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ArribaAbajoCapítulo X


¿Por qué así bramas y tuerces,
Torrente de Lucifer,
si en el mar has de morir,
y en el mar te has de perder?

Serían como las cinco de la tarde cuando se oyó el plañidero son de las campanas de Murcia anunciando a sus tristes habitantes el próximo fin de un delincuente. Llevábase en tropel el populacho hacia las calles por donde con fúnebre silencio, únicamente interrumpido por las pías amonestaciones del religioso, iba desfilando la comitiva compuesta de varios sacerdotes y hermandades, y llevando en alto un devoto crucifijo. Entremezclábanse con ellos algunos ministros de la justicia ordinaria, y percibíanse a lo lejos los mesurados golpes del enlutado tambor que precedía a la guardia encargada de custodiar al reo. En medio de dos religiosos y algo sostenido por los verdugos, caminaba el infeliz arrojando siniestras miradas y manifestándose menos compungido de lo que parecía exigir escena tan imponente. En vez de atender a las inspiradas palabras del amonestante, esforzábase en repetir que era inocente y que pagaba los delitos de un hombre, a quien por ser de otra clase no perseguían los jueces. Pero así que habiendo ya salido de las puertas de la ciudad descubrieron alzándose en el centro de vasto campo los altos palos de la horca y las escaleras, que se dibujaban en el azulado horizonte, cesó Crispín en su desvergonzada habladuría, inclinó la cabeza sobre el pecho, y púsose a gruñir como un marrano y a murmurar de su suerte. En balde redoblaba el religioso su eficacia a fin de inspirarle la resignación de un mártir: la idea que le había repentinamente ocurrido de que el coronel y el cirujano no tendrían el menor escrúpulo en faltar a su palabra, y de que cuanto le habían dicho no fue quizás mas que un pretexto para que no revelase su complicidad en el crimen, hacíale temer la muerte y bañaba sus toscos miembros con el sudor frío que frecuentemente la precede. Con todo, su suerte era ya irrevocable, e íbanlo arrastrando al fatal instrumento de su agonía, en donde debía permanecer colgado hasta que sirviese de pasto a las aves de rapiña. Las gentes agolpadas para verle morir eran sinnúmero; de todas partes acudían numerosos pelotones por la fama de haber servido el reo en las filas del Barbudo, y por las medidas que se habían tomado al efecto de frustrar toda tentativa de parte de este bandolero si se arrojaba a libertarlo. A todo esto subía ya la escalera echando rabiosa espuma por la boca y profiriendo horribles blasfemias contra los autores de su desgracia. Pidió hablar a los jueces y se lo negaron; sentado en lo alto del suplicio trató de denunciar al público a Leopoldo y al cirujano; pero el verdugo, bien prevenido en lo que debía obrar, púsole la mano en la boca y derribóle desde el penúltimo escalón cuando menos lo esperaba. Levantóse un grito universal de angustia al contemplarlo cayendo y agitándose por el aire, hasta que al verlo gesticular, cerrar los ojos y torcer la cabeza se convirtió en ferviente murmullo de bendiciones y plegarias por su alma.

Dentro de muy breves momentos descendió el ejecutor anunciando que el reo acababa de expirar. Moviéronse las oleadas del concurso en diferentes direcciones; desfilaron las tropas y las hermandades; volvieron grupa para dar fe los escribanos, y sólo quedaron junto a la horca aquellos aficionados intrépidos que no abandonan el teatro hasta haber estudiado el mecanismo de la ejecución y el ingenio del verdugo en la aspereza o suavidad del gesto con que muere el delincuente.

Poco a poco fueron desapareciendo de aquel sitio ya por el cuidado que reclamaba el régimen de las puertas de la villa, ya también por temor de que cerrase del todo la noche dándole con lo fúnebre de sus sombras un aspecto capaz de poner espanto al más desalmado bandido. Sobre vino efectivamente tan lóbrega, que apenas había otra luz que la que de cuando en cuando despedía la luna por entre las aberturas rápidamente formadas por las nubes. Y al tiempo que uno de estos fugitivos rayos alumbraba el silvestre recinto donde levantaran la horca, advertíase moviéndose aún el pesadísimo cadáver de Crispín, rodeado de agoreras aves de rapiña descosas de envainar los picos en sus carnes hediondas.

Yacían empero los habitantes de Murcia sumergidos en el más profundo sueño, cuando tres hombres envueltos en sendas capas y alumbrados por una linterna sorda, salieron de los jardines de la casa de don Leopoldo Moncadí, dirigiéndose hacia el río en donde agradablemente terminaban y debían encontrar una lancha amarrada junto a la escalinata que servía de embarcadero. Dejaba percibir el viento un melancólico silbido, y continuaba la luna lanzando de tiempo en tiempo algún fugitivo rayo. Los tres individuos de que hablamos entraron en el barquichuelo guardando triste silencio y usando de las mayores precauciones para no llamar la atención de nadie. Era el uno alto, vigoroso y fornido; el otro flaco, macilento y encorvado; y el último, de estatura más que mediana, al parecer singularmente avispado y travieso. Sin hacer el más leve rumor aproximaron el bote a la tierra y saltaron dentro, no sirviéndose de remo alguno, antes dejando que se deslizase a su albedrío sin otro esfuerzo que el natural impulso de la corriente.

-Hasta que pasemos por debajo del arco, es fuerza navegar con todo este silencio -dijo en voz baja uno de los tres- de lo contrario, hermanos, llamaríamos la atención de la centinela que lo guarda.

El que hablaba así era el más joven, y había tomado el timón para dirigir la frágil nave. Con suma destreza la llevó hasta pillar el centro del río, y manteniéndola entonces en un perfecto equilibrio sin dejarla ladear a ninguna de las riberas, enderezóla por el mismo ojo del puente con tal precaución y tino, que ninguno de sus nocturnos guardianes reparó en ella. En cuanto estuvieron bastante lejanos de aquel peligroso punto tomaron los otros dos un par de remos, envueltos en trapos para que metiesen menos rumor, y no sin diestro manejo y blandura comenzaron a favorecer el impulso de la lancha.

