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ArribaAbajoIlustración XII

Aprobantes de La Araucana


Resulta, en verdad, bastante abigarrado el conjunto que forman los aprobantes de La Araucana. Descartados los cuatro frailes que le prestaron su aprobación por los deberes de sus cargos cerca de las autoridades eclesiásticas, ya en provincia, ya fuera de España, y que nada tenían que ver con la persona del poeta, aparece que entre ellos se contaban cuatro de sus camaradas en la guerra de Arauco, uno que escribe en prosa, y los tres restantes sublimando sus aplausos en conceptos poéticos, sabe Dios a costa de cuanto esfuerzo; un impresor entusiasmado ante la magnificencia de la obra que componía en su oficina, y que no constituye ejemplo único en la historia de las letras españolas; un licenciado de la intimidad de Ercilla; un doctor, catedrático de Alcalá, y tres señorones, más o menos desconocidos, aficionados a su persona; otro, de cierta posición social, pero de quien resta por saber algo; un duque y un marqués, ambos de la mejor nobleza, aquel con asomos de literato, y este con algunas prendas de Mecenas; dos señoras, una portuguesa y una española, ligada esta al autor por la gratitud de un préstamo incobrable en dineros; un literato de educación clásica y soldado de   —84→   ocasión en la guerra naval contra los franceses; un poeta, único y solo en el aplauso de los no escasos que poblaban por esos tiempos el Parnaso, y, por fin, un anónimo, no tan velado que no sea posible vislumbrar el nombre que llevaba. No sin razón, alguno de los émulos de Ercilla observaba cuan extraño parecía tan vario aporte en los elogios de La Araucana y de su autor. Pero ello se explica y aclara con sólo considerar que cuando publicó la Primera Parte de su obra, Ercilla no contaba, casi de seguro, con más amistades en Madrid que las de su trato familiar, entre las cuales no figuraban los poetas y de cuya pléyade no formaba parte aún, y así como el poema se había generado entre pobres pañales, desconocidos en el campo de las letras iban a ser también los que celebrasen su aparición. Más tarde, al salir de las prensas la Segunda Parte, a los nombres de los dos de sus compañeros de armas que había podido presentar en abono de sus dictados históricos, se unen otros dos, no de los menos conspicuos, y, últimamente, al cabo de veinte años desde que dio a luz sus primeros cantos, en 1589, sus relaciones en la corte despiertan el estro poético de dos de los magnates que la frecuentaban; su intimidad con Mosquera de Figueroa en la campaña de Portugal le reporta su encomiástico elogio biográfico; pero queda siempre como causa de extrañeza el que, si exceptuamos a Bolea y Castro, poeta de segundo orden; ni uno más de los favorecidos de las Musas se unan al concierto de aquellos, y hasta de asombro, cuando es de todos sabido que solían tributar su concurso a obras de insignificante valer. Ahí estaban Fernando de Herrera, Pedro de Padilla, López Maldonado, don Hernando de Acuña, Vicente Espinel, Gabriel Laso de la Vega, y, para no citar a otros, el mismo Cervantes, tan pródigo a veces de sus encomios, a quienes todos conocía Ercilla, figuran para nada entre los celebradores del poema, más digno que ninguno de ser ensalzado; sin que para ello fuera necesario valerse de frases huecas o de pura retórica. Ni con don Luis Zapata, ni con Rufo Gutiérrez había que contar, pues aquel reclamaba para sí la primacía en ese género literario, y este pretendía emular al autor del poema. En el fondo de todo, quizás, no debemos ver otra cosa que la prescindencia voluntaria de Ercilla de buscar el concurso de tales ingenios, al cual, en diverso orden, habría podido añadir el de los cronistas Antonio de Herrera y Calvete de la Estrella, por él recordado y aplaudido, y el de su grande amigo Esteban de Garibay, que, de seguro, no se lo hubieran negado. Acaso, también,   —85→   en su criterio íntimo repudiaba semejantes piezas laudatorias, como de ello podemos ver alguna prueba en que a no pocas las eliminó a medida que fue sacando a luz las dos últimas partes del poema, y en la sobriedad misma de las aprobaciones que hubo de dar, a pedido del Consejo, a las obras de casi todos los poetas que dejamos recordados.


D. Martín de Bolea y Castro

Contribuyó don Martín de Bolea y Castro a ensalzar la persona de Ercilla y de su obra con un soneto que apareció en la edición príncipe de la Tercera Parte de La Araucana y que, por una anomalía que no acertamos a explicarnos, no se incluyó en ninguna de las posteriores. ¡Se repitieron en algunas de ellas hasta el cansancio los partos de versificadores de ocasión y el soneto de este poeta de fuste se dejó en olvido!

