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ArribaAbajo- XVII -

El señor Jean-Jean me tomó el brazo y llevándome adelante por entre aquellas tristes ruinas, díjome:

-Amigo Cipérez, he simpatizado con vos; nos pasearemos juntos... ¿Cuándo pensáis dejar a Salamanca? Os juro que lo sentiré.

Tan relamidas expresiones fueron funestísimo augurio para mí, y encomendé mi alma a Dios. En mi turbación, ni siquiera reparé en el aparato de guerra que a mi lado había, y olvideme ¡oh Jesús divino! de lord Wellington, de Inglaterra y de España.

-Mucho me agrada su compañía -dije afectando valor-. Vamos a donde usted quiera.

Sentí que el brazo del francés, cual máquina de hierro, apretaba fuertemente el mío. Aquel apretón quería decir: «No te me escaparás, no». A medida que avanzábamos, noté que era más escasa la gente y que los sitios por donde lentamente discurríamos, estaban cada vez más solitarios. Yo no llevaba más armas que una navaja. Jean-Jean, que era hombre robustísimo y de buena estatura, iba acompañado de un poderoso sable. Con rápida mirada observé hombre y arma para medirlos y compararlos con la fuerza que yo podía desplegar en caso de lucha.

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-¿A dónde me lleva usted? -pregunté deteniéndome al fin, resuelto a todo.

-Seguid, mi buen amigo -dijo con burlesco semblante-. Nos pasearemos por la orilla del Tormes.

-Estoy algo cansado.

Parose, y clavando sus pequeños ojos en mí, me dijo:

-¿No queréis seguir al que os ha librado de la horca?

Con esa llama de intuición que súbitamente nos ilumina en momentos de peligro, con la perspicacia que adquirimos en la ocasión crítica en que la voluntad y el pensamiento tratan de sobreponerse con angustioso esfuerzo a obstáculos terribles, leí en la mirada de aquel hombre la idea que ocupaba su alma. Indudablemente Jean-Jean había conocido que yo llevaba conmigo mayor cantidad de dinero que la que mostré en la taberna, y ya me creyese espía, ya el verdadero Baltasar Cipérez, tentó mi caudal su codicia, y el fiero dragón ideó fáciles medios para apropiárselo. Aquel equívoco aspecto suyo, aquel solitario paraje por donde me conducía, indicaban su criminal proyecto, bien fuese este matarme para dar luego con mi cuerpo en el río, bien fuese expoliarme, denunciándome después como espía.

Por un instante sentí cobarde y vencida el alma, trémulo y frío el cuerpo: la sangre toda se agolpó a mi corazón, y vi la muerte, un fin horrible y oscuro, cuyo aspecto afligió mi alma más que mil muertes en el terrible y glorioso campo de batalla... Miré en derredor   —135→   y todo estaba desierto y solo. Mi verdugo y yo éramos los únicos habitantes de aquel lugar triste, abandonado y desnudo. A nuestro lado ruinas deformes iluminadas por la claridad de un sol que me parecía espantoso; delante el triste río, donde el agua remansada y quieta no producía, al parecer, ni corriente ni ruido; más allá la verde orilla opuesta. No se oía ninguna voz humana, ni paso de hombre ni de bruto, ni más rumor que el canto de los pájaros que alegremente cruzaban el Tormes para huir de aquel sitio de desolación en busca de la frescura y verdor de la otra ribera. No podía pedir auxilio a nadie más que a Dios.

Pero sentí de pronto la iluminación de una idea divina, divina, sí, que penetró en mi mente, lanzada como rayo invisible de la inmortal y alta fuente del pensamiento; sentí no sé qué dulces voces en mi oído, no sé qué halagüeñas palpitaciones en mi corazón, un brío inexplicable, una esperanza que me llenaba todo, y sentir esto, y pensarlo, y formar un plan, fue todo uno. He aquí cómo.

Bruscamente y disimulando tanto mi recelo cual si fuera yo el criminal y él la víctima, detuve a Jean-Jean, tomé una actitud severa, resuelta y grave; le miré como se mira a cualquier miserable que va a prestarnos un servicio, y en tono muy altanero le dije:

-Sr. Jean-Jean: este sitio me parece muy a propósito para hablar a solas.

El hombre se quedó lelo.

-Desde que le vi a usted, desde que le hablé, le tuve por hombre de entendimiento, de   —136→   actividad, y esto precisamente, esto, es lo que yo necesito ahora.

Vaciló un momento, y al fin estúpidamente me dijo:

-De modo que...

-No, no soy lo que parezco. Se puede engañar a esos imbéciles Tourlourou y Molichard; pero no a usted.

-Ya me lo figuraba -afirmó-, sois espía.

-No. Extraño que un entendimiento como el tuyo haya incurrido en esa vulgaridad -dije tuteándole con desenfado-. Ya sabes que los espías son siempre rústicos labriegos que por dinero exponen su vida. Mírame bien. A pesar del vestido, ¿tengo cara de labriego?

-No, a fe mía. Sois un caballero.

-Sí, un caballero, un caballero, y tú también lo eres, pues la caballerosidad no está reñida con la pobreza.

-Ciertamente que no.

-¿Y has oído nombrar al marqués de Rioponce?

-No... sí... sí me parece que le he oído nombrar.

-Pues ese soy yo. ¿Podré vanagloriarme de haber encontrado en este día aciago para mí, un hombre de buenos sentimientos que me sirva, y al cual demostraré mi gratitud recompensándole con lo que él mismo nunca ha podido soñar?... Porque tú como soldado eres pobre, ¿no es cierto?

-Pobre soy -dijo, no disimulando la avaricia que por las claras ventanas de sus ojos asomaba.

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-Escasa es la cantidad que llevo sobre mí; pero para la empresa que hoy traigo entre manos he traído suma muy respetable, hábilmente encerrada dentro del pelote que rellena el aparejo de mi cabalgadura.

-¿Dónde dejasteis vuestro pollino? -preguntó.

Me quería comer con los ojos.

-Eso se queda para después.

-Si sois espía, no contéis conmigo para nada, señor marqués -dijo con cierta confusión-. No haré nunca traición a mis banderas.

-Ya he dicho que no soy espía.

-C'est drôle. ¿Pues qué demonios os trae a Salamanca en ese traje, vendiendo verduras y haciéndoos pasar por un campesino de Escuernavacas?

-¿Qué me trae? Una aventura amorosa.

Dije esto y lo anterior con tal acento de seguridad, tanto aplomo y dominio de mí mismo, que en los ojos del que había querido ser mi asesino observé, juntamente con la avaricia, la convicción.

-¡Una aventura amorosa! -dijo asaltado nuevamente por la duda, después de breve meditación-. ¿Y por qué no habéis venido tal y como sois? ¿Para qué ocultaros así de toda Salamanca?

-¡Qué pregunta!... A fe que en ciertos momentos pareces un niño inocente. Si la aventura amorosa fuera de esas que se vienen a la mano por fáciles y comunes, tendrías razón; pero esta de que me ocupo es peligrosa y   —138→   tan difícil, que es indispensable ocultar por completo mi persona.

-¿Es que algún francés os ha quitado vuestra novia? -preguntó el dragón sonriendo por primera vez en aquel diálogo.