-Por vida mía, compadre, que hallasteis un lindo oficio -dijo un remero al otro- Dejé a usted, si no me engaño, ocupado en cicatrizar las heridas de un gentil caballero, y encuéntrole empleado ahora en robar a la horca los fríos despojos de un pícaro.

-Calientes y muy calientes, amigo lacayo -respondió su compañero.

-Calientes porque usted lo cacarea, señor Herodes; pero no porque yo me lo presuma, a menos que me explique su sabiduría la rareza del fenómeno.

-No hay más dificultad que la torpeza de tu caletre. Has de saber que esta suspensión del cuerpo humano causa la muerte por apoplejía, lo cual quiere decir en tu vulgar idioma que las venas se comprimen de tal suerte que no dejando circular la sangre hacia el corazón, la mueven hacia el cerebro y... buenas noches. Añade a ello que no recibiendo los pulmones la indispensable porción de aire vital a causa del corbatinillo de esparto... ¿estamos?

-Sí señor, que estamos todos, sin que dejemos de comprender las causas que rematan al ahorcado. Lo que verdaderamente no alcanzamos son las que salvarle pueden de tan extremado apuro.

-¡Pardiez! -exclamó don Judas- Ahorcármelo de manera que las arterias carótidas no sean comprimidas, y no habrá apoplejía; haced en seguida que el corbatín no apriete la nuca, a fin de que el aire pueda entrar y salir como le dé la gana, y lo mismo vivirá un colgado de esos que un gran señor paseándose en carroza.

-Hasta aquí también lo comprendo -opuso Luis el ayuda de cámara de don Leopoldo- pero lo que siempre dudo es cómo se ha de verificar todo esto con un pícaro manequín que lo suben y lo bajan, que lo cuelgan y lo descuelgan hasta finalmente dejarlo para sabroso pasto de cuervos y de buitres.

-Si hubieras dedicado una parte de tu vida a provechosos estudios, señor barbilucio, no te mostrarías tan terco en dudar de la ciencia que me distingue. Pero, para que veas la distancia que media entre un hombre metido en disecar cadáveres y otro muellemente dedicado a rizar cabellos y a cepillar uniformes, has de saber que lo primero que me procuro para semejantes milagros son unas fajas como las que sirven para cinchar los caballos, cuidando no obstante de que no sean elásticas. Colócase el pie del paciente en una especie de estribo formado por ellas mismas, y hágolas subir después por el tronco de las piernas hasta unirse a un cinto del propio material, de donde parten otras tiras que le enjaulan los hombros y el pecho a fin de mantenerlo en perfecto equilibrio. Pues esas tiras, señor boquiabierto, cuelgan de un sutil collarín de acero, algo ahuecado para que no se deslice el dogal, que harto comprendes que a él debe apretar y no a la garganta del pobre diablo que sólo de la muerte escapa con tan peligroso ardid. He aquí pues que cuando me lo tumban de arriba abajo no queda pendiente de la cuerda, sino enjaulado entre un laberinto de vendas sutil e ingeniosamente ordenadas para que con equilibrada fuerza lo mantengan suspendido en el aire, de suerte que ni las venas se compriman, ni se impida la respiración, ni se le rompa la nuca.

-¡Rara y milagrosa invención! -exclamó el lacayo.

-Y como si lo es -respondió el cirujano- que si por un privilegio del destino hubiese de bailar el lindo paje al extremo de una cuerda, no necesitaba mas que de mi industria, de un jubón recio rematando en collarín de metal, y de un compadre sobre todo tan corriente y moliente como maese Diego.

-¡Vive Dios, señor Herodes, que si no trata de morderse la lengua puede ser que lo regale sin encomendarme al cielo a los peces del Segura!

-No hay que amostazarse -añadió el lacayo- ni decir en voz alta de esta agua no beberé; antes bien tener presente la lección de maese Judas por si algún día nos pudiera hacer al caso. Pero hablando de otra cosa, ¿no ha de ser bien estrafalaria la noche que pasa ese perro de Crispín dando vueltas a merced del viento y tropezando con los robustos pinos de la horca?

-Lo que yo creo, señores, que haríamos una obra muy grata a Dios dejándolo colgar en ella hasta que lo comiesen los pájaros de este río.

-No obstante -observó el cirujano- interesa su salvación a los planes de don Leopoldo. Si no fuera por eso, nadie tendría tanto gusto en que muriera como yo, pues lo recio y vigorosamente fornido de sus miembros prometía mil deleitosas experiencias a mi destreza anatómica. ¿Y qué han oído decir vuestras mercedes de las hazañas del Barbudo? ¿Anda todavía por esos campos de Dios sembrando la desolación y el infortunio? ¿O será verdad que haya caído por fin en manos de la justicia?

-Preguntádselo al alcalde -respondió el lacayo-. Lo que únicamente sé deciros es que temo no se nos aparezca en la horca, y nos haga bailar mal que nos pese entre sus palos para que se divierta la cuadrilla.

-¡Qué dices hombre de mal agüero! -exclamó don Judas.

-Que todo lo sabe el Barbudo, señor doctor, y que he visto moverse una sombra por la orilla de este río...

-Lo que tú has visto -interrumpió el cirujano- es al pobre Crispín al rayo incierto de la luna rodeado de pajarracos que ansían sacarle los ojos. ¡Vive Dios que si se le hubiera antojado dar un grito para pedir socorro a cualquiera transeúnte esparcía el más divertido terror por las gentes de la comarca! Pero alto... ¿no os parece percibir sus sordos gemidos en medio del murmullo de las aguas y el silbar melancólico de los vientos? Ea, hijos míos, abordemos con toda precaución y silencio, y corramos sin perder instante, que pudiera ser ya no llegásemos en hora oportuna.

Saltaron a tierra, y mientras se encaminaban al suplicio oían en efecto una especie de aullido prolongado y sordo, que se iba lentamente apagando como si faltasen ya las fuerzas al infeliz que lo despedía. Don Judas se puso a toser, y aplicó el oído por ver si correspondía el delincuente a esta señal entre ambos concertada, y no recibiendo respuesta alguna, volvióse a sus colegas y díjoles que sin duda estaba Crispín en el mayor peligro, que corriesen a colocarse debajo del alto patíbulo para recibir el cuerpo en cuanto él cortase el lazo que del travesaño pendía.

