlas e infamarlas a ustedes con tal rigor por lo que en nosotros nada significa.

-¿Y la conciencia, señor mío? ¿Y Dios?

La dama argüía con cierta afectada solemnidad y severidad, bajo la cual velaba una satisfacción inmensa. Iban pareciéndole muy bonitos y sensatos los detestables sofismas del comandante, que así pervierte la pasión el entendimiento.

-¡La conciencia! ¡Dios! -exclamó él remedando el tono enfático de la señora-. Otro registro. Bueno: toquémoslo también. ¿Se trata de pecadores creyentes? ¿Católicos, apostólicos, romanos?

-Por supuesto. ¿Ha de ser todo el mundo hereje como usted?

-Pues si tratamos de creyentes, la cuestión de conciencia es independiente de la de sexo. Aunque me llama usted hereje, todavía no he olvidado la doctrina; puedo decirle a usted de corrido los diez mandamientos... y se me figura que rezan igual con ustedes que con nosotros. Y también sé que el confesor las absuelve y perdona a ustedes igualito que a nosotros. Lo que pide a la penitente el ministro de Dios, es arrepentimiento, propósito de enmienda. El mundo, más severo que Dios, pide la perfección absoluta, y si no... O todo o nada.

-No, no; mire usted que también el confesor nos aprieta más las clavijas. Para ustedes la manga se ensancha un poquito... -repuso Asís, saboreando el deleite de aducir malas razones para saborear el gusto de verlas refutadas.

-Hija, si eso hacen, es por prudencia, para que no desertemos del confesionario si nos da por frecuentarlo... En el fondo ningún confesor le dirá a usted que hay un pecado más para las hembras. Es decir que la cosa queda reducida a las consecuencias positivas y exteriores..., al criterio social. En salvando este, en no sabiéndose nada, el asunto no tiene más trascendencia en ustedes que en nosotros... Y en nosotros... ¡ayúdeme usted a sentir! (Al argüir así, el comandante castañeteaba los dedos.) Ahora, si usted me ataca por otro lado...

-Yo... -balbució la señora, sin pizca de ganas de atacar.

-Si me sale usted con el respeto y la estimación propia..., con lo que cada cual se debe a sí mismo...

-Eso..., lo que cada cual se debe a sí mismo -articuló Asís hecha una amapola.

-Convendré en que eso siempre realza a una mujer; pero, en gran parte, depende del criterio social. La mujer se cree infamada después de una de esas caídas ante su propia conciencia, porque le han hecho concebir desde niña que lo más malo, lo más infamante, lo irreparable, es eso; que es como el infierno, donde no sale el que entra. A nosotros nos enseñan lo contrario; que es vergonzoso para el hombre no tener aventuras, y que hasta queda humillado si las rehúye... De modo, que lo mismo que a nosotros nos pone muy huecos, a ustedes las envilece. Preocupaciones hereditarias emocionales, como diría Spencer. Y vaya unos terminachos que le suelto a usted.

-No, si yo con su trato ya me voy haciendo una sabia. Todos los días me aporrea usted los oídos con cada palabrota...

-¿Y si yo le dijese a usted -prosiguió Pardo echándose a disertar-, que eso que llamé accesorio en las aventurillas, me parece a mí que en el cariño verdadero, cuando están unidas así, así, como si las pegasen con argamasa, las voluntades, llega a ser más accesorio aún? Es el complemento de otra cosa mucho más grande, que dura siempre, y que comprende eso y todo lo demás... Lo estoy embrollando, paisana. Usted se ríe de mí: a callar.

Asís oía, oía con toda su alma, pareciéndole que nunca había tenido su paisano momentos tan felices como aquella noche, ni hablado tan discreta y profundamente. Los dichos del comandante, que al pronto lastimaban sus convicciones adquiridas, entraban, sin embargo, como bien disparadas saetas hasta el fondo de su entendimiento y encendían en él una especie de hoguera incendiaria, a cuya destructora luz veía tambalearse infinitas cosas de las que había creído más sólidas y firmes hasta entonces. Era como si le arrancasen del espíritu una muela dañada: dolor y susto al sentir el frío del instrumento y el tirón; pero después, un alivio, una sensación tan grata viéndose libre de aquel cuerpo muerto... Anestesia de la conciencia con cloroformo de malas doctrinas, podría llamarse aquella operación quirúrgico-moral.

-Es un extravagante este hombre -pensaba la operada-. Decir me está diciendo cosas estupendas... Pero se me figura que le sobra la razón por encima de los pelos. Habla por su boca la justicia. ¿Va una a creerse criminal por unos instantes de error? Siempre estoy a tiempo de pararme y no reincidir... ¡Claro que si por sistema...! Ni él tampoco dice eso, no... Su teoría es que ciertas cosas que suceden así..., qué sé yo cómo, sin iniciativa ni premeditación por parte de uno, no han de mirarse como manchas de esas que ya nunca se limpian... El mismo padre Urdax de fijo que no es tan severo en eso como la sociedad hipocritona... ¡Ay Dios mío!... Ya estoy como mi paisano, echándole a la sociedad la culpa de todo.

Al llegar aquí de sus reflexiones la dama, la molestó un cosquilleo, primero entre las cejas, luego en la membrana de la nariz... ¡Aaach! Estornudó con ruido, estremeciéndose.

-¡Adiós! Ya se me ha resfriado usted -exclamó su amigo-. No está usted acostumbrada a estas vagancias al sereno... Levántese usted y paseemos.

-No, si no es el rocío lo que me acatarra a mí... He tomado sol.

-¿Sol? ¿Cuándo?

-Ayer..., digo, anteayer..., yendo..., sí, yendo a misa a las Pascualas. No crea usted: desde entonces ando yo... regular, nada más que regularcita. Cuando jaquecas, cuando marcos...

-De todos modos... guíese usted por mí: andemos, ¿eh? Si sobre la insolación le viene a usted un pasmo... o coge usted unas intermitentes de estas de primavera en Madrid...

-No me asuste usted... Tengo poco de aprensiva -contestó la dama levantándose y envolviéndose mejor en el abrigo.

-¿A su casa de usted?

-Bien..., sí, vamos hacia allá despacio.

No siguió el comandante explanando sus disolventes opiniones hasta la misma puerta de la señora. Al abrirla Imperfecto, Asís convidó a su amigo a que descansase un rato; él se negó; necesitaba darse una vuelta por el Círculo Militar, leer los periódicos extranjeros y hablar con un par de amigos, a última hora, en Fornos. Deseó respetuosamente las buenas noches a la señora y bajó las escaleras a paso redoblado. Con el mismo echó calle abajo aquel gran despreocupado, nihilista de la moral: y nos consta que iba haciendo este o parecido soliloquio, parecidísimo al que en igualdad de circunstancias haría otra persona que pensase según todos los clichés admitidos:

-Me ha engañado la viuda... Yo que la creía una señora impecable. Un apabullo como otro cualquiera. No he mirado las iniciales del tarjetero: serían... ¡vaya usted a saber! Porque en realidad, ni nadie murmura de ella, ni veo a su alrededor persona que... En fin, cosas que suceden en la vida: chascos que uno se lleva. Cuando pienso que a veces se me pasaba por la cabeza decirle algo formal... No, esto no es un caballo muerto, ¡qué disparate!, es sólo un tropiezo del caballo... No he llegado a caerme... ¡Así fuesen los desengaños todos!...

Siguió caminando sin ver los árboles del Retiro, que se agrupaban en misteriosas masas a su derecha. Ni percibía el olor de las acacias. Pero él seguía oliendo, no a los cortesanos y pulidos vegetales de los paseos públicos, sino a otros árboles rurales, bravíos y libres: los que producen la morena castaña que se asa en los magostos de noviembre, en el valle de los Pazos.




ArribaAbajo- XV -

La tarde del día siguiente la dedicó Asís a pagar visitas. Tarea maquinal y enfadosa, deber de los más irritantes que el pacto social impone. Raro es que nadie se someta a él sin murmurar, por fuera o por dentro, del mundo y sus farsas. Menos mal cuando las visitas se hacen, como las hacía la dama, en pies ajenos. Entonces lo arduo de la faena empieza en las porterías. ¡Si todas las casas fuesen como la de Sahagún o la de Torres -Nobles, por ejemplo! Allí, antes de llegar, ya llevaba Asís en la mano la tarjeta con el pico dobladito, y al sentir rodar el coche, ya estaba asomándose al ancho vano del portón el portero imponente, patilludo, correcto, amabilísimo, que recogía la tarjeta preguntando: «¿Adónde desea ir la señora?», para transmitir la orden al cochero. Los Torres-Nobles, los Sahagún, los Pinogrande y otras familias así, de muy alto copete, no recibían sino de noche alguna vez, y el llegarse a su casa para dejar la tarjeta representaba una fórmula de cortesía facilísima de cumplir al bajar al paseo o al volver de las tiendas. Pero si entre las relaciones de Asís las había tan granadas, otras eran de muchísimo menos fuste, y algunas, procedentes de Vigo, rayaban en modestas. Y allí era el entrar en portales angostos, el parlamentar con porteras gruñonas, la desconsoladora respuesta: «Sí, señora, me paece que no ha salío en to el día de casa... Tercero con entresuelo, primero y principal... a mano izquierda». Y la ascensión interminable, el sobrealiento, el tedio de subir por aquel caracol obscuro, con olores a cocina y a todas las oficinas caseras, y la cerril alcarreña que abre, y la acogida embarazosa, las empalagosas preguntitas, los chiquillos sucios y desgreñados, los relatos de enfermedades, la chismografía viguesa agigantada por la óptica de la distancia... Vamos, que era para renegar, y Asís renegaba en su interior, consultando sin embargo la lista de la cartera y diciendo con un suspiro profundo: -¡Ay!... Aún falta la viuda de Pardiñas... la madre del médico de Celas..., y Rita, la hermana de Gabriel Pardo... Y esa sí que es urgente... Ha tenido al chiquillo con difteria...

Por lo mismo que el ajetreo de las visitas había sido tan cargante, que a la mayor parte se las encontrara en casa y que no le sacaron sino conversaciones capaces de aburrir a una estatua de yeso, la dama regresaba a su vivienda con el espíritu muy sosegado. A semejanza de los devotos que si les hurga la conciencia se imponen la obligación de rezar tres rosarios seguidos en una serie considerable de padrenuestros, Asís, sintiéndose reo de perturbación social, o al menos de amago de este delito, se consagraba a cumplir minuciosamente los ritos de desagravio, y como le habían producido tan soberano fastidio, juzgaba saldada más de la mitad de su cuenta. Por otra parte, encontrábase decidida -más que nunca- a cortar las irregularidades de su conducta presente. Tenía razón el comandante: la falta, bien mirado, no era tan inaudita; pero si trascendía al público, ¡ah!, ¡entonces! Evitar el escándalo y la reincidencia, garantizar lo venidero..., y se acabó. Cortar de raíz, eso sí (la dama veía entonces la virtud en forma de grandes y afiladísimas tijeras, como las que usan los sastres). Y bien podía hacerlo, porque, la verdad ante todo, su corazón no estaba interesado... -Vamos a ver -argüía para sí la señora-. Supongamos que ahora viniesen a decirme: Diego Pacheco se ha largado esta mañana a su tierra, donde parece que se casa con una muchacha preciosa... Nada: yo tan fresca, sin echar ni una lágrima. Hasta puede que diese gracias a Dios, viéndome libre de este grave compromiso. Pues la cosa es bien sencilla: ¿se había de ir él? Soy yo quien se larga. Así como así, días arriba o abajo, ya estaba cerca el de irse a veranear... Pues adelanto el veraneo un poquillo... y corrientes. ¡Qué descanso tomar el tren! Se concluían aquellos recelos incesantes, aquel volver el rostro cuando la Diabla le preguntaba alguna cosa, aquella tartamudez, aquella vergüenza, vergüenza tonta en una viuda, que al fin y al cabo era libre y no tenía que dar a nadie cuenta de sus actos...

Pensaba en estas cosas cuando se apeó y empezó a subir la escalera de su casa. Aún no estaba encendida la luz, caso frecuente en las tardes veraniegas. Al segundo tramo... ¡Dios nos asista! Un hombre que se destaca del obscuro rincón... ¡Pacheco!

Reprimió el chillido. El meridional le cogía ambas manos con violencia.

-¿Cómo está mi niña? Tres veces he venido y siempre te negaron... Lo que es una de ellas juro que estabas en casa... Si no quieres verme, dímelo a mí, que no vendré... Te miraré de lejitos en el paseo o en el teatro... Pero no me despidas con una criada, que se ríe de mí al darme con la puerta en las narices.

-No... pero si yo... -contestaba aturdida la señora.

-¿No se había negado la nena para mí?

-No, para ti no... -afirmó rápidamente Asís con acento de sinceridad: tan espontáneo e inevitable suele ser en ciertas ocasiones el engaño.

-Pues, entonces, vengo esta noche. ¿Sí? Esta noche a las nueve.