Era don Martín de Bolea de abolengo distinguido, Conde de las Almunias, barón de Torres de Clamosa y señor de la villa de Siétamo (provincia de Zaragoza), donde probablemente naciera49, y era hijo de don Bernardo -que fue vicecanciller de Carlos V y de Felipe II; hermano suyo fue don Luis, del Consejo de Indias, y a quien Francisco Sánchez Brocense, varón doctísimo, le dedicó sus Preceptos de la Gramática- y de doña Jerónima de Castro y de Pinos. Se había estrenado en la carrera de las letras con la publicación, o mejor dicho, con la reimpresión que hizo en Madrid, en 1575, del Diálogo de la verdadera honra militar de Jerónimo de Urrea, su tío, que Bolea dedicó a Felipe II, libro hoy de extremada rareza50 y varias de cuyas escenas pasan en Zaragoza, así como muchos de los casos de desafíos que en él se mencionan se verifican entre caballeros aragoneses: nuevo argumento para creer que tío y sobrino reconocieran su origen en la aldea que indicábamos.

Tres años más tarde daba a luz en Lérida su Orlando determinado51, poema en   —86→   octavas, dividido en once cantos, en cuyos preliminares se encuentra, entre varias poesías (como ser unas estancias de Lupercio Leonardo y Argensola), un soneto del Duque de Medinaceli, que en ese mismo año hacía otro para Ercilla, según hemos de verlo52.

No era, pues, Bolea y Castro un desconocido en la literatura castellana cuando escribía su soneto en loor de Ercilla, ni con el trascurso del tiempo se apagaron sus aficiones literarias, pues once años más tarde contribuía con unas octavas reales a celebrar un libro53 de don Martín Carrillo, catedrático de Derecho en la Universidad de Zaragoza, visitador que fue del Tribunal del Santo Oficio de la Inquisición de México. En 1601, finalmente, daba a la estampa su Historia de las grandezas y cosas maravillosas de las Provincias Orientales, traducida por él de Marco Polo y añadida en muchas partes54.

Por todo esto, sin duda, fue que Lope de Vega le celebraba,


Para que el Ebro eternamente vea
que ilustremente vive
Don Martín de Bolea
en la inmortal trompeta de la fama,
cuyo sonoro círculo le llama,
hoy en altos pirámides le escribe,
haciendo a los dorados capiteles
trofeo de armas, y armas de laureles.


Laurel de Apolo, Silva II.                


Fue casado con doña Ana Hernández de Heredia y de Híjar, hija mayor del Conde de Fuentes55.



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D. Pedro de Cárdenas

En los mismos días en que don Pedro de Cárdenas contribuía con sus dos quintillas en aplauso de Ercilla y de su obra, hacía otro tanto con Juan López de Hoyos y su Historia y relación verdadera de la enfermedad, felicissimo tránsito y exequias de la reina doña Isabel de Valois56, que su estro poético no daba para más, según parece. Era, en todo caso, de los amigos de Ercilla, como bien se deja comprender, desde luego por su elogio, cuanto porque tres años antes que le dedicara sus quintillas, le hallamos sirviendo de testigo en la escritura en que don Fernando de Lodeña, -otro de los amigos del poeta- se obligaba a pagar a éste 2450 reales del importe de dos copas de plata que le había comprado57. La amistad de Cárdenas con Ercilla databa, por consiguiente, desde muy poco después de su regreso de América a Madrid.

Pero lo más importante, acaso, para nuestro intento es que en aquella escritura se llama a don Pedro de Cárdenas caballero de Santiago, circunstancia que nos va a permitir rastrear algunos datos de su persona, cuales son, que era oriundo de Madrid, que su segundo apellido era Ruiz, hijo de D. Pedro Zapata de Cárdenas, vecino y regidor de esa villa, y de Ana de Rojas, con quien se desposó secretamente, y que sus pruebas las había rendido allí en 154858. A la fecha en que hacía sus quintillas, debía de ser, por lo tanto, hombre de buena edad. No se ve figurar después su nombre ni en obras impresas, ni en documentos que hayan llegado a nuestra noticia.



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Fray Alonso de Carvajal

El autor del soneto «en modo de diálogo» que salió entre los preliminares de la edición de 1589-1590 -que es de malísimo gusto y no merecedor, por cierto, de que se le reprodujese en tantas ocasiones más-, sólo sabemos que pertenecía a la Orden de San Francisco de Paula y que trece años después de la fecha en que se publicaba ese soneto contribuía con otro en aplauso de un cofrade suyo59.



Doña Isabel de Castro y Andrade

Autora del soneto en portugués que salió en la edición príncipe de la Tercera Parte de La Araucana, y que se ha ido reproduciendo aún en algunas de las que se han hecho en nuestros días, no sabemos obedeciendo a qué criterio. ¡Si alguno de esos editores hubiera caído siquiera en la ocurrencia de verterlo al castellano!

