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Introducción a «La educación científica de la mujer» de Eugenio María de Hostos

Gabriela Mora





Como sucede con muchos de nuestros valores tardíamente rescatados, o apenas conocidos, sorprende que los artículos sobre «La educación científica de la mujer», publicados por Hostos en 1873, no hayan sido estudiados y difundidos como merecen. El olvido, inexplicable con el empuje del feminismo actual, obliga a preguntarse si los viejos prejuicios en que se ha venido afirmando la situación inferior del sexo femenino en la sociedad, siguen en vigencia todavía.

Al comparar las ideas hostosianas sobre este punto, con las de otros ensayistas de indiscutible influencia en la historia del pensamiento occidental, se hace más insólita la posición del puertorriqueño. Como se verá en el análisis que sigue, la postura de Hostos contra la injusta situación que impedía a la mujer desarrollar sus potencialidades, rebasa los principios krausistas que sirvieron de base al fundamento ético que dirigió siempre las acciones del escritor. Por otro lado, la posición del antillano sobrepasa también los principios positivistas en que él dice fundó estos ensayos, al rechazar las definiciones esencialistas -del mismo Comte- para fijarse en las fuerzas culturales que causaban esa condición de inferioridad social.

Comte, el fundador de la sociología y el método positivista, concede a la mujer un desarrollo mayor de la «sociabilidad» y la «simpatía», pero afirma consistentemente su inferioridad de inteligencia y de razón. A su vez, Herbert Spencer, principal divulgador de Comte y admirado por Hostos, aunque piensa que es justo darle a la mujer mayores oportunidades profesionales, repite la noción, popular en la época, de que la función reproductora disminuye el intelecto femenino, y reitera la inferioridad mental del sexo.

Contra estas reputadas opiniones, Hostos sostiene rotundamente en los ensayos que aquí se publican, que «la razón no tiene sexo», y llama a educar en forma adecuada a la mujer para que pueda crecer como ser humano cabal. Esto, para el puertorriqueño, significa considerarla como ser racional y no mero vehículo para la prolongación de la especie. En oposición a las nociones más divulgadas de su tiempo, Hostos sostiene que «la mujer, antes que amada, antes que esposa, antes que madre, [...] es un ser racional que tiene razón para ejercerla y conocer la realidad que la rodea». Impedirle a la mujer desarrollar su razón es para el ensayista «matar una parte de su vida».

La actitud progresista de Hostos supera también la de dedicados estudiosos que lucharon por mejorar la situación social femenina, como son John Stuart Mill en Inglaterra, y Concepción Arenal en España. A diferencia de ellos, que muestran renuencia a la participación de la mujer en la vicia política, el antillano no sólo alienta el papel femenino como ciudadana, sino que ve su intervención en la cosa pública, como crucial para elevar la situación general de las repúblicas hispanoamericanas.

La mejor manera de probar lo inusitado de la posición sostenida por Hostos, sea quizás anotar los pronunciamientos que sobre la condición de la mujer hizo otro gran pensador latinoamericano. Nos referimos al mexicano Antonio Caso, que en 1938 escribió algunas páginas sobre el tema. El autor de, entre otras obras, La persona humana y el estado totalitario (1941), publicó en El Universal de México del 4 de noviembre de 1938, el artículo titulado «Feminismo v fisiología». En él, Caso ratifica conceptos pseudocientíficos del doctor Alexis Carrel diciendo que la mejor duración de la vida del ovario produce la manifiesta inferioridad de la mujer con respecto al hombre, cuyo órgano masculino permanece activo hasta la senectud. De aquí que el ensayista se oponga «a las teorías contemporáneas que producen la decadencia de la cultura» -como el feminismo- pues ellas se opondrían a la «majestad» de la acción femenina en los destinos de la humanidad, la majestad, casi es innecesario decirlo, se refiere naturalmente a la maternidad. Siguiendo lo que cree impecable data científica, el mexicano afirma que si la función maternal no se realiza, el organismo femenino se atrofia. Este «no puede lograr su pleno desarrollo fisiológico y psicológico, sino en función de la maternidad».

Como en otras áreas -la esclavitud y el colonialismo, por ejemplo- Hostos se empapó de las corrientes filosóficas y científicas en boga, pero su independencia de espíritu y su sentido de justicia, le impidieron seguir a ciegas lo que obviamente atentaba contra la dignidad del ser humano en general, y de la mujer en particular.




Esbozo biográfico

Nacido en Mayagüez en 1839, Hostos partió de Puerto Rico a los 12 años para ir a estudiar a España. El abandono de tierra y familia, debió haber sido devastador, a juzgar por su propio testimonio1. Poco se sabe de su época de estudiante de secundaria en Bilbao, y los primeros años de universitario en Madrid. Su Diario, sin embargo, dejó constancia de sus estudios e intereses desde 1866, cuando el puertorriqueño sigue con pasión los vaivenes políticos, hechos de conspiraciones y golpes militares que caracterizan la España decimonónica. Como se irá viendo más adelante, la ideología liberal, aliada con principios masónicos y krausistas, serán influencias decisivas en la formación del pensador. De los liberales y los masones Hostos conservó para siempre su fervor por la forma republicana de gobierno, los ideales de libertad e igualdad, y la fe en la educación como panacea para los males sociales, fe reforzada con las enseñanzas del krausismo. Con éste, Hostos cimentó su visión ética de la vida y su repugnancia hacia la intolerancia y el fanatismo2.

La revolución de 1868, en la cual Hostos colaboró, destronó a Isabel II, y puso en el poder a muchos de los amigos liberales del autor, pero no trajo los cambios radicales que él soñaba para sus islas. Desilusionado, y pensando hacer una labor más efectiva en el nuevo continente, Hostos se estableció en Nueva York en 1870.