Hizo la dama un expresivo movimiento.

-¿No quieres? ¿Tienes compromiso de salir, de ir a alguna parte? La verdad, chiquilla. Me largaré como aquel a quien le han dado cañaso, pero no porfiaré. Me sabe mal porfiar. Por mí no has de tener tú media hora de disgusto.

Asís titubeaba. Cosa rara y sin embargo explicable dentro de cierto misterioso ilogismo que impone a la conducta femenina la difícil situación de la mujer: lo que decidió su respuesta afirmativa fue cabalmente la resolución de poner tierra en medio que acababa de adoptar en el coche.

-Bueno, a las nueve... (Pacheco la apretó contra sí.) ¿Pero... te irás a las diez?

-¿A las diez? Es tanto como no venir... Tú tienes que hacer hoy: dímelo así, clarito.

-Que hacer no... Por los criados. No me gusta dar espectáculo a esa gente.

-El chico no importa, es un bausán... La chica es más avispada. Mándala con un recado fuera... Hasta pronto.

Y Pacheco ocultó la cara en el pelo de la señora, descomponiéndolo y echándole el sombrero hacia atrás. Ella se lo arregló antes de llamar, lo cual hizo con pulso trémulo.

Iba muy preocupada, mucho. Se desnudó distraídamente, dejando una prenda aquí y otra acullá; la Diabla las recogía y colgaba, no sin haberlas sacudido y examinado con un detenimiento que a Asís le pareció importuno. ¿Por qué no rehusar firmemente la dichosa cita?... Sí, sería mejor; pero al fin, para el tiempo que faltaba... Volviose hacia la doncella.

-Mira, revisarás el mundo grande...: creo que tiene descompuestas las bisagras. Acuérdate mañana de ir a casa de madama Armandina...: puede que ya estén los sombreros listos... Si no están, le das prisa. Que quiero marcharme pronto, pronto.

-¿A Vigo, señorita? -preguntó la Diabla con hipócrita suavidad.

-¿Pues adónde? También te darás una vuelta por el zapatero... y a ver si en la plazuela del Ángel tienen compuesto el abanico.

Dictando estas órdenes se calmaba. No, el rehusar no era factible. Si le hubiese despedido esta noche, él querría volver mañana. Disimulo, transigir... y, como decía él..., najensia.

Comió poco; sentía esa constricción en el diafragma, inseparable compañera de las ansiedades y zozobras del espíritu. Miraba frecuentemente para la esfera del reloj, la cual no señalaba más que las ocho al levantarse la señora de la mesa.

-Oye, Ángela...

Faltábale saliva en la boca; la lengua se le pegaba al velo del paladar.

-Oye, hija... ¿Quieres... irte a pasar esta noche con tu hermana, la casada con el guardia civil? ¿Eh?

-¡Ay señorita!... Yo, con mil amores... Pero vive tan lejos: el cuartel lo tienen allá en las Peñuelas... Mientras se va y se viene...

-Es lo de menos... Te pago el tranvía... o un simón. Lo que te haga falta... Y aunque vuelvas después de... media noche ¿eh?, no dejarán de abrirte. Como a escape... Mira, ¿no tiene tu hermana una niña de seis años?

-De ocho, señorita, de ocho... Y un muñeco de trece meses que anda con la dentición.

-Bien: a la niña podrá servirle, arreglándola... Le llevas aquella ropa de Marujita que hemos apartado el otro día...

-Dios se lo pague... ¿También el sombrero de castor blanco, con el pájaro?

-También... Anda ya.

El sombrero de castor produjo excelente efecto. Imaginaba siempre la señora que, de algunos días a esta parte, su doncella se atrevía a mirarla y hablarla ya con indefinible acento severo, ya con disimulada entonación irónica; pero después de tan espléndida donación, por más que aguzó la malicia, no pudo advertir en el gracioso semblante de la criada sino júbilo y gratitud. Comió la Diabla en tres minutos: ni visto ni oído: y a poco se presentó a su ama muy maja y pizpireta, con traje dominguero, el pelo rizado a tenacilla, botas que cantaban.

-Vete, hija, ya debe de ser tarde... Las nueve menos cuarto...

-No, señorita... Las ocho y veinticinco por el comedor... ¿Tiene algo que mandar? ¿Quiere alguna cosa?...

-Nada, nada... Que lo pases bien... ¡Qué elegante te has puesto!... ¿Allí habrá gente, eh? ¿Guardias civiles? ¿Jóvenes?

-Algunos... Hay uno de nuestra tierra... de la provincia de Pontevedra, de Marín... alto él, con bigote negro.

-Bien, hija... Pues lo que es por mí, ya puedes marcharte.

¿Qué haría aquella maldita Diabla, que un cuarto de hora después de recibidas semejantes despachaderas aún no había tomado el portante? Con el oído pegado a la puertecilla falsa de su dormitorio, que caía al pasillo, Asís espiaba la salida de su doncella, mordiéndose los labios de impaciencia nerviosa. Al fin sintió pasitos, taconeo de calzado flamante, oyó una risotada, un ¡a divertirse y gastar poco! que venía de la cocina... La puerta se abrió, hizo ¡puum!, al cerrarse... ¡Ay, gracias a Dios!

Así que se fue la condenada chica, pareciole a la señora que todo el piso se había quedado en un silencio religioso, en un recogimiento inexplicable. Hasta la lámpara del saloncito alumbraba, si cabe, con luz más velada, más dulce que otras noches. Eran las nueve menos cuarto: Pacheco aún tardaría cosa de veinte minutos... Se oyó un campanillazo sentimental, tímido, como si la campanilla recelase pecar de indiscreta...




ArribaAbajo- XVI -

Era Pacheco, envuelto en su capa de embozos grana, impropia de la estación, y de hongo. Detúvose en la puerta como irresoluto, y Asís tuvo que animarle:

-Pase usted...

Entonces el galán se desembozó resueltamente y se informó de cómo andaba la salud de Asís.

En los primeros momentos de sus entrevistas, siempre se hablaban así, empleando fórmulas corteses y preguntando cosas insignificantes; su saludo era el saludo de ordenanza en sociedad; estrecharse la mano. Ni ellos mismos podrían explicar la razón de este procedimiento extraño, que acaso fuese la cortedad debida a lo reciente e impensado de su trato amoroso. No obstante, algo especial y distinto de otras veces notaría el andaluz en la señora, que al sentarse en el diván a su lado, murmuró después de una embarazosa pausa:

-¡Qué fría me recibes! ¿Qué tienes?

-¡Qué disparate! ¿Qué voy a tener?

-¡Ay prenda, prenda! A mí no se me engaña... Soy perro viejo en materia de mujeres. Estorbo. Tú tenías algún plan esta noche.

-Ninguno, ninguno -afirmó calurosamente Asís.

-Bien, lo creo. Eso sí que lo has dicho como se dicen las verdaes. Pero, en plata: que no te pinchaban a ti las ganas de verme. Hoy me querías tú a cien leguas.

Aseveró esto metiendo sus dedos largos, de pulcras uñas, entre el pelo de la señora, y complaciéndose en alborotar el peinado sobrio, sin postizos ni rellenos, que Asís trataba de imitar del de la Pinogrande, maestra en los toques de la elegancia.

-Si no quisiese recibirte, con decírtelo...

-Así debiera ser...: el corasonsillo en la mano...; pero a veces se le figura a uno que está comprometido a pintar afecto ¿sabes tú?, por caridad o qué sé yo por qué... Si yo lo he hecho a cada rato, con un ciento de novias y de querías... Harto de ellas por cima de los pelos... y empeñado en aparentar otra cosa... porque es fuerte eso de estamparle a un hombre o a una hembra en su propia cara: «Ya me tiene usted hasta aquí..., no me hace usted ni tanto de ilusión».

-¿Quién sabe si eso te estará pasando a ti conmigo? -exclamó Asís festivamente, echándolas de modesta.

No contestó el meridional sino con un abrazo vehemente, apretado, repentino, y un -¡ojalá!- salido del alma, tan ronco y tan dramático, que la dama sintió rara conmoción, semejante a la del que, poniendo la mano sobre un aparato eléctrico, nota la sacudida de la corriente.

-¿Por qué dices ojalá? -preguntó, imitando el tono del andaluz.

-Porque esto es de más; porque nunca me vi como me veo; porque tú me has dado a beber zumo de hierbas desde que te he conocío, chiquilla... Porque estoy mareado, chiflado, loco, por tus pedasos de almíbar... ¿Te enteras? Porque tú vas a ser causa de la perdición de un hombre, lo mismo que Dios está en el sielo y nos oye y nos ve... Terroncito de sal, ¿qué tienes en esta boca, y en estos ojos, y en toda tu persona, para que yo me ponga así? A ver, dímelo, gloria, veneno, sirena del mar.

La señora callaba, aturdida, no sabiendo qué contestar a tan apasionadas protestas; pero vino a sacarla del apuro un estruendo inesperado y desapacible, el alboroto de una de esas músicas ratoneras antes llamadas murgas, y que en la actualidad, por la manía reinante de elevarlo todo, adoptan el nombre de bandas populares.

-¡Oiga! ¿Nos dan cencerrada ya los vecinos del barrio? -gritó Pacheco levantándose del sofá y entrabriendo las vidrieras-. ¡Y cómo desafinan los malditos!... Ven a oír, chiquilla, ven a oír. Verás como te rompen el tímpano.

En el meridional no era sorprendente este salto desde las ternezas más moriscas al más prosaico de los incidentes callejeros: estaba en su modo de ser la transición brusca, la rápida exteriorización de las impresiones.

-Mira, ven... -continuó-. Te pongo aquí una butaca y nos recreamos. ¿A quién le dispararán la serenata?

-A un almacén de ultramarinos que se ha estrenado hoy -contestó Asís recordando casualmente chismografías de la Diabla-. En la otra acera, pocas casas más allá de la de enfrente. Aquella puerta... allí. ¡Ya tenemos música para rato!

Pacheco arrastró un sillón hacia la ventana y se sentó en él.

-¡Desatento! -exclamó riendo la señora-. ¿Pues no decías que era para mí?

-Para ti es -respondió el amante cogiéndola por la cintura y obligándola quieras no quieras a que se acomodase en sus rodillas. Se resistió algo la dama, y al fin tuvo que acceder. Pacheco la mecía como se mece a las criaturas, sin permitirse ningún agasajo distinto de los que pueden prodigarse a un niño inocente. Por forzosa exigencia de la postura, Asís le echó un brazo al cuello, y después de los primeros minutos, reposó la cabeza en el hombro del andaluz. Un airecillo delgado, en que flotaban perfumes de acacia y ese peculiar olor de humo y ladrillo recaliente de la atmósfera madrileña en estío, entraba por las vidrieras, intentaba en balde mover las cortinas, y traía fragmentos de la música chillona, tolerable a favor de la distancia y de la noche, hora que tiene virtud para suavizar y concertar los más discordantes sonidos. Y la proximidad de los dos cuerpos ocupando un solo sillón, estrechaba también, sin duda, los espíritus, pues por vez primera en el curso de aquella historia, entablose entre Pacheco y la dama un cuchicheo íntimo, cariñoso, confidencial.

No hablaban de amor: versaba el coloquio sobre esas cosas que parecen muy insignificantes escritas y que en la vida real no se tratan casi nunca sino en ocasiones semejantes a aquella, en minutos de imprevista efusión. Asís menudeaba preguntas exigiendo detalles biográficos: ¿Qué hacía Pacheco? ¿Por dónde andaba? ¿Cómo era su familia? ¿La vida anterior? ¿Los gustos? ¿Las amistades? ¿La edad justa, justa, por meses, días y no sé si horas?

-Pues yo soy más vieja que tú -murmuró pensativa, así que el gaditano hubo declarado su fe de bautismo.

-¡Gran cosa! Será un añito, o medio.

-No, no, dos lo menos. Dos, dos.

-Corriente, sí, pero el hombre siempre es más viejo, cachito de gloria, porque nosotros vivimos, ¿te enteras?, y vosotras no. Yo, en particular, he vivido por una docena. No imaginarás diablura que yo no haya catado. Soy maestro en el arte de hacer desatinos. ¡Si tú supieses algunas cosas mías!

Asís sintió una curiosidad punzante unida a un enojo sin motivo.

-Por lo visto eres todo un perdis, buena alhaja.

-¡Quia!... ¿Perdis yo? Di que no, nena mía. Yo galanteé a trescientas mil mujeres, y ahora me parece que no quise a ninguna. Yo hice cuanto disparate se puede hacer, y al mismo tiempo no tengo vicios. ¿Dirás que cómo es ese milagro? Siendo... ahí verás tú. Los vicios no prenden en mí. Ninguno arraiga, ni arraigará jamás. Aún te declaro otra cosa: que no sólo no se me puede llamar vicioso, sino que si me descuido acabo por santo. Es según los lados a que me arrimo. ¿Me ponen en circunstancias de ser perdío? No me quedo atrás. ¿Qué tocan a ser bueno? Nadie me gana. Si doy con gente arrastrada, ¿qué quieres tú?