Probablemente Ercilla tendría ocasión de conocer a esta señora durante su estancia en Portugal y se hallaría de paso en Madrid cuando salió a luz la conclusión del poema. De la documentación que poseemos no aparece que tuviera con ella relaciones de intereses -como ocurrió con doña Leonor de Ycis-, ni mencionan su nombre Barbosa Machado, ni Innocencio da Silva.



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El duque de Medinaceli

El Duque de Medinaceli autor del soneto que salió en la segunda edición de Madrid de 1578, se llamaba don Juan de la Cerda60. Era el quinto de ese título; había nacido en Cifuentes, yendo sus padres en viaje de Cogolludo al Puerto de Santa María, y fue bautizado allí el 29 de septiembre de 1544. Pasó sus primeros años en el palacio y fortaleza de Medinaceli, en cuya Casa y Estado sucedió en 157561, cuando contaba, por consiguiente, 31 años de edad. Por real cédula de 21 de marzo de 1578, esto es, en el mismo año en que escribía su soneto, Felipe II le nombró embajador extraordinario en Portugal para que diese el pésame al rey Don Sebastián por la muerte de doña Catalina de Austria, su mujer, tía del monarca español. En 1585 acompañó a este en su viaje a Aragón, y le honró luego con el collar del Toisón, dándole de su propia mano la investidura el 31 de marzo de aquel año62. En el viaje a Aragón había sobresalido entre los magnates por su fausto y esplendidez, de que dio nuevas muestras, cuando en su villa y alcázar recibió y hospedó al yerno de Felipe II. Cabrera de Córdoba dice a este respecto que habiendo llegado el príncipe hasta la raya de Castilla, «allí salió el Duque de Medinaceli con cien caballeros lucidos a recibirle, y le subió a su palacio y hospedó con mucha grandeza, y en todos los lugares de aquel estado hasta Sigüenza no quiso sentarse con Su Alteza en la mesa, sino con los de su acompañamiento. Presentole una yegua y un caballo bien enjaezados, a la jineta, mucha ropa blanca de labores y guantes y cueros de ámbar».

Fue casado en primeras nupcias con doña Isabel de Aragón y de Cardona, que murió el 31 de agosto de 1578, y en 1580, en segundas, con la duquesa doña Juana de la Lama y de la Cueva, viuda también del Duque de Alburquerque. Falleció en su palacio de Madrid el 29 de mayo de 1594. Testó ante Juan del Campillo (como Ercilla) en los días 27 y 28 de ese mes63.

Además de sus relaciones de amistad, tuvo también Ercilla con el Duque alguna de negocios, pues entre los créditos que aquel dejó al tiempo de su fallecimiento, figura   —90→   un censo de cuantía de 187 mil maravedís situados sobre las Salinas de Espartinas, propiedad de ese maganate64.



Juan Fernández de Liébana

Duélenos confesar que han fracasado por completo nuestras diligencias para encontrar algún rasgo biográfico del autor de uno de los sonetos que sirvió de adorno a los preliminares de la edición príncipe de La Araucana, y que fue tenido en tal concepto por los editores extranjeros de la obra, y aún en parte por el mismo Ercilla65, según es de creerlo, que se reprodujo no menos de seis veces más en las del siglo XVI. La factura de esa pieza poética deja comprender que su autor no carecía de alguna versación literaria por las alegorías mitológicas que encierra, y cuando habla en él


De las fuentes del Nilo, al Carro helado.


Es probable que fuese hermano del doctor Francisco Hernández de Liébana, del Consejo de Cámara y del Real, de quien habla Esteban de Garibay con motivo de su matrimonio celebrado en 157466.



Fray Bartolomé Ferreira

La aprobación de fray Bartolomé Ferreira a la Parte Primera y Segunda de La Araucana, impresas en Lisboa en 1582, consta apenas de dos líneas, en las que se limita a decir que le «parecía obra digna de imprimirse»: formulario de cajón que el aprobante expresaba cumpliendo con el encargo del Consejo de la Inquisición de Lisboa que se la encomendaba a su censura. El dictamen del delegado inquisitorial carece de fecha, que, ciertamente, debemos referir a uno de los primeros meses de 1579, puesto que en marzo de ese año se otorgó la licencia para la impresión, que, de hecho, comenzó a efectuarse por aquellos días y sólo vino a terminarse en 1582. Y este era el segundo poema de los destinados a la inmortalidad que le tocara aprobar a Ferreira, pues ya en 1572 había hecho otro tanto con Los Lusíadas de Camoens: prueba que desde tal fecha gozaba de la confianza del Santo Tribunal, que premió sus tareas elevándolo al cargo de censor en 3 de noviembre de 157667. Tal era, pues, el carácter que investía cuando dio su aprobación a la obra de nuestro poeta.