Miembro muy activo de las juntas patrióticas que cubanos y puertorriqueños habían fundado en Nueva York, Hostos escribe incansablemente en pro de su causa política, a la vez que sufre por las disensiones de todo tipo que observa, y por su precaria posición, social y económica3. Con la esperanza de extender su campaña liberadora, y llevar a cabo los planes matrimoniales que abrigaba, Hostos se embarca para Sudamérica en octubre de 1870.

En Colombia, Perú, Chile y Argentina, el puertorriqueño activa su causa patriótica con artículos pertinentes, pero además escribe ensayos sobre problemas y situaciones locales que analizaba con gran perspicacia. Su calidad de masón y liberal, le abría puertas de periódicos y hogares de prohombres importantes que van completando la visión americanista que sostuvo siempre el antillano. En su vida privada, tanto en Lima como en Santiago, el escritor vivió intensas pasiones amorosas que él terminó, entre otros motivos, por sus deberes patrióticos que le urgían a continuar su campaña propagandista pro liberación de las Antillas4.

La segunda estadía en Nueva York, de abril 1874 a junio 1875 repite, magnificados, los problemas que Hostos había vivido en su permanencia anterior. La división entre los que como el puertorriqueño querían la autonomía de Cuba y Puerto Rico, y los que veían en la anexión a Estados Unidos, la manera de liberarse de España, se había hecho infranqueable discordia. A esto, se agregaban los padecimientos por la falta de trabajo remunerado, culpable de malos alojamientos, falta de ropa, y hasta hambre que Hostos describe con desaliento en su Diario. Una fracasada expedición militar fue quizás el detonador que impulsó al escritor a salir otra vez de Nueva York, rumbo a Santo Domingo (1875-76) y Venezuela (1876-1878). En estos países, Hostos se ganó la vida como periodista y maestro, sin descuidar un momento su campaña política por la libertad de Cuba y Puerto Rico. En 1877, en Caracas, Hostos contrae matrimonio con Belinda de Ayala con quien va a establecer una familia en Santo Domingo (1879-1888).

Después de su matrimonio se inicia la etapa del Hostos pedagogo, celebrada como de importancia fundacional en Santo Domingo y coronada con obras como su Derecho Constitucional y su Moral Social, además de la creación de diversas instituciones educacionales de reconocido valor nacional5. Ya de renombre continental, no sorprende que el gobierno de Chile lo llame para que colabore en la reforma de la enseñanza del país, adonde se traslada con su familia o en 1888, permaneciendo allí por diez años.

La estimación y el reconocimiento que gozaba Hostos de parte del gobierno y la intelectualidad chilena, no obstan para que el puertorriqueño abandone su ya asegurada posición y se embarque otra vez en 1898, en nuevas misiones patrióticas. Como Agente de la Junta del Partido Revolucionario de Cuba y Puerto Rico en Nueva York, y representante de emigrados de Venezuela y Colombia, Hostos participa en las gestiones que se hacían en Washington en relación a la administración de las islas. En cuanto a su país, Hostos es partidario de que el pueblo puertorriqueño decida mediante un plebiscito su forma de gobierno. Las campañas que en este sentido realizó Hostos en Puerto Rico en 1899, no tienen el eco esperado por él, por lo que decide aceptar la invitación del gobierno de Santo Domingo para que vuelva a intervenir en la dirección de su educación. Desde 1900 hasta 1903, año de su muerte, Hostos sigue trabajando sin cesar por elevar la educación del pueblo que había aprendido a considerar como propio. En sus planes pedagógicos figuró siempre su preocupación por la mujer, en quien el maestro cifraba grandes esperanzas, ya que la veía, si se la preparaba adecuadamente, como influyente ciudadana. Como se demostrará, los ensayos de Hostos sobre la educación femenina son una clarinada feminista avanzadora de ideas que sólo hoy se aceptan, y aún a regañadientes.




La educación de la mujer en España

Para juzgar con ecuanimidad las conferencias sobre «La educación científica de la mujer» que Hostos leyó en la Academia de Bellas Letras de Santiago de Chile, en 1873, es preciso situarlas en el contexto histórico apropiado. Esto significa, por lo menos, repasar algunos hechos y corrientes de pensamiento que pudieron empujar al puertorriqueño -para subscribirse a ellas o atacarlas- a componer tales extraordinarias páginas.

En primer lugar habrá que referirse a España, donde Hostos estudie desde 1851 hasta prácticamente 1869, año en que abandona la península el 1.º de septiembre. La minuciosidad de la fecha se entenderá como importante al relacionarla con otras que son fundamentales en el desarrollo de la liberación de la mujer, como se verá. Por otro lado, el año 1869 no significa que Hostos fuera a la edad de treinta años que por entonces tenía, alumno regular de alguna institución educacional, sino que como intelectual de la época, se sabe asistía a centros culturales como el Ateneo, por ejemplo, donde se ventilaban muchos de los problemas políticos y sociales que agitaban al país por esos tiempos.

Antes de centrarnos en ese importante 1869, será útil echar una mirada al estado de la educación femenina en España por esa fecha. Antonio Gil de Zarate, Director de Educación Pública entre 1846 a 1852, en un magro capitulillo de 7 hojas de su vasta De la instrucción pública en España (1855) en tres volúmenes de 1.091 páginas, confiesa haber descuidado la educación de la mujer, y admite que así sucedía en todos los países (v. I: 370). Testigo de la «ignorancia profunda» de las escasas maestras que a veces eran analfabetas, Azcárate llama a la creación de una Normal para mujeres. Este paso Indispensable sólo se hizo realidad en 1858 en Madrid, pero resultó inadecuado pues además de contar con sólo dos escasas aulas, la religión y las labores domésticas seguían siendo las materias principies a enseñar, si no las únicas6.

