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Introducción «Cumandá» o un drama salvaje

Trinidad Barrera





Una mirada al siglo XIX en Hispanoamérica nos conduciría fácilmente a advertir la importancia y el desarrollo adquirido por la prosa, en especial por la producción novelística, que irrumpe con fuerza avasalladora y crece en número considerable a partir de su segunda mitad. El propio territorio americano ofrece, con el espectáculo de su naturaleza y el morador primitivo de estas tierras, unos sugerentes cauces de inspiración para la novela, que se ajustan a la cosmovisión romántica.

Novela indianista o de idealización del indio han sido los términos más usados para designar a un «metagénero» singular dentro de la narrativa romántica, que se ocupó de facilitar una visión del indio exotista, decorativa, colorida y lejana, bajo unos tintes humanitarios y filantrópicos. El rótulo se ha convertido en el polo opositor de la llamada novela indigenista que, por el contrario, enarbola su carácter de protesta y reivindicación social en favor del mismo como raza y clase marginada, y que tuvo su efervescencia en la década de los años veinte y treinta. A partir de Aves sin nido (1889), novela bisagra del paso de una corriente a otra, el indio llegaría a ser además de un problema humanitario y étnico, un conflicto social y económico. La novela indigenista se ocupa del indio contemporáneo, mientras que la indianista se centraba, con preferencia, en el de la época de la conquista o los siglos virreinales. Lógica lejanía en el tiempo, rasgo de evasión romántica, que no tuvo su contrapartida en la evasión espacial -como ocurrió en algunas obras europeas- ya que, por lo general, los novelistas hispanoamericanos dirigirán su vista hacia el escenario propio, hacia esa naturaleza pródiga en elementos que aparece como telón de fondo de estas novelas. Cumandá o Un drama entre salvajes, publicada por primera vez en Quito, en 18791, posiblemente durante el ocio político de Mera durante el gobierno de Veintemilla, va a ser un buen ejemplo de esta modalidad.


El mundo referencial de Juan León Mera

Varios factores inciden decisivamente sobre el escritor Juan León Mera y, por ende, sobre su obra: la patria, Ecuador y, en concreto, su cuna natal, Ambato; su ideología conservadora y fervorosamente católica, y el autodidactismo de su formación. Estos condicionantes determinarán, por un lado, el profundo amor hacia lo propia; su provincia natal, la naturaleza, el paisaje ambateño, así como hacia sus gentes, reflejado una y otra vez en su obra literaria. Por otro, su apego a las formas tradicionales de vida, a los principios católicos como horma de conducta personal, pública y literaria -tanto su defensa y vinculación al régimen de García Moreno como la respuesta católica al problema indio o el marco moralizante de Cumandá2- e igualmente incidirán en su preocupación americanista, vertida en los cauces del indianismo poético y narrativo. Por último, el autodidactismo de que hizo gala nos lleva a hacer algunas referencias a su contexto personal, íntimamente ligado a su quehacer.




Formación personal. El americanismo literario

«Donde las dos hileras de los Andes del Ecuador se aproximan convergiendo al nudo del Pasto, reúnen como una junta de volcanes, sin igual en el mundo, por los aglomerados y los ingentes. Allí, rivalizando en altura, el Chimborazo, el Cotopaxi, el Tungurahua, el Antisana...; y la plutónica asamblea se extiende a la redonda por la vasta meseta que le sirve de Foro; pero sin que, de trecho en trecho, aquella tierra inflamada, como anhelosa de dar tregua a tanta grandeza y tanta austeridad, se abra en un fresco y delicioso valle..., En el fondo de uno de esos valles, mirando cómo se alzan, a un lado, el Chimborazo, que asume en una calma sublime la monarquía de las cumbres; al otro, el Cotopaxi, que inviste el principado de las que se dilatan en Oriente; y más de cerca, y a esta misma parte oriental, el Tungurahua; en medio de pingües campos de labor y rotos florentísimos, cuyas márgenes besa la limpia corriente de un riachuelo... tiene su asiento una ciudad pequeña y graciosa que llaman Ambato»3.



Así describió Rodó la cuna de uno de los más eminentes escritores hispanoamericanos, Montalvo, quien compartió con Juan León Mera lugar de origen y fecha de nacimiento: 1832. Ambos fueron las figuras literarias más relevantes del primer período de la república ecuatoriana. Sin embargo, ahí terminan las semejanzas, la vida los llevó por caminos muy distintos y, en cierta ocasión, al enfrentamiento personal. Ideológica y literariamente, sus pasos nunca llegaron a acompasarse: conservadores y liberales eran enemigos políticos por aquellos años. En 1865, cuando Montalvo publicaba El Cosmopolita, sus comentarios acerca del gobierno cesante de García Moreno estaban contrapuestos a los ideales que mantenía Mera, caluroso defensor del partido garciano. Las polémicas entre ambos se recrudecieron hasta llegar al insulto personal. En 1869, García Moreno vuelve al poder y Montalvo marcha al exilio para proseguir desde fuera su lucha contra la dictadura4.

Ambato, situada al sur de Quito, en medio de fértiles valles y resguardada por volcanes de los más famosos del Ecuador, era una localidad serrana de visos idílicos. Dicho paisaje gravitará en muchas de sus producciones (poesías, novelas) como escenario predilecto. Allí pasaría Mera la mayor parte de su existencia -nunca llegó a salir de Ecuador-. Sus primeros años transcurrieron rodeado de su madre y abuela materna, en una finca rural, Atocha, próxima a Ambato, donde se refugió su familia por razones económicas. Su padre abandonó el hogar antes de nacer el hijo y a pesar de la procedencia acomodada de la familia, la capacidad económica, por aquellos años, era exigua. Dicho estado favoreció uno de los rasgos más acusados de su educación: el autodidactismo, ya que Mera aprendió de su madre los primeros conocimientos, más tarde de su tío materno D. Nicolás Martínez -cuya defensa le costó más de un altercado con Montalvo-; pero, sobre todo, fue su tenacidad y amor propio los que le aguijonearon. A esta circunstancia aludirá en más de una ocasión a lo largo de su vida. Así, en las «Explicaciones necesarias» que prologan la edición de sus Poesías (1892) dice:

«Mi juventud duró menos de lo que suele durar la de otras personas, y sus locuras no fueron nunca extremas ni escandalosas... A esto contribuyó sin duda el cuasi aislamiento en que me crié. En mi primera juventud la sociedad fue para mí elemento apenas conocido y el hogar y la naturaleza influyeron decididamente en mi corazón y mi inteligencia»5.



Idea que vuelve a manifestar en la Carta al Director de la RAE que precede a Cumandá: «Todos ellos (sus trabajos), hijos de natural inclinación que recibí con la vida y fomenté con estudios enteramente privados».

No pudo trasladarse a Quito para ampliar sus estudios, hueco que fue suplantado con la lectura de una buena biblioteca familiar. Entre sus predilecciones figuraban Martínez de la Rosa y el granadino José Zorrilla. El mundo de las leyendas zorrillescas causó impacto en el joven Mera, que advirtió en el pasado incaico un venero tan rico como lo fuera el mundo godo-árabe para el poeta español. Su influjo es confesado en «El poeta indiano (Imitación de la forma de Zorrilla)»:


Yo soy el vate indiano que tengo en las orillas
del ambateño río fijada mi mansión....6;



y se dejará advertir en La Virgen del sol (1861), leyenda indiana en verso, de exaltación del pasado.

Durante estos años, el cariño por la literatura corrió parejo al de la pintura. A los veinte años se trasladó a Quito para perfeccionar su arte en el taller del maestro Antonio Salas. Su inclinación dejaría la impronta en el gusto paisajístico que se advierte en sus obras, Cumandá entre otras. Su estancia en Quito, muy corta, fue también fecunda en otro sentido, el conocimiento personal de D. Pedro Cevallos -a quien debemos una de las primeras biografías del autor (1863)- y la amistad entablada con jóvenes escritores de la capital, entre los que merece citarse a Julio Zaldumbide, con el que mantendría en el futuro una correspondencia epistolar muy significativa e iluminadora sobre el concepto de americanismo.

En el año 1853 inclina decididamente su rumbo hacia la literatura, aunque él mismo confiesa que escribía desde 1845. Comenzó publicando diversas composiciones poéticas en los periódicos de la época, «La Democracia» y «El Artesano», que tuvieron una aceptable acogida crítica por parte de Cevallos, Ramón Miño o Riofrío. Ellos le estimularon a seguir con la literatura y a ampliar su formación con la lectura de los clásicos españoles, «el poeta hispanoamericano debía de preferencia educarse en la escuela española, y me consagré a leer y estudiar los buenos modelos del Parnaso castellano; pero comprendí también que era conveniente evitar la imitación servil aún de esos modelos»7, comentaría ya casi al final de su vida, refiriéndose a aquellos años. En sus palabras se insinúa una de sus obsesiones capitales: la búsqueda de lo americano singular.

Tras el proyecto frustrado de publicar su primer libro de versos en París, vio finalmente la luz en Quito, 1852, bajo el título de Poesías. El volumen, de carácter heterogéneo, combinaba lo festivo y lo serio; incluía letrillas, sátiras, epigramas, fábulas, composiciones religiosas, etc. El estro poético fue la primera y una de sus múltiples facetas, ya que su inteligencia descolló también en los campos de la crítica, la narrativa, la historia, la biografía, el periodismo, las epístolas, así como el folklore en su patria. Cantares del pueblo ecuatoriano (1892) es una obra precursora en su género y meritoria, ya que refleja una de las preocupaciones fundamentales del siglo XIX romántico: el sondeo del folklore y de los temas populares que se dejaron notar especialmente en Argentina, Uruguay, Brasil y Chile, a los cuales se incorpora Ecuador gracias a la obra de Mera.

En 1854 proyectó la composición de un largo poema de tema indígena que vería la luz en 1861 bajo el nombre de La Virgen del sol. Unos años antes, mientras gestaba la leyenda, por sus cartas a Zaldumbide, 1857, apreciamos las opiniones y consejos que éste le diera acerca del rumbo indiano en su obra, ya que para el escritor quiteño, «poesía nacional», no podía llamarse a aquélla que reflejara «las costumbres... de los Incas que ya no existen...». Con el Romanticismo surge un sincero planteo teórico de americanismo literario. Los románticos (entre ellos, Echeverría) desarrollarán este tema en obras que servirán de ejemplo a sus principios, y en Ecuador la voz de Mera reflejará el modo más común: el americanismo de tipo paisajista e histórico. «El indio -dice Carilla- aparece literariamente defendido, idealizado, pero no exactamente como ideal de vida o cultura»8. Los afanes de Mera, en este sentido, se manifiestan palpablemente en sus cartas y en el cap. XIX de su Ojeada histórico-crítica sobre la poesía ecuatoriana (1868), allí expuso la posibilidad de dar un carácter nuevo y original a la poesía sudamericana, defendiendo al mismo tiempo un americanismo a través de condiciones espirituales genuinas del Nuevo Mundo, sin que la unidad de la lengua sea obstáculo para la rica variedad de carácter: «No decimos que la literatura sudamericana debe nunca dejar de ser española por la forma y la lengua»9. La Ojeada es un libro bien sistematizado y da cumplida cuenta de toda la producción poética precedente y contemporánea, pero su mayor relevancia estriba en la cuestión americanista. Mera propondrá un ennoblecimiento de la poesía por los asuntos y por su lenguaje. La literatura podía americanizarse con aspectos nuevos y coloridos e incluso con el empleo de vocablos indígenas con «razonable parcidad», aunque dicha tarea -según reconoce a Rubió en una carta- era imposible en algunos casos (asuntos religiosos, filosóficos, morales o históricos)10. El americanismo fue preocupación constante en Mera (su obra de creación o sus cartas a Valera y a Rubió dan fe de ello). Sus puntos de miras son similares a los del argentino Echeverría -al que cita como antecedente, junto con Magariños Cervantes, en el cap. XIX-: originalidad autóctona e independencia literaria. Dice así:

«y no se piensa en el fastidio que puede causar la reproducción de unas mismas líneas y colores en nuestros cuadros, y la repercusión de unas mismas voces en nuestros instrumentos, cuando al contrario le agradaría mucho que le presentásemos objetos brotados del seno de América, desarrollados al suave calor del sol americano, nutridos con sustancias especiales y ataviados con galas en nada semejantes a las que nos vienen de ultramar»11.



De este modo, el ecuatoriano asume una de las más urgentes preocupaciones románticas, en su forma primitiva, que Rodó define en los siguientes términos:

«El más generalizado concepto del americanismo literario se funda, efectivamente, en cierta limitada acepción que le reduce a las inspiraciones derivadas del aspecto del suelo, las formas originales de la vida de los campos donde aún lucha la persistencia del retoño salvaje con la savia nueva de la civilización, y las leyendas del pasado que envuelven las nacientes historias de cada pueblo»12.



