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ArribaAbajo- XVII -

Conocíamos también en el Colegio la existencia de un café clandestino, donde se reunían a jugar al billar Pelegrini, Juan Carlos Lagos, Lastra, Quirno y Terry, a quien Pelegrini corría todas las noches hasta su casa, sin faltar una sola a esta higiénica costumbre. -Los combates homéricos del mercado no nos eran desconocidos, ni las pindáricas escenas de   -71-   la clase de griego de Larsen, donde éste y su único discípulo, el pobre correntino Fernández, muerto en plena juventud, se disputaban la palma de los juegos Pythios, recitando con sin igual entusiasmo los versos de la Ilíada. -En la Universidad se sostenía calumniosamente que el sueldo de la clase de griego se dividía entre Larsen y Fernández, pero el hecho curioso es que Fernández, solo en clase, conseguía armar unos barullos colosales, respondiendo imperturbablemente a las imprecaciones de Larsen: «¡No soy yo!». -Recuerdo que más tarde, cuando fuimos estudiantes de derecho, Patricio Sorondo nos invitaba a entrar en masa en la clase de griego, como oyentes. Cuando Larsen leía algún verso, Patricio sonreía con lástima. Interpelado, aseguraba al buen profesor que su pronunciación helénica era deplorable, que a lo sumo, sólo podía compararse al dialecto de los porteros de Atenas en tiempo de Pericles. -Fernández se indignaba y encarándose con Patricio, la dirigía una alocución en griego que ni él mismo, ni Larsen, ni nadie entendía. -La escena concluía siempre poniéndonos Larsen a todos en la puerta encerrándose de nuevo con Fernández que a todo trance quería saber el griego.




ArribaAbajo- XVIII -

La pluma ha corrido inconscientemente; quería hablar del antagonismo entre porteños y provincianos, y ¡heme aquí bien lejos de mi objeto!

El hecho es que el nuevo vicerrector, por una u otra razón, decidió gobernar con un partido, sistema como cualquier otro, aunque para él tuvo consecuencias deplorables.

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Creíamos entonces exageradamente que todos los castigos nos estaban reservados, mientras los provincianos (¡nosotros éramos del Estado de Buenos Aires!) tenían asegurada la impunidad absoluta. Las conspiraciones empezaron, los duelos parciales entre los dos bandos se sucedían sin interrupción, hasta que la conducta misma de don F. M. justifico la explosión de la cólera porteña. Don F. M. nos organizaba bailes en el dormitorio antiguamente destinado a capilla, en el que aún existía el altar y en el que, en otro tiempo, bajo el doctor Agüero, se hacían lecturas morales una vez por semana. -No fue por cierto el sentimiento religioso el que nos sublevó ante aquella profanación; pero como en esos bailes había cena y se bebía no poco vino seco, que por su color, reemplazaba el Jerez a la mirada, sucedía que muchos chicos se embriagaban, lo que era no solamente un espectáculo repugnante, sino que autorizaba ciertos rumores infames contra la conducta de don F. M., que hoy quiero creer calumniosos, pero sobre cuya exactitud no teníamos entonces la menor duda. El simple hecho del baile, revelaba, por otra parte,   -73-   en aquel hombre una condescendencia criminal, tratándose de un Colegio de jóvenes internos, régimen abominable por sí mismo y que sólo puede persistir a favor de una vigilancia de todos los momentos y de una disciplina militar.

A la conspiración vaga sucedió una organización de carbonarios. Yo no tuve el honor de ser iniciado; era muy chico aún y pertenecía a los abajeños, es decir a los que vivíamos en el piso bajo del colegio, mientras el alto era ocupado por los mayores, los arribeños. -Nuestros prohombres lo habían organizado todo, sin dar cuenta a la gente menuda. Pero yo tenía un buen amigo en Eyzaguirre, que tuvo la bondad de ilustrarme ligeramente.

Mis relaciones con Eyzaguirre eran de una naturaleza especial; lo incomodaba a cada instante, le remedaba, le llamaba Del País, que era su aborrecido apodo, zumbaba a su alrededor como un mosquito, le desafiaba, le echaba pelo de cepillo entre las sábanas, lo mortificaba, en fin, de cuantas maneras me sugería mi imaginación, tendida a ese solo objeto. Eyzaguirre era un hombre robusto, fuerte y bravo; más de una vez   -74-   levantó el brazo sobre mí, pero vencía su generosidad ingénita y comprendiendo que de un golpe me habría suprimido, lo dejaba caer ahogando un rugido, como Jean Taureau delante de Fifine. Sólo en una ocasión la cólera lo cegó; me dio a mano abierta un cogotazo que me tendió a lo largo y antes que hubiere iniciado a patadas desde el suelo un estéril sistema defensivo, ya Eyzaguirre me había levantado en sus robustos brazos y llevado junto a la fuente para ponerme agua en la cabeza, preguntándome con la voz trémula por la emoción si me había hecho daño.

Tanta generosidad me venció, y sea por ese motivo o porque el primer cogotazo había roto el cómodo prisma de la impunidad, el hecho es que nos hicimos amigos para siempre. Aun hoy, es uno de los hombres cuya mano estrecho con mayor placer.



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ArribaAbajo- XIX -

Eyzaguirre me había dicho que si sentía algún gran ruido de noche, en los claustros de arriba, acometiera valerosamente al provinciano que tuviera mas próximo de mi cama y que lo pusiera fuera de combate. Que éramos pocos y sólo podría salvarnos el valor y la rapidez en la acción. En fin, después de algunos días de expectativa, una noche, de una a dos de la mañana, saltamos todos sobre el lecho, al sacudimiento espantoso de una detonación que conmovió las paredes del Colegio.

Arremetí ciego a mi vecino, que no puedo recordar bien si era un joven llamado Granillo, de la Rioja, o Cossío, de Corrientes, di y recibí algunos moquetes; pero la curiosidad pudo más, y todos corrimos, casi desnudos, a los claustros superiores. -Aun había mucho humo; las puertas del cuarto del vicerrector habían sido sacadas de quicio por la explosión de dos bombas Orsini, sin proyectiles, se entiende, pues el objeto no fue otro que dar un susto de dos yemas a don   -76-   F. M. -Éste había hecho una barricada en la puerta.

En medio del claustro y solo, frente a su cuarto, vi a Eyzaguirre en soberbia apostura de combate, con un viejo sable en la mano izquierda y una bola de plomo, unida a una cuerda, en la derecha. De todos los dormitorios afluían estudiantes, muchos de ellos armados. Aquel iba a ser un campo de agramante; el vicerrector, viéndose rodeado de sus fieles, salvó la barricada y comenzó a vociferar, abriendo sus vestidos, mostrando el pecho desnudo, desafiando a la muerte, etc. Los conocedores sostuvieron siempre que esa manifestación de valor había sido un poco tardía.

Así como los franceses de Sicilia, repuestos de su sorpresa, arremetían enfurecidos a sus adversarios, los provincianos se preparaban a caer sobre nuestra vanguardia, formada por Eyzaguirre y dos o tres compañeros, cuando vimos aparecer al venerable doctor Santillán, cura párroco de San Ignacio: sus cabellos blancos, su palabra mansa y persuasiva, desarmaron los ánimos. -Cada uno se retiró a su cuarto y él llevó consigo a   -77-   don F. M. que jamás volvió a pisar el suelo del Colegio.

El sumario al día siguiente fue terrible: M. Jacques, pálido de cólera, tomaba las declaraciones principales. El punto capital era éste: ¿quién había prendido fuego a las bombas? -La respuesta fue unánime y sincera: «no lo sé». Y era la verdad; por largos años ha permanecido oculto el nombre del nuevo Guy Fawkes, del atrevido estudiante que, con mas éxito que aquél, llevó a cabo ese rasgo de audacia. Más tarde, cuando hacía ya mucho tiempo que había salido del Colegio, uno de los grandes de entonces me hizo la confidencia, murmurando a mi oído un nombre que callo hoy, no porque a mi juicio pueda menoscabar en lo mínimo la relación de esta aventura al que le dio acabado fin, sino por un curiosísimo resto de aquel culto del estudiante de honor por la discreción y el secreto. Es pueril, pero lo siento así.



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ArribaAbajo- XX -

Dos o tres expulsados, tres meses sin salida los domingos a casi todos e interminables horas de encierro a muchos de nosotros, volvieron a poner las cosas en su estado normal, afirmándose definitivamente la disciplina con el ingreso de don José María Torres.

El encierro es un recuerdo punzante, que no me abandona; eterno candidato para ocuparlo, su huésped frecuente, conocía una por una sus condiciones, sus escasos recursos, sus numerosas inscripciones y aquel olor húmedo, acre, que se me incrustaba en la nariz y me acompañaba una semana entera. La puerta daba a un descanso de la escalera que se abría frente al gimnasio. -Era una pieza baja, de bóveda: cuatro metros cuadrados. Tenía un escaño de cal y canto, demasiado estrecho para acostarse y que daba calambres en la espalda a la hora de estar sentado en él. Una luz insignificante entraba por una claraboya lateral y muy alta, por donde los compañeros solían tirar con maestría algunos comestibles   -79-   con que combatir el clásico régimen de pan y agua.

¡Oh, las horas mortales, pasadas allí dentro, tendido en el suelo, llena de tierra la cabeza, el cuerpo dolorido, los oídos tapados para no oír el ruido embriagador de la partida de rescate, en la que yo era famoso por mi ligereza, la vela de sebo, mortecina y nauseabunda, pegada a la pared, debajo de una caricatura de Paunero con tricornio y con una cinta saliendo de su boca, a manera de las ingenuas leyendas brotando de los labios de las vírgenes y santos, en el arte cristiano primitivo, pero cargada aquí con un dístico cojo y expresivo; la enorme hoja de la puerta, tallada, quemada de arriba abajo, horadada y recompuesta, como un pantalón de marinero, la cerradura claveteada y cosida, fiel e incorruptible, virgen de todo atentado, desde la solemne declaración de Corrales sobre la ineficacia de nuevas tentativas al respecto; el hambre frecuente, los proyectos de venganza negra y sombría, lentamente madurados en la oscuridad, pero disipados tan pronto como el aire de la libertad entraba en los pulmones!...