-¿Hasta en lo tocante a la honra te dejarías llevar? -preguntó algo asustada Asís.

El gaditano se echó atrás como si le hubiese picado una sierpe.

-¡Hija! Vaya unas cosillas que me preguntas. ¿Me has tomado por algún secuestrador? Yo no secuestro más que a las hembras de tu facha. Pero ya sabes que en mi tierra, las pendencias no se cuentan por delitos... He enfriado a un infeliz... que más quisiera no haberle tocado al pelo de la ropa. Dejémoslo, que importa un pito. Fuera de esas trifulcas, no ha tenío el diablo por donde cogerme: he jugado, perdiendo y ganando un dinerillo... regular; he bebío..., vamos, que no me falta a mí saque; de novias y otros enredos... De esto estaría muy feo que te contase ná. Chitito. ¿Un cariño a tu rorro?

-Vamos, que eres la gran persona -protestó escandalizada Asís, desviándose en vez de acercarse como Pacheco pretendía.

-No lo sabes bien. Eso es como el Evangelio. Yo quisiera averiguar pa qué me ha echado Dios a este mundo. Porque soy, además de tronerilla, un haragán y un zángano de primera, niña del alma... No hago cosa de provecho, ni ganas de hacerla. ¿A qué? Mi padre, empeñao el buen señor en que me luzca y en que sirva al país, y dale con la chifladura de que me meta en política, y tumba con que salga diputao, y vaya a hacer el bu al Congreso... ¡En el Congreso yo! A mí, lo que es asustarme, ni el Congreso ni veinte Congresos me asustan. La farsa aquella no me pone miedo. Te aviso que en todo cuanto me propongo salir avante, salgo y sin grandes fatigas: ¡qué! Pero a decir verdad, no me he tomado nunca trabajos así enormes, como no fuese por alguna mujer guapa. No soy memo ni lerdo, y si quisiese ir allí a pintar la mona como Albareda, la pintaría, figúrate. ¿Que se me ha muerto mi abuelita? ¡Si es la pura verdad! Sólo que too eso porque tanto se descuaja la gente, no vale los sudores que cuesta. En cambio... ¡una mujer como tú...!

Díjolo al oído de la dama, a quien estrechó más contra sí.

-Sólo esto, terrón de azúcar, sólo esto sabe bien en el mundo amargo... Tener así a una mujer adorándola... Así, apretadica, metida en el corasón... Lo demás... pamplina.

-Pero eso es atroz -protestó severamente Asís, cuya formalidad cantábrica se despertaba entonces con gran brío ¿De modo que no te avergüenzas de ser un hombre inútil, un mequetrefe, un cero a la izquierda?

-¿Y a ti qué te importa, lucerito? ¿Soy inútil pa quererte? ¿Has resuelto no enamorarte sino de tipos que mangoneen y anden agarraos a la casaca de algún ministro? Mira... Si te empeñas en hacer de mí un personaje, una notabilidad... como soy Diego que te sales con la tuya. Daré días de gloria a la patria: ¿no se dice así? Aguarda, aguarda..., verás qué registros saco. Proponte que me vuelva un Castelar o un Cánovas del Castillo, y me vuelvo... ¡Ole que sí! ¿Te creías tú que alguno de esos panolis vale más que este nene? Sólo que ellos largaron todo el trapo y yo recogí velas... Por no deslucirlos. Modestia pura.

No había más remedio que reírse de los dislates de aquel tarambana, y Asís lo hizo; al reírse hubo de toser un poco.

-¡Ea!, ya te me acatarraste -exclamó el gaditano consternadísimo-. Hágame usté el obsequio de ponerse algo en la cabeza... Así, tan desabrigada... ¡Loca!

-Pero si nunca me pongo nada, ni... No soy enclenque.

-Pues hoy te pondrás, porque yo lo mando. Si aciertas a enfermar, me suicido.

Saltó Asís de brazos de su adorador muerta de risa, y al saltar perdió una de sus bonitas chinelas, que por ser sin talón, a cada rato se le escurrían del pie. Recogiola Pacheco, calzándosela con mil extremos y zalamerías. La dama entró en su alcoba, y abriendo el armario de luna empezó a buscar a tientas una toquilla de encaje para ponérsela y que no la marease aquel pesado. Vuelta estaba de espaldas a la poca luz que venía del saloncito, cuando sintió que dos brazos la ceñían el cuerpo. En medio de la lluvia de caricias delirantes que acompañó a demostración tan atrevida, Asís entreoyó una voz alterada, que repetía con acento serio y trágico:

-¡Te adoro!... ¡Me muero, me muero por ti!

Parecía la voz de otro hombre, hasta tenía ese trémolo penoso que da al acento humano el rugir de las emociones extraordinarias comprimido en la garganta por la voluntad. Impresionada, Asís se volvió soltando la toquilla.

-Diego... -tartamudeó llamando así a Pacheco por primera vez.

-¿Por qué no dices Diego mío, Diego del alma? -exclamó con fuego el andaluz deshaciéndola entre sus brazos.

-Qué sé yo... Cuando uno habla así... me parece cosa de novela o de comedia. Es una ridiculez.

-¡Prueba... prueba...! ¡Ay! ¡Cómo lo has dicho! ¡Diego mío! -prorrumpió él remedando a la señora, al mismo tiempo que la soltaba casi con igual violencia que la había cogido-. ¡Pedazo de hielo! ¡Vaya unas hembras que se gastan en tu país...! ¡Marusiñas! ¡Reniego de ellas todas! ¡Que las echen al carro e la basura!

-Mira -dijo la dama tomándolo otra vez a risa-, eres un cómico y un orate... No hay modo de ponerse seria con un tipo como tú. A ver: aquí está un señorito que ha tenido cuatrocientas novias y dos mil líos gordos, y ahora se ha prendado de mí como el Petrarca de la señora Laura... De mí nada más: privilegio exclusivo, patente del Gobierno.

-Tómalo a guasa... Pues es tan verdad como que ahora te agarro la mano. Yo tuve un millón de devaneos, conformes; pero en ninguno me pasó lo que ahora. ¡Por estas, que son cruces! Quebraeros de cabeza míos, novias y demás, me las encuentro en la calle y ni las conozco. A ti... te dibujaría, si fuese pintor, a obscuras. Tan clavadita te tengo. De aquí a cincuenta años, cayéndote de vieja, te conocería entre mil viejas más. Otras historias las seguí por vanidad, por capricho, por golosina, por terquedad, por matar el tiempo... Me quedaba un rincón aquí, donde no ha puesto el pie nadie, y tenía yo guardaa la llave de oro para ti, prenda morena... ¿Que lo dudas? Mira, haz un ensayo... Por gusto.

Arrastró a la dama hacia el salón y se recostó en el diván; tomó la mano de Asís y la colocó extendida sobre el lado izquierdo de su chaleco. Asís sintió un leve y acompasado vaivén, como de péndulo de reloj. Pacheco tenía los ojos cerrados.

-Estoy pensando en otras mujeres, chiquilla... Quieta..., atención..., observa bien.

-No late nada fuerte -afirmó la señora.

-Déjate un rato así... Pienso en mi última novia, una rubia que tenía un talle de lo más fino que se encuentra en el mundo... ¿Ves qué quietecillo está el pájaro? Ahora... dime tú... ¡si puedes!, alguna cosa tierna... Mas que no sea verdá.

Asís discurría una gran terneza y buscaba la inflexión de voz para pronunciarla. Y al fin salió con esta eterna vulgaridad:

-¡Vida mía!

Bajo la palma de la señora, el corazón de Pacheco, como espíritu folleto que obedece a un conjuro, rompió en el más agitado baile que puede ejecutar semejante víscera. Eran saltos de ave azorada que embiste contra los hierros de su cárcel... El meridional entreabrió las azules pupilas; su tez tostada había palidecido algún tanto; con extraña prisa se levantó del sofá y fue derecho al balcón, donde se apoyó como para beber aire y rehacerse de algún trastorno físico y moral. Asís, inquieta, le siguió y le tocó en el brazo.

-Ya ves qué majadero soy... -murmuró él volviéndose.

-¿Pero te pasa algo?

-Ná... -El gaditano se apartó del balcón, y viniendo a sentarse en un puf bajito, y rogando a Asís con la mirada que ocupase el sillón, apoyó la cabeza en el regazo de la dama-. Con sólo dos palabritas que tú me dijiste... Haz favor de no reírte, mona, porque donde me ves tengo mal genio... y puede que soltase un desatino. Desde que me he entontecido por ti, estoy echando peor carácter. Calladita la niní... Deje dormir a su rorro.

Pacheco cruzó el umbral de aquella casa antes de sonar la media noche. La Diabla no había regresado aún. Cuando el gaditano, según costumbre hasta entonces infructuosa, se volvió desde la esquina de la calle mirando hacia los balcones de Asís, pudo distinguir en ellos un bulto blanco. La señora exponía sus sofocadísimas mejillas al aire fresco de la noche, y la embriaguez de sus sentidos y el embargo de sus potencias empezaban a disiparse. Como náufrago arrojado a la costa, que volviendo en sí toca con placer el cinto de oro que tuvo la precaución de ceñirse al sentir que se hundía el buque, Asís se felicitaba por haber conservado el átomo de razón indispensable para no acceder a cierta súplica insensata.

-¡Buena la hacíamos! Mañana estaban enterados vecinos, servicio, portero, sereno, el diablo y su madre. ¡Ay Dios mío...! ¡Me sigue, me sigue el mareo aquel de la verbena... y lo que es ahora no hay álcali que me lo quite!... ¡Qué mareo ni qué...! Mareo, alcohol, insolación... ¡Pretextos, tonterías!... Lo que pasa es que me gusta, que me va gustando cada día un poco más, que me trastorna con su palabrería..., y punto redondo. Dice que yo le he dado bebedizos y hierbas... Él sí que me va dando a comer sesos de borrico... y nada, que no me desenredo. Cuando se va, reflexiono y caigo en la cuenta; pero en viéndole... acabose, me perdí.

Llegada a este capítulo, la dama se dedicó a recordar mil pormenores, que reunidos formaban lindo mosaico de gracias y méritos de su adorador. La pasión con que requebraba; el donaire con que pedía; la gentileza de su persona; su buen porte, tan libre del menor conato de gomosería impertinente como de encogimiento provinciano; su rara mezcla de espontaneidad popular y cortesía hidalga; sus rasgos calaverescos y humorísticos unidos a cierta hermosa tristeza romántica (conjunto, dicho sea de paso, que forma el hechizo peculiar de los polos, soleares y demás canciones andaluzas), eran otros tantos motivos que la dama se alegaba a sí propia para excusar su debilidad y aquella afición avasalladora que sentía apoderarse de su alma. Pero al mismo tiempo, considerando otras cosas, se increpaba ásperamente.

-No darle vueltas: aquí no hay nada superior, ni siquiera bueno: hay un truhán, un vago, un perdis... Todo eso que me dice de que sólo a mí... Ardides, trapacerías, costumbre de engañar, mañitas de calavera. En volviendo la esquina... (Pacheco acababa de verificar, hacía pocos minutos, tan sencillo movimiento) ya ni se acuerda de lo que me declama. Estos andaluces nacen actores... Juicio, Asís..., juicio. Para estas tercianas, hija mía, píldoras de camino de hierro... y extracto de Vigo, mañana y tarde, durante cuatro meses. ¡Bahía de Vigo, cuándo te veré!

El airecillo de la noche, burlándose de la buena señora, compuso con sus susurros delicados estas palabras:

-Terronsito e asúcar..., gitana salá.




ArribaAbajo- XVII -

Muy atareadas estaban la marquesa viuda de Andrade y su doncella en revisar mundos, sacos y maletillas, operación necesaria cuando se va a emprender un viaje. Y mire usted que parece cosa del mismo enemigo. Siempre en los últimos momentos han de faltar las llaves de los baúles. Por mucho que uno las coloque en sitio determinado, diciendo para sí: «En este cajón se queda la llavecita; no olvidar que aquí la puse; le ato un estambre colorado, para acordarme mejor; no sea que el día de la marcha salgamos con que se ha obscurecido», viene el instante crítico, la busca uno, y... ¡echarle un galgo! Nada, no parece: venga el cerrajero, tiznado, sucio, preguntón, insufrible; haga una nueva, y lléveselo todo la trampa.

