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La afrenta de Corpes

Estudio histórico (1906)1

Ángel Gálvez

María José Alonso Seoane (ed. lit.)

Alrededor de la vacilante llama de un modesto hogar, estaban sentados, una noche del mes de invierno del año 1096, varios jóvenes y doncellas, varios varones y matronas. Habían suscitado una conversación sobre la cual ninguno de los circunstantes estaba conforme y que todos deseaban saber. Uno había en el corro que la sabía fijamente, y el cual no se podía equivocar, a menos que no dejase de dar asenso a sus oídos y sus ojos. Había resuelto callar y callaba; pero notando la viva inquietud de todos, no fue bastante a dominarse a sí mismo y empezó en estos términos:

-Yo os lo diré, callad, y todo cuanto diga lo podéis creer como si lo hubierais visto vosotros mismos, porque lo he visto yo; y yo siempre he dicho la verdad, y de mis palabras no podéis dudar.

Todos, al escuchar el acento majestuoso y grave del anciano que acababa de hablar, se aproximaron a él y fijaron en él sus ojos y él continuó.

-Era una tarde fresca y apacible del mes de setiembre, los árboles del bosque aún mostraban todo su verdor y lozanía, en su espesura aún se escuchaban los doloridos arrullos de la viuda tórtola, alternados con los festivos trinos del jilguero. Era también un día de fiesta, los sencillos colonos de Berlanga y Robledo de Corpes nos guiaban, cantando las festivas coplas del país, los perezosos bueyes, no regían ayudados de la esteva la reja del arado; en vez del pico y el azadón, en vez de la hoz y de la podadera, tañían rústicas zampoñas y acompañaban sus voces con los roncos sonidos del pandero y el tamboril. En medio de estos instrumentos de júbilo se escuchaban también las alegres castañuelas con que las mozas de la villa marcaban el compás de su alborotada danza. El sol, tocando ya al horizonte, iba alumbrando débilmente la superficie de la tierra, anunciando con su desaparición a todos aquellos seres entregados a la holganza que era ya llegado el momento de despedirse y recogerse a sus hogares. Pero antes echaron un brindis general y, después de haber cobrado nuevos bríos con el refrigerante licor, rompieron por despedida el antiguo baile nacional. Pero, de pronto, todos cesaron en su baile, la voz de los cantores había expirado en sus labios, los instrumentos habían dejado de resonar. Aquellos semblantes poco antes animados de la más lisonjera alegría, de la risa y afabilidad, quedaron repentinamente pavorosos y asombrados. Todo era silencio, el anterior bullicio ya no existía. El sol había desaparecido y con él hasta el recuerdo del placer. Pero -¿qué causa había motivado tan repentino contraste? Todos escucharon, todos creyeron oír el estertor de un moribundo o ver entre las ramas el brillo de un puñal asesino. Mas, a pesar de su silencio y atención, nada escuchaban, nada veían más que el ramaje de la selva y las elevadas crestas de las montañas. Los jóvenes se avergonzaron de su pavura, los viejos recobraron la confianza, y las mozas convirtieron en risa el temor que antes las dominaba. Volvieron a disponerse a bailar, pero al mismo tiempo oyeron más claramente una voz, una voz de amargura y desconsuelo, una voz que gritaba: «¡Piedad! ¡Piedad!». A esta voz aflictiva sucedió un lloro de desesperación, unos ayes lastimosos, unos chillidos que llegaban a las nubes, unos acentos vehementes, los ecos de una mujer que pedía perdón, perdón por Dios, perdón y piedad; pero a estas voces respondieron otras voces roncas y destempladas, irónicas y aterradoras, sacrílegas e infernales; a los lloros respondieron las risotadas, a las súplicas los sarcasmos más groseros y los insultos más vilipendiosos. Los mozos y las mozas se agruparon con espanto todos alrededor de mí, todos callaron, todos comprimieron hasta el aliento que respiraban, y todos miraron con doble atención al sitio de tormentos que parecía presidido por Satanás. Las voces que se escucharon se perdieron en el espacio. Un quejido se escuchó tan solo, un «¡Ay!», apagado cual si fuera el precursor de la muerte. Dos hombres a caballo cruzaron entonces con la velocidad del relámpago.

-¿Qué tal? -preguntó el uno al paso, con aire de satisfacción y orgullo.

-Bien la han pagado -repuso el otro, y desaparecieron.

Cuantos me rodeaban quedaron admirados y sin saber qué hacer, pero yo los animé y les dije:

-Hijos míos, tal vez el bosque en este instante tiene un cadáver sobre el florido tallo del tomillo, tal vez nos aguarda un moribundo, volemos hijos míos a socorrerle.

Todos callaron y, callando, temblaban, se miraban los unos a los otros de un modo nuevo, pero de un modo que parecía que hablaban y que desaprobaban mi proposición. Yo vi los ojos de todos aquellos seres pusilánimes cristalinos y desencajados, vi que su cabello estaba erizado, vi en fin que no podía contar con ellos, pero quise cerciorarme, y por lo mismo les dije:

-¿No respondéis?