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Ferreira -no necesitamos decirlo- era portugués, nacido en Lisboa68; y pertenecía a la Orden Dominicana, en la cual fue durante muchos años lector de teología. Numerosísimos debieron de ser los libros que pasaron por su censura, de los que podemos recordar, además de los indicados, el Suceso del segundo cerco de Diu, impreso en Lisboa en 1574, aprobación que se reprodujo en la versión castellana del poema, hecha por fray Pedro de Padilla e impresa en Alcalá en 1597, que nos ofrece la curiosa coincidencia de figurar también en ella la de Ercilla69; la que dio en 1588 al célebre libro del jesuita Luis de Molina de Concordia liberi arbitrii, que le valió entusiastas elogios de los escritores de la Orden, al ver que sus doctrinas eran anatematizadas70; y la que puso al Ramillete de flores de Pedro Flores, impreso en Lisboa en 1593, que es la última que conocemos, libro en que, por otra casual coincidencia, se insertó la Tercera Parte de La Araucana en nueve romances.

Sin estas tareas, que debieron de absorberle mucho tiempo, Ferreira compuso también algunos libros. Fray Alonso Fernández habla de uno en latín, que se habría publicado: aserto que repitió Nicolás Antonio, pero que es, seguramente, erróneo71; otro tanto se dice de la Vida de fray Antonio Freire, confesor del rey don Juan III, de cuya impresión, por lo menos, es lícito dudar72, aunque no así del Catálogo de libros prohibidos que dio a luz en Lisboa en 158173.

Ninguno de los varios escritores que se ocupan de Ferreira trae la noticia de su muerte74.



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Fray Rafael Franco

Ha resultado vano nuestro deseo de hallar noticias de fray Rafael Franco, y todo lo que de su persona sabemos se reduce a lo que se desprende del texto de su aprobación, cual es, que era franciscano y que en aquella sazón desempeñaba el cargo de guardián del convento de su Orden en Perpiñán. La redacción de su parecer deja la convicción de que procedía de una pluma poco ejercitada, si bien es justo reconocerle que juzgaba los versos de Ercilla «dignos de que fuesen muchas veces imprimidos».



Juan Gómez

Sin lugar a duda, el más notable de los aprobantes de La Araucana, no, por cierto, por su aporte literario, pero por su valor en los combates de la guerra de Arauco y por su nobilísima conducta en la derrota de Tucapel, donde se cubrió de gloria y se conquistó, merced a Ercilla, la inmortalidad. Bien merecía; nos parece, la biografía que en otra parte de esta obra le dedicamos.



D. García Hurtado y D. Felipe de Mendoza

Las biografías de estos dos encomiadores de La Araucana las hallará el lector en la Ilustración que dedicamos a los compañeros de Ercilla, donde encuentran su natural colocación, ya que la importancia de sus personas se deriva, mucho más que de los sendos sonetos que escribieron en loor del poeta, de la actuación que les cupo, al uno como su jefe militar, y, al otro como su compañero de armas en la campaña de Arauco.



Cristóbal Maldonado

Cristóbal Maldonado, en unión de cuatro hermanos, había pasado al Perú en 155275. Dos años más tardé se le encuentra en Chile76, donde aún permanecía en 155977, habiendo tenido, de ese modo, ocasión de tratar en este país a Ercilla y aún de ser testigo de algunos de sus hechos de armas, a los que alude, evidentemente   —93→   en el soneto que le dedicó con motivo de la publicación de la Primera Parte de La Araucana, cuando dice en él:


Sólo aseguro [...]
[...]
que fueron vuestras fuerzas más temidas
de bárbaras naciones, que la muerte,
como los araucanos lo han probado
[...]


Ercilla menciona en el poema a dos soldados de apellido Maldonado, sin expresar sus nombres, pero tal referencia no toca a Cristóbal ni a ninguno de sus hermanos78. De Arias Pardo Maldonado, celebrado por Ercilla, ya dijimos en su biografía lo que de él sabemos.

No hay antecedentes que nos permitan establecer hasta que fecha residiera en Chile, pero sí se sabe que en 1565 se desposó en el Perú con doña Beatriz Sapay Coya, hija de Diego Sayri Topa Inga y de María Coya, boda que resultaba de príncipes, no sólo por la sangre real de la novia, sino por la pingüe dote que aportaba. Pero tanta fortuna no le acompañó largo tiempo. Acusado de amotinador, el Licenciado Castro le envió, junto con sus hermanos, preso a España, con orden de que se presentase ante el Consejo de Indias, que confirmó el destierro y dispuso que ninguno de ellos pudiese volver al Perú. Tal era el motivo a que obedecía su presencia en Madrid, cuando en 1569 salía a luz su soneto entre los preliminares de La Araucana.