Nerviosa y displicente, daba Asís a la Ángela estas quejas. El ajetreo del viaje la ponía de mal humor: ¡son tan cargantes los preparativos! ¡Qué babel, qué trastorno! Nunca sabe uno lo que conviene llevar y lo que debe dejarse; cree no necesitar ropa de abrigo, porque al fin se viene encima la canícula, pero ¡fíese usted de aquel clima gallego, tan inconstante, tan húmedo, tan lluvioso, que tiene seis temperaturas diferentísimas en cada veinticuatro horas! Se quedan aquí las prendas en el ropero, muertas de risa, y allá tirita uno o tiene que envolverse en mantones como las viejas... Luego las fiestecitas, los bailes dichosos de la Pastora, que obligan a ir provisto de trajes de sociedad, porque si uno se presenta sencillo, de seda cruda, les choca y se ofenden y critican... Nada, que la última hora es para volverse loco. ¿A que no se había acordado Ángela de pasarse por casa de la Armandina, a ver si tiene lista la pamela de la niña y el pajazón? ¿Apostamos a que el impermeable aún está con los mismos botones, que lastiman y en todo se prenden? ¿Y el alcanfor para poner en el abrigo de nutria? ¿Y la pimienta para que no se apolillase el tapiz de la sala?

Atarugada y dando vueltas de aquí para allí, la Diabla contestaba lo mejor posible al chaparrón de advertencias, reconvenciones y preguntas de su señora. La hábil muchacha, después de los primeros pases, conocía una estocada certera para su ama: si los preparativos de viaje andaban algo retrasados, era que la señorita aquel año había dispuesto la marcha un mes antes que de costumbre, por lo menos; también a ella (la Diabla) se le quedaba sin alistar un vestido de percal, y calzado, y varias menudencias; ella creía que hasta mediados de junio, hacia el día de San Antonio... ¿Cómo se le había de ocurrir que se largaban tan de prisa y corriendo? La señora contestaba con reprimido suspiro, callaba dos minutos, y luego, redoblando su gruñir, corría del cuarto-ropero al dormitorio, de la leonera o cuarto de los baúles al saloncito, y aún se determinaba a entrar en la cocina y el comedor, para regañar a Imperfecto que no le había traído a su gusto papel de seda, bramante, puntas de París, algodón en rama... Imperfecto, con la boca abierta y la fisonomía estúpida, subía y bajaba cien veces la escalera haciendo recados: las puntas eran gordas, se precisaban otras más chiquitas; el algodón no convenía blanco, sino gris: era para rellenar huecos en ciertos cajones y que no se estropease lo que iba dentro... En una de estas idas y venidas del criado, la señora cruzaba el pasillo, cuando repicó la campanilla. Impremeditadamente fue a abrir -cosa que no hacía nunca- y se encontró cara a cara con su Diego.

El primer movimiento fue de despecho y contrariedad mal encubierta. ¿Quién contaba con Pacheco a tales horas (las diez y media de la mañana)? No estaba Asís lo que se llama hecha un pingo, con traje roto y zapatos viejos, porque ni en una isla desierta se pondría ella en semejante facha; pero su bata de chiné blanco tenía manchas y visos obscuros, y aun no sé si alguna telaraña, indicio de la lidia con los baúles de la leonera; su peinado, revuelto sin arte, con rabos y mechones saliendo por aquí y por acullá, parecía obra de peluquería gatuna; y en la superficie del pelo y del rostro se había depositado un sutil viso polvoriento, que la señora percibía vagamente al pestañear y al pasarse la lengua por los labios, y que la impacientaba lo indecible. Y en cambio el galán venía todo soplado, con una camisa y un chaleco como el ampo de la nieve, el ojal guarnecido de fresquísimo clavel, guantes de piel de perro flamantitos y, en suma, todas las señales de haberse acicalado mucho. En la mano traía el pretexto de la visita madrugadora: dos libros medianamente gruesos.

-Las novelas francesas que le prometí... -dijo en voz alta después del cambio de saludos, porque la dama le había hecho seña con el mirar de que había moros en la costa-. Si está usted ocupada, me retiro... Si no, entraré diez minutos...

-Con mucho gusto... A la sala: el resto de la casa está imposible... no quiero que se asuste usted del estado en que se encuentra.

Entró Pacheco en la sala; pero por aprisa que Ángela cerrase las puertas de las habitaciones interiores, el gaditano pudo ver baúles abiertos, con las bandejas fuera, ropa desparramada, cajas, sacos...

-¿Está usted de mudanza... o de viaje? -preguntó quedándose de pie en medio del saloncito, con voz opaca, pero sin emplear tono de reconvención ni de queja.

-No... -tartamudeó Asís-, tanto como de viaje precisamente... no. Es que estoy guardando la ropa de invierno, poniéndole alcanfor... Si uno se descuida, la polilla hace destrozos...

Pacheco se acercó a la dama, y bajando el diapasón, con las inflexiones dolientes y melancólicas que solía adoptar a veces, le dijo:

-A mí no se me engaña, te lo repito. Antes de venir sabía que te ibas. Tú no me conoces; tú te has creído que me la puedes dar. Aún no pasaron las ideas por esa cabecita y ya las he olfateado yo. Siento que gastes conmigo tapujos. Al fin no te valen, hija mía.

La señora, no acertando a responder nada que valiese la pena, bajó los ojos, frunció la boca e hizo un mohín de disgusto.

-No amoscarse. Si no me enfado tampoco. La nena mía es muy dueña de irse a donde quiera. Pero mientras está aquí, ¿por qué me huye? Ayer me dijiste que no podíamos vernos, por estar tú convidada a comer...

Movidos por el mismo impulso, Asís y don Diego miraron en derredor. Las puertas, cerradas; al través de la que comunicaba con los cuartos interiores, pasaba amortiguado el ruido del ir y venir de la Diabla. Y sin concertarse, a un mismo tiempo, se acercaron, para cruzar mejor esas explicaciones que el corazón adivina antes de pronunciadas.

-Hazte cargo... Los criados... Es una atrocidad... Yo nunca tuve de estas..., vamos..., de estas historias... No sé lo que me pasa. Por favor te pido...

-¡Bendita sea tu madre, niña! Si ya lo sé... ¿Te crees que no me informo yo de los pasos en que anduvo mi reina? Estoy, enterao de que nadie consiguió de ti ni esto. Yo el primerito... ¡Ay!, te deshago... Rica, gitana... ¡Cielo!

-Chist... La chica... Si pesca... Es más curiosa...

-Un favor te pido no más. Vente a almorsá conmigo. Que te vienes.

-Estás tocado... Quita... Chist...

-Que te vienes. Palabra, no lo sabrá ni la tierra. Se arreglará..., verás tú.

-¿Pero cómo? ¿Dónde?

-En el campo. Te vienes, te vienes. ¡Ya pronto te quedas libre de mí...! La despedía. Al reo de muerte se le da, mujer.

¿Cómo cedió y balbució que sí, prometiendo, si no por la Estigia, por algún otro juramento formidable? ¡Ah! Aunque la observación ya no resulte nueva, cedió obedeciendo a los dos móviles que, desde la memorable insolación de San Isidro, guiaban, sin que ella misma lo notase, su voluntad; dos resortes que podemos llamar de goma el uno y de acero el otro: el resorte de goma era la debilidad que aplaza, que remite toda gran resolución hasta que la ampare el recurso de la fuga; el resorte de acero, todavía chiquitín, menudo como pieza de reloj, era el sentimiento que así, a la chiticallando, aspiraba nada menos que a tomar plenísima posesión de sus dominios, a engranar en la máquina del espíritu, para ser su regulador absoluto, y dirigir su marcha con soberano imperio.

Fiado en la palabra solemne de la señora, Pacheco se marchó, pues no convenía, por ningún estilo, que los viesen salir juntos. Asís entró en su cuarto a componerse. La Diabla la miraba con su acostumbrada curiosidad fisgona y aun le disparó tres o cuatro preguntas pérfidas referentes a la interrumpida tarea del equipaje.

-¿Se cierra el mundo? ¿Se clavan los cajones? ¿La señorita quiere que avise a la Central para mañana?

¿Cómo había de responder la señora a interrogaciones tan impertinentes? Claro que con alguna sequedad y no poco enfado secreto. Además, otros incidentes concurrían a exasperarla: por culpa del revoluto del equipaje, ni había cosa con cosa, ni parecía lo más indispensable de vestir: para dar con unos guantes nuevos tuvo que desbaratar el baúl más chico: para sacar un sombrero, desclavó dos cajones. Más peripecias: la hebilla del zapato inglés, descosida: al abrochar el cuerpo del traje, salta un herrete; al cepillarse los dientes, se rompe el frasco del elixir contra el mármol del lavabo...

-¿Almuerza fuera la señorita? -preguntó la incorregible Diabla.

-Sí... En casa de Inzula.

-¿Ha de venir a buscarla Roque?

-No... Pero le mandas que esté con la berlina allí, a las siete...

-¿De la tarde?

-¿Había de ser de la mañana? ¡Tienes cosas...!

La Diabla sonrió a espaldas de su señora y se bajó para estirarle los volantes del vestido y ahuecarle el polisón. Asís piafaba, pegando taconacitos de impaciencia. ¿El pericón? ¿El gabán gris, por si refresca? ¿Pañuelo? ¿Dónde se habrá metido el velo de tul? Estos pinguitos parece que se evaporan... Nunca están en ninguna parte... ¡Ah! Por fin... Loado sea Dios...




ArribaAbajo- XVIII -

Salvó la escalera como pájaro a quien abren el postigo de su penitenciaría, y con el mismo paso vivo, echó calle abajo hasta Recoletos. La cita era en aquel sitio señalado donde Pacheco había tirado el puro: casi frente a la Cibeles. Asís avanzaba protegida por su antucá, pero bañada y animada por el sol, el sol instigador y cómplice de todo aquel enredo sin antecedentes, sin finalidad y sin excusa. La dama registró con los ojos las arboledas, los jardincillos, la entrada en la Carrera y las perspectivas del Museo, y no vio a nadie. ¿Se habría cansado Diego de esperar? ¡Capaz sería...! De pronto a sus espaldas una voz cuchicheó afanosa:

-Allí... Entre aquellos árboles... El simón.

Sin que ella respondiese, el gaditano la guió hacia el destartalado carricoche. Era uno de esos clarens inmundos, con forro de gutapercha resquebrajado y mal oliente, vidrios embazados y conductor medio beodo, que zarandean por Madrid adelante la prisa de los negocios o la clandestinidad del amor. Asís se metió en él con escrúpulo, pensando que bien pudiera su galán traerle otro simón menos derrotado. Pacheco, a fin de no molestarla pasando a la izquierda, subió por la portezuela contraria, y al subir arrojó al regazo de la dama un objeto... ¡Qué placer! ¡Un ramillete de rosas, o mejor dicho un mazo, casi desatado, mojado aún! El recinto se inundó de frescura.

-¡Huelen tan mal estos condenaos coches! -exclamó el meridional como excusándose de su galantería. Pero Asís le flechó una ojeada de gratitud. El indecente vehículo comenzaba a rodar: ya debía de tener órdenes.

-¿Se puede saber adónde vamos o es un secreto?

-A las Ventas del Espíritu Santo.

-¡Las Ventas! -clamó Asís alarmada-. ¡Pero si es un sitio de los más públicos! ¿Vuelta a las andadas? ¿Otro San Isidro tenemos?

-Es sitio público los domingos: los días sueltos está bastante solitario. Que te calles. ¿Te iba yo a llevar a donde te encontrases en un bochorno? Antes de convidarte, chiquilla, me he enterado yo de toas las maneras de almorsá en Madrid... Se puede almorsá en un buen restaurant o en cafés finos, pero eso es echar un pregón pa que te vean. Se puede ir a un colmado de los barrios o a una pastelería decente y escondía, pero no hay cuartos aparte: tendrías que almorsá en pública subasta, a la vera de alguna chulapa o de algún torero. Fondas, ya supondrás... No quedaban sino las Ventas o el puente de Vallecas. Creo que las Ventas es más bonito.

¡Bonito! Asís miró el camino en que entraban. Dejándose atrás las frondosidades del Retiro y las construcciones coquetonas de Recoletos, el coche se metía, lento y remolón, por una comarca la más escuálida, seca y triste que puede imaginarse, a no ser que la comparemos al cerro de San Isidro. Era tal la diferencia entre la zona del Retiro y aquel arrabal de Madrid, y se advertía tan de golpe, que mejor que transición parecía sorpresa escenográfica. Cual mastín que guarda las puertas del limbo, allí estaba la estatua de Espartero, tan mezquina como el mismo personaje, y la torre mudéjar de una escuela parecía sostener con ella competencia de mal gusto. Luego, en primer término, escombros y solares marcados con empalizadas; y allá en el horizonte, parodia de algún grandioso y feroz anfiteatro romano, la plaza de toros. En aquel rincón semidesierto -a dos pasos del corazón de la vida elegante- se habían refugiado edificios heterogéneos, bien como en ciertas habitaciones de las casas se arrinconan juntas la silla inservible, la maquina de limpiar cuchillos y las colgaduras para el día de Corpus: así, después del circo taurino y la escuela, venía una fábrica de galletas y bizcochos, y luego un barracón con este rótulo: Acreditado merendero de la Alegría.