Ya en esto montaba por la escalera, y habiéndose asegurado de que el ayuda de cámara y el lacayo harían de modo que no diese Crispín un batacazo contra el suelo, cortó los dogales y bajó con apresurada planta a fin de restituirlo a la vida. Para decir la verdad, apenas conservaba el asesino poquísimas señales de ella, por lo que cargándole en hombros lleváronlo, como más acomodado sitio, a cierto lugar fresco, apartado y frondoso de la cercana ribera. El primer cuidado de don Judas fue quitarle las esposas, y desligarlo en seguida de las complicadas cinchas con que lo suspendieron. Pasóse bastante espacio antes que sus esfuerzos produjesen algún resultado, porque sin embargo de la destreza con que se ordenó aquel aparato, cedieran las fajas algún tanto a la gravedad del cuerpo dando margen a una súbita opresión. Pero el arte de don Judas triunfó de tantos obstáculos, por manera que después de una o dos convulsiones rápidas, después de haberse esperezado y estornudado, dio Crispín una muestra nada equívoca de recobrar la existencia, asiendo la mano con que le daba a oler el facultativo cierta esencia vigorosísima, y arrimando el frasco a la boca beberse a la fuerza y de un trago el ardiente licor que contenía.

-Llévenme los demonios -dijo don Judas- si no dejaba llagada la garganta de cualquier otro y abrasadas sus entrañas, pero aseméjase tan poco este animal a las criaturas humanas, que no me sorprenderá que recobre con tan infernal medicamento el uso de los sentidos.

En efecto, incorporóse Crispín, y revolviendo los ojos a todos lados empezó a decir con voz todavía poco firme:

-¡Tráiganme vino! ¡Vino en nombre de los diablos!

-Toma vino -respondió don Judas encajándoselo aguado y mezclando en él cierta droga medicinal.

-¡Vete al infierno, perro! -murmuró Crispín- ¿A un hombre de mis pulmones tienes valor de ofrecer ese calducho?

-Pues tómalo purísimo, y a ver como no te lleva de una vez el mismo demonio que sirvió a Judas de verdugo.

Y sin ningún escrúpulo asió el mastín con ambas manos la bota que el otro le presentaba, y echósela a pechos no tomando tiempo siquiera para resollar. Esta descomunal cantidad, capaz de trastornar las potencias y el equilibrio del más ejercitado bodegonero de Málaga, despejó su torpísimo caletre, bien que no se acordase al pronto de nada de lo que le había sucedido; antes con su humor áspero y avinagrado preguntaba a los circunstantes si habían querido divertirse con él trayéndolo a tal hora y en tal punto a aquel silvestre retiro.

-Lo que importa -respondióle Luis- que no seas bárbaro, y te dejes gobernar de nosotros, y nos agradezcas haber impedido que no sirva tu osamenta de sabroso entretenimiento a famélicas aves de rapiña.

-Paréceme en efecto -dijo el desalmado interrumpiéndose no obstante para beber otro trago- paréceme que hay algo de verdad en lo que canta ese perfumado señorito.

E inclinando la monstruosa cabeza, guardó silencio como si tratase de recoger y coordinar sus ideas.

-No es cosa de perder tiempo para dar lugar a sus bárbaras meditaciones -observó don Judas-. Ea, levántate y vente a dar un paseo, que esto restablecerá la circulación de la sangre, haciendo que dentro de poco estés dispuesto y listo para vengarte de tu enemigo.

-¡Ah! ¡Sí! -exclamó el bruto- Vengarme... eso pido, doctor Herodes... ¡Arrancarle el alma, aunque sea a puros bocados! Pero mire usted que se me doblan las piernas, y que siento, voto a mí, más de un millón de punzadas por la tabla del corvo espinazo. ¿Si querrá usted jalearse con mi bulto, perro cirujano? Pues por el alma de cuantos llevo asesinados en la sierra, señor hereje...

-Apóyate en el lacayo -respondió don Judas- que yo te aseguro que se te ha de pasar en breve ese entorpecimiento.

Y lleváronlo en esto al sitio donde dejaron la barca, y acomodándolo en el fondo empezaron a romper la corriente a fin de ganar los jardines de don Leopoldo.




ArribaAbajoCapítulo XI


Hay en los teatros de la ardiente España,
do tanta cuchillada se reparte,
uno que acecha con graciosa maña,
y otro que sigue razonando aparte.


