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ArribaAbajoCapítulo IV

Los bandidos de Crevillente


Apenas doraba el sol los desnudos picos de las rocas de Crevillente, cuando se reunieron en torno del Barbudo como una docena de bandoleros en el punto más intrincado de la sierra. A la voz de su capitán pusiéronse dos de ellos de centinela o atalaya a cierta distancia de los restantes, ya al efecto de descubrir a sus perseguidores, ya para espiar al tránsito de los pasajeros. Jaime entre tanto permanecía sentado en una especie de sitial formado por la misma roca, a cuyo pie se colocaron los demás de su cuadrilla con el trabuco al lado y las dagas en el cinto. Guardaban, no obstante su áspera condición, un silencio respetuoso por ver abismado a su capitán en meditaciones profundas. Como llevaban el airoso traje de los bandidos de aquel contorno, enteramente parecido al que ya hemos pintado en el Barbudo, cualquiera que hubiese visto de lejos el curioso grupo que formaban, tomáralos por las ligeras guerrillas de los regimientos de Escocia que luchaban pocos meses antes con los franceses en la vasta extensión de la península.

-¿Quién de vosotros -dijo el Barbudo rompiendo bruscamente el silencio- quién de vosotros ha maltratado las yeguas del Tesorero de Murcia?

Guardaron todos taciturnidad profunda, atónitos del áspero gesto que acompañó a tal pregunta.

-Si vuelvo a oír la menor queja de los que pagan la contribución debida -prosiguió el bandolero- yo os juro que sabré dar con el pícaro que así contraviene a mis mandatos. ¡Como si no supierais que del espionaje depende nuestra existencia, y que es imposible sostenerlo sin una cantidad fija y segura! Ahora bien: no estoy de humor de romperme los cascos en andar tras el judas de esta compañía, pero separaré el valor de tan injusta violencia de lo que se vaya recogiendo por esos caminos reales. Uno de vosotros lo llevará escrupulosamente a su dueño, y cuenta con ejecutar mis órdenes, porque voto a... que os ahorque a todos de una encina u os haga saltar de los hombros la cabeza, ni más ni menos que al bribón que gritó alarma esotro día saltando por el murado jardín de cierto conde.

Calló, y todos continuaron mustios y pensativos. Después de breve pausa, satisfecho al parecer de la sumisión que advertía en el auditorio, rompió nuevamente aquel silencio.

-¿Dónde está el verdugo?

-De atalaya -respondieron.

-¿En qué punto?

-En la falda de la sierra.

-Anda a reemplazarle, Cuchillada, y dile que venga inmediatamente a mi presencia.

Fuese el forajido, y apareció dentro de poco el ladrón que desempeñaba el importante puesto de verdugo entre aquella honrada gente. Era hombre de mediano cuerpo, malcarado y cejijunto, ancho de espaldas, tosco de miembros, recio y maravillosamente robusto. Al parecer la enorme cantidad de vino que había embaulado aquel mastín mantenía algo entorpecidas sus potencias. Presentóse ante el capitán y la cuadrilla salpicado en sangre y con un hacha en la mano de extraordinaria magnitud. Sus miradas eran sombrías, pesada la andadura, los ademanes insociables y grotescos. A pesar de hallarse familiarizados con el crimen, todos mostraron al verle cierto movimiento de horror, nacido en parte de la idea de su carácter desalmado, en parte también del designio que podría tener el capitán en tan intempestivo llamamiento.

-¡Oyes...! -gritó con voz descomunal el Barbudo- aunque la cuba que has apurado puede ser que te quite lo poco que tienes de hombre, ¿desempeñaste mi encargo?

El miserable levantó el hacha presentando al jefe su ensangrentado filo.

-Muy bien, ¿qué tal ha soportado el castigo?

-Con sobrada honra para un bárbaro que quiso vender la partida. Ofrecíame mucho, hasta que viéndome alzar la diestra hizo un esfuerzo para arrancarse del árbol donde lo tenía sujeto, y el hacha en vez de hundirse en la garganta cayó como un rayo sobre el muslo.

-Torpe anduviste, Crispín: dije que le dieses muerte, pero no que con tu infernal ponzoña te recreases en perniquebrar la víctima. ¿Pudiste sacarle algo del buche?

-Y aún algo -respondió Crispín.

-Pues habla, bestia; ¿a qué te detienes?

-La verdad sea dicha -repuso el asesino- a fin de que cantase hubo de halagarle mi buena maña con ciertas esperancillas de recompensa y de fuga.

-Eres un tigre -interrumpió Jaime- y terno castigar a nadie por haberlo de encargar a una hiena tan inmunda. No menos mal te portaste con el escribano que nos vendía en Orihuela; pero yo te juro, desnaturalizado mastín, que algún día te ahorraré la horca arrojándote en las ascuas de una hoguera. Las dos únicas muertes que he mandado han sido por resistencia o perfidia; y esto que sentía tanta desazón al ordenarlas, como si fuera el pacífico regente de una audiencia. Despláceme apelar a tan bárbaros escarmientos, pero ¿qué remedio, hallándome al frente de una especie de república? Paguen y transiten, cumplan la palabra como guardo yo las mías, respeten la jurisdicción que mi valor y mi industria establecen en la sierra; y todos viviremos en paz con fraternidad y holganza. Y bien, ¿qué ha declarado?

-Que lo compraron con el otro para dar un navajazo de ocho puntos al galán de cierta moza que andando el tiempo ha de parar en condesa.

-Todo eso ya me lo sabía. ¿Dijo algo más?

-Que le adelantó no sé qué monedas un cierto barbero de Elche.

-También está pasado en cuenta. ¿Tienes algo que añadir?

-Nada.

-¿Qué hiciste del cadáver?

-Zabullirlo en el pozo de la cueva.

-Vete a dormir, y para otra vez cuando yo te arroje un hueso, rómpelo de un golpe sin que te diviertas en lamerlo.

Desapareció el mastín murmurando entre dientes ciertas palabrotas con un tono y un acento semejantes a los gruñidos de un cerdo. Recobró Jaime la afabilidad que le era natural, a par que se iba disipando el susto de sus camaradas. Renació entre ellos la especie de confianza mantenida siempre a raya, que Jaime les concedía, y empezaron a entretenerse con la ordinaria conversación de peregrinos lances, asaltos, peligros y desventuras. Manifestóles el Barbudo la doble traición del que había mandado castigar de muerte, y exhortóles a mantenerse leales y a respetar su moderación y buen trato con los pasajeros, prometiéndoles en cambio completa seguridad y no pocas recompensas. Todos agradecieron sus avisos, y se manifestaron acordes en la opinión de que sin la sagacidad e intrepidez de su jefe, mil veces habrían caído en manos de miñones, guardabosques, rondas y demás partidas que salían a la persecución de malhechores. En esto el grito del más próximo atalaya los puso en alarma: salió uno de ellos para ver lo que ocurría, y volviendo a poco rato trajo a un joven que deseaba hablar particularmente con el célebre capitán de la cuadrilla.

-Ya te esperaba, Santiago -dijo viéndolo el Barbudo- pues sabía que tu cirujano-barbero salió el lunes para Murcia.

-En efecto -replicó el mozo- y aprovechéme de su ausencia para noticiaros el motivo de tan repentino viaje.

-¿Y podía caber en tu caletre que tan importantes sucesos no hubiesen llegado a mi noticia? Más eficacia, señor aprendiz, más eficacia: no busco yo quien me instruya de las acciones, pues alcanzo desde la sierra las de todos mis enemigos; sino quien me refiera sus discursos, sus palabras sueltas, sus pensamientos, cosas harto espirituosas y volátiles para que dejen rastro alguno. Vamos, no hay que amostazarse ni temerme, que bien sé distinguir lo que va de torpeza a villanía. Por lo demás, no dejarás de serme útil, y siéntate entre esa buena gente a fin de que almuerces y te recrees un poco antes de acudir a mis mensajes.

Hízolo así, y saliendo del hueco de cercana pena uno de la pandilla con gran sartén llena de arroz, tocino y otros manjares incitadores de la colambre, empezaron el almuerzo menudeando tragos y disparando recias carcajadas. No faltaron el estimulante salchichón, el salado queso y la sabrosa aceituna; y si bien no era el pan del más blanco ni del más tierno, no por esto hacía menos papel en aquel rústico banquete. Los coloquios con que los sazonaron, y los groseros chistes con que lo divirtieron eran sinnúmero: allí se ponderó la traza dada por Jaime al efecto de establecer por medio de ramas, de ropas colgadas en las ventanas, de piedras puestas al margen de los caminos, una especie de telégrafo más variado y sutil que los que tanto se admiran en las altas torres de Montjuic y de Tabira; allí se glosó en fin el chasco que se llevaban los soldados cuando persiguiendo a los malhechores por la sierra los veían aparecer y desaparecer, sin que adivinasen por dónde, a causa de no estar prácticos en el conocimiento de sus secretas sendas y laberínticas grutas. No hubo ladrón que no refiriese lances de su propia vida, dándose el aplauso y la palma a los que manifestaban más sutileza y perspicacia. Sólo andaban algo moderados en la relación de asesinatos y crueldades cometidas con los pasajeros, por saber que no eran del gusto del capitán tales excesos.

Todo lo notaba Santiago y de nada se dolía: al principio anduvo algo tímido y pusilánime en el almuerzo, pero una vez animado con el ejemplo y la sincera jovialidad de tan alegre comparsa, no quiso pasar por menos, y empezó con mucho donaire y gana a embaular tasajo como el puño. Sobre todo cuando le presentaron la bota y hubo hecho, a usanza de los demás, su puntería a la bóveda celeste, sintió en lo íntimo de su corazón no sé qué síntomas de algazara que le hicieron olvidar por un momento la crítica situación a que lo arrastraban su imprudencia y su avaricia.

En esto percibióse a lo lejos el ruido de los cascabeles y campanillas con que adornan sus mulas los arrieros, y el eco de los prolongados gritos con que suelen irlas animando o conteniendo. Oyeron poco después el rechinar de las ruedas y la voz terrible de alto con que el primer atalaya desde la punta de un barranco mandaba parar a los transeúntes.

-¡Hola! -dijo Jaime- parece que el ratón se haya soplado en la trampa. Ea, muchachos, que ha de ser el carretero que lleva los dos mil duros de Játiva: no ha pagado, porque confiaba en las bravatas que echó en su pueblo el comandante de ese nuevo destacamento que ha sentado sus reales en Novelda. Es mozo que se publica contrario mío, pero sin hacerme otra guerra que la que es lícita a todo hombre de pelo en pecho.

Levantóse, mandando a tres de los presentes que le siguieran. La curiosidad de Santiago hízolo adelantar por los vericuetos de la misma sierra, y apostarse en cierto pico desde donde pudiese ver lo que pasaba en la carretera. Descubrió nada menos que al impetuoso Roque, el mismo que se peleara con el soldado desertor en la noche de la venta. Su despechado semblante, y el aire con que miraba de reojo desde el carro al Barbudo y sus satélites, manifestaba a tiro de arcabuz no sólo la desesperación que lo oprimía, sino la gana también de medir sus fuerzas con aquellos salteadores.

-Y bien, ¿qué llevas en ese carro? -preguntóle Jaime con voz hueca y determinada.

-Algunos sacos de arroz entremezclados con serones de algarroba.

-¿Qué más? -insistió el bandido.

-Creo -respondió Roque con mucha flema- que vengan también un par de talegos de habichuelas.

-De dinero, miserable -gritó Jaime- de dinero te hablo.

-El de mi faja -satisfizo secamente el arriero.

Pues al registro -repuso Jaime echándole una mirada suspicaz y colérica.

Dio un brinco para saltar dentro del carruaje, al tiempo que desesperado Roque y no permitiéndole su natural impetuosidad llevar más adelante el disimulo, echó mano a una escopeta que guardaba debajo de las mantas, y disparóla a boca de jarro contra el Barbudo, quien sin duda lo pasara mal a no mediar la circunstancia de no haber salido el tiro. Al aspecto de acción tan alevosa e imprevista, arrojáronse al carro los demás ladrones para sacrificar al pasajero; pero tendió Jaime el brazo, y con admirable serenidad contúvolos exclamando:

¡Alto, alto, muchachos, que si a mí me robasen, voto al diablo que había de hacer lo mismo!

Detuviéronse al eco de estas palabras, pero no sin murmurar contra el carretero, ni sin mirarle de un modo capaz de atemorizar a hombre menos vengativo y resuelto. Habíase sentado entre tanto al margen del camino real, mientras continuaba Jaime el registro del carruaje. Pensativo y taciturno, empuñando aún la vara o látigo que suelen llevar los de su oficio, contemplaba con desencajada vista la operación minuciosa del Barbudo.

