Juan sin tierra (1848), un drama romántico «shakespeariano» original de José María Díaz
José Luis González Subías
En 1848,
José María Díaz era un conocido poeta
dramático residente en la capital española, cuyas
obras, abundantes ya entonces, sin embargo no habían
conseguido calar definitivamente en los gustos del público
madrileño. La mala racha de fracasos que el dramaturgo
había ido acumulando en los últimos años vino
a ser interrumpida por un nuevo título que, sin duda alguna,
constituye no sólo el primer gran éxito teatral del
literato, sino uno de los más importantes de toda su
producción. Nos referimos al «drama
original en cuatro actos y en verso»
titulado Juan
sin Tierra.
Ya a comienzos de
julio de ese año, el drama de José María
Díaz había sido leído por el comité del
Teatro del Príncipe1
y en octubre estaba dispuesta su representación en dicho
teatro2.
El estreno de Juan sin Tierra se verificó el
1.º de diciembre de 1848, a beneficio de Bárbara
Lamadrid. La obra, que había sido adquirida por el
Ayuntamiento de Madrid en 4000 rs. para
la temporada teatral del Teatro del Príncipe de 1848 a
18493,
permaneció en cartel hasta el día 134.
Más de diez funciones seguidas era un triunfo excepcional
durante el período romántico, lo cual nos indica ya
el éxito que debió obtener esta pieza, que cinco
días después de su estreno todavía
seguía dando «muy buenas
entradas»
al Teatro del Príncipe5;
pero este dato viene avalado, además, por un buen
número más de representaciones en otros teatros,
tanto dentro como fuera de la capital, así como por dos
ediciones de la obra y una crítica absolutamente favorable
de la misma.
El 21 de marzo de 1849 el drama fue representado en el Teatro del Circo, y los días 21 y 22 de mayo de nuevo en el Teatro Español6. En los carnavales de dicho año, se representó igualmente en el Teatro Principal de Sevilla7; a comienzos de mayo en el teatro de Córdoba8; en esa misma primavera se representó de nuevo en el Liceo de Barcelona y, «al mismo tiempo», en el Teatro Principal9; en el mes de junio en Murcia10 y Granada11, y en octubre en Ciudad Real12.
El elevado número de funciones de que gozó Juan sin Tierra queda definitivamente manifiesto con los datos aportados por Alfonso Par en su inapreciable obra Representaciones shakespearianas en España13, con ayuda de los cuales hemos confeccionado el siguiente cuadro en el que figuran las representaciones de Juan sin Tierra efectuadas en Madrid y Barcelona a lo largo de buena parte de la segunda mitad del siglo XIX:
MADRID | BARCELONA | ||
1848 | Teatro del Príncipe
(1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9, 10 y 13 de diciembre) |
||
1849 | Teatro Liceo (1 y 8 de
febrero) Teatro Principal (8, 9 y 18 de febrero) |
||
Teatro del Circo (21 de
marzo) Teatro Español (21 y 22 de mayo) |
|||
1851 | Teatro del Drama (17 y 18 de febrero) | Teatro Nuevo de Gracia (23 de agosto) | |
1852 | Teatro de la Barceloneta (3 de octubre) | ||
1854 | Teatro Odeón (19 y 25 de marzo; 4 de abril) | ||
1855 | Teatro Variedades (11 de
febrero) Teatro Calderón (7 de octubre) |
||
1857 | Teatro del Circo
Barcelonés (16, 17, 18 de enero) Teatro Odeón (9 de agosto) |
||
1861 | Teatro Novedades (15, 16, 17 de abril) | ||
1862 | Teatro Odeón (21, 23, 25 de marzo; 31 de agosto) | ||
1863 | Teatro de Oriente (2 de febrero) | ||
1865 | Teatro Tirso (17 de diciembre) | ||
1866 | Teatro Tirso (13, 14 de
enero) Teatro Triunfo (23 de diciembre) |
||
1868 | Teatro Variedades (12 de abril) | ||
1870 | Teatro Odeón (30 de abril) | ||
1871 | Teatro Talía (27 de agosto, 3 de septiembre; 22 y 29 de octubre) | ||
1872 | Teatro Talía (1 y 7 de enero) | ||
1873 | Teatro Odeón (1 de junio) | ||
1878 | Teatro Buen Retiro (3 de febrero) | ||
1880 | Teatro del Prado Catalán (17 de octubre) | ||
1882 | Teatro Novedades (8 y 10
de abril) Teatro Tívoli (22 de octubre) |
A la vista de este esquema, dos conclusiones son obvias; por un lado, el número de representaciones de Juan sin Tierra nos habla de una pieza teatral de enorme éxito y, por otro, éste se manifiesta de manera rotunda en Barcelona frente a Madrid.
El mismo día de su estreno, la obra terminó de imprimirse en los talleres de la imprenta de la Sociedad de Operarios del mismo Arte. Existe una segunda edición, de 1863, sin variaciones apreciables en el texto -sólo en la tipografía y en pequeñas cuestiones ortográficas-, impresa igualmente en Madrid, en la imprenta de José Rodríguez. Díaz dedicó esta última a los actores Carlos Latorre y Julián Romea.
