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(Habla Mairena sobre el hambre, el trabajo, la Escuela de Sabiduría, etc.)

Decía mi maestro -habla Mairena a sus amigos- que él había pasado hasta tres días sin comer -y no por prescripción facultativa-, al cabo de los cuales se dijo: «Esto de morirse de hambre es más fácil de lo que yo creía». Añadiendo: «Y no tiene, ni muchos menos, la importancia que se le atribuye». Yo me atreví a preguntarle: «¿Y qué quiere usted decir con eso?». «Que si para escapar de aquel duro trance -me contestó- hubiera yo tenido que hacer algo no ya contra mi conciencia, sino, sencillamente, contra mi carácter, pienso que habría aceptado antes la muerte sin protestas ni alharacas». «Es posible -continuó mi maestro, adelantándose, como siempre, a nuestras objeciones- que aquella mi estoica resignación a un fallecer obscuro e insignificante pueda explicarse por un influjo atávico: el de las viejas razas de Oriente, cuya sangre llevamos acaso los andaluces y en las cuales no sólo es el ayuno lo propio de las personas distinguidas, sino el hambre general y periódica, la manera más natural de morirse. También es posible que, por ser yo un hombre grueso, como el príncipe Hamlet, no llegase a ver las orejas del lobo; porque tres días de ayuno no habrían bastado a agotar mis reservas orgánicas, y que todo quiera explicarse por una confianza, más o menos consciente, en los milagros de la grasa burguesa, acumulada durante muchos años de alimentación superabundante. Mas si he de decir verdad, yo no creo demasiado en nuestro orientalismo, ni mucho menos en que mis reservas sean exclusivamente de grasa. Mi opinión, fruto de mis reflexiones de entonces, es ésta: Cosa es verdadera que el hombre se mueve por el hambre y por el prurito, no del todo consciente, de reproducirse, pero a condición de que no tenga cosa mejor por que moverse, o cosa mejor que le mueva a estarse quieto. De todo ello saco esta conclusión nada idealista: «Dejar al hombre a solas con su hambre y la de sus hijos es proclamar el derecho a una violencia que no excluye la antropofagia. Y desde un punto de vista teórico me parece que la reducción del problema humano a la fórmula un hombre = un hambre es anunciar con demasiada anticipación el apaga y vámonos de la especie humana.

-Según eso -observó alguien-, también es usted de los que piensan que conviene engañar el hambre del pueblo con ideales, promesas, ilusiones...

-De ningún modo -exclamó mi maestro-. Porque el hambre no se engaña más que comiendo. Y esto lo sabían los anacoretas de la Tebaida lo mismo que Carlos Marx.

Pero, además del hambre, señores -habla Mairena a sus discípulos-, tenemos el apetito, el buen apetito, los buenos apetitos. Yo os deseo que no os falten nunca. Porque se ha dicho muchas veces -y siempre, a mi juicio, con acierto- que sin ellos tampoco se realizan las grandes obras del espíritu.

   El hombre, para ser hombre,

necesita haber vivido,

haber dormido en la calle

y, a veces, no haber comido.



Así canta Enrique Paradas, poeta que florece -si esto es florecer- en nuestros días finiseculares. (Habla Mairena hacia el año 95.). Yo no sé si esto es poesía, ni me importa saberlo en este caso. La copla -un documento sincero de alma española- me encanta por su ingenuidad. En ella se define la hombría por la experiencia de la vida, la cual, a su vez, se revela por una indigencia que implica el riesgo de perderla. Y este a veces, tan desvergonzadamente prosaico, me parece la perla de la copla. Por él injerta el poeta -¡con cuánta modestia!- su experiencia individual en la canción, lo que algún día llamaremos -horripilantemente- la vivencia del hambre, sin la cual la copla no se hubiera escrito.

(Mairena en el café.)

Que usted haya nacido en Rute, y que se sienta usted relativamente satisfecho de haber nacido en Rute, y hasta que nos hable usted con una cierta jactancia de hombre de Rute, no me parece mal. De algún modo ha de expresar usted el amor a su pueblo natal, donde tantas raíces sentimentales tiene usted. Pero que pretenda convencernos de que, puesto a elegir, hubiera usted elegido a Rute, o que, adelantándose a su propio índice, hubiera usted señalado a Rute en el mapa del mundo como lugar preciso para nacer en él, eso ya no me parece tan bien, querido don Cosme.

-En eso puede que tenga usted razón, amigo Mairena.

Tampoco me parece demasiado bien que diga usted l'arcachofa, en vez de la alcachofa. Pero sobre esto no he de hacer hincapié. Lo que no puedo aceptar es que usted piense que es mucho más gracioso comerse una arcachofa que comerse una alcachofa. No sé si comprende usted bien lo que quiero decirle. Procure usted repetir conmigo: la alcachofa.

-¡La alcachofa!

-Y sigue usted siendo tan sandunguero como antes.

-Buen guasoncito, etc.

Juan de Mairena había pensado fundar en su tierra una Escuela Popular de Sabiduría. Renunció a este propósito cuando murió su maestro, a quien él destinaba la cátedra de Poética y de Metafísica. El se reservaba la cátedra de Sofística.

-Es lástima -decía- que sean siempre los mejores propósitos aquellos que se malogran, mientras prosperan las ideícas de los tontos, arbitristas y revolvedores de la peor especie. Tenemos un pueblo maravillosamente dotado para la sabiduría, en el mejor sentido de la palabra: un pueblo a quien no acaba de entontecer una clase media, entontecida a su vez por la indigencia científica de nuestras Universidades y por el pragmatismo eclesiástico, enemigo siempre de las altas actividades del espíritu. Nos empeñamos en que este pueblo aprenda a leer, sin decirle para qué y sin reparar en que él sabe muy bien lo poco que nosotros leemos. Pensamos, además, que ha de agradecemos esas escuelas prácticas donde puede aprender la manera más científica y económica de aserrar un tablón. Y creemos inocentemente que se reiría en nuestras barbas si le hablásemos de Platón. Grave error. De Platón no se ríen más que los señoritos, en el mal sentido -si alguno hay bueno- de la palabra.

Mas yo quisiera dejar en vuestras almas sembrado el propósito de una Escuela Popular de Sabiduría Superior. Y reparad bien en que lo superior no sería la escuela, sino la sabiduría que en ella se alcanzase. Conviene distinguir. Porque nosotros no decimos: «Buena es para el pueblo la sabiduría», como dicen: «Buena es para el pueblo la religión» los que no creen ya en ella. Estos, al fin, dan lo que desprecian, y nosotros daríamos lo que más veneramos; un saber de primera calidad.

Esta escuela tendría éxito en España, a condición -claro es- de que hubiese maestros capaces de mantenerla, y muy especialmente en la región andaluza, donde el hombre no se ha degradado todavía por el culto perverso al trabajo, quiero decir por el afán de adquirir, a cambio de la fatiga muscular, dinero para comprar placeres y satisfacciones materiales.

Es natural -permitidme una pequeña digresión- que el hombre de la Europa septentrional, originariamente cargador o extractor de masas pesadas, talador de selvas, etc.; obligado, en suma, a un esfuerzo brutal en un clima duro, busque su emancipación por la máquina, mientras que el hombre de la cultura meridional, originariamente esclavista y negrero, busque el ocio sine qua non de una vida noble por la vía ascética, reduciendo a un mínimum sus apetencias más o menos bestiales.

De todos modos -decía mi maestro-, una sana concepción del trabajo será siempre la de una actividad marginal de carácter más o menos cinético, a la vera y al servicio de las actividades específicamente humanas: atención, reflexión, especulación, contemplación admirativa, etcétera, que son actividades esencialmente quietistas o, dicho más modestamente, sedentarias. Pero dejemos a un lado a mi maestro y sus teorías, ya rancias, sobre el homo sapiens frente al homo faber, y aquella más fantástica suya sobre un homunculus mobilis, que se convierte en mero proyectil, perdiendo de paso su calidad de semoviente. Y volvamos a la Escuela de Sabiduría.

Para ella necesitamos -sigue hablando Mairena- un hombre extraordinario, algo más que un buen ejemplar de nuestra especie; pero de ningún modo un maestro a la manera de Zaratustra, cuya insolencia éticobiológica nosotros no podríamos soportar más de ocho días. Nuestro hombre estaría en la línea tradicional protagóricosocráticoplatónica, y también, convergentemente, en la cristiana. Porque de nuestra Escuela no habría de salir tampoco una nueva escolástica, la cual supone una Iglesia y un Poder político más o menos acordes en defender y abrigar un dogma, con su tabú correspondiente, sino todo lo contrario. Nuestro hombre no tendría nada de sacerdote, ni de sacrificador, ni de catequista, como sus alumnos nada de sectarios, ni de feligreses, ni siquiera de catecúmenos. Respetaríamos el aforismo délfico que traduciríamos a lengua romance en forma más suasoria que imperativa: Conviene que procures, etc. Y añadiríamos: «Nadie entre en esta escuela que crea saber nada de nada, ni siquiera de Geometría, que nosotros estudiaríamos, acaso, como ciencia esencialmente inexacta. Porque la finalidad de nuestra escuela, con sus dos cátedras fundamentales, como dos cuchillas de una misma tijera, a saber: la cátedra de Sofística y la de Metafísica, consistiría en revelar al pueblo, quiero decir al hombre de nuestra tierra, todo el radio de su posible actividad pensante, toda la enorme zona de su espíritu que puede ser iluminada y, consiguientemente, obscurecida; en enseñarle a repensar lo pensado, a desaber lo sabido y a dudar de su propia duda, que es el único modo de empezar a creer en algo.

Sobre el plan, la orientación, el método y aun los programas de esta posible Escuela de Sabiduría nos ocuparemos en otra ocasión.

(Sobre otros aspectos de la Escuela de Sabiduría.)

Las religiones históricas -habla Mairena a sus alumnos-, que se dicen reveladas, nada tendrían que temer de nuestra Escuela de Sabiduría; porque nosotros no combatiríamos ninguna creencia, sino que nos limitaríamos a buscar las nuestras. Nosotros sólo combatimos, y no siempre de un modo directo, las creencias falsas, es decir, las incredulidades que se disfrazan de creencias. Usted puede, señor Martínez...

-Presente.

-Creer en el infierno hasta achicharrarse en él anticipadamente; pero de ningún modo recomendar a su prójimo esa creencia, sin una previa y decidida participación de usted en ella. No sé si comprende usted bien lo que le digo. Nosotros militamos contra una sola religión, que juzgamos irreligiosa: la mansa y perversa que tiene encanallado a todo el Occidente. Llamémosle pragmatismo, para darle el nombre elegido por los anglosajones del Nuevo Continente, que todavía ponen el mingo en el mundo, para bautizar una ingeniosa filosofía o, si os place, una ingeniosa carencia de filosofía. La palabra pragmatismo viene un poco estrecha a nuestro concepto, porque nosotros aludimos con ella a la religión natural de casi todos los granujas, sin distinción de continentes. Quisiéramos nosotros contribuir, en la medida de nuestras fuerzas, a limpiar el mundo de hipocresía, de cant inglés, etc.

Es cierto -decía proféticamente mi maestro- que se avecinan guerras terribles, revoluciones cruentísimas, entre cuyas causas más hondas pudiéramos señalar, acaso, la discordancia entre la acción y sus postulados ideales, y una gran pugna entre la elementalidad y la cultura que anegue el mundo en una ingente ola de cinismo. Estamos abocados a una catástrofe moral de proporciones gigantescas, en la cual sólo queden en pie las virtudes cínicas. Los políticos tendrán que aferrarse a ellas y gobernar con ellas. Nuestra misión es adelantarnos por la inteligencia a devolver su dignidad de hombre al animal humano. He aquí el aspecto más profundamente didáctico de nuestra Escuela Popular de Sabiduría Superior.

Nosotros no hemos de incurrir nunca en el error de tomarnos demasiado en serio. Porque, ¿con qué derecho someteríamos nosotros lo humano y lo divino a la más aguda crítica, si al mismo tiempo declarásemos intangible nuestra personalidad de hombrecitos docentes? Que nadie entre en nuestra escuela que no se atreva a despreciar en sí mismo tantas cosas cuantas desprecia en su vecino, o que sea incapaz de proyectar su propia personalidad en la pantalla del ridículo. Toda mezquina abogacía de sí mismo queda prohibida en nuestra escuela. Porque la zona más rica de nuestras almas, desde luego la más extensa, es aquella que suele estar vedada al conocimiento por nuestro amor propio. Os lo diré de una manera impresionante: pacientes hemos de ser en nuestra propia clínica, tanto como quirurgos, y hasta, si me apuráis, cadáveres que su misma disección ejecuten en nuestra propia sala de disección. De esta manera lograremos aventajamos a nuestros adversarios, si algunos tenemos, porque ellos nos combatirán siempre con armas romas y peor templadas que las nuestras.

Nosotros no pretenderíamos nunca educar a las masas. A las masas que las parta un rayo. Nos dirigimos al hombre, que es lo único que nos interesa; al hombre en todos los sentidos de la palabra: al hombre in genere y al hombre individual, al hombre esencial y al hombre empíricamente dado en circunstancias de lugar y de tiempo, sin excluir al animal humano en sus relaciones con la naturaleza. Pero el hombre masa no existe para nosotros. Aunque el concepto de masa pueda aplicarse adecuadamente a cuanto alcanza volumen y materia, no sirve para ayudamos a definir al hombre, porque esa noción fisicomatemática no contiene un átomo de humanidad. Perdonad que os diga cosas de tan marcada perogrullez. En nuestros días hay que decirlo todo. Porque aquellos mismos que defienden a las aglomeraciones humanas frente a sus más abominables explotadores, han recogido el concepto de masa para convertirlo en categoría social, ética y aun estética. Y esto es francamente absurdo. Imaginad lo que podría ser una pedagogía para las masas. ¡La educación del niño-masa! Ella sería, en verdad, la pedagogía del mismo Herodes, algo monstruoso.

En cuanto al concepto de élite o minoría selecta, tendríamos mucho que decir, con relación a nuestra Escuela de Sabiduría, porque él nos plantea problemas muy difíciles, cuando no insolubles. Estos problemas pasarían, acaso intactos, de la clase de Sofística a la de Metafísica. Sólo he de anticiparos que yo no creo en la posibilidad de una suma de valores cualitativos, porque ella implica una previa homogeneización que supone, a su vez, una descualificación de estos mismos valores. Nosotros necesitamos, para nuestra Escuela, un hombre extraordinario, o si queréis, varios hombres extraordinarios, pero capaces, cada uno de ellos, de levantar en vilo por su propio esfuerzo, el fardo de la sabiduría. ¿El fardo de su propia sabiduría? Claro. No hay más sabiduría que la propia. Y como para nosotros no existiría la división del trabajo, porque nosotros empezaríamos por no trabajar o, en último caso, por no aceptar trabajo que fuere divisible, el grupo de sabios especializados en las más difíciles disciplinas científicas, ni vendría a nuestra escuela ni, mucho menos, saldría de ella. Nosotros no habríamos de negar nuestro respeto ni nuestra veneración a este grupo de sabios, pero de ningún modo les concederíamos mayor importancia que al hombre ingenuo, capaz de plantearse espontáneamente los problemas más esenciales.