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He conservado toda mi vida un terror instintivo a la prisión; jamás he visitado una penitenciaría sin un secreto deseo de encontrarme en la calle. Aun hoy las evasiones célebres me llenan de encanto y tengo una simpatía profunda por Latude, el barón de Trenck y Jacques Casanova. No he podido comprender nunca el libro de Silvio Pellico, ni creo que el sentimiento de conformidad religiosa, unido a un imperio absoluto de la razón, basten para determinar esa placidez celeste, si no, se tiene una sangre tranquila y fría, un espíritu contemplativo y una atrofia completa del sistema nervioso.




ArribaAbajo- XXI -

Las autoridades del Colegio habían comenzado a preocuparse seriamente en dar mayor ensanche a los dormitorios destinados a enfermería, en vista del número de estudiantes, siempre en aumento, que era necesario alojar en ella. Una epidemia vaga, indefinida, había hecho su aparición en los claustros. Los síntomas eran   -81-   siempre un fuerte dolor de cabeza, acompañado de terribles dolores de estómago. Vas-y-voir!

El hecho es que la enfermería era una morada deliciosa; se charlaba de cama a cama, el caldo, sin elevarse a las alturas del consommé, tenía un cierto gustito a carne, absolutamente ausente del líquido homónimo que se nos servía en el refectorio, pescábamos de tiempo en tiempo un ala de gallina Y sobre todo... ¡no íbamos a clase!

La enfermería era, como es natural, económicamente regida por el enfermero. Acabo de dejar la pluma para meditar y traer su nombre a la memoria, sin conseguirlo; pero tengo presente su aspecto, su modo, su fisonomía, como si hubiera cruzado hoy ante mis ojos. Había sido primero sirviente de la despensa, luego segundo portero y, en fin, por una de esas aberraciones que jamás alcanzaré a explicarme, enfermero. «Para esa plaza se necesitaba un calculador, dice Beaumarchais: la obtuvo un bailarín».

Era italiano y su aspecto hacía imposible un cálculo aproximativo de su edad. Podía tener treinta años, pero nada impedía elevar la cifra a   -82-   veinte unidades más. Fue siempre para nosotros una grave cuestión decidir si era gordo o flaco.

Hay hombres que presentan ese fenómeno; recuerdo que en Arica, durante el bloqueo, pasamos con Roque Sáenz-Peña largas horas reuniendo elementos para basar una opinión racional al respecto, con motivo de la configuración física del General Buendía. -Sáenz-Peña se inclinaba a creer que era muy gordo y yo hubiera sostenido sobre la hoguera, que aquel hombre era flaco, extremadamente flaco. -Lo veíamos todos los días, lo analizábamos sin ganar terreno. Yo ardía por conocer su opinión propia; pero el viejo guerrero, lleno de vanidad, decía hoy, a propósito de una marcha forzada que venía a su memoria, que había sufrido mucho a causa de su corpulencia. -¡Sáenz-Peña me miraba triunfante! -Pero al día siguiente, con motivo de una carga famosa, que el general se atribuía, hacía presente que su caballo, con tan poco peso encima, le había permitido preceder las primeras filas. -A mi vez, miraba a Sáenz-Peña como invitándole a que sostuviera su opinión ante aquel argumento contundente. -No sabíamos a quién acudir ni   -83-   qué procedimiento emplear. ¿Pesar a Buendía? ¿Medirlo? No lo hubiera consentido. ¿Consultar a su sastre? No lo tenía en Arica. -Aquello se convertía en una pesadilla constante; ambos veíamos en sueños al general. -Roque, que era sonámbulo, se levantaba a veces, pidiendo un hacha para ensanchar una puerta por la que no podía penetrar Buendía. -Yo veía floretes pasearse por el cuarto, en las horas calladas de la noche y observaba que sus empuñaduras tenían la cara de Buendía. -No encontrábamos compromiso plausible, ni modus vivendi aceptable. Reconocer que aquel hombre era regular, habría sido una cobardía moral, una débil manera de cohonestar con las opiniones recíprocas. En cuanto a mí, la humillación de mis pretensiones de hombre observador, me hacía sufrir en extremo. -¿Cómo podría escudriñar moralmente un individuo, sino era capaz de clasificarlo como volumen positivo? -Al fin, un rayo de luz hirió mis ojos o la reminiscencia inconsciente del enfermero del Colegio vino a golpear en mi memoria. Vi marchar de perfil a Buendía y, ahogando un grito, me despedí de prisa y corrí en busca de Sáenz-Peña,   -84-   a quien encontré tendido en una cama, silencioso y meditando, sin duda ninguna, en el insoluble problema. -Medio sofocado, grité desde la puerta: «¡Roque!... ¡Encontré! -¿Qué?, -Buendía... -¡Acaba! -¡Es flaco y barrigón!».

No añadiré una palabra más; si alguno de los que estas líneas lean, ha observado un hombre de esas condiciones, habrá sin duda sentido las mismas vacilaciones y dudas. Tal vez él, menos feliz, no ha encontrado la clave del secreto, que le abandonó generosamente.




ArribaAbajo- XXII -

Nuestro enfermero tenía esa peculiarísima condición. Empezaba su individuo por una mata de pelo formidable que nos traía a la idea la confusa y entremezclada vegetación de los bosques primitivos del Paraguay, de que había Azara; veíamos su frente, estrecha y deprimida, en raras ocasiones y a largos intervalos, como suele entreverse el vago fondo del mar, cuando una ola   -85-   violenta absorbe en un instante un enorme caudal de agua para levantarlo en el espacio. Las cejas formaban un cuerpo unido y compacto con las pestañas, ralas y gruesas, como si hubieran sido afeitadas desde la infancia. La palabra mejilla era un ser de razón para el infeliz, que estoy seguro jamás conoció aquella sección de su cara, oculta bajo una barba, cuyo tupido, florescencias y frutos, nos traía a la memoria un ombú frondoso. -El cuerpo, como he dicho, era escueto, pero un vientre enorme despertaba compasión hacia las débiles piernas por las que se hacía conducir sin piedad. El equilibrio se conservaba gracias a la previsión materna que lo había dotado de dos andenes de ferrocarril, a guisa de pies, cuyo envoltorio, a no dudarlo, consumía un cuero de baqueta entero. Un día nos confió, en un momento de abandono, que nunca encontraba alpargatas hechas y que las que obtenía, fabricadas a medida, excedían siempre los precios corrientes.

Debía haber servido en la legión italiana durante el sitio de Montevideo o haber vivido en comunidad con algún soldado de Garibaldi en aquellos tiempos, porque en la época en que fue portero,   -86-   cuando le tocaba despertar a domicilio, por algún corte inesperado de la cuerda de la campana, entraba siempre en nuestros cuartos cantando a voz en cuello, con el aire de una diana militar, este verso (!) que tengo grabado en la memoria de una manera inseparable a su pronunciación especial:


Levántasi, muchachi
Que la cuatro sun
E lo federali
Sun veni o Cordun.



Perdió el gorjeo matinal a consecuencia de un reto del señor Torres que, haciéndole parar el pelo, le puso a una pulgada de la puerta de la calle. -Sin embargo, en la enfermería, cuando entraba por la mañana o al participar, en la comida, del vino que había comprado a hurtadillas para nosotros, talareaba siempre entre dientes: «Levantasi, muchachi», etc. Cuando lo retaban, o el doctor Quinche, médico del Colegio, le decía que era un animal, lo que ocurría con regularidad y justicia todos los días, su único consuelo era, así que la borrasca se ausentaba bajo la forma del doctor Quinche, entonar su eterno e inocente estribillo.

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Yo he conocido hombres brutos en mi vida: he estado con frecuencia en las Cámaras, he viajado, he leído muchos diarios y en mi casa ha habido constantemente sirvientes gallegos. Pero nunca he encontrado un specimen más completo que nuestro enfermero. -Su escasa cantidad de sesos se petrificaba con la presencia del doctor, a quien había tomado un miedo feroz y de cuya ciencia médica hablaba pestes en sus ratos de confidencia. -Cuando el médico le indicaba un tratamiento para un enfermo, inclinaba la cabeza con silencio y se daba por enterado. -Un día había caído en el gimnasio un joven correntino y recibido, a más de un fuerte golpe en el pecho, una contusión en la rodilla. -El doctor Quinche recetó un jarabe que debía tomarse a cucharadas y un agua para frotar la rodilla. -Una hora después de su partida, oímos un grito en la cama del pobre correntino, a quien el enfermero había hecho tomar una cucharada de un líquido atroz, después de haberle friccionado cuidadosamente la rodilla con el jarabe de que tenía enmelada toda la mano. Fue su última hazaña; el doctor Quinche declaró al día siguiente que uno de los dos, el enfermero   -88-   o él, estaba de más en el mundo o por lo menos en la enfermería, como el hilpo se curta por lo más sagrado, según tuvo la bondad de comunicárselo confidencialmente, el pobre enfermero cambió de destino, aunque consolado un tanto de que sus funciones se limitaran siempre a suministrar drogas: fue sirviente de comedor.

Sentimos su salida de todas veras; pero bien pronto una catástrofe mayor nos hizo olvidad aquella. El vicerrector, alarmado de la manera como se propagaba la epidemia vaga de que he hablado, celebró una consulta médica con el doctor y ambos de acuerdo, establecieron como sistema curativo, la dieta absoluta, acompañada de una vigilancia extrema para evitar el contrabando. A las veinte y cuatro horas nos sentimos sumamente aliviados y el germen de nuestro mal fue tan radicalmente estirpado, que nos volvimos a visitar la enfermería en mucho tiempo.



