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José Donoso, final abierto

Carlos Franz





Lota es un pueblo carbonífero junto al mar, en el sur lluvioso de Chile, a setenta kilómetros de Concepción. Desde 1849 y hasta hace poco, miles de mineros se hundían cada mañana en las galerías que se ramifican kilómetros bajo el océano. Allen Ginsberg, que las visitó en los años sesenta, se fue diciendo que su único recuerdo del país eran: «los ojos de los mineros bajando en el gran ascensor de Lota». En 1890 el complejo de minas había sido escenario para una de las más importantes series narrativas de la tradición chilena: los cuentos de Sub Terra, de Baldomero Lillo. Y luego nada, o casi nada, hasta casi un siglo después. Como si el tajo, el trauma, estuviera esperando un intérprete capaz de esa metáfora. En 1980, un hombre pálido, de ojos azulinos y aspecto distraído, merodeó por los piques. Hizo pocas preguntas, pero oyó mucho, como era su estilo. Subió a los barracones de los mineros en lo alto de la bahía. Se paseó por el majestuoso parque de 14 hectáreas, donde en el siglo XIX los dueños originales -la familia Cousiño- soñaron un impresionante palacio a la vista del mar austral, y de la colina de escoria negra, siempre creciente, que secretaba su mina.

Dieciséis años después de esa visita, el novelista que patentó los delirios de la vejez y la decrepitud como su principal metáfora, había sido alcanzado por sus fantasmas. Un desahuciado José Donoso luchó hasta el postrer día en su buhardilla santiaguina, a ratos alucinando, para escribir esta última historia de destitución y bastardía.

Situada en aquel escenario agónico, El Mocho podría leerse desde muchas perspectivas. En cierto sentido, el libro mismo es una mina, una red narrativa de galerías subterráneas. Algunos de esos túneles nos conducen a labores ya explotadas anteriormente por el autor. Otros, parecen tiros condenados que el océano de un subconsciente agonizante inundó sin remedio. Por fortuna, hay ciertos pasadizos más iluminados, más abiertos al público. Entre ellos, el que nos narra el origen del primer «mocho».

En época imprecisa de fines del siglo XIX, un hijo descarriado de la familia propietaria de la mina es enviado desde París a la lejana carbonífera austral. Blas Urizar viene a supervisar la construcción del palacio, como último remedio para encarrilarlo. Desde su llegada se aficiona a los vinos crudos y comparte las juergas de los mineros. Por su acento extranjero es conocido como «el lengua mocha». Previsiblemente, la oveja negra termina por aprovechar su destierro para descarrilarse del todo. El hijo del fundador de la mina se amanceba con la fundadora del prostíbulo local: india pehuenche de la cual nacerán dos estirpes. Por un lado, una dinastía de «mochos»: así se llamaba en Chile a los hermanos menores, de categoría ínfima, en un convento. Por el otro, una línea de mujeres, prostitutas o esposas de mineros, igualadas en la explotación y la dependencia, como la mina misma. Todo esto hilado por una de esas cronologías donosianas en las cuales la conjetura reemplaza a la fecha.

El estilo es igual de complejo que la trama. Como solía ocurrir con Donoso su prosa no brilla, pero hipnotiza. En un sólo párrafo de doce líneas se relevan hasta cuatro voces distintas. Las mutaciones del punto de vista marean al lector, centrifugándolo en esos planos giratorios donde lo real no es lo que se ve, sino el propio movimiento narrativo. Hacia el final del libro sentimos que este paisaje en fuga huía a mayor velocidad que aquella a la cual el propio novelista desfalleciente era capaz de perseguirlo. El argumento queda en esbozos, glosas, apuntes truncados.

Sin embargo, utilizando ese discurso caleidoscópico Donoso logra recuperar, en esta obra póstuma, la inventiva onírica que fue su mejor activo. El que enriqueció sus obras mayores y que tanto se echó de menos en trabajos tardíos, como El Lugar donde van a morir los elefantes. A fuerza de prismática y faceteada, El Mocho nos deja imágenes de una insólita belleza. La mendiga vadeando la playa gélida de Lota «pescando el carboncillo de las olas con su red negra como la muerte». Elba (la esposa que viola el tabú impuesto a las mujeres y que desciende al Pique Grande provocando la tragedia) «avanzando por el interior nervado de las fortificaciones que ciñen el túnel, como los anillos de una víscera viva que me engulle». Y, en la superficie, ese obsoleto paisaje industrial virado al delirio: «la colina de tosca se desplaza lenta y tibia, como el cuerpo de un dragón resbaloso cuyos vapores enredan los fierros de las maestranzas, y esa gigantesca polea que baja el ascensor con cien hombres hasta el fondo de la mina, en un entrevero de fierros negros y cintas y escaleras y enormes ruedas, como la silueta de un Luna Park de pesadilla».

En paralelo a esos desafueros oníricos nuevos, Donoso intentó en El Mocho -con lo que parece una emocionante deliberación- una suerte de summa o convocatoria final de las imágenes obsesivas que lo asediaron a lo largo de su vida creativa. El Parque de Lota, sus rejas y el cuidador Arístides, nos remiten indefectiblemente a Casa de Campo y sus mayordomos. El prostíbulo proletario de la Bambina, con sus mineros borrachos, prolonga el escenario de la que a mi juicio permanecerá como su obra perfecta: El Lugar sin límites. La propia Bambina, casi ciega, llevada en andas por sus asiladas a ese magistral picnic en la playa carbonífera y lluviosa, protagoniza medio siglo más tarde una nueva Coronación. Arístides sin piernas -físicamente mochado-, arrastrándose y pidiendo limosna en una esquina de Santiago, es el retorno de ese «cuchepo», símbolo de todos los medios-hombres que habitan La Desesperanza. Por último, el mocho mismo, este hermano lego último en la jerarquía del convento, no puede ser otro sino un descendiente bastardo de aquel mudito Peñaloza, el sirviente ínfimo en El Obsceno Pájaro de la Noche; el narrador sin voz que vuelve aquí por última vez a buscar las palabras.

Como esfuerzo de síntesis, El Mocho convoca inevitablemente los mejores, y también los peores, atributos de su autor. Entre los últimos, baste mencionar las abstracciones alegóricas que se justifican en el puro intelecto, sin cuajar en la sustancia narrativa.

Pero acaso a todo verdadero escritor-artista le corresponda aquello que el maestro favorito de Donoso, Henry James, escribió: «We work in the dark...». Trabajamos a oscuras, en la vieja y sobreexplotada mina del idioma. Entre colinas de escoria y galerías condenadas, el novelista persigue vetas de sentido que no termina de hallar.

También por eso hay una conmovedora belleza en el hecho de que la obra póstuma de Donoso sea precisamente un libro inacabado. Según el diccionario, «mocho es todo aquello a lo que le falta la punta, o la debida terminación». En un sentido, El Mocho concluye la narrativa donosiana proponiendo esa «falta de terminación», como una clave de arco de toda su novelística. Soberano de las ambigüedades, Donoso había hecho su feudo en el más pantanoso de los terrenos literarios, en el tembladeral de las contradicciones y los finales abiertos, en las arenas movedizas de la conjetura, en el país de la duda, donde el indeciso es rey. Terminar una obra en esos territorios debía significar inevitablemente, para Donoso, dejarla trunca, «mocha». Y por lo tanto abierta, viva.

(1997)





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