Como en otras áreas de la cultura española, el triunfo de la revolución de 1868 significó una apertura para las ideas liberales que compartía con el krausismo filosófico imperante, la fe en el mejoramiento social mediante la educación. Al respecto, hay que recordar que Hostos fue discípulo de Julián Sanz del Río, divulgador de Krause en España, y condiscípulo y amigo de Giner de los Ríos, heredero intelectual del maestro krausista e ilustre fundador de la Institución Libre de Enseñanza. Aunque Krause no centró su pensamiento en la mujer sino tangencialmente, se sabe que abogaba por una mejor educación para ella, puesto que la concebía como la mitad necesaria para hacer al «hombre perfecto» y constituir la familia basada en una relación armoniosa7.

Don Fernando de Castro, rector de la Universidad de Madrid en 1869, y prominente krausista, fue el que dio el primer impulso a la educación femenina española. Varios estudiosos coinciden en afirmar que la Asociación para la enseñanza de la mujer, que él fundó en 1870, fue el antecedente inmediato de la Institución Libre de Enseñanza, de tanta influencia en el país (Cacho Viu: 277), y que la Escuela de Institutrices que creó en 1869, superó a la Normal, y ofreció la mejor educación a que una mujer podía aspirar en la época (Scanlon: 39). Pero fueron «Las conferencias dominicales sobre la educación de la mujer» iniciadas por de Castro el 21 de febrero de 1868, el primer ataque sobre el problema. Naturalmente, no se puede esperar de un sacerdote, por muy heterodoxo que fuera Castro, una separación radical de las enseñanzas tradicionales, fenómeno común con otros krausistas8. Si basado en la doctrina cristiana, Castro predica la igualdad de hombre y mujer pues son criaturas hechas a imagen de Dios, por otra parte su educación femenina tiene la meta tradicional de hacer mejores esposas y madres. Su formación krausista, sin embargo, propiciadora de la autoconciencia y del desarrollo de cuerpo y mente como una armónica unidad, le movió a ampliar la esfera de estudios recomendables para la educación femenina (Scanlon: 31). Aunque esas conferencias pudieron haber sido superficiales, y una vitrina social para algunas damas, la verdad es que colaboraron en ellas algunos de los intelectuales más respetados de la época, como G. Azcárate, Pi y Margall y Castelar.

La oposición conservadora que defendía a machote el control que la iglesia tuvo siempre en la educación, demoró todos los esfuerzos en la dirección preconizada por de Castro y sus amigos krausistas. La lentitud del proceso para derribar tabúes y falsas concepciones en tomo a la mujer, se demuestra por la enorme proporción del analfabetismo femenino. Según María Laffitte, en 1878, sólo un 9.6% de las españolas sabía leer (La Mujer en España: 26). Más aún, en el Congreso Pedagógico de 1882, todavía se debate el problema de si la mujer es idónea para enseñar niños, y en el de 1892, se discute con calor si la enseñanza femenina debe tener los mismos programas que los del varón (Posada: 199; Turín, 74 nota 2).

Fuera de la obra de Castro, es necesario considerar los escritos de Concepción Arenal, colaboradora en algunas de las empresas del sacerdote que Hostos pudo conocer cuando estaba en España. De la prolífica obra de la autora, importa aquí La mujer del porvenir, publicada en 1861, por obvias razones de cronología. Desde nuestra mira contemporánea, tal vez la parte más actual del escrito sea el bien pensado argumento de Arenal para contradecir el prejuicio de la inferioridad intelectual femenina, basado en los estudios del cerebro de Gall. Hay que reconocer, no obstante, que su meritoria llamada a una mejor educación para la mujer, todavía tiene como fin hacer de ella una mejor esposa y madre. Arenal acepta como atributos «naturales» y «eternos» la dulzura, perseverancia, docilidad, abnegación y paciencia, cualidades que harían de la mujer un ser «más compasivo, más amante, complaciente y sufrido» (Arenal, La emancipación de la mujer en España, 169). Por otro lado, el laudable esfuerzo de la escritora para llamar la atención sobre la mujer pobre y soltera (177, 183), se ve limitado por su negativa a concebir derechos políticos para el sexo femenino, y por el amarre a los rasgos «naturales» que la hacen concebir sólo profesiones y oficios que no necesiten de mucha fuerza ni sean obstáculos para el «natural benigno» del corazón de la mujer (184)9.




La mujer en la época: opresores y liberadores

Para los años que nos interesan, y ya fuera de España, uno de los más conocidos tratados sobre la opresión de la mujer es sin duda On the Subjection of Women de John Stuart Mill, publicado en 1869. Existe la posibilidad de que Hostos conociera este libro en su estadía en Nueva York en 1870, o en la traducción publicada en Chile en 1871. No obstante, el cotejo entre esta obra y las conferencias de puertorriqueño, no evidencia que el inglés haya influido al antillano. Al abocarnos al texto de Hostos, señalaremos algunas afinidades; aquí nos limitaremos a trazar en general, la tónica diversa de los escritos. El de Mill está construido como una serie de razonamientos lógico-legales sobre la condición de la mujer, que va despacio y pesadamente, deshaciendo los argumentos contrarios a su tesis. El discurso tiene la textura del escrito hecho morosamente, quizás en la quietud y soledad de un gabinete privado. La palabra de Hostos en cambio, golpea como discurso oral que desea convencer rápida y rotundamente a sus oyentes. La arquitectura de la frase cuida la idea tanto como la retórica en que se proyecta, como se verá, por ejemplo, en los apotegmas que el autor emplea. De modo general también, puede indicarse que Mill demuestra muy bien la monstruosidad del sistema legal y social que mantiene a la mujer subyugada, y argumenta con habilidad que no se conoce en realidad la verdadera naturaleza femenina. Pero Mill acepta la división laboral que da a la mujer la esfera doméstica, y rechaza la posibilidad de que ésta trabaje fuera del hogar (Collected Works, v. XXI: 297). Por lo demás el sabio inglés cae a veces en clichés sobre la mujer cuando sostiene, entre otros ejemplos, que el cerebro femenino se fatiga más pronto que el del varón (312).