Y como entrara en los planes políticos del virrey don Francisco de Toledo el casar a doña Beatriz con el llamado a suceder por derecho en el trono a los Incas, la encerró en un convento, y frustrado aquel proyecto y ajusticiado su tío el Inca, trató de persuadirla a que se uniese con García Oñez de Loyola, su capitán de la guardia, haciéndole para ello grandes promesas, y, por fin, después de haber permanecido enclaustrada durante siete años; la hicieron que diese poder para gestionar la nulidad de su enlace con Maldonado, alegando para ello que sólo contaba siete años de edad cuando se verificó y que era falso que se hubiese consumado el matrimonio, según se ofrecía a probarlo , y mediando las influencias del Virrey, en 24 horas se declaró roto   —94→   el vínculo y la dieron por mujer a Oñez de Loyola. Tratando de anular este casamiento. Maldonado permanecía aún en Madrid en 157779.

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El Marqués de Peñafiel

Dice López de Haro80 que el primer Marqués de Peñafiel fue don Juan Téllez Girón, segundo duque de Osuna, quien sirvió a Felipe II «en las ocasiones que se ofrecieron», sin expresar cuándo se le concedió ese título, ni la fecha en que ocurriera su muerte. De don Pedro Girón, su sucesor en la Casa y Estado, dice que era «caballero generoso y de muy altos pensamientos en servicio del Católico Rey Don Felipe III [...]». ¿A cual de los dos debemos atribuir la paternidad del soneto a Ercilla que apareció en la edición príncipe de la Tercera Parte de La Araucana, en 1589, y que se reprodujo luego en la de ese mismo año comprensiva de todo el poema en varias otras madrileñas de los siglos XVI y XVII y que aún hoy se reimprime? Con los desmedrados datos que nos suministra el autor del Nobiliario genealógico, es algo aventurado resolver la duda, si bien todas las probabilidades están por que se trate del primero, tanto por la época a que se refieren sus servicios, como porque en el título que se da en el encabezamiento de su composición poética se habla simplemente del Marqués de Peñafiel, sin alusión alguna al orden de sucesión.

Sin embargo, tenemos otro antecedente que nos permite precisar algo más este punto, ya que en las Diversas Rimas de Vicente Espinel, libro impreso en 1591, figura la epístola que le dirige al Marqués de Peñafiel81, que tan gráfica pintura encierra del retrato que el poeta hacía de su persona. Es evidente, en todo caso, que ese magnate y el aplaudidor de Ercilla son una misma persona. Allí le llama Espinel su mecenas; luego «gallardo marqués», y, por fin, su amigo. Por esta expresión y por la muestra de aprecio que le dio a Ercilla es fácil deducir que el Marqués de Peñafiel cultivaba relaciones con los poetas y solía favorecerlos82.



Diego de Morillas Osorio

Muy poco es lo que tenemos que decir del autor de las quintillas que aparecieron entre los preliminares de la edición príncipe de La Araucana -que fueron reproducidas en no menos de seis más del siglo XVI, y que Ercilla, con buen acuerdo, a nuestro juicio, hubo de suprimir en la segunda madrileña de 1578-, y es que en principios de 1574 se le halla en Madrid83. De su familia podemos contar algo más.

El Licenciado Cristóbal de Morillas, del Consejo de S. M., muerto ya en el año en   —98→   que a Diego se le ve en la corte, tuvo por hijos a uno de su mismo nombre, también difunto en aquella fecha; a Pedro de Morillas Osorio, gentil-hombre de la Casa Real; y licenciado Juan de Morillas Osorio, oidor de la Real Audiencia de Sevilla84, que estando enfermo, testó en Madrid a 24 de octubre de 1599, dejando por heredero a su sobrino Luis de Morillas85, quien fue también gentil-hombre de la Casa de S. M. y había fallecido ya en 1.º de julio de 160086. Atando cabos y consideradas las fechas en que estas escrituras aparecen extendidas, nos parece que puede deducirse que Diego de Morillas Osorio era, casi seguramente, de esta familia, bien relacionada en la Corte -y de ahí su amistad con Ercilla-, y, acaso, hijo, igualmente, de Cristóbal de Morillas.

Y hasta aquí llegábamos en los datos biográficos que de Morillas Osorio habíamos logrado reunir, cuando nuestra porfiada diligencia tropezó al fin con la cesión o traspaso que de la legítima que le correspondía en la herencia de su padre -que era, efectivamente, como lo sospechábamos, el Licenciado Cristóbal de Morillas-, hacía a favor de su hermano el oidor de Sevilla, reconociendo que con ella no le satisfacía aún de lo que para con él tenía gastado en alimentarle y en pagar sus deudas: acción que demuestra que en él hallaba holgada cabida el agradecimiento, de ordinario tan poco amigo de aposentarse en el corazón de los hombres.

De igual fuente resulta, asimismo, que el Licenciado Cristóbal de Morillas había pasado a mejor vida antes del 13 de mayo de 1573, y que su mujer, madre del amigo de nuestro poeta, se llamaba doña Beatriz Osorio87.