El tema del americanismo, en relación con el balance de la conquista española, desencadenó una gran polémica en España y fue su portavoz Juan Valera en las Cartas americanas (1889). Si su españolismo o antiespañolismo fue discutido por el autor de Pepita Jiménez, su indianismo mereció también la atención del académico catalán Rubió y Lluch, para quien las alusiones incaicas de las Melodías (1887) diferían en poco del amaneramiento oriental o trovadoresco del romanticismo europeo13. Pero Mera no conoció el desaliento en este terreno y pensamos con Concha Meléndez que «el indianismo del siglo XIX no fue siempre pintoresco o exótico; muchos autores, Mera entre ellos, escribieron literatura indianista, porque sinceramente pensaron que al hacerlo contribuirían a dar carácter propio a nuestro arte»14.

Con la Ojeada concreta Mera su teoría del americanismo literario y completa el ciclo que, iniciado en sus Poesías, se prolonga en La Virgen del sol (1861)15, Mazorra (1875) -leyenda en torno a un personaje histórico de la colonia- y Melodías indígenas (1887). Las dos primeras son leyendas en verso, la Virgen está dedicada a uno de los episodios más queridos del pueblo ecuatoriano16: la historia de la resistencia de Rumiñahui tras la muerte de Atahualpa, la derrota ante el ejército español y su posterior huida con las riquezas sacadas de Quito. Sobre este fondo histórico y nacional, Mera se ocupó, a lo largo de 5.000 versos, de tejer una historia de amor, pasión y celos entre Cisa, la virgen inocente enclaustrada para complacer a su poderosa rival, Toa. Ambas se disputan el amor del guerrero Tito. Largo poema narrativo donde los personajes indígenas apuntan algunos rasgos que pasarán luego a los héroes Cumandá y Carlos, cuyos antecedentes en cuanto a resistencia, fidelidad y sorteo de peligros se encuentran ya en Cisa y Tito. Sutil juego de reelaboraciones de motivos ya puesta de relieve por Augusto Arias: «En los libros de Juan León Mera es fácil rastrear cómo se esbozan, desde el comienzo, las figuras, las ideas y las motivaciones»17 y que responde a esa preocupación por la historia del pasado como llamada al futuro de las nuevas generaciones.

En 1887 apareció en Barcelona una nueva edición de La Virgen del sol, acompañada de una serie de fragmentos líricos de asuntos nativos referidos a los pobladores aborígenes, a los héroes de las leyendas incásicas o a las tradiciones de la época colonial. Así podemos afirmar con Arias que:

«El poeta indiano, que se anuncia y se define en su canto de 1854, conformado a la manera zorrillesca, buscará esa como resurrección del pasado incásico... Desde entonces será su tema entrañable el de reconstruir las figuras, las costumbres y los mitos del indigenismo»18.



Su título, Melodías indígenas. El libro impresionó al académico catalán Rubió y Lluch, quien -aparte de ciertos reparos ya apuntados - supo advertir su fina penetración en el alma de la raza desaparecida, utilizando para ello la lengua castellana. A este mismo deseo de implantación de lo nacional en la literatura responde su novela Cumandá.

Mera, hombre de su tiempo, donde no existía el escritor profesional, aunó política y literatura y paralelamente, a partir de 1860 en que fue nombrado Tesorero provincial de Tungurahua, inicia la actividad pública en la que llegaría a ocupar cargos administrativos, políticos y legislativos durante el gobierno de García Moreno y la Restauración. Su conducta se guió siempre por los principios de un conservadurismo católico y ortodoxo -aunque en su juventud fue liberal por poco tiempo-. Escaló peldaños muy diversos, de administrador de Correos en Ambato a gobernador provincial, a más de diputado, senador y presidente del Senado. También en este terreno dejaría su huella en aspectos tan disímiles como el Himno Nacional y el canto a la memoria de García Moreno (El Héroe mártir, 1876), así como una biografía del mismo, García Moreno, 1904. Pero quizás su mayor mérito resida en su intento de continuar la labor histórica iniciada por Cevallos. Con la obra, escrita en 1884, pero publicada póstumamente (1932) a cargo de J. Tobar Donoso, Dictadura y Restauración en la república del Ecuador, trataría de iluminar el período comprendido entre el asesinato de García Moreno y el derrocamiento de Veintemilla.

Simultaneó Mera la esfera de lo público con la literatura y, antes de publicar Cumandá, la narrativa había tentado al ambateño con Los novios de una aldea ecuatoriana, publicada parcialmente en un periódico de Guayaquil, «La Prensa» (15 de feb. al 2 de abr. de 1872). Novelita de costumbres escrita -según su autor- para el pueblo, con sencillez y naturalidad, pero sin descuidar el fin moral, que debía ser el alma de la novela19. Posteriores a 1879 son sus otras novelas cortas, Entre dos tías y un tío, Porque soy cristiano y Un matrimonio inconveniente20. En ellas se ofrece una visión muy ajustada del estado social, político y religioso del pueblo ecuatoriano de entonces. La primera está considerada la mejor novela de Mera, como «esbozo vivaz y muy realista de la vida aldeana de la época» la calificó Ángel F. Rojas21. La segunda, de tema inspirado en El capitán veneno, de Alarcón, narra un episodio de la batalla de Miñarica. Como alegato en pro de la educación cristiana de la juventud hay que entender Un matrimonio inconveniente. Las Novelitas ecuatorianas22 ponen al descubierto su vocación de escritor costumbrista-realista, así como Cumandá -la obra que mayor fama le ha dado- hará gala del romanticismo. Dos cauces que, junto al épico-legendario de las leyendas indianas, integran su epos y dan clara muestra de los propósitos del creador23. Su proyecto de nacionalización de la literatura no fue jamás abandonado.

Pero si los cargos políticos compensaron con creces su afán diario, también las letras supieron hacer honor a su magisterio. En 1872 es nombrado Miembro Correspondiente de la Academia Española de la Lengua. En agradecimiento a tal alto honor escribiría Cumandá. Tres años más tarde sería Miembro fundador de la Academia Ecuatoriana de la Lengua, además sucesivamente fue nombrado Socio Correspondiente de la Real Academia Sevillana de Buenas Letras (1888), de la de Barcelona (1894), del Ateneo de Quito (1890), de la Sociedad Científico-Literaria de Amantes del Saber de Caracas (1894), etc. Ya al final de su vida, La Academia ecuatoriana le encomienda la creación de la Antología de Poetas Ecuatorianos (1892), labor que supo realizar paciente y meticulosamente. A su muerte, dejó inconclusas algunas obras, entre las que se cuenta, significativamente, un largo poema de título «Huaina-Capac».

Sólo el período del gobierno de Veintemilla (1876-1882) le tuvo apartado de la política, antes y después su actividad fue febril. En 1886 alcanzaría la máxima aspiración en este terreno: la presidencia del primer poder del Estado. Su último cargo fue el de Presidente y Ministro del Tribunal de Cuentas (1891). Tres años después -el 13 de diciembre de 1894- moriría en Atocha, sin llegar a ver el ascenso del liberalismo al poder, cuando ya las filas conservadoras perdían fuerza.

La patria, la naturaleza, la religión, el hogar y la familia serían sus grandes devociones, de ellas arrancan los principales motivos de sus obras. Desde Cumandá a sus Novelistas, pasando por sus biografías, su labor de educador, la Ojeada, Cantares o sus artículos costumbristas de Tijeretazos y plumadas, a todos les anima el mismo espíritu. El afán nacional y americanista. En las historias de la literatura su nombre irá ligado al de poeta y narrador del indio, amante de las leyendas indianas, cantor de la selva, crítico infatigable, folklorista..., pero de su polifacética labor nos interesan especialmente aquí las sensaciones paisajísticas e indianas que preludian esta novela, Cumandá.




Contexto histórico

La obra de Juan León Mera se encuadra dentro del primer período de la historia independiente de Ecuador (1830-1895), según la clasificación de Ángel F. Rojas.

Tras la emancipación política se creó la unidad conocida como la Gran Colombia (Venezuela, Colombia, Panamá y Ecuador), y en 1830 Ecuador se separa de ella constituyéndose en República Independiente, que dictaría su primera carta política y eligiría como primer presidente a un venezolano Juan José Flores. En 1845 es derrocado por una revolución que enarbolaba el militarismo nacional de la mano de José María Urbina. En 1860 sale a escena la figura de García Moreno que sojuzgó el militarismo y se apoyó fuertemente en la Iglesia al instaurar una política ultraconservadora y de fuerte fanatismo religioso católico.

Juan León Mera sería uno de los hombres mimados del régimen, mientras Montalvo, desde el exilio, lucharía con su pluma para derrocar al tirano. Entre la muerte de García Moreno y la subida al poder de los liberales (1895) transcurren veinte años de graves acontecimientos para el país: el gobierno de Veintemilla, la Restauración y la escisión de las filas conservadoras. Coincidían con los últimos años de vida del ambateño que murió un año antes de que los liberales llegaran al poder.

En líneas generales, este período, signado por el conservadurismo político, correspondió al romanticismo en literatura, y si hay un escritor paradigma de su época éste es sin duda Mera, así como Montalvo sería el símbolo del liberalismo opositor. Estos dos escritores, junto a Carlos R. Tobar y Marietta de Veintimilla, constituyen las figuras más sobresalientes de dicho período.

La literatura llegó a tener durante el siglo XIX una utilidad política que heredó del período anterior. Los intelectuales son, por lo general, personajes públicos. En el caso de Mera, hombre que -como se ha dicho- llegó a ocupar altos cargos gubernamentales por su vinculación a la persona y al partido de García Moreno, utilizó, en ocasiones, su obra como medio para difundir sus creencias y, en otras, como alabanza al régimen.




Contexto literario

La opinión más extendida sostiene que con Mera se inaugura el género novelesco en Ecuador24, dentro de los cauces de un romanticismo de ala conservadora, al estilo del autor de El genio del cristianismo (1802).

Cabría preguntarse por qué eligió Mera la faceta más reaccionaria del romanticismo. Varias explicaciones son posibles; en primer lugar, una razón personal, de adecuación ideológica a su propio sentir, su conservadurismo católico y político, de ahí que Benjamín Carrión nos hable de «Cumandá: propaganda ideológica que utiliza el arte... propaganda católica, arte al servicio de una doctrina»25. La creencia en Dios y en los principios de acatamiento a sus designios todo lo puede: fray Domingo puede ser redimido de sus injusticias gracias a la fe, así como los indígenas convertidos pueden sentir el influjo divino llegando -según el autor- al arrobamiento religioso:

«¿Qué pasaba en esas almas? Lo que pasa en todas las que aman a María, cuando a ella se dirigen: una dulce emoción, una inefable ternura, una confianza sin límites, un no sé qué propio de la sencilla fe cristiana y de la esperanza en la Reina del Cielo, que habla en divino lenguaje al espíritu del niño, de la joven, del guerrero, de la viuda, conforme lo han menester sus sentimientos y necesidades, sus recuerdos y aspiraciones».


(Cumandá, cap. XVII)                


En segundo lugar, el propio carácter del romanticismo ecuatoriano. Ecuador conoció un romanticismo tardío -no tuvo una primera generación romántica-, después de Olmedo se produce un silencio en el proceso de la poesía ecuatoriana. El romanticismo surge a mediados del XIX y en su implantación tuvo gran importancia el viaje del español Fernando Velarde a los países del Pacífico. El marcaría para estos países un carácter muy distinto al que tuvo el romanticismo en los países pampeanos -de importación francesa-. Los territorios de la costa pacífica conocen, pues, un romanticismo delicuescente, de herencia española, y, concretamente, en Ecuador, la declamación y la leyenda serán los frutos más llamativos.

Entre la generación de Olmedo y la de Mera y Zaldumbide existe, pues, un vacío del que se quejará el ambateño:

«Cuando comencé mis estudios y me di a los ensayos poéticos, nuestro gran Olmedo había muerto ya, y no quedaban para el manejo de la lira sino ingenios que, faltos también de acertada dirección, andaban a ciegas y dando traspiés como yo»26.


Además, el romanticismo no pudo ser virulento en Ecuador porque este país estaba imbuido del estudio y la veneración de los clásicos. El clasicismo de Montalvo no ofrece dudas y Mera, fundador de la Academia Ecuatoriana de la Lengua, fue un escritor castizo, que se confiesa (a Rubió) ecléctico en literatura:

«No me he alistado nunca en ninguna escuela, ni avenídome con ningún jefe... Unas veces he llamado a las puertas de una escuela, otras veces he penetrado en otras para dejarlas luego... Sin embargo, nunca hice caso omiso del arte, y para estudiarlo y comprenderlo a mi modo, me acogí a uno como eclecticismo literario»27.


Eclecticismo que debemos entender en el sentido de hurgador en diversas escuelas y variantes de época que van desde su romántica Cumandá al costumbrismo y realismo de las Novelitas.