Un tercer factor
que distingue esta pieza de las anteriores producciones del autor,
decíamos, es la favorable acogida que tuvo por parte de la
crítica de la época. Desde El Clamor
Público, Juan sin Tierra se califica sin
reservas como «el mejor drama de cuantos
ha visto el público esta temporada»
14.
Afirmación que es sostenida en términos semejantes
desde el periódico La Esperanza: «Uno de los mejores dramas que se han
representado en la temporada actual [...]»
15.
Y no es más tímido el requiebro que, desde La
Luneta, se dedica al drama: «una de
las producciones más notables que se han representado en la
escena durante el año cómico que va
corriendo»
16.
Según esta revista teatral, «el
público aplaudió mucho y como lo merece el trabajo
del Sr. Díaz,
llamándole a escena»
; y Manuel Cañete,
desde El Heraldo, confirma que el autor fue «llamado a escena una vez y
otra»
17.
Incluso este célebre crítico tan poco afecto al
señor Díaz hubo de admitir, aun con muchas
reticencias, la importancia de esta obra en el panorama
escénico nacional, por su novedad respecto al tipo de teatro
que venía representándose desde hacía tiempo
en Madrid. La obras a que alude Cañete son «frívolas comedias»,
«literatura de agua chirle, que ni conmueve ni causa
interés»
. No es que se desviva el crítico
en elogios por Juan sin Tierra ni por su autor, pero
sí destaca el arrojo de éste al llevar a las tablas
un teatro distinto al que parecía entonces satisfacer las
apetencias del público. En su opinión, el
mérito de Díaz
se reduce, simplemente, al buen instinto literario con que ha sabido elegir el original de su obra, a varios rasgos felices, y a la fe con que la ha puesto en escena sin arredrarse ante el viciado gusto del público18. |
Gran parte del
éxito de la obra, en su estreno, debería atribuirse a
su puesta en escena y, como se afirma desde La Luneta, a
la «buena ejecución de los
actores»
19.
Efectivamente, el elenco de intérpretes que dieron vida a
los personajes principales del drama estaba encabezado por cuatro
de los actores más celebres y representativos del teatro
romántico español: Julián Romea, en el papel
del Rey Juan; Carlos Latorre como Hubert, gobernador de la Torre de
Londres; Teodora Lamadrid en el papel del joven Arturo, duque de
Bretaña; y Bárbara Lamadrid como madre de Arturo y
duquesa de Bretaña. Pero no sólo estas grandes
figuras del arte dramático contribuyeron a embellecer con su
esfuerzo la obra del señor Díaz; como algo
excepcional, desde la citada revista teatral se alude a «los demás actores»
, que
«a la manera que el soldado más
cobarde cobra bríos cuando le alienta la confianza de un
hábil general, no deslucieron el cuadro y nos parecieron
menos malos que otras veces»
.
Sin embargo, no
todo fueron elogios para el nuevo drama de José María
Díaz. Según el mismo autor reconoce en una nota
introductoria al mismo, su obra se inspira en el King Yohn de Shakespeare y en
la versión de Ducis titulada Jean sans Terre20.
En la comparación que el periódico La
Ilustración realiza entre éstos y el Juan
sin Tierra de Díaz, el último sale bastante mal
parado, juzgado como «muy
inferior»
tanto al drama de Shakespeare como al arreglo
del francés Ducis. Aunque reconoce merecido «el asombroso éxito»
obtenido
por esta pieza, el crítico del citado periódico opina
que están «olvidados los
principales pensamientos, los ejes [...] sobre los cuales gira la
obra inglesa»
, y que el interés de la
acción está mal distribuido. Culmina finalmente su
alegato con esta irónica y ambigua afirmación sobre
la calidad del dramaturgo:
Si en versos españoles caben pensamientos Shakspearianos [sic], sólo este autor puede hacerlos, pues su dureza y poca armonía los hace hermanarse perfectamente con la dureza y poca armonía de los pensamientos21. |
Tendremos ocasión más adelante de volver a escuchar la opinión de la crítica romántica sobre algunos aspectos puntuales del drama. Oigamos ahora al autor en esas palabras preliminares de la obra, donde asegura:
Según
Alfonso Par, la afirmación que Díaz vierte en su nota
no responde exactamente a la verdad. El dramaturgo romántico
copió prácticamente los tres primeros actos del drama
de Ducis, adaptación galoclásica del King Yohn shakespeariano. Tan
sólo el acto cuarto es original del autor, y en éste
los elementos que incluye «son de pura
filiación romántica y casi podríamos decir
zorrillesca»
22.
La única huella auténtica de Shakespeare en el drama
de Díaz se halla en la figura de Constanza enloquecida y en
las últimas palabras pronunciadas por Juan sin
Tierra. Es, pues, Ducis en quien se «inspira»
nuestro dramaturgo para escribir uno de sus mayores éxitos
teatrales. Pero, además, casi con toda seguridad extrajo
Díaz algunos materiales de Les enfants d'Edouard (1833), de Delavigne, o
de la traducción realizada por Bretón de los Herreros
(1835); obra inspirada en el Ricardo III, «emblema de nuestra interpretación
romántica de Shakespeare»
.