-Casi, casi... parece que vas acertando. Hay en Salamanca una persona que amo y a quien me llevaré conmigo, si puedo; ¡otra que aborrezco y a quien mataré si puedo!

-¿Y esa segunda persona es quizás alguno de nuestros queridos generales? -dijo con sequedad-. Señor marqués, no contéis conmigo para nada.

-No, esa persona no es ningún general, ni siquiera es francés. Es un español.

-Pues si es un español, le diable m'emporte... podéis tratarle todo lo mal que os agrade. Ningún francés os dirá una palabra.

-No, porque ese hombre es poderoso, y aunque español ha tiempo que sirve la causa francesa. Es travieso como ninguno, y si me hubiera presentado aquí dando a conocer mi nombre, habríame sido imposible evitar una persecución rápida y terrible, o quizás la muerte.

-En una palabra, señor mío -dijo con impaciencia-, ¿qué es lo que queréis que yo haga para serviros?

-Primero que no me denuncies, estúpido -exclamé tratándole despóticamente para establecer mejor aún mi superioridad-; después que me ayudes a buscar el domicilio de mi enemigo.

-¿No lo sabéis?

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-No. Es esta la primera vez que vengo a Salamanca. Como vuestros groseros camaradas quisieron prenderme, no he tenido tiempo de nada.

-Ahora que nombráis a mis camaradas... -dijo Jean-Jean con mucho recelo- me ocurre... Cuidado que hicisteis bien el papel de aldeano. No me he olvidado de los refranes. Si ahora también...

-¿Sospechas de mí? -grité con altanería.

-Nada de soberbia, señor marquesito -repuso con insolencia-. Ved que puedo denunciaros.

-Si me denuncias, sólo experimento la contrariedad de no poder llevar adelante mi proyecto; pero tú perderás lo que yo pudiera darte.

-No hay que reñir -dijo en tono benévolo-. Referidme en qué consiste esa aventura amorosa, pues hasta ahora no me habéis dicho más que vaguedades.

-Un miserable hijo de Salamanca, un perdido, un sans culotteha robado de la casa paterna a cierta gentil doncella, de la más alta nobleza de España, un ángel de belleza y de virtud...

-¡La ha robado!... Pues qué, ¿así se roban doncellas?

-La ha robado por satisfacer una venganza, que la venganza es el único goce de su alma perversa; por retener en su poder una prenda que le permita amenazar a la más honrada y preclara casa de Andalucía, como retienen los ladrones secuestradores la persona del rico, pidiendo a la familia la suma del   —140→   rescate. Por largo tiempo ha sido inútil toda mi diligencia y la de los parientes de esa desgraciada joven para averiguar el lugar donde la esconde su fementido secuestrador; pero una casualidad, un suceso insignificante al parecer, pero que ha sido aviso de Dios, sin duda, me ha dado a conocer que ambos están en Salamanca. Él no habita sino en las ciudades ocupadas por los franceses, porque teme la ira de sus paisanos, porque es un hombre maldito, traidor a su patria, irreligioso, cruel, un mal español y un mal hijo, Jean-Jean, que, devorado por impío rencor hacia la tierra en que nació, le hace todo el daño que puede. Su vida tenebrosa, como la de los topos, empléase en fundar y en propagar sociedades de masonería, en sembrar discordias, en levantar del fondo de la sociedad la hez corrompida que duerme en ella, en arrojar la simiente de las turbaciones de los pueblos. Favorécenle ustedes porque favorecen todo lo que divida, aniquile y desarme a los españoles. Él corre de pueblo en pueblo, ocultando en sus viajes nombre, calidad y ocupación para no provocar la ira de los naturales, y cuando no puede viajar acompañado por las tropas francesas, se oculta con los más indignos disfraces. Últimamente ha venido de Plasencia a Salamanca fingiéndose cómico, y su cuadrilla imitaba tan perfectamente una compañías de la legua, que pocos en el tránsito sospecharon el engaño...

-Ya sé quién es -dijo súbitamente y sonriendo Jean-Jean-. Es Santorcaz.

-El mismo, D. Luis de Santorcaz.

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-A quien algunos españoles tienen por brujo, encantador y nigromante. Y para entenderos con ese mal sujeto -añadió el francés- ¿os disfrazáis de ese modo? ¿Quién os ha dicho que Santorcaz es poderoso entre nosotros? Lo sería en Madrid; pero no aquí. Las autoridades le consienten, pero no le protegen. Hace tiempo que ha caído en desgracia.

-¿Le conoces bien?

-Pues ya; en Madrid éramos amigos. Le escolté cuando salió a Toledo a conferenciar con la junta, y nos hemos reconocido después en Salamanca. Estuvo aquí hace tres meses, y después de una ausencia corta, ha vuelto... Caballero marqués, o lo que seáis, para luchar contra semejante hombre no necesitáis llevar ese vestido burdo ni disimular vuestra nobleza; podéis hacer con él lo que mejor os convenga, incluso matarle, sin que el gobierno francés os estorbe. Oscuro, olvidado y no muy bien quisto, Santorcaz se consuela con la masonería, y en la logia de la calle de Tentenecios unos cuantos perdidos españoles y franceses, lo peor sin duda de ambas naciones, se entretienen en exterminar al género humano, volviendo al mundo patas arriba, suprimiendo la aristocracia y poniendo a los reyes una escoba en la mano, para que barran las calles. Ya veis que esto es ridículo. Yo he ido varias veces allí en vez de ir al teatro, y en verdad que no debieran disfrazarse de cómicos porque realmente lo son.

-Veo que eres un hombre de grandísimo talento.

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-Lo que soy -dijo el soldado en tono de alarmante sospecha- es un hombre que no se mama el dedo. ¿Cómo es posible que siendo vuestro único enemigo un hombre tan poco estimado y siendo vos marqués de tantas campanillas, necesitéis venir aquí vendiendo verdura y engañando a todo el pueblo, cual si no hubierais de luchar con un intrigante de baja estofa, sino con todos nosotros, con nuestro poder, nuestra policía, y el mismo gobernador de la plaza, el general Thiebaut-Tibo?

Jean-Jean razonaba lógicamente, y por breve rato no supe qué contestarle.

-Connu, connu... Basta de farsas. Sois espía -exclamó con acento brutal-. Si después de venir aquí como enemigo de la Francia os burláis de mí, juro...

-Calma, calma, amigo Jean-Jean -dije procurando esquivar el gran peligro que me amenazaba, después que lo creí conjurado-. Ya te dije que una aventura amorosa... ¿No has reparado que Santorcaz lleva consigo una joven...

-Sí, ¿y qué? Dicen que es su hija...

-¡Su hija! -exclamé afectando una cólera frenética-; ¿ese miserable se atreve a decir que es su hija? No puede ser.

-Así lo dicen, y en verdad que se le parece bastante -repuso con calma mi interlocutor.

-¡Oh! por Dios, amigo mío, por todos los santos, por lo que más ames en el mundo, llévame a casa de ese hombre, y si delante de mí se atreve a decir que Inés es su hija le arrancaré la lengua.

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-Lo que puedo aseguraros es que la he visto paseando por la ciudad y sus alrededores, dando el brazo a Santorcaz, que está muy enfermo, y la muchacha, muy linda por cierto, no tenía modos de estar descontenta al lado del masón, pues cariñosamente le conduce por las calles y le hace mimos y monerías... Y ahora, mon petit, salís con que es vuestra novia, y una señora encantada oprincesse d' Araucaine, según habéis dado a entender... Bueno, ¿y qué?