Nosotros procuraríamos -hablo siempre de nuestra escuela- no ser pedantes, sin que esto quiera decir que nos obligásemos a conseguirlo. La pedantería va escoltando al saber tan frecuentemente como la hipocresía a la virtud, y es, en algunos casos, un ingenuo tributo que rinde la ignorancia a la cultura. Es mal difícil de evitar. Nosotros ni siquiera nos atrevemos a condenarlo en bloque, sin distingos. Porque hemos observado cuán sañosamente se apedrea la forma más disculpable de la pedantería, que es aquella jactancia de saber que muchas veces acompaña a un saber verdadero. Y, en este caso, quien lapida al pedante descalabra al sabio. Y aun puede que sea esto último lo que se propone. ¡Cuidado! Porque nosotros no hemos de incurrir en tamaña injusticia.

¿Pretenciosos? Sin duda, lo somos -respondemos-; pero no presumidos ni presuntuosos. Porque nosotros de nada presumimos ni, mucho menos, presuntuamos. Pretendemos, en cambio, muchas cosas, sin jactarnos de haber conseguido ninguna de ellas. Modestos, con la modestia de los grandes hombres, y el modesto orgullo a que aludía mi maestro. Tales somos, tales quisiéramos ser para nuestra Escuela de Sabiduría.

¿Intelectuales? ¿Por qué no? Pero nunca virtuosos de la inteligencia. La inteligencia ha de servir siempre para algo, aplicarse a algo, aprovechar a alguien. Si averiguásemos que la inteligencia no servía para nada, mucho menos entonces la exhibiríamos en ejercicios superfluos, deportivos, puramente gimnásticos. Que exista una gimnástica intelectual que fortalezca y agilite intelectualmente a quien la ejecuta, es muy posible. Pero sería para nosotros una actividad privada, de puro utilitaria y egoísta, como el comer o purgarse, lavarse o vestirse, nunca para exhibida en público. La gimnástica, como espectáculo, tiene entontecido a medio mundo, y acabará por entontecer al otro medio.

Vosotros sabéis -sigue hablando Mairena a sus alumnos- mi poca afición a las corridas de toros. Yo os confieso que nunca me han divertido. En realidad, no pueden divertirme, y yo sospecho que no divierten a nadie, porque constituyen un espectáculo demasiado serio para diversión. No son un juego, un simulacro, más o menos alegre, más o menos estúpido, que responda a una actividad de lujo, como los juegos de los niños o los deportes de los adultos; tampoco un ejercicio utilitario, como el de abatir reses mayores en el matadero; menos un arte, puesto que nada hay en ellas de ficticio o de imaginado. Son esencialmente un sacrificio. Con el toro no se juega, puesto que se le mata, sin utilidad aparente, como si dejáramos de un modo religioso, en holocausto a un dios desconocido. Por esto las corridas de toros, que, a mi juicio, no divierten a nadie, interesan y apasionan a muchos. La afición taurina es, en el fondo, pasión taurina; mejor diré fervor taurino, porque la pasión propiamente dicha es la del toro.

En nuestra Escuela Popular de Sabiduría Superior hemos de tratar alguna vez el tema de la tauromaquia, cosa tan nuestra -tan vuestra, sobre todo- y, al mismo tiempo, ¡tan extraña! He de insistir, sin ánimo de molestar a nadie, sobre el hecho de que sea precisamente lo nuestro aquello que se nos aparece como más misterioso e incomprensible. Nos hemos libertado en parte -y no seré yo quien lo deplore- del ánimo chauvin que ensalza lo español por el mero hecho de serlo. No era esta una posición crítica, sino más bien polémica, que no alcanzó entre nosotros -conviene decirlo- porporciones alarmantes, como en otros países. Bien está, sin embargo, que nunca más la adoptemos. Pero una pérdida total de simpatía hacia lo nuestro va construyendo poco a poco en nuestras almas un aparato crítico que necesariamente ha de funcionar en falso y que algún día tendremos que arrumbar en el desván de los trastos inútiles. En nuestra Escuela Popular de Sabiduría Superior procuraríamos estar un poco en guardia contra el hábito demasiado frecuente de escupir sobre todo lo nuestro, antes de acercarnos a ello para conocerlo. Porque es muy posible -tal es, al menos, una vehemente sospecha mía- que muchas cosas en España estén mejor por dentro que por fuera -fenómeno inverso al que frecuentemente observamos en otros países- y que la crítica del previo escupitajo sobre lo nuestro, no sólo nos aparte de su conocimiento, sino que acabe por asquearnos de nosotros mismos. Pero dejemos esto para tratado más despacio.

Decíamos que alguna vez hemos de meditar sobre las corridas de toros, y muy especialmente sobre la afición taurina. Y hemos de hacerlo dejando a un lado toda suerte de investigaciones sobre el origen y desarrollo histórico de la fiesta -¿es una fiesta?- que llamamos nacional, por llamarle de alguna manera que no sea del todo inadecuada. Porque nuestra Escuela Popular de Sabiduría Superior no sería nunca un Centro de investigaciones históricas, sin que esto quiera decir que nosotros no respetemos y veneremos esta clase de Centros. Nosotros nos preguntamos, porque somos filósofos, hombres de reflexión que buscan razones en los hechos, ¿qué son las corridas de toros?, ¿qué es esa afición taurina, esa afición al espectáculo sangriento de un hombre sacrificando a un toro, con riesgo de su propia vida? Y un matador, señores -la palabra es grave-, que no es un matarife -esto menos que nada-, ni un verdugo, ni un simulador de ejercicios cruentos, ¿qué es un matador, un espada, tan hazañoso como fugitivo, un ágil y esforzado sacrificador de reses bravas, mejor diré de reses enfierecidas para el acto de su sacrificio? Si no es un loco -todo antes que un loco nos parece este hombre docto y sesudo que no logra la maestría de su oficio antes de las primeras canas-, ¿será, acaso, un sacerdote? No parece que pueda ser otra cosa. ¿Y al culto de qué dioses se consagra? He aquí el estilo de nuestras preguntas en nuestra Escuela Popular de Sabiduría Superior.

(Habla, Juan de Mairena a sus alumnos.)

Lo irremediable del pasado -fugit irreparabile tempus-, de un pasado que permanece intacto, inactivo e inmodificable, es un concepto demasiado firme para que pueda ser desarraigado de la mente humana. ¿Cómo sin él funcionaría esta máquina de silogismo que llevamos a cuestas? Pero nosotros -habla Mairena a sus alumnos- nos preguntaríamos en la clase de Sofística de nuestra Escuela Popular de Sabiduría Superior si el tal concepto tiene otro valor que el de su utilidad lógica y si podríamos pasar con él a la clase de Metafísica. Porque de la clase de Sofística a la de Metafísica sólo podrían pasar, en forma de creencias últimas o de hipótesis inevitables, los conceptos que resisten a todas las baterías de una lógica implacable, de una lógica que, llegado el caso, no repare en el suicidio, en decretar su propia inania.

Y este caso llega, puede llegar, si después de largos y apretados razonamientos sobre alguna cuestión esencial, alcanzamos una irremediable conclusión ilógica, por ejemplo: «No hay más vendad que la muerte». Lo que equivale a decir que la verdad no existe y que ésta es la verdad. Comprenderéis sin gran esfuerzo que, llegado este caso, ya no sabemos cuál sea la suerte de la verdad; pero es evidente que aquí la lógica se ha saltado la tapa de los sesos. Tal es el triunfo -lamentable, si queréis, pero al fin triunfo- del escéptico, el cual, ante la reductio ad absurdum que de su propia tesis realiza, no se obliga a aceptar por verdadera la tesis contraria, de cuya refutación ya había partido, sino que opta por reputar inservible el instrumento lógico. Esto ya es demasiado claro para que podáis entenderlo sin algún esfuerzo. Meditad sobre ello.

Cuando averiguamos que algo no sirve para nada -por ejemplo, una Sociedad de Naciones que pretenda asegurar la paz en el mundo-, ya sabemos que ha servido para mucho. Quien tenga oídos, oiga, y quien orejas, las aguce.

(Examen en la Escuela de Sabiduría.)

-¿Saco tres bolas?

-Con una basta.

-Lección 24. «Sobre el juicio».

-Venga.

-Tres clases de juicios conocemos, mediante los cuales expresa el hombre su incurable aspiración a la objetividad. Tres ejemplos nos bastarán para reconocerlos.

Primer ejemplo: «Dios es justo». Esto es lo que nosotros creemos, para el caso de que Dios exista.

Segundo: «El hombre es mortal». Esto es lo que nos parece observar hasta la fecha.

Tercero: «Dos y dos son cuatro». Esto es lo que probablemente pensamos todos.

Al primero llamamos «juicio de creencia»; al segundo, «juicio de experiencia»; al tercero, «juicio de razón».

-¿Y con cuál de esas tres clases de juicios piensa usted que logra el hombre acercarse a una verdad objetiva, entendámonos, a una verdad que sería a última hora independiente de esos mismos juicios?

-Acaso con las tres; acaso con alguna de las tres; posiblemente con ninguna de las tres.

-Retírese.

-(¡?)

-Que queda usted suspenso en esta asignatura, y que puede usted pasar a la siguiente.

(Mairena y el 98.- Un premio Nobel.)

Cuando aparecieron en la Prensa los primeros ensayos de don Miguel de Unamuno, alguien dijo: «He aquí a Brand, el ibseniano Brand, que deja los fiordos de Noruega por las estepas de España». Mairena dijo: «He aquí el gran español que muchos esperábamos. ¿Un sabio? Sin duda, y hasta un savant, que dicen en Francia; pero, sobre todo, el poeta relojero que viene a dar cuerda a muchos relojes -quiero decir a muchas almas- parados en horas muy distintas, y a ponerlos en hora por el meridiano de su pueblo y de su raza. Que estos relojes, luego, atrasen unos y adelanten otros...». No agotemos el símil. Es muy grande este don Miguel. Y algún día tomará café con nosotros. Mas no por ello hemos de perderle el respeto.

(Aciertos de la expresión inexacta.)

Cuando nuestros políticos dicen que la política no tiene entrañas aciertan alguna vez en lo que dicen y en lo que quieren decir. Una política sin entrañas es, en efecto, la política hueca que suelen hacer los hombres de malas tripas.

(La concisión barroca.)

   Me dió cuatro naturales

y en Chihuahua clarecí.


Aquí ya la expresión inexacta es, por su excesiva concisión, verdaderamente enigmática. Porque el poeta, cuyos son estos versos, quería decir, por boca de un personaje de su comedia: «El cacique de la comarca puso a mi servicio cuatro hombres nacidos en tierra americana, cuatro indígenas que me dieron escolta, y acompañado de ellos pude llegar felizmente a Chihuahua, a la hora en que empezaba a clarear».

(Amplificación superfina.)

-Daréte el dulce fruto sazonado del peral en la rama ponderosa.

-¿Quieres decir que me darás una pera?

-¡Claro!

(Lógica de Badila.)

-¡Conque el toro le ha roto a usted la clavícula, compadre!...

-Lo que me ha roto a mí es todo el verano.

No se sabe que Badila, el célebre picador de reses bravas, a quien se atribuye la famosa respuesta, fuese sordo, ni mucho menos tan ignorante que desconociese la existencia de sus propias clavículas, cosa, por lo demás, inconcebible en un garrochista. Que conocía el significado del vocablo «canícula» se infiere de sus mismas palabras. Acaso fué Badila un precursor de esta nueva lógica a que nosotros quisiéramos acercamos, de ese razonamiento heraclídeo en el cual las conclusiones no parecen congruentes con sus premisas porque no son ya sus hijas, sino, por decirlo así, sus nietas. Dicho de otro modo: que en el momento de la conclusión ha caducado en parte el valor de la premisa, porque el tiempo no ha transcurrido en vano. Advirtamos además que en el fluir del pensamiento natural -el de Badila, y en cierto modo, el poético- no es el intelecto puro quien discurre, sino el bloque psíquico en su totalidad, y las formas lógicas no son nunca pontones anclados en el río de Heráclito, sino ondas de su misma corriente.

Así, Badila, obscuro precursor, modestamente, y con más ambición algunos ingenios de nuestro tiempo, han contribuído a crear esa lógica, mágica en apariencia, de la cual no sabemos lo que andando el tiempo puede salir.

(Lógica de Don Juan.)

-Vengo a mataros, Don Juan.

-Según eso, sois Don Luis.

¿Recordáis el Don Juan Tenorio, de Zorrilla, y la escena del cuarto acto en que estos versos se dicen? Habla Don Luis Mejía, primero, tras el embozo de su capa, seguro de que no necesita descubrirse para ser conocido. Si tenemos en cuenta la faena de Don Juan con Doña Ana de Pantoja, hemos de reconocer que Don Luis no puede decir sino lo que dice, y que no puede decirlo mejor. Y difícilmente encontraréis una respuesta ni más cínica, ni más serena, ni más representativa de aquel magnífico rey de los granujas que fué Don Juan Tenorio. Según eso... Y aquí es también la lógica lo que tiene más gracia. Como éste, muchos aciertos clásicos de expresión advertiréis en algunas obras de teatro que logran el favor popular, antes que la estimación de los doctos.

El problema del amor al prójimo -habla Mairena a sus alumnos- que algún día hemos de estudiar a fondo en nuestra clase de Metafísica, nos plantea agudamente otro, que ha de ocuparnos en nuestra clase de Sofística: el de la existencia real de nuestro prójimo, de nuestro vecino, que dicen los ingleses -our neighbour-, de acuerdo con nuestro Gonzalo de Berceo. Porque si nuestro prójimo no existe, mal podremos amarle. Ingenuamente os digo que la cuestión es grave. Meditad sobre ella.

-Alguien ha dicho -observó un alumno- que nadie puede dudar sinceramente de la existencia de su prójimo, y que el más desenfrenado idealismo, el del propio Berkeley, vacila en sostener su famoso principio esse = percipi más allá de lo inerte, y no ya en presencia de un hombre, sino de una planta. Del solipsismo se ha dicho que es una concepción absurda e inaceptable, una verdadera monstruosidad.