Reflexiones de Schlegel                


En la misma noche que tuvieron lugar estos horribles sucesos, unos cuantos bandidos de Crevillente, capitaneados por Jaime, quisieron ir a la horca al efecto de descolgar el cadáver de Crispín y darle sepultura donde hallarlo no pudiese la justicia. Iban marchando pues por la opuesta ribera del río con la ligereza y el instinto natural de gentes acostumbradas a ver en las tinieblas, y cuyo perspicacísimo oído les hacía oír el rumor más ligero desde infinita distancia. Parece que el objeto que se proponían no era por ley que tuviesen al ahorcado, puesto que se había hecho indigno de la clemencia de Jaime, sino jugar una burla a la justicia y quitar aquel espantajo que venía a ser como un infame padrón de cuadrilla tan acreditada y valiente. Bien es verdad que llevaba Jaime otras miras, como averiguar si le sería posible introducirse de noche por el río en la ciudad a fin de llevar a cabo cierto golpe contra el ambicioso afán de Leopoldo. Instruyérale acaso el mismo Crispín del deseo que últimamente tenía de arrebatar la ilustre doncella, pues como hombre avaro y de doble intención al mismo tiempo que se granjeaba con mil bajezas la benevolencia de Moncadí, refería sus proyectos al famoso bandolero de Crevillente. Y no se limitaron a leves recados o insinuaciones estos servicios, sino que puso también en manos de su capitán cierta correspondencia del cirujano y el coronel en la que se hacía mérito de haber intentado alterar las potencias de Julia, y de otras mil tramas no menos criminales deshonrosas. Estos eran precisamente los papeles que tanto había encargado buscar al infeliz Santiago desde la noche que lo sorprendió en la venta, creyendo que obraban en poder de Rosell, hasta que convencido de que si los tuviera habríalos ya sepultado debajo de cien estadios, prometió cuantiosa recompensa a Crispín en caso de que con ellos diese por las papeleras de don Leopoldo. Desconociendo el bárbaro todo principio de cultura y de educación, enteramente ignorante del arte de leer y de cuanto suavizar pudiese la aspereza de sus modales, no se anduvo en chiquitas, sino que entrando en el despacho del coronel echó mano a media docena de líos de cartas, que vio muy guardados en pulidos estantes, y llevóselos a Jaime poco antes de cometer el asesinato que lo arrastró a la horca. Recorriólos el Barbudo, y cerciorado con satisfacción notoria de la importancia de las pruebas, sin dar parte a don Rodrigo mandó decir al duque de Berganza, poderoso señor de Murcia, muy interesado en su conversión, y de quien custodiaba las haciendas, que le importaba muchísimo tener con él una larga conferencia. Ni un momento vaciló el buen caballero: concediósela, y dio principio a ella exhortándole, según tenía de costumbre, a que dejase su mala vida acogiéndose a la piedad de un monarca benéfico y clemente.

-En eso estoy -respondió el Barbudo- pero sería necesario que tomase vuestra excelencia a su cargo alcanzar mi indulto y librar al mismo tiempo de las garras de un dañino seductor a la única heredera del conde de La Carolina.

¿Por quién hablas, Jaime?

-Por don Leopoldo Moncadí, el aliado y el amigo del cirujano de Elche.

-¿De ese barbero hipócrita y asmático, que con su tosecilla y su furtiva andadura dicen que prueba inhumano recreo en las más sangrientas operaciones de su arte?

-Del mismo.

-Pues he oído decir que el seductor de Julia ha sido cierto oficial, a quien su majestad, a pesar de los méritos de su padre, tuvo que separar vergonzosamente del ejército.

-No es ese seductor, señor duque, sino su libertador y amigo. Víctimas entrambos de la envidia de don Leopoldo, han probado, gracias a su influjo, los más rigurosos contratiempos.

-¿Y qué contratiempos son esos?

-En cuanto a doña Julia, haber abusado de su angelical dulzura, procurar enemistarla con su padre, levantar contra ella a toda la parentela, trastornar sus potencias por medio de un ponzoñoso brebaje.

-¿Y lo probarías, Jaime?

-Documentos traigo en que apoyarlo.

-¡Documentos...!

-Y que no sólo ponen en claro los delitos que ya he dicho, sino otros, señor duque, aún de mayor calibre. ¿A quién cree vuestra excelencia que destinaban el tremendo hachazo que mató hace pocos días a un desventurado mozo por las calles de Murcia?... A nadie más que a don Rodrigo Portoceli, ese oficial hidalgo y lleno de mérito, cuyo único delito fue librar la familia del conde de mis manos, y con tan gallardos favores granjearse el sincero cariño de su hija.

-A pesar de que conozco tu rectitud -dijo el de Berganza después de una breve pausa- y a pesar de lo mucho que deseo separarte de la perversa vida que traes, no puedo determinarme, sin informes verídicos y pruebas muy evidentes, a proceder contra tan distinguido caballero.

-Pues ahí las tiene vuestra excelencia -repuso Jaime con algún desabrimiento- Si le anima el noble celo que ha manifestado siempre en corregirme, salva de un golpe una familia ilustre, restituye a la patria un militar valiente, y arranca de la infamia y del suplicio a un hombre descarriado que le respeta y le ama.

-¿Y prométesme en tanto -preguntó el duque no sin muestras de amistosa benevolencia- abstenerte, ¡oh Jaime! de todo desacato e insulto?

-¡Señor!... Lo prometo, como no sea para defender a mis amigos.

-Pues atiende a lo que voy a hacer por ti. Quiero lograr tu perdón, y apoyarme para ello en la especie de honradez que te ensalza por la sierra, y en los especiales favores que a tu moderación debemos los propietarios de Murcia. Manifiestaré además toda esa máquina de intrigas concebida y ejecutada por el hipócrita cirujano de Elche; y salvaré, como tú dices, la hija de los condes y el oficial distinguido que la ama, a cuyo esclarecido padre debí los primeros ascensos de mi primogénito. Y no creas que tome la cosa con flaco empeño, pues que, pertrechado de la palabra que me das de cambiar de conducta, presentaréme en la corte, me echaré a las plantas del piadoso monarca y en breves días...

-¡Ah! -exclamó Jaime enjugándose una lágrima de respetuoso agradecimiento-. En breves días, señor duque; porque de lo contrario, ¡quién sabe si algún imprevisto lance me haría más criminal, o si triunfaran de nosotros las tramas y el favor de don Leopoldo!

-Descansa tú en mi amistad, ¡oh Jaime!, así como yo descanso en la solemne promesa que me has hecho. Si una vez logre tu perdón quieres servir en mis haciendas, allí encontrarás seguro asilo y honestísimo salario.

-Lo sé, señor.

-Pero si te acomodara perseguir a la cabeza de gentes escogidas a los pícaros de la sierra...

-¡Y cómo quiere vuestra excelencia que tenga alma para cazar los mismos a quienes tal vez extravié, o que sin la confianza que en mi esfuerzo tuvieron nunca hubieran pensado en asaltar los transeúntes!

No contestó el duque a una observación tan justa, pero tendió la mano al honrado proscrito, que la besó respetuosamente, como que era la de un caballero no menos prepotente que pacífico, inclinado al bien de su país, y a llamar hacia el recto camino a los que más se extraviaban por desesperación o hábito, que por tener un corazón desalmado y perverso. Alejóse Jaime de su presencia penetrado de gratitud y convencido de que el pueblo, que sabía hacer justicia a sus buenas cualidades a pesar de tales contribuciones y latrocinios, era digno de que nadie le deshonrase ofuscando con licenciosa vida las prendas de su franca y nobilísima índole.