-Que he venido a Salamanca para apoderarme de ella y restituirla a su familia, empresa en la cual espero que me ayudarás.

-Si ha sido robada, ¿por qué esa familia, que es tan poderosa, no se ha quejado al rey José?

-Porque esa familia no quiere pedir nada al rey José. Eres más preguntón que un fiscal, y yo no puedo sufrirte más -grité sin poder contener mi impaciencia y enojo-. ¿Me sirves, sí o no?

Jean-Jean, viendo mi actitud resuelta, vaciló un momento y después me dijo:

-¿Qué tengo que hacer? ¿Llevaros a la calle del Cáliz, donde está la casa de Santorcaz, entrar, acogotarle y coger en brazos a la princesa encantada?

-Eso sería muy peligroso. Yo no puedo hacer eso sin ponerme antes de acuerdo con ella, para que prepare su evasión con prudencia y sin escándalo. ¿Puedes tú entrar en la casa?

-No muy fácilmente, porque el señor Santorcaz   —144→   tiene costumbres de anacoreta y no gusta de visitas; pero conozco a Ramoncilla, una de las dos criadas que le sirven, y podría introducirme en caso de gran interés.

-Pues bien; yo escribo dos palabras, haces que lleguen a manos de la señorita Inés, y una vez que esté prevenida...

-Ya os entiendo, tunante -dijo con malicia de zorro y burlándose de mí-. Queréis que me quite de vuestra presencia para escaparos.

-¿Todavía dudas de mi sinceridad? Atiende a lo que escribo con lápiz en este papel.

Apoyando un pedazo de papel en la pared escribí lo siguiente que por encima de mi hombro leía Jean-Jean:

«Confía en el portador de este escrito, que es un amigo mío y de tu mamá la condesa de ***, y al cual señalarás el sitio y hora en que puedo verte, pues habiendo venido a Salamanca decidido a salvarte, no saldré de aquí sin ti. -Gabriel».

-¿Nada más que esto? -dijo tomando el papel y observándolo con la atención profunda del anticuario que quiere descifrar una inscripción oscura.

-Concluyamos. Tú llevas ese papel; procuras entregarlo a la señorita Inés; y si me traes en el dorso del mismo una sola letra suya, aunque sea trazada con la uña, te entregaré los seis doblones que llevo aquí, dejando para recompensar servicios de más importancia, lo que guardé en el mesón.

-¡Sí, bonito negocio! -dijo el francés con desdén-. Yo voy a la calle del Cáliz, y en   —145→   cuanto me aleje, vos que no deseáis sino perderme de vista, echáis a correr, y...

-Iremos juntos y te esperaré en la puerta...

-Es lo mismo, porque si subo y os dejo fuera...

-¡Desconfías de mí, miserable! -exclamé inflamado por la indignación, que se mostró de un modo terrible en mi voz y en mi gesto.

-Sí, desconfío... En fin, voy a proponeros una cosa, que me dará garantía contra vos. Mientras voy a la calle del Cáliz, os dejaré encerrado en paraje muy seguro, del cual es imposible escapar. Cuando vuelva de mi comisión os sacaré y me daréis el dinero.

La ira se desbordaba en mí, mas viendo que era imposible escapar del poder de tan vil enemigo, acepté lo que me proponía, reconociendo que entre morir y ser encerrado durante un espacio de tiempo que no podía ser largo; entre la denuncia como espía y una retención pasajera, la elección no era dudosa.

-Vamos -le dije con desprecio- llévame a donde quieras.

Sin hablar más, Jean-Jean marchó a mi lado y volvimos a penetrar en aquel laberinto de ruinas, de edificios medio demolidos y revueltos escombros donde empezaban las fortificaciones. Vimos primero alguna gente en nuestro camino, y después la multitud que iba y venía, y trabajaba en los parapetos, amontonando tierra y piedras, es decir, fabricando la guerra con los festos de la religión. Ambos silenciosos llegamos a un pórtico vasto,   —146→   que parecía ser de convento o colegio, y nos dirigimos a un claustro, donde vi hasta dos docenas de soldados, que tendidos por el suelo jugaban y reían con bullicio, gente feliz en medio de aquella nacionalidad destruida, pobres jóvenes sencillos e ignorantes de las causas que les habían movido a convertir en polvo la obra de los siglos.

-Este es el convento de la Merced Calzada -me dijo Jean-Jean-. No se ha podido acabar de demoler, porque había mucha faena por otro lado. En lo que queda nos acuartelamos doscientos hombres. ¡Buen alojamiento! Benditos sean los frailes. ¡Charles le téméraire! -gritó después llamando a uno de los soldados que estaban en el corro.

-¿Qué hay? -dijo adelantándose un soldado pequeño y gordinflón-. ¿A quién traes contigo?

-¿Dónde está mi primo?

-Por ahí anda. ¡Pied-de- mouton!

Presentose al poco rato un sargento bastante parecido a mi acompañante maldito, y este le dijo:

-Pied-de-mouton, dame la llave de la torre.




ArribaAbajo- XVIII -

Un instante después, Jean-Jean entraba conmigo en un aposento que no era ni oscuro   —147→   ni húmedo, como suelen ser los destinados a encerrar prisioneros.

-Permitidme,señor pequeño marqués -me dijo con burlona cortesía- que os encierre aquí mientras voy a la calle del Cáliz. Si me dais antes de partir los doblones prometidos, os dejaré libre.

-No -repuse con desprecio-. Para tener la recompensa sin el servicio, necesitas matarme, vil. Inténtalo y me defenderé como pueda.

-Pues quedaos aquí. No tardaré en volver.

Marchose, cerrando por fuera la puerta que era gruesísima. Al verme solo, toqué los muros, cuyo espesor de dos varas anunciaba una solidez de construcción a prueba de terremotos... ¡Triste situación la mía! Cerca del medio día, y antes de que pudiera adquirir todos los datos que mi general deseaba, encontrábame prisionero, imposibilitado de recorrer solo y a mis anchas la población. Hablando en plata, Dios no me había favorecido gran cosa, y a tales horas, poco sabía yo, y nada había hecho.

Senteme fatigado, alcé la cabeza para explorar lo que había encima, y vi una escalera que, arrancando del suelo, seguía doblándose en los ángulos y arrollándose hasta perderse en alturas que no distinguía claramente mi vista. Los negros tramos de madera subían por el prisma interior, articulándose en las esquinas como una culebra con coyunturas, y las últimas vueltas perdíanse arriba en la alta región de las campanas. Una luz vivísima,   —148→   entrando por las rasgadas ventanas sin vidrios, iluminaba aquel largo tubo vertical, en cuya parte inferior me encontraba. Atracción poderosa llamábame hacia arriba, y subí corriendo. Más que subir, aquella veloz carrera mía fue como si me arrojara en un pozo vuelto del revés.