-Todo eso se ha dicho, en efecto -respondió Mairena-. Pero a mí nunca me han convencido de ello los que tal dicen. Espero que a vosotros tampoco os convencerán. Porque el solipsismo podrá responder o no a una realidad absoluta, ser o no verdadero; pero de absurdo no tiene pelo. Es la conclusión inevitable y perfectamente lógica de todo subjetivismo extremado. Por eso lo tratamos en nuestra clase de Sofística. Es evidente que cualquier posición filosófica -sensualista o racionalista- que ponga en duda la existencia real del mundo externo convierte eo ipso en problemática la de nuestro prójimo. Sólo un pensamiento pragmático, profundamente ilógico, puede afirmar la existencia de nuestro prójimo con el mismo grado de certeza que la existencia propia, y reconocer a la par que este prójimo nos aparece englobado en el mundo externo -mera creación de nuestro espíritu-, sin rasgo alguno que nos revele su heterogeneidad. Dicho en otra forma: si nada es en sí más que yo mismo, ¿qué modo hay de no decretar la irrealidad absoluta de nuestro prójimo? Mi pensamiento os borra y expulsa de la existencia -de una existencia en sí- en compañía de esos mismos bancos en que asentáis vuestras posaderas. La cuestión es grave, vuelvo a deciros. Meditad sobre ella.

-Siempre se ha dicho -observó el alumno de Mairena-, que nosotros afirmamos la existencia de nuestro prójimo, del cual sólo, en efecto, percibimos el cuerpo como parte homogénea del mundo físico, merced a un razonamiento por analogía, que nos lleva a suponer en ese cuerpo semejante al nuestro una conciencia no menos semejante a la nuestra. Y en cuanto al grado de certeza que asignamos a la existencia del yo ajeno y a la del propio, pensamos que es el mismo para las dos, siempre que no demos en plantearnos el problema metafísico. De modo que prácticamente no hay problema.

-Eso se dice, en efecto. Pero nosotros estamos aquí para desconfiar de todo lo que se dice. Tal es el verdadero sentido de nuestra sofística. Para nosotros, el problema existe, y existe prácticamente, puesto que nosotros nos lo planteamos. La existencia práctica de un problema metafísico consiste en que alguien se lo plantee. Y éste es el hecho. Nosotros partimos, en efecto, de una concepción metafísica de la cual pensamos que no puede eludir el solipsismo. Y nos preguntamos ahora qué es lo que dentro de ella puede significar el amor al prójimo, a ese otro yo al cual hemos concedido la no existencia como el más importante de sus atributos, o, por mejor decir, como su misma esencia, puesto que, evidentemente, la no existencia es lo único esencial que podemos pensar de lo que no existe.

Y vamos ahora adonde usted quería llevarnos, señor Martínez. Una metafísica, es decir, una hipótesis más o menos atrevida de la razón sobre la realidad absoluta, está siempre apoyada por un acto de fe individual. Un acto de fe -decía mi maestro- no consiste en creer sin ver o en creer en lo que no se ve, sino en creer que se ve, cualesquiera que sean los ojos con que se mire, e independientemente de que se vea o de que no se vea. Existe una fe metafísica, que no ha de estar necesariamente tan difundida como una fe religiosa; pero tampoco necesariamente menos. ¡Oh! ¿Por qué? La íntima adhesión a una gran hipótesis racional no admite, de derecho, restricción alguna a su difusión dentro de la especie humana. Tal es uno de los fundamentos de nuestra Escuela de Sabiduría. El hecho es que esta fe metafísica suele estar mucho más difundida de lo que se piensa.

Y yendo a lo que iba, os diré: podemos encontrarnos en un estado social minado por una fe religiosa y otra fe metafísica francamente contradictorias. Por ejemplo, frente a nuestra fe cristiana -una «videncia» como otra cualquiera- en un Dios paternal que nos ordena el amor de su prole, de la cual somos parte, sin privilegio alguno, milita la fe metafísica en el solus ipse que pudiéramos formular; «nada es en sí sino yo mismo, y todo lo demás, una representación mía, o una construcción de mi espíritu que se opera por medios subjetivos, o una simple constitución intencional del puro yo, etc., etc.». En suma, tras la frontera de mi yo empieza el reino de la nada. La heterogeneidad de estas dos creencias ni excluye su contradicción ni tiene reducción posible a denominador común. Y es en el terreno de los hechos, a que usted quería llevarnos, donde no admiten conciliación alguna. Porque el ethos de la creencia metafísica es necesariamente autoerótico, egolátrico. El yo puede amarse a sí mismo con amor absoluto, de radio infinito. Y el amor al prójimo, al otro yo que nada es en sí, al yo representado en el yo absoluto, sólo ha de profesarse de dientes para fuera. A esta conclusión d'enfants terribles -¿y qué otra cosa somos?- de la lógica hemos llegado. Y reparad ahora en que el «ama a tu prójimo como a ti mismo y aun más, si fuera preciso», que tal es el verdadero precepto cristiano, lleva implícita una fe altruista, una creencia en la realidad absoluta, en la existencia en sí del otro yo. Si todos somos hijos de Dios -hijosdalgo, por ende, y ésta es la razón del orgullo modesto a que he aludido más de una vez-, ¿cómo he de atreverme, dentro de esta fe cristiana, a degradar a mi prójimo tan profunda y substancialmente que le arrebate el ser en sí para convertirlo en mera representación, en un puro fantasma mío?

-Y en un fantasma de mala sombra -se atrevió a observar el alumno más silencioso de la clase.

-¿Quién habla? -preguntó Mairena.

-Joaquín García, oyente.

-¡Ah! ¿Decía usted?...

-En un fantasma de mala sombra, capaz de pagarme en la misma moneda. Quiero decir que he de pensarlo como un fantasma mío que puede a su vez convertirme en un fantasma suyo.

-Muy bien, señor García -exclamó Mairena-; ha dado usted una definición un tanto gedeónica, pero exacta, del otro yo, dentro del solus ipse: un fantasma de mala sombra, realmente inquietante.

Estas dos creencias a que aludíamos -sigue hablando Mairena- son tan radicalmente antagónicas que no admiten, a mi juicio, conciliación ni compromiso pragmático; de su choque saldrán siempre negaciones y blasfemias, como chispas entre pedernal y eslabón. La concepción del alma humana como entelequia o como mónada cerrada y autosuficiente, ese fruto maduro y tardío de la sofística griega, y la fe solipsista que la acompaña, se encontrarán un día en pugna con la terrible revelación del Cristo: «El alma del hombre no es una entelequia, porque su fin, su telos, no está en sí misma. Su origen, tampoco. Como mónada filial y fraterna se nos muestra en intuición compleja el yo cristiano, incapaz de bastarse a sí mismo, de encerrarse en sí mismo, rico de alteridad absoluta; como revelación muy honda de la incurable «otredad de lo uno», o, según expresión de mi maestro, «de la esencial heterogeneidad del ser». Pero dejemos esto para tratado más largamente en otra ocasión.

Nunca se nos podrá acusar de haber tratado en nuestras clases cuestiones frívolas y vulgares, entre las cuales incluimos nosotros muchas que se reputan importantísimas y primordiales, como casi todas aquellas que se refieren a lo económico. Alguna vez, sin embargo, las hemos de tomar en consideración; pero elevándolas siempre a nuestro punto de mira. Algún día nos hemos de preguntar si la totalidad de la especie humana, de la cual somos parte insignificantísima, su necesidad de nutrirse, su afán de propagarse, etc., constituyen un hecho crudo y neto, que no requiere la menor justificación ideal, o si, por el contrario, hemos de pedir razones a este mismo hecho, si hemos de investigar la necesidad metafísica de estas mismas necesidades. ¿Se vive de hecho o de derecho? He aquí nuestra cuestión. Comprenderéis que es éste el problema ético por excelencia, viejo como el mundo, pero que nosotros nos hemos de plantear agudamente. Porque sólo después de resolverlo podremos pensar en una moral, es decir, en un conjunto de normas para la conducta humana que obliguen o persuadan a nuestro prójimo. Entretanto, buena es la filantropía, por un lado, y por otro, la Guardia civil.

Superfluo es decir que nosotros no podemos interesarnos demasiado ni por la filantropía, con sus instituciones de beneficencia, higiene y vigilancia, ni tampoco por los elementos de coacción legal (guardia rural, urbana y fronteriza), mientras no averigüemos si la especie humana, en su totalidad, debe o no debe ser conservada, cuestión esencialísima, o bien -cuestión no menos esencial- si necesariamente ha de ser conservada, o si pudiera no conservarse. Y si os place que nos interesemos anticipadamente por esas instituciones, que serían a última hora medios cuyos últimos fines aun desconocemos, hemos de hacerlo sin invocar principios en los cuales no podemos todavía creer.

Si estudiaseis el folklore religioso de nuestra tierra, os encontraríais con que la observación del orden impasible de la Naturaleza hace creyentes a muchos de nuestros paisanos, y descreídos a otros muchos. Y es que en esto, como en todo, hay derechas e izquierdas. «Siento que no haiga Dios -oí decir una vez-, porque eso de que todo en este mundo se tenga de caé siempre d'arriba abajo...». Y otra vez: «¡Bendito sea Dios, que hace que el sol sarga siempre por el Levante!».

Las tan desacreditadas cosas en sí... La cosa en sí, ¡tan desacreditada!... Me parece haber leído esto en alguna parte, y no ya una, sino muchas veces. Asusta pensar -decía Mairena- hasta dónde puede llegar el descrédito.

El Cristo -decía mi maestro- predicó la humildad a los poderosos. Cuando vuelva, predicará el orgullo a los humildes. De sabios es mudar de consejo. No os estrepitéis. Si el Cristo vuelve, sus palabras serán aproximadamente las mismas que ya conocéis: «Acordaos de que sois hijos de Dios; que por parte de padre sois alguien, niños». Mas si dudáis de una divinidad que cambia de propósito y de conducta, os diré que estáis envenenados por la lógica y que carecéis de sentido teológico. Porque nada hay más propio de la divinidad que el arrepentimiento.

Cuando estudiemos la Historia Sagrada, hemos de definirla como historia de los grandes arrepentimientos, para distinguirla no ya de la Historia profana, sino de la misma Naturaleza, que no tiene historia, porque no acostumbra a arrepentirse de nada.

Imaginemos -decía mi maestro Martín- una teología sin Aristóteles, que conciba a Dios como una gran conciencia de la cual fuera parte la nuestra, o en la cual -digámoslo grosso modo y al alcance de vuestras cortas luces- todos tuviéramos enchufada la nuestra. En esta teología nada encontraríamos más esencial que el tiempo; no el tiempo matemático, sino el tiempo psíquico, que coincide con nuestra impaciencia, esa impaciencia mal definida, que otros llaman angustia y en la cual comenzaríamos a ver un signo revelador de la gran nostalgia del no ser que el Ser Supremo siente, o bien -como decía mi maestro- la gran nostalgia de lo Otro que padece lo Uno. De esta suerte asignaríamos a la divinidad una tarea inacabable -la de dejar de ser o de trocarse en lo Otro-, que explicaría su eternidad y que, por otro lado, nos parecería menos trivial que la de mover el mundo... ¿Qué dice el oyente?

-Esa teología -observó el oyente- me parece inaceptable. Es cierto que ese Dios, que nos da el tiempo y se queda fuera de él, o, dicho de otro modo, que permanece quieto y se entretiene en mover el mundo, es algo no menos inaceptable. Porque, en efecto, si el mundo no se mueve a sí mismo, lo natural y conveniente es dejarlo quieto, de acuerdo con su propia naturaleza. En caso contrario, es evidente que el mundo no necesita motor. Hasta aquí estamos de acuerdo. Pero, por otro lado, señor doctor, un dios totalmente zambullido en el tiempo, obligado como nosotros a vivirlo minuto a minuto, con la conciencia a la par de una tarea inacabable, sería un dios mucho más desdichado que sus criaturas. Sería un dios -pongámoslo al alcance de nuestras cortas luces- que tendría un humor de todos los demonios, como condenado a galeras para toda su vida. Yo no sé, señor doctor, hasta qué punto hay derecho a pensarlo así.

-La verdad es -replicó Mairena, algo contrariado- que en toda concepción panteísta -la metafísica de mi maestro lo era en sumo grado- hay algo monstruoso y repelente; con razón la Iglesia la ha condenado siempre. Ya se lo decía yo a mi maestro: por mucho menos hubo quien ardió en las fogatas del Santo Oficio. Afortunadamente, la Iglesia no toma hoy demasiado en serio las blasfemias contra Aristóteles. Yo, sin embargo, os aconsejo que meditéis sobre este tema para que no os coja desprevenidos una metafísica que pudiera venir de fuera y que anda rondando la teología, una teología esencialmente temporalista, y para que tengáis, llegado el caso, algo que oponerle o algo que aprobar en ella, y no seáis los eternos monos de la linterna mágica en cuestiones de alguna trascendencia.

Vosotros sabéis que yo no pretendo enseñaros nada, y que sólo me aplico a sacudir la inercia de vuestras almas, a arar el barbecho empedernido de vuestro pensamiento, a sembrar inquietudes, como se ha dicho muy razonablemente, y yo diría, mejor, a sembrar preocupaciones y prejuicios; quiero decir juicios y ocupaciones previos y antepuestos a toda ocupación zapatera y a todo juicio de pan llevar.

Ya hemos dicho que pretendemos no ser pedantes. Hicimos, sin embargo, algunos distingos. Quisiéramos hacer todavía algunos más. ¿Qué modo hay de que un hombre consagrado a la enseñanza no sea un poco pedante? Consideremos que sólo se enseña al niño, porque siempre es niño el capaz de aprender, aunque tenga más años que un palmar. Esto asentado, yo os pregunto: ¿Cómo puede un maestro, o, si queréis, un pedagogo, enseñar, educar, conducir al niño sin hacerse algo niño a su vez y sin acabar profesando un saber algo infantilizado? Porque es el niño quien, en parte, hace al maestro. Y es el saber infantilizado y la conducta infantil del sabio lo que constituye el aspecto más elemental de la pedantería, como parece indicarlo la misma etimología griega de la palabra. Y recordemos que se llamó pedantes a los maestros que iban a las casas de nuestros abuelos para enseñar Gramática a los niños. No dudo yo de que estos hombres fueran algo ridículos, como lo muestra el mismo hecho de pretender enseñar a los niños cosa tan impropia de la infancia como es la Gramática. Pero al fin eran maestros y merecen nuestro respeto. Y en cuanto al hecho mismo de que el maestro se infantilice y en cierto sentido se apedante en su relación con el niño (país, paidos), conviene también distinguir. Porgue hemos de comprender como niños lo que pretendemos que los niños comprendan. Y en esto no hay infantilismo, en el sentido de retraso mental. En las disciplinas más fundamentales (Poesía, Lógica, Moral, etc.) el niño no puede disminuir al hombre. Al contrario: el niño nos revela que casi todo lo que él no puede comprender apenas si merece ser enseñado, y, sobre todo, que cuando no acertamos a enseñarlo es porque nosotros no lo sabemos bien todavía.