De algunos miembros de esta familia habla don Luis de Salazar y Castro88.



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Cristóbal Mosquera de Figueroa

Cristóbal Mosquera de Figueroa fue hijo del licenciado Pedro Mosquera de Moscoso y de doña Leonor de Figueroa y nació en Sevilla en 155389 «en la casa donde está la cabeza del rey don Pedro». Hizo sus estudios en la Universidad de Salamanca, en la que obtuvo el grado de bachiller en Cánones el 24 de abril de 1567, con el cual regresó a su patria, «para pasar muy de espacio en el monasterio de San Benito y en el lugar de Pomares» y en seguida a graduarse de licenciado en la Universidad de Osuna, en 4 de marzo de 1575. En mayo de 1578 se hallaba en Villamartín, y un año más tarde, de juez de residencia en Utrera, por nombramiento del Cabildo de Sevilla90, donde fue también alcalde mayor y en el Puerto de Santa María corregidor y teniente de capitán general, «importunado» por el Duque de Medinaceli. «Algunos días después» salió nombrado por auditor de cuatro galeras de España, que mandaba don Pedro Bazán, cargo en que se condujo tan bien, que se le designó en seguida para el mismo, en las que mandó, en 1583, don Álvaro de Bazán en su empresa de la Isla Tercera, «tomando, según dice Garcilaso, ora la espada, ora la pluma».   —100→   En unión de su jefe y concluida aquella gloriosa empresa, siguió a Madrid a visitar a Felipe II, quien le nombró corregidor de Écija, probablemente en 158491, y concluido el tiempo de su gobierno allí, lo hallamos en Madrid en 1592, y diez años más tarde en Valladolid92. Se sabe que fue, quizás por ese tiempo, alcalde mayor del adelantamiento de Burgos, y que habiendo desempeñado también otras comisiones y especialmente la del recibimiento del Embajador de Inglaterra, se retiró después a Écija, donde falleció en 1610, a los 63 años93.

Mosquera de Figueroa había iniciado la publicación de sus tareas literarias, que emprendió desde la adolescencia, cuando se hallaba en la plenitud de la vida, con la hermosa elegía que consagró a la muerte de Garcilaso, que comienza:


Cisnes del Betis, que en su gran ribera
regaladas canciones entonando,
volvéis el triste invierno primavera.94


Y meses más tarde se insertaba entre los preliminares De la filosophia de las Armas y su destreza de Jerónimo de Carranza la epístola suya en tercetos:


Ya de las fieras guerras la aspereza
[...]95


Retrato de Cristóbal Mosquera de Figueroa

Desde mucho antes96 tenía ya traducido del griego, sino todo, gran parte del Eliocrisio, en cuya empresa gastó al fin más de treinta años, sin que nunca llegara a dar a luz el fruto de tan larga labor, de la cual apenas conocemos   —101→   los versos que copió Herrera, en los que «convirtiendo a las puertas lo que hablaba con Criselia», se quejaba dolorido diciendo:


Vos, puertas, sois testigos de mis males
[...]97


En el mismo libro se encuentran algunas traducciones suyas en verso castellano, vertidas del latín de Aquiles Buca, erudito boloñés, que tratan de Venus y el Amor; otras de las églogas latinas de Sannazaro; unos tercetos del epigrama de las Sirenas, de Fausto Avieno, que se atribuían a Virgilio; octavas reales, versión de la fábula de Ciso, o tomadas de la hermosa ficción mitológica del cambio de color de la rosa después que Venus se hirió con sus espinas el pie desnudo, ambas de Fausto Sabeo.

Consta también que compuso un estudio o glosa sobre el testamento de un romano llamado Lucio Cuspidio, «donde trató curiosamente casi todas las materias de últimas voluntades»98.

De otra fuente sabemos que Mosquera había escrito la Vida de Fernando de Contreras, capellán de coro de la Catedral de Sevilla, obispo electo de Guadix y redentor insigne de cautivos cristianos99.

Él, por su parte, dice que había escrito libros «en lengua latina de materias de mi facultad, de los años que he servido en la paz»100. Fruto del que anduvo en la guerra fue la única obra suya de importancia que ha llegado hasta nosotros, su Comentario de disciplina militar, que dio a luz en Madrid, en 1596101, respecto del cual declara que «lo hubiera publicado antes de agora, como por el Marqués [de Santa Cruz] me fue encargado muchos días antes que muriese, si los negocios ordinarios de justicia, y haber de acudir a otras cosas particulares de la armada, dieran lugar para poderlo hacer en aquella coyuntura».