Aguardando desde entonces resolución tan importante, no quería meter mano en ninguna empresa, ni curar de otra cosa que de defenderse, manteniéndose en una especie de inacción. Traslucióse no obstante por el pueblo el objeto de la ida del duque de Berganza a la corte: decíase que Jaime había prestado grandes servicios a una familia principal de Murcia y descubierto tales tramas que bastaran a procurarle el indulto. Leopoldo y don Judas, que temían en extremo su sagacidad y su imperio, llegaron a recelar hubiese realmente descubierto sus maquinaciones contra Julia, o la verdadera causa de la muerte de Santiago; y como echaron al propio tiempo a faltar las importantes correspondencias concernientes a la historia de estos sucesos, tuvieron larguísimos conciliábulos y coloquios para formar un plan de defensa. Era lo más natural marchase Leopoldo a la corte a poner en juego todos los resortes de su influjo; pero si bien empezaba a salir de casa, no le permitía la herida un viaje de tal naturaleza. Y entonces fue cuando por temor de perderlo todo determinó robar a Julia, alcanzado el beneplácito de sus codiciosos parientes, y casarse con ella a la fuerza, y hacer rostro después al temporal abroquelado con los nobilísimos recursos de coronel, de favorito y de conde.

A todo esto seguía marchando Jaime al frente de sus secuaces por la orilla opuesta del río con dirección a la horca donde yacía colgado el cadáver de Crispín. Aunque era sumamente rápido el tibio resplandor que de tiempo en tiempo arrojaba el semioculto disco de la luna, no dejaban de percibir a lo lejos los robustos palos del mortal suplicio y el grosero bulto que colgaba en medio de ambos, Paráronse a tal espectáculo sobrecogidos de un horroroso presentimiento, y mientras contemplábanlo en silencio, oyeron los sufocados suspiros, que a manera de tristísimo augurio se escapaban del hediondo cuerpo del ahorcado. Miráronse unos a otros los ladrones singularmente aterrados de tan sobrenatural suceso; y como su vida era un tejido de crímenes y de remordimientos, hacíales mucha más fuerza aquel deplorable ejemplo de las flaquezas humanas, milagrosa advertencia quizás para desviarles de su inclinación perversa. Silbaban en tanto los vientos, murmuraba por entre negros peñascos la precipitada corriente, y no mostraba la luna su amarillento rostro sino para hacer más patentes los horrores de aquella lóbrega escena. Los bandidos temblaban: alguno hizo ademán de tirar el trabuco y escaparse, y aun es de presumir que todos siguieran su impulso a no afearles Jaime con gran presencia de espíritu su infundada cobardía.

-¿Y sois vosotros -decíales- los que habéis de descolgar a pesar de guardias vigilantes el cadáver de un ahorcado...? ¿Vosotros, gente afeminada y pusilánime, los que pretendistéis vengar la afrenta de la cuadrilla? Mejor hicierais en no salir de Crevillente, sin cesar huyendo ante los alanos de la señora justicia, y sólo atacando al indefenso transeúnte. Los hombres quédense acá conmigo, los maricas váyanse con dos mil diablos, y nunca más aparezcan por la sierra.

Al eco de tal amenaza ninguno se atrevió a chistar: reuniéronse formando grupo en derredor del capitán y sacaron fuerzas de flaqueza para llevar a cabo tan extraordinaria aventura. Al momento y con todo sigilo empezó Jaime a reconocer la ribera al efecto de hallar algún paraje somero por donde atravesar el río. No le fue difícil, y cuando ya se disponía a ganar la contraria orilla advirtió a lo lejos un punto negro, que venía deslizándose por la sesga y murmuradora corriente. Aprovechado para examinarlo el primer vislumbre de la luna, ya no le cupo duda de que era un barquichuelo que favorecido del natural ímpetu del Segura, íbase llegando hacia el sitio en donde a la sazón se hallaban. No tardó a percibir el acompasado movimiento de los remos y el apagado murmullo de las voces; por lo que escondiendo en cierto cañaveral a los que con él venían, púsose en acecho a fin de averiguar la intención de aquellos recelosos navegantes.

-Sin duda será algún golpe de mano -decía para sí- y golpe de ladrones no sometidos a los de la sierra; bien que no tardaré a satisfacerme ni a enseñarles quizás si es para despreciada la autoridad del Barbudo.

Ya sospechará el lector que no era otra aquella lancha que la que silenciosamente conducía a los criados de Leopoldo. Violos Jaime con notable asombro tomar tierra en la opuesta margen, pero no pudiendo distinguir sus operaciones, arrojóse al agua con singular denuedo y atravesó el río, y anduvo siguiendo más de cerca los pasos de la nocturna comparsa. No sin hacerse cruces estuvo viendo como descolgaban el cadáver, y le quitaban el peregrino aparato de ingeniosos vendajes, y volvíanlo a la vida por medio de sutilísimas esencias. Echado de pechos contra un álamo, atisbando con curiosidad e interés las maniobras de aquel grupo, y aplicando el oído a las salvajes exclamaciones de Crispín, y a los azucarados discursos del cirujano don Judas, dudó largo espacio si se lanzaría a ellos o le sería más conveniente averiguar el término de tan diabólica farsa. Calculando en efecto como más ventajoso enterarse de sus artificiosos manejos, y pillar sobre todo a Crispín en vez de acabar con sus días, para que suministrase en su propia historia la prueba más convincente contra las tramas de Rosell y Moncadí, dejóles evacuar con desembarazo sus operaciones, atravesó el río segunda vez para prevenir a sus gentes, y anduvo siguiendo a lo lejos por la ribera la dirección que nuevamente tomaba la misteriosa barquilla de don Judas. Observó el atentado movimiento de los remos, el silencio de los conductores, la traza que se dieron para deslizarse sin llamar la atención por debajo de los arcos, y como llegaban por último a la embocadura de cierto canal elegantemente construido con objeto de llevar agua del Segura hasta los jardines de la casa que habitaba don Leopoldo.