Cuando Mera publica Cumandá ya habían aparecido las más significativas novelas románticas, la obra maestra de este período, María, llevaba doce años en el mercado, e incluso se habían hecho dos ediciones más (1869, 1878) en Colombia (además de otras por entregas, en Buenos Aires y México, así como la edición chilena de 1877). Amalia (1851-1855) aún era anterior a la colombiana. Toda una tradición romántica de cuño americano o foráneo se respiraba en el ambiente, a lo que habría que añadir la inclinación personal del escritor por los temas indianistas, ya puesta de relieve con anterioridad, en sus versos.

Sin embargo, dentro de la literatura ecuatoriana, Cumandá no tiene precedentes, y aunque tampoco tendrá sucesoras en su misma línea, no hay que olvidar que este país será uno de los que más frutos indigenistas cosechará con posterioridad. En la década de los treinta, la novela ecuatoriana centrará su atención en los males sociales a través de la protesta y la denuncia: el grupo de Quito, el del Austro y el de Guayaquil vinieron a demostrarlo; y aunque sólo sea como pequeña muestra, ya en la novela de Mera se encuentran frases que serán afortunadas en el futuro:

«Con frecuencia hacían los indios estos levantamientos contra los de la raza conquistadora, y frecuentemente, asimismo la culpa estaba de parte de los segundos por lo inhumano de su proceder con los primeros».


(cap. VI)                


Por ello estamos de acuerdo con Fernando Alegría cuando dice que «la tragedia de los Orozco es el resultado de la tiranía que el jefe de la familia ejerce sobre los indios y la rebelión de éstos, más que una venganza, es una protesta contra la injusticia y el abuso de que son víctimas»28. Aunque también es cierto que Mera, fiel a su época y a su pensar, creía que la situación del indio podía ser redimida por medio del evangelio católico, sin que cuestione la situación social, base del problema. Orozco es un latifundista que «poseía una hacienda al sur de Riobamba», «no era mal hombre; pero, no obstante, hacía cosas propias de muy malo», y aún se desprende cierta disculpa a su conducta y, por supuesto, no hay condena total por los innumerables atenuantes que Mera da: «Arraigada profundamente en europeos y criollos, la costumbre de tratar a los aborígenes como a gente destinada a la humillación, la esclavitud y los tormentos, los colonos de más buenas entrañas no creían faltar a los deberes de la caridad y de la civilización con oprimirlos y martirizarlos» (cap. VI). Y más adelante prosigue:

«Con todo, fray Domingo (Orozco) quiso aprovechar de él e indemnizar a los indios, en lo posible, el daño que les había causado; para esto pensaba que lo mejor sería consagrarse al servicio de las misiones».


(cap. VI)                


En suma, la postura de Mera se atiene a dos puntos: 1) la queja contra la situación de abandono en que se encontraba el indio de la selva, por negligencia gubernamental. Así lo reconoce en carta a Valera:

«En mis escritos, en las legislaturas a que he concurrido, en los empleos que he desempeñado, he sido defensor constante de los indios contra las preocupaciones y los abusos de la gente de mi raza; pero los abusos y las preocupaciones han sido más poderosos que todos mis razonamientos y mis esfuerzos... La herencia de los vicios y defectos de nuestros abuelos no ha desaparecido del todo entre nosotros, y sirve de rémora no sólo al mejoramiento de la condición de los indígenas, en buena parte sujetos aún a injusto y duro trato, sino también al progreso de los mismos que nos ufanamos de pertenecer a una raza superior»29.


Palabras que nos sirven de enlace con el segundo punto: la confirmación del mal trato dado a los indios por parte de algunos desalmados, que provoca lógicas reacciones de aquéllos.

Frente a esta situación, Mera, como católico, elogiará la labor positiva de las misiones jesuitas en el Ecuador (cap. V), y postulará el perdón mutuo ejemplificado en los padres respectivos de Cumandá: fray Domingo y Tubón. El incipiente propósito social de esta novela no puede, pues, soslayarse, aunque se necesiten todavía varias décadas para que -bajo ideologías distintas- se esboce una protesta abierta y sin atenuantes.

La preocupación por el indio y el odio racial apuntados aquí, se ahondarán posteriormente. Así, el contraste social entre razas aparecerá en la Égloga trágica (1910) de Gonzalo Zaldumbide y en La embrujada (1925) y Plata y bronce (1927) de Fernando Chávez. Pero es con Luis A. Martínez y su novela A la costa (1904) cuando se abren perspectivas que germinarán en la generación siguiente (la de Icaza, Chávez, Rojas, Gil Gilbert, Aguilera Malta, etc.), atenta tanto a los asuntos sociales y étnicos como a las divisiones políticas o geográficas del país.

Pero la preocupación por el indio, en Mera, puede ser examinada desde otra perspectiva. Es ya lugar común aducir que su relato perdió fuerza al ocuparse del indio de la zona oriental, eludiendo la presentación del problema social que, por aquellos años, constituía el indio de otras zonas distintas a la selva amazónica (su propia zona de nacimiento, por ejemplo). Y aunque algo de razón tiene Navas Ruiz cuando dice:

«Expor a situaçao dos indios que o rodeavam... supunhe urna ruptura radical com seus hábitos mentáis e tambén com sua condiçao de homem público. Qualquer tentativo de poetizar realidade tâo cruel tería sido ridicula. Mera recorre entâo, a um dos processos com que o romantismo o brindava: a fuga no espaço. Procura um cenário desconhecido de seus compatriotas por mais que dêles estivesse: a selva amazônica»30;


al menos debemos admitir que por grande que fuese el desconocimiento de la zona amazónica, su paisaje, sus habitantes pertenecen al territorio patrio y no se puede comparar su alejamiento espacial al del propio Chateaubriand que situó el escenario de Atala (1801), tan distante físicamente de la culta Europa.

El tema del indio en la obra de Mera hay que conectarlo con una larga tradición que se remonta a los orígenes de la conquista y que se ha venido ocupando del aborigen desde diversas perspectivas: jurídicas, estéticas, políticas o filosóficas, hasta desembocar en la narrativa decimonónica, por singulares cauces.

La novela de idealización del indio es una de las facetas más manejadas dentro de la narrativa romántica, al igual que ocurre con el costumbrismo. Curiosamente, ambas tendencias definen la vena narrativa del ecuatoriano. Pero Cumandá participa también de los rasgos de otras modalidades novelísticas, de la novela sentimental, al tratar una historia de amor frustrada, con enorme carga sentimental, como María -aunque no es de asunto contemporáneo-; de la novela histórica, al utilizar como pretexto del meollo de la historia la sublevación de los indios de Guamote y Columbe. A pesar de su hibridación, rasgo frecuente de la novela decimonónica en Hispanoamérica, tiene un sello propio; el de la conflictividad racial. Por encima de influjos continentales o foráneos (Saint-Pierre, Chateaubriand, Cooper), Cumandá está emparentada con una tradición americana: Cecilia Valdés (1882) de Cirilo Villaverde, Francisco (1880, fecha de publicación) o Sab (1841) de la Avellaneda, obras que se plantean una conflictividad racial similar. Pero la hostilidad indio/blanco cuenta también con unos precedentes específicos durante este siglo: Caramurú (1853) de Alejandro Magariños Cervantes evoca el conflicto de las razas charrúa y española al tratar un idilio platónico entre un indio y una mujer blanca. Concuerda con Cumandá en la presentación de la belleza del medio natural en oposición a la civilización. En Magariños, la pampa; en Mera, la selva.

Venezuela, donde no existía prácticamente el indio sedentario, tiene en Anaida (1860) de José Ramón Yepes, el mismo amor al paisaje local y a las costumbres indias que Cumandá, cuando recrea la disputa de dos caciques por el amor de la heroína.

En toda esta onda indianista, desarrollada ampliamente en el siglo XIX, influyó una doble herencia: la española, a través de la obra de cronistas y poetas; y la extranjera, principalmente, francesa. Ya Colón dejó establecido en sus escritos dos temas de honda trascendencia posterior: el indio como buen salvaje y la naturaleza exuberante como paraíso terrenal. A lo largo de los siglos virreinales, voces distintas alimentarán la llama surgida en pro del hombre natural. Las Casas, Ercilla, Garcilaso, los jesuitas desterrados, etc., contribuirían con sus obras al florecer del utopismo europeo que revertirá en el romanticismo hispanoamericano. Las Casas, con su encarnizada defensa y protección del aborigen al que cubre de virtudes, se lamentaría del trato recibido por aquéllos; Garcilaso, con la presentación idílica del incario manifestaría su nostalgia por la grandeza de una civilización perdida; Ercilla, en su apología de la resistencia y el valor del pueblo araucano gestaría símbolos de gran perdurabilidad: guerreros soberbios e indómitos como Lautaro, Caupolicán, Colo-Colo; heroínas apasionadas y fieles en el amor: Guacolda, Tegualda, Lauca, Fresia. También, en su obra, se hizo eco de la queja social así como del colorido pintoresco en la celebración de asambleas o descripción de mitologías aborígenes. Recursos que volveremos a ver en las novelas románticas del indio. En el siglo XVII, dos humanistas, Clavijero y Cavo, en sus alegatos en pro de la capacidad aborigen, se lamentarían de la destrucción indígena y observarían cuidadosamente los errores europeos en su enjuiciamiento de lo autóctono.

A toda esta tradición preocupada por la suerte del indio hay que sumar el nacimiento de una corriente indianista en Francia que perdura hasta fines del XVIII y que, inspirada en Las Casas y Garcilaso, tiene en Montaigne (Los caníbales, 1580) su primer mentor. Con Voltaire reaparece todo ese sentimiento filantrópico por el indio, tanto su tragedia Alzire (1736) como su novela Candide (1759) son buenos ejemplos. Rousseau, aunque refuerza la idea de la superioridad del hombre natural frente al civilizado, influyó aún más por su concepción de la naturaleza, al asociarla a las emociones de los personajes. A través de Saint-Pierre y Chateaubriand revertirá toda la concepción rousseauniana de la naturaleza. En 1777, Marmontel escribe Los Incas donde se tipifican ya algunos rasgos románticos que pasarían luego a las novelas de América (Las tormentas, por ejemplo). Su obra circulaba ya por Hispanoamérica en 1835 y está considerada como el vehículo transmisor de las ideas lascasianas y garcilasistas.

Pero quizás sean Saint-Pierre y el autor de Atala los modelos más significativos. La popularidad del vizconde de Chateaubriand fue tal que la primera traducción española de Atala fue realizada por el mexicano Fray Servando Teresa de Mier en 1801. A lo largo de todo el siglo su prestigio se dejaría notar casi continuamente (el propio Mera lo cita en el prólogo a su novela), tanto en poesías como dramas o novelas. Incluso en Ecuador, Olmedo se había inspirado en Atala para su «Canción indiana». Rodó, siempre atento al desarrollo literario de América, reflejó con estas palabras la situación: «Al indio de la filantropía y las ficciones patriarcales sucedió el del amor interesante y melancólico; al indio de Les Incas y Alzire, el de Atala y Les Natchez»31.

Con toda esta herencia, la novela romántica convertirá el exotismo paisajista en nativismo regionalista y en el andar de los tiempos el fraternalismo utópico desembocará en protesta social:

«Imitando a Chateaubriand nuestros novelistas descubren el paisaje de América y lo interpretan con sentimiento lírico...; incorporan vocablos indígenas enriqueciendo así el lenguaje literario; acumulan datos sobre costumbres y tradiciones; dramatizan leyendas autóctonas»32.


Los frutos más logrados se sucederán a lo largo de la segunda mitad del siglo.

Cumandá se inserta, pues, dentro de esta amplia corriente, iniciada probablemente con la obra del mexicano Lafragua, Netzula (1832). La explicación del fenómeno reside, por un lado, en la concepción humanitaria y moralista del pensamiento liberal, heredero del concepto ilustrado del XVIII; y por otro, en la búsqueda de la expresión originaria y peculiar de América, afín al Romanticismo. Si en el siglo XIX el mundo indígena es interpretado con los códigos de una cosmovisión cristiano-católica, posteriormente corrientes de pensamiento positivistas y marxistas vendrán a suplantar a las anteriores33.

Cabría añadir aquí como, con la independencia, la suerte del indio no mejoró. El propio Mera nos lo dice en su novela: «Si las razas blanca y mestiza han obtenido inmensos beneficios de la Independencia, no así la indígena», para matizar a continuación: «para las primeras el sol de la libertad va ascendiendo al cenit, aunque frecuentemente oscurecido por negras nubes; para la última comienza apenas a rayar la aurora» (cap. VI). Lo cual no indica que él vaya a ocuparse del indio de su tiempo, pues el episodio narrado sucede a fines del siglo XVIII y sus consecuencias se extienden hasta 1808, tiempo de la novela, cuando aún Ecuador no ha conseguido su Independencia. El universo indio protagonista pertenece pues al pasado, fiel así a la lejanía temporal del Romanticismo.