-¿Sabes lo que pienso? -dijo al ver a Jaime sacando la cabeza para llamar a otro bandido- que sería mucho mejor que dándome tú el trabuco y entregándote yo la vara cambiásemos de industria.

-¿Y por qué sería mejor, señor valentón? -preguntóle el capitán sorprendido de su serenidad y descaro.

-¿Por qué? Bien claro está -prosiguió Roque- soy ordinario de Játiva, y gano mi pan llevando los efectos que las gentes me recomiendan. Dos mil duros en metálico me han entregado este viaje fiados en mi exactitud y valentía, si me los quitas, Jaime, cosa que no dejará de suceder pues harto se me alcanza que ya olfateas la caza, me tendrán por un embustero o un babieca, y no habrá quien me confíe una hilacha. Sin encargos, adiós salario; sin salario, adiós mulas; por consiguiente, adiós carro, y llevóse el diablo al carretero. Repito pues que tomes esa vara de la cual darás mejor cuenta, y me dejes noramala tu trabuco aunque me arrastre algún día a la penca o al dogal de maese Diego.

No sin cierta satisfacción interior escuchaba el bandolero las razones del agobiado caminante. Mirábale de hito en hito en tanto que las profería, y no bien hubo acabado cuando empezó a dirigirle las siguientes preguntas:

-¿No tuviste, señor galán, hará cosa de ocho días, porfiada riña por mi causa?

-En efecto: con una especie de desertor, a quien di una leve leccioncita ante el auditorio venteril de las Tres Cruces.

¿Y no te jactaste de exterminar a cuantos divagamos por la sierra?

-De manera -respondió pasmado el arriero- que si me has ido siguiendo los pasos es en balde que te niegue esas jactancias.

-¿Y cómo te gobernarías? Tengo curiosidad de averiguar si la sutileza de tu caletre corresponde a la robustez de tus pulgares.

-Mira, Jaime; una cosa es disputar en ventas, sobre todo cuando aprieta el frío y suena el aguacero por el campo, y otra verse cara a cara con un...

-¿Con un forajido, un ladrón, un salteador de caminos? -dijo Jaime apresurándose a concluir la frase que dejaba suspensa el caminante.

-Tú lo has dicho -respondió Roque con la aspereza de un jaque que ya no espera gracia ni cuartel.

-No extrañarás entonces que a lo menos contigo proceda como a tal. Vuelve el hocico hacia la punta de aquella roca, y darás con el joven a quien quisiste proteger, ni más ni menos que si alargas las piernas como a un cuarto de hora de distancia olerás el mutilado cadáver del soldado que te quiso combatir. Ya ves que Jaime tiene tan prolongados los brazos como perspicaces los oídos, y que no se le habrá ocultado la menor de tus bravatas.

-Ya, ya lo veo; de la misma manera que no te duermes en repasar el dinero que por diferentes partidas se encierra en esa cajita. Ella contiene además todo el tesoro de mi reputación y mi crédito.

-Alienta ese espíritu, que no es mi ánimo hacerte perder lo uno ni lo otro: no has de decir de Jaime que es menos generoso de lo que la fama lo pinta, aunque pueda yo decir de ti que no tienes toda la sutileza y la disposición de que en las ventas te precias. Cien duros me reservo para mi gente, de lo cual te haré recibo al efecto de que puedas asegurar a esos señores que deben a tu valor la conservación de la partida. Pero cuenta con pagar de aquí en adelante la contribución de veinte reales por mula, porque si andas todavía con subterfugios y rodeos, yo te juro que no han de pasar quince días sin que te entierre vivo en subterránea cueva.

-No hayas miedo -respondió Roque tomando la mano del bandido- no hayas miedo, Jaime el bueno; y sabe que mi reconocimiento es tan tenaz y exaltado como mi odio.

-Ea pues -dijo el Barbudo- arrea las mulas, y San Antón te guarde.

Aunque es probable que los satélites de Jaime daban interiormente a todos los diablos su generosidad y esplendidez, no se atrevieron a chistar cuando sobre conocer el carácter de su capitán, tenían el castigo del desertor ante los ojos para andarse con chistes en cosa que desagradarle pudiera. Jaime en tanto mudó la centinela y volvióse a la cuestecita del almuerzo a fin de conferenciar con Santiago y darle nuevas órdenes. Los demás ladrones se echaron a dormir en derredor para favorecer la digestión y hallarse ágiles y descansados así que sonase la hora del asalto o del peligro.




ArribaAbajoCapítulo V

El cirujano don Judas


Rogamos al condescendiente lector que se prevenga a dar otro salto desde la sierra de Crevillente a la antigua capital siete veces coronada del florido reino de Murcia. Y no es nuestro ánimo hacerle divagar por sus calles y encrucijadas, sino introducirlo de pronto en un aposento sombrío, donde varios ungüentos, vendajes y botellitas indicaban los desagradables lances de una curación quirúrgica. Un hombre en efecto de talla menos que mediana, flaco, macilento, de voz destempladilla y chillona, cuya andadura sutil indicaba a tiro de arcabuz las arterías de su espíritu, desempeñaba el oficio de cirujano a favor de un caballero de alta estatura, tendido sobre un lecho de lujosos atavíos. Su rostro era naturalmente áspero, y dos grandes y tupidos bigotes lo hacían más desapacible y funesto. Seguía con ojos desencajados los movimientos del cirujano, que con la agilidad furtiva y silenciosa de un gato, revolvíase por el aposento preparando drogas y disponiendo emplastos. Dejó percibir el doliente un profundísimo gemido, y acercósele al momento este solícito alumno de Esculapio, para preguntarle si le aquejaban los dolores de su cuerpo o las amargas angustias de su espíritu.

-Ambas me abrasan, ambas me consumen -respondió con desabrido gesto Leopoldo de Moncadí.

-Es que si mi presencia -repuso el cirujano- atormentase a su señoría seríame fácil librarle de ella. Gracias a las discordias del tiempo en que vivimos, aunque tuviera veinte manos más descarnadas y menos diestras que las de que actualmente me sirvo, no carecería de trabajo en que emplearlas. Y no sólo sacara muy buen dinero de las roturas, amputaciones y fístolas, sino un agradecimiento sin límites. Vuestra señoría me lo debe también, en vez del empeño con que hace recaer en mi persona el odio que sólo merece el autor de tal herida.

-No estoy muy de humor para responderte; pero cada saeta de tu maliciosa lengua es un puñal, don Judas, que me atraviesa las entrañas.

-No comprendo lo que vuestra señoría quiere decirme: sólo sé que dando rienda a sus frecuentes ímpetus de cólera, miro como imposible evitar la calentura y la inflamación y la gangrena.

-Pues si es como lo dices, ¿por qué infernal malicia te complaces en exaltarme la bilis? ¿A qué repetir que necesitas más manos de las que naturaleza te ha dado, cuando yo que soy un militar y un caballero, yo que me pico de galán y cortesano, carezco ¡oh rabia! vergonzosamente de la mía?

-Aunque no me precio de teólogo, no por eso dejo de conocer que la Providencia se ha mostrado con vuestra señoría harto benéfica. Porque si el mandoble que abrió tamaña herida, hubiese alcanzado el importante miembro a que parecía destinado, anduviera rodando la cabeza a largo trecho del tronco.

-¡Ojalá don Judas!... ¡Ojalá! y no sufriera el disgusto de contemplar desbaratados en un momento los planes más bien concebidos. Tampoco habría de pasar por el bochorno de ver caballos que me será imposible montar, caballeros cuyo impulso no me será dado seguir, nobles damas a quienes no me podré yo ofrecer. Con una ambición de gigante, con pasiones las más ardientes, estoy condenado a una vida pacífica y oscura como la del pastor del Pirineo o la de una despreciable mujercilla.

-Demos que sea así -repuso el cirujano ocupado siempre en preparar los untos y las vendas- y aun con eso los mismos ojos que se hubieran inevitablemente perdido con la cabeza pueden proporcionar a vuestra señoría deleites no menos agradables que los de esos pasatiempos, escaramuzas y carreras.

-No comprendo, maese Judas, cuáles pueden ser esos deleites.

-Los más sabrosos, los más suaves que embelesan al espíritu del hombre.

-¿Por ejemplo? -preguntó con afanosa curiosidad el caballero.

-¡La venganza...! -respondió el cirujano con todo el respeto y el enajenamiento de un amante cuando pronuncia el nombre celestial de su querida.

-¿En qué colegio, señor barbero, ha aprendido usted esa doctrina? -volvió a preguntar el enfermo dejándose caer sobre las almohadas, después de incorporarse para oír el secreto que iba a revelarle su esculapio.

-En el de Cádiz, aunque de tiempo en tiempo hacía mis excursiones por la Giralda de Sevilla y la playa de Sanlúcar. Allí y en algunas ciudades de Italia, adonde fui a parar cuando desempeñaba el destino de cirujano de ejército, cobre la energía y sagacidad que me distinguen. Estas calidades me valieron que vuestra señoría me buscase para servirle en sus asuntos, pues sabe bien que las aguas mansas son las que ocultan remolinos más raudos y precipicios más hondos, y que el enemigo más terrible es el que descarga la mano aún antes de amenazar con ella a los contrarios.

-Pero ¿a qué me viene usted con esas diabólicas lecciones? ¿Qué interés le mueve a precipitarme de nuevo en la carrera del crimen?

-Para hablar con toda franqueza, ser uno mismo el objeto de nuestros implacables rencores.

-¡Cómo! -exclamó el caballero- Pues ¿qué tienes tú que arreglar con don Rodrigo? Yo creí que del mismo modo que ocupamos distinto lugar en el mundo, habían de ser distintas nuestras miras y venganzas.

-Tal vez debería suceder así, pero desde que me mandó vuestra señoría administrar aquel caritativo brebaje a la hija de los condes de La Carolina, brebaje que alteró su razón y ofusca aún por intervalos sus potencias, fue tal el odio que me cobró don Rodrigo, que donde quiera me insulta, y siempre me anda a la zaga o para acabar conmigo, o para hallar plausible pretexto con que delatarme a la justicia.

-¿Y usted espera hacer de mí un instrumento eficaz para sus resentimientos? -replicó Leopoldo mirando con menosprecio al facultativo- Hace tiempo que conozco a nuestro hombre, y sé decir a usted que tiene tanta destreza en el brazo como vigor en el puño. Sin duda los demonios que gobiernan este mundo de tinieblas, son los que han dispuesto que nos halláramos repetidas veces andando el mismo camino. Su osadía y sus conocimientos eclipsaban mi travesura en el ejército, al paso que su cortesanía y sus gracias mi esplendidez entre las damas. Él ha causado mi vergüenza y mis desdichas; él ha sido causa de que no premiase mis esfuerzos una corona de conde. Está bien, doctor: será usted vengado, pero tampoco crea dejar de servirme en cosas que yo le mande.

-¡No, por vida del bisturí! Cuidado, empero, que arrastrados de un falso amor propio despreciásemos al que vamos a sacar de en medio. Vuestra señoría mismo acaba de ponderar su impavidez y su pujanza.

-Nada temas: por grande que fuese, hallaríamos otra superior a la suya. Te repito que en ninguna manera creas dejar de servirme en mis planes ulteriores. Te vengaré, te enriqueceré; pero ¡cuenta con desertarme o venderme! En el primer cajón de aquella cómoda hallarás una bolsa con la que tienes la primera recompensa de esta cura: mírala como augurio de otras no menos sonantes y repletas.

-Gracias, un millón de gracias, noble bienhechor mío. Vuestra señoría posee el oro, yo el instinto de aconsejar y urdir venganzas; y cuando se hallan los hombres vengados y poderosos no hay deleite, no hay felicidad que les falte. La noticia de que nuestro orgulloso enemigo habrá sido para siempre castigado ¿no suavizará el encono de esa herida con superior eficacia que los olorosos bálsamos de la Meca?

-¡Ah! ¡Mucho más lo afirmarías si supieras el pormenor de todas sus insolencias y ultrajes! Su padre, muerto en la batalla de San Marcial, era coronel de mi regimiento, y complacíase en abochornarme con excusas de ser nulo e inexacto para el servicio. Entre tanto afectaba ese soberbio una indulgencia conmigo que sólo servía de ensalzamiento para él y de oprobio a mi conducta. Tal fue el diabólico efecto de esas tramas, que don Rodrigo pasaba por modelo del pundonor y la disciplina, a par que Leopoldo Moncadí por el de la insubordinación y la licencia. La muerte de su padre no le impidió seguir intrigando con el nuevo jefe para vituperar mi valor y mis caprichos, aunque manifestándose codicioso de mi amistad, y dispuesto a procurarme toda especie de mercedes. Por él no alcancé los grados que me correspondían de justicia; por él tuve la reputación perdida; por él llegué a desesperar de labrar en ningún tiempo mi fortuna. La paz de 1814 me facilitó presentarme en la Corte y adquirir conocimientos y amigos: a ellos debo la rapidez de mis ascensos, las cruces que me condecoran, y ese despacho de coronel que envié a usted a fin de que lo remitiese al conde por mano segura y fidedigna mientras espiaba ocultamente el efecto que le hacía. ¡Ah! ¡Él debía fijar la aurora de mi enlace con Julia! ¡Julia...! La joven más rica, ilustre y bella de toda España, enamorada por mi mal de ese orgulloso que se ha de atravesar contra todos mis proyectos. Tú sabes, amigo don Judas, cuánto he trabajado para hacerle caer en desgracia del conde y de sus parientes, hasta quitarle con mi influjo la compañía que mandaba, desconceptuarlo en el ánimo de sus jefes, enviarle el retiro en fin, mientras destruía por tu medio la razón de la hermosísima heredera.