Ese libro, destinado a ensalzar el nombre del vencedor de Felipe Strozzi y de Chartres, hasta los días de su muerte, ocurrida en Lisboa el 9 de febrero de 1588,   —102→   salió adornado, al mismo propósito, con una docena de sonetos, algunos de ellos obra de ingenios tan insignes como Luis Barahona de Soto y Miguel de Cervantes Saavedra, y contiene, además de las Reglas de vida que el Diácono Agapito escribió para el Emperador Justiniano102, la noticia preciosa para la vida literaria de Ercilla -de que hemos tratado en otro lugar-, cual es, la de haber comenzado a escribir, en «verso numeroso y heroico», las últimas jornadas de la carrera militar de don Álvaro de Bazán.

Su amistad con él debía de datar desde que se encontraron en Portugal, en 1582, y tanto intimaron luego, que Ercilla, por ella y por tratarse de un personaje que interesaba a ambos -al uno por haber servido a las órdenes de aquel marino heroico, y al otro, acaso, por las relaciones de parentesco que le ligaban a su mujer doña María de Bazán-, hubo de confiarle para que lo insertase en el Elogio al retrato del Marqués de Santa Cruz, que se imprimió casi seguramente en Lisboa, en 1586103, su romance al mismo asunto. En este tiempo intermedio, esto es, en 1585, fue también que, como hemos dicho, Mosquera de Figueroa escribió su «Elogio», en el que agota el vocabulario de sus alabanzas a Ercilla, como viajero, soldado, escritor, castizo y poeta.

Sin envidias ni disimulados rencores, por un espíritu al parecer naturalmente amistoso y en que descollaba su talento y se hacía notar por sus dotes de culto e inspirado versificador, era Mosquera de tiempo atrás considerado y recordado con cariño por muchos de los más insignes vates que poblaban por aquellos años el Parnaso español. El culto Herrera104, el pintor Pacheco, Baltasar del Alcázar, sus paisanos, le aplaudían105. Juan de la Cueva de Garoza le tenía entre sus amigos «que estima y quiere», y en su Viaje de Sannio le celebra entre los ingenios sevillanos de su tiempo106. Cristóbal de Mesa le nombra en su poema de La Restauración de España con análogo motivo107 y, por fin, el príncipe de las letras castellanas en su Canto de Calíope le dedica esta octava:


Otro veréis, en quien veréis cifrada
del sacro Apolo la más rara ciencia,
—103→
que en otros mil sugetos derramas,
hace en todos de sí grave apariencia:
mas en este sugeto mejorada
asiste en tantos grados de excelencia,
que bien puede Mosquera el licenciado
ser como el mesmo Apolo celebrado.


Una prueba de su buena amistad con Ercilla la encontramos todavía en el hecho de que, hallándose en Madrid en principios de 1592, le sirve de testigo en una carta de pago108: amistad que había de sobrevivirá la muerte del cantor de Arauco, pasando con ella a ser en ocasiones el hombre de toda la confianza de su viuda109.



Fray Mateo de Ovando

Tenemos que lamentar la falta de datos biográficos de fray Mateo de Ovando, que aprobó en Bruselas la obra de Ercilla para que se imprimiese y circulase en Flandes, pues sólo sabemos que pertenecía a la Orden de Santo Domingo y que en aquellos años (1595) era maestro en teología y tenía el alto cargo de Vicario general de los Predicadores, en Bélgica. En su concepto, el gran mérito de La Araucana debía buscarse, no en «los heroicos hechos en armas y actos exemplares de fortaleza» que relataba, cuanto en las sentencias morales, útiles y discretas, puestas con tanto primor y elegante estilo. La lectura de su aprobación lleva al ánimo la persuasión de que era un hombre de cierta ilustración y de espíritu harto más cultivado que el del franciscano de Perpiñán.

Pocos días después que dio su parecer para la impresión del poema de Ercilla, fray Mateo de Ovando firmaba el que se puso en otra obra española de bastante renombre, impresa, asimismo, en Amberes110.



Jerónimo de Porras

El doctor Jerónimo de Porras o Porres (que de ambos modos encontramos escrito su apellido) estudió medicina en la ciudad de Alcalá de Henares, y allí le vemos contribuir con unos versos para las fiestas que la corporación celebró cuando en 1556 alzó pendones por el rey don Felipe II111. Diez años más tarde, y ya recibido de médico, escribió dos dísticos latinos en honor del doctor teólogo Gaspar de Villalpando112, y cuando en 1589 apareció su soneto entre los preliminares de   —104→   la edición príncipe de la Tercera Parte de La Araucana estaba graduado de doctor y era catedrático en aquella Universidad113.



Simón de Portonaris

De Simón de Portonaris, editor, en unión de Vicente (que lo tenemos por hermano suyo), de la segunda edición de la Primera Parte de La Araucana, no es posible adelantar gran cosa por el momento, ya que la historia de la Imprenta en Salamanca -nos da pena decirlo- aún está por hacer. En su soneto a Ercilla no trepida en poner de manifiesto la humildad de su persona, pidiéndole que no desdeñe la voluntad con que le ofrece aquel su homenaje.