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ArribaAbajo- XXVIII -

Fue un día bullicioso aquel en que se nos anunció que en breve empezaría a funcionar la clase de literatura regida por el señor Gijena. Teníamos hambre de lanzarnos en esa vía del arte; las novelas nos habían preparado el espíritu para esa tarea y nos parecía imposible que al año de curso no nos encontráramos en estado de escribir a nuestra vez un buen romance, con muchos amores, estocadas, sombras, luchas, escenas todas de descomunal afecto. - Ya para aquel entonces había yo comenzado a borronear papel y a más de dos cretinismos juveniles que mis parientes de la Tribuna publicaron con sendas laudatorias, tenía casi concluida una novela que pasaba en una estancia, durante las vacaciones y cuyo héroe principal era un gaucho cantor. Creo que algo de eso se publicó después, bajo un pseudónimo, como si temiera comprometer mi gravedad en tales ligerezas.

Mi compañero de trabajos literarios era Adolfo Lamarque, que me llevaba dos ventajas   -90-   insuperables: hacía versos y era externo. A pesar de estar sentados juntos en clase, nos dirigíamos frecuentes cartas, las mías siempre en prosa, pero las suyas generalmente rimadas. -Lamarque versificaba con suma facilidad. -Recuerdo que una vez que debíamos hacer una composición en clase sobre «El sueño de Aníbal», Lamarque, el único, presentó la suya en verso. -Para mí fue una obra maestra y aún tengo en la memoria los primeros versos. Empezaba así:


Despierta, Aníbal, del letargo horrendo
Que aquí te tiene encadenado y vuela
A vengar de Duilio...



Lamarque me enloquecía, pintándome en verso, prosa y narraciones orales, los primores maravillosos del «Orphée aux Enfers», que se daba entonces por primera vez en el Teatro Argentino. La descripción del traje de la «Opinion Publique» tomaba siete octavas partes de la narración, destinadas a pintar precisamente lo que no cubría. Diana, Venus, la opulenta Juno, completaban el cuadro. No tenía la menor noción de esas grandezas; un deseo inmoderado de gozar yo también de este espectáculo soberano me impedía   -91-   estudiar, apartar un instante mi pensamiento de ese Olimpo adorable. Así, un día que Gijena nos dio por tema de disertación escrita este cuadro de Suetonio: «Nerón, desde lo alto del Capitolio, rodeado de sus cortesanas, la lira en la mano y ceñida la frente de guirnaldas, contempla el incendio de Roma», no sé qué pasó por mí. -Me olvidé que el objeto primordial, retórico, obligado, era vilipendiar a Nerón, ponerlo por el suelo en nombre de la moral más elemental y concluir por una peroración vigorosa, en la que se ofreciera ese ejemplo abominable a los reyes todos de la tierra. «Amor sonó la lira», como habría dicho don J. C. Varela, y debuté por la pintura de un incendio durante la noche. En vez de hablar de las madres, niños y ancianos víctimas del fuego, en vez de mencionar gravemente los capitales perdidos y las obras de arte destruidas, no veía sino las llamas colosales jugueteando en la atmósfera, el humo denso y abrillantado por el resplandor, el rugido de las hogueras, la muchedumbre humana en convulsión. -Y allá en la altura, Nerón, bello como un dios pagano, desnudo como un efebo, cantando versos sonoros y vibrantes,   -92-   mientras mujeres de incomparable hermosura sostenían su cabeza con sus blancos senos, le escanciaban vinos selectos y humedecían su sien con la guirnalda siempre fresca... Insensiblemente pasé los límites verdosos de la alusión discreta, llegué a las licencias de Petronius, alcancé a Lucius, y al final, ciertas páginas de Gautier habrían sido cartas de Chesterfield al lado de mi composición. Gijena se alarmó y me hizo suspender la lectura a la mitad a pesar de las protestas de los compañeros que viendo aquel boccato, querían gozarlo íntegro.

Por lo demás, forzoso me es declarar que aquella clase de literatura tuvo efectos funestos sobre nosotros. Fundamos diarios manuscritos, cuya impresión nos tomaba noches enteras, en los que yo escribía artículos literarios donde hablaba del «festín de las brisas y los céfiros en el palacio de las selvas», y en los que Lamarque, F. Cuñado, D. del Campo y otros publicaban versos. Esos diarios hicieron allí el mismo efecto que en los pueblos del campo; turbaron la armonía y la paz, agitaron y agriaron los ánimos y más de un ojo debió el oscuro ribete con que   -93-   apareció adornado, a las polémicas vehementes sostenidas por la prensa. Por mi parte, tuve un duelo feroz. Ignoro hoy si mi adversario sufrió; pero sí recuerdo que, aunque el honor quedó en salvo, salí de la arena mal acontecido, sin ver claro, con una variante en la forma nasal y un dedo de la mano derecha fuera de su posición normal.

Un joven romano habría jurado no ocuparse más de prensa en su vida; pero las preocupaciones se van y los instintos quedan. ¡Oh! ¡qué himnos cantara hoy al periodismo si sólo golpes y magullones me hubiera costado!...




ArribaAbajo- XXIV -

Pasábamos las vacaciones en nuestra casa de campo, como considerábamos legítimamente el punto que hasta hace poco tiempo fue conocido por el nombre de «Chacarita de los Colegiales» y que más tarde, al perder el último término de su denominación, debía adquirir tanta fama por los acontecimientos de junio de 1880.

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Pocos puntos hay más agradables en los alrededores de Buenos Aires. Situado sobre una altura, a igual distancia de Flores, Belgrano y la capital, el viejo edificio de la Chacarita, monacal en su aspecto, pero grande, cómodo, lleno de aire, domina un paisaje delicioso, al que las caprichosas ondulaciones del terreno dan un carácter no común en las campiñas próximas a la ciudad. En aquel tiempo poseíamos como feudo señorial, no sólo los terrenos que aún hoy pertenecen a la Chacarita, sino los que en 1871 fueron destinados al cementerio tan rápidamente poblado. Así, nuestros límites eran extensos y no nos faltaba, por cierto, espacio para llenar de aire puro los pulmones, organizar carreras y dar rienda suelta a la actividad juvenil que nos castigaba la sangre. A pesar de la inmensidad de nuestros dominios, teníamos pleitos con todos los vecinos, sin contar el famoso proceso con la municipalidad de Belgrano, especie de «Jarndyce contra Jarndyce»3, del que habíamos oído hablar como de una tradición vetusta, cuyo origen se perdía en la noche de los tiempos,   -95-   proceso cuyos antecedentes ignorábamos en absoluto, lo que no nos impedía declarar con toda tranquilidad que el municipio de Belgrano era representado por una compañía de ladrones, neta y claramente clasificados. -Este viejo pleito tenía para nosotros, sin embargo, algunas ventajas.

Cuando cruzábamos frente al juzgado de paz de Belgrano, a galope tendido, algunos honorables miembros de la partida de policía, viendo la traza arcaica de nuestros corceles (fuera de funciones en esos momentos, por cuanto su profesión habitual era arrastrar carradas de leña o sacar agua), abandonaban el noble juego de la taba4 en que estaban absorbidos, y cabalgando a su vez, emprendían animosos nuestra persecución. -Generalmente íbamos dos en cada caballo, lo que, como se supone, no aumentaba sus condiciones de velocidad. Pero compensábamos este inconveniente por una metódica y razonada división del trabajo, avant-gôut de nuestros estudios económicos del   -96-   futuro. -La dirección del cuadrúpedo estaba entera y absolutamente confiada al que iba adelante; tarea grave y trascendental, no sólo por las veleidades fantásticas de la bestia y por la necesidad de cortar campo, sino por la preocupación incesante del jinete para evitar la probable operación de la talla, practicada inconscientemente por la cruz pelada y puntiaguda, a favor del convulsivo movimiento de una manquera tradicional. -El ciudadano colegial que ocupaba el anca, desempeñaba las funciones de foguista; él debía suministrar, con medios a su arbitrio, los elementos necesarios para producir el movimiento. -Por lo demás, se procedía siempre de acuerdo con una tabla sancionada por la estadística experimental: se sabía que el uso del rebenque firme, apoyado por el talón incansable, producía el trote; si el compañero de adelante podía distraerse hasta el punto de menear talón a su vez, se obtenía un simulacro de galopito espirante, y por fin, el maximum, esto es, un galope normal, de tres cuadras exactas de duración, se alcanzaba por la hábil combinación del rebenque, cuatro talones y una pequeña picana, dirigida con frecuencia   -97-   hacia aquellos puntos que el animal, en su inocencia, había dado muestras de considerar como los más sensibles de su individuo.

Se me dirá, tal vez, que con semejantes elementos, era una verdadera insensatez arrostrar las iras policiales de la partida; pero esa crítica cesará cuando se sepa que los medios de locomoción de nuestros adversarios, eran de una fuerza análoga a aquellos de que disponíamos. Iniciada la persecución, oíamos un ruido confuso de latas y denuestos tras de nosotros; silenciosos, como convenía a hombres que tenían en juego, a más de sus cinco sentidos, todas sus articulaciones, aspirábamos a llegar a los terrenos ya casi neutrales del otro lado del Circo; en general, según cálculo hecho y resultado previsto, rodábamos tres veces antes de llegar allí. Pero sabíamos también que el honorable miembro de la partida a quien tal fracaso sucedía, no conseguía poner en pie su cabalgadura, sino después de media hora de exhortaciones expresivas. -Llegados a campo abierto entre zanjas, arroyos y alambrados, habíamos vencido; porque, echando pié a tierra, abandonábamos la bestia que partía con increíble velocidad   -98-   hacia la Chacarita, mientras nosotros saltábamos un cerco, detrás del cual, por medio de cascotes, rechazábamos con pérdida las cargas efímeras de la caballería enemiga. -Cuando una hora más tarde, el sargento de la partida osaba llegar a nuestro castillo y presentar sus quejas a las autoridades del Colegio, ya éstas habían sido informadas por nosotros de los desafueros que, a causa del proceso pendiente, se habían permitido los seides del juez de paz de Belgrano. El sargento salía corrido y las hostilidades tomaban un carácter feroz.