-Pues he aquí, con perdón de su señoría, lo que nunca pudo comprender el cirujano don Judas. ¿Pues no era proceder contra la misma pasión de vuestra señoría ofuscar sin qué ni para qué las facultades morales de la beldad que tanto adora?

-¡Pobre hombre! ¿Y aún no has advertido con esa infernal astucia, más parecida al instinto de la serpiente que a la torpeza de un cristiano, que el principal objeto de mi culto han sido el título y las posesiones de la novia? Enajenando sus potencias, borraba de su imaginación la pérfida imagen de mi rival; y aunque me casara con una mujer menguada, espantadiza y boba, no por eso dejarían de llamarme conde de La Carolina. Además, la enajenación mental, como tú me previniste, no destruye la belleza, ni le marchita el lustre, antes puede decirse que la hace más sumisa y le da cierta novedad seductora; a lo que debes añadir que lo que pudo desplacer a mi lujuria era favorable a la ambición de mis planes y al deseo de malquistar al espadachín Portoceli con los ilustres parientes, puesto que no dejarían de atribuir a la porfiada tenacidad de sus amores esta enfermedad aflictiva y desastrosa. Supe por extraño evento que el paquete remitido al conde estaba en poder de Jaime, por lo que determiné salir en público suponiendo que llegaba de Valencia. Sobre todo que ya había dado con mi escondite el pérfido de mi enemigo, que me desafió citándome a lejano despoblado al efecto de que nadie pusiese impedimento a nuestra cólera. Aguardéle, no pareció, y al regresar a Murcia supe por Andrés y Crispín, los únicos que me fue posible sobornar en la cuadrilla del Barbudo, la entrevista que según indicios iba a verificar con Julia por la puerta de las ruinas.

-¡Ah! ¡Qué momento, señor coronel, para dar un golpe maestro!

-Por lo mismo traté de aprovecharlo; pero ese facineroso Jaime, a quien nunca he podido separar de mi rival, salió de entre los escombros y... harto lo sabes... ¡Eternamente, amigo Judas, eternamente derramaré venenosas lágrimas por tal desgracia!

-Bien, bien; por lo mismo no hay sino darse prisa en vengarla.

-Sí, sí -exclamó el herido rechinando los dientes- tú estás en lo cierto; hazme el gusto de llamar al ayuda de cámara.

Llamó, y un joven alto y bien dispuesto abrió la mampara de la estancia.

-Ven acá, Luis -díjole don Leopoldo- ¿Ha salido Crispín?

No señor.

-¿Estará borracho tal vez?

-Tampoco, gracias al sueño que le ha hecho digerir lo que ha comido. El pobre tenía razón: ayer se separó de la sierra donde según dice, no había echado trago a su sabor desde muchísimo tiempo.

-Dile que entre, y cierra la puerta.

Oyéronse muy pronto las pisadas de un hombre pesado y grosero, y apareció en seguida el mismo ladrón, a quien ha visto el lector desempeñando las altas funciones de verdugo en la pandilla de Jaime.

Afila bien el hacha... Mira que es fuerza despachar a cierto enemigo -díjole don Leopoldo.

Suavizáronse las toscas facciones de Crispín, e hizo con la boca un gesto horrible ensayando un modo de sonreírse a su manera.

-El señor te lo dará a conocer -prosiguió el doliente- calcula bien el tiempo, toma tus medidas, pesa con madurez las circunstancias, pues no se trata de tímido caminante, sino de un pícaro acalorado, de un digno camarada de tu forzudo capitán, en una palabra de don Rodrigo Portoceli.

-¡Válgame la maña! -exclamó con voz áspera Crispín- Si yerro el golpe puedo ya contarme con los muertos.

-Toma al otro camarada para que te ayude.

-¿El otro? ¿...El otro? ¿Andrés querrá decir el señor...? Pues bien, el pobre Andrés murió hace tres días a mis manos por especial orden del Barbudo. Ya: como hubo aquello del jardín... Creo que el señor me comprende...

-Demasiado, demasiado te comprendo, pícaro -interrumpió Leopoldo despidiendo un ay semejante al prolongado quejido de los réprobos- pero esto no quita que busques a otro gañán de tan recio puño y de tan ruin intención como tú mismo.

-¡Bah! No es menester, y sobre todo conviene que el secreto ande entre pocos para que no llegue a oídos del hermano Barbudo. Si algo quiere doblar el señor que sea la remuneración de la mojada.

-Corriente... digo, como me des linda cuenta de mi encargo.

-¡Voto a...! No hay en todas las cuadrillas de Murcia y Andalucía brazo tan pesado y certero como este mío.

-Harás bien en dejarte dirigir por los prudentes consejos de ese buen facultativo... Sobre todo fuera tabernas, hasta llevar a cabo este negocio.

-Como que depende mi vida del porrazo...

-Y prepara sutilmente el hacha y el puñal, a fin de estar pronto así que te llame el cirujano.

El asesino hizo una reverencia y salió del aposento.

-No sé por qué capricho -dijo a la sazón don Judas- no hemos de obligar a este matón a que tome un compañero.

-Porque un hombre como Crispín vale por veinte cuando sabe pillar la coyuntura. Pero llama al ayuda de cámara, y despacha con mil diablos, si es que me ha de quedar aliento para esa maldita curación.

Por segunda vez entró Luis en el aposento sirviendo de asistente al cirujano en quitar las vendas y preparar lo concerniente al primer aparato de la herida. Así que estuvo desnuda, contemplábala maese Judas con cierto placer, dimanado en parte del amor a su profesión, en parte también de la malignidad de su pecho. Por lo que hace al caballero, fijó un instante los ojos en tan horrible espectáculo, y sucumbiendo a la agudeza del dolor, dejáse caer sobre el lecho soltando un hondo gemido.

-No es nada, no es nada -dijo el cirujano con voz blanda e insinuante, aunque dejando traslucir a pesar suyo cierta sonrisa plácida y desdeñosa- digo que no es nada, en razón a que ese desalmado Portoceli conoce bien el oficio. Apuesto que si cualquiera menos hábil hubiese descargado el golpe fuera todo mi arte inútil; pero es la herida tan limpia y acertada, que se parece ni más ni menos a una amputación de colegio. Como vuestra señoría no se altere ni impaciente, no tardará muchos días en salir de entre las sábanas.

-¡Ah! ¡Yo temo la salud, más aún que los punzantes dolores de la enfermedad! ¿Adónde me presento, infeliz, sin la heroica diestra tan pródiga de recompensas, tan temida en las batallas?

-Eso harto se ve que no tiene remedio, pero podemos ocultarla suponiendo que sobrevino tan funesto accidente a uno de los acompañantes de su señoría.

-Ardid para pocos días, señor barbero.

-Ya; pero retirándose vuestra señoría de estos países hasta que pase la memoria de semejante suceso...

-Lograré que no lo sepan al pronto, mas no que dejen de enterarse desde que me vea obligado a corresponder a un saludo.

-De todos modos hay la ventaja de haber sido cortada con tanta destreza y maestría, que no conozco cirujano-barbero capaz de hacer otro tanto.

-Ya sé cuánto le debo -respondió el herido ocultando su despecho bajo venenosa sonrisa- y como Crispín no le pague en la misma moneda, publica por donde quieras la mutilación de Leopoldo.

-¡Viva esa sed de venganza, tan noble como la sangre de vuestra señoría! Permítame sin embargo recordarle que la destreza de su rival hubiera sido vana sin los útiles socorros de su servidor don Judas.

-Cierra ese pico, y no me mientes con el dardo de tu lengua esa destreza de tristísimo augurio. Cuando hablas de los tormentos que he pasado, tormento cuyo aguijón penetra todavía mis entrañas, paréceme que los nervios de ese tronco se estremecen y se extienden y se encogen como si comunicasen el mismo impulso a los dedos de la mano que han perdido.

-Si no es ofender a su señoría, diré que eso consiste en cierto fenómeno bien conocido de los que ejercen mi profesión. No pocos sabios sostienen que las misteriosas leyes de la simpatía existen y obran con maravillosa eficacia entre el miembro roto y el mutilado tronco de donde los separaron aguda daga o corvo alfange damasquino. Por ejemplo: en el presente caso los dedos de la mano perdida pueden aún estremecerse como correspondiendo al juego y a las fuerzas vitales del miembro a que han pertenecido. ¡Ah! Si me fuese dado recogerla, tendría un placer inexplicable en observar por mí mismo este singular fenómeno.

-No lo dudo, no lo dudo, así como lo tienes ahora en exaltar mi cólera para que castigue tu perversa audacia. Haz tu deber y no te deleites, si en algo aprecias la vida, destilando plomo derretido en mis entrañas.

-La aprecio -respondió en tono jocoserio el cirujano- la aprecio, sí señor; porque sin ella, ¿quién pudiera suavizar los agudos dolores que sufre mi bienhechor, y que lo exasperan hasta contra su más humilde criado, sin más motivo que el de complacerse en los fenómenos del arte de curar?

No atreviéndose sin embargo a prolongar las chanzas con el carácter irritable del enfermo, dedicóse a la curación con todo conato, oficiosidad y diligencia. Derramó en la herida un aromoso bálsamo, cuya espirituosa fragancia se esparció por el aposento, cambiando en deliciosa frescura el fuego penetrante y sutil de aquella llaga. Fue tan pronto, tan inesperado el efecto que produjo en el doliente, que en vez de amargo gemido soltó una exclamación de placer, recostándose en el lecho como para saborear la regalada calma que percibía.

-Ahora, ahora -dijo el cirujano- puede conocer el señor de Moncadí a sus verdaderos amigos. Si llevándose hace un momento de su injusta cólera hubiese mandado castigar al pobre barbero de Elche, ¿dónde hallaran sus criados un facultativo que le proporcionase este amabilísimo consuelo?

-Olvide usted mis amenazas, amigo don Judas, pero tampoco sea tan pródigo de chanzas ni de sarcasmos.

En esto sacó el cirujano una redomita del pecho, y echando en una copa de agua algunas gotas del elixir que contenía, presentóla al enfermo como bebida que había de procurarle un sueño benéfico y profundo.

-¿Y cuánto durará este sueño? -preguntó el caballero.

-Lo ignoro, porque depende de la eficacia con que obrará en la naturaleza de vuestra señoría. Tal vez hasta la media noche, tal vez hasta mañana por la mañana...

-Tal vez hasta la eternidad -respondió el enfermo interrumpiéndole- Beba, señor Herodes, beba siquiera un sorbo del peregrino brebaje si es que seriamente pretende que yo lo tome.

-Sin la menor dificultad -repuso don Judas con su desdeñosa sonrisa- y si no bebo más, consiste en que este zumo de la India tiene tal fuerza narcótica, que me quitaría por muchas horas la facultad de visitar a otros enfermos.

-Disimule usted esa sospecha, amigo mío; disimúlela en gracia de la agudeza de mis males -dijo el caballero medio avergonzado de la prueba a que lo había sometido.

-Nada hay que disimular al que no puede ofender. Sólo me tomaré el permiso de manifestar a vuestra señoría que si mi intención hubiese sido perversa, para maldita la cosa necesitaba recurrir a ponzoñosos brebajes. ¿Qué me hubiera costado envenenar el bálsamo que apliqué a la herida, al efecto de que gangrenando el brazo hasta la espalda convirtiese todo el cuerpo en putrefacción e inmundicia? ¿Quién me fuera a la mano para emplear secretos aún más agudos, inficionando el aposento con esencias que debilitasen poco a poco los manantiales de la vida, hasta que se extinguiese la del enfermo como la llama de una luz vacilando entre los densos vapores de húmeda y subterránea cueva? Poco aprecio hace vuestra señoría de mi arte desconociendo los sutiles medios de destrucción que puede proporcionar a un profesor de mérito. Nunca olvide sin embargo que no mata el médico al enfermo cuya generosidad le hace vivir, y de quien espera sobre todo el sublime placer de la venganza.