Según Par, de la mezcolanza entre el Ricardo III y el distorsionado Rey Juan de Ducis, a través de la refundición del primero en Los hijos de Eduardo, de Delavigne, surgieron
una serie de Ricardos, Eduardos y Juanes en los que varían las proporciones originarias y las añadidas en cada compuesto, sin que éste deje nunca de responder a un rey tirano que mata a sus sobrinos, episodio del Ricardo III que el romanticismo convirtió en tema principal y ante el que se desahogaron los corazones sensibles y los ojos lacrimosos de nuestros abuelos23. |
Respecto al
Jean sans
Terre (1791) de Ducis, la fuente directa de Juan sin
Tierra, en su obra el dramaturgo francés
suprimió del King Yohn cuanto se relacionaba con la lucha entre
Francia e Inglaterra, reduciendo el argumento a la prisión y
asesinato de Arturo por su tío. Ducis toma de Shakespeare
sólo una escena, cuando Hubert, después de preparar
los hierros para cegar a Arturo, movido a compasión, decide
desobedecer al tirano y facilitar la fuga del príncipe. Esta
es, precisamente, la única escena del drama de Díaz
que guarda alguna clara semejanza con el original inglés. En
opinión de Par, si el dramaturgo español «partió de Ducis, no fue para volver a
Shakespeare, sino para construir una tragedia romántica
suya»
; y al «revestir de
perfecto ropaje romántico lo que el escritor francés
compuso según los moldes y cortapisas de su
escuela»
, mejoró extraordinariamente la trama de
la obra24.
Podría afirmarse que, al margen del importante y emotivo episodio de la ceguera y muerte de Arturo, Díaz pretende conducir desde un principio la trama hacia la conjura contra el rey que tendrá lugar en la abadía de Bourgvert, intercalando escenas en los tres primeros actos que anticipan y preparan el último y definitivo. Es sintomático el hecho de que Díaz, frente a Ducis, no haga morir a Constanza junto con Arturo a manos del tirano, puesto que la necesita como elemento imprescindible del acto cuarto.
Cuanto acabamos de señalar conduce a formularnos la siguiente pregunta: ¿Es Juan sin Tierra un «drama original», como pretende su autor, o simplemente una adaptación o, más crudamente, un plagio?
La decisión de José María Díaz de tomar una obra ajena para llevar a cabo sus propósitos artísticos es el mayor escollo que debió sortear el autor en esta ocasión. Es cierto que el drama de Díaz sigue demasiado fielmente al de Ducis, pero también lo es que inspirarse en textos anteriores para realizar una nueva creación literaria original era una práctica habitual en la época y lo había sido durante siglos. Ciertamente, el asunto tratado por Díaz no era novedoso; no sólo se inspiraba directamente en Ducis, sino que, además, había sido dramatizado antes, nada menos que por el mismo Shakespeare; lo cual no deja de manifestar una gran osadía y fe en su capacidad como literato por parte de José María Díaz. No era novedoso, decimos, ¿pero era original?
No habían
pasado muchos años desde que el propio dramaturgo, desde la
Revista de Teatros, denunciara el poco honorable negocio
ligado al montaje en los teatros españoles de piezas
fraudulentamente originales: «cuando
[...] se anuncian como refundiciones traducciones literales, y como
producto del ingenio, comedias de otros climas que en ajenos
entendimientos se concibieron»
25.
Todo parece indicar que, en Juan sin Tierra, Díaz
se acercó demasiado a aquello que él mismo
había criticado años atrás. En el Archivo
Histórico Nacional se conservan varios documentos en los que
se pone de manifiesto la polémica suscitada entre la empresa
del Teatro Español y José María Díaz
respecto a la pretensión del dramaturgo de impedir las
representaciones de su obra, en mayo de 1844, vas haber sido
ésta calificada de «no original» por la
comisión de lectura26.
Después de haber sido representado en el pasado con éxito y sin ningún tipo de problemas, el 20 de mayo de 1849, estando anunciado el drama ya para su puesta en escena al día siguiente en el Teatro Español, la comisión de lectura, en un escrito firmado por Juan del Peral -viejo amigo y compañero de Díaz-, calificó de «no original» el drama. Ese mismo día, en carta dirigida al comisario regio del teatro, Ventura de la Vega, el dramaturgo se defiende de dicha acusación y afirma no reconocer ninguna autoridad en la Junta para dictar tal fallo, negándose a dar su consentimiento para que la obra se represente como mera traducción. En caso de no ser así, el autor amenaza con acudir a los tribunales. Por toda respuesta, Ventura de la Vega alegó que Díaz había enajenado su obra el año anterior al Ayuntamiento, administrador entonces del Teatro del Príncipe, por 4000 rs., quedando desde ese momento el drama en propiedad del Archivo de los teatros pertenecientes a la corporación municipal. Al haber subrogado el Ayuntamiento el teatro, con sus archivos y dependencias, al gobierno de S. M. para crear el Teatro Español, defiende el comisario regio ser, por tanto, el drama propiedad de la nueva empresa y tener ésta derecho a representar cualquier obra que le pertenezca. Y así se hizo, en efecto, los días 21 y 22 de mayo. El caso pasó a manos del ministro de gobernación, el Conde de San Luis, quien lo puso en conocimiento de la reina. Por orden del 22 de mayo, las representaciones fueron cautelarmente suspendidas hasta que fuera aclarado todo el asunto.