Saltando los escalones de dos en dos, llegué a un piso donde varios aparatos destruidos me indicaron que allí había existido un reloj. Por fuera una flecha negra que estuvo dando vueltas durante tres siglos, señalaba con irónica inmovilidad una hora que no había de correr más. Por todas partes pendían cuerdas; pero no había campanas. Era aquello el cadáver de una cristiana torre, mudo e inerte como todos los cadáveres. El reloj había cesado de latir marcando la oscilación de la vida, y las lenguas de bronce habían sido arrancadas de aquellas gargantas de piedra que por tanto tiempo clamaran en los espacios, saludando el alba naciente, ensalzando al Señor en sus grandes días y pidiendo una oración para los muertos. Seguí subiendo, y en lo más alto dos ventanas, dos enormes ojos miraban atónitos el vasto cielo y la ciudad y el país, como miran los espantados ojos de los muertos, sin brillo y sin luz. Al asomarme a aquellas cavidades, lancé un grito de júbilo.

Debajo de mi vista se desarrollaba un mapa de gran parte de la ciudad y sus contornos, su río y su campiña.

Un viento suave mugía en la bóveda de la torre solitaria, articulando en aquel cráneo   —149→   vacío sílabas misteriosas. Figurábaseme que la mole se tambaleaba como una palmera, amenazando caer antes que las piquetas de los franceses la destruyeran piedra a piedra. A veces me parecía que se elevaba más, más todavía, y que la ciudad ilustre, la insigne Roma la chica, se desvanecía allá abajo perdiéndose entre las brumas de la tierra. Vi otras torres, los tejados, las calles, la majestuosa masa de las dos catedrales, multitud de iglesias de diferentes formas que habían tenido el privilegio de sobrevivir; innumerables ruinas, donde centenares de hombres, parecidos a hormigas que arrastran granos de trigo, corrían y se mezclaban; vi el Tormes, que se perdía en anchas curvas hacia Poniente, dejando a su derecha la ciudad y faldeando los verdes campos del Zurguen por la otra orilla; vi las plataformas, las escarpas y contra-escarpas, los rebellines, las cortinas, las troneras, los cañones, los muros aspillerados, los parapetos hechos con columnatas de los templos, los espaldones amasados con el polvo y la tierra que fueron huesos y carne de venerables monjas y frailes; vi los cañones enfilados hacia afuera, los morteros, el foso, las zanjas, los sacos de tierra, los montones de balas, los parques al aire libre... ¡Oh, Dios poderoso, me diste más de lo que yo pedía! Vagaba por la ciudad imposibilitado de cumplir con mi deber, amenazado de muerte, expuesto a mil peligros, vendido, perdido, condenado, sin poder ver, sin poder mirar, sin poder escuchar, sin poder adquirir idea exacta ni aun confusa   —150→   de lo que me rodeaba, hasta que un brazo de piedra, recogiéndome de entre las ruinas del suelo, alzome en los aires para que todo lo viese.

-Bendito sea el Señor omnipotente y misericordioso -exclamé-. Después de esto no necesito más que ojos, y afortunadamente los tengo.

La torre de la Merced tenía suficiente elevación para observar todo desde ella. Casi a sus pies estaba el colegio del Rey; seguía San Cayetano; después, en dirección al ocaso, el colegio mayor de Cuenca, y por último, los Benitos; en la elevación de enfrente vi una masa de edificios arruinados, cuyos nombres no conocía, pero cuyas murallas se podían determinar perfectamente, con las piezas de artillería que las guarnecían. Volviéndome al lado opuesto, vi lo que llamaban Teso de San Nicolás, los Mostenses, el Monte Olivete, y entre estas posiciones y aquellas, el foso y los caminos cubiertos que bajaban al puente.

Desde la puerta de San Vicente, donde estaba el rebellín con los cuatro cañones giratorios de que habló Molichard, partía un foso que se enlazaba con los Milagros. En la parte anterior y superior del foso había una línea de aspilleras sostenida por fuerte estacada. Todo el edificio de San Vicente estaba aspillerado, y sus fuegos podían dirigirse al interior de la ciudad y al campo. San Cayetano era imponente. Demolido casi por completo, habían formado espacioso terraplén con baterías de todos calibres, y sus fuegos podían barrer la   —151→   plazuela del Rey, el puente y la explanada del Hospicio.

Aunque el recelo de que mi carcelero volviese pronto me obligó a trazar con mucha precipitación el dibujo que deseaba, este no salió mal, y en él representé imperfectamente, pero con mucha claridad, lo mucho y bueno que veía. Hícelo ocultándome tras el antepecho de la torre, y aunque la proyección geométrica dejaba algo que desear como obra de ciencia, no olvidé detalle alguno, indicando el número de cañones con precisión escrupulosa. Terminado mi trabajo, guardélo muy cuidadosamente y bajé hasta la entrada de la torre. Echándome sobre el primer escalón, aguardé al r. Jean-Jean, con intento de fingir que dormía cuando él llegase.

Tardó bastante tiempo, poniéndome en cuidado y zozobra; mas al fin apareció, y le recibí haciendo como que me despertaba de largo y sabroso sueño. La expresión de su rostro pareciome de feliz augurio. Dios había empezado a protegerme, y hubiera sido crueldad divina torcer mi camino en aquella hora cuando tan fácil y transitable se presentaba delante de mí, llevándome derechamente a la buena fortuna.

-Podéis seguirme -dijo Jean-Jean-. He visto a vuestra adorada.

-¿Y qué? -pregunté con la mayor ansiedad.

-Me parece que os ama, señor marqués -dijo en tono de lisonja y sonriendo con el servilismo propio de quien todo lo hace por dinero-.   —152→   Cuando le di vuestro billete, se quedó más blanca que el papel en que lo escribisteis... El Sr. Santorcaz, que está muy enfermo, dormía. Yo llamé a Ramoncilla, le prometí un doblón si hacía venir a la niña delante de mí para darle el billete; pero ¡cosa imposible! La niña está encerrada y el amo cuando duerme, guarda la llave debajo de la almohada... Insistí, prometiendo dos doblones... Entró la muchacha, hizo señas, apareció por un ventanillo una hermosísima figura, que alargó la mano... Subime a un tonel... no era bastante y puse sobre el tonel una silla... ¡Oh, señor marqués! Después de leer el papel me dijo que fueseis al momento y luego como le indicase que necesitabais ver dos letras suyas para creerme, trazó con un pedazo de carbón esto que aquí veis... si he ganado bien mis seis doblones -añadió lisonjeándome con una de esas cortesías que sólo saben hacer los franceses-, vuecencia lo dirá.

El pícaro había cambiado por completo en gesto y modales para conmigo. Tomé el papel y decía: «Ven al instante», trazado en caracteres que reconocí al momento. Los garabatos con que los ángeles deben de escribir en el libro de ingresos del cielo el nombre de los elegidos, no me hubieran alegrado más.

Sin hacerme repetir la súplica indirecta, pagué a Jean-Jean.

Salimos a toda prisa de la torre, atalaya de mi espionaje, y luego del claustro y convento arruinado; enderezando nuestros pasos por calles o callejuelas, pasamos por delante   —153→   de la catedral, y luego nos internamos de nuevo por varias angostas vías, hasta que al fin parose Jean-Jean y dijo:

-Aquí es. Entremos despacito, aunque sin miedo, porque nadie nos estorba llegar hasta el patio. Ramoncilla nos dejará pasar. Después Dios dirá.

