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Las razones del derecho. Sobre la justificación de las decisiones judiciales


Manuel Atienza44


1. Derecho y argumentación

Alguien podría pensar que Toulmin exageró un tanto las cosas cuando afirmó que la lógica era, o debía ser, «jurisprudencia generalizada45». Pero no me parece que nadie pueda poner en duda que argumentar constituye la actividad central de los juristas y que el Derecho suministra al menos uno de los ámbitos más importantes para la argumentación. Ahora bien, ¿qué significa argumentar jurídicamente? ¿Hasta qué punto se diferencia la argumentación jurídica de la argumentación ética o de la argumentación política? ¿Cómo se justifican racionalmente las decisiones jurídicas? ¿Cuál es el criterio de corrección de los argumentos jurídicos? ¿Suministra el Derecho una única respuesta correcta para cada caso? ¿Cuáles son, en definitiva, las razones del Derecho: no la razón de ser del Derecho, sino las razones jurídicas que sirven de justificación para una determinada decisión?

Con el fin de sugerir algo parecido a una respuesta a algunos de los anteriores interrogantes (en algún caso, inevitablemente, la respuesta consistirá en abrir nuevos interrogantes), utilizaré como hilo conductor de mi exposición un caso jurídico reciente y que además ha suscitado -como no podía ser de otra forma- un enorme interés tanto dentro como fuera del mundo del Derecho: el problema planteado por la huelga de hambre de los presos del GRAPO.



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2. Un caso jurídico difícil: La huelga de hambre de los GRAPO

Los hechos del caso en cuestión -y que el lector sin duda recordará- son los siguientes. A finales de 1989, varios presos de los Grupos Antifascistas Primero de Octubre (GRAPO) se declararon en huelga de hambre como medida para conseguir determinadas mejoras en su situación carcelaria; básicamente, con ello trataban de presionar en favor de la reunificación en un mismo centro penitenciario de los miembros del grupo, lo que significaba modificar la política del Gobierno de dispersión de los presos por delito de terrorismo. Diversos jueces de vigilancia penitenciaria y varias Audiencias provinciales tuvieron que pronunciarse en los meses sucesivos acerca de si cabía o no autorizar la alimentación forzada de dichos reclusos cuando su salud estuviera amenazada, precisamente como consecuencia de la prolongación de la huelga de hambre. Los órganos jurisdiccionales -al igual que la opinión pública y la opinión «esclarecida» de juristas, filósofos, etc. -no llegaron a una misma conclusión, sino a las dos, o tres, siguientes e incompatibles entre sí.

La primera (expresada, por ejemplo, en autos del juez de vigilancia penitenciaria de Cádiz [de 24-1-90], de la sala primera de la Audiencia provincial de Zaragoza [de 14-2-90 y 16-2-90] o de la sala segunda de la Audiencia provincial de Madrid) [de 15-2-90] consistió en considerar que la Administración está autorizada a (lo que significa también, tiene la obligación de) alimentar a los presos por la fuerza, aun cuando éstos se encuentren en estado de plena consciencia y manifiesten, en consecuencia, su negativa al respecto. La segunda solución (que se puede encontrar en los autos de los jueces de vigilancia penitenciaria de Valladolid [de 9-1-90], de Zaragoza [de 25-1-90], No. 1 de Madrid [de 25-1-90], o de la Audiencia provincial de Zamora [de 30-3-90] y que parece contar también con un considerable apoyo en la doctrina penal española46) fue que la Administración sólo está autorizada a tomar este tipo de medidas cuando el preso ha perdido la consciencia. Finalmente, la tercera solución (defendida en algunos medios de opinión pública, pero que no ha sido suscrita por ningún órgano jurisdiccional, aunque sí cuente con algún respaldo en la doctrina penal) sería la de entender que la Administración

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no está autorizada a tomar tales medidas, ni siquiera en este último supuesto, es decir, cuando el preso ha perdido la consciencia47.

El caso se planteó también ante el Tribunal Constitucional en dos recursos de amparo que dieron lugar a otras tantas sentencias del tribunal (de 27 de junio de 1990 y de 19 de julio de 1990) en las que se defiende, precisamente, la primera de las soluciones antes indicadas. La argumentación del tribunal (tengo en cuenta únicamente la primera de esas sentencias, pues la segunda se basa exactamente en los mismos razonamientos) sigue, cabe decir, la siguiente estrategia. En el recurso de amparo se aducía que el auto de la sala segunda de la Audiencia provincial de Madrid en que se declaraba «el derecho-deber de la Administración penitenciaria de suministrar asistencia médica... a aquellos reclusos en huelga de hambre una vez que la vida de éstos corriera peligro» (es decir, la primera de la solución) suponía una vulneración de los artículos 1.1, 9.2, 10.1, 15, 16.1, 17.1, 18.1, 24.1 y 25.2 de la Constitución. El pleno del tribunal va descartando uno a uno los diversos motivos de impugnación y centra su argumentación en el derecho a la integridad física y moral garantizada por el artículo 15 de la Constitución. La alimentación forzada de los presos constituye para el tribunal, en efecto, una limitación de este derecho fundamental, pero que considera justificada por la necesidad de preservar el bien de la vida humana. Y aquí, a propósito del conflicto que surge entre el valor de la vida y el valor de la autonomía personal, el tribunal justifica su opción en favor del primero de ellos -en favor de la vida- basándose, esencialmente, en los tres argumentos siguientes.