Cumandá o Un drama entre salvajes


La novela y sus fuentes

La génesis de Cumandá hay que buscarla en una doble influencia: las fuentes personales e históricas y las fuentes literarias. Esta novela es fruto de la preocupación nacionalista de su autor, de sus vivencias paisajistas ligadas a Ambato y Baños; además de las influencias literarias, ya apuntadas en la dedicatoria a la Academia.

En 1854 Mera pasó una temporada en Baños, rincón paradisíaco que le permitirá identificarse aún más con las sensaciones del paisaje andino, fijas en él desde sus más tiernos años debido al íntimo contacto con la naturaleza de su infancia en Atocha. El mismo paisaje con que se abre la novela se encuentra ya poetizado en los primeros versos de La Virgen del sol:


¿Del blanco Tungurahua
en la elevada cima,
o del verdoso monte
en la espesura umbría?
¿o en el peñasco duro
donde Agoyán se agita,
y su soberbia mole
atronador abisma?34


El «bardo indiano» parte de un ámbito geográfico propio y auténtico, la rotura de la cadena oriental de los Andes: volcanes, ríos, valles, se coordinan allí para plasmar un escenario de impresionante belleza que acertadamente supo captar el arte de Mera (en especial en el cap. I). Ya en su Catecismo de geografía del Ecuador (1873) había descrito a los Andes del Oriente ecuatoriano con parecidos términos, prueba evidente del impacto del paisaje propio. A estas experiencias geográficas hay que añadir el fermento de una leyenda conocida: «escribí Cumandá; nombre de una heroína de aquellas desiertas regiones, muchas veces repetida por un ilustrado viajero inglés, amigo mío, cuando me refería una tierna anécdota, de la cual fue, en parte, ocular testigo, y cuyos incidentes entran en la urdimbre del presente relato» (Dedicatoria a la Academia).

Ángel F. Rojas nos da el nombre del viajero inglés, Mr. Richard Spruce (quizás basándose en la alusión hecha por Mera en carta a Valera, Atocha, 1 dic. 1889, Ojeada, pág. 533) quien en misión gubernamental estuvo encargado de recoger semillas de la quina, extrayéndolas de las montañas ecuatorianas. La anécdota relatada por Spruce y que sirve de base al relato es la huida y posterior refugio entre cristianos de una joven jíbara, ante el temor de morir enterrada -según costumbre- junto al curaca fallecido que la había desposado. A esta información, cuidadosamente anotada por Mera, habría que añadir la referencia histórica del levantamiento de los indios de Guamote y Columbe, origen, en la novela, de la tragedia de los Orozco.

A estas fuentes verídicas se suman las fuentes literarias que el mismo Mera no trata de ocultar:

«Bien sé que insignes escritores, como Chateaubriand y Cooper, han desenvuelto las escenas de sus novelas entre salvajes hordas y a la sombra de las selvas de América, que han pintado con inimitable pincel... La obra de quien escribe acerca de los «jíbaros» tiene, pues, que ser diferente de la escrita en la cabana de los «natchez».


(Dedicatoria a la Academia)                


Las similitudes entre Atala, René (1805) y Cumandá son numerosas. Tal como ocurre en otras muchas novelas del romanticismo hispanoamericano, gran parte de la acción novelesca proviene de la literatura romántica en general. La influencia de Atala se advierte desde el inicio de la novela: la descripción del escenario es punto de partida en una y otra, a lo que habría que sumar las reflexiones graves o melancólicas que sugiere la contemplación de la naturaleza. Esta ambientación se completa con algunos detalles precisos de similitud: Cumandá, como Atala, libra de morir a su amado varias veces; la anagnórisis final es en ambas paralela: Atala resulta ser hija de López, el bienhechor y padre adoptivo de Chactas, luego son casi hermanos; ambas heroínas resultan ser de raza blanca, recriadas por indios. Carlos tiene gran similitud con René, así como Cumandá con Atala; en ambas novelas ellas son las valerosas, fuertes y decididas; mientras que a los amados les domina, con frecuencia, el pesimismo o la indeterminación.

Las palmeras, lugar de encuentro de los enamorados Carlos/ Cumandá, son símbolos de los caminos de su amor y ejercen la misma funcionalidad que los cocoteros de Pablo y Virginia (1788) o el rosal y las azucenas de María. El protagonista masculino de la novela de Mera se deja morir de amor algún tiempo después de la muerte de su amada -como Pablo-. La existencia de un perro fiel es común a las tres novelas citadas. Y así sucesivamente, podríamos ir citando detalles que enlazan a Cumandá con la tradición de la novela sentimental, muchos de ellos -insisto- convertidos ya en lugares comunes. Pero no todo son similitudes, también existen diferencias significativas, sobre todo, en la resolución final, pues como apunta Navas Ruiz, Atala se suicida para preservar su virginidad consagrada a su madre en el lecho de muerte; mientras que Cumandá, que lucha por la realización de su amor, se somete a la muerte para salvar a su amado, impelida por fuerzas ajenas a su deseo.

El otro gran influjo, ya señalado por Mera, es el de Cooper. Concha Meléndez concreta el parentesco en la verdad y exactitud de las descripciones así como en la anécdota de la joven blanca criada por una familia india (The Wept of Wish-ton-wish), pero mayor afinidad encuentra en el encadenamiento de peligros mortales que acosan a los protagonistas35. Hecho este último que bien podría interpretarse como un recurso scottiano. El peso del componente aventurero en la novela conlleva quizás la incorporación de recursos provenientes de las novelas de Walter Scott, el creador de la novela histórica, cuyo eco en España se deja advertir tempranamente (1818), convirtiéndose en un fenómeno literario en la década de los 30. Aparte de las situaciones dramáticas o las conspiraciones (venenos, peligros) se puede hablar de asimilación de recursos scottianos en: la anagnórisis (Ivanhoe, La novia de Lamermour), la identificación tardía de los actantes: al final de la novela Cumandá resulta ser Julia; Tongana, Tubón; Pona, la nodriza; la utilización de prendas como ayuda para sortear un peligro: con esa intención Pona da a su hija la bolsa de piel de ardilla que servirá más tarde para reconocimiento de la identificación de la joven. La reaparición de personajes que se creían muertos es un préstamo de Ivanhoe: en el cap. VI se nos dice como Tubón murió ahorcado y finalmente sabemos que no es así. Otro punto de relación podría ser la hechicería que practica Pona. En suma, se puede decir que las líneas generales de la trama de Cumandá se nutren del acervo de la tradición romántica sentimental e histórica además de otros muchos recursos caracterológicamente románticos que tendremos ocasión de analizar más adelante. A todo ello, Mera unió una importante fuente de inspiración: su conocimiento personal del escenario y de una bella leyenda indígena.




Estructura narrativa

La novela del ecuatoriano se compone de veinte capítulos, breves por lo general, que, de acuerdo con la concepción clásica, van en gradación creciente, presentando y desarrollando la historia de este amor desdichado hasta culminar en el desenlace. En líneas generales, cada capítulo forma una unidad completa que su autor abre y cierra meticulosamente, con algunas excepciones notables como la del cap. XV donde se presentan en simultaneismo temporal un contrapunto espacial entre los pasos de Cumandá, por un lado; y los de Carlos, por otro. Es de destacar también la verticalidad del cap. II donde el autor ahonda en el significado de los pueblos jíbaros y záparos, hasta llegar a la época de la colonia y concatenar la labor evangelizadora de las misiones jesuitas, su expulsión y el consecuente abandono en que quedaron estas tierras. Igualmente importante es el cap. V, donde, tras la descripción de Andoas, pueblo donde se instala la reducción del misionero dominico, su autor contrasta el tiempo feliz pasado frente a un presente de barbarie, cuando se ha abandonado la luz del evangelio.

Se puede hablar de una primera parte, introductoria o de presentación, que comprendería los caps. I al VII, de carácter descriptivo e informativo que abarcan de lo general a lo particular: escenario (I), pueblos protagonistas (II), Cumandá y su familia (III), por un lado; frente a los caps. V, VI y VII: Andoas (V), orígenes de la familia Orozco (VI) y Carlos (VII); es decir, escenario y familia de cada uno de los héroes, respectivamente. Estos seis capítulos presentan, pues, una estructura paralelística (3+3), entre ambas presentaciones contextuales a la historia amorosa, el autor ha instalado un capítulo, justo en el centro, el IV, al que se reserva la función cardinal: Carlos y Cumandá están enamorados. Los seis capítulos citados nos introducen no sólo en el espacio abierto y selvático sino también en el marco histórico, con un juego de tres tiempos: el pasado lejano o inmediato (época feliz de las misiones jesuitas, su expulsión en 1767; sublevación de los indios, 179036; el presente de la intriga novelesca en 1808, y el presente de la redacción de la novela (segunda mitad del siglo XIX).

Una vez centrados los dos escenarios: la selva, en general, y Andoas, en particular; y conocidos los tres actantes esenciales de la acción: Yahuarmaqui (II), Cumandá (III) y Carlos (IV, aunque es descrito en el VII), así como otros actantes secundarios, Tongana, Pona, etc. Mera se desplaza al pasado (cap. VI) para trazar la biografía de fray Domingo (el hacendado José Domingo de Orozco), padre de Carlos, pergeñando analépticamente las causas de la vida misionera del fraile desde una armónica felicidad familiar a la desdichada ruptura que engendró su conducta con los indios. Con la presentación detallada de Carlos en el cap. VII, Mera completa la nómina de los actantes principales.

A partir del cap. VIII distintas tensiones determinarán el conflicto relativo al tradicional «nudo». Las interrelaciones entre Yahuarmaqui / Cumandá y Cumandá / Carlos desencadenarán una serie de funciones donde se mezclan dos niveles: el del odio racial y el sentimental. Las situaciones dramáticas alternarán con las distensiones, es decir, funciones cardinales que abren, mantienen o cierran una alternativa consecuente para el logro de la historia, que se corresponden con los nudos del relato; y catálisis que rellenan los espacios narrativos que separan a las anteriores.

Carlos y Cumandá se aman y desean unirse en matrimonio (cap. IV): esta función cardinal abre un proceso que terminará en la muerte y, por tanto, en la no consecución del logro propuesto. Las causas son variadas, pues muy pronto descubrimos que ese amor no es visto con buenos ojos por la familia de Cumandá cuyo padre odia a los blancos a muerte. Así Tongana, valiéndose de sus hijos, irá urdiendo sucesivas trampas para matar a Carlos, pruebas de las que éste saldrá repetidamente victorioso gracias a la intervención providencial de esta nueva y joven «Medea». Cumandá salvará a Carlos de morir ahogado (cap. IX), envenenado (cap. X) y atravesado por una flecha ponzoñosa (cap. XII). Ante dicha situación sólo cabe la huida (cap. XII). En dos momentos del relato, Cumandá huye; en ambos, huye para salvar su amor y escapar de la presión de Yahuarmaqui. En el primer caso, por el empeño de éste en casarse con ella -compromiso propuesto por Tongana con objeto de apartarla del amor de Carlos (XI)-; en el segundo, por no verse obligada a acompañar en la muerte al que ya habían hecho su esposo (XVI).

El odio que Tonga siente hacia los de raza blanca condiciona el acoso a que somete a la pareja, funcionalmente el odio actúa como opositor de la presumible felicidad de los enamorados, delegado en unos secuaces fácticos: sus hermanos, que son quienes preparan los sucesivos peligros a Carlos. El fracaso de esa tentativa conduce primero a Tongana a exigir la muerte para su hija; por último, a ofrecerla en matrimonio al cacique jíbaro, propuesta rechazada por Cumandá, pero no por Yahuarmaqui. Cumandá no cuenta, por el momento, con la ayuda de nadie, todos son «opositores» a sus deseos y sola, con la fuerza del amor, la valentía y el arrojo, fraguará la huida, con Carlos, a través de la selva. Precisamente durante la fuga se entabla un curioso diálogo entre ambos que evidencia una vez más el carácter tan distinto de los amantes. A partir del cap. XIII se complica la trama argumental con la introducción de una nueva adversidad en el relato: el ataque inesperado de los moronas, que derivará en el combate entre los dos caciques rivales: Yahuarmaqui y Mayariaga, con la muerte de este último. Pero la trama se enreda, ya que los moronas tienen prisionera a la pareja y proponen el canje de aquéllos por la cabeza de su jefe. De nuevo, el curaca tiene que tomar una decisión y Tongana reforzará su papel opositor al pedir por segunda vez la muerte de los cautivos. Cumandá logra salvar, una vez más, a su amado de la muerte justo cuando un guerrero záparo de la reducción de Andoas intercede por Carlos en aras de su ayuda a los jíbaros. El curaca acepta y la pareja es separada. Finalmente sucede la boda prevista, pero la muerte del curaca en la noche de bodas abre una nueva perspectiva en el relato: la huida de Cumandá para reunirse con Carlos, ahora gracias a la ayuda de su madre, Pona.