Las lontananzas, una desolación. El fielato parecía viva imagen del estorbo y la importunidad. A su puerta estaba detenido un borrico cargado de liebres y conejos, y un tío de gorra peluda buscaba en su cinto los cuartos de la alcabala. Más adelante, en un descampado amarillento, jugaban a la barra varios de esos salvajes que rodean a la Corte lo mismo que los galos a Roma sitiada. Y seguían los edificios fantásticos: un castillo de la Edad Media hecho, al parecer, de cartón y cercado de tapias por donde las francesillas sacaban sus brazos floridos; un parador, tan desmantelado como teológico (dedicado al Espíritu Santo nada menos); un merendero que se honraba con la divisa tanto monta, y por último, una franja rojiza, inflamada bajo la reverberación del sol: los hornos de ladrillo. En los términos más remotos que la vista podía alcanzar, erguía el Guadarrama sus picos coronados de eternas nieves.

Lo que sorprendió gratamente a Asís fue la ausencia total de carruajes de lujo en la carretera. Tenía razón Pacheco, por lo visto. Sólo encontraron un domador que arrastraban dos preciosas tarbesas; ten carromato tirado por innumerable serie de mulas; el tranvía, que cruzó muy bullanguero y jacarandoso, con sus bancos atestados de gentes; otro simón con tapadillo, de retorno, y un asistente, caballero en el alazán de su amo. ¡Ah! Un entierro de angelito, una caja blanca y azul que tambaleándose sobre el ridículo catafalco del carro se dirigía hacia la sacramental sin acompañamiento alguno, inundado de luz solar, como deben de ir los querubines camino del Empíreo...

Poco hablaron durante el trayecto los amantes. Llevaban las manos cogidas; Asís respiraba frecuentemente el manojo de rosas y miraba y remiraba hacia fuera, porque así creía disminuir la gravedad de aquel contrabando, que en su fuero interno -cosa decidida- llamaba el último, y por lo mismo le causaba tristeza sabiéndole a confite que jamás, jamás había de gustar otra vez.

Llegaron al puente, y detúvose el simón ante el pintoresco racimo de merenderos, hotelitos y jardines que constituye la parte nueva de las Ventas.

-¿Qué sitio prefieres? ¿Nos apeamos aquí? -preguntó Pacheco.

-Aquí... Ese merendero... Tiene trazas de alegre y limpio -indicó la dama, señalando a uno cuya entrada por el puente era una escalera de palo pintada de verde rabioso.

Sobre el frontis del establecimiento podía leerse este rótulo, en letras descomunales imitando las de imprenta, y sin gazapos ortográficos: -Fonda de la Confianza. -Vinos y comidas. -Aseo y equidad.- El aspecto era original y curioso. Si no cabía llamar a aquello los jardines aéreos de Babilonia, cuando menos tenían que ser los merenderos colgantes. ¡Ingenioso sistema para aprovechar terreno! Abajo una serie de jardines, mejor dicho, de plantaciones entecas y marchitas, víctimas de la aridez del suburbio matritense; y encima, sostenidos en armadijos de postes, las salas de baile, los corredores, las alcobas con pasillos rodeados de una especie de barandas, que comunicaban entre sí las viviendas. Todo ello -justo es añadirlo para evitar el descrédito de esta Citerea suspendida- muy enjabelgado, alegre, clarito, flamante, como ropa blanca recién lavada y tendida a secar al sol, como nido de jilguero colgado en rama de arbusto.

Un mozo frisando en los cincuenta, de mandil pero en mangas de camisa, con cara de mico, muequera, arrugadilla y sardónica, se adelantó apresurado al divisar a la pareja.

-Almorsá -dijo Pacheco lacónicamente.

-¿Dónde desean los señoritos que se les ponga el almuerzo? El gaditano giró la vista alrededor y luego la convirtió hacia su compañera: esta había vuelto la cara. Con la agudeza de la gente de su oficio el mozo comprendió y les sacó del apuro.

-Vengan los señoritos... Les daré un sitio bueno.

Y torciendo a la izquierda, guió por una escalera angosta que sombreaba un grupo de acacias y castaños de Indias, llevándoles a una especie de antesala descubierta, que formaba parte de los consabidos corredores aéreos. Abriendo una puertecilla, hízose a un lado y murmuró con unción:

-Pasen, señoritos, pasen.

La dama experimentó mucho bienestar al encontrarse en aquella salita. Era pequeña, recogida, misteriosa, con ventanas muy chicas que cerraban gruesos postigos y enteramente blanqueada; los muebles vestían también blanquísimas fundas de calicó. La mesa, en el centro, lucía un mantel como el armiño; y lo más amable de tanta blancura era que al través de ella se percibía, se filtraba, por decirlo así, el sol, prestándole un reflejo dorado y quitándole el aspecto sepulcral de las cosas blancas cuando hace frío y hay nubes en el cielo. Mientras salía el mozo, el gaditano miró risueño a la señora.

-Nos han traído al palomar -dijo entre dientes.

Y levantando una cortina nívea que se veía en el fondo de la reducida estancia, descubrió un recinto más chico aún, ocupado por un solo mueble, blanco también, más blanco que una azucena...

-Mira el nido -añadió tomando a Asís de la mano y obligándola a que se asomase-. Gente precavida... Bien se ve que están en todo. No me sorprende que vivan y se sostengan tantos establecimientos de esta índole. Aquí la gente no viene un día del año como a San Isidro; pero digo yo que habrá abonos a turno. ¿Nos abonamos, cacho de gloria?

No sé cómo acentuó Pacheco esta broma, que en rigor, dada la situación, no afrentaba; lo cierto es que la señora sintió una sofoquina... vamos, una sofoquina de esas que están a dos deditos de la llorera y la congoja. Parecíale que le habían arañado el corazón. La mujer es un péndulo continuo que oscila entre el instinto natural y la aprendida vergüenza, y el varón más delicado no acertará a no lastimar alguna vez su invencible pudor.




ArribaAbajo- XIX -

Al colarse en el palomar los dos tórtolos, no lo hicieron sin ser vistos y atentamente examinados por una taifa de gente humilde, que a la puerta de la cocina del merendero fronterizo se dedicaba a aderezar un guisote de carnero puesto, en monumental cazuela, sobre una hornilla. Es de saber que ambos enseres domésticos los alquilaba el dueño del restaurant por módica suma en que iba comprendido también el carbón: en cuanto al carnero y al arroz de añadidura, lo habían traído en sus delantales las muchachas, que por lo que pueda importar, diremos que eran operarias de la Fábrica de tabacos.

Capitaneaba la tribu una vieja pitillera, morena, lista, alegre, más sabidora que Merlín; y dos niñas de ocho y seis años travesaban alrededor de la hornilla, empeñadas en que les dejasen cuidar el guisado, para lo cual se reconocían con superiores aptitudes. Toda esta gentuza, al pasar la marquesa viuda de Andrade y su cortejo, se comunicó impresiones con mucho parpadeo y meneo de cabeza, y susurrados a media voz dichos sentenciosos. Hablaban con el seco y recalcado acento de la plebe madrileña, que tiene alguna analogía con lo que pudo ser la parla de Demóstenes si se le ocurriese escupir a cada frase una de las guijas que llevaba en la boca.

-Ay... Pus van así como asustaos... Ella es guapotona, colorá y blanca.

-Valiente perdía será.

-Se ve caa cosa... Hijas, la mar son estos señorones de rango.

-Puee que sea arguna del Circo. Tié pinta de franchuta.

-Que no, que este es un belén gordo, de gente de calidá. Mujer de algún menistro lo menos. ¿Qué vus pensáis? Pus una conocí yo, casaa con un presonaje de los más superfarolíticos... de mucho coche, una casa como el Palacio Rial... y andaba como caa cuala, con su apaño. ¡Qué líos, Virgen!

-No, pus muy amartelaos no van.

-¿Te quies callar? Ya samartelarán dentro. Verás tú las ventanas y las puertas atrancás, como en los pantiones... Pa que el sol no los queme el cutis.

Desmintiendo las profecías de la experta matrona, los postigos y vidrieras del palomar se abrieron, y asomó la cabeza de la dama, sin sombrero ya, mirando atentamente hacia el merendero.

-Miala, miala..., la gusta el baile.

En efecto, el corredor aéreo de enfrente ofrecía curiosa escena coreográfica. Un piano mecánico soltaba, con la regularidad que hace tan odiosos a estos instrumentos, el duro chorro de sus martilleadoras tocatas: Cádiz hacía el gasto: paso doble de Cádiz, tango de Cádiz, coro de majas de Cádiz... y hasta una veintena de cigarreras, de chiquillas, de fregonas muy repeinadas y con ropa de domingo, saltaba y brincaba al compás de la música, haciendo a cada zapateta temblar el merendero... Asís veía pasar y repasar las caras sofocadas, las toquillas azul y rosa; y aquel brincoteo, aquel tripudio suspendido en el aire, sin hombres, sin fiesta que lo justificara, parecía efecto escénico, coro de zarzuela bufa. Asís se imaginó que las muchachas cobraban de los fondistas algún sueldo por animar el cuadro.

-¡Calla! -secreteó minutos después el grupo dedicado a vigilar la cazuela del guisote-. ¡Pus si también han abierto la puerta! Chicas... quien que se entere too el mundo.

-Estas tunantas ponen carteles.

El mozo subía y bajaba, atareado.

-Mia lo que los llevan. Tortilla... Jamón... Están abriendo latas de perdices... ¡Aire!

-No se las cambio por mi rico carnero. A gloria huele.

-¡Chist! -mandó el mozo, imponiéndose a aquellas cotorras-. Cuidadito... Si oyen... Son gente... ¡uf!

Al expresar la calidad de los huéspedes, el mozo hizo una mueca indescriptible, mezcla de truhanería y respeto profundo a la propina que ya olfateaba. La vieja cigarrera, de repente, adoptó cierta diplomática gravedad.

-Y pué que sean gente tan honrá como Dios Padre. No sé pa qué ha de condenar una su arma echando malos pensamientos. Serán argunos novios recién casaos, u dos hermanos, u tío y sobrina. Vayasté a saber. Oigasté, mozo...

Se apartó y secreteó con el mozo un ratito. De esta conferencia salió un proyecto habilísimo, madurado en breves minutos en el ardiente y optimista magín de la señá Donata, que así se llamaba la pitillera, si no mienten las crónicas. Arriba dama y galán empezaban a despachar los apetitosos entremeses, las incitantes aceitunas y las sardinillas, con su ajustada túnica de plata. Aunque Pacheco había pedido vinos de lo mejor, la dama rehusaba hasta probar el Tío Pepe y el amontillado, porque con sólo ver las botellas, le parecía ya hallarse en la cámara de un trasatlántico, en los angustiosos minutos que preceden al mareo total. Como la señora exigía que puertas y ventanas permaneciesen abiertas, el almuerzo no revelaba más que la cordialidad propia de una luna de miel ya próxima a su cuarto menguante. Pacheco había perdido por completo su labia meridional, y manifestaba un abatimiento que, al quedar mediada la botella de Tío Pepe, se convirtió en la tristeza humorística tan frecuente en él.

-¿Te aburres? -preguntaba la dama a cada vuelta del mozo.

-Ajogo las peniyas, gitana -respondía el meridional apurando otro vaso de jerez, más auténtico que la famosa manzanilla del Santo.

Acababa el mozo de dejar sobre la mesa las perdices en escabeche, cuando en el marco de la puerta asomó una carita infantil, colorada, regordeta, boquiabierta, guarnecida de un matorral de rizos negrísimos. ¡Qué monada de chiquilla! Y estaba allí hecha un pasmarote, si entro si no entro. Asís le hizo seña con la mano; el pájaro se coló en el nido sin esperar a que se lo dijesen dos veces. Y las preguntas y los halagos de cajón: -Eres muy guapa... ¿Cómo te llamas? ¿Vas a la escuela?... Toma pasas... Cómete esta aceitunita por mí... Prueba el jerez... ¡Huy qué gesto más salado pone al vino!... Arriba con él... ¡Borrachilla! ¿Dónde está tu mamá? ¿En qué trabaja tu padre?

De respuesta, ni sombra. El pajarito abría dos ojos como dos espuertas, bajaba la cabeza adelantando la frente como hacen los niños cuando tienen cortedad y al par se encuentran mimados, picaba golosinas y daba con el talón del pie izquierdo en el empeine del derecho. A los tres minutos de haberse colado el primer gorrión migajero en el palomar, apareció otro. El primero representaba cinco años; el segundo, más formal pero no menos asustadizo, tendría ya ocho lo menos.

-¡Hola! Ahí viene la hermanita... -dijo Asís-. Y se parecen como dos gotas... La pequeña es más saladilla... pero vaya con los ojos de la mayor... Señorita, pase usted... Esta nos enterará de cómo se llama su padre, porque a la chiquita le comieron la lengua los ratones.