ArribaAbajo- XXV -

¡Buena, sana, alegre, vibrante aquella vida de campo! Nos levantábamos al alba; la mañana inundada de sol, el aire lleno de emanaciones balsámicas, los árboles, frescos y contentos, el espacio abierto a todos rumbos, nos hacían recordar con horror las negras madrugadas del Colegio, el frío mortal de los claustros sombríos, el invencible fastidio de la clase de estudio. En la Chacarita   -99-   estudiábamos poco, como era natural; podíamos leer novelas libremente, dormir la siesta, salir en busca de camuatis y, sobre todo, organizar con una estrategia científica las expediciones contra los Vascos.

Los «Vascos» eran nuestros vecinos hacia el Norte, precisamente en la dirección en que los dominios colegiales eran más limitados. -Separaba las jurisdicciones respectivas un ancho foso, siempre lleno de agua y de bordes cubiertos de una espesa planta baja y bravía.

Pasada la zanja, se extendía un alfalfar de una media cuadra de ancho, pintorescamente manchado por dos o tres pequeñas parvas de pasto seco. Más allá, ¡el jardín de las Hespérides, los campos Elíseos, el Edén, la Tierra Prometida! Allí, en pasmosa abundancia, crecían las sandías, robustas, enormes, cuyo solo aspecto apartaba la idea de la caladura previsora; la sandía ajena, vedada, de carne roja como el lacre, el cucurbita citrullus famoso, cuya reputación ha persistido en el tiempo y el espacio; allí doraba el sol esos melones de origen exótico, redondos, incitantes en su forma ingénita de tajadas, ¡los melones exquisitos,   -100-   de suave pasta perfumada y de exterior caprichoso, grabado como un papiro egipcio! No tenían rivales en la comarca y es de esperar que nuestra autoridad sea reconocida en esa materia. Las excursiones a otras chácaras nos habían siempre producido desengaños; la nostalgia de la fruta de los vascos nos perseguía a todo momento y jamás vibró en oído humano, en sentido menos figurado, el famoso verso de Garcilaso de la Vega.

Pero debo confesar que los «Vascos» no eran lo que en el lenguaje del mundo se llama personajes de trato agradable. Robustos los tres, ágiles, vigorosos y de una musculatura capaz de ablandar el coraje más probado, eternamente armados con sus horquillas de lucientes puntas, levantando una tonelada de pasto en cada movimiento de sus brazos ciclópeos, aquellos hombres, como todos los mortales, tenían una debilidad suprema: amaban sus sandías, ¡adoraban sus melones! Dos veces ya los hados propicios nos habían permitido hacer con éxito una razzia en el cercado ajeno, cuando un día...

Eran las tres de la tarde y el sol de enero partía la tierra sedienta e inflamada, cuando, saltando   -101-   subrepticiamente por una ventana del dormitorio donde más tarde debía alojarse el 1.º de Caballería de línea, nos pusimos tres compañeros en marcha silenciosa hacia la región feliz de las frescas sandías. Llegados al foso, lo costeamos hasta encontrar el vado conocido, allí donde habíamos tendido una angosta tabla, puente de campaña no descubierto aún por el enemigo. Lanzamos una mirada investigadora: ¡ni un vasco en el horizonte! Nos dividimos, y mientras uno se dirigía a la izquierda, donde florecía el cantaloup, dos nos inclinamos a la derecha, ocultando el furtivo paso por entre el alfalfar en flor. Llegamos, y rápidos buscamos dos enormes sandías que en la pasada visita habíamos resuelto dejar madurar algunos días aún. La mía era inmensa, pero su mismo peso me auguraba indecibles delicias.

Cargué con ella y cuando bajé los ojos para buscar otra pequeña con que saciar la sed sobre el terreno... un grito, uno solo, intenso, terrible, como el de Telémaco que petrificó el ejército de Adrasto, rasgó mis oídos. -Tendí la mirada al campo de batalla: ya la izquierda, representada   -102-   por el compañero de los melones batía presurosa retirada. De pronto, detrás de una parva, un vasco horrible, inflamado, sale en mi dirección, mientras otro pone la proa sobre mi compañero, armados ambos del pastoril instrumento cuyo solo aspecto comunica la ingrata impresión de encontrarse en los aires, sentado incómodamente sobre dos puntas aceradas que penetran...

¡Cómo corría, abrazado tenazmente a mi sandía! ¡Qué indiferencia suprema por la gorra ingrata que me abandonó en el momento terrible, quedando como trofeo sobre el campo enemigo! Y, sobre todo, ¡cuán veloz me parecía aquel vasco, cuyo respirar de fuelle de herrería creía sentir rozarme los cabellos! Volábamos sobre la alfalfa: ¡qué larga es media cuadra!

Un momento, cruzó mi espíritu la idea de abandonar mi presa a aquella fiera para aplacarla. -Los recuerdos clásicos me autorizaban; pensé en Medea, en Atalanta, pensé en los jefes de caballería que regaban el camino de la retirada con las prendas de su apero; pensé... ¡No! ¡era una ignominia! Llegar al dormitorio y decir:   -103-   «¡me ha corrido el vasco y me ha quitado la sandia!» ¡Jamás! Era mi escudo lacedemonio: ¡vuelve con él o sobre él!

Instintivamente había tomado la dirección del vado; pero el vasco de mi compañero, por medio de una diagonal, habría llegado antes que yo, y debo declarar que, a pesar de la persecución personal del mío, los tres vascos me eran igualmente antipáticos. -¡Marché de cara al sol! como el Byron de Núñez de Arce. Mi agilidad proverbial, aumentada por las fatigas diarias del rescate, había brillado en aquella ocasión; así, cincuenta pasos antes de llegar al foso, mi partido estaba tomado. Puse el corazón en Dios, redoblé de ligereza y salté... Una desagradable impresión de espinas me reveló que había salvado el obstáculo; pero ¡oh dolor! ¡en el trayecto se me había caído la sandía, que yacía entre las aguas cenagosas del foso!

Me detuve y observé a mi vasco: ¿daría el salto? Lo deseaba, en la seguridad de que iría a hacer compañía a la sandía. Pero aquel hombre terrible meditó, y plantándose del otro lado de la zanja, apoyado en su tridente, empezó a injuriarme   -104-   de una manera que revelaba su educación sumamente descuidada. Escapa a mi memoria si mi actitud en aquellas circunstancias fue digna; sólo recuerdo que en el momento en que tomaba un cascote, sin duda para darle un destino contrario a los intereses positivos de mi vasco, vi a mis dos compañeros correr en dirección a las casas y al vasco de los melones despuntar por el vado y dirigirse a mí. -De nuevo en marcha precipitada, ¡pero seguro ya del triunfo!...

Eran las tres y media de la tarde y el sol de enero partía la tierra sedienta e inflamada, cuando, con la cara incandescente, los ojos saltados, sin gorra, las manos ensangrentadas por los zarzales hostiles, saltamos por la ventana del dormitorio. Me tendí en la cama y, mientras el cuerpo reposaba con delicia, reflexioné profundamente en la velocidad inicial que se adquiere cuando se tiene un vasco irritado a retaguardia, armado de una horquilla.



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ArribaAbajo- XXVI -

Viene a mi memoria, envuelto entre los recuerdos de la Chacarita, el de uno de mis condiscípulos, tipo curiosísimo que en aquellos tiempos felices, ignorantes aún de los encuentros grotescos que nos proporcionaría el mundo, clasificábamos alternativamente con los nombres de «el loco Larrea» o «el loro Larrea». Queda entendido que he alterado su verdadero apellido, pues ignoro si vive aún, en cuyo caso tal vez no le sería grato figurar en estas páginas, a la manera de un coleóptero de museo. -Era riojano; aunque de gran estatura, su cuerpo, sea por falta de armonía ingénita, sea por el corte de sus jacquets amplios, sin la menor curva en la espalda, presentando una línea recta geométrica desde el cuello hasta el ribete del faldón, ofrecía un conjunto tan desgraciado como insípido. -La cara de Larrea era una obra maestra. -En primer lugar, aquel rostro sólo se conservaba a costa de incesante lucha contra la cabellera, tupida y alborotada, pero eminentemente invasora. No puedo recordar   -106-   la fisonomía de Larrea sin el arco verdoso que coronaba su frente estrecha, precisamente en la línea divisoria del pelo y el cutis libre. Era un depilatorio espeso, de insoportable olor, que Larrea se aplicaba, con una constancia benedictina, todas las noches, a fin de evitar los avances capilares de que he hecho mención. Pero Larrea sostenía que esa pasta era completamente ineficaz, a lo que alguno de los compañeros replicaba que era natural no ejerciera influencia sobre sus pelos de calabrote, habiendo sido fabricada para hacer desaparecer el ligerísimo duvet del brazo de las damas, según cantaba el prospecto. Tal así, no se echa abajo un bosque de ñandubays con la ligera hoz que derriba los trigales. -La nariz de Larrea presentaba esa forma arquitectónica que la envidia humana ha clasificado de ñata5; más abajo, de Este a Oeste, abarcando los límites visibles, se desenvolvía la boca de Larrea, siempre entreabierta, sin duda para dar ventilación a sus dientes como teclas de piano viejo, en color y dimensión.

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Larrea hablaba sin reposo, a todas horas, con todo motivo, lo que le había valido el ya mencionado calificativo de loro. Pero cuando llegó a la Chacarita, notamos, alarmados, que aquella facundia inagotable había cesado y que Larrea, hosco, huraño, evitaba los juegos, los placeres comunes, no comía y pasaba todo el día tendido en su cama, en la que nos parecía oír durante la noche suspiros enormes como resoplidos de buey.