Y uno me contestó:

-Pero si luego nos imputan a nosotros... si creen que hemos sido...

-Pues bien -les repliqué-, marchaos, abandonadme y callad. Yo solo iré, yo no temo a los hombres ni a lo que vosotros llamáis justicia, yo no oigo más que la voz de la naturaleza. Ella grita y yo no puedo menos de obedecer lo que me manda. Adiós.

A pocos instantes todos habían desaparecido. Yo, entonces, me dirigí a lo más espeso del bosque, y al resplandor de la luna vi, no sin gran sorpresa y admiración, pendiente de un árbol ropas de mujer. Entonces, os lo confieso, temblé desde la planta al cabello, la sangre de mis venas se heló toda y sentí mi rostro inundado de un copioso sudor, frío como el rocío de la mañana. Miré a todos lados y no observé rastro de sangre ni tierra movediza pero, a poco de registrar con mis inquietos ojos aquel lugar de abominación, vi dos bultos sobre el césped. Eran dos cuerpos humanos despojados de sus vestidos, blancos como el alabastro y de formas bellas y delicadas; miré más, y vi sus largas cabelleras cubiertas de polvo y desgreñadas; y entonces vi claramente que eran dos mujeres, dos mujeres como dos ángeles, con los pies y las manos atadas a la espalda. En aquel punto me avergoncé de mí mismo, el rubor me proporcionó un paño, y yo cubrí a aquellas desgraciadas; y cruzando las manos sobre el pecho, no pude menos de compadecer la perversidad de los hombres, y de implorar la misericordia del Eterno2. En esta actitud, y al poco tiempo de mis meditaciones, oigo un suspiro, veo entreabrir los hermosos ojos de una de las doncellas, y entonces suspiré de placer y di gracias a Dios. Me apresuré a romper los cordeles que las ligaban, refresqué con agua sus semblantes lívidos. Volvieron a la vida y yo las pregunté:

-¿Quiénes sois? ¿Cuál es la causa de vuestra desgracia?

Al pronto nada contestaron, escondieron su rostro entre sus manos y lloraron amargamente, pero yo las dije palabras consoladoras y ellas las escucharon; y después de oírlas se atrevieron a mirarme el rostro.

-¿Quiénes somos? -dijeron con acendrado sentimiento-, ¿no nos conocéis, anciano?... Sí, nos debéis de conocer aunque jamás nos hayáis visto. ¿Quiénes somos? Unas mujeres deshonradas.

Y volvieron a llorar con mayor desesperación. A poco rato veo dirigirse hacia mí un hombre a caballo, la faz alterada, triste y de mirar inquieto. En el momento que nos vio sus ojos brillaron con doble fuego, dio un grito y corrió a nosotros llorando de placer.

-Al fin os veo -dijo-, dichoso yo.

Mas de repente, como si le hubiera herido un rayo, quedó inmóvil y petrificado; y, clavando la vista en el suelo, le escuché pronunciar entre sí:

-Pero en qué estado, -¡oh Dios!

-Ya lo ves, Peláez3 -dijo doña Sol-, el día de nuestra boda ha sido el de nuestra deshonra. Pero tú eres caballero y sabrás vengar nuestros ultrajes. No los creerás, escucha: nuestras carnes han sido expuestas a los lúbricos ojos de dos monstruos que se han gozado en nuestra desnudez. Esta es una afrenta, y esta afrenta necesita venganza. ¿No es verdad? Hemos sido azotadas bárbaramente, hemos clamado de rodillas y se han reído de nosotras, y este escarnio pide también venganza pero aún hay más. Peláez, hemos sido azotadas con inhumanidad, hemos llorado, y nuestro llanto excitaba la risa de nuestros verdugos, y también nuestro llanto exige venganza y venganza atroz. Mueran D. Diego y D. Fernando. ¿No es verdad que deben morir?

-Sí, morirán -contestó Peláez con una voz ronca y destemplada-. Mañana, hoy mismo, veréis abiertas dos sepulturas más, y en ellas dos cadáveres atravesados el corazón por esta espada. Sol, Elvira, vuestro agravio pide venganza y vengaros juro, lo juro por la cruz del acero que ciño, por el agua del bautismo que he recibido, a la faz de los cielos que me escuchan, y de la hermosura vilipendiada. Deles Dios arrepentimiento, reconozcan hoy sus culpas los condes de Carrión, porque si no... mañana... serán presa de Satanás.

-¿Pero quiénes eran esas doncellas? -preguntaron todos.

-¿No lo he dicho? Doña Sol y Doña Elvira, las hijas del Cid.

-¡¡Las hijas del Cid!!

A. G.

FUENTE

«1906», Observatorio Pintoresco, II, 5 [25/09/1837], 33-35.

Edición: María José Alonso Seoane.