Atravesamos el portal oscuro, y empujando una puerta divisamos un patio estrecho y húmedo, donde se nos apareció Ramoncilla, la cual gravemente hizo señas de que no metiésemos ruido, y luego inclinó su cabeza sobre la palma de la mano, para indicar sin duda que el señor seguía durmiendo. Avanzamos paso a paso, y Jean-Jean, sin abandonar su sonrisa de lisonja, señalome una estrecha ventana que se abría en uno de los muros del patio. Miré, pero nadie asomó por ella. Mi emoción era tan grande que me faltaba el aliento, y dirigía con extravío los ojos a todos lados como quien ve fantasmas.

Sentí un ruido extraño, rumor como el de las alas de un insecto cuando surca el aire junto a nuestra cabeza, o el roce de una sutil tela con otra. Alcé la vista y la vi, vi a Inés en la ventana, sosteniendo la cortina con la mano izquierda y fijo en la boca el índice de la derecha para imponerme silencio. Su semblante expresaba un temor semejante al que nos sobrecoge cuando nos vemos al borde de un hondo precipicio sin poder detener ya la gravitación que nos empuja hacia él. Estaba pálida como la muerte, y el mirar de sus espantados ojos me volvía loco.

  —154→  

Vi una escalera a mi derecha y me precipité por ella, pero la criada y el francés dijéronme más con signos que con palabras que subiendo por allí no podía entrar. Moví los brazos ordenando a Inés que bajase; pero hizo ella signos negativos que me desesperaron más.

-¿Por dónde subo? -pregunté.

La infeliz llevose ambas manos a la cabeza, lloró, y repitió su negativa. Luego parecía quererme decir que esperase.

-Subiré -dije al francés, buscando algún objeto que disminuyese la distancia.

Pero Jean-Jean, oficioso y solícito, como quien ha recibido seis doblones, había ya rodado el tonel que en un ángulo del patio estaba y puéstolo bajo la ventana. Aquel auxilio era pequeño, pues aún faltaba gran trecho sin apoyo ni asidero alguno. Yo devoraba con los ojos la pared, o más que pared, inaccesible montaña, cuando Jean-Jean, rápido, diligente y risueño, subió al tonel señalándome sus robustos hombros. Comprender su idea y utilizarla fue obra del mismo momento, y trepando por aquella escalera de carne francesa, así con mis trémulas manos el antepecho de la ventana. Estaba arriba.




ArribaAbajo- XIX -

Encontreme frente a Inés que me miraba, confundiendo en sus ojos la expresión de dos   —155→   sentimientos muy distintos: la alegría y el terror. No se atrevía a hablarme; puso violentamente su mano en mi boca cuando quise articular la primera palabra; inundó de lágrimas ardientes mi pecho, y luego, indicándome con movimientos de inquietud que yo no podía estar allí, me dijo:

-¿Y mi madre?

-Buena... ¿qué digo buena?... medio muerta por tu ausencia... ven al instante... estás en mi poder... ¿Lloras de alegría?

La estreché con vehemente cariño en mis brazos y repetí:

-¡Sígueme al momento... pobrecita!... Te ahogas aquí... tanto tiempo buscándote... ¡Huyamos, vida y corazón mío!

La noticia de mi próxima muerte no me hubiera producido tanto dolor como las palabras de Inés cuando, temblando en mis brazos, me dijo:

-Márchate tú. Yo no.

Separeme de ella y la miré como se mira un misterio que espanta.

-¿Y mi madre? -repitió ella.

Su voz débil y quejumbrosa apenas se oía. Resonaba tan sólo en mi alma.

-Tu madre te aguarda. ¿Ves esta carta? Es suya.

Arrebatándome la carta de las manos, la cubrió de besos y lágrimas y se la guardó en el seno. Luego con rapidez suma se apartó de mí, señalándome con insistencia el patio.

El espíritu que va consentido al cielo y encuentra en la puerta a San Pedro que le dice:   —156→   «Buen amigo, no es este vuestro destino; tomad por aquella senda de la izquierda»; ese espíritu que equivoca el camino, porque ha equivocado su suerte, no se quedará tan absorto como me quedé yo.

En mi alma se confundían y luchaban también sentimientos diversos; primero una inmensa alegría, después la zozobra, mas sobre todos dominaron la rabia y el despecho, cuando vi que aquella criatura tan amada, a quien yo quería devolver la libertad, me despedía sin que se pudiera traslucir el motivo. ¡Era para volverse loco! ¡Encontrarla después de tantos afanes, entrever la posibilidad de sacarla de allí para devolverla a su angustiada madre, a la sociedad, a la vida; recobrar el perdido tesoro del corazón, tomarlo en la mano y sentir rechazada esta mano!...

-¡Ahora mismo vas a salir de aquí conmigo! -dije sin bajar la voz y estrechando tan fuertemente su brazo que, a causa del dolor, no pudo reprimir un ligero grito.

Arrojose a mis plantas y tres veces, tres veces, señores, con acento que heló la sangre en mis venas, repitió:

-No puedo.

-¿No me mandaste que viniera? -dije recordando el papel escrito con carbón.

Tomó de una mesa un largo pliego escrito recientemente, y dándomelo, me dijo:

-Toma esa carta, vete y haz lo que te digo en ella. Te veré otro día por esta ventana.

-No quiero -grité haciendo pedazos el papel-. No me voy sin ti.

  —157→  

Me asomé por la ventana y vi que Jean-Jean y Ramoncilla habían desaparecido. Inés se arrodilló de nuevo ante mí.

-¡La llave, trae pronto la llave! -dije bruscamente-. Levántate del suelo... ¿oyes?...

-No puedo salir -murmuró-. Vete al momento.

Sus grandes ojos abiertos con espanto, me expulsaban de la casa.

-¡Estás loca! -exclamé-. Dime «muere», pero no digas «vete»... Ese hombre te impide salir conmigo; tiene tanto poder sobre ti que te hace olvidar a tu madre y a mí que soy tu hermano, tu esposo, ¡a mí que he recorrido media España buscándote, y cien veces he pedido a Dios que tomara mi vida en cambio de tu libertad!... ¿Te niegas a seguirme?... Dime dónde está ese verdugo, porque quiero matarle; no he venido más que a eso.

Su turbación hizo expirar las palabras en mi garganta. Estrechó amorosamente mi mano, y con voz angustiosa que apenas se oía, me dijo:

-Si me quieres todavía, márchate.

Mi furor iba a estallar de nuevo con mayor violencia, cuando un acento lejano, un eco que llegaba hasta nosotros debilitado por la distancia, clamó repetidas veces:

-Inés, Inés.

Una campanilla sonó al mismo tiempo con discorde vibración.

Levantose ella despavorida, trató de componer su rostro y cabello secando las lágrimas de sus ojos, vino hacia mí poniendo en la mirada   —158→   toda su alma para decirme que callase, que estuviese quieto, que la obedeciese retirándome, y partió velozmente por un largo pasadizo que se abría en el fondo de la habitación.

Sin vacilar un instante la seguí. En la oscuridad, servíanme de guía su forma blanca que se deslizaba entre las dos negras paredes, y el ruido de su vestido al rozar contra una y otra en la precipitada marcha. Entró en una habitación espaciosa y bien iluminada, en donde entré también. Era su dormitorio, y al primer golpe de vista advertí la agradable decencia y pulcritud de aquella estancia, amueblada con arte y esmero. El lecho, las sillas, la cómoda, las láminas, la fina estera de colores, los jarros de flores, el tocador, todo era bonito y escogido.