Permanecía la mayor incrustada en la puerta, seria y recelosa, como aquel que antes de lanzarse a alguna empresa erizada de dificultades, vacila y teme. Sus ojazos, que eran realmente árabes por el tamaño, el fuego y la precoz gravedad, iban de Asís a Diego y a su hermanita: la chiquilla meditaba, se recogía, buscaba una fórmula, y no daba con ella, porque había en su corazón cierta salvaje repugnancia a pedir favores, y en su carácter una indómita fiereza muy en armonía con sus pupilas africanas. Y como se prolongase la vacilación, acudiole un refuerzo, en figura de la señá Donata, que con la solicitud y el enojo peor fingidos del mundo, se entró muy resuelta en el gabinete refunfuñando:

-¡Eh!, niñas, corderas, largo, que estáis dando la gran jaqueca a estos señores... A ver si vus salís afuera, u sino...

-No molestan... -declaró Asís-. Son más formalitas... A esa no hay quien la haga pasar, y la chiquitilla... ni abre la boca.

-Pa comer ya la abren las tunantas...

Pacheco se levantó cortésmente y ofreció silla a la vieja. El gaditano, que entre gente de su misma esfera social pecaba de reservado y aun de altanero, se volvía sumamente campechano al acercarse al pueblo.

-Tome usted asiento... Se va usted a bebé una copita de Jerés a la salú de toos.

¡Oídos que tal oyeron! ¡Señá Donata, fuera temor, al ataque, ya que te presentan la brecha franca y expedito el rumbo! Y tan expedito, que Pacheco, desde que la vieja puso allí el pie, pareció sacudir sus penosas cavilaciones y recobrar su cháchara, diciendo los mayores desatinos del mundo. Como que se puso muy formal a solicitar a la honrada matrona, proponiéndole un paseíto a solas por los tejares. Oía la muy lagarta de la vieja, y celebraba con carcajadas pueriles, luciendo una dentadura sana y sin mella; pero al replicar, iba encajando mañosamente aquella misión diplomática que bullía en su mente fecunda desde media hora antes. Tratábase de que ella, ¿se hacen ustés cargo?, trabajaba en la Frábica de Madrí... y tenía cuatro nietecicas, de una hija que se murió de la tifusidea, y el padre de gomitar sangre, así, a golpás..., en dos meses se lo llevó la tierra, ¡señores!, que si se cuenta, mentira parece. Las dos nietecicas mayores, colocaas ya en los talleres; pero si la suerte la deparase una presona de suposición pa meter un empeño..., porque en este pícaro mundo, ya es sabío, too va por las amistaes y las enfluencias de unos y otros... Llegada a este punto, la voz de la señá Donata adquiría inflexiones patéticas: «¡Ay Virgen de la Paloma! No premita el Señor que ustés sepan lo que es comer y vestir y calzar cinco enfelices mujeres con tristes ocho u nueve riales ganaos a trompicones... Si la señorita, que tenía cara de ser tan complaciente y tan cabal, conociese por casualidá al menistro... o al menistraor de la Frábica..., o al contaor..., o algún presonaje de estos que too lo regüerven... pa que la chiquilla mayor, Lolilla, entrase de aprendiza también... ¡Sería una caridá de las grandes, de las mayores! Dos letricas, un cacho de papel...».

Pacheco respondía a la arenga con mucha guasa, sacando la cartera, apuntando las señas de la pitillera detenidamente, y asegurándole que hablaría al presidente del Consejo, a la infanta Isabel (íntima amiga suya), al obispo, al nuncio... Enredados se hallaban en esta broma, cuando tras la abuela pedigüeña y las nietecillas mudas, se metieron en el gabinete las dos chicas mayores.

-Miren mis otras huerfanicas enfelices -indicó la señá Donata.

Imposible imaginarse cosa más distinta de la clásica orfandad enlutada y extenuada que representan pintores y dibujantes al cultivar el sentimentalismo artístico. Dos mozallonas frescas, sudorosas porque acababan de bailar, echando alegría y salud a chorros, y saliéndoles la juventud en rosas a los carrillos y a los labios; para más, alborotadas y retozonas, dándose codazos y pellizcándose para hacerse reír mutuamente. Viendo a semejantes ninfas, Pacheco abandonó a la señá Donata, y con el mayor rendimiento se consagró a ellas, encandilado y camelador como hijo legítimo de Andalucía. Todas las penas ajogadas por el Tío Pepe se fueron a paseo, y el gaditano, entornando los ojos, derramando sales por la boca y ceceando como nunca, aseguró a aquellas principesas del Virginia que desde el punto y hora en que habían entrado, no tenía él sosiego ni más gusto que comérselas con los ojos.

-¿Vienen ustés de bailar? -les preguntó risueño.

-Pus ya se ve -contestaron ellas con chulesco desgarro.

-¿Sin hombres? ¿Sin pareja?

-Ni mardita la falta.

-Pan con pan... Eso es más soso que una calabasa, prendas. Si me hubiesen ustés llamao...

-¿Que iba usté a venir? Somos poca cosa pa usté.

-¿Poca cosa? Son ustés... dos peasito del tersiopelo de que está forraa la bóveda seleste. ¡Ea!, ¿echamos o no ese baile? Ahora me empeñé yo... ¡A bailar!

Salió como una exhalación; dio la vuelta al pasillo aéreo; cruzó el puente que a los dos merenderos unía, y en breve, al compás del horrible piano mecánico, Pacheco bailaba ágilmente con las cigarreras.




ArribaAbajo- XX -

Entre las condiciones de carácter de la marquesa viuda de Andrade, y de los gallegos en general, se cuenta cierto don de encerrar bajo llave toda impresión fuerte. Esto se llama guardarse las cosas, y si tiene la ventaja de evitar choques, tiene la desventaja de que esas impresiones archivadas y ocultas se pudren dentro. Cuando el andaluz regresó después de haber pegado cuatro saltos, enjugándose la frente con su pañuelo y abanicándose con el hongo, halló a la señora aparentemente tranquila y afable, ocupada en obsequiar con queso, bizcochos y pasas a las dos gorrioncillas, y muy atenta a la charla de la vejezuela, que refería por tercera vez las golpás de sangre causa de la defunción de su yerno. Pero el camarero, que era más fino que el oro y más largo que la cuaresma, se dio cuenta con rápida intuición de que aquello no iba por el camino natural de almuerzos semejantes, y adoptando el aire imponente de un bedel que despeja una cátedra, intimó a toda la bandada la orden de expulsión.

-¡Ea!, bastante han molestado ustedes a los señores. Me parece regular que se larguen.

-Oigasté... ¡El tío este! Si yo he entrao aquí, fue porque los señores me lo premitieron, ¿estamos? Yo soy así, muy franca de mi natural..., y me arrimo aonde veo naturalidá, y señoritos llanos y buenos mozos, sin despreciar a nadie.

-¡Ole las mujeres principales! -contestó con la mayor formalidad Pacheco, pagando el requiebro de la señá Donata. La cual no soltó el sitio hasta que don Diego y la señora prometieron unánimes acordarse de su empeño y procurar que Lolilla entrase en los talleres. Las gorrionas se dejaron besar y se llevaron las manos atestadas de postres, pero ni con tenazas se les pudo sacar palabra alguna. No piaron hasta que fueron a posarse en el salón de baile.

El camarero también salió anunciando que «dentro de un ratito» traería café y licores. Al marcharse encajó bien la puerta, e inmediatamente los ojos de Pacheco buscaron los de su amiga. La vio de pie, mirando a las paredes. ¿Qué quería la niña? ¿Eh?

-Un espejo.

-¿Pa qué? Aquí no hay. Los que vienen aquí no se miran a sí mismos. ¿Espejo? Mírate en mí. ¿Pero cómo? ¿Vas a ponerte el sombrero, chiquilla? ¿Qué te pasa?

-Es por ganar tiempo... Al fin, en tomando el café hemos de irnos...

El meridional se acercó a Asís, y la contempló cara a cara, largo rato... La señora esquivaba el examen, poniendo, por decirlo así, sordina a sus ojos y un velo impalpable de serenidad a sus facciones. Le tomó Pacheco la cintura, y sentándose en el sofá, la atrajo hacia sí. Hablaba y reía y la acariciaba tiernamente.

-¡Ay, ay, ay!... ¿Esas tenemos? Mi niña está celosa. ¡Celosita, celosita! ¡Celosita de mí la reina del mundo!

Asís se enderezó en el sofá, rechazando a Pacheco.

-Tienes la necedad de que todo lo conviertes en substancia. La vanidad te parte, hijo mío. Yo no estoy celosa, y si me apuras, te diré...

-¿Qué? ¿Qué me dirás? -prorrumpió Pacheco algo inmutado y descolorido.

-Que... es algo imposible eso de estar celoso cuando...

-¡Ah! -interrumpió el meridional, más que pálido, lívido, con voz que salía a golpás, según diría la señá Donata-. No necesitas ponerlo más claro... Enterado, mujer, enterado, si yo adivino antes que hables. Pa miserables tres horas o cuatro que nos faltan de estar juntos, y probablemente serán las últimas que nos hemos de ver en este mundo perro, ya pudiste callarte y procurar engañarme como hasta aquí... Poco favor te haces, si viniste aquí no queriéndome algo. Tú te habrás creído que yo me tragaba... ¡Y me llamas necio! Yo seré un vago, un hombre que no sirve para ná, un tronera, un perdido, lo que gustes; ¡pero necio! Necio yo..., ¡y en cuestiones de faldas! ¡Mire usted que es grande! Pero, ¿qué importa? Llámame lo que quieras... y óyeme sólo esto, que te voy a decir una verdá que ni tú la sabes, niña. No me has querío hasta hoy, corriente... Hoy, más que digas por tema lo que te dé la gana, me quieres, me requieres, estás enamoraa de mí... Poquito a poco te ha ido entrando... y así que yo te falte, se te va a acabar el mundo. Esta es la fija... Ya lo verás, ya lo verás. Y por amor propio y por soberbia sales con la pata e gallo... ¡Te desdeñas de tener celos de mí! Bien hecho... Así como así, no hay de qué. Boba serías si tuvieses celos. Algún ratito ha de pasar antes de que yo me pierda por otras mujeres... ¡Maldita sea hasta la hora en que te vi!... Dispensa, ¡dispensa! No quiero ofenderte, ¿sabes?, ahora ni nunca. No sé lo que me digo... Pero digo verdad.

Soltaba esta andanada paseando por el pequeño recinto, como las fieras en sus jaulas de hierro; unas veces sepultaba las manos en los bolsillos del pantalón, y otras las desenfundaba para accionar con violencia. Su rostro, descompuesto por la cólera, perdiendo su expresión indolente, mejoraba infinito: se acentuaban sus enjutas facciones, temblaba el bigote dorado, resplandecían los blancos dientes, y los azules ojos se obscurecían, como el agua del Mediterráneo cuando amaga tempestad. El piso retemblaba bajo sus pasos; diríase que el aéreo nido iba a saltar hecho trizas. Aquella tormenta de verano, aquella cólera meridional, no cabía en el cuartuco.

Al encajar la puerta el mozo, los amantes se habían olvidado de que el nido tenía otro boquete, la ventana, abierta por Asís y dejada en la misma situación durante todo el almuerzo. Y la ventana justamente miraba al salón de baile, ocupado por parte de la bandada de gorriones, entretenidísimas a la sazón en atisbar la riña amorosa, mientras abajo Lolilla se consagraba al carnero y al arroz.

-Anda..., ella está de morros con él... Está amoscá.

-Porque bailó con nusotras... Me lo malicié, hijas.

-¡Jesús! Pus no se ha resquemao poco... ¡Qué gesto!

-¡Ay! ¡Miales! Él le está haciendo cucamonas pa que se le pase... ¡Ole!... Hombre, no nos ponga usté el gorro... Siquiera pa repichonear podían tener la ventana cerrá.

-¿Quién os manda mirar?

-Pa eso tiene una los ojos... ¡Calle!... Pus ella, en sus trece... Que nones... Las orejas le calienta ahora.

-¡Virgen! ¿Qué cosas le habrá icho, pa que él se enfade así? Mueve los brazos que paecen aspas de molino... ¿A que le pega?

-¿Que lae pegar, mujer, que lae pegar? Eso a las probes. A estas pindongas de señoronas, los hombres les rinden el pabellón. Y eso que cualisquiera de nosotras les pue vender honradez y dicencia. Digo, me paece...

-No, pus enfadao ya está.

-¿Va que acaba pidiendo perdón como los chiquillos? ¿No lo ije? Miale... más manso que un cordero... Ella na, espetá, secatona..., vuelta a la manía de ponerse el abrigo... Se quie largar... ¡Madre e Dios, lo que saben estas tunantas! Me lo maneja como a un fantoche... ¡Qué compungío que está!... ¿A que se pone de rodillas, pa que le echen la solución? ¡Ay, qué mujer, paece la leona del Retiro! Empeñá en que me voy... Y se sale con la suya... Mia... ¡Se largan!