No está claro cómo acabó este litigio en torno a Juan sin Tierra y su condición de drama original o no. Lo cierto es que el 14 de julio de ese año, don Baltasar Anduaga y Espinosa, abogado perteneciente al Consejo de S. M. y Secretaria del Gobierno Político de la provincia de Madrid, entre otros cargos27, manifiesta al Ayuntamiento que deberá ceder a José María Díaz el 5% de los beneficios que se obtengan por el drama cuando éstos sean superiores a 5000 rs., a partir de la sexta representación28.
Pero dejemos estas cuestiones, que poco o nada restan o añaden al valor intrínseco de Juan sin Tierra, y examinemos con detenimiento la obra. En ésta, José María Díaz lleva al teatro un tema que había dejado entrever en anteriores piezas y que estará muy presente en buena parte de su producción teatral: la oposición contra la tiranía y la injusticia. Si en dramas históricos del pasado, el conflicto dramático giraba normalmente en torno al tema del amor, por regla general trágico e imposible, poco a paco vamos observando en las obras del autor un contenido más combativo, coincidente con el progresivo acercamiento de éste hacia posturas ideológicas marcadamente progresistas. Ya en 1836, en Felipe II, Díaz había tratado tímidamente el tema de la injusticia ligada al poder despótico de un monarca, aunque haciendo recaer el peso de tal acusación especialmente sobre sus consejeros. El talante moderado del autor en esos años le impedía lanzar cualquier tipo de baldón excesivo sobre la monarquía. La expresión más acabada de este sentimiento la encontramos en Una reina no conspira (1844), donde, en efecto, las maquinaciones y contubernios aletean en torno a la corona, que queda libre de toda culpa. Las intrigas ligadas al poder, en este caso eclesiástico, habían quedado igualmente al descubierto en Baltasar Cozza (1839). Pero los ensayos más decisivos para hacer del teatro un instrumento crítico a favor de la libertad y de denuncia contra la opresión y la tiranía los encontramos en algunas de las tragedias escritas por el autor en los años cuarenta, como Julio César (1841) y Lucio Junio Bruto (1844).
Nunca antes en la
producción del dramaturgo una figura real había
salido tan mal parada como en Juan sin Tierra;
quizá por eso el autor decidió alejarse de la
historia española y poner sus ojos en una emblemática
figura de la historia de Inglaterra, conocida por su inhumanidad,
sus excesos e injusticias. El rey Juan encarna la figura del tirano
por excelencia. Los calificativos denigratorios hacia éste
los encontramos profusamente repartidos a lo largo de toda la obra:
«déspota inhumano»
(escena 1.ª, acto I), «vil
usurpador»
(escena 2.ª, acto I), «injusto poder de Juan sin Tierra»
(escena 6.ª, acto II), «rey
usurpador»
(escena 1.ª, acto III), «tirano rey»
(escena 17.ª, acto
III)... Contra dicha tiranía es de justicia que se rebele
«el pueblo por su rey
esclavizado»
(escena 3.ª, acto I). Pero no es
sólo el pueblo quien reclama sus derechos, sino
también la nobleza, que anhela «la
ansiada resurrección»
de sus «santos fueros»
(escena 3.ª, acto
IV). Todas estas manifestaciones muestran una misma
reivindicación: la libertad y los derechos del hombre frente
a la tiranía de un poder autoritario e injusto.
Las acusaciones
contra el poder despótico de ciertos reyes, por muy
monárquico o moderado que pudiera ser aún nuestro
autor por entonces, revelan cierto recelo en general contra la
institución monárquica: «Milord, ingratitud en todos tiempos / el
patrimonio fue de nuestros Reyes»
(escena 1.ª, acto
IV). Aunque, no obstante, el clima general que se desprende de la
obra no muestra en absoluto irreverencia hacia la sangre real ni la
corona; muestra de ello es el cariño con que son tratadas
las figuras de Arturo y Constanza, su madre.
Interesante es
asimismo la consideración que el pueblo, como masa sin
voluntad propia, fácilmente manejable por intereses
particulares, peligroso en su volubilidad -algo que hemos observado
incontables veces en el teatro de Díaz-, le merece a nuestro
autor: «[...] El pueblo es una hoguera /
que enciende el más audaz [...]»
(escena 7.ª,
acto II).
Pero el espíritu crítico de José María Díaz arremete igualmente en esta obra contra la figura del cortesano, encarnación de todos aquellos personajes que, tanto en la ficción como en la realidad, pululan siempre alrededor del poder, astutos y traicioneros, cambiando de rostro según giren los vientos y siempre aguardando su propio beneficio.