Nosotros no hemos de insistir demasiado -nous appessantir, que dicen los franceses- sobre el tema del amor; en primer término, porque toda insistencia nos parece de mal gusto; en segundo, por no plantearnos problemas filosóficos demasiado difíciles. Tampoco hemos de rebajar tan esencial sujeto hasta ponerlo al alcance de las señoras y de los médicos, que gustan de tomarlo siempre -indefectiblemente- por donde quema. Sólo queremos avanzar, como tema de futuras meditaciones: primero, que lo sexual en amor tiene muy hondas raíces ónticas, y que una filosofía que pretenda alcanzar el ser en la existencia del hombre se encontrará con esto: el individuo humano no es necesariamente varón o hembra por razones biológicas -la generación no necesita del sexo-, sino por razones metafísicas. Segundo: no hay hermafrodismo que no sea monstruoso, porque la esencia hermes y la esencia aphrodites no pueden intuirse juntas. Tercero: tampoco se las puede pensar como complementarias, porque ninguna es complemento, ni de tal necesita, toda vez que cada una de ellas no ya se basta, sino que se sobra a sí misma. Cuarto: no hemos de pensarlas como mitades de un todo, puesto que al unirse no dan un conjunto homogéneo, una totalidad de la cual sean o hayan sido parte. Quinto: de ningún modo podemos imaginarlas como elementos para una síntesis, armonía o coincidencia de contrarios. Ya demostramos, o pretendimos demostrar, que, en general, no hay contrarios. Y aunque los hubiera -contra lo que nosotros pensamos-, nadie demostrará que una mujer sea lo contrario de un hombre. Sexto: tampoco hemos de afirmar que al copularse estas dos esencias, a saber, la mercurial y la venusiana -por no llamarla venérea-, den un producto de fusión, ni de síntesis, ni de armonía de ambas, puesto que el fruto de todo amor sexual sólo perpetúa una de las dos esencias, de ningún modo ambas en un mismo individuo. Lo que se genera y se continúa por herencia hasta el fin de los siglos es la esencia hermes, con la carencia consciente de la aphrodites, o viceversa, es la alternante serie de dos esencias, en cada una de las cuales lo esencial es siempre la nostalgia de la otra. (Véase «Abel Martín»: De la esencial heterogeneidad del ser.)

   A manos de su antojo el tonto muere.



Me parece que es el maestro fray Luis quien dice esto en su magnífica traducción del libro de Job. ¿Qué opina el oyente de esta sentencia?

-Eso -respondió el oyente- no está mal.

-¿...?

-Quiero decir que no estaría mal.

(Sobre la paternidad calderoniana del «Don Juan», de «Tirso».)

Recordad que «Tirso» da a su Comendador, el de su famosa comedia El burlador de Sevilla, una muerte perfectamente calderoniana. Cuando Don Juan, tras su breve faena con doña Ana de Ulloa, pregunta:

      ¿Quién está ahí?



responde Don Gonzalo, definiéndose como víctima del deshonor de su hija:

   La barbacana caída

de la torre de mi honor,

que echaste en tierra, traidor,

donde era alcaide la vida.



Herido por la espada de Don Juan, todavía dialoga con éste. Ya solo y en tierra, cuando Don Juan y Catalinón han huído, muere razonando:

      La sangre fría

con el furor aumentaste.

Muerto soy; no hay bien que aguarde.

Seguiráte mi furor;

que eres traidor, y el traidor

es traidor porque es cobarde.



La verdad es -añadió Mairena- que todos estos versos, de insuperable barroquismo retórico, son tan calderonianos que nosotros, sin más averiguaciones, no vacilamos en atribuírselos al propio Calderón de la Barca. Y si alguien nos prueba que fué «Tirso» quien los escribió, nosotros sostendremos impertérritos, recordando a los médicos del Zadig volteriano, que fué Calderón quien debió escribirlos.

Vamos a otra cosa. Recordad estos versos con que termina Clotaldo, en La vida es sueño, una extensa admonición a Rosaura y a Clarín, sorprendidos en la torre de Segismundo:

   Rendid las armas y vidas,

o aquesta pistola, áspid

de metal, escupirá

el veneno penetrante

de dos balas, cuyo fuego

será escándalo del aire.



Un refundidor de nuestros días hubiera dicho: «¡Arriba las manos!» o «¡Al que se mueva, lo abraso!», creyendo haber enmendado la plana a Calderón y que su pistola de teatro era más temible y más eficaz que la del viejo cancerbero calderoniano. Sobre esto habría mucho que hablar. Porque el Clotaldo de Calderón parece estar tan seguro de su retórica como de su pistola. Y aquello de que va a ser el aire lo que se escandalice... ¡Ojo a Clotaldo! Porque el perfecto pistolero es el que, como Clotaldo, no necesita disparar.

De todas las máquinas que ha construído el hombre, la más interesante es, a mi juicio, el reloj, artefacto específicamente humano, que la mera animalidad no hubiera inventado nunca. El llamado homo faber no sería realmente homo, si no hubiera fabricado relojes. Y en verdad, tampoco importa mucho que los fabrique; basta con que los use; menos todavía: basta con que los necesite. Porque el hombre es el animal que mide su tiempo.

Sí; el hombre es el animal que usa relojes. Mi maestro paró el suyo -uno de plata que llevaba siempre consigo-, poco antes de morir, convencido de que en la vida eterna a que aspiraba no había de servirle de mucho, y en la Nada, donde acaso iba a sumergirse, de mucho menos todavía. Convencido también -y esto era lo que más le entristecía- de que el hombre no hubiera inventado el reloj si no creyera en la muerte.

El reloj es, en efecto, una prueba indirecta de la creencia del hombre en su mortalidad. Porque sólo un tiempo finito puede medirse. Esto parece evidente. Nosotros, sin embargo, hemos de preguntamos todavía para qué mide el hombre el breve tiempo de que dispone. Porque sabemos que lo puede medir; pero ¿para qué lo mide? No digamos que lo mide para aprovecharlo, disponiendo en orden la actividad que lo llena. Porque esto sería una explicación utilitarista que a nosotros, filósofos, nada nos explica. Si lo mide, en efecto, para aprovecharlo, ¿para qué lo aprovecha? Pregunta que sigue llevando implícito el «¿Para qué lo mide?» incontestado. A mi juicio, le guía una ilusión vieja como el mundo: la creencia de Zenón de Elea en la infinitud de lo finito por su infinita divisibilidad. Ni Aquiles, el de los pies ligeros, alcanzará nunca a la tortuga, ni una hora bien contada se acabaría nunca de contar. Desde nuestro punto de mira, siempre metafísico, el reloj es un instrumento de sofística como otro cualquiera. Procurad desarrollar este tema con toda la minuciosidad y toda la pesadez de que seáis capaces.

Como remate, no ya decorativo, sino lógico, del edificio cósmico definía mi maestro al dios aristotélico. «Es un dios lógico por excelencia. ¡Y qué cosa tan absurda -añadía- es la lógica!». Visto desde abajo, ese dios aristotélico es la quietud que todo lo mueve, o, si os place, la gran quietud a que aspira todo lo que se mueve. Y si preguntáis por qué ese dios que engendra el movimiento por su contacto con el mundo, con la esfera superior de las estrellas fijas, no se mueve a su vez, contestamos: Todo acaba, en cierto modo, allí donde empieza; de suerte que más allá del comienzo del movimiento está la quietud, y a la quietud no hay quien la mueva, porque cesaría ipso facto de ser quietud. En suma, que el dios aristotélico no se mueve porque no hay quien lo atraiga o le empuje, y no es cosa de que él se empuje o se atraiga a sí mismo. ¿En qué consiste entonces su quieta actividad? En pensamiento puro, en pura inteligencia: inteligencia de la inteligencia -nóesis noéseos-. Dicho de otro modo: Nosotros lo pensamos todo hasta llegar a Dios; en él acaba, porque en él empieza nuestra actividad pensante. Y arriba está Dios pensándose a sí mismo. En verdad, no parece que le quede otro recurso. Todo esto es perfectamente lógico. La lógica es -añadía mi maestro- la gran rueda de molino con que comulga la Humanidad entera a través de los siglos.

Las voces interjectivas -palabrotas, tacos y reniegos que truenan superabundantes en el discurso de algunos de nuestros compatriotas- no son, en modo alguno, como las voces expletivas de que aparece empedrada la prosa de los griegos: ni mojones o hitos que acotan y limitan el pensar, ni elementos eufónicos del lenguaje, ni gonces lógicos sobre los cuales pueda girar el discurso, ni agujas para cambiarle de vía. Son más bien válvulas de escape de un motor de explosión. Ejemplo: «Porque yo, ¡canastos!, con la impresión, ¡pucheta!, dije: ¡Concho! ¿Qué silletero asco de materia fecal es esto? ¡¡¡Redieeez!!!»

Cuando estudiamos más despacio estos fenómenos de la lengua viva, nos habremos apartado bastante de la literatura; pero no mucho, «como acaso penséis, de la poética.

Uno de los signos que más acusan cambio de clima espiritual es la constante degradación de lo cómico y su concomitante embrutecimiento de la risa. La verdad es que nunca ha habido en el mundo, como hay en nuestros días, tantas gentes que parezcan rebuznar cuando ríen.

Mas todo será para bien, como dicen los progresistas. La risa asnal es clara revelación de una comicidad absurda, en vísperas de desaparecer. Porque, bien mirado, o, mejor, bien oído, nada hay más triste, y hasta, en cierto sentido, más apocalíptico que el rebuzno.

Lo clásico en el tablado flamenco es el jaleador, que recuerda al coro de la tragedia antigua, al llenar los silencios de la copla y de la guitarra con su «¡Pobrecito!» o su «¡Hay que quererla!». Pero es mucho más sobrio, y contrasta por lo piadoso y afectivo -este coro flamenco y reducido-, con aquel terrible y a veces superfluo jaleador del infortunio clásico: «¿Adónde irás, Edipo?»... «Ahora sí que te han jorobado, Agamenón», etc. Y es difícil, digámoslo también, que podamos gustar de la tragedia griega sin olvidar un poco el fondo sádico que nosotros, hombres modernos, hemos descubierto -o imaginado- en la compasión.

Leyendo a Nietzsche, decía mi maestro Abel Martín -sigue hablando Mairena a sus alumnos-, se diría que es el Cristo quien nos ha envenenado. Y bien pudiera ser lo contrario -añadía-: que hayamos nosotros envenenado al Cristo en nuestras almas.

Los alemanes, grandes pensadores, portentosos metafísicos y medianos psicólogos -aunque sepan más Psicología que nadie-, nos deben una reivindicación de la esencia cristiana. Y seguramente nos la darán. Pero al Cristo no lo entenderán nunca, como nuestro gran D. Miguel de Unamuno.

El cinematógrafo, decía mi maestro, aplicando el ascua a la sardina de su metafísica, es un invento de Satanás para aburrir al género humano. El nos muestra la gran ñoñez estética de un mundo esencialmente cinético, dentro del cual el hombre, cumbre de la animalidad, revela, bajo su apariencia de semoviente, su calidad de mero proyectil. Porque ese hombre que corre desaforado por una calle, trepa a un palo del telégrafo o aparece en el alero del tejado, para zambullirse después en un pozo, acaba por aburrirnos tanto como una bola de billar rebotando en las bandas de una mesa. Mientras ese hombre no se pare -pensamos-, no sabremos de él nada interesante.

Sin embargo, al cinematógrafo, que tiene tanto de arte bello como la escritura, o la imprenta, o el telégrafo, es decir, no mucho, y muchísimo, en cambio, de vehículo de cultura y de medio para su difusión, hay que exigirle, como a la fotografía, que nos deje enfrente de los objetos reales, sin añadirles más que el movimiento, cuando lo tienen, reproducido con la mayor exactitud posible. Porque sólo el objeto real, inagotable para quien sepa mirarlo, puede interesarnos en fotografía. Y ya es bastante que podamos ver en Chipiona las cataratas del Niágara, los barcos del canal de Suez, la pesca del atún en las almadrabas de Huelva. Fotografiar fantasmas compuestos en un taller de cineastas es algo perfectamente estúpido. El único modo de que no podamos imaginar lo imaginario es que nos lo den en fotografía, a la par de los objetos reales que percibimos. El niño sueña con las figuras de un cuento de hadas, a condición de que sea él quien las imagine, que tenga, al menos, algo que imaginar en ellas. Y el hombre, también. Un fantasma fotografiado no es más interesante que una cafetera. En general, la cinematografía orientada hacia la novela, el cuento o el teatro es profundamente antipedagógica. Ella contribuirá a entontecer el mundo, preparando nuevas generaciones que no sepan ver ni soñar. Cuando haya en Europa dictadores con sentido común, se llenarán los presidios de cineastas. (Esto era un decir, claro está, de Juan de Mairena para impresionar a sus alumnos.)

(De política.)

Recordemos otra vez el consejo maquiavélico, que olvidó Maquiavelo: «Procura que tu enemigo no tenga nunca razón. Que no la tenga contra ti. Porque el hombre es el animal que pelea con la razón; quiero decir que embiste con ella. Te libre Dios de tarascada de bruto cargado de razón».

¿Qué hubiera pensado Juan de Mairena de esta segunda República -hoy agonizante-, que no aparece en ninguna de sus profecías? El hubiera dicho, cuando se inauguraba: ¡Ojo al sedicente republicanismo histórico, ese fantasma de la primera República! Porque los enemigos de esta segunda habrán de utilizarlo, como los griegos utilizaron aquel caballo de madera, en cuyo hueco vientre penetraron en Troya los que habían de abrir sus puertas y adueñarse de su ciudadela. Y perdonadme el empleo de un símil tan poco exacto, porque este caballo de nuestros días a que aludo no es tan de madera que no haya necesidad de echarle de comer antes y después de tomada la fortaleza.

(Juan de Mairena y el 98.- Valle-Inclán.)