¡Larrea amaba! Una tarde me confió que había entregado su corazón a una beldad cruel que no quería apercibirse del fuego que lo consumía. Me pidió que no me burlara de él, porque era un asunto serio, que le tocaba de cerca lo más íntimo del alma. Alentado por mi cara de confidente de tragedia, de aquellos únicamente admitidos en la escena para dar la réplica corta y hábil que motiva una nueva tirada del héroe, Larrea llegó hasta leerme versos. -Por fin, supe que el objeto de su pasión era una niña, hija de una modesta familia que habitaba a veinte cuadras de la Chacarita. ¡Ya lo creo! Era una chinita deliciosa de diez y ocho años, de carita   -108-   fresca y morena, de grandes ojos negros como el pelo, sin más defecto que aquel pescuezo angosto y flaquito que parece ser el rasgo distintivo de nuestra raza indígena. Todos la conocíamos y más de uno hacía frecuentes pasadas a pié y a caballo, por delante de aquel rancho, animado por locas esperanzas.

Animé a Larrea cuanto pude, le di mis consejos (porque los porteños éramos censés de ser tenorios consumados) y por fin, me anunció un día que había hecho relación con la familia y que habían organizado, de acuerdo, un baile para el sábado próximo, baile al que debíamos concurrir siete u ocho de nosotros, siempre que nos hiciéramos preceder por algunas libras de yerba y azúcar, algunas botellas de cerveza y ginebra, etc. Larrea me abandonaba la elección de los convidados y me pedía los acompañara al sitio de la fiesta, donde él se encontraría desde la primera hora.

Como se comprende, era necesario escaparse.

Comuniqué la nueva a Eyzaguirre, candidato nato a una partida semejante, avisé también al cojo Videla, uno de los muchachos más buenos y traviesos que he conocido; y -como habíamos   -109-   tenido tiempo de prepararnos-, el sábado a las 9 de la noche, dejando cada uno en la cama respectiva (felizmente no estaban todas en el mismo cuarto) un muñeco con una peluca de crin, nos pusimos silenciosamente en marcha, a través de los potreros, llenos de un loco entusiasmo y forjando conquistas a millares.




ArribaAbajo- XXVII -

Larrea estaba va allí. Ebrio de gozo, radiante dentro de su jacquet rectilíneo, había tomado la dirección de la fiesta y servía de bastonero con toda gravedad. Fuimos introducidos, agasajados, y pronto, al compás de la orquesta, limitada a una guitarra y un acordeón (los esfuerzos para obtener un órgano habían sido vanos) nos hundimos en un océano de valses, polkas y mazurkas, pues las damas se negaban a una segunda edición de la primera cuadrilla, que, a la verdad, había permitido al cojo Videla desplegar calidades coreográficas desconocidas y que después supimos habían sido inspiradas por una representación   -110-   de Orfeo con que se había regalado en una noche de escapada.

Después de cada pieza, obsequiábamos naturalmente a las damas con un vaso de cerveza, acompañándolas con una frecuencia alarmante para el porvenir. Larrea irradiaba de contento; había recitado sus versos, prometido otros y nos dejaba entrever que una cita flotaba en lo posible. Un gaucho viejo, (¡lo veo aún!) con una larga barba canosa, el sombrero en una mano y un vaso en la otra, gozaba como un bienaventurado desde la puerta donde se apoyaba. -De tiempo en tiempo, cuando nos lanzábamos a un vals o una polka y que, obedeciendo a las necesidades de la armonía, llevábamos oprimidas a las compañeras, oíamos la voz alegre del viejo que repetía varias veces:

-¡Que se vea luz, caballeros!

La fiesta estaba en su apogeo y el italiano del acordeón, despreciando profundamente a su acompañante de la guitarra, hacía maravillas de ejecución, bajo ritmos caprichosos y excéntricos que llegaban vagamente a nuestros oídos, pues hacía rato que bailábamos al compás de una música   -111-   interior, cuando, después de haber oído el galope de un caballo, vimos aparecer a uno de los condiscípulos de la Chacarita en la puerta del rancho, con la fisonomía pálida que debía tener Daniel al entrar de una manera tan intempestiva en la sala del festín de Baltasar.

-¡Muchachos, los han pillado! El celador me ha dicho que los busque y que si dentro de media hora no están en el dormitorio, va a dar cuenta al vicerrector.

Todo esto, entrecortado por la fatigosa respiración. El buen compañero había robado uno de los caballos del quintero y por hacernos un servicio se había puesto en camino por entre barriales espantosos, pues los últimos días había llovido copiosamente. No había tiempo que perder y era necesario ponernos en marcha sin demora. -El viejo nos ofreció su caballo, cuyas formas aéreas revelaban una dieta de treinta y seis horas por lo menos; se lo aceptamos agradecidos y tratamos de organizar la partida. -Éramos siete en todo; dos treparon en ancas del compañero que nos había traído el aviso, después de darle tiempo a que absorbiera una botella de   -112-   cerveza íntegra -y los otros cuatro procuramos arreglarnos sobre el caballo del viejo que a todo trance pedía luz, como Goethe moribundo. -Larrea, por darse tono delante de la chinita y sosteniendo que conocía una senda por donde nos llevaría sin embarrarnos, tomó la dirección, colocándose gravemente en la cruz. Detrás de él, un condiscípulo sumamente grueso, en seguida Eyzaguirre y allá, al fondo, en el remoto extremo, precisamente en aquel plano inclinado que parece una invitación a resbalarse por la cola, yo, prendido de Eyzaguirre, como un mono de una reja.

Cuando emprendimos la marcha, el dueño de casa, la novia de Larrea, las niñas todas, el gaucho viejo, hasta el italiano del acordeón, reían a carcajadas. Contestamos alegremente y fue en ese momento que hice dos descubrimientos, de orden diferente, que me alarmaron: aquel caballo no tenía anca, sino un techo de media agua por lomo, de filoso mojinete, ¡y Larrea poseía una mona gigantesca!



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ArribaAbajo- XXVIII -

La noche era oscura y amenazaba llover; encandilados aún, no sabíamos dónde estábamos, ni qué dirección habíamos tomado; si nuestro raciocinio no hubiera sido alterado por causas conocidas, la seguridad impasible con que Larrea dirigía la bestia, nos habría estremecido. -Se me había encargado castigar, pues, según las tradiciones recibidas, el foguista era siempre el del anca; hice presente que no había sujeto pasivo, por cuanto mis golpes se perdían en el aire y propuse nos limitáramos, en las circunstancias, al sistema del talón.

Aceptado el procedimiento, seguimos la marcha en las tinieblas; yo me sentía resbalar, resbalar sin descanso; aquel animal tenía en la punta de la cola algo que me atraía. En mi desesperación, me aferraba a Eyzaguirre, quien me observaba a menudo que debía limitarme a agarrarlo de la ropa, no encontrando plausible, como me lo declaró terminantemente, que mis dedos apretaran, a guisa de género, una sección   -114-   de la parte carnosa que la naturaleza había previsoramente superpuesto a sus costillas. -El compañero gordo bufaba, oprimido entre Eyzaguirre y Larrea, y éste, sin cesar de hablar, protestando que nadie conocía el camino como él, aventuraba una que otra qua sobre la osteología de aquel animal.

No veíamos a dos dedos de distancia y los compañeros del otro grupo habían desaparecido, sin duda por la sencilla razón de haber tomado el buen camino. -Habíamos conseguido -¡el cielo sabe a costa de qué esfuerzos y sufrimientos! -hacer tomar el trote a nuestra montura, cuando de pronto me sentí en el suelo, con todo el volumen de Eyzaguirre encima. Un choque se había producido y jinetes y caballos habían venido por tierra. -«¡No es nada, es un alambrado!»

Era la voz de Larrea, que estaba ya montado y nos invitaba a hacer otro tanto. Tratamos duramente el pobre conductor, que nos anunció estar ahora seguro del camino, y, un tanto mohínos y maltrechos, emprendimos de nuevo la marcha.

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No habíamos andado media cuadra, cuando un grito sofocado de Larrea me hizo apercibir que me encontraba literalmente a babuchas de Eyzaguirre, quien, a su vez, aplastaba al gordo, que, entre gemidos, estaba tendido a lo largo sobre algo informe que se debatía en el barro y que un ligero examen posterior reveló ser el cuerpo de Larrea. Habíamos caído en una zanja; el caballo, perdiendo el pié, se fue de boca, Larrea salió por sobre las orejas como una flecha del canal de una arbaleta, el gordo siguió la ley de la atracción y Eyzaguirre, no menos rápido en el descenso, me arrastró a la confusa masa. Había por lo menos dos pies de barro; cuando salí y Eyzaguirre y el gordo se pusieron en pié, nos precipitamos todos a sacar a Larrea, que no hablaba. Todas las soluciones de continuidad de su cara estaban revocadas por un lodo espeso y negro. Fue necesario sacudirlo, lavarle el rostro con la última botella de cerveza que el gordo no había soltado en la catástrofe y sacarle el jacquet rectilíneo que pesaba dos arrobas.

Entonces emprendimos a tanteo, a pié y en el horror de la profunda noche, aquella marcha   -116-   legendaria, inaudita, en la que las zanjas eran endriagos, las tunas vestiglos y los ruidos de los insectos nocturnos coros de Korríganos y Kobolds. -Puck andaba por allí; nos parecía oír su risa silenciosa entre las brumas, confundiéndonos los rumbos y gozando a cada traspiés de la errante caravana... El caballo había quedado en la zanja para siempre. ¡Adiós las largas y melancólicas estadías en el palenque de la pulpería! ¡Adiós la marcha vacilante de la noche, cuando su dueño oscilaba como un péndulo sobre el recado! ¡Una ligera perturbación en la línea del pescuezo le había hecho encontrar el reposo eterno! ¡Sea leve su recuerdo a la conciencia de Larrea!