(Escena 7.ª, acto II) |
Hay quien ha dicho
que «el drama romántico fue
eminentemente social, enraizado en los conflictos de su tiempo ante
los que hubo de asumir una actitud»
29.
Este teatro, tan conflictivo en cuanto a su contenido, se
refugió o proyectó en muchos casos hacia el pasado,
desde donde, más distanciadamente -y con menos riesgo-, los
poetas podían hacer un teatro comprometido y de denuncia que
esquivara con mayor facilidad la censura. Si el fondo liberal, con
ribetes antimonárquicos en ocasiones, está presente
en muchos dramas históricos románticos
españoles ya desde sus comienzos, esta lectura liberal de la
historia será la antesala de lo que D. T. Gies ha llamado
«primeras obras socialistas», las cuales se valieron
frecuentemente del drama histórico como forma de
expresión30.
Entre éstas, el célebre estudioso incluye el Juan
sin Tierra de José María
Díaz31.
En su nuevo drama histórico, Díaz sitúa la acción en el año 1216, en Londres, durante el reinado de Juan sin Tierra. Como hemos podido comprobar en nuestro análisis de otras piezas del autor, éste cuida la ambientación histórica y procura informarse adecuadamente sobre el período en que se ubican los hechos que va a dramatizar; todo lo cual no es óbice para que se permita licencias, anacronismos y la inclusión de numerosos elementos ficticios, si así lo requiere el drama que pretende mostrar en escena. La historia para estos escritores es sólo un marco en el que se desarrollan y desenvuelven las pasiones que atormentan a los personajes que habitan sus dramas; pero se trata de un marco que ha de ser cuidado y tratado con la mayor credibilidad posible.
Anda desacertado Díaz en algunos detalles. Así, por ejemplo, es cierto que el rey Juan muere en 1216, aunque no en el lugar ni en las circunstancias que nuestro poeta imagina para el desenlace de la obra. El joven Arturo, sobrino del rey, se levantó en armas contra éste, reclamando sus derechos a los antiguos dominios de los Plantagenet y otros pertenecientes entonces a la corona de Inglaterra, de los que había sido excluido a raíz del Tratado de Andelys, firmado en el año 1200, entre Juan y el rey de Francia. Arturo fue encarcelado y, según la tradición popular, asesinado por el rey en Ruán, en 1202. Respecto a los acontecimientos de la Carta Magna que aparecen en el acto cuarto, efectivamente éstos se produjeron en 1215, cuando los barones del reino, apoyados por los londinenses, obligaron al rey a jurarla.
Como observaremos en la siguiente sinopsis de la pieza, la realidad se transforma, se adapta y se mezcla libremente con la ficción, sirviendo a los intereses del dramaturgo: El rey Juan, que gobierna despóticamente al pueblo inglés, mantiene en la Torre de Londres a su sobrino Arturo, temeroso del apoyo que el pueblo muestra hacia éste, al que se ha unido gran parte de la nobleza inglesa, ansiosa de recobrar las libertades y fueros que les fueron concedidos en la Carta Magna por Enrique I de Inglaterra, ratificados después por Enrique Plantagenet, y que Juan ha olvidado y pisoteado por completo. La conspiración se extiende a espaldas del monarca y éste, receloso, manda cegar a Arturo. Pero el estallido popular no puede pararse y el rey matará finalmente al joven. Juan, cegado asimismo por su ambición, acudirá ante los barones del reino a la abadía de Bourgvert, donde será obligado a jurar la Carta y perderá la vida tras tomar un veneno bajo la amenaza de dos de sus propios esbirros.
Por debajo de esta historia subyace todo un cúmulo de pasiones y conflictos entre los distintos personajes que pululan en el drama, que abarcan desde el más profundo y tierno amor, la fidelidad más abnegada, al deseo de venganza, la ambición desmedida o la astucia hipócrita.
Un rasgo
interesante de esta obra, desde el punto de vista de su
construcción formal, es la división de la misma que
realiza el autor en cuatro actos, frente a los cinco que
venían siendo habituales no sólo en su propia
trayectoria teatral sino también en la mayoría de los
dramas románticos españoles; quizá en un
intento de concentración de la acción o de
acercamiento a la estructura clásica en tres actos de la
obra de Ducis. Lo cierto es que los tres primeros actos del drama,
que según Cañete «están casi enteramente traducidos del de
Ducis»
32,
presentan una clara unidad, la cual viene a romperse en el acto
cuarto. El cambio de espacio en que sucede la acción es
decisivo en esto.
La estructura de
la obra fue bastante censurada en su época. Para el
crítico de La Esperanza, el final del primer acto
era improbable por «dejar suspenso al
espectador cortando un diálogo cuando escita [sic] mayor
interés, y haciendo caer el telón»
; recurso
que no juzgaba propio de un drama serio33.
No podemos compartir esta opinión, ya que dicho efecto, que
consiste en dejar una conversación sin acabar, haciendo que
los personajes continúen brevemente su diálogo en voz
baja hasta que cae el telón, creemos resulta perfectamente
adecuado para mantener en vilo al público e incrementar su
interés por lo que ocurre en escena. El mismo crítico
mencionado reconoce, a pesar de sus reticencias, que se trata de
«un rasgo sumamente original»
.