Juan de Mairena conoció a Valle-Inclán hacia el año 95; escuchó de sus labios el relato de sus andanzas en Méjico, y fué uno de los tres compradores de su primer libro, Femeninas. «La verdad es -decía Mairena a sus amigos- que este hombre parece muy capaz de haber realizado todas las proezas y valentías que se atribuye. Que tiene el don de mando no puede dudarse. Si no fué nombrado -como él nos cuenta- Mayor honorario del Ejército de Tierra Caliente, culpa habrá sido de los mejicanos; porque no hubo nunca mejor madera de capitanes que la suya. Sin embargo, lo propio de este hombre, más que el heroísmo guerrero, es la santidad, el afán de ennoblecer su vida, su ardiente anhelo de salvación. El ha querido acaso salvarse por la espada; se salvará por la pluma. Valle-Inclán será el santo de nuestras letras».

Un santo de las letras, en efecto, fué Valle-Inclán, el hombre que sacrifica su humanidad y la convierte en buena literatura, la más excelente que pudo imaginar. Hemos de leer y estudiar sus libros y admirar muchas de sus páginas incomparables. En cuanto al autor de estos libros, que, más que Valle-Inclán mismo, fué una invención del propio Valle-Inclán, lo encontraremos también en las páginas de estos libros. Y del buen D. Ramón del Valle, el amigo querido, siempre maestro, digamos que fué también el que quiso ser: un caballero sin mendiguez ni envidia. Olvidemos un poco la copiosa anecdótica de su vida, para anotar un rasgo muy elegante y, a mi entender, profundamente religioso de su muerte: la orden fulminante que dió a los suyos para que lo enterraran civilmente. ¡Qué pocos lo esperaban! Allá, en la admirable Compostela, con su catedral y su cabildo, y su arzobispo, y el botafumeiro... ¡Qué escenario tan magnífico para el entierro de Bradomín! Pero Valle-Inclán, el santo inventor de Bradomín, se debía a la verdad antes que a los inventos de su fantasía. Y aquellas sus últimas palabras a la muerte, con aquella impaciencia de poeta y de capitán: «¡Cuánto tarda esto!» ¡Oh, qué bien estuvo D. Ramón en el trago supremo a que aludía Manrique!

La verdad es -decía Juan de Mairena a sus alumnos- que la visión de lo pasado, que llamamos recuerdo, es tan inexplicable como la visión de lo por venir, que llamamos profecía, adivinación o vaticinio. Porque no está probado, ni mucho menos, que nuestro cerebro conserve huellas de las impresiones recibidas dotadas de la virtud milagrosa de reproducir o actualizar las imágenes pretéritas. Y aunque concediéramos la existencia de las tales huellas, dotadas de la antedicha virtud, siempre nos encontraríamos con que el recuerdo nos plantea el mismo problema que la percepción; un problema no resuelto por nadie hasta la fecha, como ya explicamos en otra ocasión. De modo que si el recordar no nos asombra, tampoco debe asombrarnos demasiado esa visión del futuro que algunos dicen poseer. En ambos casos se trata de lo inexplicado, acaso inexplicable. Claro es que yo os aconsejo que os asombréis de las tres cosas, a saber: recuerdo, percepción y vaticinio, sin preferencia por ninguna de las tres. De este modo ganaréis en docta ignorancia, mejor diré, en ignorancia admirativa, cuanto perdáis en saber ficticio o inseguro.

Aunque el mundo se ponga cada día más interesante -y conste que yo no lo afirmo-, nosotros envejecemos y vamos echando la llave a nuestra capacidad de simpatía, cerrando el grifo de nuestros entusiasmos. Podemos ser injustos con nuestro tiempo, por lo menos en la segunda mitad de nuestra vida, que casi siempre vivimos recordando la primera. Esto se dice, y es una verdad, aunque no absoluta. Porque no siempre el tiempo que plenamente vivimos coincide con nuestra juventud. Lo corriente es que vayamos de jóvenes a viejos; como si dijéramos, de galán a barba; pero lo contrario no es demasiado insólito. Porque en mucho viejo que se tiñe las canas abunda el joven a quien se puso la peluca antes de tiempo. Y es que la juventud y vejez son a veces papeles que reparte la vida y que no siempre coinciden con nuestra vocación.

Preguntadlo todo, como hacen los niños. ¿Por qué esto? ¿Por qué lo otro? ¿Por qué lo de más allá? En España no se dialoga porque nadie pregunta, como no sea para responderse a sí mismo. Todos queremos estar de vuelta, sin haber ido a ninguna parte. Somos esencialmente paletos. Vosotros preguntad siempre, sin que os detenga ni siquiera el aparente absurdo de vuestras interrogaciones. Veréis que el absurdo es casi siempre una especialidad de las respuestas.

... Porque yo no olvido nunca, señores, que soy un profesor de Retórica, cuya misión no es formar oradores, sino, por el contrario, hombres que hablen bien siempre que tengan algo bueno que decir, de ningún modo he de enseñaros a decorar la vaciedad de vuestro pensamiento.

... Procurad, sobre todo, que no se os muera la lengua viva, que es el gran peligro de las aulas. De escribir no se hable por ahora. Eso vendrá más tarde. Porque no todo merece fijarse en el papel. Ni es conveniente que pueda decirse de vosotros: Muchas ñoñeces dicen; pero ¡qué bien las redactan!

Meditad preferentemente sobre las frases más vulgares, que suelen ser las más ricas de contenido. Reparad en ésta, tan cordial y benévola: «Me alegro de verte bueno». Y en ésta, de carácter metafísico: «¿Adónde vamos a parar?». Y en estotra, tan ingenuamente blasfematoria: «Por allí nos espere muchos años». Habéis de ahondar en las frases hechas antes de pretender hacer otras mejores.

Es seguro que Aquiles, el de los pies ligeros, no alcanzaría fácilmente a la tortuga, si sólo se propusiera alcanzarla, sin permitirse el lujo de saltársela a la torera. Enunciado en esta forma, el sofisma eleático es una verdad incontrovertible. El paso con que Aquiles pretende alcanzar, al fin, a la tortuga no tiene en nuestra hipótesis mayor longitud que la del espacio intermedio entre Aquiles y la tortuga. Y como, por rápido que sea este paso, no puede ser instantáneo, sino que Aquiles invertirá en darlo un tiempo determinado, durante el cual la tortuga, por muy lenta que sea su marcha, habrá siempre avanzado algo, es evidente que el de los pies ligeros no alcanzará al perezoso reptil marino y que continuará persiguiéndolo con pasos cada vez más diminutos, y, si queréis, más rápidos, pero nunca suficientes. De modo que el sofisma eleático puede enunciarse en la forma más lógica y extravagante: «Aquiles puede adelantar a la tortuga sin el menor esfuerzo; alcanzarla, nunca». Veamos ahora, señor Martínez, en qué consiste lo sofístico de este razonamiento.

-En suponer -observó Martínez- que Aquiles, al encontrarse en A y la tortuga en B, daría el paso AB y no el paso AC, un poquito mayor, con el cual alcanzaría a la tortuga, sin adelantarla, si calculaba exactamente el tiempo que invierte la tortuga en ir de B a C.

-¿Qué piensa el oyente?

-Que la objeción parece irrefutable. Sin embargo, el cálculo de Aquiles es de una realización también problemática. Porque el paso de la tortuga es un asunto privativo de la tortuga, y no hay razón alguna para que sea de una longitud conocida por Aquiles, antes de realizarse. Si, por cansancio o por capricho, la tortuga amengua el paso, Aquiles la adelanta; si lo acelera, no la alcanza. De modo que Aquiles podrá alcanzar a la tortuga por un azar, nada probable; por cálculo, nunca.

-No está mal. Las objeciones a ese razonamiento nos llevarían muy lejos -observó Mairena, no sabemos si porque tenía algo que objetar demasiado sutil o por conservar su prestigio de profesor-. Vamos ahora a nuestro sofisma del reloj. Una hora bien contada no se acabaría nunca de contar. Si el tiempo es algo relativo a la conciencia o, como dijo Aristóteles, no habría tiempo sin una conciencia capaz de contar movimientos -supongamos aquí los vaivenes de un péndulo-, y éstos pueden ser de una frecuencia, teóricamente al menos, infinita, es evidente que no acabaríamos nunca de contarlos, y la hora, o el minuto, o la millonésima de segundo que los contiene sería algo muy parecido a la eternidad.

-Pero la hora -observó Martínez- será siempre una hora: el tiempo que tarda el minutero en recorrer la totalidad de la esfera de nuestros relojes, que es el mismo que invierte el segundero en recorrer la suya sesenta veces, y el mismo que invertiría...

-Conforme, señor Martínez. Pero vamos a lo que íbamos. Nuestro sofisma puede serlo en el peor sentido de la palabra. Pero lo que yo pretendo poner de resalto es el carácter interesado, tendencioso, de este sofisma en cuanto va implícito, a mi juicio, en la invención y en el uso de nuestros relojes. Convencido el hombre de la brevedad de sus días, piensa que podría alargarlos por la vía infinitesimal, y que la infinita divisibilidad del espacio, aplicada al tiempo, abriría una brecha por donde vislumbrar la eternidad.

Pero dejemos a los relojes, instrumentos de sofística que pretenden complicar el tiempo con la matemática. En cuanto poetas, deleitantes de la poesía, aprendices de ruiseñor, ¿qué sabemos nosotros de la matemática? Muy poco. Y lo poco que sabemos nos sobra. Ni siquiera han de ser nuestros versos sílabas contadas, como en Berceo, ni hemos de medirlos, para no irritar a los plectros juveniles. Y en cuanto metafísicos -he aquí lo que nosotros quisiéramos ser-, en nada hemos de aprovechar la matemática, porque nada de lo que es puede contarse ni medirse. Nuestros relojes nada tienen que ver con nuestro tiempo, realidad última de carácter psíquico, que tampoco se cuenta ni se mide. Cierto que nuestros relojes pueden ñoñificárnosla -perdonadme el vocablo- hasta hacérnosla pensar como una trivial impaciencia por que suene el tac, cuando ha sonado el tic. Pero esto es más bien una ilusión que nosotros pensamos que se hacen los relojes, y que carece en absoluto de fundamento.

A última hora, decía mi maestro -sigue hablando Mairena a sus alumnos-, arte, ciencia, religión, todo ha de aparecer ante el Tribunal de la lógica. Por eso nosotros queremos reforzar la nuestra -tal es uno de los sentidos de nuestra sofística-, sometiéndola a toda suerte de pruebas ante el Tribunal de sí misma. Esta posición no la hemos descubierto nosotros, sino los antiguos griegos, porque, como alguien ha dicho con supremo acierto, Dios hizo a los antiguos griegos para que podamos comer los profesores del porvenir.

En la gran ruleta de los hechos es difícil acertar, y quien juega suele salir desplumado. En la rueda más pequeñita de las razones, con unas cuantas preguntas se hace saltar la banca de las respuestas. Por eso -añadía mi maestro- damos nosotros tanta importancia a las preguntas. En verdad, ésa es la moneda que vuelve siempre a nuestra mano. Nuestro problema es averiguar si esa moneda puede a última hora servirnos para algo.

El éter, señores, es una palabra, o si queréis un concepto, que han adoptado los físicos para explicarse algunas cosas inexplicables en nuestro gran universo. Si algún día descubrimos que el éter no existe, no por ello será el éter completamente jubilado. Porque el éter será siempre algo, aunque sólo sea en nuestro pensamiento, pues todo cuanto puede pensarse, y ha sido pensado alguna vez, es de alguna manera y necesita una palabra que lo miente. Volveremos a hablar del vacío, como el viejo Demócrito, y los oradores, aludiendo al vacío que más de cerca les toca, hablarán del éter más o menos imponderable, más o menos vibrante, más o menos luminoso, del propio pensamiento.

Se dice -y yo lo creo- que Kant dió una gran lanzada a la metafísica de escuela, a la metafísica dogmática, con su Crítica de la razón pura, demostrando, o pretendiendo demostrar, que no hay conocimiento sin intuición, ni intuición que sea puramente intelectiva. Sin embargo, después de Kant surgen las metafísicas más desaforadas e hiperbólicas (Fichte, Schelling, Hegel), y todas ellas parten de interpretaciones del kantismo unilaterales e incompletas, cada una de las cuales pretende ser la buena. Y es que acaso los grandes filósofos (Platón, Cartesio, Kant, etc.) no han sido íntegramente comprendidos por nadie, ni siquiera por ellos mismos. Después, otro filósofo, Schopenhauer -el que llamó a su compadre Hégel repugnante filosofastro-, crea una ingente metafísica, que arranca también, y acaso más que ninguna otra, de una interpretación del kantismo. En nuestros días -Mairena alude a los suyos- hay una escuela de neokantianos o tornakantianos cuya especialidad es comprender a Kant mejor que Kant se comprendía a sí mismo. Lo que no es -digámoslo de paso- ningún propósito absurdo.

Esto que os digo no puede ir en descrédito, sino en loor del pensamiento filosófico, capaz de fecundar a través del tiempo la heroica y tenaz incomprensión de los hombres. Que después de veintitrés siglos haya quien dicte lecciones de platonismo al mismo Platón, no dice nada en contra, y sí mucho en favor, de Platón y de la filosofía. Mas yo quisiera -y esto es otra cosa- apartaros del respeto supersticioso, de la servidumbre a la letra en filosofía, sobre todo cuando pueda cohibir vuestra espontaneidad metafísica, sin la cual claro es que no iréis a ninguna parte.

Toda incomprensión es fecunda, como os he dicho muchas veces, siempre que vaya acompañada de un deseo de comprender. Porque en el camino de lo incomprendido comprendemos siempre algo importante, aunque sólo sea que incomprendíamos profundamente otra cosa que creíamos comprender. Meditando sobre la cuarta dimensión del espacio, llegué yo a dudar de las otras tres, a descubrir que el espacio en que yo pensaba, un gran vacío de toda materia, la nada primigenia anterior a todo cuerpo y a toda forma geométrica imaginable, no podía tener ninguna dimensión. El día que comprenda -pensaba yo- que ese espacio pueda tener tres dimensiones, ¿por qué no comprender que tenga cuatro?

Ya en el terreno de las confesiones filosóficas, he de deciros que la llamada tan pomposa como inexactamente revolución copernicana, atribuída al pensamiento kantiano, a saber, que nuestros conocimientos no se rigen por las cosas y acomodan a ellas, sino que, por el contrario, son las cosas las que se acomodan a nuestra facultad de conocer, me pareció siempre una ocurrencia maravillosa para saltarse a la torera y dejar intacto el problema del conocimiento. Me recuerda -la tal ocurrencia, digo- esas anécdotas de la Historia perfectamente gedeónicas, como lo del nudo gordiano, el huevo de Colón... Lo más parecido, aunque también de sentido inverso, es el milagro de Mahoma con la montaña. Reparad en que lo uno puede ser a la filosofía lo que lo otro es a la taumaturgia: una ocurrencia -digámoslo con toda salvedad de distancias- de monsieur de la Palisse, o del celebérrimo barón germánico, que se tiraba de las orejas para salirse del tremedal.