La turba se precipitó por la escalera del merendero. Verdad: Asís se largaba, se largaba. Salía tranquilamente, sin prisa ni enojo: hasta sonrió a Lolilla, que armada del soplador de mimbres avivaba el fuego. Con voz serena explicó al mozo, atónito de semejante deserción, que se les hacía tarde, que no podían aguardar ni un minuto más; que avisase al cochero, el cual probablemente estaría con el simón por allí, en alguna sombra. Mientras Pacheco, demudado, con pulso trémulo, buscaba en el portamonedas un billete, Asís trazaba en el piso rayas con la sombrilla, hasta dibujar una celosía complicada y menuda. Al terminarla extendió la mano; cogió una ramita florida de la acacia que sombreaba el merendero, y se la sujetó en el pecho con el imperdible. Acercose obsequiosa la señá Donata, ofreciendo a sus huérfanas, sus nietecitas, «pa juntar un ramo de cacias y de mapolas, si a la señorita le gustan...». Dio Asís las gracias rehusando, porque se marchaba acto continuo; y acercándose disimuladamente a la vieja, le deslizó algo en la mano, recia y curtida cual la piel del arenque. Acercose el simón: sin duda el cochero se había atizado un par de tragos, porque su nariz echaba lumbre, reluciendo al sol como la película roja que viste a los pimientos riojanos. La señora tomó por la escalerilla que bajaba desde el puente; Pacheco la siguió...

-En el coche harán las paces -piaron las gorrionas mayores-. ¿A que sí?

-La fija. En entrando...

Grande fue el asombro de aquellas aves más parleras que canoras, viendo que, tras un corto debate al pie de la portezuela, la señora tendió la mano a Pacheco, y este llevó la suya al sombrero saludando, y el simón arrancó a paso de tortuga, bamboleándose sobre la polvorosa carretera.

-Pus ella vence... Me lo deja plantadito.

-¿A que él se nos vuelve aquí? -indicó la gorriona primogénita, alisando con la palma las grandes peteneras de su peinado, untadas de bandolina.

No volvió el muy... Ni siquiera torció la cabeza para hacerles un saludo o enviarles una sonrisa de despedida. ¡Fantasioso! Estuvo pendiente del simón mientras este no traspuso los hornos de ladrillo; luego, cabizbajo, echó a andar a pie.




ArribaAbajo- XXI -

La buena fe, que debe servir de norma a los historiadores así de hechos memorables como de sucesos ínfimos, obliga a declarar que la marquesa viuda de Andrade se dedicó asiduamente -desde las dos de la tarde, hora en que llegó a su casa, hasta cerca de las nueve de la noche- a la faena del arreglo definitivo de su equipaje, resolviendo la marcha para el siguiente día, sin prórroga. El trajín fue gordo, y aumentó sus fatigas el desasosiego moral de la señora. Anduvo hecha un zarandillo; removió hasta el último trasto de la casa; mareó a la Diabla; aturrulló a los demás criados; y al agitarse así, la impulsaban sus nervios, tirantes como cuerdas de guitarra, al par que sentía una especie de punzada continua en el corazón, un calor extraño en el epigastrio, un saborete amargo en la boca. Después de haber comido -por fórmula y sin ganas- pidiole Ángela licencia, ya que era el último día, para decir adiós a su hermana. La negó en un arranque de cólera; la otorgó dos minutos después. Y así que la chica batió la puerta, la señora, rendida de cuerpo, más encapotada que nunca de espíritu, se retiró a su dormitorio... Tenía que poner el S. D. a un sinnúmero de tarjetas; pero ¡estaba tan molida!, ¡de humor tan perro! Además la punzadita aquella del corazón se iba convirtiendo en dolor fijo, intolerable... ¿Se aplacaría un poco recostándose en la cama? A ver...

Cerró los ojos, mascando unas hieles que tenía entre la lengua y el paladar. ¿A qué venían las hieles dichosas? Ella había obrado bien, mostrándose digna y entera. En realidad, ningún desenlace mejor para la historia. De un modo o de otro ello iba a acabarse; era inevitable, inminente: mejor que se acabase así... Porque si aquella última entrevista fuese muy tierna, qué tristeza y qué... Nada; mejor así, mejor cien veces. Ella había tenido razón sobrada: una cosa son los celos, otra el amor propio y el decoro de que nunca está bien prescindir. Y a quién se le ocurre, allí, en su propia cara, ponerse a bailar con... Veía el salón de baile aéreo, el brincoteo de las gorrionas, los incidentes del almuerzo... y las hieles se volvían más amarguitas aún. Cierto que ella fue quien abrió puertas y ventanas: de todos modos, el proceder de Pacheco... Sí... buen tipo estaba Pacheco. En viendo una escoba con faldas... ¡Ay infeliz de la mujer que se fiase de sus exageraciones y sus locuras! ¡Requebrar a las cigarreras así, delante de...! ¡Y qué fatuo! ¡Pues no había querido convencerla de que estaba enamorada de él! ¿Enamorada? No, no señor, gracias a Dios... Conservaría sí un recuerdo..., un recuerdo de esos que... Allí tenía, en el medallón de oro, junto al pelo de Maruja, una florecita de la acacia blanca... ¡Qué tontera! Lo probable es que a Pacheco no volviese a verle nunca más... Y esta punzada del corazón, ¿qué será? Será enfermedad, o... Parece que lo aprieta un aro de hierro... ¡Jesús, qué cavilaciones más simples!

Bregando con la imaginación y la memoria, se quedó traspuesta. No era dormir profundo, sino una especie de somnambulismo, en que las percepciones de la vida exterior se amalgamaban con el delirio de la fantasía. No era la pesadilla que causa la ocupación de estómago, en que tan pronto caemos de altísima torre como volamos por dilatadas zonas celestes, ni menos el sueño provocado por la acción del calor del lecho sobre los lóbulos cerebrales, donde, sin permiso de la honrada voluntad, se representan imágenes repulsivas... Lo que veía Asís, adormecida o mal despierta, puede explicarse en la forma siguiente, aunque en realidad fuese harto más vago y borroso.

Encontrábase ya en el vagón, con la Diabla enfrente, la maletita y el lío de mantas en la rejilla, el velo de gasa inglesa bien ceñido sobre la toca de paja, calzados los guantes de camino, abrochado hasta el cuello el guardapolvo. El tren adelantaba, unas veces bufando y pitando, otras con perezoso cuneo, al través de las eternas estepas amarillas, caldeadas por un sol del trópico. ¡Oh Castilla la fea, la árida, la polvorosa, la de monótonos aspectos, la de escuetas lontananzas! ¡Oh sombría mole, región desconsolada del Escorial, qué felicidad perderte de vista! ¡Oh calor, calor del infierno, cuándo acabarás! Asís sentía que el sol, al través de las cortinas corridas que teñían con viso azul el departamento, se le empapaba en los sesos como el agua en una esponja, y que en sus venas la sangre se volvía alquitrán, y la punta de cada filete nervioso una aguja candente, y que los ojos se le salían de las órbitas, igual que a los gatos cuando los escaldan... El polvillo de carbón, unido al de los páramos castellanos, entraba en remolinos o en ráfagas violentas, cegando, desvaneciendo, asfixiando. No valía manejar desesperadamente el abanico: como toda la atmósfera era polvo, polvo levantaba al agitar el aire, y polvo absorbían los sedientos pulmones. «¡Agua! ¡Agua! ¡Agua por Dios! Ángela, va una botella llena ahí en el cesto...». Revolvía la Diabla el fondo de la canastilla..., nada: sin duda el agua se había olvidado. ¡Ah!, una botella... El vaso plano... Asís bebía. ¡No es agua, no es agua! Es manzanilla, jerez, brasa líquida, esas ponzoñas que roban el juicio a las gentes... Venga un río, un río de mi tierra, para agotarlo de un sorbo... Mientras la señora gemía, el inmenso foco del sol ardía más implacable, como si estuviesen echándole carbón, convertidos en fogoneros, los arcángeles y los serafines. Y así atravesaban la pedregosa tierra de Ávila, con sus escuadrones de enormes cantos, y las llanuras de Palencia, y los severos desiertos de León, y la vieja comarca de la Maragatería. ¡Que me abraso!... ¡Que me abraso!... ¡Que me muero!... ¡Socorro!...

¡Aah! ¿Qué ocurre? Salimos del país llano... ¡Montes queridos! Cada túnel es una inmersión en la noche, un baño en un pozo: al volver a la claridad, montañas y más montañas, revestidas de frondosos castañares, y por cuyas laderas... ¡oh deleite!, se despeñan saltando manantiales, cascaditas, riachuelos, mientras allá abajo, caudaloso y profundo, corre el Sil... Las mismas rocas sudan humedad; de la bóveda de los túneles rezuman gotas gordas; el suelo se encharca. Al principio, Asís revive como el pez restituido a su elemento: su corazón se dilata, cálmase el hervor de su sangre, se aplaca la horrible sed. Pero los riachuelos van engrosando; los túneles menudean, lóbregos, pantanosos; al término se divisa un cielo color de panza de burro, muy bajo, en el cual se acumulan nubes preñadas de agua, que al fin, abriendo su seno, dejan caer, primero en delgados hilos, luego en cerrada cortina, la lluvia, la eterna lluvia del Noroeste, plomo derretido y glacial, que solloza escurriendo por los vidrios. Y aquella lluvia, Asís la siente sobre el corazón, que se lo infiltra, que se lo reblandece, que se lo ensopa, hasta no poder admitir más líquido, hasta que, anegado de tristeza, el corazón empieza también a chorrear agua, primero gota a gota, luego a borbotones, con fúnebre ruido de botella que se vacía...

***

Pan, pan. Dos golpes en la puerta de la alcoba... -¡Jesús!... ¿Quién? ¿Pero dormía o soñaba o qué es esto? -Y la señora palpaba la almohada-. Húmeda, sí... Los ojos... También los ojos... ¡Lágrimas! ¿Quién está?... ¿Quién?

-Yo, amiga Asís... Gabriel Pardo... ¿He venido a molestar? Por Dios, siga usted con sus preparativos... Me he encontrado a la chica; me dijo que mañana sin falta salía usted para nuestra tierra... Cuánto sentiré incomodarla... Me retiro, me retiro.

-Por Dios... De ningún modo... Tome usted asiento... Salgo en seguida... Estaba lavándome las manos.

Y en efecto, se oía ruido de chapuzón, de lavaroteo. Pero nos consta que lo que lavaba la señora eran los párpados. Luego se dio polvos, se compuso el pelo, se arregló los encajes de la gola. Apareció muy presentable. Pardo había tomado un periódico, creo que La Época, y leía distraído, sin entender: «La dispersión veraniega ha comenzado. Parten hoy para Biarritz en el expreso, el duque de Albares, las lindas señoritas de Amézaga...».

Apenas habían tenido tiempo los dos paisanos para trocar unas cuantas frases de excusa, cuando se oyó sonar la campanilla y en el corredor retumbaron pasos fuertes, varoniles. De sofocada, la señora se volvió pálida: una sonrisa involuntaria y una luz vivísima cruzaron por sus labios y sus ojos. Pacheco entró, y al verle el comandante Pardo, reprimió el impulso de pegarse un cachete en el hueso frontal.

-¡Ya pareció aquello! ¡Se despejó la incógnita! ¡Y decir que no hará dos semanas que se conocieron en casa de Sahagún! ¡Mujeres!...

El gaditano -lo mismo que si se propusiese evidenciar lo que Pardo adivinaba- apenas se hubo sentado sacó del bolsillo un tarjetero de piel inglesa, con monograma de plata, y se lo entregó a Asís, murmurando cortésmente:

-Marquesa... las señas que usted me pidió que le trajese. Las señas de la pitillera... ¿no recuerda usted? Puede usted copiarlas, o quedarse con el tarjetero, si gusta... Viéndolo se acuerda usted más del empeñillo.

¡Ay! Asís trasudaba. Era para volarse. ¡Vaya un pretexto que daba a su visita nocturna el bueno del gaditano! Si lo quería más claro don Gabriel...

Miró al comandante, que se hacía el sueco, tratando de no ver el tarjetero dichoso. No hay posición más desairada que la de tercero en concordia, y don Gabriel, notando la ojeada expresiva que trocaron Pacheco y Asís, creía estar sentado sobre brasas, tanto le apretaban las ganas de quitarse de en medio. Pero convenía hacerlo con habilidad y educación. Un cuarto de hora tardó en preparar la retirada honrosa, echándole el muerto al Círculo Militar, donde aquella noche había una conferencia muy notable. Los círculos, ateneos y clubs, serán siempre instituciones benéficas, por lo que se prestan a encubrir toda escapatoria masculina -así la del que va en busca de la propia felicidad, como la del que evita el espectáculo de la ajena-, verbigracia, Pardo.