Desapareció al decir esto con cierto aire de triunfo, que chispeaba al través de sus rastreros y multiplicados acatamientos. El caballero quedó abismado en amargas reflexiones, hasta que, sintiendo la influencia del narcótico, llamó con voz apagada a su ayuda de cámara.

-¡Luis! ¿Se ha marchado el cirujano?

-Sí señor.

-¿Y se fue solo?

-Crispín habló con él y siguióle a poco rato.

-¡Dios mío! Ya: creo que han ido por no sé qué hierbas medicinales. Mira: será regular que vuelva pronto; no le dejes entrar, pero tampoco permitas que hable con nadie. Ya sabes que un trago de vino le hace proferir las mayores blasfemias y sandeces. ¿Qué encargos te ha hecho don Judas?

-Que cuidase mucho de que nadie despertara a su señoría.

-Pues cumple con semejante orden. Siento que el sueño me vence... Cierra bien la mampara, y déjame que descanse...

-Quiera Dios -exclamó el paje- conceder a vuestra señoría el apetecido reposo.

-¡Dios...! ¡Reposo...! -pronunció sordamente el caballero- Otras veces lo he disfrutado bajo su protección divina. ¡Pero ahora...! Mientras se está derramando por mi causa la sangre de un inocente... Sin embargo, los tesoros y los bálsamos del oriente no son ya bastantes a volverme la mano que arrancó de mi cuerpo.

Aquí acabaron las palabras inteligibles que escaparon de su boca; otras murmuró todavía, que no pudo ya comprender el ayuda de cámara, hasta que puso fin el sueño a los combates sangrientos de su espíritu.




ArribaAbajoCapítulo VI

Aclaración de los precedentes


Después de los singulares acaecimientos que llevamos referidos, inverosímiles quizás a no haber sido tan íntimas, tan indispensables las comunicaciones entre los propietarios de Murcia y los bandidos de Crevillente, es natural que desee instruirse el lector acerca del origen que traían las amistades y desavenencias de los primeros personajes de nuestra historia. Algo se habrá enterado por la conversación del caballero Moncadí y el cirujano don Judas; pero ignora todavía lo más esencial de unos sucesos cuya celebridad no ha sido tanta en razón a que los bandidos que en ellos juegan dan cierto deslustre a las personas que hubieron de apelar a su auxilio. Sin embargo, repetiremos en su abono que les era mil y mil veces necesario valerse de semejantes emisarios, ya para desviar sus amenazas, ya para mover guerra a otras gentes de su laya. Y no se crea que dimanase tal desorden de indolencia del gobierno, pues no sólo procuró extinguir los bandoleros y establecer una completa seguridad en aquellos reinos, si no que el Capitán general destinado para mandarlos reunía las más altas calidades de actividad, patriotismo y valor. La configuración de la sierra, las prolongadas cuevas que abriga en su seno, lo escarpado de sus cumbres y los desórdenes consiguientes a una guerra pertinaz de siete años, hicieron que las acertadas providencias del ministerio no cortasen el mal de raíz, aunque maravillosamente destruyeron su propagación y violencia. Añádase a esto un carácter tan enérgico y astuto como el del Barbudo, hombre capaz de anochecer en Murcia y amanecer en Valencia, que amedrentaba a los pueblos, que contaba con un sinnúmero de espías; y se verá palpablemente que era imposible sufocar de un golpe esta calamidad, y que más bien reclamaba las medidas de prudencia y de rigor que se adoptaron.

Al mismo tiempo no se contentaban los ladrones con aligerar a los pasajeros, sino que por medio de tropelías e insolencias exigían contribuciones de los propietarios. Una carta enviada al dueño de una hacienda amenazándole con que pegarían fuego a su olivar o a su cortijo como no aprontase tal cantidad de dinero; el medio, aún más diabólico, de coger a un individuo de la familia y exigir asimismo otra cantidad para soltarlo; con otros del mismo jaez acompañado siempre de blasfemias y de insultos, hacía que tuviesen muchas gentes comunicación con el Barbudo al efecto de que les garantizase la seguridad de sus haciendas y personas, mediando la mensual asignación en que se convenían.

La superioridad de la fuerza y del talento, la práctica de recorrer desde muchos años la sierra, un natural poco sanguinario, y ciertos rasgos de inesperada nobleza y generosa cortesanía, daban a este célebre bandolero irresistible ascendiente con los ladrones y los pueblos. Los unos querían servir a sus órdenes, los otros aspiraban a su protección; aquellos sólo se creían seguros bajo sus banderas, estos no estaban tranquilos sino con la buena fe de sus promesas; los primeros defendían su persona, asaltaban a los transeúntes, percibían la contribución de los mayorales; los segundos le daban avisos, indicábanle el peligro que corría y hasta los pensamientos de sus contrarios por medio de señas tan ingeniosas como sencillas.

Algunos meses antes del día en que empieza la narración de nuestra historia había avisado Jaime a los más resueltos de su pandilla para que se reuniesen a eso de la media noche en una de las grutas de la sierra. Convocados en efecto dentro de ella, alrededor de una gran hoguera, pusiéronse a conferenciar acerca del medio más expedito para atacar el coche del conde de La Carolina, que acompañado de su hija y de respetable comitiva, iba a salir de Madrid para restituirse a Murcia. Allí se hicieron los planes más descabellados y se propusieron las medidas más sutiles: unos querían valerse de su amigo de tal parte para que vendiese a los ilustres caminantes; otros eran de parecer que se les aguardase en el barranco donde era inútil la resistencia. No faltaba quien opinase que la cuadrilla del Barbudo debía atacar cuerpo a cuerpo sin traición o ardides, y quien osase tachar de cobardía la sobrada prudencia de sus camaradas. A todo eso contemplábalos Jaime sin hablar palabra desde el fondo de la gruta, dejándoles abandonar a todo el encono de sus pasiones y contiendas. La llama que reflejaba en sus rostros montaraces y sombríos, no menos que en el acero de sus puñales y pistolas, los convertía en otras tantas figuras de perverso augurio, semejantes a las que engendran una imaginación tímida y supersticiosa, o vomita el mismo averno para sembrar entre los mortales el espanto y la discordia.

Al fin impuso silencio la terrible voz de Jaime a tan diabólico senado para decirles que se atenía al parecer de aprovecharse de los días cortos de la estación y de la inexperiencia de los viajeros.

-Yo sé -añadióles- que estos señores suelen destacar hacia la noche siquiera un par de criados para que les prevengan la posada. Desde que estos se separen del coche, saltáis en el camino real marchando contra los amos, mientras otra parte de vosotros capitaneados por mí los ataca por la espalda. Con tal ardid nos apoderaremos de todo sin riesgo, resistencia, ni derramamiento de sangre.

Desde aquel momento empezaron los ladrones a marchar aprovechando las noches, y durmiendo durante el día en lo más enmarañado del monte. Es de advertir que llevaron de Novelda bastantes provisiones de boca, con objeto de no meterse en poblado, todo por consejo de su capitán, cuya experiencia le daba un tino singular para tales acometimientos.

El conde de La Carolina, antiguo coronel de ejército, se había casado con la señora heredera de este título. De resultas de su fallecimiento hizo un viaje a la corte acompañado de su única hija, hermosísima imagen de la esposa que perdiera. Sin embargo de que mitigaron la agudeza de su dolor el trato y la magnificencia de la capital del reino, incomodábale el ruidoso bullicio que hay en ella, dándole margen a desear un método de vivir más suave, uniforme y sosegado. La misma melancolía, nacida de hallarse solo en el mundo, hacíale suspirar por la tranquilidad de una población subalterna, por aquella sobre todo que le recordaba el amable objeto de su cariño. El carácter por otra parte de Julia, sobremanera inclinada a una vida pacífica y solitaria, movíale a retirarse de una ciudad en la que no percibían la delicia de un inalterable retiro. Fuese resultado de la índole sumamente blanda de la difunta condesa, o de hallarse penetrada de que la dulzura y la amabilidad forman el rasgo más distintivo del bello sexo, ello es que sobresalía Julia por estas calidades aún más que por las que tienden a la belleza corporal. Anunciábalas desde luego la especie de hermosura que la distinguía, hermosura que si no chocaba por su brillantez, enternecía por su mansedumbre persuasiva y melancólica. Aquel aire de sumisión que indica en las jóvenes la necesidad de un amparo o de un apoyo, aquella lánguida ternura que revela los misterios del corazón y los interiores combates del espíritu, se hallaban como esculpidos en las facciones de la ilustre heredera. Concebíase naturalmente a su vista el deseo de protegerla, el fervor de ser amado de una persona tan angelical y pura. Las gentes del mundo, al hacer la anatómica definición de su semblante, hallarán acaso poca regularidad en él, más expresión que simetría; pero sea como fuere, el efecto que producía siempre era consiguiente al peregrino mérito de la doncella. No había quien no aspirase a su amistad; y desde que se frecuentaba su trato, desde que se familiarizaba uno con un corazón tan digno de aprecio por su sensibilidad y cultura, era casi inevitable pasar de la tibieza de amigo al entusiasmo de amante.

Tal era la joven a quien vio casualmente en una de esas reuniones de la corte Leopoldo Moncadí. Complacióse de pronto contemplando en ella un ser enteramente distinto de lo que él era; pero así que supo la poderosa casa a que pertenecía, formó el proyecto de enlace para coronar con un título de conde sus atrevidas empresas. Hijo de una familia distinguida, si bien algo escasa de bienes de fortuna, lleno de la justa vanagloria con que se honraban los militares de España después de sellar con éxito tan glorioso la guerra de la Independencia, amigo del ministro, recibido en todas partes con cierta distinción cortesana y lisonjera, presentábase Leopoldo rodeado de aquel oloroso ambiente, que atrae los obsequios, que promete a tiro de ballesta honores, recompensas y timbres. Tanto era el prestigio de su aura palaciega, que nadie reparaba en la aspereza de su genio, ni refería los sonrojos que sufriera en la milicia por su indisciplina y su licencia. Descuidando además aquellos estudios indispensables para la carrera de las armas, no tenía otra recomendación que la de una intrepidez a toda prueba, y aún esta algo eclipsada por la que tan eminentemente distinguía al hijo de su propio coronel Rodrigo de Portoceli. No es decir que se desconocieran las faltas de incivilización y orgullo inseparables siempre de sus menores acciones, pero como en las cortes se juzga regularmente de los hombres por su valimiento y su fortuna, todos veían en Leopoldo un joven amable pues que sabía agradar a los grandes, culto pues que se trataba con ellos, bizarro por el destino de teniente coronel que ocupaba en la milicia, generoso en fin porque le suponían los medios de poder serlo.

Nada tiene de extraño que el conde de La Carolina, hombre a quien dirigían parientes ambiciosos y calculistas, advirtiese con satisfacción particular la pasión que iba manifestando Leopoldo por las gracias de Julia. Bien que no se ocultase a esta joven la intención de Moncadí desde la primera mirada que la hubo dirigido, no se daba por entendida por no verse en la necesidad de desairarlo. Más perspicaz que su padre, menos ambiciosa que sus parientes, su alma pura sólo apetecía un esposo capaz de hacer justicia a las bellas cuanto pacíficas calidades que seducían su espíritu. ¡Cuántas veces en medio de sus lecturas o solitarios paseos se complacía en la imagen ideal de este ser pundonoroso y bienhechor, el más propio para corresponder a su sensibilidad, y para dar lustre a su decoro! ¡Ah! Desde luego echó de ver en los rasgos de Leopoldo un alma enteramente distinta de la que se divertía en crear suavemente embelesada con sus dulces ilusiones.

Sin contar no obstante con su parecer, y dando por sentado que suscribiría a los planes de un engrandecimiento de familia, resolvieron los allegados de ambas partes esta alianza pocos días antes de salir el noble conde para Murcia. Quedó determinado que acabaría de arreglarse en esta misma capital, adonde iría Leopoldo después de emplear su valimiento para el logro de algunos honores que solicitaba el padre de Julia, y de ciertos empleos no menos honrosos que lucrativos para los principales parientes de la familia. Por lo demás, todos creían que la gallardía y el lujo de Leopoldo habían poderosamente cautivado el corazón de la doncella, no sólo porque la veían hablar frecuentemente con él, sino porque su misma fatuidad le hacía incurrir en la poca delicadeza de indicarlo con solapado y artificioso estudio.

Es de presumir que los muchos espías que tenía Jaime el Barbudo en la ciudad de Murcia y demás pueblos del reino, pusieron en su noticia este regreso, diciéndole al propio tiempo que, además del dinero y utensilios para regalo y comodidades del viaje, llevaba el conde varios objetos de lujo y de primor al efecto de adornar con ellos el palacio que habitaba.