El primero es que el derecho a la vida tiene un contenido de protección positiva que impide configurarlo como un derecho de libertad que incluya el derecho a la propia muerte. La persona «puede fácticamente disponer sobre su propia muerte... la privación de la vida propia o la aceptación de la propia muerte es un acto que la ley no prohíbe», pero no constituye un «derecho subjetivo». En consecuencia, «no es posible admitir que la Constitución garantice en su artículo 15 el derecho a la propia muerte», y por tanto, «carece de apoyo constitucional la pretensión

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de que la asistencia médica coactiva es contraria a ese derecho constitucionalmente inexistente» [fundamento jurídico 7].

El segundo argumento es que los presos no usan de la libertad reconocida en el artículo 15 «para conseguir fines lícitos», sino «objetivos no amparados por la ley»: «la negativa a recibir asistencia médica sitúa al Estado, en forma arbitraria, ante el injusto de modificar una decisión, que es legítima mientras no sea judicialmente anulada, o contemplar pasivamente la muerte de personas que están bajo su custodia y cuya vida está legalmente obligado a preservar y proteger» [fundamento jurídico 7].

Y el tercer argumento -que es también al que más relevancia concede el tribunal- es que la «relación especial de sujeción «en que se encuentran los reclusos en relación con la Administración penitenciaria permite «en determinadas situaciones, imponer limitaciones a los derechos fundamentales de internos que se colocan en peligro de muerte a consecuencia de una huelga de hambre reivindicativa, que podrían resultar contrarias a esos derechos si se tratara de ciudadanos libres o incluso de internos que se encuentren en situaciones distintas» [fundamento jurídico 6]. La Administración, en virtud de esta situación de sujeción especial, «viene obligada a velar por la vida y la salud de los internos sometidos a su custodia; deber que le viene impuesto por el art. 3.4 de la L. O. G. P., que es la ley a la que se remite el art. 25.2 de la Constitución como la habilitada para establecer limitaciones a los derechos fundamentales de los reclusos, y que tiene por finalidad, en el caso debatido, proteger bienes constitucionalmente consagrados, como son la vida y la salud de las personas» [fundamento jurídico 8].

3. La teoría de la argumentación jurídica

La teoría de la argumentación jurídica -como cualquiera puede supo tiene como objeto de reflexión las argumentaciones que se producen en contextos jurídicos. En el Derecho existen básicamente tres contextos de argumentación: el de la producción o establecimiento de normas jurídicas; el de la aplicación de normas jurídicas a la resolución de casos; y el de la denominada «dogmática jurídica». Sin embargo, las

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teorías de la argumentación jurídica que se han venido desarrollando en los últimos años (desde los estudios pioneros de los años 50 de Viehweg48, Perelman49 y Toulmin50, hasta las recientes construcciones de MacCormick51 y Alexy52) no se han ocupado prácticamente del primero de estos contextos, seguramente por considerar que se trata de una argumentación más política que jurídica; se han centrado en el segundo, el de la argumentación que se lleva a cabo en la resolución de casos jurídicos; y han prestado alguna atención al tercero, el de la dogmática jurídica, en la medida en que la argumentación dogmática no difiere esencialmente de la que efectúa un órgano jurisdiccional. Simplificando un tanto las cosas, podría decirse que mientras que los órganos aplicadores tienen que resolver casos individuales (por ejemplo, si se les debe alimentar o no por la fuerza a los presos del GRAPO en huelga de hambre), el dogmático del Derecho se plantea más bien casos genéricos (por ejem, el problema de determinar cuáles son los límites entre el derecho a la vida y el derecho a la libertad personal y cuál de los dos derechos debe prevalecer en caso de conflicto). Pero, como hemos visto, la solución dada a esta última cuestión juega un papel muy importante -por no decir, determinante- en la resolución de la primera. O, dicho de otra manera, la dogmática jurídica es una actividad compleja que desarrolla diversas funciones: una de ellas es la de suministrar criterios -argumentos- para la aplicación del Derecho en las diversas instancias en que esto tiene lugar, y la de ordenar y sistematizar los diferentes sectores del ordenamiento jurídico.