Por fin, a las primeras claridades del alba, al canto de los gallos matinales, el cuerpo exhausto y rendido, el alma agriada contra la pasión dantesca de Larrea, penetramos en nuestros cuartos y nos ayudamos fraternalmente a sacarnos la ropa. Sólo una bota de Eyzaguirre, con una tenacidad irritante, se resistió al empuje colectivo y es fama que diez horas más tarde solamente, soltó su presa, vencida por la operación cesárea.



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ArribaAbajo- XXIX -

Como escribo sin plan y a medida que los recuerdos vienen, me detengo en uno que ha quedado presente en mi memoria con una clara persistencia. Me refiero al famoso 22 de abril 1863, en que crudos y cocidos estuvieron a punto de ensangrentar la ciudad, los cocidos por la causa que los crudos hicieron triunfar en 1880 y recíprocamente. Yo era crudo y crudo enragé Primero, porque mis parientes los Varela, uno de los cuales, Horacio, era como mi hermano mayor, tenían esa opinión, según leía de tiempo en tiempo en la «Tribuna» -y en segundo lugar, porque la mayor parte de los provincianos eran cocidos. -Queda entendido que yo me daba una cuenta muy vaga de mi manera de pensar, pero como había tenido que sostener mis opiniones a moquetes más de una vez, la convicción había concluido por arraigarse en mi espíritu.

El día citado, había una excitación fabulosa en el Colegio; después de muchas tentativas infructuosas, conseguimos escaparnos dos o tres   -118-   y nos instalamos en la calle Moreno. Fue allí donde presencié por primera vez en mi vida un combate armado entre dos hombres, que me hizo el mismo efecto que más tarde sentí en una corrida de toros, de la que salió mal herido el primer espada. -Los dos combatientes eran hombres del pueblo y estaban armados, uno de una daga formidable, mientras el otro manejaba con suma habilidad un pequeño cuchillo que apenas conseguíamos ver, tal era el movimiento vertiginoso que le imprimía. -Mi primera intención fue huir; pero tuve vergüenza, porque uno de mis compañeros, que tenía fama de bravo en el Colegio, se había acercado, por el contrario, para presenciar más cómodamente la lucha. -Duró poco tiempo, porque la habilidad triunfó de la fuerza y el hombre de la gran daga, dando un grito desgarrador, cayó al suelo con el vientre abierto de un enorme tajo. -El heridor huyó; yo debía estar muy pálido, porque recuerdo que durante un mes, el grito del caído vibró en mi oído.

Pronto nos mezclamos con unos hombres que traían un pañuelo al cuello y que habían desalojado   -119-   a un pequeño grupo de cocidos que estaban cerca de la confitería del «Gallo». -Pero el rumor de lo que pasaba dentro, nos hacía arder por penetrar en el recinto de la Legislatura. ¡Imposible!

Entonces, de común acuerdo y comprendiendo que era allí donde se desenvolvían las escenas más interesantes, resolvimos reingresar al Colegio y llegar a la Legislatura por las azoteas. Lo hicimos así y a favor del tumulto que entre los claustros se notaba, ganamos el techo y como gatos nos corrimos hasta dominar el patio de la Legislatura.

Al primero que vi, fue a Horacio Varela, tranquilo, sonriendo y apoyado en sus muletas. Así que me conoció, me pidió fuera inmediatamente a su casa a avisar a la familia que no volvería hasta tarde, que no temieran, etc. -«Pero no puedo salir, Horacio; no me dejan». La verdad era que había trabajado tanto por llegar a mi punto de observación y esperaba que en aquel patio tuvieran lugar cosas tan memorables, que lanzaba ese pretexto, harto plausible, para quedarme allí. -«¡Un estudiante a quien no dejan salir, pobrecito! ¿Entonces ustedes ya no saben escaparse?».   -120-   -Yo habría podido contestar que lo hacía con una frecuencia que me ponía a cubierto de semejante reproche; pero preferí la acción y desaparecí. -Me escapé con éxito, corrí a casa de Horacio, tranquilicé la familia, volví al Colegio y jadeante, extenuado, ocupé nuevamente mi sitio de observación, de donde di cuenta a Horacio de mi comisión. -En ese momento, un gran número de diputados salieron al patio; muchos abrazaban a un hombre calvo, de muy buena cara, con una gran barba negra, el cual, después, supe había sido miembro informante, desplegando una serenidad de ánimo admirable. -Era el doctor don Manuel Arauz a quien debíamos todos tener tanto cariño bajo el apodo afectuoso de «viejo Laguna».

Cuando leo en la historia la narración del entusiasmo ardiente de los estudiantes en la Politécnica y la Normal en 1815 y 1830, el arranque impetuoso de los estudiantes españoles en la guerra de la Independencia, abandonando Salamanca para unirse al Empecinado, a don Juan Porlier, al cura Merino etc., el heroísmo de los jóvenes alemanes en 1813 y 1814, brotando de los subterráneos de la Tugendbund para caer en los campos de Leipzig,   -121-   de la muerte gloriosa de Koerner, cuando leo esos rasgos, me los explico perfectamente. -Hay en los claustros un ansia de acción indescriptible; la savia hirviente de la juventud irrita la sangre, empuja, excita, enloquece. Se sueña con grandes hechos; la lucha enamora, porque implica la libertad.

También nosotros formamos parte de las gloriosas filas del batallón Belgrano que fue a ofrecer su sangre y a pedir un puesto en la vanguardia al General Mitre, al estallar la guerra del Paraguay. Yo fui soldado del doctor don Miguel Villegas: era cuanto podía exigirse de mi patriotismo, servir a las órdenes de un profesor de la Universidad, ¡que enseñaba filosofía por Balmes y Gérusez!




ArribaAbajo- XXX -

Es tiempo ya de dar fin a esta charla, que me ha hecho pasar dulcemente algunas horas de esta vida triste y monótona que llevo. -Pero al concluir, me vienen al espíritu los últimos   -122-   tiempos pasados en la prisión claustral, cuando ya la adolescencia comenzaba a cantar en el alma y se abría para nosotros de una manera instintiva, un mundo vago, desconocido, del que no nos dábamos cuenta exacta, pero que nos atraía secretamente. No nos lo confesábamos al principio unos a otros; la vida de reclusión, las lecturas disparatadas y sin orden, el alejamiento de la familia, de la sociedad y, sobre todo, cierto prurito de estudiantes, nos inclinaban a un escepticismo amargo y sarcástico, ante el cual no había nada sagrado. -Éramos ateos en filosofía y muchos sosteníamos de buena fe las ideas de Hobbes. -Las prácticas religiosas del Colegio no nos merecían siquiera el homenaje de la controversia; las aceptábamos con suprema indiferencia.

En una confesión general, sin embargo, tuve la veleidad de resistirme. Obligado a ir al confesonario, dije abiertamente al sacerdote que estaba tras la reja, que no creía una palabra de esas cosas y que, por lo tanto, era de su deber no obligarme a mentir. El confesor dio cuenta inmediatamente, fui llamado, insistí y recogí por premio de mi lealtad de conciencia, pasar en el encierro   -123-   los tres días de comilonas y huelga que sucedían a la comunión.

Al año siguiente, mis ideas se habían hecho más prácticas; nos reunimos unos cuantos y confeccionamos una lista de pecados abominables, estupendos, en que figuraba todo el repertorio de un libro de examen de conciencia que nos habían dado para prepararnos. -Nos dieron unas penitencias atroces, como ser levantarnos a media noche en invierno y salir desnudos al claustro, arrodillarnos sobre las losas y rezar una hora; esto, durante tres meses. A buen seguro que, en caso de obediencia, la pulmonía habría dado bien pronto cuenta de nosotros. -Pero aquí quiero hacer una declaración sincera que pinta bien esos escepticismos primaverales. Llegado el día de la comunión, que se hacía con gran pompa en el altar mayor, fui obligado a ir a hincarme con tres o cuatro compañeros y a esperar mi turno.

Un resto de altivez intelectual, una reacción violenta dentro de mí mismo, me hizo considerar una repugnante apostasía de mis ideas y una burla indigna de la religión, aceptar aquello. Así, cuando   -124-   el sacerdote se inclinó sobre mí, le miré bien en los ojos y le dije quedo: «paso, padre». Hizo un ligero movimiento de sorpresa; pero cuando se reincorporó, yo ya me había dado vuelta y salido de la fila, llevando el pañuelo en la boca, como si realmente hubiera recibido la hostia. No me delató.

En ese acto, lo repito, había un fondo de respeto por la fe ajena, por la religión misma. He evitado siempre en lo posible entrar en las iglesias, porque, no teniendo la fortuna de creer, me habría sido imposible, sin un esfuerzo insoportable e hipócrita, conservar una actitud, más que respetuosa, recogida. En Italia mismo, donde las iglesias son galerías artísticas (no he visto nunca una sala de baile mas elegante y lujosa que San Pablo en Roma) no penetraba en ellas durante las horas de oficio.