La adversidad, de nuevo, actúa por separado sobre la joven pareja: mientras Cumandá logra, no sin enormes esfuerzos, llegar hasta Andoas para encontrarse con Carlos; éste, había salido de la misión en compañía de unos záparos. El elemento que actúa de ayuda en el feliz regreso de Cumandá a la misión, la canoa, es el mismo que impide el regreso de Carlos a Andoas, puesto que era la suya la que Cumandá había utilizado. Y el peligro se cierne sobre él, al ser cogido prisionero por los jíbaros que exigen para su libertad el que Cumandá cumpla su destino de esposa. Se plantea un nuevo canje y Cumandá, burlando la vigilancia zapara y a fray Domingo, se entrega.

Los tres últimos capítulos corresponden al desenlace. La conversación entre los dos enamorados pone fin a la esperanza de final feliz, ella le entrega a Carlos, como prenda última de su amor, la bolsa de piel de ardilla que desvelará en el cap. XIX el misterioso origen de la joven. En el cap. XX y último se atan los postreros cabos: muerte de Tongana (que resulta ser Tubón, el indio origen de la tragedia de los Orozco), no sin antes ser perdonado por Fray Domingo Orozco; recogida del cadáver de Cumandá y enterramiento en lugar católico, así como la noticia del posterior derrotero que siguieron fray Domingo y su hijo: el primero, con su marcha a un convento quiteño, y el segundo, con la muerte pocos meses después.

Mera, fiel a las líneas de la novela romántica sentimental, da fin al relato con el conocido tópico de la muerte de los amantes: amor desdichado e imposible, condenado al fracaso «a priori», por la condición de hermanos que los une.

El elemento que determina la estructura de Cumandá es el enamoramiento de la pareja presentado ya en un estadio avanzado (en el cap. III se nos anuncia que la heroína está enamorada y en el siguiente sabremos de quién) y la final frustración del romance. Este núcleo narrativo se completa con múltiples referencias, tanto de presentación de entorno (familia, paisaje, costumbres) que tienen un carácter esencialmente informativo, así como otros elementos que inciden muy directamente sobre el núcleo: los malones indios -el ataque de los moronas-, la injusticia social, la raza, lo legendario... El relato avanza gracias a las separaciones y reencuentros sucesivos de los amantes que actúan a modo de bisagras narrativas. Las causas de la separación son debidas a circunstancias exteriores adversas.

El tema expresado es el de la imposible plenitud del amor por diferencias raciales que se complica rápidamente cuando, por incidente, entra en juego un tercer actante que provoca una dialéctica triangular. El desarrollo de este amor «castísimo y puro» sufre un proceso negativo: desde una instancia inicial de felicidad (cap. IV), teñida de algunos presagios negativos:

«mi corazón no conoce el miedo; pero ahora tembló como la hoja en su rama cuando sopla el viento, porque me pareció que oía tras mí los pasos del mungía, que es parecido al diablo que hace mal a los cristianos...»


«¿No sabes que desde que te conozco y amo, no obstante sentirme feliz y esperar serlo mucho más contigo, derramo, no sé por qué, lágrimas amargas como las aguas de este río, suelto suspiros que no puedo contener? Sucédeme, asimismo, tenerle mucho miedo a mi padre y soñar cosas funestas»,


(cap. IV)                


hasta culminar en un final fatal, tras múltiples peripecias y augurios que preludian el desastre. Nos encontramos ante un texto en que el módulo principio-fin se encuentra semiotizado. Se marca el comienzo al inscribir en él el inicio de las perturbaciones del vínculo amoroso, y se marca el fin al concluir con el desenlace de la vida de estos amores truncados por la muerte.

De acuerdo con la preceptiva aristotélica, el autor trama la historia en dos planos: la peripecia, que modifica el destino de los protagonistas por el imperativo del enfrentamiento de dos etnias (blanca/india), primero; y más tarde, de dos tribus (moronas/jíbaros); y la anagnórisis o reconocimiento de la identidad de los protagonistas al final de la novela (Cumandá = Julia, Tongana = Tubón) con lo que resulta que Carlos y Cumandá son hermanos, como ocurría en Cecilia Valdés y volverá a ocurrir en Aves sin nido (1889).

El comportamiento de los personajes está en relación con el universo amoroso (amor recíproco desgraciado) y el odio racial. La función amor aparece en tres manifestaciones axiológicas según el modelo siguiente:

El actante sujeto, Cumandá, cambia de objeto, forzada, y se une en matrimonio a Yahuarmaqui, pero dicha unión desencadenará su propia ruina e indirectamente la de Carlos. Cierto carácter folletinesco tiene la presentación de estos amores debido al oscuro origen de la heroína que se viene presintiendo desde el inicio de la novela: «El tipo de Cumandá era de todo en todo diverso al de sus hermanos...», «Cumandá, no tienes otro defecto que parecerte un poco a los blancos...» (cap. III).




Textura romántica de los personajes. La idealización

Al igual que ocurre con otras novelas románticas de la época, Cumandá combina elementos y formas del romanticismo y el costumbrismo.

Ya se han señalado algunos rasgos tomados del modelo chateaubrianesco, de Saint-Pierre, Scott o Cooper; pero sería factible anotar otros detalles que, aunque sean comunes a los escritores citados, pertenecen más bien al acervo de la novela romántica. Dichos elementos hacen referencia tanto a los actantes como a la acción novelesca. Así, vemos el yo dolorido por su roce con el mundo y su refugio en la soledad y la melancolía como blasón heráldico, reflejado en Carlos:

«Digno de lástima fuera el poeta si no estuviera en su propio infortunio la grandeza de su destino...» «¡El poeta, ser condenado a buscar en la Tierra cosas que se hallan sólo en el Cielo!... tiende las alas de la imaginación hacia esos bienes, y tropieza a cada instante en las bagatelas y miserias del mundo...» «El joven Carlos, cuando se halló en el corazón de las selvas, creyó hallarse en su elemento; tenía soledad, silencio...»


(cap. VII)                


Carlos es el arquetipo del héroe romántico: bueno, inteligente y poeta, es concebido con buena lógica como ser infortunado, heredero de esa concepción del infortunio que aúna a los grandes poetas, y que tanto sedujo a los románticos quienes vieron en aquellos creadores (Dante, Tasso, Camoens), símbolos de la aventura titánica del hombre. Su espíritu angelical está en desarmonía con las miserias del mundo, pues es el depositario en la tierra de las virtudes angélicas. Carlos sufre desvaídamente el mal du siècle, y forma parte de toda una legión de románticos «enfermos morales», dotados de mayor capacidad de sufrimiento gracias al abismo que se les abre entre el ideal entrevisto en sus sueños y la chata realidad. Errante solitario, poeta, estereotipo romántico (cargado de sentimentalismo, lágrimas de despedida), su carácter proviene de la tradición literaria, no tiene una personalidad propia, actúa a nivel arquetípico y no posee, ni siquiera, la fuerza de carácter de su amada.

Cumandá, aunque trazada con mayor vigor, responde también a una tradición literaria: belleza y bondad van unidas, heroína ideal: «su belleza superior a cuantas bellezas habían producido las tribus de Oriente... era toda ella sencillez y vivacidad, candor y vehemencia, dulzura de amor apasionado y acritud de orgullo; era toda alma y toda corazón...» (cap. III); es joven, pura y virgen, siente una voz interior que le avisa que se aproxima la desdicha, muere sin consumar el amor, gusta de errar largas horas entre las sombras nocturnas, ama -como Carlos- «el silencio de las desiertas selvas» más que para describir sus bellezas, para alimentar su sueños y melancolías y además es «casi» cristiana -Chateaubriand había exaltado el valor estético de la religión católica-. Sin embargo, Cumandá es fuerte física y moralmente: «Educada según las libérrimas costumbres de su raza, que tienen por inestimables prendas la robustez y actividad del cuerpo y el varonil temple de ánimo» (cap. III). Por ello, se muestra rápida en sus decisiones: «Yo, sábelo extranjero, yo que sé amar, no medito ni vacilo: me resuelvo y obro» (cap. XII) y valiente hasta el punto de arriesgar su vida. La fuerza todopoderosa de su amor le ayuda a no flaquear -sólo levemente cuando la quieren llevar al sacrificio-. La melancolía, la tristeza o el amor impetuoso dominan ambas almas ya que los rasgos de dicho amor pertenecen a la herencia romántica del amor mutuo, pero desgraciado -ya Novalis había señalado el fin trágico de las pasiones-, y Carlos, heredero de Werther, exaltará la muerte de forma voluntaria, como destino ideal, «consuelo y beneficio». Los sentimientos de los protagonistas están plagados de la retórica al uso: suspiros, llantos, desmayos... A diferencia de María, no hay ni un átomo de sensualidad soterrada, sino más bien un continuo realce del elemento espiritual y de la castidad:

«Veo (dice Carlos a su padre) que no comprendes mi pasión, que me confundes con el vulgo de los amantes, que haces descender mi pensamiento de la región de los ángeles al fango de la materia. No, yo no amo a Cumandá por arrastrarla a las inmundas aras de la concupiscencia, por beber en sus labios las últimas gotas de un deleite precursor de la desazón y el tedio, por reducir a cenizas en sus brazos las más queridas ilusiones del alma. No, no, padre mío; no amo por nada de eso a la purísima virgen del desierto».


(cap. XV)                


Como su compañera caucana, «la virgen de la silla» (María, cap. XXXI), Cumandá es «la virgen de las flores» que sabe ser celosa con su pudor, más que por voluntad propia, porque así se lo han impuesto los convencionalismos sociales:

«¿Qué haces, blanco? Hoy no me toques.

[...]

¿No sabes... que soy actualmente una de las vírgenes de la fiesta?».


(cap. IV)                


Los niveles sentimentales de la novela oscilan entre la pasión de amor, con su buena carga retórica -lamentaciones, tristeza, sufrimiento- y la sombra de la muerte -sólo un amor amenazado por la muerte es interesante novelísticamente-. El empleo de augurios para presagiar la futura tragedia, los ambientes nocturnos, las reflexiones axiomáticas sobre situaciones conflictivas relacionadas con lo universal, el concepto de amor como fuerza omnipotente hacia una sola persona, la imposibilidad de consumar el amor, la aspiración a una sacralización del mismo a través del matrimonio (amor regido por la sombra del incesto, condenado por tanto, a priori, a un destino fatal), los estados anímicos reflejados en la naturaleza, etc., son rasgos que crean el climax y emparentan a Cumandá con la tradición de la novela romántica37.

Pero si Mera es fiel a una tradición sentimental a la hora de presentar a los protagonistas centrales de la aventura, como contraste, en la descripción de Yahuarmaqui y de los indios, en general, combina la idealización con la presentación objetiva. La pintura del curaca denota admiración y nos recuerda la descripción de algunos caciques araucanos, realizada por Ercilla; en este personaje, Mera, ha combinado rasgos de Colo-Colo y de Caupolicán, sabiduría y fortaleza física y espiritual:

«Contaba el número de sus victorias por el de las cabezas de los jefes enemigos que había degollado... se acercaba a los setenta años y, sin embargo, tenía el cuerpo erguido y fuerte como el tronco de la chonta... imperativo el gesto, rústico y violento el ademán, breve, conciso y enérgico el lenguaje...»


(cap. II38)                


Sus discursos son prudentes y respetados, en la batalla con Mayariaga se muestra aguerrido y terrible; y sólo llega a vacilar entre el mantenimiento de su autoridad y los dictados de su corazón (cap. XIV), para finalmente adoptar la decisión que su pueblo espera de él:

«el anciano alza la cabeza y la sacude para desperezaría; su expresión es la de un tigre al lanzarse sobre su presa; llama a dos diestros arqueros a su lado, señala con el dedo a la virgen de las flores y al extranjero, y con voz de mar agitado por la tormenta, grita: -¡A entrambos!».


(cap. XIV)                


En líneas generales, los indios de esta novela son considerados como bárbaros incivilizados, fruto del alejamiento de la zona de las misiones jesuitas. Para Mera, sólo la acción del cristianismo podría salvar estas almas; pero además procura ser fiel a una documentación antropológica, respetuosa con los hábitos indígenas, e incluso intenta deshacer equívocos: «No hay caníbales en estas tribus, como algunos lo han creído sin fundamento» (cap. II). Distinguirá entre los indios «salvajes, incivilizados» y los «catequizados», resaltando la diferencia a favor de los segundos: «La regeneración cristiana había dulcificado las costumbres de los indios sin afeminar su carácter, había inclinado al bien su corazón y gradualmente iba despertando su inteligencia...» (cap. V).