Así pues, tanto la labor de los órganos jurisdiccionales y, en general, aplicadores del Derecho, como la de los dogmáticos, puede decirse que consiste en producir argumentos para la resolución de casos, bien sean individuales o genéricos, reales o ficticios. ¿Pero qué significa más exactamente argumentar?



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Qué significa argumentar

Desde el punto de vista de la lógica, un argumento es un encadenamiento de proposiciones, puestas de tal manera que de unas de ellas (las premisas) se sigue(n) otra(s) (la conclusión). El ejemplo tradicional y bien conocido es el silogismo que tiene a Sócrates como protagonista: Todos los hombres son mortales; Sócrates es un hombre; luego, Sócrates es mortal. Quien acepta la verdad de las primeras proposiciones (la mortalidad de los hombres y la humanidad de Sócrates) viene obligado a aceptar también la última, la conclusión de que Sócrates es mortal. También a propósito de la sentencia sobre los GRAPO podríamos decir que el tribunal en algún momento efectúa -explícita o, cuando menos, implícitamente- una inferencia de este tipo. Lo que el Tribunal Constitucional establece en dicha sentencia podríamos ponerlo, en efecto, en forma silogística o deductiva: [La Administración tiene la obligación de velar por la vida de los presos, incluso cuando estos, voluntariamente, la ponen en peligro; con su huelga de hambre, los presos del GRAPO están poniendo en peligro sus vidas; por lo tanto, la Administración tiene la obligación de velar por la vida de estos presos]. Alguien podría decir que esa no es aún la conclusión a que llega el tribunal, pero una objeción semejante puede ser fácilmente contestada mediante otro silogismo u otra deducción: la obligación de la Administración de velar por la vida de los presos implica que cuando su salud corra grave riesgo como consecuencia de una huelga de hambre, debe alimentarles por la fuerza; la huelga de hambre de los presos del GRAPO les sitúa, en efecto, en una situación de riesgo grave para su salud; por lo tanto, la Administración debe alimentarles por la fuerza.

En estos dos últimos ejemplos -y dejadas al margen algunas cuestiones técnicas que no hacen aquí al caso- diríamos que la situación es la misma que en el silogismo a propósito de Sócrates. Las proposiciones son quizás más complejas, las conclusiones seguramente más interesantes (la mortalidad de Sócrates, al parecer, ni siquiera le importó demasiado a él mismo, quizás porque él fuera uno de los inventores de la teoría de la inmortalidad del alma; por el contrario, si se les debe o no alimentar por la fuerza a los presos del GRAPO es una cuestión discutida y discutible),

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pero respecto de los tres ejemplos podríamos decir lo mismo; si uno acepta las premisas, entonces parece que necesariamente debe aceptar también la conclusión.

Ahora bien, esto podríamos presentarlo también de otra forma. Podríamos decir que lo que justifica que afirmemos que Sócrates es mortal o que la Administración debe alimentar por la fuerza a los presos del GRAPO son las premisas respectivas de estos razonamientos. Las premisas son razones que sirven de justificación a la conclusión. Un argumento podríamos verlo entonces no simplemente como una cadena de proposiciones, sino como una acción que efectuamos por medio del lenguaje. El lenguaje, como sabemos, lo utilizamos para desarrollar funciones o usos distintos. Mediante el lenguaje puedo informar, prescribir, expresar emociones, preguntar, aburrir, insultar, alabar... y puedo también argumentar. El uso argumentativo del lenguaje significa que aquí las emisiones lingüísticas no consiguen sus propósitos directamente, sino que es necesario producir razones adicionales. Para conseguir insultar a alguien basta incluso con pronunciar una sola palabra. Pero no se argumenta simplemente con decir que Sócrates es mortal o que los presos del GRAPO deben ser alimentados por la fuerza. Para argumentar se necesita además producir razones en favor de lo que decimos, mostrar qué razones son pertinentes y por qué, rebatir otras razones que justificarían una conclusión distinta, etc. En definitiva, argumentar es una actividad que puede llegar a ser muy compleja. Piénsese, por ejemplo, a propósito del caso de los GRAPO, en la cantidad de razones en una u otra dirección que pueden encontrarse en las resoluciones de los diversos órganos jurisdiccionales, del ministerio fiscal, de los abogados, etc. Tales razones, en parte se solapan y en parte no; algunas nos parecen sumamente fuertes, otras equivocadas y otras quizás discutibles; unos argumentos son centrales con respecto al problema discutido, otros periféricos y otros sencillamente ornamentales; etc. Y algo parecido cabe decir en relación con el resultado que normalmente se persigue en las argumentaciones jurídicas: justificar determinadas decisiones. ¿Cómo es entonces posible que una tarea tan compleja como la de llegar a una decisión en un caso particularmente difícil como el de los GRAPO se resuelva simplemente con un silogismo, o con un par de ellos? ¿Es eso todo lo que queremos decir cuando hablamos de justificar o de argumentar en favor de una decisión? ¿Es, en definitiva, el método de

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la lógica -el método deductivo- el que debe seguir el jurista teórico o práctico para la resolución de los problemas jurídicos?