Cuando puse mis pies en la alcoba, ella que iba mucho más a prisa que yo, había pasado a otra pieza contigua por una puerta vidriera, cuya luz cubrían cortinas blancas de indiana con ramos azules. Allí me detuve y la vi avanzar hacia el fondo de una vasta estancia medio oscura, en cuyo recinto resonaba la voz de Santorcaz. El rencor me hizo reconocerle en la penumbra de la ancha cuadra, y distinguí la persona del miserable, doloridamente recostada en un sillón con las piernas extendidas sobre un taburete y rodeado de almohadas y cojines.

También pude ver que la forma blanca de Inés se acercaba al sillón: durante corto rato ambos bultos estuvieron confundidos y enlazados, y sentí el estallido de amorosos besos   —159→   que imprimían los labios del hombre sobre las mejillas de la mujer.

-Abre, abre esas maderas, que está muy oscuro el cuarto -dijo Santorcaz- y no puedo verte bien.

Inés lo hizo así, y la copiosa y rica luz del Mediodía iluminó la estancia. Mis ojos la escudriñaron en un segundo, observando todo, personajes y escena. A Santorcaz con la barba crecida y casi enteramente blanca, el rostro amarillo, hundidos los ojos de fuego, surcada de arrugas la hermosa y vasta frente, huesosas las manos, fatigado el aliento, no le hubiera conocido otro que yo, porque tenía grabadas en la mente sus facciones con la claridad del rostro aborrecido. Estaba viejo, muy viejo. La pieza contenía armas puestas en bellas panoplias, algunos muebles antiguos de gastado entalle, muchos libros, diversos armarios, arcones, un lecho cuyo dosel sostenían torneadas columnas, y un ancho velador lleno de papeles en confusión revueltos.

Inés se juntó al hombre a quien por su vejez prematura puedo llamar anciano.

-¿Por qué has tardado en venir? -dijo Santorcaz con acento dulce y cariñoso, que me causó gran sorpresa.

-Estaba leyendo aquel libro... aquel libro... ya sabes -dijo la muchacha con turbación.

El anciano tomando la mano de Inés la llevó a sus labios con inefable amor.

-Cuando mis dolores -prosiguió- me permiten algún reposo y duermo, hija mía, en el   —160→   sueño me atormenta una pena angustiosa; me parece que te vas y me dejas solo, que te vas huyendo de mí. Quiero llamarte y no puedo proferir voz alguna, quiero levantarme para seguirte y mi cuerpo convertido en estatua de hierro no me obedece...

Callando un momento para reposar su habla fatigosa, prosiguió luego así:

-Hace un instante dormía con sueño indeciso. Me parecía que estaba despierto. Sentí voces en la habitación que da al patio; te vi dispuesta a huir, quise gritar; un peso horroroso, una montaña, oprimía mi pecho... todavía moja mi frente el sudor frío de aquella angustia... Al despertar eché de ver que todo era una nueva repetición del mismo sueño que me atormenta todas las noches... Di, ¿me abandonarás? ¿abandonarás a este pobre enfermo, a este hombre ayer joven, hoy anciano y casi moribundo, que te ha hecho algún daño, lo confieso, pero que te ama, te adora como no suelen amar los hombres a sus semejantes, sino como se adora a Dios o a los ángeles? ¿Me abandonarás, me dejarás solo?...

-No -dijo Inés.

Aquel monosílabo apenas llegó hasta mí.

-¿Y me perdonas el mal que te he hecho, la libertad que te he quitado? ¿Olvidas las grandezas vanas y falaces que has perdido por mí...?

-Sí -contestó la muchacha.

-Pero no me amarás nunca como yo te amo. La prevención, el horror que te inspiré en los primeros días no podrá borrarse de tu   —161→   corazón, y esto me desespera. Todos mis esfuerzos para complacerte, mi empeño en hacerte agradable esta vida, el bienestar tranquilo que te he proporcionado, todo es inútil... La odiosa imagen del ladrón no te dejará ver en mí la venerable faz del padre. ¿No estás aún convencida de que soy un hombre bueno, honrado, leal, cariñoso, y no un monstruo abominable, como creen algunos necios?

Inés no contestó. La observé dirigiendo inquietas miradas a los vidrios, tras los cuales yo me ocultaba.

-Si por algo temo la muerte, es por ti -continuó el anciano-. ¡Oh! si pudiera llevarte conmigo sin quitarte la vida... Pero ¿quién asegura que moriré...? No; mi enfermedad no es mortal. Viviré muchos años a tu lado, mirándote y bendiciéndote, porque has llenado el vacío de mi existencia. ¡Bendito sea el Ser Supremo! Viviré, viviremos, hija mía; yo te prometo que serás feliz... ¿Pero no lo eres ahora? ¿Qué te falta...? ¿No me respondes...? Estás aterrada, te causo miedo...

El anciano calló un momento, y durante breve rato no se oyó en la habitación más que el batir de las tenues alas de una mosca que se sacudía contra los cristales, engañada por la transparencia de estos.

-¡Dios mío! -exclamó él con amargura-. ¿Seré yo tan criminal como dicen? ¿Lo crees tú así? Dímelo con franqueza... ¿Me juzgas un malvado? Hay en mi vida hechos extraños, hija mía, ya lo sabes; pero todo se explica y   —162→   se justifica en este mundo... ¿Qué razón hay para que te posea tu madre que durante tanto tiempo te tuvo abandonada pudiendo recogerte, y no te posea yo, que te amo por lo menos tanto como ella? no, que te amo más, muchísimo más, porque en la condesa pudo siempre el orgullo más que la maternidad, y jamás te llamó hija. Te tenía a su lado como un juguete precioso o fútil pasatiempo. Hija mía, la holgazanería, la corrupción y la vanidad de esos grandes, tan despreciables por su carácter, no tiene límites. Aborrece a esa gente, convéncete de la superioridad que tienes sobre ellos por la nobleza de tu alma; no les hagas el honor de ocupar tu entendimiento con una idea relativa a su vil orgullo. Haz tus alegrías con sus tormentos, y espera con deleite el día en que todos ellos caigan en el lodo. Apacienta tu fantasía con el espectáculo de reparación y justicia de esa gran caída que les espera, y acostúmbrate a no tener lástima de los explotadores del linaje humano, que han hecho todo lo posible para que el pueblo baile sobre sus cuerpos, después de muertos... ¿Pero estás llorando, Inés...? Siempre dices que no entiendes esto. No puedo borrar de tu alma el recuerdo de otros días...

Inés no contestó nada.

-Ya... -dijo Santorcaz con amarga ironía, después de breve pausa-. La señorita no puede vivir sin carroza, sin palacio, sin lacayos, sin fiestas y sin pavonearse como las cortesanas corrompidas en los palacios de los reyes... Un hombre del estado llanono puede dar esto   —163→   a una señorita, y la señorita desprecia a su padre.

La voz de Santorcaz tomó un acento duro y reprensivo.