La objetividad en la presentación de los malones indios (cap. XIII) -ya relatados con anterioridad en La Cautiva- nos enlaza con el costumbrismo de la novela.




El color local

Si bien en la elección del escenario amazónico reside, para algunos críticos, el exotismo de Mera, por poco y mal conocida que fuese esa zona -él mismo lo reconoce-, no deja de ser una de las franjas del territorio ecuatoriano del momento39, sobre las cuales Mera se había documentado con propósito antropológico y folklórico evidente: «refresqué la memoria de los cuadros encantadores de las vírgenes selvas del Oriente de esta República... Razón hay para llamar vírgenes a nuestras regiones orientales: ni la industria y la ciencia han estudiado todavía su naturaleza, ni la poesía la ha cantado, ni la filosofía ha hecho la disección de la vida y costumbres de los jíbaros, záparos y otras familias indígenas y bárbaras que vegetan en aquellos desiertos, divorciadas de la sociedad civilizada» (Dedicatoria a la Academia).

Mera convierte el exotismo en regionalismo al dar vida literaria a las tribus amazónicas jíbaras y zaparas: sus costumbres, sincretismo religioso, casas, vestimentas, elección de cacique, formas de guerrear, ritos funerarios, fiestas báquicas, matrimonios, conducta, son descritos minuciosamente; entre estas costumbres sobresale la de las fiestas de las canoas (cap. VIII y IX), dos capítulos que destacan por su valor antropológico y su belleza y detallismo descriptivo. A la presentación del folklore se añade la introducción de vocablos indígenas que salpican el texto. Ahora bien, la presentación del microcosmos indio es la de un mundo bello pero cerrado y extraño a ojos de un blanco, como revela la actitud de Carlos al contemplar la fiesta de las canoas, y en eso sí que se advierte la lejanía del indianismo: contemplación de este espectáculo con cariño y simpatía, pero desde fuera. La inserción de estos cuadros dentro del diseño novelesco está lograda. La funcionalidad de los elementos costumbristas suele ser triple: crear ambientes, caracterizar aspectos y comportamientos de algunos personajes y remansar la textura episódica. Aquí se revelan claramente, las escenas detienen la acción y tienen una funcionalidad artística al completar el carácter de los personajes y, en especial, de la heroína; además, dejan escapar, a veces, una soterrada moraleja, al censurar defectos, como ocurre con la embriaguez, temida por Fray Domingo, quien piensa en «los peligros de la ferocidad de los jíbaros excitada por la embriaguez a que en tales ocasiones se daban» (cap. VIII).

Su huella de hombre preocupado por el folklore de su patria quedó patente en la novela, pues, de acuerdo con Rodríguez Castelo «por más que se inscriba en una clara línea romántica, no podía desnudarse de su mirada curiosa por los pueblos y sus usos»40. Descripción de un paisaje humano: habitantes y costumbres que debemos enlazar con la descripción del paisaje físico, la naturaleza.




Escenario. La naturaleza

Uno de los mayores atractivos de esta novela es la pintura de la naturaleza, marco de la acción. No vamos a insistir en la importancia del paisaje desde los orígenes de la literatura hispanoamericana: de Balbuena a Landívar, Bello, Heredia o Echeverría... Con Facundo este medio natural y físico condicionará al hombre, abriendo una nueva perspectiva en la valoración del paisaje, de gran repercusión en la novela regionalista de la década de los veinte. Pero en la novela romántica, la visión predominante es la rousseauniana o la exótica, naturaleza que se transforma en recurso artístico. Al igual que ocurre en el caso de los indios, el escenario que sirve de marco a la obra participa de características románticas y realistas. Más significativo aún que la elección de una naturaleza salvaje como signo romántico41 es el sentimiento de la naturaleza en armonía con los protagonistas, el paisaje como «estado de ánimo» que obedece fielmente a los impulsos de los enamorados. El marco rousseauniano de comunión amorosa o sentimental con el paisaje se convierte en el lugar propicio para desahogo de los sentimientos o proyección de los estados de ánimo melancólicos, nostálgicos o tristes. Carlos «buscaba sitios que armonizasen con su carácter e inclinaciones por la soledad, el silencio y la belleza sombría y tétrica tan común en aquellos bosques» (cap. VII). En su huida por la selva, Cumandá siente que «crece la diurna luz y crece juntamente la expansión del ánimo; a medida que el sol sube a los cielos, se levanta el espíritu a las regiones de una dulce consolación...

«...Toda la naturaleza la convida a acompañarla en sus magníficas armonías matinales: hay gratísima frescura en el ambiente, dulces susurros en las hojas, suave fragancia en las flores [...]: su corazón está en concordancia con la frescura del ambiente, y el susurro de las hojas y la fragancia de las flores; lo está con las aves que trinan, con las mariposas que danzan, toda la belleza de la mañana en la soledad del bosque tropical...»


(cap. XVI)                


Y más adelante, al pasar por su casa deshabitada, confiesa el narrador que «todo estaba ahí en armonía con el estado de ánimo de la infeliz Cumandá» (cap. XVI).

A lo largo de sus páginas se observa claramente esa transformación del paisaje por la sensibilidad, así como la inclinación hacia ambientes nocturnos, crepusculares y destellos lunares -la luna es su compañera en la huida por las selvas-; pero además la novela está enmarcada en un paisaje propio: la selva amazónica, y en su descripción sobresalen algunos capítulos memorables, el I, el V o el XVI. Ríos, faldas montañosas, flores, árboles, animales... son retenidos por la pupila de Mera en una prosa que no en balde ha sido calificada de «poemática». Su enfoque de la naturaleza ha sido comentado muy distintamente por la crítica. Para Ángel F. Rojas «Quien las ha escrito no conoce la naturaleza tropical. El ambiente es demasiado plácido»42; y precisamente esa naturaleza es la que más admira Juan Valera. Sin embargo, en puridad, esta novela puede dar satisfacción a unos y otros, ya que si la visión de la naturaleza selvática se acerca a veces a lo eglógico e idílico, con ribetes próximos a la prodigalidad del paraíso -sobre todo en el cap. XVI-:

«Tras las lianas halla un reducido estanque de aguas cristalinas; su marco está formado de una especie de madreselva, cuyas flores son pequeñas campanillas de color de plata bruñida con badajos de oro, y de rosales sin espinas cuajados de botones de fuego a medio abrir. Por encima del marco ha doblado la cabeza sobre el cristal de la preciosa fuente una palmera de pocos años que, cual si fuese el Narciso de la vegetación, parece encantada de contemplar en él su belleza»;


en otras ocasiones -como en el cap. I-, hace gala de realismo poético al describir el panorama de las selvas de Oriente, donde Mera descuella por sus cualidades pictóricas. El cuadro de la cordillera andina, con el juego de sensaciones auditivas y cromáticas es antológico, y su precisión geográfica, minuciosa:

«El Chambo causa vértigo a quienes por primera vez lo contemplan: se golpea contra los peñascos, salta convertido en espuma, se hunde en sombríos vórtices, vuelve a surgir a borbotones...»


(cap. I)                


Las descripciones con que se inicia la novela se constituyen en especie de oberturas, en el sentido musical de la palabra, puesto que anuncian el movimiento y tono de la obra.

Tanto Lydia de León Hazera como Fernando Ainsa creen que la evocación selvática de Mera está hecha desde una perspectiva de distancia e inaccesibilidad: contemplación de su visión del paisaje. Dice Ainsa: «La selva pictórica de Cumandá, como la naturaleza de Aves sin nido... o la de Caramurú o Celiar... es fría y el «ojo» del personaje no logra humanizarla, subjetivándola, en su provecho. Las referencias espaciales son estrictamente geográficas y sirven para una orientación de las distancias establecidas en la obra, pero no por su significación dramática»43. Ahora bien, no puede decirse que Mera no ame la naturaleza que evoca y las alusiones a la topografía propia no sean auténticas: aunque a ratos «este retrato tan ameno de una naturaleza agreste corre el peligro de aparecer sólo pintoresco y demasiado exótico»44, pues si aún no es posible la sensación de fatalismo y de lucha inútil con la naturaleza, como en La vorágine (1926), comparte con ella la desorientación del héroe que se sumerge en sus follajes, sin que se llegue a la enajenación final dentro del infierno verde. La descripción de sus ríos crecidos, la espesura impenetrable o la furia de los elementos -como la tempestad-, serán recursos que se potenciarán en la novela de la selva posteriormente. Detallismo, lejanía -acrecentada por el punto de vista adoptado en la narración: «allí está otro mundo» (cap. I), bucolismo, poetización, opulencia y vinculación con lo divino, se combinan con intervalos amenazadores: tormentas o aguas fétidas y amargas en un «rutilante laguillo». Pero aún se puede ahondar más, pues Mera, que tiene un profundo conocimiento de la flora y la fauna de la zona y así lo demuestra en el gran número de ejemplares citados, a veces se acerca a lo «real maravilloso» americano -como lo veremos más tarde en Los pasos perdidos (1952)-:

«En esta magnífica fortificación de la Naturaleza, delante de la cual las casas del pueblo parecían sólo colmenas artificiales, se notaban puntos sombríos como bocas de abismos, o bien sobresalían a manera de grandes brochadas dadas a la ventura, los festones de hojas claras de algunas enredaderas, o pendían éstas en soberbios dosales y cortinajes recamados de flores, deliciosa mansión de lindas aves y brillantes insectos, y no pocas veces columpio de abigarradas culebras, bellísimo peligro de las tierras calientes».


(cap. V)                


Nótese el paralelismo entre estas dos descripciones:

«aquí está diversificado el pensamiento de la arquitectura, desde la severa majestad gótica hasta el airoso y fantástico estilo arábigo, y aún hay órdenes que todavía no han sido comprendidos ni tallados en mármol y granito por el ingenio humano ¡Qué columnatas tan soberbias!...»


(cap. I)                


«Esto que miraba era algo como una titánica ciudad -ciudad de edificaciones múltiples y espaciadas-, con escaleras ciclópeas, mausoleos metidos en las nubes, explanadas inmensas... Y allá sobre aquel fondo de cirros, se afirmaba la Capital de las Formas: una increíble catedral gótica...


(Cap. cuarto, XXII, Los pasos perdidos)                


Mera no desaprovechará tampoco la ocasión para aludir al antiguo tópico corte/aldea que, a través de las Cartas persas, determinará uno de los papeles fundamentales del héroe romántico, por medio de la contraposición espacio civilizado: vicio, espacio natural: inocencia.

La concepción descriptiva del escritor ecuatoriano cumple uno de los principios de la estética romántica, pues «ya no se enfatiza la relación de representación (entre la obra y el mundo), sino la relación de expresión: aquélla que une al artista con su obra»45. Y bajo esta óptica se puede valorar su visión de la naturaleza ecuatoriana con más justos términos, por el equilibrio entre lo evocativo y lo puramente descriptivo dentro de una intencionalidad estética. Estamos con Isaac Barrera cuando dice: «Es la selva el personaje principal de la novela; es la naturaleza abrupta el fondo grandioso en el que se mueven, viven, pelean y mueren los personajes»46.




La secuencia temporal

La concepción temporal del relato es lineal, horizontal; al ser la historia narrada bastante simple, la secuencia temporal se ve poco alterada; en ocasiones avanza con unos personajes, y en otras, retrocede, para retomar el hilo perdido. Así, en el cap. XII, nuestros héroes, en su huida, embarcan en una canoa por el Pastaza con lo que termina el capítulo, el siguiente está dedicado al ataque por sorpresa de la tribu de Mayariaga y en el XIV sabremos, finalmente, la suerte corrida por los enamorados.

En el interior del relato se pueden apreciar algunas analepsis que se corresponden a los caps. VI, VII y XVI. Precisamente en el cap. VI se nos ubica temporalmente la historia: «Era un día del mes de diciembre de 1808», el relato primero ha fijado su punto de referencia. Mientras Fray Domingo celebra la misa recordará su historia pasada: «Joven todavía, amó con delirio...», retrocediendo en el tiempo a 1790, fecha del levantamiento indígena que ocasionó su ruina económica y familiar, para pasar luego a contar su conversión religiosa y su destino en Andoas. En el último párrafo del capítulo nos dice el narrador: «Ya está en Andoas», y brevemente trazará sus buenas relaciones con los indígenas, desde su puesto de misionero. El alcance de esta analepsis es de dieciocho años. Así, la reconstrucción del pasado, generador de tensiones futuras, se reserva al cap. VI.

El cap. VII tiene también un carácter analéptico en relación con el desarrollo de la historia amorosa. Tres capítulos antes, el narrador nos presentó a los enamorados en uno de sus encuentros cotidianos, y aquí, en el VII, desde la perspectiva de Carlos accederemos al inicio del idilio, el día que conoció a la «Virgen de las flores»:

«Una mañana se recordó en las inmediaciones de las dos palmeras y junto a la desembocadura del arroyo que ya conocen nuestros lectores. Creyó haber oído allí cerca un canto dulcísimo...» Al final del capítulo, el narrador nos lleva de nuevo al tiempo de la historia para seguir su curso lineal:

«En este punto se hallaban las relaciones y proyectos de nuestros jóvenes al tiempo de la entrevista en que los hemos sorprendido, y en vísperas de la gran fiesta de las canoas a la cual los vamos a seguir».