(Sobre Bécquer.)

La poesía de Bécquer -sigue hablando Mairena a sus alumnos-, tan clara y trasparente, donde todo parece escrito para ser entendido, tiene su encanto, sin embargo, al margen de la lógica. Es palabra en el tiempo, el tiempo psíquico irreversible, en el cual nada se infiere ni se deduce. En su discurso rige un principio de contradicción propiamente dicho: sí, pero no; volverán, pero no volverán. ¡Qué lejos estamos, en el alma de Bécquer, de esa terrible máquina de silogismos que funciona bajo la espesa y enmarañada imaginería de aquellos ilustres barrocos de su tierra! ¿Un sevillano Bécquer? Sí; pero a la manera de Velázquez, enjaulador, encantador del tiempo. Ya hablaremos de eso otro día. Recordemos hoy a Gustavo Adolfo, el de las rimas pobres, la asonancia indefinida y los cuatro verbos por cada adjetivo definidor. Alguien ha dicho, con indudable acierto: «Bécquer, un acordeón tocado por un ángel». Conforme: el ángel de la verdadera poesía.

(Sobre el tiempo local.)

Leyendo lo que hoy se escribe sobre la moderna teoría de la relatividad, hubiera dicho Mairena: «¡Qué manera tan elegante de suspenderle el reloj a la propia divinidad!» La verdad es que un dios que no fuese, como el de mi maestro, la ubicuidad misma, ¡qué pifias tan irremediables no cometería al juzgar el orden de los acontecimientos!

En todo cambio hay algo que permanece, es decir, que no cambia. Esto es lo que solemos llamar substancia. Pero si no hay más cambio que los cambios de lugar o movimientos, tendríamos que decir: en todo movimiento hay algo que no se mueve: substancia es lo inmóvil en el movimiento. Esta proposición es en sí misma contradictoria, y tanto más contradictoria nos aparecerá cuanto más lógicamente la expresemos: substancia es todo lo que al cambiar de lugar no cambia de lugar, todo lo que al moverse no se mueve. Claro es que los hombres de ciencia se reirán de estas lucubraciones nuestras; porque ellos han licenciado la substancia y se han quedado con el movimiento. Para ellos no hay inconveniente en pensar el movimiento sin pensar en algo que se mueva. Porque lo que ellos dicen: si hay una entidad subsistente o subestante y no la conocemos, es como si no existiera, y no hemos de predicar de ella ni el movimiento ni el reposo; mucho menos en el caso de que la tal entidad no exista. Queda, pues, jubilada la substancia y, consecuentemente, el movimiento de la substancia. Pero nos quedamos con el movimiento, un movimiento puro, puro de toda substancia; un movimiento en que nada se mueve, ni la nada misma. ¡Oh, la nada, naturalmente, menos que nada!

Dejemos para otro día el examen de la definición que hacía mi maestro de la substancia: «Substancia es aquello que si se moviera no podría cambiar, y porque cambia constantemente, lo encontramos siempre en el mismo sitio».

Descansemos un poco de nuestra actividad racionante, que es, en último término, un análisis corrosivo de las palabras. Hemos de vivir en un mundo sustentado sobre unas cuantas palabras, y si las destruimos, tendremos que substituirlas por otras. Ellas son los verdaderos atlas del mundo; si una de ellas nos falla antes de tiempo, nuestro universo se arruina.

La inseguridad, la incertidumbre, la desconfianza, son acaso nuestras únicas verdades. Hay que aferrarse a ellas. No sabemos si el sol ha de salir mañana como ha salido hoy, ni en caso de que salga, si saldrá por el mismo sitio, porque en verdad tampoco podemos precisar ese sitio con exactitud astronómica, suponiendo que exista un sitio por donde el sol haya salido alguna vez. En último caso, aunque penséis que estas dudas son, de puro racionales, pura pedantería, siempre admitiréis que podamos dudar de que el sol salga mañana para nosotros. La inseguridad es nuestra madre; nuestra musa es la desconfianza. Si damos en poetas es porque, convencidos de esto, pensamos que hay algo que va con nosotros digno de cantarse. O si os place, mejor, porque sabemos qué males queremos espantar con nuestros cantos.

Sin embargo, nosotros hemos de preguntarnos todavía, en previsión de preguntas que pudieran hacérsenos, si al declaramos afectados por inquietudes metafísicas adoptamos una posición realmente sincera. Y nos hacemos esta pregunta para contestarla con un sencillo encogimiento de hombros. Si esta pregunta tuviera algún sentido, tendríamos que hacer de ella un uso, por su extensión, inmoderado. ¿Será cierto que usted, ajedrecista, pierde el sueño por averiguar cuántos saltos puede dar un caballo en un tablero sin tropezar con una torre? ¿Será cierto que a usted, cantor de los lirios del prado, nada le dice el olor de la salchicha frita? ¿Hasta -dónde llegaríamos por el camino de estas preguntas? Por debajo de ellas, en verdad, ya cuando se nos hacen, ya cuando nosotros mismos nos las formulamos, hay un fondo cazurro y perverso: la sospecha, y, casi me atreveré a decir, el deseo de que la verdad humana -lo sincero- sea siempre lo más vil, lo más ramplón y zapatero.

Pero nosotros nos inclinamos más bien a creer en la dignidad del hombre, y a pensar que es lo más noble en él el más íntimo y potente resorte de su conducta. Porque esta misma desconfianza de su propio destino y esta incertidumbre de su pensamiento, de que carecen acaso otros animales, van en el hombre unidas a una voluntad de vivir que no es un deseo de perseverar en su propio ser, sino más bien de mejorarlo. El hombre es el único animal que quiere salvarse, sin confiar para ello en el curso de la Naturaleza. Todas las potencias de su espíritu tienden a ello, se enderezan a este fin. El hombre quiere ser otro. He aquí lo específicamente humano. Aunque su propia lógica y natural sofística lo encierren en la más estrecha concepción solipsística, su mónada solitaria no es nunca pensada como autosuficiente, sino como nostálgica de lo otro, paciente de una incurable alteridad. Si lográsemos reconstruir la metafísica de un chimpancé o de algún otro más elevado antropoide, ayudándole cariñosamente a formularla, nos encontraríamos con que era esto lo que le faltaba para igualar al hombre: una esencial disconformidad consigo mismo que lo impulse a desear ser otro del que es, aunque, de acuerdo con el hombre, aspire a mejorar la condición de su propia vida: alimento, habitación más o menos arbórea, etc. Reparad en que, como decía mi maestro, sólo el pensamiento del hombre, a juzgar por su misma conducta, ha alcanzado esa categoría supralógica del deber ser o tener que ser lo que no se es, o esa idea del bien que el divino Platón encarama sobre la del ser mismo y de la cual afirma con profunda verdad que no hay copia en este bajo mundo. En todo lo demás no parece que haya en el hombre nada esencial que lo diferencie de los otros primates (véase Abel Martín: «De la esencial heterogeneidad del ser»).

Otra vez quiero recordaros lo que tantas veces os he dicho: no toméis demasiado en serio nada de cuanto oís de mis labios, porque yo no me creo en posesión de ninguna verdad que pueda revelaros. Tampoco penséis que pretendo enseñaros a desconfiar de vuestro propio pensamiento, sino que me limito a mostraros la desconfianza que tengo del mío. No reparéis en el tono de convicción con que a veces os hablo, que es una exigencia del lenguaje meramente retórica o gramatical, ni en la manera algo cavalière o poco respetuosa que advertiréis alguna vez en mis palabras cuando aludo, siempre de pasada, a los más egregios pensadores. Resabios son éstos de viejo ateneísta, en el más provinciano sentido de la palabra. En ello habéis de seguirme menos que en nada.

Y dicho esto, paso a deciros otra cosa. El árbol de la cultura, más o menos frondoso, en cuyas ramas más altas acaso un día os encaraméis, no tiene más savia que nuestra propia sangre, y sus raíces no habéis de hallarlas sino por azar en las aulas de nuestras escuelas, Academias, Universidades, etc. Y no os digo esto para curaros anticipadamente de la solemne tristeza de las aulas que algún día pudiera aquejaros, aconsejándoos que no entréis en ellas. Porque no pienso yo que la cultura, y mucho menos la sabiduría, haya de ser necesariamente alegre y cosa de juego. Es muy posible que los niños, en quienes el juego parece ser la actividad más espontánea, no aprendan nada jugando; ni siquiera a jugar.

Nunca os jactéis de autodidactos, os repito, porque es poco lo que se puede aprender sin auxilio ajeno. No olvidéis, sin embargo, que este poco es importante y que además nadie os lo puede enseñar.

Zapatero, a tu zapato, os dirán. Vosotros preguntad: «¿Y cuál es mi zapato?». Y para evitar confusiones lamentables, ¿querría usted decirme cuál es el suyo?

Sobre la claridad he de deciros que debe ser vuestra más vehemente aspiración. El solo intento de sacar al sol vuestra propia tiniebla es ya plausible. Luego, como dicen en Aragón: ¡Veremos!

(El gabán de Mairena.)

Juan de Mairena usaba en los días más crudos del invierno un gabán bastante ramplón, que él solía llamar la venganza catalana, porque era de esa tela, fabricada en Cataluña, que pesa mucho y abriga poco. «La especialidad de este abrigo -decía Mairena a sus alumnos- consiste en que, cuando alguna vez se le cepilla para quitarle el polvo, le sale más polvo del que se le quita, ya porque sea su paño naturalmente ávido de materias terrosas y las haya absorbido en demasía, ya porque éstas se encuentren originariamente complicadas con el tejido. Acaso también porque no sea yo ningún maestro en el manejo del cepillo. Lo cierto es que yo he meditado mucho sobre el problema de la conservación y aseo de este gabán y de otros semejantes, hasta imaginar una máquina extractora de polvo, mixta de cepillo y cantárida, que aplicar a los paños. Mi aparato fracasó lamentablemente por lo que suelen fracasar los inventos para remediar las cosas decididamente mal hechas: porque la adquisición de otras de mejor calidad es siempre de menor coste que los tales inventos. Además -todo hay que decirlo- mi aparato extractor extraía, en efecto, el polvo de la tela; pero la destruía al mismo tiempo, la hacía -literalmente- polvo.

»Pero voy a lo que iba, señores. Con este gabán que uso y padezco alegorizo yo algo de lo que llamamos cultura, que a muchos pesa más que abriga y que, no obstante, celosamente quisiéramos defender de quienes, porque andan a cuerpo de ella, pensamos que pretenden arrebatárnosla. ¡Bah! Por mi parte, en cuanto poseedor de semejante indumento, no temo al atraco que me despoje de él, ni pienso que nadie me dispute el privilegio de usarlo hasta el fin de mis días».

«Como estas ciencias -la Matemática y la Física- están dadas realmente, puede preguntarse sobre ellas: ¿Cómo son posibles? Pues que tienen que ser posibles queda demostrado por su misma realidad». (Kant: «Crítica de la razón pura».) Claro que si alguien dudase -añadía Mairena- de la realidad de estas ciencias, de que estas ciencias estén realmente dadas, dadas como tales ciencias o conocimientos verdaderos de algo, es su realidad lo que habría que demostrarle, antes de pasar a explicarle cómo son las tales ciencias posibles, si es que esta última cuestión no se consideraba ya superflua. De otro modo, ¿cómo es posible que nadie haya dudado nunca de nada? La verdad es que si hay tautología, como yo creo, en el pensamiento kantiano, ésta puede cohonestarse por la fe, como todas las grandes tautologías que han hecho época. Lo cierto es que Kant creía en la ciencia fisicomatemática como, casi seguramente, San Anselmo creía en Dios. No es menos cierto que cabe dudar de lo uno y de lo otro. (De los Apuntes inéditos de Juan de Mairena.)

Sobre la Pedagogía decía Juan de Mairena en sus momentos de mal humor: «Un pedagogo hubo; se llamaba Herodes».

Es el político, señores, el hombre capaz de resbalar más veces en la misma baldosa, el hombre que no escarmienta nunca en cabeza propia. ¡Demonio!

Contra los progresistas y su ingenua fe en un mañana mejor descubrió Carnot la segunda ley de la termodinámica. O acaso fueron los progresistas quienes para consolarnos de ella decidieron hacemos creer que todo será para bien, como si el universo entero caminase hacia una inevitable edad de oro. De todos modos, he aquí la gran contradicción, alma de nuestro siglo -Mairena alude al suyo-, tan elegiaco como lleno de buenas esperanzas.

Que el camino vale más que la posada; que puestos a elegir entre la verdad y el placer de buscarla elegiríamos lo segundo... Todo eso está muy bien -decía Mairena-; pero ¿por qué no estamos ya un poco de vuelta de todo eso? ¿Por qué no pensamos alguna vez cosa tan lógica como es lo contrario de todo eso?

El autor de mis días... He aquí una metáfora de segundo grado, realmente ingeniosa y de un barroquismo encantador. Meditad sobre ella.

El automóvil es un coche semoviente; el ómnibus, un coche para todos, sin distinción de clases. Se sobrentiende la palabra coche, sin gran esfuerzo por nuestra parte. Un autobús pretende ser un coche semoviente para uso de todos. Reparad en la economía del lenguaje y del sentido común en relación con los avances de la democracia. ¿Qué opina el oyente?

-Que la palabra autobús no parece etimológicamente bien formada. Pero las palabras significan siempre lo que se quiere significar con ellas. Por lo demás, nosotros podemos emplearlas en su acepción erudita, de acuerdo con las etimologías más sabias. Por ejemplo: Autobús (de auto y obús; del gr. autos: uno mismo, y del al. haubitze, de aube: casco). El obús que se dispara a sí mismo, sin necesidad de artillero.

Pero volvamos a nuestras frases hechas, sin cuya consideración y estudio no hay buena Retórica. Reparad en ésta: abrigo la esperanza, y en la mucha miga que tiene eso de que sea la esperanza lo que se abrigue. La verdad es que todos abrigamos alguna, temerosos de que se nos hiele.

Aunque yo sea un hombre modesto -sigue hablando Mairena-, no he creído nunca en la modestia del hombre. Entendámonos. Nunca me he obligado a creer que sea el hombre una cosa modesta, mediana, mucho menos, insignificante.

Bien mirado, lo insignificante no es el hombre, sino el mundo. Reparad en cuán fácilmente podemos: primero, pensarlo; segundo, imaginarlo; tercero, medirlo; cuarto, dudar de su existencia; quinto, borrarlo; sexto, pensar en otra cosa...