El papel de la lógica en la argumentación jurídica

Me parece que la mayor parte de los juristas -y no sólo de los juristas españoles- responderían negativamente a esta última cuestión. Unos traerían aquí probablemente a colación la famosa frase del juez Holmes de que «la vida del Derecho no ha sido lógica, sino experiencia53», o la crítica, en general, de los realistas americanos a la teoría del silogismo judicial. El juez -escribió, por ejemplo, Frank54- no parte de alguna regla o principio como su premisa mayor, toma luego los hechos del caso como premisa menor y llega a su resolución mediante un puro proceso de razonamiento. El juez -o los jurados- toman sus decisiones de forma irracional -o, por lo menos, arracional- y posteriormente las someten a un proceso de racionalización. La decisión, por tanto, no se basa en la lógica, sino en los impulsos del juez determinados por factores políticos, económicos y sociales, y, sobre todo, por su propia idiosincrasia. Otros recordarán probablemente a Viehweg y, con él, dirían que el método de la jurisprudencia no ha de ser -e históricamente no ha sido- el axiomático o deductivo de la lógica, sino el estilo -más bien que método- de la tópica. Que la clave del razonamiento jurídico no se encuentra en el paso de las premisas a la conclusión, sino en el establecimiento de las premisas. La tópica, en definitiva -nos dice Viehweg siguiendo una famosa distinción ciceroniana de origen estoico- no es un ars iudicandi, sino un ars inveniendi.

Este punto de vista crítico en relación con el papel que juega la lógica en el razonamiento jurídico apunta a algo que es cierto -la insuficiencia de la lógica para dar cuenta de todos los aspectos de la argumentación jurídica- pero es esencialmente erróneo en la medida en que pretende disociar y contraponer la lógica -la lógica deductiva- y la argumentación jurídica. El error consiste en no haber distinguido, por un lado, entre explicar y justificar una decisión y, por otro lado, dentro de la justificación,

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entre lo que hoy se suele llamar justificación interna y justificación externa55.

Explicar y justificar decisiones: contexto de descubrimiento y contexto de justificación

Para aclarar el primer par de conceptos, puede echarse mano de una distinción que procede de la filosofía de la ciencia, entre el contexto de descubrimiento y el contexto de justificación de las teorías científicas. Así, por un lado está la actividad consistente en descubrir o enunciar una teoría y que, según opinión generalizada, no es susceptible de un análisis de tipo lógico; lo único que cabe aquí es mostrar cómo se genera y desarrolla el conocimiento científico, lo que constituye una tarea que compete al sociólogo y al historiador de la ciencia. Pero, por otro lado, está el procedimiento consistente en justificar o validar la teoría, esto es, en confrontarla con los hechos a fin de mostrar su validez; esta última tarea requiere un análisis de tipo lógico (aunque no sólo lógico) y está regida por las reglas del método científico (que, por tanto, no son de aplicación en el contexto de descubrimiento).

Pues bien, esta distinción se puede trasladar al campo de la argumentación en general, y al de la argumentación jurídica en particular. Así, una cosa es el procedimiento mediante el que se llega a establecer una determinada premisa o conclusión, y otra cosa el procedimiento consistente en justificar dicha premisa o conclusión. Si pensamos en el argumento que concluye afirmando que «a los presos del GRAPO se les debe alimentar por la fuerza», la distinción la podemos trazar entre los móviles psicológicos, el contexto social, las circunstancias ideológicas, etc., que llevaron a un determinado juez o tribunal a dictar esa resolución, y las razones que el órgano en cuestión ha dado para mostrar que su decisión es correcta o aceptable, esto es, que está justificada. Decir que el juez tomó esa decisión debido a sus fuertes creencias religiosas o a su identificación con la política penitenciaria del Gobierno significa enunciar una razón explicativa; decir que la decisión del juez se basó en una determinada

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nada interpretación del artículo 15 de la Constitución significa enunciar una razón justificativa. Los órganos jurisdiccionales o administrativos no tienen -al menos, por lo general- que explicar sus decisiones, sino que justificarlas.