Antes de trasladarnos con Hostos a Sudamérica, conviene detenerse en los Estados Unidos que, en la época en que nos centramos, se consideraba la vanguardia en los problemas relativos a la mujer. En octubre de 1873, el mismo año de las conferencias hostosianas, el Dr. Edward H. Clarke, médico y profesor de la Universidad de Harvard, recoge en un libro unas charlas que había dado con gran éxito la popularidad de Sex in Education or A Fair Chance for the Girls lo demuestra la segunda edición de la obra, hecha en noviembre del mismo año. La tesis central de Clarke, apoyada con fuerza en algunos conceptos biológicos de Spencer, es que la organización fisiológica femenina, cuya «divina» función es la maternidad (45), se perjudica con una educación igual a la del varón. Convencido de que los sistemas no realizan bien dos tareas simultáneas, el autor recomienda para la niña un programa educativo adecuado a las necesidades de su aparato reproductor. La alarma del profesor se centra especialmente en la edad de 14 a 18 años, cuando dicho aparato maduraría. Igualmente convencido de que la pérdida de la sangre menstrual empobrece el cerebro (96), prescribe un horario en que la niña estudie solo 3/4 de cada mes y se abstenga el cuarto (128)10.

Es fácil explicarse el éxito de la exposición del Dr. Clarke porque ilustra su tesis con numerosos casos clínicos de damas que enfermaron por abusar de su cerebro (Capítulo II: «Chiefly Clinical»). Para refutar el hecho evidente de que la obrera y la campesina trabajan duramente, sin perder su capacidad reproductora, el autor recurre al dictum de Spencer de que en esas clases la extremada actividad física, hace inertes sus cerebros (133)11.




La educación en Chile

¿Qué pasaba mientras tanto en Chile, donde Hostos va a parar en 1872? En el terreno de la educación y los derechos de la mujer, poco, si se le compara con los esfuerzos para organizar la enseñanza de los varones. La buena fortuna del joven país de contar con ilustres exilados extranjeros como Andrés Bello o Sarmiento, había dado impulso a la formación de ciertos planteles educacionales, como el Instituto Nacional o la Universidad de Chile, con sólido renombre. Fue Sarmiento, que había dirigido un colegio de niñas en su patria el propulsor de la primera Normal de Preceptoras, creada en Santiago en 1853. Para 1855 había en Chile 15 escuelas primarias femeninas, pero con un programa de enseñanza centrado, como de costumbre, en las artes en las artes domésticas. En cuanto a la enseñanza media, en 1854, había 17 colegios de varones y tres de niñas pagados por dineros estatales. La educación privada -en manos de religiosos mayormente- contaba 10 institutos de hombres y 15 de mujeres (Labarca, 1939: 122). El triunfo conservador en 1851 y 1859, y el destierro de muchos destacados liberales, retardó el movimiento que aspiraba a ampliar la educación popular y la femenina. Sólo en 1871 va a crearse una segunda Normal (en Chillán) que dirigida por una mujer, amplió la educación. Quizás en esa fundación haya influido voz de don Julio Menadier que hacia 1870 aconsejaba una educación femenina que pudiera contribuir a la economía del país. En 1872, año de la venida de Hostos, don Máximo Lira hizo un llamado para darle una educación superior a la mujer, en palabras que son excepcionalmente avanzadas para la época12. Pero el progreso es lento. Hay que esperar hasta 1877 para que se abra el primer liceo fiscal femenino, aunque para él el dominio conservador creó una junta especial para seleccionar la admisión de las niñas, más por razones de jerarquía social que por capacidad.

La permanencia en el poder de los conservadores, como en España, obstaculizaba cualquier programa que intentara impulsar la educación estatal y universal, ya que la iglesia católica veía la enseñanza como su dominio particular. A la llegada de Hostos, los liberales luchaban para que sus enemigos no destruyeran la labor realizada juzgando que el ejecutivo había cedido demasiado terreno al elemento conservador. Este estado de cosas fue el que llevó a José Victorino Lastarria a fundar la Academia de Letras en 1873. Convencido liberal, masón y adepto al cientificismo predicado por el positivismo comtiano -como Hostos en ese momento- Lastarria concibió la Academia como refugio para discutir en libertad, con tolerancia y sin fanatismo, toda idea que fuera «expresión de la verdad filosófica», o «en conformidad con los hechos demostrados de un modo positivo por la ciencia», o en «conformidad con las leyes del desarrollo de la naturaleza humana» (Lastarria, Obras completas, v. X, 489).