Esto motivó la conferencia nocturna de que hemos dado cuenta en el principio de este capítulo. Cual Jaime lo había previsto, destacaba el ilustre viajero a dos individuos de la comitiva una legua antes del pueblo en donde debía dormir, a fin de hallarlo todo dispuesto a su llegada. Hubo cierto día en que desaprobaba Julia esta indiscreta providencia por anunciarse la noche lúgubremente tormentosa y oscura, pero despreció el conde sus temores tratándolos de puerilidades mujeriles, y diciendo que le sobraban para prevenir todo insulto los cuatro hombres armados que iban escoltando el coche. A poco rato vieron adelantarse hacía ellos un grupo de personas sospechosas, y no siéndoles. posible pensar en la retirada, determinaron presentarse con bravura y ofrecer en caso necesario una vigorosa resistencia. Pronto se convencieron de que no podían pasar por otro puente, pues los ladrones se arrojaron encima de ellos intimándoles la rendición con desaforados gritos.

Conservó el conde en tan críticos momentos la serenidad que al parecer debían arrebatarle las blasfemias de los bandidos y las lágrimas de Julia. Montó en un fogoso bridón que traía ensillado para no andar siempre metido en el carruaje, y púsose al frente de los cuatro soldados de a caballo que iban con él; al mismo tiempo ordenó a dos criados que se apostasen en cierto punto elevado de la carretera para incomodar desde allí con sus tiros a los salteadores por la espalda; y después de encargar a todos que hiciesen su deber, partió como un rayo al encuentro de los bandoleros. El combate fue recio: el conde defendía a su hija, los ladrones esperaban el socorro de sus camaradas, por lo que, si bien no llevaban al terrible Barbudo a la cabeza, tenían la confianza de que aparecería de improviso atacando a los caminantes por el flanco.

Precipitándose unos contra otros descargábanse furibundos golpes, decíanse mil insolencias, disparábanse pistoletazos, y ofrecían en limitado círculo la antigua y desoladora imagen de una lucha a todo trance. Ni consideración, ni tregua, ni cuartel... No había más recurso que pugnar por desasirse, que triunfar para librarse; la noche iba viniendo a toda prisa, la tempestad ya estallaba, y los bramidos de esta y las sombras de aquella daban a tan sangrienta pelea un horroroso aspecto de desolación y tinieblas.

Óyense de repente los dolorosos ayes de Julia, a quien nuevos bandidos arrebataban del coche. Su infeliz padre reconoce el eco de aquellos lánguidos clamores, y dándose desesperado recios golpes en la frente, dispárase contra los raptores de su dulcísima hija. Divisa a la incierta luz del crepúsculo vespertino un hombre de aspecto sombrío, de cuyo rostro pendía una negra barba, el cual con robusto brazo, y cual si llevase una liviana seda, iba conduciendo a la malhadada Julia al través de aquellos campos hacia la selvática espesura del vecino bosque. Arrójase al malvado, pero el Barbudo lo contiene, lo desarma, lo deja en una palabra sin recurso, sin esperanza ni aliento. Híncase entonces de rodillas para suplicarle que no le separe de su hija, a lo que satisfizo Jaime con razones atentas y corteses que ningún mal se les haría, pero que serían custodiados hasta pagar el rescate de sus personas.

-Lo pagaremos -dijo el conde- y me cabe la satisfacción de que hayamos caído en las generosas manos del Barbudo.

-Sólo siento -respondió Jaime- que los gastos a que me obliga el espionaje establecido y la manutención de mis gentes, no me dejen ser más sobrio en punto a lo que me veo obligado a pedir para la libertad de las personas que cautivo. No obstante, yo haré de modo que el conde de La Carolina se acuerde de mí, ya que no sin algún rencor, modificado siquiera por los estímulos de cierto agradecimiento.

A pesar de la confianza que inspiraban las palabras del Barbudo, no dejaba el noble conde de hallarse sumido en la más bárbara angustia. Mostrábase menos apesadumbrado para no afligir a Julia, que apoyada en su brazo iba lentamente siguiendo los pasos del valeroso bandido. Sin apenas atreverse a hablar, a respirar siquiera, soltaba furtivamente algún suspiro, estrechando en silencio la mano de su padre, y con sobrada razón temiendo el destino que a entrambos esperaba. El mismo Jaime, compadecido de su timidez, suavizado por su aspecto angelical y dulcísimo, volvíase de cuando en cuando hacia ella para repetirle que nada debía temer, y que era tan seguro el sitio a donde la llevaría, como los aposentos de su propio palacio.

Sonaba aún a lo lejos el tumulto del combate, si bien los dos ladrones que acompañaron a Jaime se detuvieron en el saqueo del coche, empezaba ya a extrañar que no lo arrastrasen hacia el monte después de haber puesto en fuga a los soldados de la escolta. Tanta era la tardanza, que determinó hacer alto antes de meterse en el bosque; aún la tempestad no desencadenaba todos sus furores, y una luna amarillenta y siniestra, atravesando por entre grupos de nubes como perdido bajel entre amontonadas ondas, derramaba por intervalos cierto resplandor tibio y misterioso. El Barbudo hizo sentar al conde y a su hija mientras subía para dar un grito a sus camaradas a lo alto de una peña; pero su voz hueca y bronca se perdió como un trueno por el inmenso espacio, y sólo contestaron a ella los aullidos de las fieras y los recónditos ecos de la cóncava montaña. Montado entonces en arrogante bridón adelántabase hacia ellos atravesando los campos un joven a quien tuvo el bandido por uno de los guerreros que defendieron el coche.

Por esto corrió a su encuentro, y apuntándole el trabuco le mandó que se rindiese; pero desviando la mortífera boca por medio de un diestrísimo quite con el sable que blandía, abalanzóse al bandolero repitiéndole a su vez que como no se entregase, iba a dejarlo en el campo.

-Uno de los dos quedará en él -repuso Jaime- pues el combate que te ofrezco ha de ser sin consideración ni tregua. o me equivoco mucho, o he dado con hombre digno de luchar con el Barbudo.

-Te aconsejo que te rindas -insistió el incógnito- y te ofrezco para que lícitamente te salves mi valimiento y patrocinio.

-¿Y quién eres tú para que me salgas vendiendo protección tan inesperada?

-Un capitán destinado a la persecución de tu cuadrilla. Acabo de poner en fuga a los que se cebaban en saquear el equipaje del conde, y vengo a que me des cuenta de su persona.

-Vienes -exclamó el Barbudo- a recibir la muerte de mi mano, a que castigue con ella esa presunción desmedida.

-¡Infeliz! ¡Más te sirviera andar todavía errando por las peladas cumbres de Novelda!

-Deténgase usted, señor caballero -gritó a la sazón el conde metiéndose entre los dos combatientes- ese hombre acaba de salvar mi vida y el honor de mi hija... Ruego a usted que no se empeñe un combate, cuyas resultas han de afligir mi corazón sin ser ventajosas a la patria. Si usted sucumbe, pierde un militar valiente; si perece Jaime, quedan en cierto abandono las propiedades del reino...

-Pero mi deber, señor conde, es superior a tales consideraciones.

-Pero mi vida, señor caballero, la vida de un hombre pacífico es acreedora también a una reflexión más madura.

-Jaime -observó el capitán- no suele maltratar a los vencidos.

-En efecto -respondió el forajido- conténtase con vencer a los que se precian de militares...

-Y alguna vez con sucumbir a su esfuerzo...

-Mientes -gritó el bandido- no hay en el mundo quien pueda jactarse de haberme hecho perder un palmo de tierra.

Empezó el combate: ambos manejaban el sable con igual destreza y osadía; ambos tenían un alma impávida, pundonor varonil, noble deseo de nunca encontrar rival. Todo esto hacía tan dudoso aquel terrible encuentro, que su éxito ponía pavor a las dos únicas personas que lo miraban. En vano insitía el conde en contener al caballero, en vano les suplicaba Julia con lágrimas que suavizasen sus iras; pues no por esto dejaban de continuar con igual furia, y cuando lanzaba la luna algún rayo trémulo en sus semblantes, veíanse pintadas en ellos la intrepidez, la serenidad y el rencor.

Pero la escolta del valiente oficial íbalo buscando por todas partes y empezaba a dirigirse al sitio de la pelea. Un oído tan ejercitado como el de Jaime no pudo menos de advertirlo a larguísima distancia, por lo que, separándose cosa de dos pasos, bajó la punta del acero y dijo a su contrario si trataba de vencerle por el número.

-No por cierto -respondióle- por lo mismo que te reputo valiente, aspiro a la honra de humillarte.

-Pues ¿cómo vienen hacia nosotros tus soldados sin que trates de avisarme el peligro en que me metes?

-Nada percibo, señor Barbudo -replicó el oficial aplicando el oído- será ilusión de un espíritu espantadizo y suspicaz.

-¡Buena ilusión cuando los oigo y los huelo! Ya extrañaba yo hallar un caballero que fuese tan franco y pundonoroso como el corazón que palpita debajo de la manta que me cubre.

-¡Vive Dios que no te engaña esa perspicacia! -exclamó de repente el capitán oyendo las voces y la marcha de su séquito- pero no dirás de mí que sea falso o codicioso... Aprovecha para huir el tiempo que habías de emplear en resistirme; y aunque no sé si obro bien en dejarte libre el campo, siento acá en lo íntimo de mi pecho cierto impulso de heroicidad, al que negarme no puedo después de lo que acabas de hacer y de decirme.

-¡Noble y valiente joven! -exclamó Jaime- si una amistad ciega pudiera recompensar ese rasgo de generosa hidalguía nunca habrías de arrepentirte de obrar como caballero con un miserable bandido.

-Sin embargo, no te fíes: la guerra que te hago será de muerte, aunque igualmente abierta y franca. ¡Ay de ti si, no cambiando de vida, te empeñas en hacer rostro a Portoceli!

Jaime se metió en la selva, y Rodrigo Portoceli acompañó al conde y a Julia al pueblo en que debían pasar la noche. Todos se reunieron en la misma posada, y ensalzó el conde hasta las nubes el valor del capitán y la eficacia de su socorro. Por lo que hace a Julia, había estado muy atenta a los coloquios del oficial con el bandido, hallando en ellos tal abundancia de heroísmo, desprendimiento y valor, que no pocas veces hubo de dar rienda a las lágrimas. Notábase en la misma acometida que se dieron tanto arte en combatir, tanto orgullo en sostenerse, tanta sangre fría en rechazar, que despertaba desconocido interés hacia el bandolero, y admiración ardiente por su joven adversario. Tres veces contempló sus rasgos la doncella al tibio vislumbre de la luna, y otras tantas admiró su expresión noble, imponente y guerrera. ¡Quién sabe si leyó desde luego en ellos las agitaciones de un alma tierna, los generosos movimientos de un corazón pundonoroso y sensible! ¡Quién sabe si, por cierto mágico impulso de simpatía amorosa, traslució al través de sus bien dibujadas líneas el único pecho cuya sensibilidad correspondiese a la del suyo! Ello es que desde aquel instante le profesó inextinguible cariño.

Y respecto de don Rodrigo, embelesado en la melancólica dulzura de la ilustre heredera, paso en su compañía los más deliciosos ratos de su vida. Con la pérdida de su padre hallábase huérfano en el mundo, sin protección, sin más apoyo que su buen nombre y su espada, y fue para él inesperado consuelo hallar aquel ángel de ternura, que compadecía los delirios de su imaginación juvenil y suavizaba con deliciosa mansedumbre los secretos pesares de su ánimo. He aquí como empezó una pasión fatal a entrambos por su carácter irresistible y fogoso.

La frecuencia con que en Murcia se trataban los llevó rápidamente a los delirios más exaltados del amor, por manera que bien persuadidos de que la naturaleza los formara uno para otro, juráronse eterno cariño, y determinaron coronar tan bello afecto con una solemne alianza. La llegada de Leopoldo interrumpió el purísimo curso de tan bella correspondencia: encontráronse él y Portoceli en la casa del conde y manifestáronse fríos, resentidos y suspicaces. Halagados al propio tiempo los parientes con las gracias que les alcanzara Moncadí, trataron de apresurar el enlace: allanáronse dificultades, publicóse por el pueblo, y anunciáronlo a Julia como cosa convenida. Difícil sería la pintura del pesar que sobrevino a esta bellísima joven: en balde rogó, lloró, invocó el nombre y las virtudes de su madre puesta de rodillas a las plantas del autor de sus días; no se la consideraba, no se la atendía, y contestaban a sus quejas que si no se unía a Leopoldo por amor, debía hacerlo por el decoro y estimación de la familia.