En el cap. XVI, Cumandá huye por segunda vez y recuerda, como contraste, su primera huida: «Quince días antes amaneció junto a Carlos, presa de los moronas, después de haber andado, prófuga también, gran parte de la noche...». El recuerdo es muy breve.

Los augurios aciagos que se suceden a lo largo de la novela (desde el cap. IV al XVI), así como el leitmotiv de las palmeras entrelazadas o calcinadas, tienen un valor proléptico: preanuncian la tragedia final. La novela presenta un tiempo de la aventura que abarca unos cuantos días solamente. Las únicas referencias temporales precisas son las del cap. VI: diciembre de 1808, y las del cap. XVI, donde se apunta que entre esta huida y la anterior (cap. XII) han transcurrido quince días.

En el último capítulo se produce una condensación temporal encaminada a informar sobre el final de los otros personajes, desempeñando el papel de doloroso epílogo:

«Pocos meses después, Carlos dormía el sueño de la eterna paz junto a su adorada Cumandá. Pona le había precedido. El mismo día del fallecimiento de Carlos, el P. Domingo, obedeciendo una orden de su prelado dejaba Andoas y se volvía a su convento de Quito...»



Con estos datos se dan nuevos saltos temporales hacia adelante.




El punto de vista y el modo

De los tres discursos de personajes que conciernen a la mímesis, la primera modalidad: discurso contado -según Genette- es el más conocido aquí. Es decir, el resumen de las palabras realmente pronunciadas o de los pensamientos de los personajes. Le sigue en importancia el discurso referido o estilo directo que se manifiesta a través de los diálogos (matizados siempre por las observaciones del narrador).

En cuanto al punto de vista adoptado se sigue fielmente el modelo decimonónico de omnisciencia, el narrador se sitúa detrás del mundo que describe, como un demiurgo o como un espectador privilegiado que conoce tanto los deseos secretos como los pensamientos de varios personajes o los acontecimientos que no son percibidos por nadie. Sirva como ejemplo esta inmersión en el pensamiento de Yahuarmaqui:

«Yahuarmaqui fluctúa en la indecisión; su venganza pide entrambas víctimas; pero su corazón excluye a una: Cumandá le encanta. ¿Será posible ordenar la muerte de esa belleza que está ahí temblando pálida, atrayéndose todas las miradas y cautivándole a él mismo? Mas, por otra parte, un acto de debilidad en la presente ocasión puede exponer su autoridad para con las tribus aliadas, y para con los guerreros de su propia tribu. Recorre con inquietas miradas la multitud; fíjase en todos los semblantes; quiere descubrir en ellos la decisión de otros pechos...»


(cap. XIV)                


El narrador está fuera y por encima de la historia que cuenta, pero Mera no sólo se limita a la función omnisciente y demiúrgica de la novela tradicional, sino que también se introduce en la acción, en momentos claves del relato, para comentar la situación de los personajes, atar cabos sueltos o retomar el hilo del relato:

«En este punto se hallaban las relaciones y proyectos de nuestros jóvenes al tiempo de la entrevista en que los hemos sorprendido, y en vísperas de la gran fiesta de las canoas a la cual los vamos a seguir».


(cap. VII)                


Tales situaciones nos conectan con la doble relación establecida aquí entre el autor y el virtual lector quien es aludido varias veces, en el relato:

«Lector, hemos procurado hacerte conocer, aunque harto imperfectamente, el teatro en que vamos a introducirte: déjate guiar y síguenos con paciencia...».


(cap. I)                


El diálogo narrador-lector va encaminado a explicarse ante él o bien a «obligarle a compartir» con él el mundo que se desplegará ante sus ojos, y adopta su forma más clásica (tal como en Galdós o Pereda): la utilización de la primera persona del plural.

Ahora bien, si tenemos en cuenta las relaciones entre narrador y discurso de la narración, debemos hablar aquí de narrador extradiegético puesto que no forma parte del universo diegético. El narrador es ajeno a la acción, así como la narración es ulterior (relato en pasado). Si enfocamos la novela según las relaciones del narrador con la historia que cuenta, vemos que dicha historia es contada por un narrador extraño a ella, heterodiegético -se usa la tercera persona verbal o la primera del plural. La utilización de la primera persona del plural coincide casi siempre con los momentos en que el narrador toma conciencia cabal de su función y reflexiona acerca de su propio discurso: «En los días en que lo estamos visitando con la memoria, la escasez de sus aguas...» (cap. IX).

De las diversas funciones ejercidas por el narrador la más significativa aquí es la ideológica, cuando hace sus comentarios explicativos o diserta sobre los jesuitas, las misiones o la labor evangelizadora (cfr. cap. II), lo cual permite conocer la ideología católica del autor (caps. XVII y XX, sobre todo). Le sigue en importancia la función rectora, (sobre la organización interna del texto narrativo:

«La hija de Tongana está, pues, enamorada, ¿de quién? Este misterio trataremos de descubrir, aún antes que lo trasluzcan en su tribu, siguiéndola en sus excursiones solitarias por las márgenes del Palora».


(cap. III)                


La función testimonial se advierte en la relación afectiva y moral del narrador con la historia que cuenta: observaciones personales acerca de la conducta de las diversas tribus indias, así como del hacendado y luego misionero, Orozco; y por último, la comunicativa (ya sea fática o conativa):

«¡Oh, felices habitantes de las solitarias selvas de aquellos tiempos!... ¡Pobres hijos del desierto! ¿Qué sois ahora?».


(cap. III)                





Lenguaje y estilo

«Es la cosa del escritor, su esplendor y su prisión, su soledad».


(Roland Barthes, El grado cero de la escritura, pág. 19)                


La acción de Cumandá se remansa con frecuencia, las detenciones del novelista en los parajes de su tierra natal o en las pasiones de los actantes confieren un tempo lento al relato que sirve de contrapunto al ritmo rápido que imprime la multitud de peripecias encadenadas (peligros, emboscadas, huidas, cautividad...).

Mera, fiel a su tiempo, acumula reflexiones morales, recursos teóricos, exclamaciones e interrogaciones, juega con el delirio en algunos diálogos, entrecorta las expresiones con puntos suspensivos, usa vocablos, formas sintácticas y figuras propias del romanticismo, y la expresión de gestos y actitudes están aderezadas con la pasión o el sentimiento:

«Ah, blanco -repuso la joven en tono de reconvención-, bien he creído siempre que tu amor es menos valiente y generoso que el mío; ¡No sabes lo que harías!... Pues yo sí sé desde ahora cómo procedería: primero, astuta y diligente, me ingeniaría el modo de huir de manos de mis enemigos y te buscaría día y noche en todos los rincones de las selvas y en todas las vueltas de los ríos; después, si Yahuarmaqui o cualquier otro jíbaro o záparo quisiera ponerme los brazaletes de la culebra verde y llevarme a su lecho, ¡Oh!, entonces...».


(cap. XII)                


Pero quizás, no sean esas constantes las que mejor caracterizan su prosa, una de las más artísticas de su tiempo. Su estilo es de gran fuerza expresiva, gracias a las cualidades rítmicas y pictóricas -no en balde fue pintor- y Mera sabe mostrarlo en las descripciones, de mayor naturalidad, que los diálogos de los amantes donde se descarga la ampulosa retórica al uso:

«Cuando luego inmoble y silencioso aquel excepcional desierto recibe los rayos del sol naciente, reverbera con luces apacibles, aunque vivas, a causa del abundante rocío que ha lavado las hojas. Cuando el astro del día se pone, el reverberar es candente, y hay puntos en que parece haberse dado a las selvas un baño de cobre derretido, o donde una ilusión óptica muestra llamas que se extienden trémulas por las masas de follaje sin abrasarlas».


(cap. I)                


De «enorme poeta en prosa» lo calificó Alarcón, y más tarde, los rótulos de novela poemática (Concha Meléndez) o épico-poemática (Navas Ruiz) la clasificaron. Y, efectivamente, las cualidades poéticas de su prosa se ajustan a lo que se conoce por novela poética. Así Baquero Goyanes nos dice:

«puede ocurrir [...] que la denominación "novela lírica o poética" haga pensar en determinados recursos, cadencias, efectos de lenguaje, de estilo: la adopción, en definitiva, de la llamada "prosa poética". Y aunque no parezca prudente rechazar del todo tal identificación -... -, creo que el muy sui generis efecto lírico que una novela puede suscitar, es el resultado de una conjunción de factores -tema, estructura, lenguaje, tono- cuyo último determinante no sería otro que el de la sensibilidad, la personal visión del mundo del autor. Y junto a ella habría también que considerar la sensibilidad de épocas y de lectores»47.


Si tenemos presente que en el Romanticismo la narración en prosa estaba al servicio de las mismas potencias que la poesía, comprenderemos mejor que Mera, poeta antes que novelista, supiera contaminar su prosa de los efectos líricos del verso. Ya en 1948, Mukarovsky, miembro fundador del Círculo de Praga, apuntaba que la denominación poética viene dada no por su relación con la realidad mencionada sino por la forma de su inserción en el contexto, «la importancia del contexto para la construcción significativa del discurso poético se desprende también del hecho de que en muchos de los procedimientos estilísticos utilizados por los poetas, sirven para establecer relaciones significativas mutuas entre las palabras»48. La importancia en el lenguaje de la función estética sobre las demás es innegable y así la obra poética entraría en relación con todo un conjunto de experiencias vitales del sujeto, ya sea creador o receptor.

El potencial lírico de Cumandá se acrecienta con la expresión sensorial, los ecos musicales y la cadencia de su ritmo donde se deslizan los pares de sinónimos o las frases duales: «vaga e indecisa», «el cansancio y la fatiga», «breves eminencias, arrugas insignificantes», «acompasado y majestuoso movimiento», «extraño y pasmoso golfo», son ejemplos sacados virtualmente del cap. I.

Las relaciones estrechas entre la naturaleza y los actantes se establecen prioritariamente a través del recurso de la comparación:

«¡Oh, joven amigo mío! me gustas más que la miel de las flores al quinde».


(cap. IV)                


Cumandá es «blanca como la pulpa del coco» (cap. VII), el amor es «inamobible y eterno como el simbillo» (cap. IV), su voz era «dulce y armoniosa como la de un ave enamorada» (cap. VII), etc.

Como en la épica, la lengua poética de Cumandá se basa fundamentalmente en el estilo comparativo más que en el metafórico:

«El Chambo... se retuerce como un condenado, brama como cien toros heridos, truena como la tempestad» (cap. I); Cumandá yace muerta junto al cacique «como junto a un tronco que ennegrecieron las llamas la pálida azucena que comienza a marchitarse» (cap. XX).

Y tal como ocurre también en el poema hernandiano, dichas comparaciones están referidas a su hábitat, al mundo físico y natural (árboles, plantas, ríos, animales...) del que proceden los protagonistas.

Curiosamente cuando el narrador se instala en la perspectiva de Carlos, poeta y hombre «presumiblemente» culto, los símiles se efectúan, a veces, con el legado de la tradición clásica: Carlos tiene a Cumandá «por un genio del río o de la selva», pensaba «que acababa de sorprender a una de sus más encantadoras ninfas» (cap. VII).

Si bien la lengua de la novela impresiona por su belleza, no ocurre lo mismo con la modelación de caracteres. El narrador no crea caracteres complicados sicológica ni mentalmente, como tampoco sabe producir el suspense, a pesar del intento de dosificar la intriga.

Por otro lado cabe señalar el propósito de Mera en ser fiel al lenguaje y modo de expresión de los indígenas -aunque sea fruto de una convención-, a nivel léxico-semántico con la introducción de vocablos propios (bien explicados a pie de página o bien por el contexto) y a nivel morfosintáctico, con su intento de «traducir» los diálogos entre los indígenas, cuyas expresiones son, a veces, aclaradas por él -como el caso del trato de amigo y hermano (cap. II)- y donde se advierten también resabios épicos y clichés al uso:

«Poderoso curaca, bien venido seas a la orilla del río de las aguas amargas y a la vecindad de los záparos. Me envía a ti la tribu de quien es jefe el viejo Tongana, mi padre, la cual quiere ser tu amiga y llamarte su amparo».


(cap. II)                


Ni su intento de acercamiento a la forma de expresarse los indios, ni el pathos romántico, impiden que su novela esté muy bien escrita -fue académico-, en un lenguaje culto, clásico, que mereció en su época el elogio de Menéndez Pelayo. Su manejo del idioma es rico en variedad de giros y expresiones.