Esas palabras de las bases de la Academia, van a ser retomadas por Hostos en sus discursos, y no hay duda de que están fundadas en algunos de los principios diseminados por las ideas de Comte. Hay que tener presente sin embargo, que este Comte es muy selectivo. Es conocido que el positivismo comparte con el krausismo la fe en la educación que, elevando la moral, se tenía como instrumento infalible para generar la sociedad y ponerla en el camino inevitable del progreso. Pero Comte fue conservador en lo que toca a la mujer y a la familia. En Philosophie positive, el francés sostiene que la «biología positiva» presenta a la mujer como constituida por una suerte de infantilismo («d'état d'enfance»), que hace quimérica cualquiera idea de igualdad entre los sexos (III: 138). El examen sociológico, por otro lado, mostraría la indisputable inferioridad del sexo femenino en cuanto a la actividad cerebral. Así dice: «No se puede disputar, sobre esto, la inferioridad de la mujer. Ella es menos apropiada que el hombre para la continuidad del trabajo mental, en virtud de la menor fuerza intrínseca de su inteligencia, y de su más viva susceptibilidad moral y física» (139, mi traducción)13. El fundador del positivismo exalta a la mujer por su capacidad para amar, cualidad adecuada para que cumpla su función de esposa y madre, y sea pieza indispensable en el pilar de su orden social, que es la familia. Como proclama la superioridad masculina en lo físico, lo intelectual y práctico (Mill por lo menos le reconocía habilidad en esta última área), por lo que le parece lógico que el hombre deba gobernar el mundo de las acciones. Como se verá en el texto de Hostos, si recomienda la educación científica de la mujer al modo positivista, rechaza, y fuertemente, muchos de los prejuicios de Comte sobre los atributos del sexo femenino.




La mujer y su educación según Hostos

Los discursos de Hostos sobre «La educación científica de mujer», se recogieron en el volumen XII de sus Obras, impreso en 1939, y apropiadamente titulado Forjando el porvenir americano (tomo I, del cual citaremos). El primer discurso se publicó en la Revista Sud-América de Santiago, el 10 de junio de 1873, y viene con una propuesta del autor para establecer una serie de conferencias para la educación femenina. Hostos piensa que estas conferencias deben seguir el método positivista «según el cual precede a todo otro conocimiento el de las leyes generales del universo» (Forjando..., 17)14. Más adelante, define el positivismo como sistema filosófico que desterrando las causas primeras y finales por inaccesibles, busca en «las verdades demostradas por las ciencias, y en la unidad de la ciencia y la verdad, la explicación de todos los fenómenos físicos morales...» (38). En breve, la ciencia positiva investiga lo «fundado en verdades demostrables» (38). Hay que recordar este punto de partida porque los argumentos que va a usar Hostos golpean precisamente a los que han cubierto sus prejuicios y errores sobre la mujer, con el ropaje de la ciencia, o con esencialismos derivados de la fe y de dogmas religiosos.

La segunda presentación, publicada el 25 de junio de 1873, trae un detallado programa para las conferencias propuestas en la anterior. El plan se asienta en la premisa de que es bueno y necesario «que el ser racional conozca las leyes generales del universo para acatarlas y obedecerlas libremente» (19). Este conocimiento -a la manera krausista- armonizará con las condiciones de la vida, y servirá para «conocerse y dominarse» (20). Las 27 conferencias divididas en cuatro series, presentan nociones de astronomía, química, biología, etnología, historia, política y ética, entre otras disciplinas. Este programa se aleja en forma radical del preconizado por Comte, quien recomienda enseñar a la mujer sólo lo que la prepare para sus «naturales funciones domésticas» (General View: 26).

Podemos imaginar la reacción a las palabras y planes del puertorriqueño, por la forma de carta-contestación que adoptó para su tercera conferencia, publicada el 25 de julio de 1873. La respuesta se la da a don Luis Rodríguez Velasco que en su «Ligeras observaciones sobre la educación de la mujer» había replicado a los dos primeros trabajos. El tercer discurso difiere de los primeros por el ingenio y la ironía que emplea su autor. Poniendo a su contrincante entre «los sentimentalistas que se asustan de texto cambio» (35), Hostos aprovecha los argumentos de la réplica para pulverizarlos, a la vez que para avanzar y afianzar su propia tesis. El temple discursivo del puertorriqueño que dice oponer sus «enunciados positivos» a los «aforismos poéticos» de Rodríguez, sin duda sube de tono, aún considerando que el de los dos primeros trabajos es ya bastante apasionado.

Los editores de Forjando incluyeron también en esta sección dos escritos de Hostos de 1881, cuando estaba radicado en Santo Domingo. Nuestro análisis considerará también estos textos cuando sea pertinente, notando la diferencia cronológica.

Dijimos en páginas anteriores que los ensayos de Hostos sobre la educación de la mujer podían llevar el calificativo de feministas. Nos abocaremos a continuación a probar este aserto tomando el adjetivo en su acepción lata de tener conciencia del estado de subordinación de la mujer y el compromiso de luchas contra esta injusticia.

En primer lugar, consciente de que el argumento de los que aceptan la subordinación femenina lo hacen basados en la supuesta inferioridad intelectual de la mujer, Hostos declara enfáticamente que «la razón no tiene sexo, y es la misma facultad con sus mismas operaciones y funciones en el hombre y la mujer» (28). Esta premisa es reiterada lo largo de las páginas, con insistente persistencia: «[naturaleza] dotó [a la mujer] de las mismas facultades de razón» (11); «Ser racional, la mujer es igual al hombre; éste tiene el derecho de mejorar por el cultivo de sus facultades las condiciones de su vida física y moral, ¿por qué no ha de tenerlo la mujer?» (45). La siguiente conclusión hostosiana sobre este punto, ilustra su pensamiento a la vez que el firme temple de su tono:

«Como ser racional, la mujer no tiene más limitaciones que el hombre: uno y otro operan dentro de la limitación de espacio tiempo; que así como el hombre puede abarcar, dentro de esa limitación, cuanto abarcan sus facultades y sus fuerzas, así puede la mujer ser racional, abarcar cuanto abarca su congénere».