Viendo la infeliz desatendido su llanto, impíamente burlados su sentimiento y su despecho, no quiso ser víctima de la codicia ajena, y díjoles con resolución varonil que antes de unirse a Leopoldo se encerraría para siempre en un convento. Pasmáronse de su entereza, pues contaron para sacrificarla con su mansa condición y su dulzura; por lo que, después de un maduro examen, adoptaron la medida de perseguir a Rodrigo, de hacerle perder su fortuna desacreditándolo en la corte, y no importunar a Julia hasta que este joven se hallase sin opinión ni refugio. Leopoldo, autor de conspiración semejante, fue el encargado de dar cumplimiento a tal venganza. El lance de Portoceli con el Barbudo le daba plausible pretexto para desconceptuarlo en el ministerio, suponiendo que no dejó escapar al bandolero sino sobornado por los ofrecimientos que le hizo; y como las apariencias pronunciaban contra él, sobre todo no saliendo en apoyo suyo el mismo conde único testigo de aquella escena, era de temer que un gobierno tan celoso como el de España de procurar el bien y la tranquilidad de los pueblos, altamente castigase semejante perfidia y desobediencia.

Entre tanto había salido de Murcia para perseguir a los salteadores de la sierra, y hacíales guerra terrible sin dejarles descansar en parte alguna. Con todo, las tortuosas veredas de Crevillente, sus ásperas cumbres, prolongadas grutas, ofrecían asilo inaccesible a los ladrones, al paso que el espionaje y las señas telegráficas establecidas por Jaime les procuraban exacta noticia de los movimientos de la tropa. Eran tan multiplicadas e ingeniosas, que formaban un lenguaje completo, por medio del cual no sólo se revelaban las acciones de los soldados, sino lo que pensaban, lo que fraguaban, lo que decían. Todo el celo, toda la actividad de don Rodrigo hubieron de estrellarse contra inconvenientes de naturaleza invencible, capaces de debilitar desde el primer día los propósitos del hombre más valeroso y resuelto.

Después de haber tenido un reñidísimo combate con los salteadores, en el que hubieron estos de salvarse a toda prisa en lo más revuelto de la sierra, recibió un mensaje del astuto capitán diciéndole que habiéndolo conocido por el oficial con quien empezara en cierto tiempo una riña a todo riesgo, deseaba pedirle parecer en asuntos concernientes al interés de sí mismo y de su cuadrilla. Añadíale que para semejante paso aprovechaba con gusto la ocasión de entrar en capitulaciones con hombre tan recto, pundonoroso y valiente.

Si bien sorprendido el noble militar de una proposición tan extraordinaria, y conociendo la celada que podían armarle por medio de tal estratagema, no retrocedió su valor ni quiso negarse a un caso que poderosamente exigía serenidad y audacia. Dejó pues un escrito sobre cierta piedra que se le había indicado, en el que decía estar pronto a entrar en solitario coloquio con el Barbudo.

Convenidos en la hora, lugar y demás circunstancias, aguardó pacíficamente don Rodrigo a que diesen las diez de la noche siguiente para marchar al punto de la entrevista. Distaba como dos horas del pueblo donde fijó su domicilio, y era bastante conocido por varios lances de malísimo augurio entre transeúntes y bandoleros. Presentábase la noche despejada y serena: apenas silbaba por el campo el agradable céfiro de la montaña; y la creciente luna, semejante a las lámparas semicirculares que colgaban los antiguos en los subterráneos templos de Plutón y Proserpina, derramaba una luz placentera y melancólica. Envuelto don Rodrigo en su capa, sin más armas que la espada, y agitándose en lo alto de su cabeza las blancas plumas del morrión colocadas a manera de un penacho flotante, dirigíase con paso acelerado y animoso ademán al encuentro del Barbudo. En balde el silencio de la noche, el desolador aspecto de aquellos desnudos campos, las rústicas cruces indicando asesinatos y violencias, la memoria en fin de horrorosos pasatiempos y sangrientas tropelías, quisieron debilitar su aliento, hacerlo retroceder a su morada: su alma era sobrado enérgica para sucumbir a tales temores, y tan severas en su concepto las leyes del pundonor militar, que hubiera preferido morir oscura y vergonzosamente a manos de los ladrones, antes que darles margen a que vociferar pudiesen su sospechosa prudencia o cobardía.

Al llegar al sitio prefijado advirtió dos piedras en forma de sitiales, mediando entre una y otra la distancia de seis pasos. Miró en derredor y no vio persona alguna: mantúvose en pie aplicando el oído en todas direcciones hasta percibir que se movían las enredadas ramas de un arbusto. De entre ellas saltó Jaime sin trabuco ni arma de fuego; sólo una especie de alfanje, colgado de su tahalí, salía por debajo de la manta con que embozaba la parte superior de su cuerpo.

-Bienvenido -dijo al oficial- Ya sabía yo que un hombre de tanto pecho no dejaría de acudir a esta cita nocturna.

-Pues no lo atribuyas a mi pecho, Jaime -respondióle el militar- atribúyelo al deseo de servir a la patria y de que te acojas a la clemencia de mi rey.

-Sentémonos, si te place, en estas piedras, y aprovechemos este momento de tregua para sernos mutuamente útiles a guisa de enemigos generosos y valientes.

-No te entiendo -dijo sentándose don Rodrigo- ni sé que utilidad pueda resultarme de esta conferencia, salvo la de servir a mi país o arrancarte de la mala vida que llevas.

-Con todo eso no te descontentará saber que mientras te afanas para dejar airosos a los que te envían contra el temible Barbudo, sepárante del ejército sin atención a los méritos de tu padre, ni a tus brillantes servicios. ¿Callas? -prosiguió notándolo algo perplejo- ¿Me descrees? Pues no has de tardar tres días en recibir tu retiro, según la prisa de Leopoldo Moncadí para alcanzarlo.

Pasmado quedó Portoceli, no sólo de la novedad que le anunciaba el Barbudo, sino de lo enterado que se hallaba de unos sucesos y discordias acaecidos entre personas de muy diferente esfera. Pero las últimas palabras de su discurso hiciéronle prestar algún crédito a su noticia; por lo que con acento, aunque firme, melancólico le preguntó si podía indicarle la causa de persecución tan injusta.

-Mejor la sabes que yo -repuso gravemente Jaime- el tierno cariño que profesa a tus virtudes la ilustre hija del...

-Basta -interrumpió Portoceli- nada se te oculta, y si bien me sumerge tal nueva en la aflicción más amarga, no puedo dejar de agradecerte la buena intención que te mueve a decírmela.

-No es de mi carácter complacerme en las desgracias ajenas, ni te he participado tal noticia para que te separes de mí con veneno en las entrañas y un dardo en el corazón. Aunque bandido de estos montes, me precio de hombre sensible; y si alguna vez he mandado castigar a mis semejantes, por mi defensa habrá sido, no por bajos sentimientos de rencor y de venganza. Reinando en este distrito desde que me obligó a refugiarme en los bosques un desgraciado accidente, prodigo la recompensa y quizás el escarmiento, como también acontece a los mejores monarcas. Te doy por tanto este aviso, no para que te amilanes, no porque te desesperes, sino al efecto de que andes prevenido y cuentes con mi socorro en tus míseros amores.

-¡Socorro...! Del cielo lo esperaba, amigo Jaime, y hasta el piadoso cielo me lo niega. ¡Cómo ha de conceder el conde la mano de su hija a un infeliz sin favor y sin fortuna, a un infeliz a quien separan con ignominia de sus antiguas banderas!

-Pero Julia te ama; y mientras se pueda ganar tiempo, ellos mismos conocerán el carácter desleal de ese Leopoldo. Parece que sólo esperan para verificar la boda a que le den a mandar un regimiento, lo que está en vísperas también de conseguirlo. Ignoro por qué extraño capricho ha formado el plan de suponer una ausencia y mantenerse oculto en Murcia, como ya no sea para recrearse en espiar el efecto que la noticia de su ascenso debe producir en la familia. ¡Ah! Más de una vez ha solicitado mi amistad para perderte... No lo logró, tanto por la perfidia del proyecto como por la promesa que te hice en el encuentro de marras; pero sé que se ha metido con cierto cirujano de Elche, hombre avaro por demás y de intención muy dañina, perito en su arte y no menos conocedor de la diabólica ciencia de preparar hierbas y ponzoñas. Como de resultas de cierta cura hecha en la casa, merece ese pícaro la confianza y el afecto del conde de La Carolina, no extrañaría que fraguasen entre los dos alguna conspiración infernal, porque el hipócrita del barbero es hombre lleno de arterías y sutilezas. También ha sonado en mis oídos que se sirve Leopoldo de su auxilio para que el despacho de coronel sea remitido al conde, apresurándose don Judas a fuer de amigo de entrambos a comunicarle tal nueva, a decirle y a aconsejarle al propio tiempo por medio de mil frases ambiguas que apresure el casamiento sino quiere ser burlado en tal empresa y pasar por el público hazmerreír de la comarca. Prevenidos los parientes, harán entonces fuerza de vela para persuadirle suponiendo que Leopoldo, resfriado con los desdenes de Julia y la poca firmeza del padre en hacerse obedecer, no se cura ya de participarles su fortuna, y acaso quiera desistir de la proyectada alianza en mengua del honor y engrandecimiento de la familia. Y cuando lo tengan inclinado o persuadido, he aquí que sale Leopoldo con su brillante uniforme y presentase en la casa a deslumbrarles a todos y a dar el último golpe. Tal es el plan últimamente adoptado para ofuscar a Julia y vencer la natural irresolución del pusilánime conde.

Atento estuvo el joven oficial a las palabras del bandolero: a medida que iba hablando parecíale que quitaban una venda de sus ojos, adivinando el porqué de mil menudencias y circunstancias que antes no pudo explicarse. Desalentado a pesar de su valor al aspecto de una conjuración tan poderosa, lleno de amargo despecho por ver de esta suerte burlados los méritos de su carrera y las esperanzas más dulces de su vida levantóse, y dando lacónicamente las gracias al forajido, volvió la espalda para irse a desahogar libremente su despecho. Mirábalo Jaime con amistosa compasión; y determinado a no dejarle partir de aquella suerte, lo asió del brazo, y detúvole diciendo:

-No hay que amilanarse, señor don Rodrigo: mayores son los enemigos que yo tengo, y esto no obstante los combato y los desprecio.

-¡No hay que amilanarse! -respondió el joven con desesperado acento- ¡No hay que amilanarse...! ¡Ah! Por mucho que fuese mi valor, nunca sería capaz de resistir al sentimiento de perder de un golpe las ilusiones de mi corazón y las recompensas de mis servicios. ¡Qué consuelo hay para aquel a quien quitan el elemento de su orgullo y la esperanza de su pecho, lo que constituía el brillo de su opinión y lo que halagaba las ilusiones de su espíritu!

-Sin embargo, no te has de ir sin conocer lo que vale la amistad de un hombre, aunque rústico y bandido, franco, generoso y resuelto. No puedo ofrecerte guardar prisionero a ese don Judas de Elche en razón de ser protegido de mi camarada Amorós, a quien sirvió en otro tiempo; pero yo andaré a la zaga de sus proyectos, y me ganaré espías en su misma casa a fin de desbaratarlos. Por el pronto no enviará el despacho de Leopoldo sin que tropiece yo con él en el tránsito de esos caminos reales; y como tratase de remitirlo por el correo, registraré las valijas hasta apoderarme de tan importantes documentos. Averiguaré también en qué casa de Murcia se oculta tu enemigo, te lo avisaré, y dirígeste a su encuentro, y lo retas, y lo citas para un singular combate. Cuenta empero con que el sitio que elijas caiga bajo mi protección, a fin de no dar lugar a las asechanzas que puedan urdir los parientes. Tu valor me inspira para este lance una confianza segura: no es necesario que lo mates, bastará con que lo hieras, y de este modo no sólo ganamos tiempo para que te justifiques en la corte, sino que desbaratamos el plan que ha concebido don Judas.

-Pero ¿cómo quieres que así me desentienda de la delicada misión que con tanto celo me han encargado mis jefes?

-De aquí a dos días no sólo tendrás quien te reemplace, sino que, como te he dicho, dejarás de pertenecer a la milicia.

-Es verdad -respondió tristemente don Rodrigo- pero aún entonces, ¿de qué modo, amigo Jaime, recompenso tu amistad y tus oficios?

-¿No te debo yo la vida? ¿No es por mi causa que te declaran traidor y te quitan el empleo? Además, tu valentía y tu conducta se granjearon mi afición desde el instante en que con el acero en la mano hice conocimiento contigo.

Y bien... Cuando todo me abandona, cuando no encuentro apoyo en la sinceridad de mi amor, ni en mis servicios, ni en la ilustre memoria del autor de mis días, qué mucho, ¡oh Jaime! me aconseje la misma desesperación no rehusar las ofertas...