Volvióse a la guarida de los salteadores al notar esta postrera maniobra, y temiendo que se le escapase la presa, preguntóles si eran hombres para ganar la otra ribera luchando a brazo partido con la corriente del Segura, pero no atreviéndose en razón de pasar por allí muy rápida, propúsoles ganar un pasaje por el puente. Respondiéronle que los llevase adonde quisiera; con lo que embocándoles inmediatamente por él, sorprendieron a los dos o tres hombres que lo custodiaban, y llevándoselos consigo fuéronse a buscar las márgenes del canal que hemos dicho, al efecto de que no se les deslizase el barquichuelo de don Judas. Difícil fuera sin embargo que hubiesen podido alcanzarle si no le hubiesen visto parado a la misma entrada de los jardines de don Leopoldo. Hablaban los que iban dentro de él con un caballero vestido de negro, cuyo brazo derecho iba apoyado en un pañuelo de seda que le colgaba del hombro. Reconociólo Jaime por el mismo Moncadí; acercóse de suerte que no pudiesen descubrirle, y oyó con notable admiración suya que estaba dando parte a don Judas de cierta entrevista que en aquella noche misma había de tener su rival con doña Julia en las ruinas contiguas a los jardines del conde; por lo que no quería perder la ocasión que tan propicia se le ofrecía de vengarse de don Rodrigo y robar la doncella.

-¿Y quiénes vamos, señor? -preguntó don Judas.

-Como Crispín esté para ello, basta y aún sobra con los que nos hallamos aquí reunidos.

-Mire vuestra señoría que no hay uno entre todos capaz de hacer frente a tan atinado espadachín. Nuestro hombre está desvencijado y molido; Luis mejor perfuma el cabello que hace rostro a una refriega; no digo nada de mí, que sólo sirvo para juntar los miembros que raja y descoyunta el combate; ni del lacayo, que, si bien mozo de puño, no puede echarla de diestro. ¡Ah! Vuestra señoría era el único de la cuadrilla que lo reunía todo; pero, desde aquel accidentillo... ¡Hem! ¡Hem! ¡Hem!... Quiero decir que...

-Eso sí, pícaro: recuérdame lo que me envenena la sangre, por ese placer que tienes en precipitarme a la venganza. Paréceme sin embargo, que Crispín y el lacayo, tomándole las vueltas y cogiéndolo desprevenido, son más que suficientes para ganar treinta doblones.

-Vengan -murmuró Crispín como despertando de un letargo- y ahórquenme de veras si no me cebare a satisfacción de todos en el perro por cuya causa me han ahorcado de burlas.

-Mira -observó Leopoldo- que no se trata de otro lance en que equivocarte puedas, y que yo te llevaré derecho al jabalí sin cometer la torpeza del bárbaro barbero de Elche.

-Eso pido, y mas que se hunda el mundo...

Y saltando de la lancha reuniéronse a Leopoldo y entraron por el jardín, cuya reja solían dejar abierta por la seguridad que ofrecían las impetuosas aguas del Segura. Siguiéronles por ella el Barbudo y su cuadrilla; pero en vez de enderezar el rumbo a la casa del coronel, saltaron por unas tapias de los mismos vergeles, las cuales correspondían a cierta callejuela; y haciendo largos rodeos, al efecto de no llamar la atención de rondas ni patrullas, encamináronse al apartado sitio adonde dirigíanse desesperados y vengativos los enemigos encarnizados del generoso oficial que por un movimiento de natural hidalguía salvó los días del Barbudo.




ArribaCapítulo XII

Conclusión


Rogaba entre tanto, a la incierta luz de aquella noche semiopaca, el infortunado Portoceli a su cariñosa amiga que, abandonando los patrios lares, se decidiera a correr por extraños climas el peregrino vaivén de su fortuna.

-Está visto -decíale- que no hay que esperar socorro alguno de los que influencia tienen en tu suerte... Tu padre te abandona a la codicia de logreros parientes, a par que estos te entregan a la ambición de Leopoldo; ¿quieres que logren al fin sus inicuas tramas, y que te enlacen con el que me hace perseguir de comprados asesinos?

-Lo que quisiera -respondió Julia- es poderte llevar a las plantas de mi padre a que se convenciese, ¡oh Rodrigo!, de tu imponderable mérito. Te aseguro que si algo podía hacerme faltar a las obligaciones de hija y al pundonor de doncella recatada, sería la noticia de los terribles encuentros que acabas de sufrir por causa mía. ¿Creeríasme tan insensible que no hubiese derramado amargo llanto con la noticia del inminente riesgo que últimamente corriste?

-Pero es también muy recia cosa que nuestra falta de resolución, sea en el sentido que fuere, haya de causar la muerte de personas inocentes. En caso de que al fin no te resuelvas a rendirte a mis clamores, no me cabe más arbitrio que ir a perecer en otros climas, tanto para calmar tu desazón como para no dar margen a nuevos crímenes.

-¿Y no sería uno muy grave -observó Julia mirándole tiernamente al trémulo fulgor de la luna- que me dejases bajo el obstinado yugo de crueles perseguidores? ¿Es culpa mía que se levanten maléficos genios en derredor de nosotros para sembrar a nuestras mismas plantas mil asechanzas y ardides?

Pero sí lo es que por intempestiva pusilanimidad no las burlemos, y que no disolvamos la nube sin embargo de presentarse tan inficionada y turbia. No, Julia; no puedo resistir por más tiempo la falsa posición en que me ponen mis desgraciados amores. Echado de mis banderas, perseguido de asesinos, reducido para sostenerme a la amistad del Barbudo... ¡Ay de mí...! Donde quiera que me vuelvo no hallo sino obstáculos a mi honor, lazos de mano traidora, y lo que es mucho más sensible, aparentes borrones a la limpieza de mi reputación y mi conducta.

-¡Oh! No te desesperes, único amigo mío. Yo te aseguro un cariño eterno por débil recompensa de tanto mérito...