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ArribaAbajo- XXXI -

Pero la juventud venía y con ella todas las aspiraciones indefinibles. -La música me cautivaba profundamente. -Recuerdo las largas tardes pasadas mirando tristemente las rejas de nuestras ventanas que daban a la libertad, a lo desconocido, y oyendo a Alejandro Quiroga tocar en la guitarra las vidalitas del interior, los tristes y monótonos cantos de la campaña y las pocas piezas de música culta que conocía. Aún hoy me pasa algo curioso que, en ciertos momentos, me lleva irresistiblemente a aquellos tiempos. Una tarde, Alejandro se puso a tocar, sentado en su cama, una marcha lenta y plañidera, pero de un ritmo marcado y cariñoso al oído. Yo me había colocado en el borde de la ventana, aprovechando la última luz del día, para continuar la lectura de la «Conquista de Granada», de Florián, que me tenía encantado. Había llegado en ese instante al momento en que Boabdil se despide con los ojos arrasados en lágrimas, desde lo alto de una colina, de la dulcísima ciudad de los mármoles   -126-   y las fuentes, los amores y los perfumes. Me pareció que la música que llegaba a mis oídos era la voz misma del infortunado monarca y di a aquella melodía sollozante el nombre de «El adiós del rey moro», que Alejandro le conservó. Más tarde, hoy mismo, cada vez que en un libro encuentro una referencia al mísero fin de la dominación árabe en España, los acordes de la marcha pesarosa cantan en mi memoria. -Así se explica esa preferencia llena de misterio que algunos hombres sienten por ciertos trozos de música, indiferentes para los demás. Los han oído por primera vez en un momento especial, la impresión se ha confundido con todas las que entonces se grabaron en el alma y por una afinidad íntima y secreta, una sola fibra que se estremezca en un rincón de la memoria, despierta a todas aquellas con que está ligada. Un hombre, sentado al piano, puede rehacer, para él solo, toda la historia de su vida moral, haciendo brotar del teclado una serie de melodías, escalonadas en sus recuerdos...



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ArribaAbajo- XXXII -

Sentíamos también necesidad de cariño; las mujeres entrevistas el domingo en la iglesia, los rostros bellos y fugitivos que alcanzábamos a vislumbrar en la calle, desde nuestras altas ventanas, por medio de una combinación de espejos, nos hacían soñar, nos hundían en una preocupación vaga e incierta, que nos alejaba de los juegos infantiles del gimnasio, de las viejas y pesadas bromas de costumbre. Las amistades se habían estrechado y circunscrito y solíamos pasar las horas muertas, haciéndonos confidencias ideales, fraguando planes para el porvenir, estremeciéndonos a la idea de ser queridos como lo comprendíamos y por una mujer como la que soñábamos. -Por primera vez en estas páginas, nombro a César Paz, mi amigo querido, aquel que me confiaba sus esperanzas y oía las mías, aquel hombre leal, fuerte y generoso, bravo como el acero, elegante y distinguido, aquel que más tarde debía morir en el vigor de la adolescencia por uno de esos caprichos absurdos del   -128-   destino, ¡que arrancan del alma la blasfemia profunda!...

¡Qué vida de agitación! ¡Qué pesado era el libro en nuestros manos y qué envidia se levantaba en el corazón por el estudiante libre de la Universidad, tan despreciado antes y que hoy veíamos pasar, con el corazón sombrío, radiante en su elegancia, en sus trajes, en la incomparable soltura de sus maneras!

Porque empezábamos tristemente a conocernos. La mayor parte de nosotros éramos pobres y nuestras madres hacían sacrificios de todo género por darnos educación. Muchas veces nuestras ropas eran cosidas por sus propias manos y por muchos años hemos ostentado sacos como bolsas y el clásico jacquet crecedero, aquel que, despreciando el efímero presente, sólo tiene en vista el porvenir. -Pero ¿qué nos importaba? Éramos filósofos descreídos y un tanto cínicos, nos revolcábamos en el gimnasio, y el eterno botín de doble suela, ancho y largo, nos permitía correr como gamos en el rescate. Usábamos el pelo largo y descuidado, teníamos, en fin, esa figura desgraciada del muchachón de quince años, que empieza   -129-   a salir de la infancia, sin llegar a la virilidad. Éramos, con todo, felices y despreocupados.




ArribaAbajo- XXXIII -

Pero los diez y ocho años se acercaban. Los días de salida hacíamos esfuerzos inauditos por arreglarnos lo mejor posible, abandonando muchas veces la empresa con desaliento, vencidos por la exigüidad del guardarropa. -¡Qué amarguras, qué sufrimientos, aquellos domingos a la noche, cuando, al volver al Colegio, pasábamos frente a los teatros y veíamos en el peristilo una multitud de jóvenes, algunos conocidos nuestros, los externos felices, bien vestidos, con sus guantes flamantes y saludando con una gracia, para nosotros insuperable, a las bellas damas que venían al espectáculo!

En cuanto a mí, recordaba bien que de los ocho a los doce años, no había faltado casi una noche a la Opera; mi padre me llevaba siempre consigo. Era, pues, un dilettanti de raza y tradición; Tamberlik me había acariciado y la incomparable   -130-   Mme. Lagrange, aquella artista con un corazón a la Malibran, se había entretenido en hacerme charlar durante los entreactos en su camarín, adonde solía llevarme mi hermano Jacinto. -Y hoy, que era hombre, que podía apreciar todas aquellas bellezas que habían encantado a mi padre y que flotaban en mi memoria como una nube, ¡tenía que volverme triste y solo al Colegio, dando la espalda al mundo de la luz!

Una noche no pude resistir al pasar frente a Colón; vi entrar a un pariente amigo con su familia; comprendí que tenía un palco donde meterme medio escondido y tomando mi entrada, penetré bravamente, un poco pálido, por la convicción profunda de que todo el mundo me observaba.

El pariente tenía felizmente un palco bajo y oscuro de la ochava; llamé, me resistí con energía a las sillas de adelante y acurrucándome en el fondo, lancé una mirada investigadora a la platea. Yo sabía que el vicerrector era un melómano decidido; en efecto, a poco lo descubrí en las tertulias. De un lado, cierta irritación por su presencia, mientras nos confinaba, en el claustro   -131-   tan cruelmente, y de otro, el temor que me descubriese, me agitaron un momento. Pero bien pronto todo eso desapareció y la luz, la música, ese curioso y penetrante ambiente de los teatros de buen tono, la proximidad de una criatura idealmente bella, que estaba en el palco, sus ojos dulces como un pedazo de cielo, su voz tímida y armoniosa, aquel color diáfano, transparente, sombreado a cada instante por un tenue velo de púrpura, esa emanación exquisita de la pureza, de la inocencia y de la gracia, que subyuga en todas las edades, todo, en un encanto misterioso, se apoderó de mí por completo. Quince años han pasado sobre mi cabeza desde aquella noche, quince años bien llenos y agitados; pasarán veinte más y no perderé ese recuerdo suave y melancólico, que trae a mi alma la impresión fresca de las primeras emociones puras de mi juventud. -Sonrío a veces al recordar mi idilio adolescente, los entusiasmos de mi espíritu, ese estado de sensibilidad enfermiza, la necesidad imperiosa que sentía de hacer versos, mi desesperación por no poder medir una cuarteta, las páginas enteras desgarradas con desaliento, las cartas ideales, que jamás debían llegar   -132-   a su destino, ¡en las que derramaba todos mis sueños y esperanzas! La veía en todas partes, en todas la buscaba. Me parecía inútil obtener su cariño; el mío me bastaba, me elevaba, me daba intensidad al espíritu, fuerza a la voluntad, brillo a la imaginación, nobleza al corazón. Cambié de carácter; fui dulce, afable, perdí la ironía amarga con los compañeros, dejé en paz los ridículos ajenos; me observaba, me corregía, me mejoraba...

De nuevo sonrío a través de los años, ¡pero quisiera volver a esas horas incomparables, a esa explosión de la savia, trepando al árbol al son de los cantos primaverales y desenvolviéndose en hojas, en flores, en perfumes! ¡Quisiera volver a amar como amé entonces y como sólo entonces se ama, puro el corazón, celeste el pensamiento!...

Todo pasó en el rápido correr del tiempo; pero la figura deliciosa, a la que los años han circundado de esa atmósfera vaporosa que da Murillo a sus vírgenes, queda fija allá en el pasado, cerniéndose al principio de la ruta, como una luz ideal...



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ArribaAbajo- XXXIV -

Hay que caer a la tierra y recordar que, de una u otra manera, tenía que entrar en el Colegio. -Poco antes del último acto salí, corrí a la puerta que da sobre el atrio de San Ignacio, me saqué el paletot, golpeé fuerte y cuando el viejo portero preguntó quién era, imité la voz del vicerrector y una vez la puerta abierta, abatí la vela que el cerbero traía en la mano con un golpe de mi sobretodo, le eché una zancadilla que dio con él en tierra y, antes que volviera de la sorpresa, ya corría yo por esos claustros como una exhalación.

Pero la hora había sonado para mí. Los castigos me irritaban, las consejos me ponían en un estado de nervios insoportable; no podía continuar en el Colegio. Pasaba los días enteros ideando medios para escaparme, a veces con riesgo de la vida, como cuando nos deslizábamos, con un compañero fiel, por una cuerda flotante que los albañiles dejaban durante la noche en el edificio que se construía entonces en la calle Moreno. -Los exámenes estaban encima y no abría   -134-   un libro. Había perdido la emulación por completo; las glorias de clase me parecían ridículas y no habría dado un paso por recuperar el puesto de honor al que estaba habituado y que sentía escapárseme de entre las manos. -Al fin triunfé, y una mañana radiante se me abrieron para siempre aquellas puertas, en cuyos umbrales hubiera entonces sacudido mi planta como el númida.

Y sin embargo ¡cuántas cosas dejaba allí dentro! Dejaba mi infancia entera, con las profundas ignorancias de la vida, con los exquisitos entusiasmos de esa edad sin igual, en la que las alegrías explosivas, el movimiento nervioso, los pequeños éxitos, reemplazan la felicidad, ¡que mas tarde se sueña en vano!

Abandonaba el Colegio para siempre y abriendo valerosamente las alas, me dejaba caer del nido, en medio de las tormentas de la vida.