-¿De un miserable forajido? ¡Ah! Si pudieras descender de tiempo en tiempo en lo íntimo de mi pecho, hallarías tal vez un corazón digno de ti, justamente horrorizado de no descubrir en torno sino miserias, latrocinios y desastres. ¡Pues qué! ¿No tienen sus amarguras lágrimas de pasajeros, y balbucientes súplicas de tímidos caminantes? ¡Oh don Rodrigo! Yo te juro que mil veces quise tirar el trabuco, no sólo para no presenciar tales lástimas, no sólo para dejar de oír tales clamores, sino al efecto de correr tras las dulzuras de una vida menos angustiosa y agitada. ¡Vivir durante el día en continua alarma, temiendo los ardides de cuantos manda el rey contra nosotros...! ¡Ocultarse por la noche para no excitar la codicia de nuestros mismos satélites...! ¡Recelar hasta de los parientes, hasta de la impúdica mujer que nos prodiga sus halagos...! ¡He aquí la eterna, la infernal agitación de un miserable proscrito!

Aquí calló algunos momentos, cubriéndose el áspero rostro con las manos. Contemplábale Rodrigo con religioso silencio figurándosele oír sus reprimidos sollozos, sus sufocados suspiros... Serenóse después de un rato el bandolero, y esforzándose en aparentar cierto sosiego siguió con voz más corriente y apacible hablando al oficial de esta manera:

-Cuando no hay lance nocturno, despídense al ponerse el sol las gentes de mi cuadrilla, y busca cada uno grutas y madrigueras ignoradas de los demás para librarse de la traición encubierta. Pregónanse por el pueblo nuestras cabezas, excítase con las recompensas la avaricia de los hombres, y ya no descansa el ánimo temiendo siempre los dogales de una horca, la perfidia de otro ladrón, los puñales de un amigo...

¿Y no sería mejor que, retirándote a otras comarcas, buscases la quietud de que careces en los honrados medios de hacer decente fortuna?

-¿Cómo quieres que se doblegue al trabajo un hombre acostumbrado a vida activa y errante, holgazana y caprichosa A lo menos me ha proporcionado mi industria cierta seguridad y dominio en esta sierra, al paso que un instinto de moderación y buena crianza el aprecio de los mismos que tienen la mala suerte de caer en nuestras manos. ¡Ah! Tú me defenderás algún día ante los jueces, y no tanto para justificar el servicio que te debo, como al efecto de dar pábulo a la generosidad de tu carácter.

-No lo dudes, Jaime; y si el destino coronase mis deseos, creo que el mismo ángel por quien tanto te interesas te proporcionará los medios de vivir de otra manera.

Separáronse esto dicho, empezando para entrambos una conexión, que hasta el desenlace de estos sucesos no debía entibiarse ni romperse. Pasóse algún tiempo antes de que nombrasen coronel a Leopoldo, pero muy pocos días para que recibiese Portoceli su retiro. Acaso desconfiando Moncadí del plan trazado por don Judas, o impaciente al ver lo que se retardaba su ascenso, apeló sin más demora al perverso recurso de enajenar las potencias de la angelical doncella. Por más que nadie sospechó en los autores de este crimen, y que el éxito de la bebida no hubiese sido tan completo como el cirujano prometiera, no dejó de jurar Portoceli la venganza de Leopoldo y de don Judas, apresurándose a retar al primero desde que por medio de Jaime averiguó su domicilio. Ya ha visto el lector como se aprovechó Moncadí de la tardanza de su desesperado rival, para no exponerse sin duda a la exaltación de su furia y al justo castigo, que le anunciaban los remordimientos de su conciencia; bien que la suprema justicia que gobierna el mundo le hizo hallar una mutilación vergonzosa en el propio instante que se jactaba de quitar los obstáculos a su amor y a su lujuria asesinando cobardemente a su contrario.




ArribaAbajoCapítulo VII


Y a par que advierten al gallardo ciervo
sueltan del lazo los hambrientos canes


Valbuena                


Los últimos reflejos del sol doraban las altas torres de la ciudad de Murcia cuando el discípulo y aprendiz de don Judas Rosell entraba por sus espaciosas puertas con semblante taciturno y pensativo. No había mucho que dejara al bandolero Jaime en los vericuetos de Crevillente, y estaba resuelto para evacuar sus encargos a arrostrar toda suerte de peligros. Metióse por un barrio solitario, y dio al fin con cierta calle, seguramente la menos transitada de su recinto, la cual anduvo recorriendo como si cotejase las señas de alguna habitación que llevaba in mente, con las que le ofrecían las casas de tan apartado cuartel. Después de recorrerla no sin detención e incertidumbre, decidióse por una tan modesta en su frontispicio como cómoda y holgada por lo que en lo exterior podía juzgarse. Metióse en su zaguán, que ofrecía bastante desahogo; y habiendo llamado con tiento, salióle a recibir para ver lo que quería una mujer algo entrada en años, bien que sin presentar indicios de achacosa ni decrépita. Preguntóle el mozo si podría hablar a su amo de parte del hombre de la sierra, expresión que trocó en afabilidad la aspereza y desconfianza de aquella ama de gobierno. Introdújolo en una salita regularmente alhajada, donde entró a poco rato don Rodrigo y púsose a conferenciar con el mensajero. Hablaron de los vagos planes de don Judas, de la desgracia sobrevenida a Moncadí y de la influencia universal del Barbudo en todas aquellas tierras. Participóle el mozo que ni él ni Jaime habían podido averiguar la impresión que habría hecho al cirujano el infortunio de su protegido, ni los nuevos proyectos que habría trazado, tanto con objeto de llevar adelante el casamiento, como de vengarse de Portoceli y del Barbudo.

-¿Pues cuál ha sido entonces la ocasión de tu mensaje? Aguardábate con ansia a fin de saber todo esto e imaginar eficaces medios contra la maligna intención de nuestros enemigos; y según voy viendo obran con tanta cautela, que hasta al Barbudo se ocultan sus vengativas tramas.

-No obstante, es preciso averiguarlas: Jaime me ha encargado repetírselo a usted, diciendo que a falta de otros recursos se procurase una entrevista con doña Julia.

-Pero has de saber que no me atrevo, en razón a que desde mi combate con Leopoldo me siguen los pasos para pillarme con ella.

-Gran desgracia, señor, si no hubiese ya atinado nuestro Jaime en desvanecerla. Díjome pues que siendo los dos a poca diferencia de igual talla, debía calzarme las botas de usted, embozarme en su capa, llevar el sombrero de galón que comúnmente lo distingue y dar con tal equipaje algunas vueltas por los sitios más públicos de la ciudad, en tanto que con diferentes arreos procuraba usted hablar a la señora hija de los condes, y conocer por ella el estado de la injusta persecución de sus parientes.

-Pues manos a la obra: empieza a anochecer, y la hora no puede ser más propicia. Con ayuda de mis hábitos desviarás fácilmente a los alanos de la buena pista. Y no es necesario que divagues mucho: bastará con que des cuatro paseos para que te descubran, te espíen y te sigan, viniéndote después aquí en donde aguardarás hasta que yo me recoja.

En un momento se verificó la transformación: ya hemos dicho que la estatura de Santiago era poco más o menos la misma de don Rodrigo, y habiéndole éste adiestrado en el modo de llevar la capa y de imitar sus pasos y el aire de su persona, nadie hubiera dejado de equivocarle con nuestro héroe. El supuesto don Rodrigo salió por la puerta principal llamando la atención de todo el barrio, al paso que el disfrazado Portoceli escapaba por otra correspondiente a un callejón escusado, y dirigiéndose hacia las ruinas contiguas al jardín de la casa del conde para ver de conferenciar con su querida. Razón será sin embargo que dejemos a los dos amantes comunicándose sus cuitas y repitiéndose el juramento de sus amores, para que sigamos el altivo paso que llevaba el aprendiz de don Judas.

Erguido y satisfecho de sí mismo, como todo el que representa algún papel algo superior a su esfera, recorría los principales sitios de la población ufano de su importancia y revolviendo allá en su mente lisonjeras ilusiones de vanagloria y fortuna. Como estaba acostumbrado a atravesar las calles sin que nadie reparase en su persona, placíale sobremanera la atención de que usaban generalmente los transeúntes, y los saludos que le dirigían personas de noble carácter. Tales muestras de respeto no hacían más que engendrar nuevas vanidades y esperanzas en su ánimo, por manera que a cada vuelta se presentaba más tieso, semejante a uno de esos reyezuelos de comedia que con tanto énfasis representan los famélicos cómicos de la legua.

No poco acrecentó su orgullo el reparar que le iban siguiendo dos hombres a cierta distancia embozados en sendas capas. Tomólos por satélites de Leopoldo, y deseoso de divertirse a costa suya y hacerles pagar caro el espionaje, resolvió llevarles a buen trote por toda la ciudad, y meterles en las calles peor enlosadas y más sucias. Reíase él mismo de tan feliz ocurrencia, y poniéndola inmediatamente en ejecución, comenzó a describir tantos giros y revueltas, y a engolfarse por tantas callejuelas y encrucijadas, que bien pusiera a prueba la ligereza del más suelto cazador que hubiese pensado irle al alcance. Sin embargo, volvía de cuando en cuando el rostro con disimulado movimiento, y notaba siempre a tiro de ballesta los mismos bultos con una tenacidad y diligencia que le admiraba y encendía en irresistibles deseos de burlarles.

A todo esto había ya rato que desapareciera el crepúsculo de la noche y que alumbraba las calles la escasa luz de los faroles. Las gentes dejaban de transitarlas; ni se oía el bullicio del hogar, ni el martillo del artesano; antes todo iba sumergiéndose en un sepulcral silencio. Cansado de sus correrías, a la par que satisfecho de haber logrado despernar a los que acechaban sus pasos, determinóse Santiago a dar la vuelta hacia la habitación de don Rodrigo, al tiempo que advirtió que aquellos bultos se le aproximaban de modo como si quisieran insultarle. No iba enteramente desprevenido, por lo que echando mano a una pistola del cinto, se puso en disposición de sostener cualquier ataque alevoso. Dobló el ángulo de una esquina y percibió mucho más inmediatas las recias pisadas de uno de los espías; quiso apretar el paso, y lo apretó el otro también; remó y agitóse para alcanzar sitio más concurrido, pero sobre hallarse muy distante de todos ellos, conoció con harta zozobra que la hora no era oportuna, que se hacía preciso luchar, y arrepintióse aunque tarde de su juvenil imprudencia. A todo esto iba sonando más cerca la torpe y pesada andadura de su enemigo, y parecíale olfatear su tosco aliento, y sentir su resuello aguardentoso y villano. Metido entre la espada y la pared, saca el pobre mozo fuerzas de flaqueza y con la pistola en la mano vuélvese súbita y resueltamente contra el descomedido sayón que le perseguía, al tiempo que descargando éste un hachazo descomunal sobre sus hombros, lo descoyunta y lo rinde. Cae Santiago arrojando sangre por narices y boca y soltando lastimosos gritos, mientras anda tentándose el otro en busca del puñal para acabar a su sabor con el malogrado mancebo.

-¿En qué te detienes? -preguntóle el compañero que había estado atisbando desde alguna distancia el éxito de tal alevosía.

-En registrar la navaja para abrirle una compuerta de ocho puntos.

-¡Qué navaja ni qué demonio! Dale otro par de hachazos, y ganemos de un salto la casa de don Leopoldo.

-No me da la gana, que quiero holgarme con su cuerpo.

-Huélgate enhoramala con los cuernos del demonio. ¿No ves, mandria, que cada grito de esos que pega atrae sobre nosotros, más listos que un escuadrón de perros, a todos los escribanos de la villa? Venga acá el chuzo, y vete a holgar si gustas de zambra con el colmilludo hocico de tu abuelo.

Y echó mano aquel hombre maligno al hacha pesada de Crispín, y dando con ella tres o cuatro porrazos en la cabeza del caído, hízole exhalar en breve el último aliento.

-Ahora dile que se levante.

-¿Si le parecerá a maese Rosell que hubiera podido tenerse en pie desde el primer torniscón que le arrimé al cogote?... La verdad, teníalo por hombre más recio e iracundo, y veo que media muñeca me sobraba para dar con él patas arriba.

-Ea, vente conmigo, y te llevaré por donde no corras riesgo de topar con la justicia.

-¿Y a qué sitio hemos de ir, maestro?

-A la habitación de don Leopoldo.

-Un cuerno...

-¿Pues...?

-A la taberna a refrescarme un poco la sangre, como tengo de costumbre siempre que descargo un buen golpe.

-Conmigo te has de venir, zopenco, que no es razón perdamos por tu culpa la reputación y la vida.