-¡Eterna infamia, dirás! -gritaron a deshora saliendo de entre las ruinas y arrojándose por las espaldas al turbado Portoceli.

-¡Eterna infamia...! -repitió Leopoldo apareciendo como una fantasma sobre el medio tronco de una columna, y alentando desde allí a los suyos al efecto de que no se amilanasen en aquel súbito acometimiento.

-No lo sueltes, Crispín, que en ello te va la vida -gritaba al ver que los esfuerzos de Rodrigo iban a librarlo en breve de sus encarnizadas uñas- No lo sueltes, bárbaro... ¿Para cuándo aguardas echar mano al puñal y abrirle un boquerón de ocho puntos?

Al mismo tiempo el lacayo y el ayuda de cámara forcejeaban por llevarse a Julia, a pesar de sus lastimosos ayes y fervientes súplicas. Penetraba con ellas el llagado corazón de Portoceli, y convirtiéndole en una fiera indómita dábanle tan rabiosa pujanza, que sin debilitarse por la sangre que corría de una herida que el asesino le abriera en la espalda, pudo al fin desasirse de sus garras, y sacar la espada, y esgrimirla contra el ya turbado bandolero.

-¡A él...! ¡A él...! -proseguía Leopoldo- Ahí lo tienes desangrándose ni más ni menos que el mal rocín de un picador a la segunda cornada... Pero, ¿dónde está don Judas...? Sal con todos los demonios, envenenador público... mira que como me desoigas -añadió rechinando los dientes- hete de mandar hervir en una caldera de aceite por ese mismo Crispín que tanto desea zurrarte los ijares.

-Aquí estoy, señor -dijo don Judas saliendo de su escondite armado de una tremenda navaja- Aquí estoy para picarle la retaguardia, como ese racimo de horca no se duerma y nos comprometa a todos.

Y diciendo y haciendo iba dando ligeras vueltas en torno de Portoceli al efecto de matarlo a traición. Sus taimadas embestidas, los ataques de Crispín, la herida que empezaba a incomodarle, y el suelo embarazoso de las ruinas, tan contrario para él como favorable a las traidoras acometidas de sus enemigos, hacían que siendo muy desigual la lucha empezase a ceder a pesar de la rabiosa desesperación con que los acuchillaba. El vocerío puso en alarma la habitación del conde: levantóse, gritó, y no hallando en parte alguna a su hija, acudió con sus criados provistos de armas y de teas al sitio de la mortal refriega. Al verlos Leopoldo venir azuzó con más encono a Crispín contra Portoceli, y dio orden a los demás de arrastrar corriendo a Julia adonde alcanzarla no pudiesen los socorros de su padre; pero al ejecutar el atroz mandato, una voz de alto brusca y reciamente pronunciada por el Barbudo cortó el impulso de su acción, y no les dejó otro recurso que esconderse entre los mismos escombros. Iluminábanlos ya las hachas de viento de los criados del conde, quien al tropezar a la primera ojeada con el Barbudo y su cuadrilla creyóse perdido, y aún ordenó a los suyos que no lo exasperasen con quimérica e inoportuna resistencia. El cuadro que presentaban entonces tantas gentes allí reunidas no podía ser más original y pintoresco: los secuaces de Jaime con sus desalmados rostros y variados trajes formados en semicírculo, tenían como prisioneros a todos; Julia, a quien soltaron sus raptores desde que se vieron acometidos por la espalda, había corrido a ampararse de Portoceli; apoyado éste en una columna sin color en el rostro, con la espada en la mano y medio desmayado por la herida, ofrecía un espectáculo que a la par excitaba la curiosidad y el interés-, el conde se adelantaba en medio de todos mirando con ojos desencajados a su hija, dudando si era culpable o inocente, y quiénes fuesen sus defensores o sus verdugos; Leopoldo se tapaba el colérico semblante con la única mano que le quedaba; revolvía Crispín los ojos como aquellas aves nocturnas que no pueden sufrir la luz; y presentando el cirujano un aspecto hipócrita y compungido, miraba al soslayo todo aquel diluvio de pasiones, pintadas en individuos de tan diferente esfera, y dejaba asomar en sus móviles y descoloridos labios su maligna y atraidorada sonrisa. Reinaba en tanto un silencio general: nadie se atrevía a romperlo, porque nadie sabía a punto fijo a quién dirigirse, hasta que el Barbudo, después de haber recorrido con penetrante vista las fisonomías de todos, dio algunos pasos hacia el conde y empezóle a hablar en los siguientes términos:

-Libre estáis, señor: no he venido con mi gente para atropellar vuestra casa, antes bien con el fin de salvar a vuestra hija. Vedla amparándose del que sincera y caballerosamente la ama, contra la desatinada ambición de ese perverso que tanto pugna por perderla.

Sorprendióse el conde de ver en estas breves razones el distinto objeto que llevaban el Barbudo, Leopoldo y Portoceli; y empezando a traslucir algo de la verdad, volvióse hacia Moncadí y díjole que se defendiera de las imputaciones que aquel hombre acababa de echarle en cara.

-¡Cómo se ha de defender -exclamó Jaime- cuando a mi presencia le acusan las maldades de ese cirujano hipócrita y el desalmado carácter de ese bárbaro a quien no hace más que dos horas descolgaron del patíbulo!

-Pues esto, honrado Jaime -dijo don Judas sin dejar la amable risita- celebrarlo debieras como milagro de mi arte y muestra del aprecio que hago de tu cuadrilla.

-¿Figuraríaste quizás, enmascarada víbora, que ignoro el objeto que te llevaba a ese acto de generosidad supuesta? Harto conozco la víctima que destinabas a su brazo.

-Pero antes de acusar a nadie bueno fuera, amigo Barbudo, que escuchases mis descargos...

-Míralo -prosiguió el bandolero señalando a don Rodrigo- míralo, y acuérdate de cuando en vez de asegurar el golpe contra su garganta...

-Lo que yo miro, Jaime el bueno -Interrumpió el cirujano para cortar sus revelaciones- es que ese amigote tuyo se va desangrando a toda prisa...