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ArribaAbajo- XXXV -

Muchos años más tarde, volví a entrar un día al Colegio; a mi turno, iba a sentarme en la mesa temible de los examinadores. Al cruzar los claustros, al ver mi nombre al pie de algunos dibujos que aún se mantenían fijos en la pared, con sus modestos cuadros negros; al pasar junto a mi antiguo dormitorio, teatro de tantas y tan renombradas aventuras; al cruzar frente a la puerta sombría del encierro, que por primera vez recibió una mirada cariñosa de mis ojos; al ver el grupo de estudiantes, tímidos, callados, que en un rincón procuraban penetrar mi alma y leer en mi cara sus futuras clasificaciones; al estrechar la mano de mis compañeros de hoy, mis maestros de otro tiempo; al respirar, en una palabra, aquel ambiente que había sido mi atmósfera de cinco años, sentí una impresión extraña, grata y dulce y una vaga melancolía me llevó por un momento a vivir la vida del pasado.

Me lancé a todos los viejos rincones conocidos y al pasar, bajo las bóvedas del claustro, se   -136-   levantaban mis recuerdos, obedientes a una evocación simpática. -Aquí, me decía, el buen Cosson, tan afectuoso, tan justo, nos leía las elegías de Guilbert con un entusiasmo sincero o nos recitaba la tirada de Theramenes sin mirar el libro; aquí fue donde el profesor Rossetti, encantado de mi exposición, me predijo que sería un ingeniero distinguido, si perseveraba en las matemáticas, para las que había nacido; en aquel banco expuse a Puiggari mi deplorable conferencia sobre el iodo, que destruyó todas sus esperanzas de verme convertido en un Lavoisier; en este sitio memorable fui sostenido por M. Jacques, cuando, habiendo sido llamado a dar examen de francés ante el doctor Costa, Ministro de Instrucción Pública, me tocó en suerte traducir a primera vista el «Incendio de Moscou» de monsieur de Ségur y me trabé en descomunal batalla con Larsen, sobre la significación de la palabra tôle; aquí Jacques me dijo que era un imbécil, pero que tenía razón, cuando sostuve ante él, en una discusión con un compañero, que este título de un capítulo de La Bruyère, «Les Esprits forts», no debía traducirse por «Los Espíritus fuertes»; en aquel rincón me batí una tarde con   -137-   denuedo contra un muchacho Arriaza, quien, si bien sacó del combate la nariz demolida y con una forma pintoresca, me dejó ciego por una semana; en este escaño se sentaba mi madre, me tomaba las manos, me acariciaba con sus ojos llenos de lágrimas, me apretaba contra sí, y al fin, cuando la noche caía y era necesario separarnos, me dejaba su alma en un beso... y diez pesos en la mano, que yo corría a convertir en cigarros en la portería; aquí fue donde el padre Agüero pilló al alba a Adolfo Saldías, que volvía de una escapada -y a la luz de la luna que entraba por los cristales del gimnasio, lo hizo arrodillar en el claustro helado y pedir perdón de su delito, mientras yo, con el mate en la mano y tras la puerta entreabierta del dormitorio del anciano, contemplaba el cuadro, poniendo la ausente barba en remojo; he aquí el cuarto famoso donde fue introducida por engaño la sirviente que traía la ropa limpia al mono Latorre, sufriendo las expresivas galanterías de los circunstantes, mientras el referido «mono», amarrado al pié de un lecho, ofrecía el espectáculo confuso de un sátiro enardecido llorando a lágrima viva...

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-Los exámenes van a comenzar, doctor. Sólo a usted se espera.

-Voy al momento.




Arriba- XXXVI -

¡Ah! he aquí el cuarto de Eyzaguirre, aquel informe maremagnum de que éramos pilotos expertos.

En esa ventana asamos una noche memorable las aves robadas en el corral de la despensa, aves sagradas para nosotros y que jamás figuraron en la mesa del refectorio; allí el salón de los exámenes escritos, donde algunos jóvenes valerosos entraban llevando el enorme Ganot distribuido por capítulos en todo el cuerpo y conociendo la topografía del terreno como César los campos de Munda; la fuente me saluda, la fuente de pico recto, la fuente que era necesario conquistar a puñetazos, porque el compañero que esperaba interrumpía a menudo la absorción haciéndola intermitente, por medio de la broma llamada del   -139-   ternero mamón; aquí un condiscípulo querido de todos nosotros, que temíamos no pasara en el examen escrito, nos dio una minuciosa explicación de cómo había repartido sus fuerzas para el combate: en la nuca, entre camisa y camiseta, los capítulos de «La Inteligencia», salvo la «Razón», que, muy bien doblada, se ocultaba bajo el cuello, unida a la corbata por un alfiler; entre el elástico del botín derecho, «La Sensibilidad», formando pendant en el izquierdo «La teoría de las facultades del alma»; en un falso bolsillo del pantalón, «La Voluntad», excepto el «Libre Albedrío» que ocupaba un sitio indigno de su importancia filosófica; y allí, sobre el estómago, a mano, como puñal de misericordia, como recurso extremo, el «Discurso sobre el método», que, bien manejado, es un Proteo multiforme, apto para satisfacer el programa entero...

-Señor doctor, lo están esperando...

-Voy, voy al momento.

¡Cuánta sonrisa en aquellas caras juveniles, si hubieran leído las cosas que ocupaban mi alma y dádose cuenta de las impresiones bajo las cuales ocupaba mi silla de examinador!

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Decían las cosas que en otro tiempo yo había dicho; usaban las mismas estratagemas que yo había empleado y se lanzaban a cuerpo perdido en las partes de la bolilla que les eran conocidas, evitando con una habilidad de pilotos consumados las arcanas secciones no holladas por sus ojos infantiles. ¡Con qué elasticidad el compañero de atrás hacía de mimbre su cuerpo, alargaba el pescuezo como una jirafa y llamando con su auxilio la voz más susurrante, soplaba con coraje! -Yo nada veía, nada quería ver. Mis preguntas envolvían clara y precisa la respuesta cuando el disípulo era flojo, y con una sonrisa animadora, impulsaba a desenvolver sus charla graciosa y ligera al que, habiendo estudiado, quería lucir su ciencia. Ciencia divina, superficial, epicúrea, ciencia de un adolescente griego, explicando a su manera infantil los mitos homéricos, ciencia deliciosa que flota como un sueño en la región de la teoría, borrándose al mes siguiente, ¡porque no tiene la mordiente áspera de la experiencia propia!

Y así pasaba ante mis ojos la filosofía y la historia, serena, olímpica, a la manera de Hesíodo, saliendo de aquellos labios puros, como el reflejo   -141-   de leyendas de otros tiempos, en mundos distintos del que nos rodea. ¡Con qué placer, entre mis examinandos, encontraba un cartaginés endurecido, ardiente admirador de Aníbal, que tal vez había llegado, como yo en las horas pasadas, pesaroso y triste a las páginas de Zama! ¡Cómo sonaba en mi alma el entusiasmo por las cruzadas, y con qué viveza venía a mi memoria el largo discurso de Pedro el Ermitaño, que yo había compuesto en la clase de retórica!... Los muchachos sonreían y corría la voz eléctrica de que yo era un examinador insuperable. ¡No sabían que los habría abrazado a todos y que al más imbécil hubiera dado el maximum con el alma contenta y la conciencia tranquila!

Más tarde, dictaba una cátedra de historia en la Universidad. Muchas veces, al final de mi conferencia, notaba en las caras de mis discípulos, siempre cultos y atentos conmigo, una ligera expresión de cansancio que me contagiaba. Era una época en que vivía agobiado por el trabajo: a más de mi cátedra, dirigía el Correo, pasaba un par de horas diarias en el Consejo de Educación y sobre todo, redactaba «El Nacional», tarea ingrata,   -142-   matadora si las hay. Así, solía llegar a clase fatigado cuando el tema no era interesante, mi palabra salía pálida y difícil. ¡Pero la campana del Colegio nacional estaba allí! Desde el aula la oía fácilmente y a sus primeros ecos, recordaba mis horas de estudiante, el ansioso anhelo por salir de clase, miraba mis alumnos fatigados y cortaba familiarmente la conferencia. En otras ocasiones, el eco de la campana me servía de excitante y si alguna vez salieron mis discípulos contentos, ignoraban que lo debían al vago sonido que me traía los más dulces recuerdos de mi infancia, mis ambiciones de estudiante, mi esfuerzo por ocupar el primer puesto y la memoria del gran maestro que nos hizo amar el estudio y la ciencia.

Sí, amar el estudio; a esa impresión primera debemos todos los que en el Colegio nacional nos hemos educado, la preparación que nos ha hecho fácil el acceso a todas las sendas intelectuales. Se pueden emprender los estudios superiores en cualquier edad; los preparatorios, no. Es necesaria la disciplina que sólo se acepta en la infancia, la dedicación absoluta del tiempo,   -143-   el vigor de la memoria, nunca más poderosa que en los primeros años, la emulación constante y la ingénita curiosidad. Mucho se olvida más tarde, el tecnicismo, el detalle; pero a la menor concentración intelectual, los caracteres perdidos en el fondo de la memoria reaparecen con la claridad de las líneas de un palimpsesto ante un reactivo que borra el último trazado. En una semana un hombre regularmente dotado puede estudiar a fondo una cuestión de derecho; pero si no tiene una preparación sólida, si no ha ejercitado su espíritu en los largos años de bachillerato, la expondrá como un notario, jamás como un jurisconsulto. Falta de ideas generales, mis amigos.

Yo diría al joven que tal vez lea estas líneas paseándose en los mismos claustros donde trascurrieron cinco años de mi vida, que los éxitos todos de la tierra arrancan de los horas pasadas sobre los libros en los años primeros. Que esa química y física, esas proyecciones de planos, esos millares de formulas áridas, ese latín rebelde y esa filosofía preñada de jaquecas, conducen a todo a los que se lanzan en su seno a cuerpo perdido.

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Bendigo mis años de colegio, y ya que he trazado estos recuerdos, que la última palabra sea de gratitud para mis maestros y de cariño para los compañeros que el azar de la vida ha dispersado a todos los rumbos.





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