Es casi seguro que ambos fuesen hijos de Andrés de Portonaris, cuya pericia en el arte tipográfico tanto elogiaba Nicolás Antonio al dar cuenta de la publicación que había hecho en Salamanca, en 1551, de Los Asolanos de Pedro Bembo, traducidos por él al castellano, si bien dudaba de que hubiese nacido en España114: duda que, en verdad, no tenía ya razón de ser en su tiempo, pues fray Jerónimo Román, al hablar de la introducción de la Imprenta en España, decía, en 1575, que Andrea de Portonaris, «llevó diversos caracteres y muy curiosos»115. La manera de escribir su nombre y su apellido mismo acusan un origen italiano, aunque no falta antecedente para creer que, si tal era su nacionalidad, posiblemente pasara a España desde León de Francia, donde consta que poseía su vecindad Vicencio de Portonaris, también librero y a quien tenemos, sino por el padre, por lo menos de la misma familia de Andrea116. Dudas son éstas que no estamos llamados a esclarecer, tratándose de un hecho tan incidental como el de que se trata. Puede, si, asegurarse que Andrea era ya muerto en 1575117 y de ahí, tal vez, que sus hijos, entre los cuales pudiéramos contar a Domingo de Portonaris -el impresor de la edición de La Araucana hecha en Salamanca en el año anterior-, se hubiese quedado con el taller de su padre, y que sus hermanos Vicente y Simón pusiesen los capitales necesarios para editar libros de su cuenta, como   —105→   acababan de ejecutarlo en el año inmediatamente anterior (1573) con el libro de un fraile agustino de gran reputación en México118.

Por lo que toca al soneto de Simón de Portonaris no volvió a reimprimirse en edición alguna posterior, y, en verdad, que no valía la pena de hacerlo.

Rúbrica



D. Francisco Ramírez de Mendoza

Nada, absolutamente nada, hemos podido hallar del autor del soneto tantas veces reproducido que se llamó don Francisco Ramírez de Mendoza, ni en libros impresos, ni la menor referencia en la abundante documentación de los negocios del poeta. El don que anteponía a su nombre es ya una indicación de la posición social que ocupaba en Madrid, muy en armonía, por lo demás, con las relaciones que cultivaba Ercilla.



Benito Suárez de Luján

El licenciado Benito Suárez de Luján (cuyo nombre se ignoraba hasta ahora119) era un abogado de reputación que ejercía su profesión en la corte120, pero que carecía de precedentes literarios, como que de él sólo se conoce hoy en día una Información en derecho de corta extensión121. Por lo que sabemos, es evidente que contaba con toda la confianza de Ercilla en materias jurídicas y que debía de ser, indudablemente, su amigo. Baste recordar, a este propósito, que fue a él a quien eligió para que le sirviese de juez compromisario en las diferencias que tuvo con don Jerónimo de la Caballería en el juego de pelota y sobre «otras muchas cuentas, dares y tomares» que mediaban entre ambos122: hecho que se verificó precisamente en los días en que Suárez de Luján le brindaba la aprobación suya que salió en las ediciones de   —106→   La Araucana en Madrid, de 1578; fue él también quien, pocos meses más tarde, le servía de testigo en el otorgamiento de una escritura que debió de consultársela123; y, finalmente, siempre como hombre de su confianza, le encomendaba, muy poco después, el que cobrase de don Luis de Córdoba y Aragón los corridos que le debía de un censo124.

El hecho de que no se le vea figurar más tarde en los múltiples negocios del poeta nos induce a pensar que, acaso, hubiera fallecido muy poco después de aquella fecha125.



Doña Leonor de Ycis

Esta doña Leonor de Ycis, «señora de la baronía de Ráfales»126, debía ser habilidosísima, y lo decimos, no tanto por su soneto (muchas veces reimpreso), cuanto porque de harto ingenio se necesitaba para conseguir de Ercilla que le prestase dinero sin más que un simple conocimiento. No fue, en verdad, mucho, unos 17 mil maravedís solamente, que no los pagó nunca en vida del poeta, y que más difícilmente -claro está- habían de poder cobrar sus herederos127. De ahí que en uno de sus versos le llamara «generoso Ercilla». Sería curioso poder averiguar si el préstamo lo obtuvo antes o después de dedicarle el soneto. ¿Fue agradecimiento de parte del poeta hacia una señora, venida, quizás, a menos? ¿Quiso ella pagarle de ese modo aquella suma obtenida con anterioridad a sus versos?

Muy aplaudido fue del poeta inglés Hayley, traductor y entusiasta admirador de Ercilla, el soneto de doña Leonor de Ycis, tanto, que después de decir que «había sido honrado con muchos elogios poéticos por escritores de su nación», añade que «cree que el más elegante aplauso que se ha tributado a su genio, es la composición de una señora española, en la que celebra a la vez al héroe y al poeta»128.