Pero no acaban aquí sus reparos; existe uno que atañe
más en concreto a la estructura de la pieza. Según
él, «el último acto hubiera
debido suprimirse, puesto que puede considerarse como una nueva
acción la venganza de Aubert y la muerte de Juan sin
Tierra»
; por nuestra parte, consideramos que dicho acto
está plenamente justificado y es la consecuencia
lógica del desarrollo de la historia en los actos
anteriores. Si el drama hubiera concluido con la muerte de Arturo,
el espectador se hubiera quedado sin saber en qué deparaba
la revuelta contra el rey Juan ni cuál sería la
reacción de la atormentada madre del príncipe, o si
Hubert llevaría a cabo su promesa de vengar la muerte de
éste. Son demasiados interrogantes, que no podrían
haber sido resueltos en el mismo acto tercero. Era, por tanto,
necesario añadir un nuevo acto. En cuanto a la
solución propuesta por el crítico de La
Esperanza de situar la venganza de Hubert y la muerte del rey
Juan inmediatamente después de la muerte de Arturo, ya que
de este modo «no hubiera producido tan
mal efecto por la sangre fría con que se ejecuta,
transcurrido largo tiempo desde aquella
catástrofe»
, nos parece poco acertada. En primer
lugar, era necesario que el rey firmara la Carta Magna antes de que
Hubert pudiera cumplir su venganza; es el acuerdo al que
había llegado con el conde de Salisbury. Además, la
existencia de ese cuarto acto está plenamente justificada,
al haber sido anticipado ya desde el acto primero; toda estaba
preparado para que el rey acudiera de madrugada a la abadía
de Bourgvert, y Hubert mismo es quien ha tendido la trampa al rey.
En cuanto a ese «largo tiempo» que tarda en producirse
la venganza desde que Arturo es asesinado, según protesta
nuestro crítico, no es tal; no creemos que desde la muerte
de Arturo, producida ya de noche, hasta el amanecer, en que sucede
el desenlace del drama, haya transcurrido demasiado tiempo como
para que el deseo de venganza de Hubert se haya sofocado o
enfriado.
Para el
crítico de El Heraldo, Sr. Cañete, el interés del
drama expira cuando deja de existir Arturo, por lo que «el
acto último aparece pegadizo, cuando no sea verdaderamente
inútil»; sólo ha sido incluido para ofrecer al
público el castigo de Juan sin Tierra, pudiendo -en
opinión semejante a la del redactor de La
Esperanza- haber sido incorporado al mismo acto tercero. Por
otra parte, los dos primeros actos carecen de importancia y todo el
interés de la acción «se
desarrolla, completa y termina en el tercer
acto»
34.
En cualquier caso,
la subjetividad de estas opiniones se pone de manifiesto cuando
desde La Luneta se afirma: «Mucho hay que alabar en el arte conque [sic] el
poeta ha sabido enlazar el cuarto acto con los otros tres
[...]»
35.
El análisis
de los personajes que intervienen en la pieza nos ofrece de nuevo
-aun dentro de la tipicidad propia del drama romántico- un
universo rico y variado. Entre la multitud de figuras que pueblan
la obra, las principales son el rey Juan, Hubert, Arturo, Constanza
y Nevil; seguidas de otras en importancia, como Lord Salisbury,
Kermadec o Lord Pembrock. Como ya hemos observado en otros dramas
del autor, nos encontramos con un amplio abanico de personajes, con
distintos grados de profundidad y caracterización
psicológica. Contamos también con un buen
número de figurantes (barones ingleses, soldados, pueblo),
cuyo papel es meramente auxiliar o de ambientación. Los
personajes principales están bien dibujados y mantienen una
coherencia entre su psicología y sus palabras y actos; no
obstante, hay siempre un rasgo clave en todos ellos que define su
carácter y la mayor parte de sus acciones. Así, el
rey Juan es un ser tiránico y ambicioso (muy lejos del
verdadero carácter de Juan sin Tierra, según
Cañete); el personaje negativo de la obra desde un punto de
vista ético. Arturo representa la inocencia y la ternura
(«la figura más bella del
cuadro»
, para Cañete); es la víctima
inocente que despierta compasión en el espectador o el
lector. Constanza es el amor maternal; Hubert (personaje poco grato
a los ojos de Cañete), el recto corazón, así
como la mano justiciera de que se sirve Dios para castigar la
maldad del rey36;
y Nevil es un comodín, que vende sus servicios al mejor
postor, sin principios, en busca sólo de su propio
interés.
Entre las
opiniones de la crítica sobre los personajes del drama,
amén de los escuetos comentarios de Cañete al
respecto, sólo hemos encontrado una leve mención a la
actitud del rey Juan al final del acto tercero y otra sucinta
alusión al carácter de Hubert. Según el
crítico de La Esperanza, el asesinato brutal de
Arturo «desmiente algún tanto el
carácter de Juan sin Tierra»
37.