A pesar de que pasaba en voz baja este sombrío diálogo, no dejaron los vecinos de percibirlo, y como les habían asustado los clamores del doliente, determináronse a gritar socorro desde las azoteas, y a entreabrir quedito las ventanas. No aguardó don Judas a que se repitiesen estos indicios de alarma, antes dejándose al bárbaro Crispín junto al cadáver de Santiago, puso los pies en polvorosa echando a correr por aquellas encrucijadas con paso tan silencioso y rápido, que no le aventajara la más inmunda hiena cuando olfatea a larguísima distancia el rústico cementerio encajonado dentro de las tapias de alguna campestre villa.

-¡Llévente dos mil demonios! -murmuró Crispín con feroz sonrisa de desprecio- Si pudieras vender a peso de oro el miedo que tienes metido en ese cuerpo, yo te aseguro que en breve hilarían de tu cuenta cuantos gusanos de la seda se crían en las orillas del Segura. ¡Vaya un hombre...! Suelto para levantar la caza, taimado en disponer la red, pero cobarde en el momento de sacudir al abejorro. ¡Vaya un hombre...!

Y así diciendo encaminóse como si nada hubiese hecho a cierta taberna de que era oficioso parroquiano. Pero avínole muy mal que andaba ya por el barrio algo diligente y despabilada la justicia, de modo que sin poderlo evitar y no queriendo huir por no hacerse reo, dio de hocicos con una gentil comparsa de alguaciles, que unánime le detuvo por hombre sospechoso. Mandó el que los capitaneaba arrimar los faroles a su rostro, y al notar la rudeza de sus facciones, la negrura de su piel y el mal pelaje de su asquerosa persona, ordenó que lo registraran, con lo que halláronle, además del puñal, otros mil instrumentos de sus bellaquerías y latrocinios.

Sin más preámbulos dieron con él en un calabozo húmedo, lóbrego y lleno de sabandijas. Un jarro de agua y un poco de paja en que acostarse componían su adorno, y no disfrutaban más luz sus pringosas paredes que la que comunicaba cierta especie de rendija o claraboya sutilmente practicada en lo alto de la bóveda. Echó Crispín una sombría ojeada al aposento al tibio vislumbre de la opaca linterna del carcelero; y sin mostrar pesadumbre de estancia tan desaliñada y rústica, arrimóse al ángulo de la paja, y echóse en ella alargando los pies para que le acomodasen los grillos, como hombre ya acostumbrado a las ceremonias de tal recibimiento.

-Cuidado -dijo el alcaide- que apenas tengo hierros para tan robustos carcañales.

-En efecto -respondió el mozo que se los ponía- tal debe de correr ese mastín...

-¿Pues cómo te estabas tan quieto -preguntóle el alcaide- siendo así que de un brinco hubieras burlado la ronda?

-¡Quieto! -murmuró Crispín- Ya se ve; el hombre que va su camino no se cura de correr para que los señores golillas no formen mala sospecha.

-Pero sí por no caer en las garras de la justicia, hermano.

No estoy de humor de disputas; si esa señora se precia de caritativa, tráiganme como obra de tres o cuatro libras de queso y siquiera dos azumbres de aguardiente, y déjenme comer a mis solas y en sosiego el pan del rey.

-No acostumbramos regalar de esta suerte a nuestros huéspedes, pero cuenta sin embargo con medio pan de munición y un jarro de agua purísima, alimento sano y a propósito para despejar tu juicio. Así responderás al juez, en términos que no te arranque una sílaba que perjudicarte pueda.

Cerraron entonces la puerta del calabozo, y dejaron en soledad espantosa al antiguo camarada del Barbudo. Todavía percibió el ruido de otros cerrojos correspondientes a puertas más distantes, y el eco de los pasos del alcaide y sus satélites perdiéndose por los abovedados corredores de aquel inmenso edificio. No amilanándose empero ni haciendo alto siquiera en la triste perspectiva de su situación, trató de acomodarse como mejor pudo y supo de suerte que menos sintiese el peso de los grillos, y echóse a dormir a pierna suelta, muy persuadido de que el favor de don Leopoldo lo había de sacar a la hora menos pensada de tan custodiado encierro.

Dejémosle entregado a su estúpido reposo, y veamos qué es lo que hacían los demás personajes de esta historia. Ya puede considerarse que no tardaron a saber la prisión de Crispín los que le habían empujado a tal asesinato, cosa, para decir verdad, que los puso en el mayor conflicto, pues temían la declaración de aquel hombre sin ley, dispuesto a revelarlo todo o para librarse del castigo, o para vengarse de los que no se esforzasen en protegerle. Pero su más cruel angustia fue que hubiesen errado la víctima, sacrificando a un joven desconocido en vez de aquel cuyo mérito se oponía a la venganza y elevación de entrambos. La pena que no pudieron menos de causarle estos contratiempos enconó algún tanto la herida de Moncadí, bien que no tan de recio que le prohibiese el facultativo salir del lecho para dar alguna vuelta por la estancia. Reclinado pues en un gran sillón de damasco y suspendido el brazo de un cabestrillo pendiente del hombro, hallóle don Judas al segundo día de la muerte de Santiago. Aunque su presencia infundía cierta pesadumbre a Leopoldo, no dejaba de conocer que estaba bajo el dominio de este varón mal intencionado, tanto por el auxilio que clamaban los agudos dolores de su herida, como por los medios de llegar a su venganza; pero sobrellevábalo con paciencia puesto que no era ya posible retroceder. En tanto manifestábale el otro con su humillación rastrera que se alegraba de encontrarle más tranquilizado y pacífico.

-Sí por cierto -respondió Leopoldo con toda la aspereza de su humor hipocóndrico- ni más ni menos que un miserable can acometido del mal de rabia. Acércate a reconocer la herida, y verás chispeando en ella todo el veneno de mi corazón. Pero cuidado con lo que haces, hombre; anda despacio y con tiento; mira que me escuece mucho; mira, ¡vive Dios! que si la azotara el ala de un leve mosquito, habíame de parecer inflamado puñal o hierro agudo.

-No hay que temer -repuso don Judas con cierta sorna- ahora mismo derramaremos un bálsamo sobre ella capaz de refrescarla y quitar esa irritación que vuestra señoría sufre con tanto ánimo.

-¿Con ánimo, pícaro? ¿Con ánimo? -repitió Moncadí rechinando los dientes y desgarrando entre ellos un pañuelo para desahogar la ira causada por la violencia de sus dolores- La sufro como sufriría las llamas del purgatorio. Arde y humea el hueso de ese tronco ni más ni menos que el acero que sacan de la fragua, y aún creo que lo has de oír silbar en cuanto lo rocíes con el bálsamo de que hablas.

-No dude vuestra señoría de su eficacia respecto de las dolencias del cuerpo; después probaremos remediar las del espíritu.

-Judas Rosell -exclamó el doliente cuando a beneficio del bálsamo percibió un inesperado alivio- Judas Rosell, convengo en que eres hombre muy diestro para hacer insensible el cuerpo a la agonía sutil de esos dolores, pero algo menos docto para calmar la efervescencia del ánimo.

-Verdad es que debe ser exaltadísima, sobre todo desde la prisión de ese alano de Crispín.

-Fácilmente me consolara de su muerte, aunque perdiese un brazo que podría serme útil.

-¿Pero cuáles son en suma las calidades de ese bruto?

-Las de un perro de presa, amigo Rosell: tirarse ciegamente a la víctima y sin ladrar destrozarla.

-¿Y teme vuestra señoría que cante?

-¡Qué sé yo a qué podrá obligarle el necio temor de la horca! Ello es cierto que mata a un hombre sin lavarse las manos después; pero a veces todo ese gallo se convierte en aguachirle así que...

-Bueno, bueno; haremos algo por él, a lo que también me obliga la justa consideración de que no dejaba de servirme en aquel golpe, y que al fin no es culpa suya haberlo descargado en quien nada nos hiciera.

-¡Cómo que emana de tu inapelable torpeza! Porque ¿quién ha visto equivocar un ciervo con un jabalí? Merecería el que tal yerro comete que le plantasen los cuernos del uno en la boca, y los colmillos del otro en la cabeza.

-Pero, ¿no advierte vuestra señoría que no me llama mi profesión al noble ejercicio de fatigar el montee? Y no es decir que no tuve mis dudas al verlo tan andariego y casquivano; pero la conformidad del traje, la semejanza de la estatura, y la ocasión de haber salido de la misma madriguera me deslumbraron en términos, que sin más preámbulos soltéle el mastín de vuestra señoría que se tiré a sus orejas con notable rencor y pujanza. Portóse en efecto con tal gallardía, que no he de parar hasta sacarlo del mal paso en que se ha metido por culpa en parte suya, en parte nuestra.

-Apenas te ha de bastar toda la sutileza de que te jactas. No creo que se tarde mucho en arrancarle del buche la confesión del crimen; y una vez la suelte, arrástranlo por los talones a la horca. Ahora si crees poderlo descolgar del patíbulo, y enderezarte el cuello, y no dejarle señales de la soguilla de esparto, milagro más reservado al poder de Satanás que a las tretas de tu industria, ya es otra cosa.

-¡Pardiez! A decir verdad, nada menos me propongo que obligarle a dar un salto desde el pie mismo del suplicio.

-Fanfarronadas, amigo Rosell: toda la huerta estará mirando la fiesta.

-Pues mande vuestra señoría venir al populacho de cien leguas en contorno, a ver si será bastante para frustrar los ardides de mi ingenio.

-No puede ser, como lo logres, sino que tengas pacto con el diablo.

-Con el diablo no -repuso el cirujano riéndose de la interpretación de don Leopoldo- pero con gentes dos deditos más astutas, no lo niego.

-Pues habla claro, perro descreído; que si tratas de divertirte porque me veo alicaído y doliente, yo te juro...

-Basta, esforzado bienhechor mío -interrumpió don Judas- quise decir que contaba con cierto compadre que para semejantes lances vale mucho.

-Adelante.

-Nada menos que con maese Diego, honrado verdugo de esta capital y su partido.

-¡Ah! Imposible fuera que un bicho tan venenoso y travieso como tú no hubiese tenido alguna cuenta que ajustar con semejante funcionario: y eso que manejas todavía los dedos, y se levanta erguida tu cara de mico sobre tus hombros; pero no dejarás de llevar por cierto algún escudo de distinción en las espaldas.

-¡Calle...! pues no me disgusta que vuestra merced se chancee, que así me prueba la milagrosa eficacia de mis bálsamos. Por lo demás, mis conexiones con maese Diego no traen otro origen que la venta de membrudos ahorcados por mi regaladísimo dinero.

-¡Bribón! -exclamó con horror don Leopoldo- ¿Si pretenderás armar con sus hediondos cadáveres sortilegios y maleficios?

-¡Ah! ¡Ah! ¡Ah! No en mis días -respondió el doctor, a quien divertía en extremo la torpeza del enfermo- lo que yo pretendo, con perdón de su señoría, es disecarlos, anatomizarlos y conocer su disposición y artificio por medio del prolijo examen de su estructura. ¡Oh! Si se dignara honrar vuestra señoría con su presencia mi humilde laboratorio, quiero decir el gabinete donde estudio, vería mil preciosidades y lindezas, como por ejemplo la cabeza de aquel célebre malhechor colgada por la justicia en la embocadura del puente, el corazón del otro que se tiró meses atrás desde la torre de la catedral por el gusto de matarse, y hasta el elegante esqueleto de aquella Angustias que tanta fama dejó de donosa por el pueblo, como de penitente en la galera. ¡Ah! ¡Cuánto placer hubiese tenido en colgar también la nervuda aunque delicada mano de vuestra señoría entre objetos tan curiosos y peregrinos!

-Al grano, insolente, al grano: mira no te mande echar una mordaza antes aún que me expliques de qué suerte pueden ser útiles a Crispín tus infernales tráficos con maese Diego.

-Decía, señor coronel, que como pueda arreglármelo con éste, y persuadir al otro que sin descoser los labios se deje llevar al suplicio, seguro de que su muerte no será, gracias a mis artes, más que figurada y momentánea...

-¡Bravo! y si pudiéramos, en caso de que rabie por decir algo, ponerle cuatro palabritas en la boca que envenenasen la poca reputación que le queda a ese fatuo de...

-¡Valiente idea! -gritó don Judas frotándose las manos- No sé cómo no se me había ocurrido cosa tan natural y oportuna.

-Veamos ahora de qué manera salva de la horca tu sagacidad quirúrgica al iracundo mastín que nos roba la justicia.

Empezó don Judas a desenvolver el plan ante su ilustre discípulo, pero el lector tendrá a bien que dejemos en libertad a tan digna pareja para que sin estorbo ni empacho trace y combine sus humanísimos proyectos, cuyo resultado no tardará en demostrarnos el sesgo y naturalísimo curso de la historia. Ello es que, aunque compuestos los dos de diferentísimos elementos, estaban tan bien atraillados al efecto de concebir y ejecutar diabólicas travesuras, como aquellos perros de caza diestros unos en levantarla y sueltos los otros en destruirla.