«El horizonte de la lengua y la verticalidad del estilo dibujan pues, para el escritor, una naturaleza, ya que no elige ni el uno ni el otro... lengua y estilo son el producto natural del tiempo y de la persona biológica; pero la identidad formal del escritor sólo se establece realmente fuera... allí donde lo continuo escrito, reunido y encerrado primeramente en una naturaleza lingüística perfectamente inocente, se va a hacer finalmente un signo total, elección de un comportamiento humano, comprometiendo así al escritor en la evidencia y la comunicación de una felicidad o de un malestar»49.


Las palabras de Barthes nos llevan a valorar el resultado, su escritura, signada por los contextos analizados.






La recepción de la obra


La crítica frente al objeto literario. Valoración

El juicio crítico acerca de la novela del ecuatoriano ha variado a lo largo del tiempo; para la mayoría, con el consiguiente envejecimiento de la novela. En estos cien años largos que han transcurrido desde su publicación, dos corrientes de opinión irreconciliables se han simultaneado o sucedido. La resonancia de Cumandá se puede circunscribir a tres momentos sintomáticos: la repercusión inmediata, es decir, a raíz de su divulgación a finales de siglo o principios del XX; los homenajes críticos que, con motivo de su Centenario, se publicaron en 1932; y la valoración actual, que parte de mediados de este siglo.

Respecto al primer momento hay que aludir a los ecos de la crítica española de entonces, a cuya cabeza se encontraba D. Juan Valera, cuyos comentarios, polémicos, se dejaron pronto oír. Así, en cuatro de sus Cartas americanas comentará y disentirá largamente sobre las opiniones vertidas en la Ojeada, y en la última, sus opiniones sobre Cumandá:

«ninguna me ha hecho más impresión hasta ahora, y me ha parecido más española y más americana a la vez, mejor trazada y escrita que Cumandá. Aquello es en parte real y en parte poético y peregrino»50.



Sus elogios al escenario no se escatiman, así como a la «bien urdida trama», sin embargo apuntará lo que considera «un grave defecto»:

«La heroína, Cumandá, apenas es posible, a no intervenir un milagro... Difícil de creer es, por lo tanto, que Cumandá, viviendo entre salvajes, feroces, viciosos, groserísimos, moral y materialmente sucios, y expuestos a las inclemencias de las estaciones, conserve su pureza virginal, y sea un primor de bonita, sin tocador, sin higiene y sin artes cosméticas e indumentaria»51.



Fuera de ese detalle, todo le parece real, por encima incluso de las novelas naturalistas.

Curiosa opinión la de Valera, sobre todo al relacionarla con el naturalismo, pues esta novela en nada es naturalista -tal como se entendió-.

El mismo tono elogioso emplean otras dos figuras destacadas del momento: Pedro Antonio de Alarcón y José María Pereda. El autor de El niño de la bola, que prologó la segunda edición (1891), en carta del 17 de mayo de 1886 al Director de la Academia Ecuatoriana, multiplica sus elogios, declarándola «notabilísima por muchos conceptos». Lo emparenta con Cooper más que con Chateaubriand: «Es un enorme poeta. Su obra es una fotografía de maravillosos cuadros, y quedará, como todo lo de après nature, como un Humboldt artístico».

Seis años después, el eco de la novela de Mera en España persistía, así José María Pereda dirigió a su hijo D. José Trajano Mera, en 1892, una carta -fechada en Polanco, el 9 de agosto-, publicada aquel mismo año por «La Vanguardia» de Barcelona, donde se advierte un tono similar a las anteriores y si cabe más hiperbólico: «no solamente no hallo tacha que poner, sino que tampoco le conozco igual entre los de su clase que recuerdo... Así es que en este peregrino libro todo aparece hermosamente entonado con la grandeza del natural que le inspiró; todo de una solemnidad imponente... Para que nada falte en la obra, está impregnada de un espíritu cristiano, que acrecienta y ennoblece más y más sus excepcionales bellezas».

En 1903, José de Alcalá Galiano, al prologar los artículos costumbristas de Tijeretazos y plumadas, reiteró la admiración de los anteriores, destacando dos de las características más largamente repetidas, su vinculación con Atala y su carácter poemático: «especie de novela poema que acaso Chateaubriand trocara por su Atala y sus Natchez»52.

Estos testimonios de la crítica española contemporánea al autor son encomiásticos, exagerados y no profundizan en la obra. La razón de estos elogios la ve Handousek, atinadamente, en su correspondencia con los conceptos de la crítica española de entonces: temas americanos, pero ideas básicas y presentación españolas.

Frente a esta corriente de opinión, se encuentra el juicio de sus compatriotas y americanos que, por lo general, le han puesto muchos reparos a la novela, sobre todo a partir de la segunda mitad de este siglo. Años antes, con motivo del Centenario de su nacimiento, asistimos al mayor número de estudios sobre el autor y su obra magna (cfr. Bibliografía final), publicados en Ecuador. En líneas generales son estudios epidérmicos y elogiosos, similares en tono, aunque no en extensión, a los de la crítica española citada, meras reseñas.

De mayor enjundia son los análisis que le dedican Augusto Arias o Isaac Barrera quienes intentan emitir un juicio crítico sobre Cumandá que arroje un saldo favorable, o el de Benjamín Carrión que adopta una postura ecléctica:

«En su haber, que es caudaloso, he de notar este valor para mí primordial: la utilización rica, colorida del paisaje americano... no acusa insurgencia o inconformidad... es un relato evasivo»53.



Por el contrario, mayor acritud advertimos en dos comentaristas -novelistas además- ecuatorianos, más recientes: Alfredo Pareja y Ángel F. Rojas. Para el primero, es una novela «tarzanesca»; para el segundo: «Los lectores contemporáneos no creemos posible ni a Cumandá, como objetaba el crítico español, ni el bosque eclógico en que se desarrolla la acción»54.

Las irreconciliables posturas en torno a la narración de Mera radican esencialmente en dos puntos: fidelidad-infidelidad al paisaje ecuatoriano y falta de sensibilidad ante el drama del indio serrano contemporáneo al autor. Respecto al primer punto ya habíamos mencionado que, con frecuencia, se confunden dos elementos que, a nuestro entender, habría que juzgar separadamente: la fidelidad a un paisaje propio y el sentimiento rousseauniano de la naturaleza, pues no se puede olvidar que nos enfrentamos a una obra romántica. Criterios parecidos se podrían argumentar en relación con el segundo aspecto. En aquellos años, era aún muy temprano para que la protesta social fuese abierta y sin excusas, y más aún si tenemos presente su mentalidad e ideología, por eso, la tesis de Mera se reduce a creer que los conflictos sociales, a los que mira con amor y misericordia, pueden expiarse mediante un acto de contrición. «Ya que una maldición pesa sobre la especie, que como tal ha sido condenada, sólo queda la esperanza de una salvación individual»55. Y postulará la base evangélica como pivote necesario para la redención de los indios, desde una óptica educativo-paternalista. En esta novela resuena la propuesta que años antes esbozara Bello, al radicar en el espectáculo de la naturaleza y el costumbrismo, la originalidad de la literatura hispanoamericana. Frente al proceso urbanizador, creciente ya a mediados del siglo XIX, Mera defenderá el refugio en la naturaleza y elevará a injusticia general -como dice Girardot- las «injusticias» producidas por la transformación de la sociedad tradicional, que son automáticamente identificadas con la injusticia cometida con los explotados.

Sólo desde una perspectiva romántica y desde los contextos que rodean la obra y la persona del autor puede llegar a comprenderse que Cumandá, pese a todo, es una de las más bellas y típicas muestras que, tras de sí, dejó el romanticismo hispanoamericano, ya que ensambla, dentro de una impecable escritura, toda una serie de elementos definitorios del mismo: paisajismo telúrico (medio geográfico, flora y fauna, relaciones del hombre con la naturaleza), indianismo (centrado en dos tribus y sus modos de vida), mitigada protesta social, poetización de una leyenda, alusión a un movimiento de rebeldía durante el virreinato, nacionalismo y conservadurismo político y americanismo lexicográfico. Constantes que configuran, en su conjunto, los frutos más logrados de cualquier muestra romántica en Hispanoamérica. Con Cumandá, Mera creyó dar «novedad a esta literatura», al tomar asunto, personajes y teatro de su realidad, y así su propósito de «tratar asuntos americanos de manera americana» -como confiesa a Rubió- le pareció «necesarísimo». Otra cosa es creer que esa «originalidad» nos deja plenamente satisfechos.










Bibliografía



    • Ediciones de sus obras más representativas

    • Poesías, Quito, 1858. 2.ª edic., corregida y aumentada, Barcelona, 1892.
    • La Virgen del Sol. Leyenda indiana. Quito, 1861, 2.ª edic. con Melodías indígenas, Barcelona, 1887.
    • Poesías devotas y nuevo mes de María, Quito, 1867; 1895 (2.ª edic.)
    • Ojeada histórico-crítica sobre la poesía ecuatoriana desde su época más remota hasta nuestros días, Quito, 1868. 2.ª edic., aumentada con apéndices, Barcelona, 1893.
    • Los novios de una aldea ecuatoriana, novela publicada como folletín en La Prensa (Guayaquil), 15 de febrero al 2 de abril de 1872.
    • Cumandá o Un drama entre salvajes, Quito, 1879. 2.ª edic., Madrid, 1891. Quito (Colección Clásicos Ecuatorianos, XIV), 1948. Quito, «El Comercio», 1943. Buenos Aires, Espasa Calpe, 1951.
    • La escuela doméstica, Quito, 1880. Madrid, 1908.
    • Antología ecuatoriana: cantares del pueblo ecuatoriano, Quito, 1892.
    • Tijeretazos y plumadas, Madrid, 1903.
    • Novelitas ecuatorianas, Madrid, 1909.
    • La dictadura y la restauración en la República del Ecuador, Quito, 1932.
    • Novelas cortas, Ambato, 1952.


    • Estudios selectos sobre el autor y su obra

    • Alcalá Galiano, José de: «Carta-prólogo» a Tijeretazos y plumadas, Madrid, Tip. de R. Fe, 1903.
    • Arias, Augusto: «Evocación de Mera», América, n.º 50, jun.-ag. 1932, pág. 421 a 440; «J. L. M., precursor del americanismo literario», Casa de la Cultura Ecuatoriana, III, n.° 8, ene. 1949, págs. 72 a 95.
    • Barrera, Isaac J. «Juan León Mera y el americanismo literario», recog. en Tres estudios literarios, Quito, Imp. de la Universidad Central, 1932.
    • Carrión, Benjamín: El nuevo relato ecuatoriano, Quito, CCE, 1951-1952. La Casa de Montalvo (Ambato), jun.-ag. 1933 (n.° dedicado a J. L. M.)
    • Cueva, Agustín: Entre la ira y la esperanza, Cuenca, CCE, 1981.
    • Garcés, Victor M.: Vida ejemplar y obra fecunda de J. L. M., Ambato, Edit. Pío XII, 1963.
    • Guevara, Darío O.: J. L. M. o El hombre de cimas, Quito, Imp. del Ministerio de Educación Pública, 1944.
    • Hadoušek, Eduard: «J. L. M. y su Cumandá, la primera novela ecuatoriana», Iberoamericana Pragensia, año VII, 1974, págs. 31 a 50.
    • León Hazera, Lydia de: La novela de la selva hispanoamericana, Bogotá, Caro y Cuervo, 1971.
    • Meléndez, Concha: La novela indianista en Hispanoamérica (1832-1889), Puerto Rico, Río Piedras, 1961.
    • Navas Ruiz, Ricardo: «Notas para o estudo de Cumandá» en Pressupostos críticos, Sao Paulo, Conselho Estadual de Cultura, 1965.
    • Rojas, Ángel F.: La novela ecuatoriana, México, FCE, 1948.
    • Vidal, Hernán: «Cumandá: apología del estado teocrático» Ideologies and Literature, 15, págs. 57-74.
    • Pageaux, Daniel-Henri: «Eléments pour une lecture de Cumandá», Le roman romantique latinoaméricaine et ses prolengements, París, L'Harnatan, 1984, págs. 213-228.
    • Thiercelin-Mejías, R.: «Note sur le structure et la composition de Cumandá» Le roman romantique latinoaméricaine..., ob. cit., págs. 229-237.
    • Bocaz, L.: «Un problème de legitimation de la production culturelle: la dédicace de Cumandá», Le roman romantique latinoaméricaine, ob. cit., págs. 241-258.
    • Dumas, Cl.: «Culture et idéologie dans la Cumandá de Juan León Mera», Le roman romantique latinoaméricaine..., ob. cit., págs. 259-276.


    • Recopilaciones bibliográficas

    • Flores, Ángel: Narrativa hispanoamericana, 1816-1981, Historia y antología, tomo I (De Lizardi a la generación de 1850-1879), México, siglo XXI, 1981.


 
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