Y si se tiene en cuenta esta distinción, es muy fácil ver cuál es el error en que incurren los realistas americanos y, en general, quienes sostienen que el proceso de toma de decisión de los órganos jurídicos no se efectúa de hecho según un modelo lógico. El error consiste, precisamente, en haber confundido el contexto de descubrimiento y el contexto de justificación. Es muy posible que, de hecho, las decisiones se tomen precisamente como ellos sugieren, esto es, que el proceso mental del juez vaya de la conclusión a las premisas y no al revés, e incluso cabe pensar que la decisión (al menos, en algunos casos) es, sobre todo, fruto de prejuicios; pero ello no anula la necesidad de justificar la decisión, ni convierte tampoco a esta tarea en algo imposible. En otro caso, habría que negar también que se pueda dar el paso de las intuiciones a las teorías científicas, o que, por ejemplo, científicos que ocultan ciertos datos que se compadecen mal con sus teorías estén por ello privándolas de sentido.

Justificación interna y justificación externa

La otra distinción, a la que antes me refería, tiene lugar dentro del contexto de justificación y consiste en lo siguiente. Una vez que un juez o un tribunal ha llegado a establecer, por un lado, la premisa normativa: por ejemplo, la obligación de la Administración de velar por la vida de los presos implica que cuando la salud de éstos corra graves riesgos como consecuencia de una huelga de hambre, debe alimentarles por la fuerza; y, por otro lado, la premisa fáctica: la huelga de hambre de los presos del GRAPO les sitúa, en efecto, en una situación de riesgo grave para su salud; la justificación de la conclusión: a los presos del GRAPO se les debe alimentar por la fuerza, es sólo una cuestión de lógica. Justificar aquí significa que la inferencia en cuestión, esto es, el paso de las premisas a la conclusión es lógicamente -deductivamente- válido: quien acepte las premisas debe aceptar también la conclusión; o, dicho de otra manera, para quien acepte las premisas, la conclusión en cuestión está justificada. A este tipo de justificación, de la que obviamente no puede carecer ninguna decisión jurídica, se le suele llamar justificación interna.



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Ahora bien, este tipo de justificación sólo es suficiente cuando ni la norma o normas aplicables ni la comprobación de los hechos suscitan dudas razonables. Dicho de otra manera, la lógica deductiva resulta necesaria y suficiente como mecanismo de justificación para los casos jurídicos fáciles o rutinarios. Pero, naturalmente, en la vida jurídica no se dan únicamente este tipo de supuestos, sino que, con cierta frecuencia, surgen también casos difíciles (que es de los que se ocupa especialmente la teoría de la argumentación jurídica), esto es, supuestos en que el establecimiento de la premisa normativa y/o de la premisa fáctica resulta una cuestión problemática. En tales casos, es necesario presentar argumentos adicionales -razones- en favor de las premisas, que probablemente no serán ya argumentos puramente deductivos, aunque eso no quiera decir tampoco que la deducción no juegue aquí ningún papel. A este tipo de justificación que consiste en mostrar el carácter más o menos fundamentado de las premisas es a lo que se suele llamar justificación externa. En relación con la sentencia del Tribunal Constitucional sobre el caso de los GRAPO, la consideración del derecho a la vida como un derecho no disponible, la caracterización de la situación del preso como de sujeción especial con respecto a la Administración penitenciaria y la calificación de la huelga de hambre como actividad que persigue fines ilícitos son los argumentos que, de acuerdo con la opinión del tribunal, (o, más exactamente, de la mayoría de sus miembros), fundamentan una determinada interpretación de la Constitución y de la Ley Orgánica General Penitenciaria que funciona como premisa normativa del esquema de justificación interna. Esos argumentos constituyen básicamente -y suponiendo que mi reconstrucción de la argumentación del tribunal constitucional sea correcta- la justificación externa de su decisión. Por supuesto, en los casos difíciles la tarea de argumentar en favor de una decisión se centra precisamente en la justificación externa. La justificación interna sigue siendo necesaria, pero no es ya suficiente y pasa, por así decirlo, a un segundo plano de importancia.

4. Cómo se argumenta frente a un caso difícil

El proceso de argumentación jurídica frente a un caso difícil podría quizás reconducirse al siguiente esquema.