Aflojó el paso al llegar a la esquina de la calle, y se puso a reflexionar acerca del impensado descubrimiento. Raro es que el amigo de una dama, en caso semejante, no desapruebe la elección. -¡Cómo escogen las mujeres! En dándoles el puntapié el demonio... Indulgencia, Gabriel; no hay mujeres, hay humanidad, y la humanidad es así... Esta desazón, además, se parece un poquito a la envidia y al des... No, hijo, eso sí que no: despechado no estás: lo que pasa es que ves claro, mientras tu pobre amiga se ha quedado ciega... ¡Cómo se transformó su fisonomía al entrar el individuo! La verdad: no la creí capaz de echarse un amante... y menos ese. O mucho me equivoco o le cayó que hacer a la infeliz. Ese andaluz es uno de los tipos que mejor patentizan la decadencia de la raza española. ¡Qué provincias las del Mediodía, señor Dios de los ejércitos! ¡Qué hombre el tal Pachequito! Perezoso, ignorante, sensual, sin energía ni vigor, juguete de las pasiones, incapaz de trabajar y de servir a su patria, mujeriego, pendenciero, escéptico a fuerza de indolencia y egoísmo, inútil para fundar una familia, célula ociosa en el organismo social... ¡Hay tantos así! Y sin embargo, a veces medran, con una apariencia de talento y la viveza propia del meridional; no tienen fondo, no tienen seriedad, no tienen palabra, no tienen fe, son malos padres, esposos traidores, ciudadanos zánganos, y los ve usted encumbrarse y hacer carrera... Así anda ello. Ya las mujeres... qué diablo, estos hombres les caen en gracia... Eh, dejémonos de clichés... Asís, que es de otra raza muy distinta, necesita formalidad y constancia; la compadezco... Bueno es que no se casará; no, casarse no lo creo posible. De esa madera no se hacen maridos. Como aventura tendrá sus encantos... ¡Qué casualidad! Y dirán que no hay coincidencias... ¡Tarjetero, tarjetero...!

Así meditaba el comandante. ¿Era injusto o sagaz? ¿Obedecía a su costumbre de analizarlo todo, o a una puntita de berrinche? Se caló los lentes y se retorció la barba. ¿A dónde iría?

-Al Círculo Militar, ya que me sirvió de pretexto para escurrir el bulto. ¡Poco gusto que les habrá dado cuando yo tomé la puerta...!

Tras esta ingrata reflexión apretó a andar. La obscuridad de la noche le exaltaba, y ese grupo que ve con la fantasía todo el que sale huyendo de hacer mala obra a dos enamorados, se empeñaba en flotar, vaporoso e irónico, ante don Gabriel. Fortuna que este género de visiones no suele resistir a los efectos anodinos de una conferencia sobre «Ventajas e inconvenientes del escalafón en los cuerpos facultativos».






Arriba- XXII -

Epílogo


No entremos en el saloncito de Asís mientras dure el tiroteo de explicaciones (¡cosa más empalagosa!), sino cuando la pareja liba la primera miel de las paces (empalagosísima también, pero paciencia). Ni Pacheco pregunta ya nada acerca de don Gabriel Pardo y su amistad, ni Asís se acuerda del baile en el merendero. El gaditano habla al oído de la señora.

-¿Pero tú te creíste que yo no sabía que mañana te vas? A Diego Pacheco no se la ha pegado ninguna hembra... ¡Niña boba! Esta mañana ya habías dispuesto la marcha, claro que sí, y si te viniste a almorsá conmigo, fue que te di un poquillo de lástima... Decías tú allá en tus adentros: sólo faltan horas; vamos a complacer a este, que tiempo habrá de que estalle la bomba y dejarlo plantao... ¡Y ahora también piensas en cosas así, muy tristes; en que ya no nos vemos, en que se acaba el cariñito y las fatigas y el verme y el hablarme...! ¡Ay chiquilla! Me quieres tú mucho más de lo que te figuras. No te has tomado el trabajo de echar la sonda ahí en ese pechito... ¡Tonta! ¡Cómo te acordarás de estos ratos, allá en tu país, entre aquella gente sosaina! Aquí se queda un hombre que te quería también un poquitillo... ¡Pobrecita, la nena!

No estaban los amantes abrazados, ni siquiera muy juntos, pues Pacheco ocupaba el sillón, y el diván Asís. Sólo sus manos, encendidas por la misma fiebre, se buscaban, y habiéndose encontrado, se entrelazaban y fundían. Callaron entonces y fue el instante más hermoso. Por el mudo diálogo de los ojos y por el contacto eléctrico de las palmas, se enviaban el espíritu en arrobo inefable. Con la nueva y victoriosa dulzura de semejante comunicación, Asís sentía que se mezclaba un asombro muy grande. Miraba a Pacheco y creía no haberle visto nunca: descubría en su apostura, en su cara, en sus ojos, algo sublime, que realmente no existía, pero que la señora debía encontrar en aquel instante, pues así sucede en toda revelación para que resplandezca su origen superior a la materia inerte y al ciego acaso, y a Asís se le revelaba entonces el amor. Poco a poco, sin conciencia de sus actos, acercaba la mano de Diego a su pecho, ansiosa de apretarla contra el corazón y de calmar así el ahogo suave que le oprimía... Sus pupilas se humedecieron, su respiración se apresuró, y corrió por sus vértebras misterioso escalofrío, corriente de aire agitado por las alas del Ideal.

-No estés tan tristón -tartamudeó con blandura mimosa.

-Sí que estoy triste, prenda. Y es por ti. Estoy de remate. Estoy hasta enfermo. No sé por dónde ando. Parece que me han dao cañaso. Es un mal que se me entra por el alma arriba. Si sigo así, guardaré cama. Después que te vayas la guardaré... Es cosa rara, chiquilla. ¡Válgame Dios, a lo que llega un hombre!

-Te pones tan lejos... Aquí, cerquita -murmuró la señora con el tono con que se habla a los niños.

-No..., déjame aquí... Estoy bien. Mira tú qué cosas más raras hace la guilladura cuando entra de verdad. Ni ganas tengo de acercarme; la manita me basta...

-¿No te gusto?

-No como me gustarían otras. ¡Ah! Ya sabes si tengo ilusión por ti... Y así y todo..., ahora prefiero callar y no acercarme, gloria... ¡Ay!... ¿Pero qué es eso? ¿Llora mi niña?

Puede que llorase, en efecto. No debía de ser el reflejo de la lámpara lo que tanto relucía en su mejilla izquierda... Pacheco exhaló un suspiro y se puso en pie, desenclavijando su mano de la de Asís.

-Me voy -pronunció con voz alteradísima, ronca, resuelta.

De un brinco se levantó Asís, echándole los brazos al cuello y sujetándole.

-No, Diego, que no... ¡Vaya una ocurrencia! ¡Irte ya! ¡Pues si apenas llegaste! ¿Cómo irte? ¿Tienes que hacer? No, irte no quiero.

-Niña... El mal camino andarlo pronto. No tengo ánimos para más. Estoy que con una seda me ahogan. ¿A qué aprovechar unos minutos? Es la despedida. Yéndome ahora me ahorro alguna pena. Adiós, querida... Cree que más vale así.

-No, no, no te vas... Por lo mismo que ya es la última noche... Diego, por Dios, mi vida... Tú quieres sacarme de quicio. No puede ser.

Pacheco sujetó los brazos de la señora, y mirándola de hito en hito, exclamó con firmeza:

-Piénsalo bien. Si me quedo ahora, no me voy en toda la noche. Reflexiona. No digas después que te pongo en berlina. Te conviene soltarme. Tú decidirás.

Asís dudó un minuto. Allá dentro percibía, a manera de inundación que todo lo arrolla, un torrente de pasión desatado. Principios salvadores, eternos, mal llamados por el comandante clichés, que regís las horas normales, ¿por qué no resistís mejor el embate de este formidable torrente? Asís articuló, oyendo su propia voz resonar como la de una persona extraña:

-Quédate.

El plan era absurdo, y sin embargo, los medios de realizarlo se presentaban entonces asequibles, rodados. La Diabla, fuera de casa, por casualidad feliz; la cocinera lo mismo; cuestión de engañar a Imperfecto, que era la quinta esencia de la bobería, y a la portera, que siempre estaba dormitando a tales horas. Para conseguir el apetecido resultado, combinose un atrevido plan de entradas y salidas, de pases y repases, que hizo reír a los dos delincuentes... Y a las doce de la noche, las puertas de la casa se hallaban cerradas, y dentro de ella el contraventor de las pragmáticas sociales y de las leyes divinas.

Si la cosa no hubiese pasado de aquí, creo sinceramente, lector amigo, que no merecía la pena, no ya de narrarla, sino hasta de mencionarla en estos libros de memorias y exámenes de conciencia de la humanidad, que se llaman novelas. Porque aun siendo el caso tan desatinado y enorme; aun constituyendo una atrevida infracción de todo lo que no debe, ni puede infringirse, bien cabe suponer que en las fiebres pasionales tiene algo de necesario y fatídico, cual en las otras fiebres, la calentura. Pero lo que me parece verdaderamente digno de tomarse en cuenta, como dato singular y curioso; lo que quizás convendría analizar sutilmente -si no es preferible dejarlo sugerido a la imaginación del lector para que lo deduzca y reconstruya a su modo- es la causa, la génesis y el rápido desarrollo de aquella idea inesperadísima, que desenlazó precipitada y honrosamente la historia empezada por tan liviano y censurable modo en la romería del Santo...

¿A cuál de los dos amantes, o mejor dicho, aunque la distinción parezca especiosa, de los dos enamorados, se le ocurrió primero la idea? ¿Fue a él, como único paliativo, heroico pero infalible, de su extraña guilladura? ¿Fue a ella, como medio de conciliar el honor con la pasión, el instinto de rectitud y el respeto al deber que siempre guardara, con la flaqueza de su voluntad ya rendida? ¿Fue que esa idea, profundamente lógica (y en el caso presente tal vez expiatoria), se presenta a la vuelta del amor, tan fatalmente como sigue a la aurora el mediodía, al crepúsculo la noche y a la vida la muerte?

Que cada cual lo arregle a su gusto y rastree y discurra qué caminos siguieron aquellos espíritus para no reparar en inconvenientes, no recelar de lo futuro, cerrar los ojos a problemas del porvenir y mandar a paseo las sabias advertencias de la razón, que tiembla de espanto ante lo irreparable, lo indisoluble, lo que lleva escrito el letrero medroso: «Para siempre», y avisa que de malos principios rara vez se sacan buenos fines. Y reconstruya también a su modo los diálogos en que la idea se abrió paso, tímida primero, luego clara, imperiosa y terminante, después triunfadora, agasajada por el amor que, coronado de rosas, empuñando a guisa de cetro la más aguda y emponzoñada de sus flechas, velaba a la puerta el aposento, cerrando el paso a profanos disectores.

Por eso, y porque no gusto de hacer mala obra, líbreme Dios de entrar hasta que el sol alumbra con dorada claridad el saloncito, colándose por la ventana que Asís, despeinada, alegre, más fresca que el amanecer, abre de par en par, sin recelo o más bien con orgullo. ¡Ah!, ahora ya se puede subir. Pacheco está allí también, y los dos se asoman, juntos, casi enlazados, como si quisiesen quitar todo sabor clandestino a la entrevista, dar a su amor un baño de claridad solar, y a la vecindad entera parte de boda... Diríase que los futuros esposos deseaban cantar un himno a su numen tutelar, el sol, y ofrecerle la primer plegaria matutina.

-Está el gran día, chichi... -exclamaba Pacheco-. Vas a tener un viaje...

-¿Y para el tuyo? ¿Hará buen tiempo?

-Lo mismo que ahora. Verás.

-¿Despacharás en ocho o diez días la ida a Cádiz?

-No que no. Y la aprobación del papá y too. Muerto está él porque me case y siente la cabeza. Le diré que después de la boda me presento diputao por Vigo con la ayuda del papá suegro. Verás tú. Para despabilar un asunto me pinto solo... cuando el asunto me importa, ¿sabes?

-¿Escribirás todo lo que prometiste?

-Boba.

-Simplón, monigote, feo.

-Reina de España.

-En Vigo..., ya sabes... formalidad.

-Hasta que el cura... -(Pacheco hizo con la mano derecha un ademán litúrgico muy significativo)-. Entretanto... me dedicaré a tu chiquilla. ¿Eh? A los dos días... te la he conquistao. Puede que te deje plantaíta a ti pa casarme con ella.

Siguieron algunas bromas y ternezas más, que ni hacen al caso, ni deben figurar aquí en modo alguno. De repente, Diego tomó la mano derecha de la señora, preguntando:

-¿Te acuerdas tú de una buenaventura que te echaron en la feria?

E imitando el acento y modales de la gitana, añadió:

-Una cosa diquelo yo en esta manica, que hae suseder mu pronto y nadie saspera que susea... Un viaje me vasté a jaser, y no ae ser para má, que ae ser pa satisfasión e toos... Una presoniya está chalaíta por usté...

El gaditano, siempre presumido, agregó:

-Y usté por ella.