-Quizás esperes volver allá... -añadió-. Quizás trames algún plan contra mí... ¡Ah! ingrata; si me abandonas, si tu corazón se deja sobornar por otros amores, si menosprecias el cariño inmenso, infinito, de este desgraciado... Inés, dame la mano, ¿por qué lloras...? vamos, vamos, basta de gazmoñerías... Las mujeres son mimosas y antojadizas... Vamos, hijita, ya sabes que no quiero lágrimas. Inés, quiero un rostro alegre, una conformidad tranquila, un ademán satisfecho...

El anciano besó a su hija en la frente, y después dijo:

-Acerca una mesa, que quiero escribir.

No pudiendo contenerme más, empujé las vidrieras para penetrar en la habitación.




ArribaAbajo- XX -

-¡Un hombre, un ladrón! -gritó Santorcaz.

-El ladrón eres tú -afirmé adelantando con resolución.

-¡Oh! Te conozco, te conozco... -exclamó el anciano levantándose no sin trabajo de su asiento y arrojando a un lado almohadas y cojines.

  —164→  

Inés al verme lanzó un grito agudísimo, y abrazando a su padre:

-No le hagas daño -dijo- se marchará.

-Necio -gritó él-. ¿Qué buscas aquí? ¿Cómo has entrado?

-¿Qué busco? ¿Me lo preguntas, malvado? -exclamé poniendo todo mi rencor en mis palabras-. Vengo a quitarte lo que no es tuyo. No temas por tu miserable vida, porque no me ensañaré en ese infeliz cuerpo a quien Dios ha dado el merecido infierno con anticipación; pero no me provoques, ni detengas un momento más lo que no te pertenece, reptil, porque te aplasto.

Al mirarme, los ojos de Santorcaz envenenaban y quemaban. ¡Tanta ponzoña y tanto fuego había en ellos!

-Te esperaba... -gritó-. Sirves a mis enemigos. Hijo del pueblo que comes las sobras de la mesa de los grandes, sabe que te desprecio. Enfermo e inválido estoy; mas no te temo. Tu vil condición y el embrutecimiento que da la servidumbre te impulsarán a descargar sobre mí la infame mano con que cargas la litera de los nobles. Desprecio tus palabras. Tu lengua, que adula a los poderosos e insulta a los débiles, sólo sirve para barrer el polvo de los palacios. Insúltame o mátame; pero mi adorada hija, mi hija que lleva en sus venas la sangre de un mártir del despotismo, no te seguirá fuera de aquí.

-Vamos -grité a Inés ordenándole imperiosamente que me siguiera, y despreciando aquel gárrulo estilo revolucionario que tan en   —165→   boga estaba entonces entre afrancesados y masones-. Vamos fuera de aquí.

Inés no se movía. Parecía la estatua de la indecisión. Santorcaz, gozoso de su triunfo, exclamó:

-¡Lacayo, lacayo! Di a tus indignos amos que no sirves para el caso.

Al oír esto, una nube de sangre cubrió mis ojos; sentí llamas ardientes dentro de mi pecho, y abalancéme hacia aquel hombre. El rayo, al caer, debe de sentir lo que yo sentí. Alargó su brazo para coger una pistola que en la cercana mesa había, y al dirigirla contra mi pecho, Inés se interpuso tan violentamente, que si dispara, hubiérala muerto sin remedio.

-¡No le mates, padre! -gritó.

Aquel grito, el aspecto del anciano enfermo, que arrojó el arma lejos de sí, renunciando a defenderse, me sobrecogieron de tal modo, que quedé mudo, helado y sin movimiento.

-Dile que nos deje en paz -murmuró el enfermo abrazando a su hija-. Sé que conoces hace tiempo a ese desgraciado.

La muchacha ocultó en el pecho del padre su rostro lleno de lágrimas.

-Joven sin corazón -me dijo Santorcaz con voz trémula-. Márchate; no me inspiras ni odio ni afecto. Si mi hija quiere abandonarme y seguirte, llévatela.

Clavó en su hija los ojos ardientes, apretando con su mano huesosa, no menos dura y fuerte que una garra, el brazo de la infeliz joven:

  —166→  

-¿Quieres huir de mi lado y marcharte con ese mancebo? -añadió soltándola y empujándola suavemente lejos de sí.

Di algunos pasos hacia adelante para tomar la mano de Inés.

-Vamos -le dije-. Tu madre te espera. Estás libre, querida mía, y se acabaron para ti el encierro y los martirios de esta casa, que es un sepulcro habitado por un loco.

-No, no puedo salir -me dijo Inés corriendo al lado del anciano, que le echó los brazos al cuello y la besó con ternura.

-Bien, señora -dije con un despecho tal, que me sentí impulsado a no sé qué execrables violencias-. Saldré. Nunca más me verá usted; nunca más verá usted a su madre.

-Bien sabía yo que no eras capaz de la infamia de abandonarme -exclamó el anciano llorando de júbilo.

Inés me lanzó una mirada encendida y profunda, en la cual sus negras pupilas, al través de las lágrimas, dijéronme no sé qué misterios, manifestáronme no sé qué enigmáticos pensamientos que en la turbación de aquel instante no pude entender. Ella quiso sin duda decirme mucho; pero yo no comprendí nada. El despecho me ahogaba.

-Gabriel -dijo el anciano recobrando la serenidad-. Aquí no haces falta. Ya has oído que te marches. Supongo que habrás traído escala de cuerda; mas para que bajes más seguro, toma la llave que hay sobre esa mesa, abre la puerta que hay en el pasillo, y por la   —167→   escalera que veas baja al patio. Te ruego que dejes la llave en la puerta.

Viendo mi indecisión y perplejidad, añadió con punzante y cruel ironía:

-Si puedo serte útil en Salamanca, dímelo con franqueza. ¿Necesitas algo? Parece que no has comido hoy, pobrecillo. Tu rostro indica vigilias, privaciones, trabajos, hambre... En la casa del hombre del estado llanono falta un pedazo de pan para los pobres que vienen a la puerta. ¿Sucede lo mismo en casa de los nobles?

Inés me miró con tanta compasión, que yo la sentí por ella, pues no se me ocultaba que padecía horriblemente.

-Gracias -respondí con sequedad-; no necesito nada. El pedazo de pan que he venido a buscar no ha caído en mi mano; pero volveré por él... Adiós.

Y tomando la llave, salí bruscamente de la estancia, de la escalera, del patio, de la horrible casa; pero padre, hija, estancia, patio y casa, todo lo llevaba dentro de mí.




ArribaAbajo- XXI -

Cuando me encontré en la calle traté de reflexionar, para que la razón, enfriando mi sofocante ira, iluminara un poco mi entendimiento sobre aquel inesperado suceso; pero en mí no había más que pasión, una irritación   —168→   salvaje que me hacía estúpido. Fuera ya de la escena, lejos ya de los personajes, traté de recordar palabra por palabra todo lo dicho allí; traté de recordar también la expresión de las fisonomías, para escudriñar antecedentes, indagar causas y secretos. Estos no pueden salir desde el fondo de las almas a la superficie de los apasionados discursos en un diálogo vivo entre personas que con ardor se aman o se odian.

A veces sentía no haber estrangulado a aquel hombre envejecido por las pasiones; a veces sentía hacia él inexplicable compasión. La conducta de Inés, tan desfavorable para mi amor propio, infundíame a ratos una ira violenta, ira de amante despreciado, y a ratos un estupor secreto con algo de la instintiva admiración que producen las grandezas de la Naturaleza cuando está uno cerca de ellas, cuando sabe uno que las va a ver, pero no las ha visto todavía.