-¡Oh Dios! -exclamó Julia reparando entonces en la herida- Socorrámosle, padre mío; no permita usted que expire por nuestra desidia habiéndose opuesto él solo a que me arrebatasen de los paternos hogares.

-Si realmente es como dices, ¿qué dificultad he de tener en auxiliarle?

-Dadme, señor -exclamó Leopoldo- que pueda hablar sin la barrera de las amenazas de esta gente, y se conocerá en breve quién es el verdadero enemigo de vuestra casa.

-En efecto -interrumpió don Judas- sería preciso para que fallara con imparcialidad el señor conde, que pudiésemos alegar nuestra defensa sin miedo ni recelo alguno.

-¿Pues no te lo concedo yo, cautiva criatura Pero defiéndete ante mí, que sé y puedo probar tus maldades, no con quien las ignora y ha vivido muy ajeno de sospecharlas.

Toda vez -observó el conde- que Jaime da a ustedes completa seguridad para poner en claro el legítimo objeto que les trajo, ¿a qué viene el vano y sofístico raciocinio con que quieren desentenderse de su propia defensa?

A no haber acudido usted y ese buen hombre -añadió Julia- ¡Quién sabe a qué apartado y sombrío lugar me llevasen esas gentes por mandado de Leopoldo! Porque don Rodrigo, único apoyo mío en todas estas persecuciones, mi único defensor en el asalto de esta noche, herido y acosado de todas partes, no era posible resistiese por más tiempo a tan viles e insidiosos enemigos.

Algo penetrado el conde de la verdadera máquina de todos aquellos enredos, acercóse a don Rodrigo, agradecióle su socorro y mandólo introducir en su propio palacio. Ordenaba al mismo tiempo Jaime a sus secuaces que asegurasen a Crispín, a Leopoldo y a don Judas; y enteraba brevemente al conde de todos sus engaños y ardides, no menos que de la intercesión del de Berganza, para que, si llegaba el caso, apoyara también la súplica de su propio indulto. Con notorio pasmo estuvo oyendo el padre de Julia la veraz y complicada relación que le hacía el bandolero, quien no descuidó depositar en sus manos algunas cartas que se había reservado de la correspondencia de Leopoldo y don Judas, por las que no sólo se hacía patente la ambición y el vengativo encono que ambos llevaban en tal enlace, sino el infernal proyecto de enajenar las potencias de aquella joven angelical y dulcísima. Agradecido el noble señor a la manifestación de tan importantes verdades, prometióle su amistad, proteger a Portoceli, escribir al duque para atestiguar tan generoso comportamiento, lograrle el indulto y no perdonar medio de que castigada saliese la conjuración armada por aquellos hombres sin ley contra su ilustre familia. Instóle para que corriese entre tanto a buscar asilo en los montes; y despidióse de él sin hacer caso de las almibaradas frases de don Judas, de los gruñidos de Crispín, ni del ensañado rencor y atravesados ojos con que lo miraba Leopoldo. Dejó Jaime éste último en la ciudad, exigiéndole palabra de desistir de sus empeños contra los dos amantes, y llevóse a Crispín y al facultativo de Elche, tanto para castigar las alevosías del primero y las hipócritas trazas del segundo, como para tener un medio de perder definitivamente a Leopoldo si tan osado fuese que quisiese perseguir todavía a los que habían sido hasta entonces víctimas de su ambición y arrogancia.

Cobraron estos peregrinos lances repentinamente en Murcia una publicidad tan desmedida, que nadie hablaba de otra cosa que de la constancia de Julia, del valor de don Rodrigo, de la envenenada condición de Leopoldo, y de la gratitud y generosos rasgos del Barbudo. No hubo persona que no se interesase en la suerte de los dos amantes, y el conde de La Carolina ya para halagar la honesta inclinación de su hija única, ya también al efecto de reparar los males que ocasionara a Portoceli, accedió al voto general, y uniólos con asistencia y aplauso de la nobleza más escogida del reino. En lo más brillante del festín pidió el duque de Berganza, uno de los esclarecidos personajes que asistían a él, permiso para presentar un amigo a quien se habían desdeñado de convidar; y dándoselo el conde salió del salón y volvió a entrar al instante trayendo de la mano al sonrojado Barbudo. Alegráronse unánimemente al verlo, como gentes sabedoras de lo mucho que debían los novios a su honradez y esfuerzo; y así que oyeron de la boca del duque que su majestad se había dignado concederle el indulto, prodigáronsele vivas, felicitaciones y aplausos, invitándole de mancomún a que se aprovechase de la clemencia del soberano para vivir en honrado y pacífico retiro. Prometiólo Jaime con muestras de mucha cortesía y agradecimiento; y si bien se pasó corto espacio hasta volver a capitanear los bandidos de la sierra, haciéndose notoriamente ingrato a la real clemencia, aguijoneáronle ocultas y peregrinas desazones, que acaso tendremos lugar de desenvolver algún día en otra novela del mismo tono. Baste decir respecto de la presente, que nunca se ha visto turbada la felicidad de los nuevos esposos, al paso que Leopoldo Moncadí, perdido su brillante prestigio y sin poder seguir la carrera de las armas, tuvo que devorar en silencio la afrenta públicamente recibida.

Mandó Jaime colgar a Crispín en la misma horca que le destinara la justicia, dándole de este modo el merecido castigo, y restituyendo aquel cadáver al solemne fallo del tribunal y a los sagrados fueros de la vindicta pública. Por lo que hace al facultativo de Elche, pudo escapar, como tan artero, de sus uñas; pero tuvo a bien recoger velas e irse a tomar parte para su seguridad en los movimientos revolucionarios de otros reinos. Al mismo tiempo indemnizaba el ministro a don Rodrigo de las vejaciones que le hizo sufrir, honrándole como militar benemérito; y bien que se retiró del servicio para únicamente dedicarse al consuelo de su padre y de su esposa, está seguro el gobierno de hallar en cualquiera ocasión un vasallo en él pronto a ensalzar las banderas de su patria, no sólo con el sacrificio de sus haberes, sino con el esfuerzo de su diestra y con los recursos de su admirable pericia.