A nosotros, sin embargo, nos parece absolutamente coherente este
acto con su personalidad. En cuanto al carácter de Hubert,
dicho crítico señala que le ha dado más
importancia el autor, «o por mejor decir
más parte en su drama que le da Shakespeare en el
suyo»
; y concluye: «esto
algunas veces produce buenos efectos en la escena, pero
lógicamente analizado el carácter de este personaje
según ha salido de manos del Sr. Díaz, resulta falso y muchas veces
fuera del cuadro»
. ¿Por qué resulta falso
nos preguntamos nosotros el carácter de Hubert?
¿Cuál es ese carácter «lógicamente analizado»
de que
habla el sagaz crítico? Una adecuada cantidad de amor y
misericordia hacia el desvalido, mezclada con una justa dosis de
deseo de justicia y venganza, no resulta poco creíble a
nuestros ojos.
Si habíamos hablado anteriormente de un cierto acercamiento estructural al clasicismo en el número de actos utilizados por el autor, siguiendo la huella de Ducis, esta concesión clasicista queda de manifiesto igualmente en el tratamiento del espacio y el tiempo. La historia escenificada en Juan sin Tierra se desarrolla básicamente en un mismo espacio. Los tres primeros actos suceden en el interior de la Torre de Londres; lóbrego lugar, idóneo para crear el ambiente adecuado a la tensión dramática que se plasma en escena. Sólo en el acto cuarto se altera la ubicación espacial. En este caso, la acción se sitúa entre las ruinas de una vieja abadía. Tanto en el caso anterior como en éste se trata de espacios plenamente adaptados al gusto romántico. De no ser por ese último acto, que tanto molestaba a la crítica de su tiempo, Díaz habría respetado la clásica unidad de lugar.
Existe una
tendencia en José María Díaz a mantener la
unidad de tiempo en sus obras dramáticas; algo que se repite
de nuevo en Juan sin Tierra, donde la acción dura
exactamente veinticuatro horas. Las indicaciones y referencias
temporales, además, son continuas en el texto. Así,
al iniciarse el acto primero sabemos que está amaneciendo
(según reza en acotación); en la escena primera de
dicho acto se indica igualmente que todo está preparado para
que, al día siguiente, acuda el rey a la abadía; y en
la escena séptima del mismo acto se especifica
indirectamente que el acto cuarto sucederá de noche, antes
de amanecer. En la escena sexta del acto segundo vuelve a
insistirse en la cita para el día siguiente en la
abadía, «al rayar el
alba»
. Durante la escena décima de dicho acto dan
las doce del mediodía (sólo han pasado unas pocas
horas, por tanto, desde el inicio de la obra hasta ese momento) y
se anuncia que Arturo debe ser privado de la vista «antes que mueran entre sombras del sol los rayos
rojos»
; es decir, que ese mismo día, antes de
anochecer, deberá cometerse tan espantoso crimen. El acto
tercero se inicia por la tarde, no mucho antes de la puesta del
sol; lo que sucederá exactamente a partir de la escena
número doce. Poco más tarde, en la escena
decimoquinta, el rey anuncia que partirán esa misma noche
hacia la abadía, a las doce exactamente. Finalmente, si en
el acto tercero está anocheciendo, el acto cuarto se
desarrolla en plena noche, bajo una intensa luna que baña la
escena. Sabemos que aún falta más de una hora para
que salga el sol, según se nos indica en la escena primera a
través del diálogo entre Lord Pembrock y Lord Derby;
lo que sucederá definitivamente en la escena cuarta.
Exactamente veinticuatro horas. ¡Magnífica
precisión cronométrica!
Por lo que respecta al lenguaje y la versificación, Juan sin Tierra presenta una novedad frente a anteriores dramas del autor. Si en aquéllos, Díaz utilizaba la característica polimetría del drama romántico, dando prioridad al verso octosílabo, ahora escribirá su obra totalmente en endecasílabos, en muchos casos rimados libremente, otras veces formando puntuales combinaciones estróficas (destaca la presencia recurrente del terceto), entre los que tan sólo intercala un breve romance en la escena sexta del acto primero.
La belleza de los
versos salidos de la pluma de Díaz es algo continuamente
destacado por la crítica teatral de la época, como
hemos tenido ocasión de comprobar repetidas veces. El
crítico de La Esperanza afirma que «el señor Díaz ha derramado ternura
y poesía en las dos escenas entre Hubert y
Arturo»
; incluso, no puede menos que copiar el
sueño de éste, «por lo
delicado de la expresión y la belleza de las
imágenes»
38.
Hagamos nosotros lo mismo.
|
(Escena 6.ª, acto I). |
Destaca igualmente
el citado redactor como bello y poético el monólogo
de Hubert en la escena octava del acto segundo; o la escena octava
del acto cuarto, entre el rey y Constanza, que ha perdido la
razón después de la muerte de su hijo. Esta la
copiará íntegra, «como
muestra de versificación»
. Curiosamente, el
crítico de La Luneta señala que dicha escena
fue suprimida en el segundo día de representación de
la obra, «porque según hemos
oído pareció fría a la parte frívola
del público»
39.