(47)                


Con igual vehemencia ataca Hostos el error «tenaz», «insolente» que niega a la mujer el derecho de mejorar su «estado actual» (18). Ese estado hace que la mujer, privada del desarrollo de todas sus facultades, no viva sino vegete, con un «corazón afectuoso», pero con un «cerebro ocioso» y un «espíritu erial» (9). Contrario a los que -como Comte- sostienen que la naturaleza ha condenado al sexo femenino a este estado, el puertorriqueño lo ve causado por «los errores, las tradiciones sociales, intelectuales y morales que la abruman» (10). ¿Y quién es culpable de que no se le haya entregado a la mujer «la dirección de su propia vida», preparándola para ello? El hombre, contesta el antillano:

«[...] es obra nuestra, [...] es obra de nuestros errores, es creación de nuestras debilidades; y nosotros, los hombres, los que monopolizamos la fuerza... los que monopolizamos el poder social...; los que hacemos las leyes para nosotros... a nuestro gusto, prescindiendo temerariamente de la mitad del género humano, nosotros somos responsables de los males que causan nuestra continua infracción de las leyes eternas de la naturaleza. Ley eterna de la naturaleza es la igualdad moral del hombre y de la mujer...».


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Fuera de la resonancia krausista y positivista de esa confianza en la naturaleza, el énfasis que aquí se pone en la igualdad moral requiere alguna atención. En el contexto de lo citado leemos este énfasis en relación a la personalidad que Hostos cree debe instituírsele a la mujer que de verdad pueda asumir responsabilidades. Recuérdese al respecto que en las legislaciones vigentes, la mayoría de los países ponía a la mujer al mismo nivel que el niño. Al ser moralmente inferior, ella es para los juristas, irresponsable legalmente y debe subordinarse al dictado del padre, marido o hermano. La relación entre moral y responsabilidad se reitera más tarde cuando Hostos habla de «moral consciente» que una correcta educación pondría a la mujer en el camino de sus verdaderos deberes (75). Por otro lado, el mito de la mujer sensual, de indomable sexualidad, refrendado por nombres tan famosos como el de Rousseau (Emilio), o aún la feminista Wollstonecraft (A Vindication of the Rights of Women), estaba vivo todavía, e importaba a los defensores de la mujer acentuar por esto, su moral15.

En tajante oposición al cliché que exalta el sentimiento como facultad suprema del «natural» de la mujer, haciéndola una criatura destinada al amor -como predicó Comte, entre otros- Hostos arremete contra esa «divinización» que no sólo la esclavizó, sino le «amputó la razón» (51). Enseñándole sólo a «amar y a amamantar», la mujer sólo puede ser compañera de cuerpo, de ostentación y murmuración social del varón. El amor, sostiene el autor, se le ha pintado como un paraíso a la mujer, pero al circunscribir toda actividad femenina en torno a él, el paraíso se le ha convertido a la víctima en espacios de destierro tan lejanos como Magallanes o Australia («Botany Bay»), o siniestros como Cayena (54). El puertorriqueño, despreciando la tradición romántica y el incipiente modernismo proclama la necesidad de arrancar la «idealidad enfermiza del amor», pues aman mejor los que piensan y razonan (64). Como para burlarse de esa enfermiza idealidad, Hostos sarcásticamente habla del corazón como «una ambigüedad baldía», de verdad, «una membrana hueca que sirve para distribuir la sangre en las diversas partes de su organismo, y nada más» (40). El milenario simbolismo que une músculo al amor y a la poesía, hace que el ensayista se apiade irónicamente de ellos («¡Pobre mujer, pobre amor, pobre poesía!» sin dejar de castigar a los que los mal utilizan para «mutilar el alma humana» (53)16.

Coincidiendo con John S. Mill en que se desconoce la verdadera constitución femenina -dada la relación social impuesta- Hostos revisa crítica y escépticamente los tradicionales rasgos asignados a la mujer, como el mayor sentimiento y la pasividad, atribuyéndolos al error y la ignorancia. Obsérvese de nuevo en el párrafo que citaremos para ilustrar este punto, el uso retórico de la repetición, para convencer:

«Pero como no se ha indagado si ese casi exclusivo funcionar del sentimiento en el espíritu de la mujer dependía de un desarrollo regular o de una verdadera amputación de facultades; como no se ha indagado si esa misma exclusiva actividad de una facultad absorbente era salud o verdadera enfermedad de ella, como no se ha indagado la actividad enfermiza del sentimiento concluye por hacer de él fuerza más pasiva y por pasiva la más peligrosa de las fuerzas; como no se ha indagado si esa pasividad del sentimiento concluye por corromper el espíritu... como no se ha indagado si esa pasividad era enfermedad y nace esa funesta influencia de una facultad exclusiva de la mujer... o de la dirección que los errores, la ignorancia, las costumbres semibárbaras y las leyes semisalvajes han impuesto a la mujer... se autorizó también la creencia de que la mujer tan sólo sirve para amar».


(50)                


En realidad, sobre esto Hostos se aparta de Comte, y va más lejos que Mill, al plantear en forma rotunda en su primer discurso, que «no se demostrará jamás» que el «conocer, el sentir y el querer se ejercen de un modo absolutamente diverso en cada sexo» (12).

Como si esto fuera poco, el antillano, contrario a la dicta de su tiempo, ejemplificada tan bien por el doctor Clarke mencionado más arriba, insiste en que no se eduque a la mujer como tal, sino como a un ser humano:

«Se debe educar a la mujer para que sea ser humano, para que cultive y desarrolle sus facultades, para que practique su razón, para que viva a su conciencia, no para que funcione en la vida social con las funciones privativas de la mujer. Cuanto más ser humano se conozca y se sienta, más mujer querrá ser y sabrá ser».