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En primer lugar, hay que identificar cuál es el problema a resolver, esto es, en qué sentido nos encontramos frente a un caso difícil. En general, cabría decir que existen cuatro tipos de problemas jurídicos56: 1) problemas de relevancia, cuando existen dudas sobre cuál sea la norma aplicable al caso; por ejemplo: ¿son aplicables, en relación con el recurso de amparo que resuelve el Tribunal Constitucional, diversas normas internacionales que supuestamente habría vulnerado el auto recurrido? [cfr. fundamento jurídico 3];

2) problemas de interpretación, cuando existen dudas sobre cómo ha de entenderse la norma o normas aplicables al caso; por ejemplo: ¿cómo debe interpretarse el art. 15 de la Constitución y, en particular, qué significa ahí derecho a la vida?;

3) problemas de prueba, cuando existen dudas sobre si un determinado hecho ha tenido lugar; por ejemplo: ¿fue realmente voluntaria la decisión de los presos del GRAPO al declararse en huelga de hambre?;

4) problemas de clasificación, cuando existen dudas sobre si un determinado hecho que no se discute cae o no bajo el campo de aplicación de un determinado concepto contenido en el supuesto de hecho de la norma; por ejemplo: ¿puede clasificarse la alimentación forzada de los presos del GRAPO como un caso de «tortura» o «trato inhumano o degradante», según el sentido que tienen estos términos en el art. 15 de la Constitución? [cfr. fundamento jurídico 9].

En segundo lugar, una vez determinado, por ejemplo, que se trata de un problema de interpretación, habría que ver si el mismo surge por una insuficiencia de información (esto es, la norma aplicable al caso es una norma particular que, en principio, no cubre el caso sometido a discusión) o por un exceso de información (la norma aplicable puede entenderse de varias maneras que resultan incompatibles entre sí).

En tercer lugar, hay que construir hipótesis de solución para el problema, esto es, hay que construir nuevas premisas. Si se trata de un

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problema interpretativo por insuficiencia de información, la nueva premisa será una interpretación de la norma suficientemente amplia como para abarcar el caso en cuestión. Si se trata de un problema interpreta por exceso de información, habrá que optar por una de entre las diversas interpretaciones posibles de la norma en cuestión, descartando todas las demás.

En cuarto lugar, hay que justificar las hipótesis formuladas, esto es, hay que presentar argumentos en favor de la interpretación propuesta. Si se trataba de un problema de insuficiencia de información, la argumentación podríamos llamarla -en sentido amplio- analógica (incluyendo aquí tanto los argumentos a pari o a simili como los argumentos a contrario y a fortiori). Si se trataba de un problema de exceso de información, la argumentación tendrá lugar según el esquema de la reductio ad absurdum: se trataría de mostrar, por ejemplo, que determinadas interpretaciones no son posibles porque llevarían a consecuencias -entendido este último término en un sentido muy amplio- inaceptables.

En quinto y último lugar, hay que pasar de la nueva o nuevas premisas a la conclusión. Esto es, hay que justificar internamente, deductivamente, la conclusión.

5. Criterios de corrección de los argumentos jurídicos

Ahora bien, según lo que hemos visto hasta aquí, la teoría de la argumentación jurídica (que he tratado de presentar, naturalmente, en forma muy esquemática) cumpliría una función de reconstrucción racional. Suministra un entramado conceptual, un modelo que, convenientemente desarrollado, debería permitirnos analizar con una cierta profundidad -y supuesto que el modelo se considere aceptable- los procesos de argumentación jurídica -de justificación de las decisiones- que tienen lugar de hecho. Sin embargo, parece también que una teoría de la argumentación jurídica no debe perseguir únicamente una finalidad de tipo analítico o descriptivo, sino que debe cumplir también -al menos, hasta cierto punto- una función prescriptiva. No debe mostrar únicamente cómo argumentan de hecho los juristas, sino también cómo deben argumentar. El problema no es sólo el de aclarar que es un argumento o en qué consiste la actividad de argumentar, sino también cuándo un argumento (un argumento jurídico) es correcto o es más correcto que otro.



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Por lo pronto, si comparamos la argumentación jurídica con la argumentación que tiene lugar, por ejemplo, en la ciencia o en la filosofía, nos tropezamos inmediatamente con una peculiaridad de la argumentación jurídica que no siempre ha sido bien comprendida. Mientras que en la ciencia y en la filosofía -sobre todo, en la filosofía- las discusiones pueden proseguir indefinidamente, esto es, el proceso de argumentación es un proceso abierto, en el sentido de que no hay ninguna autoridad que tenga la última palabra, en el Derecho la argumentación está, en diversos sentidos, limitada y, en particular, existen instituciones -los órganos de última instancia- que ponen punto y final a la discusión. El que las cosas sean así se debe, naturalmente, a que las instituciones jurídicas -a diferencia de las científicas o filosóficas- no tiene como su función central la de aumentar nuestro conocimiento del mundo, sino la de resolver, mejor o peor, conflictos sociales; no persiguen básicamente una finalidad cognoscitiva, sino práctica. Para lograr esto, se establecen órganos -por ejemplo, el Tribunal Constitucional en nuestro país- que toman decisiones que, efectivamente, hemos de considerar como definitivas (al menos, en relación con un determinado caso). Pero que una decisión sea, en este sentido, definitiva, no quiere decir que sea infalible; ni siquiera que sea correcta. La sentencia del Tribunal Constitucional a propósito de la huelga de hambre de los GRAPO constituye, en mi opinión, un buen ejemplo de decisión última o definitiva, pero equivocada. ¿Y qué quiere decir esto?