Manuel
Cañete, por su parte, no fue tan espléndido en sus
elogios. Aunque reconoce que el señor Díaz se ha
mostrado en ocasiones «poeta
fácil, elegante y enérgico»
, también
deja claro que, en otras, ha rendido tributo «al amaneramiento y al mal gusto que infestan la
literatura española
contemporánea»
40.
Pondrá como ejemplo del primer aserto los «bellos rasgos y pensamientos felizmente
expresados en que abunda el acto tercero»
(que, por
cierto, poco antes había señalado estaba casi
enteramente traducido de Ducis), del que destaca especialmente las
palabras que Arturo dirige a Hubert cuando mira apagado el fuego, o
las primeras palabras de Constanza, cuando acaba de saber que su
hijo ha sido cegada. Pero también se recrea en denunciar las
«incorrecciones del estilo»
, y
la «flojedad»
y «mal gusto de ciertos pasajes»
, como,
por ejemplo, la plegaria que Hubert dirige a Dios, momentos antes
de que aparezca Nevil; ésta le parece de «un gusto deplorable»
y procedente de
«un manierismo que no tiene
disculpa»
41.
Curiosamente, se atreve el crítico a afirmar que, de tener
delante el texto de la obra (su crítica la realiza a partir
de la impresión que obtuvo en la representación),
podría citar ejemplos de las bellezas y defectos del drama;
«el cual, a pesar de todo, es menos
incorrecto y de mejor gusto que los que generalmente se escriben
entre nosotros»
42.
Un crítico
del siglo XX, Alfonso Par, a quien ya hemos acudido en diferentes
ocasiones en nuestro estudio sobre esta pieza, coincide en destacar
el exuberante lirismo de los versos de Díaz, sus
imágenes y cadencia; y señala asimismo que su
«modelo es Zorrilla, su maestro y
amigo»
, advirtiendo que el discípulo, no obstante,
se queda bastante más respecto a aquél.
Afirmación gratuita que no responde plenamente a la verdad.
Es cierto el parentesco de los versos de Díaz con los de su
amigo Zorrilla; familiaridad que, simplemente, procede de un estilo
común o semejante, nacido de la pertenencia de ambos a una
misma escuela literaria. Por otra parte, es arriesgado hablar del
autor del Tenorio como «maestro» de
Díaz, cuando en 1837, al abrírsele a aquél las
puertas del mundillo literario madrileño a consecuencia de
unos afortunados versos, éste ya había estrenado dos
importantes dramas históricos y estaba considerado como un
prometedor poeta dramático por el mismo Larra43.
Con todo, el pretendido elogio que Par parece lanzar sobre Díaz como versificador se ve contrarrestado con la tendencia al ripio que encuentra en éste; algo que, efectivamente, podemos y debemos corroborar, pero que, en cualquier caso, consideramos común a buena parte de las producciones dramáticas de este período; no sólo de Díaz, sino también de importantes dramaturgos que han sido consagrados por la historia de la literatura española.
Insiste Par en que
la falta principal del autor, desde el punto de vista
estilístico, es «poner a menudo
en boca de los personajes lucubraciones de altos vuelos
retóricos, que no tienen nada que ver, e incluso son
contradictorias, con sus caracteres»
. No tenemos nada que
objetar al respecto. Efectivamente, la grandilocuencia y el
retoricismo impregnan el lenguaje del teatro romántico
español; es parte de su estética. Es obvio que este
fenómeno puede restar verosimilitud en ocasiones al
carácter y al sentimiento de los personajes, pero posee unos
efectos poéticos y estéticos que quizá
compensen el pretendido defecto anterior. Los parámetros del
gusto y la belleza varían de unas épocas a otras,
así como la finalidad de los autores al llevar sus obras a
escena.
Poco más nos queda por decir de esta obra, una de las más sobresalientes del dramaturgo. Multitud de elementos románticos se despliegan en la misma; desde la propia ambientación, pasando por las pasiones que mueven a los personajes y el lenguaje que utilizan, hasta la inclusión del elemento onírico con valor premonitorio recogido en el sueño del joven Arturo. Multitud de detalles asimismo que sirven como muestra de la teatralidad inherente al drama romántico y de la habilidad de Díaz como dramaturgo; así, el bello efecto escénico que el autor utiliza en la escena séptima del último acto, cuando el escenario se oscurece por el paso de una nube, coincidiendo con un intenso y patético monólogo del denotado rey. Efecto que culmina en las dos últimas escenas del drama, en las que Juan sin Tierra paga sus crímenes con la vida, entre la claridad evanescente de los relámpagos.
A1 margen de nuestra mayor o menor sensibilidad para percibir la belleza y la fuerza dramática de estas escenas, hay una realidad que no podemos negar; Juan sin Tierra constituye una pieza clave en el panorama del teatro romántico español, y puede considerarse como uno de los ejemplos más logrados y representativos del mismo, así como del estilo del dramaturgo José María Díaz. Como afirma el propio Par:
El buen éxito de esta tragedia fue fulminante. Díaz había acertado en dar al público, en el momento oportuno, una obra exageradamente romántica, con situaciones emocionantes y grandes tiradas líricas que hacían palpitar los corazones y batir las palmas a los espectadores44. |