(13)                


Después de estas palabras, sorprenden menos las inusitadas formas que Hostos adopta para enfrentarse a la función maternal, centro sagrado, no sólo de la ideología conservadora, sino de liberales prominentes, como son Comte, Spencer o el mismo Mill. Contra la afirmación de Rodríguez Velasco de que «nadie puede educar a la familia sino la mujer» y que «la enseñanza de la madre es la base de toda la vida del hombre» (36), Hostos afirma que, además de la madre, el padre, los deudos, los allegados y todo lo que lo rodea, educa al niño (41). Derribando caros mitos a diestra y siniestra, el puertorriqueño le recuerda a su oyente y lector que una madre ignorante llena de «errores y supersticiones la imaginación infantil» (43). El ensayista concede que una madre ignorante puede ser amorosa, sin que esto prevenga que sea «indiscreta e irreflexiva», y peor aún, una pesada cadena. Adelantándose a más recientes estudios, sobre la «madre devoradora», Hostos declara que la mujer ineducada «igualmente capaz de morirse si se muere el predilecto de su alma o de asesinar moralmente al hijo que se emancipa de su despotismo» (76).

Probablemente citando a Concepción Arenal, Hostos asevera que la mujer no debe considerar el matrimonio como su «única carrera», pero agrega que tampoco debe mirar al hombre ni como amo ni como esclavo, o la maternidad como «deber o derecho feroz» (78). Más audaz que la española y otros defensores de los derechos de la mujer, el puertorriqueño se atreve a separar tajantemente la función reproductiva de las más específicas que distingue al hombre del animal. Difícilmente se podrá hallar lenguaje tan incisivo sobre este tema, como el siguiente que Hostos estampó en 1881:

«Tengo una gata que lame, limpia, lacta y quiere y defiende a sus gatitos. He visto los transportes de alegría de una leona recién parida, la gallina tachada de cobarde por los valientes implumes de dos pies, es el más valiente de los seres... cuando se trata de arrostrar por sus polluelos el peligro. Que una mujer salvaje, semibárbara o civilizada haga lo mismo, no es virtud. Hacer lo que todo otro animal, es estar dentro de la animalidad, y nada más».


(75)                


El énfasis que la sociedad le ha dado a la función reproductora de la mujer, con exclusividad de otras tareas, hace que Hostos reconozca que ella sacrifica a la especie su existencia individual. De allí que el autor, otra vez en términos muy fuertes, vea a la mujer como a un ser muerto mucho antes que perezca su cuerpo:

«[...] [la mujer] es [...] para casi toda la civilización oriental y occidental, un mamífero bimano que procrea, que alimenta de sus mamas al bimano procreado, que sacrifica a la vida de la especie su existencia individual, que nace predestinado al sacrificio, que crece en el sacrificio de sus facultades más activas, que muere en sus facultades mucho antes de morir en su organismo».


(53, subrayado del autor)                


A nuestra manera de ver, aquí está la mayor osadía del puertorriqueño: el afirmar que la mujer tiene derecho a funcionar como individuo, independientemente de su capacidad reproductiva. Hostos asiente a la importancia que se le da a la influencia femenina en el hogar, pero sostiene a la vez que ésta no puede ser eficaz si la educación no le devuelve a la mujer su «personalidad entera» (44). De aquí que su programa de educación científica quiera completar a la mujer sensible con la racional (45). Como buen krausista además, Hostos está consciente de la importancia del autoconocimiento, por eso lamenta que la mujer se desconozca (9). Para remediar esta carencia, el ensayista invoca como un deber, para ambos sexos, la práctica del conocimiento de sí (46), como él mismo hizo y recomendó en su Diario17.

Al tratar a los dos sexos como entes iguales, Hostos hace en relación a ellos una clara distinción entre deber y obligación. El primero resultaría de una «ley infalible», y su infracción tendría efectos universales, y sería «uno mismo para todos». La obligación sería resultado de un convenio, su falta produciría efectos parciales, y serían muchas para muchos (47). Para el autor, en sus propios y rotundos términos:

«La mujer no tiene distintos deberes que el hombre. Varón o hembra, el ser racional tiene el deber de adecuar sus medios a sus fines de existencia, y nada más: los fines son idénticos, el perfeccionamiento de su ser por el conocimiento de su ser: los medios son idénticos, puesto que son idénticas las facultades».


(46)                


El ensayista insiste en la inseparabilidad del derecho y el deber en dos páginas que, al reiterar el sintagma «coloco el derecho al lado del deber», convierte la conjunción de los conceptos en una persuasiva letanía (58-59).

Es en cuanto a las obligaciones, que Hostos cae en algunos clichés sobre la mujer -como la mayor delicadeza de sus órganos y la intensidad de sus sentimientos- y repite la tradición al aceptar que ella debe concentrar sus esfuerzos en el hogar y la familia (46). Hay que tener presente, no obstante, que el autor parte de la premisa de que estos fenómenos han sido generados por la cultura no la naturaleza. Aliviana además esta caída, que reproduce también algunos lugares comunes sobre el varón, el carácter de contrato que le otorga a la división de las labores de los sexos. Comparada con el rasgo de infabilidad y universalidad que le impone al deber del individuo de perfeccionarse, desarrollando todas sus facultades, la domesticidad en que coloca a la mujer, toma el cariz de obligación temporal, cambiable. Por eso conviene subrayar lo radical de la posición de Hostos para su época, al anteponer la formación de la individualidad de la mujer a la «sacrosanta» misión maternal:

«La mujer, como mujer, antes que amada, antes que esposa, antes que madre, antes que encanto de nuestros días, es un ser racional que tiene razón para ejercitarla y educarla y conocer la realidad que la rodea: impedirle conocer esa realidad, es impedirle vivir de su razón, es matar una parte de su vida».