No quiere decir, desde luego, que el tribunal haya cometido un error de tipo lógico, un error -podemos ahora decir con más exactitud- en la justificación interna de su decisión. Si se aceptan las premisas de las que parte el tribunal, entonces su decisión está justificada. Lo que ocurre es que esas premisas no parecen estar -o, al menos, así me lo parece a mí- bien fundamentadas. Lo que falla en la sentencia, en definitiva, es su justificación externa y, más exactamente, la fundamentación de la premisa normativa que establece la obligación de la Administración de velar por la vida de los presos, incluso cuando éstos, voluntariamente, la ponen en peligro. Como se recordará, el tribunal justificaba esta interpretación mediante tres argumentos: la no disponibilidad del derecho a la vida; la calificación de la huelga de hambre como actividad que persigue «objetivos no amparados por la ley»; y la caracterización de la situación del preso como de sujeción especial con respecto a la Administración penitenciaria.

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Ninguno de los tres argumentos me parece, sin embargo, que sea sólido.

Por lo que se refiere a la forma de entender el derecho a la vida -y aunque ésta sea una cuestión de enorme complejidad y que aquí sólo es posible rozar-, lo menos que puede decirse es que cabe otra interpretación distinta a la que hace el Tribunal Constitucional que, además, comete, en mi opinión, un cierto error conceptual que consiste en lo siguiente. El Tribunal Constitucional tiene razón al pensar que el derecho a la vida tiene un contenido de protección positiva y que, en ese sentido, no puede asimilarse a un derecho de libertad en el sentido clásico de una libertad negativa. En relación con el derecho a la vida, el Estado no puede limitarse a no poner en riesgo nuestras vidas (como ocurre, por ejemplo, con la libertad de expresión o con la libertad de propiedad, donde el Estado asume únicamente una posición de no intervención y de garantía frente a intromisiones de terceros), sino que además tiene deberes positivos, es decir, debe poner los medios para garantizarnos la vida (hospitales, asistencia médica adecuada, etc.). Pero eso no significa necesariamente que el derecho a la vida no sea disponible en el sentido en que no es disponible, por ejemplo, el derecho a la educación (el niño -o sus padres- no tienen libertad para decidir si aquél debe recibir o no educación). El derecho a la vida es, en mi opinión, un derecho de libre disposición en el sentido de que -a diferencia de lo que pasa, por ejemplo, con el derecho a la educación- se tiene derecho a vivir o a morir. Pero, naturalmente, de la vida no se puede disponer como se dispone de la propiedad, porque el derecho a la vida no puede configurarse como una libertad negativa. El propietario puede transmitir a otro su derecho sobre un determinado objeto, pero yo no puedo transmitir a otro mi derecho a vivir o a morir. En esto, el derecho a la vida se asemeja al derecho de voto o el derecho a elegir una determinada religión. Yo no puedo vender mi voto o hacer -válidamente- un contrato renunciando en el futuro a adherirme a un determinado credo religioso, pero sin embargo, soy libre de votar o de no votar (tal y como está configurado este derecho en nuestro ordenamiento) o de adherirme o no a una religión. En definitiva, el Tribunal Constitucional estaría olvidando que entre una libertad negativa y lo que suele llamarse un «derecho-deber», existen categorías intermedias donde cabría muy razonablemente incluir el derecho a la vida.



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El segundo argumento del tribunal, el de que conduzca la huelga de hambre los presos del GRAPO pretenden perseguir fines no lícitos, hace pensar que los magistrados del Tribunal Constitucional (o la mayoría de ellos) tienen una concepción de lo que significa poseer un derecho fundamental que sería más bien de temer si decidieran ser coherentes con ella. Pues tener un derecho fundamental parece que tiene que significar que, al menos en principio, ninguna directriz política ni objetivo social colectivo puede prevalecer frente a él57. El que el ejercicio de un derecho implique un obstáculo para llevar a cabo una determinada política gubernamental o que, incluso, sitúe al Gobierno ante un auténtico dilema no puede ser, por sí misma, una razón válida para limitar dicho derecho. En otro caso, habría que limitar también, y por las mismas razones, la libertad de expresión, de manifestación, etc., cuando con ellas se persigan «fines ilícitos».