El romanticismo -decía mi maestro- se complica siempre con la creencia en una edad de oro que los elegiacos colocan en el pasado, y los progresistas, en un futuro más o menos remoto. Son dos formas (la aristocrática y la popular) del romanticismo, que unas veces se mezclan y confunden y otras alternan, según el humor de los tiempos. Por debajo de ellas está la manera clásica de ser romántico, que es la nuestra, siempre interrogativa: ¿Adónde vamos a parar?

(Sobre Shakespeare.)

Si nos viéramos forzados a elegir un poeta, elegiríamos a Shakespeare, ese gigantesco creador de conciencias. Tal vez sea Shakespeare el caso único en que lo moderno parece superar a lo antiguo. Traducir a Shakespeare ha de ser empresa muy ardua, por la enorme abundancia de su léxico, la libertad de su sintaxis, llena de expresiones oblicuas, cuando no elípticas, en que se sobrentiende más que se dice. Ha de ser muy difícil verter a otra lengua que aquella en que se produjo una obra tan viva y tan... incorrecta como la shakespeariana. Los franceses la empobrecen al traducirla, la planifican, la planchan, literalmente. Se diría que pretenden explicarla al traducirla. «Lo que el pobre Shakespeare ha querido decir». Y es que lo shakespeariano no tiene equivalencias en el genio poético francés. Acaso nosotros pudiéramos comprenderlo mejor. De todos modos, no es fácil rendir poéticamente en nuestra lengua ese fondo escéptico, agnóstico, nihilista del poeta, unido a tan enorme simpatía por lo humano. Para traducir a este inglés de primera magnitud -¿es Shakespeare inglés o es Inglaterra shakespeariana?- tendríamos además que saber más inglés que suelen saber los ingleses y más español que sabemos los españoles del día. Os digo todo esto sin ánimo de menospreciar traducciones recientes, que pueden figurar entre las mejores. Más bien pretendo poneros de resalto lo difícil que sería mejorarlas.

«La vida es un cuento dicho por un idiota (told by an idiot) -un cuento lleno de estruendo y furia, que nada significa (signifying nothing)-. Esto dice Shakespeare por boca de Mácbeth. Y en Julio César, a la muerte del héroe, dice, si no recuerdo mal (cito de memoria): «Naturaleza erguida podrá exclamar: Este fué un hombre. ¿Cuándo saldrá otro?». Decididamente, Inglaterra tuvo un poeta a quien llamamos Shakespeare, aunque no sabemos si él hubiera respondido por este nombre.

Contra lo que hablamos de la suprema importancia del hombre -decía mi maestro-, sólo hay un argumento de peso: lo efímero de la vida humana. Buscad otro, y no lo encontraréis. A última hora, este argumento tampoco prueba demasiado a quienes, con el viejo Heráclito, pensamos que al mundo lo gobierna el relámpago.

Pero hablemos del Caos, señores, que es el tema de la lección de hoy. Mi maestro -habla siempre Mairena a sus alumnos- escribió un poema filosófico a la manera de los viejos Peri Phiseos helénicos, que él llamó Cosmos, y cuyo primer canto, titulado El Caos, era la parte más inteligible de toda la obra. Allí venía a decir, en substancia, que Dios no podía ser el creador del mundo, puesto que el mundo es un aspecto de la misma divinidad; que la verdadera creación divina fué la Nada, como ya había enseñado en otra ocasión. Pero que, no obstante, para aquellos que necesitan una exposición mitológica de las cosas divinas, él había imaginado el Génesis a su manera: «Dios no se tomó el trabajo de hacer nada, porque nada tenía que hacer antes de su creación definitiva. Lo que pasó, sencillamente, fué que Dios vió el Caos, lo encontró bien y dijo: «Te llamaremos Mundo». Esto fué todo.

La verdad es que el Caos -decía mi maestro- no existe más que en nuestra cabeza. Allí lo hemos hecho nosotros -bien trabajosamente- por nuestro afán inmoderado, propio de viejos dómines -¿qué otra cosa somos?-, de ordenar antes de traducir.

El libro de la Naturaleza -habla Galileo- está escrito en lengua matemática. Como si dijéramos: el latín de Virgilio está escrito en esperanto. Que no os escandalicen mis palabras. El pisano sabía muy bien lo que decía. El hablaba a los astrónomos, a los geómetras, a los inventores de máquinas. Nosotros, que hablamos al hombre, también sabemos lo que decimos.

(Para la biografía de Mairena.)

El acontecimiento más importante de mi historia es el que voy a contaros. Era yo muy niño y caminaba con mi madre, llevando una caña dulce en la mano. Fué en Sevilla y en ya remotos días de Navidad. No lejos de mí caminaba otra madre con otro niño, portador a su vez de otra caña dulce. Yo estaba muy seguro de que la mía era la mayor. ¡Oh, tan seguro! No obstante, pregunté a mi madre -porque los niños buscan confirmación aun de sus propias evidencias-: «La mía es mayor, ¿verdad?». «No, hijo -me contestó mi madre-. ¿Dónde tienes los ojos?». He aquí lo que yo he seguido preguntándome toda mi vida.

Otro acontecimiento, también importante, de mi vida es anterior a mi nacimiento. Y fué que unos delfines, equivocando su camino y a favor de marea, se habían adentrado por el Guadalquivir, llegando hasta Sevilla. De toda la ciudad acudió mucha gente, atraída por el insólito espectáculo, a la orilla del río, damitas y galanes, entre ellos los que fueron mis padres, que allí se vieron por vez primera. Fué una tarde de sol, que yo he creído o he soñado recordar alguna vez.

Es muy probable que el amor de nosotros mismos nos aparte de amar a Dios. Es casi seguro que nos impide conocernos a fondo. En la frontera del odio a nosotros mismos, sin traspasarla, porque pasión quita conocimiento, se nos revelan muchas verdades. Algunas, verdaderamente interesantes.

Los psiquiatras, sin embargo, pensarán algún día que ellos podrán saber de nuestras almas más que las viejas religiones aniquiladoras del amor propio, invitándonos a recordar unas cuantas anécdotas, más o menos traumáticas, de nuestra vida. ¡Bah!

El culto a la mujer desnuda es propio del poeta. Con el desnudo femenino simboliza el poeta, a veces, la misma perfección de su arte. Todo eso está muy bien. No olvidéis, sin embargo, que el hombre realmente erótico, cuando piensa en la mujer, nunca olvida el vestido. «Vestirlas y desnudarlas: tal es el verdadero trajín del amor». ¿Reconoceréis por el estilo al autor de esta frase?

Recordemos a Goya, el gran baturro erótico. ¿Para qué -pensáis vosotros- nos pinta Goya a su maja, o a su damisela, desnuda? Para que podáis -os lo diré con palabras de Lope-

(imaginarla) vestida

con tan linda proporción

de cintura, en el balcón

de unos chapines subida.



Y viceversa: ¿Para qué nos la pinta vestida? Para que podáis, a través de los paños, imaginar la almendra femenina, in puris naturalibus, que decimos los latinistas. ¡Ah!

Aunque el gongorismo sea una estupidez, Góngora era un poeta; porque hay en su obra, en toda su obra, ráfagas de verdadera poesía. Con estas ráfagas por metro habéis de medirle.

De las revoluciones decía mi maestro: «No hay tales revoluciones, porque todo es evolución». Digámoslo de una vez: todo forma parte del devenir universal (la erosión de la piedra, al cabo de los siglos, por el rocío de la mañana, los terremotos de la Martinica, etc., etc.). No hay por qué asustarse de las revoluciones.

El marxismo, señores, es una interpretación judaica de la Historia. El marxismo, sin embargo, ahorcará a los banqueros y perseguirá a los judíos. ¿Para despistar?

En el fondo, también es judaica la persecución a los judíos. Y no solamente porque ella supone la previa existencia del pueblo deicida, sino porque además, y sobre todo, ¿hay nada más judaico que la ilusión de pertenecer a un rebaño privilegiado para perdurar en el tiempo? «¡Aquí no hay más pueblo elegido que el nuestro!» Así habla el espíritu mosaico a través de los siglos.

(Mairena profetiza la guerra europea.)

Después de las blasfemias de Nietzsche -sigue hablando Mairena-, nada bueno puede augurarse a esta vieja Europa, de la cual somos nosotros parte, aunque, por fortuna, un tanto marginal, como si dijéramos, su rabo todavía por desollar. El Cristo se nos va, entristecido y avergonzado. Porque el bíblico semental humano brama, ebrio de orgullo genesíaco, de fatuidad zoológica. ¿No le oís berrear? Terribles guerras se avecinan.

(Nietzsche y Schopenhauer.)

Nietzsche no tuvo el talento ni la inventiva metafísica de Schopenhauer; ni la gracia, ni siquiera el buen humor, del gran pesimista. Su lectura es mucho menos divertida que la de Schopenhauer, aunque éste es todavía un filósofo sistemático, y Nietzsche, casi un poeta. Sin embargo, aquella su invención de la Vuelta eterna, en pleno siglo de Carnot; su tono, tan patético y tan seguro ante cosas tan improbables, tienen su grandeza. Este jabato de Zarathustra es realmente impresionante. Tuvo Nietzsche además talento y malicia de verdadero psicólogo -cosa poco frecuente en sus paisanos-, de hombre que ve muy hondo en sí mismo y apedrea con sus propias entrañas a su prójimo. El señaló para siempre ese resentimiento que tanto envejece y degrada al hombre. Yo os aconsejo su lectura, porque fué también un maestro del aforismo y del epigrama.

Ejemplo:

Guárdate de la mano grácil:

cuanto en ella cae

se deshace.



Mi maestro amaba las viejas ciudades españolas, cuyas calles desiertas gustaba de recorrer a las altas horas de la noche, turbando el sosiego de los gatos, que huían espantados al verlo pasar. Sin embargo, era un hombre tan naturalmente sociable, que rara vez se encerraba en su casa sin haber conversado un rato con el viejo sereno de su barrio.

-Por aquí no pasa nadie, ¿verdad?

-Los gatos y usted.

-Y ese capote que usted usa, ¿le abriga bien? -Bastante, señor.

-Pero en las noches de mucho frío...

-Me entro en ese portal, y allí me acurruco, bien arropadito, con el farol entre las piernas.

-Pero ¿el farol calienta?

-¡Vaya!

-Es usted un verdadero filósofo.

-La vida enseña mucho.

-Hasta mañana.

- Hasta mañana.

Siempre que tengo noticia de la muerte de un poeta, me ocurre pensar: ¡Cuántas veces, por razón de su oficio, habrá este hombre mentado a la muerte, sin creer en ella! ¿Y qué habrá pensado ahora, al verla salir como figura final de su propia caja de sorpresas?

No está bien que tratemos retóricamente de algo tan serio como es la muerte. Sin embargo, siempre se ha dicho que la grandeza de Sócrates resalta más que nunca cuando, aguardando la hora de tomar la cicuta, entabla el diálogo inmortal quitándole toda solemnidad al tema de la muerte: «Un diálogo más, aunque sea el último... Y a esa mujer, que se la lleven a su casa».

Con todo -decía mi maestro-, Sócrates fué acaso algo cruel y un poco injusto con Jantipa, quien por una vez, y a su manera, quiso ponerse a la altura de las circunstancias. ¡Quién sabe lo que hubiera pensado Platón de aquella fulminante expulsión de Jantipa!... Porque, a lo que parece, Platón no estaba presente. Habla de oídas.

¿Tan seguros estamos de la muerte, que hemos acabado por no pensar en ella? Pensamos en la muerte. La muerte es en nosotros lo pensado por excelencia y el tema más frecuente de nuestro pensar. La llevamos en el pensamiento, en esa zona innocua de nuestras almas en la cual nada se teme ni nada se espera. La verdad es que hemos logrado pensarla y hemos acabado por no creer en ella.

Cuando leemos en los periódicos noticias de esas grandes batallas en que mueren miles y miles de hombres, ¿cómo podemos dormir aquella noche? Dormimos, sin embargo, y nos despertamos pensando en otra cosa. ¡Y es que tenemos tan poca imaginación! Porque si vemos un perro -no ya un hombre- que muere a nuestro lado, somos capaces de llorarle; nuestra simpatía y nuestra piedad le acampaban. Pero también para nosotros, como para Galileo, naturaleza está escrita en lengua matemática, que es la lengua de nuestro pensamiento; y la tragedia pensada, puramente aritmética, no puede conmovemos. ¿Necesitamos plañideras contra las guerras que se avecinan, madres desmelenadas, con sus niños en brazos, gritando: «No más guerras»? Acaso tampoco servirían de mucho. Porque no faltaría una voz imperativa, que no sería la de Sócrates, para mandar callar a esas mujeres. «Silencio, porque van a hablar los cañones».

   Confiamos

en que no será verdad

nada de lo que pensamos.


Mejor diríamos: Esperamos, nos atrevemos a esperar, etc.

Que el ser y el pensar no coincidan ni por casualidad es una afirmación demasiado rotunda, que nosotros no haremos nunca. Sospechamos que no coinciden, que pueden no coincidir, que no hay muchas probabilidades de que coincidan. Y esto, en cierto modo, nos consuela. Porque -todo hay que decirlo- nuestro pensamiento es triste. Y lo sería mucho más si fuera acompañado de nuestra fe, si tuviera nuestra más íntima adhesión. Eso, ¡nunca!

Sed hombres de mal gusto. Yo os aconsejo el mal gusto, para combatir los excesos de la moda. Porque siempre es de mal gusto lo que no se lleva en una época determinada. Y en ello encontraréis a veces lo que debiera llevarse.

Genio y figura, hasta la sepultura. Yo diría mejor: Hasta los infiernos.

Es una sociedad -decía mi maestro- organizada sobre el trabajo humano y atenta a la cualidad de éste, ¿qué haríamos de ese hombre cuya especialidad consiste en tener más importancia que la mayoría de sus prójimos? ¿Qué hacer de ese hombre que vemos al frente de casi todas las agrupaciones humanas (presidente, director, empresario, gerente, socio de honor), en quien se reconoce, sin que sepamos bien por qué, una cierta idoneidad para el lucro usuario, la exhibición decorativa, la preeminencia y el anfitrionismo? Cuando el señor importante pierda su importancia, una gran orfandad, una como tristeza de domingo hospiciano, afligirá nuestros corazones.

Las cabezas que embisten, cabezas de choque, en la batalla política, pueden ser útiles, a condición de que no actúen por iniciativa propia; porque en este caso peligran las cabezas que piensan, que son las más necesarias. En política como en todo lo demás.

De la enseñanza religiosa decía mi maestro: «La verdad es que no la veo por ninguna parte». Y ya hay quien habla de substituirla por otra. ¡Es lo que me quedaba por oír!