(53)                


La poca repercusión, o la lenta puesta en práctica de estas idea: expuestas en 1873, se demuestra por el hecho de que en 1881 Hostos afirma que «todavía hoy la mujer tiene que disputar su individualidad» (70). Ese año en Santo Domingo, permaneciendo fiel a la prédica que hizo en Chile, el ensayista reitera su premisa de que la mujer «es hija de la sociedad que la forma», y como antes, echa al hombre la responsabilidad de esa formación (69-70). Su preocupación americanista, evidente en los tres ensayos, le lleva ahora al comparar el lastimoso estado de las repúblicas hispánicas, con el de la mujer. La mujer, como la sociedad latinoamericana se le aparece al escritor como «ignorante, artificiosa, alternativamente tímida y rebelde» (70). Hostos reconoce, no obstante que la condición de ambas tiene que ver con «la triple esclavitud religiosa, política y económica» (71), avanzado juicio que captura en una frase el pesada lastre colonial que ahogaba todavía a las repúblicas, e incidía en el estatus social y económico del sexo femenino18.

Al final de la tercera conferencia de 1873, después de aclarar que el plan que presenta a la Academia de letras abarca a todos los seres, sin distinción de sexo o de clase19, Hostos muestra su arraigo decimonónico liberal en su desmedido optimismo sobre los posibles resultados de una buena educación para la mujer. Las hijas de América, si bien educadas, podrían, en palabras del puertorriqueño «mover el mundo americano hacia el altísimo porvenir de donde todavía está distante» (62). En 1881, asintiendo al consenso que otorga al sexo femenino superioridad sobre el masculino, Hostos, no satisfecho, le impone a la mujer su propia exigencia de «valer infinitamente más» para ser así la educadora del hombre «de todas las edades por el estímulo, el ejemplo y el respeto» (72). Sólo entonces, lo que el escritor llama «fascículo de hombre» llegará a ser en Latinoamérica hombre verdadero (72).

A pesar de la firmeza que tienen las ideas y la forma de lo que acabamos de glosar, se siente en los textos dominicanos una obvia presión de las circunstancias bajo las cuales escribe Hostos, que limitó en ocasiones su pluma. Acentuando el aquí de la situación, el ensayista explica que su llamada a educar a la dominicana no significa que esté pidiendo la creación de institutos superiores que no existen para el varón, o que se capacite a la mujer para estudios universitarios (77). Para entender este aparente retroceso de sus ideas, y el hecho de que Hostos hable de un plan diferente, que dé la misma enseñanza fundamental a la niña, pero «sin el mismo rigor lógico» (77). Hay que recordar ciertos hechos históricos. Ese mismo año de 1881, la enconada oposición que hallaron algunas de las propuestas pedagógicas hostianas, recibe un aclamado espaldarazo, con la publicación del panfleto «Los frutos de la Normal de Santo Domingo» del padre Francisco Javier Billini. El ataque que contenía este panfleto a los principios hostosianos, fue duro golpe para el maestro y sus discípulos, por el respeto con que contaba este sacerdote y profesor en la sociedad dominicana20.

No sabemos si el primer escrito dominicano de Hostos sobre la mujer antecedió o siguió al ataque de Billini. Si fuera lo primero, no resulta raro este ataque ya que en él, el puertorriqueño acomete contra las instituciones religiosas (las llama «teocracias»), que, encargadas de la educación femenina, le enseñó a la mujer a vivir «servilmente, esclavizada, subyugada» (70).

Lo que importa es que en esta fecha más tardía, Hostos reitera algunas ideas que él mismo había calificado de «radicales» en 1873 en Chile (63). Por ejemplo, el darle a la mujer por medio de una adecuada educación «la obligación feliz de trabajar» para la independencia personal, y la conciencia de que, con iniciativa y méritos propios, puede conquistar una superioridad que nada puede alterar (78). Más importante aún, juzgando a la mujer como ciudadana, Hostos aconseja enseñarle a la antillana que:

«[...] la patria no es cosa indiferente; que la libertad no es cosa insignificante; que la civilización no es cosa inaccesible al esfuerzo de todos los individuos, familias, localidades, regiones y nación. Y que, pues [la mujer] tiene por derecho de naturaleza, y puede completar por esfuerzo de buena educación, una indudable y constante iniciativa en todos los hechos del orden doméstico y privado que trascienden a la patria, la libertad y a la civilización, es necesario que aprenda a tomar concienzudamente la iniciativa que la naturaleza le ha concedido».


(79)                


Estas palabras no dejan lugar a dudas de que el puertorriqueño proyecta para la mujer una inherencia en los asuntos públicos, terreno vedado para ella en el sistema comtiano -de moda entonces- que la ve como instrumento sólo en el área moral.

Cabría preguntarse, para terminar, si Hostos mantuvo en la práctica de su vida, sus acciones de acuerdo a sus teorías. Las Páginas íntimas, su Diario y sus Cartas, dejan constancia que el maestro acomodó su existencia a su prédica, la inusitada sinceridad de estos documentos, muestra cómo el amor, que vivió intensamente varias veces, buscaba en la mujer una compañera con la cual perfeccionarse mutuamente21. Su tardío matrimonio, a los 38 años, se justifica, entre otros motivos, por la seriedad con que el autor consideraba la fundación de una familia. Las páginas íntimas revelan que el Hostos enamorado, o como amante esposo y padre, siguió la elevada pauta ética que marcó todos los aspectos de su vida. Pocas veces se hallan en nuestra lengua, y en pluma de varón, páginas personales de tono tan tierno y apasionado como el que usa Hostos para dirigirse a su esposa e hijos. Para nuestro objetivo interesa recalcar que en esos documentos el escritor manifiesta la misma sensibilidad hacia la condición subordinada del sexo femenino, hallada en los ensayos sobre «La educación científica de la mujer», pero ahora teñida de la emoción de lo más cercano22.






Obras citadas

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