En relación con el tercer argumento, la interpretación que en él se hace de la relación de sujeción especial parece verdaderamente insostenible. El internado en centro penitenciario goza -o ha de gozar- de los mismos derechos fundamentales que el ciudadano libre, en la medida en que éstos sean compatibles con el cumplimiento de la pena. Como argumenta en su voto particular uno de los magistrados discrepantes: «la obligación de la Administración penitenciaria de velar por la vida y la salud de los internos no puede ser entendida como justificativa del establecimiento de un límite adicional a los derechos fundamentales del penado, el cual, en relación a su vida y salud como enfermo, goza de los mismos derechos y libertad es que cualquier otro ciudadano, y por ello ha de reconocérsele el mismo grado de voluntariedad en relación con la asistencia médica y sanitaria».

La conclusión que cabe extraer de estos tres argumentos -o contraargumentos es que la respuesta correcta al problema que plantea la huelga de hambre de los GRAPO no es la contenida en la sentencia del Tribunal Constitucional. En mi opinión, tampoco lo sería la otra, la defendida por la juez de vigilancia de Madrid, según la cual sólo podía alimentarse a los presos una vez que éstos hubieran perdido la consciencia. Sino la tercera, la que sostiene que ni siquiera en este último supuesto se les pueda alimentar por la fuerza.



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6. Razones jurídicas y razón práctica

Pero ahora, la situación es ésta. Frente a un mismo problema tenemos más de una respuesta que pretende ser correcta. No cabe dudar de que los magistrados del Tribunal Constitucional no sólo son juristas competentes, sino que, además, han realizado un esfuerzo serio y sincero para alcanzar lo que ellos estiman la mejor solución del caso. Y tampoco hay por qué dudar de que quienes han defendido las otras soluciones están adornados también de las mismas virtudes. Pero entonces, ¿cuál es la correcta o la más correcta de las tres posibles soluciones? ¿Y por qué?

Quizás la única forma de contestar a esta pregunta sea recurriendo a una instancia que consideremos de alguna forma superior a la de los jueces y tribunales en cuestión. Por ejemplo, cabría apelar a la opinión pública o, quizás mejor, a la opinión de la comunidad jurídica, como quiera que haya de entenderse ésta. Sin embargo, en casos como el de los GRAPO -en general, frente a los casos difíciles-, la comunidad jurídica está profundamente dividida y, aunque no fuera así, nunca podríamos estar completamente seguros de que la opinión mayoritaria, o incluso unánime, de quienes integran la comunidad jurídica se haya formado de manera plenamente racional. En definitiva, al final tenemos que recurrir no a una instancia real, sino a una instancia ideal, como el espectador imparcial de Adam Smith58, el juez Hércules de Dworkin59, el auditorio universal de Perelman60, o la comunidad ideal de diálogo de Habermas61. Eso quiere decir que la respuesta cor recta sería aquella a la que llegaría un ser racional, o el conjunto de todos los seres racionales, o los seres humanos si respetasen las reglas del discurso racional.

Si ahora siguiéramos cuestionándonos sobre qué cabe entender aquí por racionalidad, por racionalidad práctica, nos encontraríamos con respuestas que difieren en diversos extremos entre sí, aunque todas ellas parecen apuntar a requisitos coincidentes en lo esencial. Así, muchos

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juristas estarían de acuerdo en aceptar que las exigencias que plantea la racionalidad práctica en la toma de decisiones jurídicas podrían reducirse al respecto de los siguientes principios62: el principio de universalidad o de justicia formal que establece que los casos iguales han de tratarse de la misma manera; el principio de consistencia, según el cual las decisiones han de basarse en premisas normativas y fácticas que no entren en contradicción con normas válidamente establecidas o con la información fáctica disponible; y el principio de coherencia, según el cual las normas deben poder subsumirse bajo principios generales o valores que resulten aceptables, en el sentido de que configuren una forma de vida satisfactoria (coherencia normativa), mientras que los hechos no comprobados mediante prueba directa deben resultar compatibles con los otros hechos aceptados como probados, y deben poder explicarse de acuerdo con los principios y leyes que rigen en el mundo fenoménico (coherencia narrativa).

Tales requisitos ponen sin duda límites a la hora de tomar una decisión racional, pero esos límites parecen ser todavía insuficientes, en el sentido de que su cumplimiento no determina necesariamente una única respuesta63. Bien pudiera ser que las argumentaciones en estos principios no posibilitan al decisor a discutir acerca del valor de sus propios puntos de partida ni a seleccionar en el espacio de respuestas coherentes con el sistema de normas aquella más valiosa desde el punto de vista de la ética colectiva. El proceso de construcción de la decisión es inseparable del de justificación de la misma, y esto es una cuestión fundamental de la argumentación jurídica, lo que nos llevaría a desarrollar una Teoría de la Argumentación Jurídica.



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