-Conviene estar de vuelta de todo.

-¿Sin haber ido a ninguna parte?

-Esa es la gracia, amigo mío.

Juan de Mairena habló un día a sus amigos de un joven alpujarreño, llegado a Madrid a la conquista de la gloria, que se llamaba Francisco Villaespesa. «¡Cuánta vida, cuánta alegría, cuánta generosidad hay en él! Por una vez, la juventud, una juventud, parece estar de acuerdo con su definición: el ímpetu generoso que todo lo da y que todo lo espera».

Y esto ha sido Francisco Villaespesa: un joven hasta su muerte, acaecida hace ya algunos años; un verdadero poeta. De su obra hablaremos más largamente: de sus poemas y de sus poetas.

Al fin sofistas, somos fieles en cierto modo al principio de Protágoras: el hombre es la medida de todas las cosas. Acaso diríamos mejor: el hombre es la medida que se mide a sí misma o que pretende medir las cosas al medirse a sí misma, un medidor entre inconmensurabilidades. Porque lo específicamente humano, más que la medida, es el afán de medir. El hombre es el que todo lo mide, pobre hijo ciego del que todo lo ve, noble sombra del que todo lo sabe.

Porque no he dudado nunca de la dignidad del hombre, no es fácil que yo os enseñe a denigrar a vuestro prójimo. Tal es el principio inconmovible de nuestra moral. Nadie es más que nadie, como se dice por tierras de Castilla. Esto quiere decir, en primer término, que a nadie le es dado aventajarse a todos sino en circunstancias muy limitadas de lugar y de tiempo, porque a todo hay quien gane, o puede haber quien gane, y en segundo lugar, que por mucho que valga un hombre, nunca tendrá valor más alto que el de ser hombre. Fieles a este principio, hemos andado los españoles por el mundo sin hacer mal papel. Digan lo que digan.

Cualquiera que sea el verdadero sentido de las ideas platónicas -por mi parte, me inclino a la interpretación tradicional que más honda huella ha dejado en la Historia-, es evidente que Platón creía en la importancia de las ideas. Tal es la fe platónica de estirpe eleática en que tantos hombres, a través de tantos siglos, han comulgado. Y comulgarán todavía. Cuando se afirma que se vuelve a Platón, se dice y no se dice verdad, porque en cierto modo en él estábamos. Es difícil que el hombre renuncie a anclar en el río de Heráclito, a creer en el ser verdadero de lo pensado, lo definido, lo inmutable, en medio de todo cuanto parece variar. Contra las ideas platónicas sólo hay un argumento, que suelen soslayar muchas filosofías; un argumento constantemente renovado y nunca suficiente; un equivalente negativo del argumento ontológico, a saber: la idea de la muerte, de la muerte que todo lo apaga: las ideas como todo lo demás.

Es casi seguro -decía mi maestro- que el hombre no ha llegado a la idea de la muerte por la vía de la observación y de la experiencia. Porque los gestos del moribundo que nos es dado observar no son la muerte misma; antes al contrario, son todavía gestos vitales. De la experiencia de la muerte no hay que hablar. ¿Quién puede jactarse de haberla experimentado? Es una idea esencialmente aprorística; la encontramos en nuestro pensamiento, como la idea de Dios, sin que sepamos de dónde ni por dónde nos ha venido. Y es objeto -la tal idea digo- de creencia, no de conocimiento. Hay quien cree en la muerte, como hay quien cree en Dios. Y hasta quien cree alternativamente en lo uno y en lo otro.

La vida, en cambio, no es -fuera de los laboratorios- una idea, sino un objeto de conciencia inmediata, una turbia evidencia. Lo que explica el optimismo del irlandés del cuento, quien, lanzado al espacio desde la altura de un quinto piso, se iba diciendo, en su fácil y acelerado descenso hacia las losas de la calle, por el camino más breve: Hasta ahora voy bien.

Yo nunca os aconsejaré que escribáis nada, porque lo importante es hablar y decir a nuestro vecino lo que sentimos y pensamos. Escribir, en cambio, es ya la infracción de una norma natural y un pecado contra la naturaleza de nuestro espíritu. Pero si dais en escritores, sed meros taquígrafos de un pensamiento hablado. Y nunca guardéis lo escrito. Porque lo inédito es como un pecado que no se confiesa y se nos pudre en el alma, y toda ella la contamina y corrompe. Os libre Dios del maleficio de lo inédito.

Ese hombre que ha muerto -decía mi maestro-, en circunstancias un tanto misteriosas, llevaba una tragedia en el alma. Se titulaba «La peña de Martos».

El encanto inefable de la poesía, que es, como alguien certeramente ha señalado, un resultado de las palabras, se da por añadidura en premio a una expresión justa y directa de lo que se dice. ¿Naturalidad? No quisiera yo con este vocablo, hoy en descrédito, concitar contra vosotros la malquerencia de los virtuosos. Naturaleza es sólo un alfabeto de la lengua poética. Pero ¿hay otro mejor? Lo natural suele ser en poesía lo bien dicho, y en general, la solución más elegante del problema de la expresión. Quod elixum est ne assato, dice un proverbio pitagórico; y alguien, con más ambiciosa exactitud, dirá algún día:

No le toques ya más,

que así es la rosa.


Sabed que en poesía -sobre todo en poesía- no hay giro o rodeo que no sea una afanosa búsqueda del atajo, de una expresión directa; que los tropos, cuando superfluos, ni aclaran ni decoran, sino complican y enturbian; y que las más certeras alusiones a lo humano se hicieron siempre en el lenguaje de todos.

No toméis demasiado en serio -¡cuántas veces os lo he de repetir!- nada de lo que os diga. Desconfiad sobre todo del tono dogmático de mis palabras. Porque el tono dogmático suele ocultar la debilidad de nuestras convicciones. Desconfiad de un profesor de Literatura que se declara -más o menos embozadamente- enemigo de la palabra escrita. ¿Y qué especie de maestro Ciruela es éste -decid para vuestro capote- que nunca está seguro de lo que dice? Es muy posible -añadid- que este hombre no sepa nada de nada. Y si supiera algo, ¿nos lo enseñaría?

Entre el hacer las cosas bien y el hacerlas mal está el no hacerlas, como término medio, no exento de virtud. Por eso -decía Juan de Mairena- los malhechores deben ir a presidio.

«El señor De Mairena lleva siempre su reloj con veinticuatro horas justas de retraso. De este modo ha resuelto el difícil problema de vivir en el pasado y poder acudir con puntualidad, cuando le conviene, a toda cita. Sin embargo, como es un hombre un tanto desmemoriado, cuando oye sonar las doce en el silencio de la noche, consulta su reloj y exclama: ¡Qué casualidad! También las doce. Pero después añade sonriente: Claro es que las mías son las de ayer». (De un artículo titulado Chirindrinas, firmado Quasimodo, inserto en El Mercantil Gaditano del 12 de mayo de 1895.)

«La modestia de un grande hombre.- Al fin no será erigido el monumento que se proyectaba para perpetuar la memoria de Juan de Mairena. El dinero recaudado por suscripción escolar con el fin indicado será repartido, a ruegos del sabio profesor, entre los serenos del alcantarillado». (De la revista satírica La Vara Verde, 1908.)

   Mi corazón al hondo mar semeja;

agitante marea y huracán,

escondidas están. y bellas perlas en su arena oscura



Así expresa Heine la fe romántica en la virtud creadora que se atribuye al fondo obscuro de nuestras almas. Esta fe tiene algún fundamento. Convendría, sin embargo, entreverarla con la sospecha de que no todo son perlas en el fondo del mar. Aunque esta sospecha tiene también su peligro: el de engendrar una creencia demasiado ingenua en una fauna submarina demasiado viscosa. Pero lo más temible, en uno y otro caso para la actividad lírica, es una actividad industrial que pretenda inundar el mercado de perlas y de gusarapos. (Juan de Mairena: Apuntes inéditos.)

De los suprarrealistas hubiera dicho Juan de Mairena: Todavía no han comprendido esas mulas de noria que no hay noria sin agua.

«Tomad una chocolatera, machacadla, reducidla a polvo, observad este polvo al microscopio, perseguir su análisis por los procedimientos más sutiles. No encontraréis jamás un átomo de chocolatera. La chocolatera está formada de átomos; pero no precisamente de átomos de chocolatera. Esta observación parece demasiado ingenua. Tiene, sin embargo, su malicia. Meditad sobre ella hasta que se os caiga el pelo». (De un artículo titulado Así hablaba Juan de Mairena, firmado Zurriago, inserto en El Faro de Chipiona, 1907.)

¿Qué hubiera dicho Mairena de Oswald Spengler y de su escepticismo fisiognómico, si hubiera leído La decadencia de Occidente? He aquí un hombre fáustico -hubiera dicho- de vuelta de su propia fisiognómica, el Apaga-y-vámonos de la germánica voluntad de poder. En verdad, no sabemos qué cara hubiera puesto este hombre faústico si la guerra mundial... Lo cierto es que este hombre fáustico ha pretendido occidentarnos el Occidente más de la cuenta.

¿Y qué hubiera dicho del saladísimo conde Keyserling? Que ése lleva el Oriente en su maleta de viaje, dispuesto a que salga el sol por donde menos lo pensemos.

A la muerte de Max Schéler, hubiera dicho Juan de Mairena: Ni siquiera un minuto de silencio consagrado a su memoria. ¡Como si nada hubiera pasado en el mundo! Sin embargo, ¿para cuándo son los terremotos?

El que no habla a un hombre, no habla al hombre; el que no habla al hombre, no habla a nadie.

A última hora, siempre habrá un alguien enfrente de un algo, de un algo que no parece necesitar de nadie.

Entre Nietzsche y sus epígonos está la guerra europea, una guerra que no sabemos quién la ha ganado, si es que no la han perdido todos.

De esa guerra -por cierto- auguraba Juan de Mairena que sería el gran fracaso de las masas. Hay demasiados hombres -decía él- en los cuarteles, en esos grandes cenobios de nuestros días, y en las fábricas de obuses y máquinas de guerra; demasiados hombres cuya misión es descargar a Europa de un exceso de población. Tras de la gran contienda, nadie se atreverá a hablar de masas por miedo a las ametralladoras. No comprendía Mairena que las masas son, entre otras cosas lamentables, una revelación de las ametralladoras.

Reparad en esta copla popular:

   Quisiera verte y no verte,

quisiera hablarte y no hablarte;

quisiera encontrarte a solas

y no quisiera encontrarte.



Vosotros preguntad: ¿En qué quedamos? Y responded: Pues en eso.

Si vais para poetas, cuidad vuestro folklore. Porque la verdadera poesía la hace el pueblo. Entendámonos: la hace alguien que no sabemos quién es o que, en último término, podemos ignorar quién sea, sin el menor detrimento de la poesía. No sé si comprenderéis bien lo que os digo. Probablemente, no.

   La pena y la que no es pena,

todo es pena para mí:

ayer penaba por verte;

hoy peno porque te vi.



Adrede os cito coplas populares andaluzas -o que a mí me parecen tales- habladas en la lengua imperial de España, sin deformaciones dialectales, y coplas amorosas, a nuestra manera, en que la pasión no quita conocimiento y el pensar ahonda el sentir. O viceversa.

   Tengo una pena, una pena,

que casi puedo decir

que yo no tengo la pena:

la pena me tiene a mí.



Reparad -aunque no es esto a lo que vamos- en que esta copla, como la anterior, pudieran hacerla suya muchos enamorados, los cuales no acertarían a expresar su sentir mejor que aquí se expresa. A esto llamo yo poesía popular, para distinguirla de la erudita o poesía de tropos superfluos y eufemismos de negro catedrático.

El primer poeta de Francia -decía mi maestro- es Lafontaine. El segundo es Víctor Hugo, que tiene mucho de Lafontaine -aunque pocos lo advierten- y algo de la rana de Lafontaine.

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-Nenni.

      -Me voici donc.

-Point du tout.

-M'y voilà.



Y a propósito del énfasis poético, reparad en esta copla:

   Si usted me quisiera a mí

como yo la quiero a usted,

nos llamaran a los dos

la fundación del querer.



Y en que no todos los pueblos enfatizan del mismo modo. Porque aquí la enormidad de la hipérbole no empece a la más sencilla y modesta verdad humana.

Si dudamos de la apariencia del mundo y pensamos que es ella el velo de Maya que nos oculta la realidad absoluta, de poco podría servirnos que el tal velo se rasgase para mostrarnos aquella absoluta realidad. Porque ¿quién nos aseguraría que la realidad descubierta no era otro velo, destinado a rasgarse a su vez y a descubrirnos otro y otro?... Dicho en otra forma: la ilusión de lo ilusorio del mundo podría siempre acompañarnos dentro del más real de todos los mundos. Nadie puede, sin embargo, impedirnos creer lo contrario; a saber: que el velo de la apariencia, aun multiplicado hasta lo infinito, nada vela, que tras de lo aparente nada aparece y que, por ende, es ella, la apariencia, una firme y única realidad. Dicho de otro modo: la creencia en la realidad del mundo puede acompañarnos en el más ilusorio de todos los mundos. El mundo como ilusión y el mundo como realidad son igualmente indemostrables. No es, pues, aquí lo malo la conciencia de una antinomia en que tesis y antítesis pueden ser probadas y cuya inania decreta, a fin de cuentas, el principio de contradicción. En este pleito no actúa el tribunal de la lógica, sino el de la sospecha. Lo inquietante no es poder pensar lo uno y lo otro, merced a un empleo inmoderado de la razón, sino agitarse entre creencias contradictorias.

Quienes sostenemos la imposibilidad de una creación ex nihilo, por razones teológicas y metafísicas, no por eso renunciamos a un Dios creador, capaz de obrar el portento. Porque tan grande hazaña como sería la de haber sacado el mundo de la nada es la que mi maestro atribuía a la divinidad: la de sacar la nada del mundo. Meditad sobre este tema, porque estamos a fin de curso y es tiempo ya de que tratemos cuestiones de cierta envergadura, que implica anchura de velas, si hemos de navegar en los altos mares del pensamiento.

Pero volvamos adonde íbamos. Si alguien intentase algún día, para continuar consecuentemente a Kant, una cuarta Crítica, que sería la de la Pura creencia, llegaría en su Dialéctica trascendental a descubrirnos acaso el carácter antinómico, no ya de la razón, sino de la fe, a revelamos el gran problema del Sí y el No, como objetos, no de conocimiento, sino de creencia. Pero ésta es faena para realizada por cerebros germánicos, pensadores capaces de manejar el enorme cucharón de la historia de los pueblos y de las religiones, con un desenfado de que nosotros nunca seremos capaces.

FIN