Mi cerebro estaba lleno con la anterior entrevista. Pasaba el tiempo, pasaba yo maquinalmente de un sitio a otro, y aún los tenía a los dos ante la vista, a ella afligida y espantada, queriendo ser buena conmigo y con su padre; a Santorcaz furioso, irónico, díscolo e insultante conmigo, tierno y amoroso con ella. Observando bien a Inés, ahondando en aquel dolor suyo y en aquella su patética simpatía por la miseria humana, no había realmente nada de nuevo. En él sí, mucho.

Yo traía el pasado y lo ponía delante; registraba toda aquella parte de mi vida en que   —169→   tuviera relación con ambos personajes. Finalmente, hice respecto a mi propio pensar y sentir en aquella ocasión un raciocinio que iluminó un poco mi espíritu.

-Largo tiempo, y hoy mismo al encontrarme frente a él -dije- he considerado a ese hombre como un malvado, y no he considerado que es un padre.

Sin duda me había acostumbrado a ver aquel asunto desde un punto de vista que no era el más conveniente.

Así pensando y sintiendo, con el cerebro lleno, el corazón lleno, proyectando en redor mío mi agitado interior, lo cual me hacía ver de un modo extraño lo que me rodeaba, sin vivir más que para mí mismo, olvidado en absoluto lo que me llevara a Salamanca, discurrí por varias calles que no conocía.

De improviso ante mi cara apareció una cara. La vi con la indiferencia que inspira un figurón pintado, y tardé mucho tiempo en llegar al convencimiento de que yo conocía aquel rostro. En las grandes abstracciones del alma, el despertar es lento y va precedido de una serie de raciocinios en que aquella disputa con los sentidos sobre si reconoce o no lo que tiene delante. Yo razoné al fin, y dije para mí:

-Conozco estos ojuelos de ratón que delante tengo.

Recobrando poco a poco mi facultad de percepción, hablé conmigo de este modo:

-Yo he visto en alguna parte esta nariz insolente y esta boca infernal que se abre hasta las orejas para reír con desvergüenza y descaro.

  —170→  

Dos manos pesadas cayeron sobre mis hombros.

-Déjame seguir, borracho -exclamé, empujando al importuno, que no era otro que Tourlourou.

-¡Satané farceur! -gritó Molichard, que acompañaba por mi desgracia al otro-. Venid al cuartel.

-Drôle de pistolet... venid -dijo Tourlourou riendo diabólicamente-. Caballero Cipérez, el coronel Desmarets os aguarda...

-¡Ventre de biche!... os escapasteis cuando ibais a ser encerrado.

-Y sacasteis la navaja para asesinarnos.

-MonseigneurCipérez, vous serez coffré et niché.

Intenté defenderme de aquellos salvajes; pero me fue imposible, pues aunque borrachos, juntos tenían más fuerza que yo. Al mismo tiempo, como la escena en la casa de Santorcaz embargaba de un modo lastimoso mis facultades intelectuales, no me ocurría ardid ni artificio alguno que me sacase de aquel nuevo conflicto, más grave sin duda que los vencidos anteriormente.

Lleváronme, mejor dicho, arrastráronme hasta el cuartel, donde por la mañana tuve el honor de conocer a Molichard, y en la puerta detúvose Tourlourou, mirando al extremo de la calle.

-Dame... -chilló- allí viene el coronel Desmarets.

Cuando mis verdugos anunciaron la proximidad del coronel encargado de la policía de   —171→   la ciudad, encomendé mi alma a Dios, seguro de que si por casualidad me registraban y hallaban sobre mí el plano de las fortificaciones, no tardaría un cuarto de hora en bailar al extremo de una cuerda, como ellos decían. Volví angustiado los ojos a todas partes, y pregunté:

-¿No está por ahí el Sr. Jean-Jean?

Aunque el dragón no era un santo, le consideré como la única persona capaz de salvarme.

El coronel Desmarets se acercaba por detrás de mí. Al volverme... ¡oh asombro de los asombros!... le vi dando el brazo a una dama, señores míos, a una dama que no era otra que la mismísima miss Fly, la mismísima Athenais, la mismísima Pajarita.

Quedeme absorto, y ella al punto saludome con una sonrisa vanagloriosa que indicaba su gran placer por la sorpresa que me causaba.

Molichard y su vil compañero adelantáronse hacia el coronel, hombre grave y de más que mediana edad, y con todo el respeto que su embrutecedora embriaguez les permitiera, dijéronle que yo era espía de los ingleses.

-¡Insolentes! -exclamó con indignación y en francés miss Fly-. ¿Os atrevéis a decir que mi criado es espía? Señor coronel, no hagáis caso de esos miserables a quienes rebosa el vino por los ojos. Este muchacho es el que ha traído mi equipaje, y el que con vuestra ayuda he buscado inútilmente hasta ahora por la   —172→   ciudad... Di, tonto, ¿dónde has puesto mi maleta?

-En el mesón de la Fabiana, señora -respondí con humildad.

-Acabáramos. Buen paseo he hecho dar al señor coronel que me ha ayudado a buscarte... Dos horas recorriendo calles y plazas...

-No se ha perdido nada, señora -le dijo Desmarets con galantería-. Así habéis podido ver lo más notable de esta interesantísima ciudad.

-Sí; pero necesitaba sacar algunos objetos de mi maleta, y este idiota... Es idiota, señor coronel...

-Señora -dije señalando a mis dos crueles enemigos-. Cuando iba en busca de su excelencia, estos borrachos me llevaron engañado a una taberna, bebieron a mi costa, y luego que me quedé sin un real, dijeron que yo era espía y querían ahorcarme.

Miss Fly miró al coronel con enfado y soberbia, y Desmarets, que sin duda deseaba complacer a la bella amazona, recogió todo aquel femenino enojo para lanzarlo militarmente sobre los dos bravos franchutes, los cuales al verse convertidos de acusadores en acusados, parecían más beodos que antes y más incapaces de sostenerse sobre sus vacilantes piernas.

-¡Al cuartel, canalla! -gritó el jefe con ira-. Yo os arreglaré dentro de un rato.

Molichard y Tourlourou, asidos del brazo, confusos y tan lastimosamente turbados en lo moral como en lo físico, entraron en el edificio   —173→   dando traspiés, y recriminándose el uno al otro.

-Os juro que castigaré a esos pícaros -dijo el bravo oficial-. Ahora, puesto que habéis encontrado vuestra maleta, os conduciré a vuestro alojamiento.

-Sí, lo agradeceré -dijo miss Fly poniéndose en marcha, ordenándome que la siguiera.

-Y luego -añadió Desmarets- daré una orden para que se os permita visitar el hospital. Tengo idea de que no ha quedado en él ningún oficial inglés. Los que había hace poco, sanaron y fueron canjeados por los franceses que estaban en Fuente-Aguinaldo.

-¡Oh, Dios mío! ¡Entonces habrá muerto! -exclamó con afectada pena miss Fly-. ¡Desgraciado joven! Era pariente de mi tío el vizconde de Marley... ¿Pero no me acompañáis al hospital?

-Señora, me es imposible. Ya sabéis que Marmont ha dado orden para que salgamos hoy mismo de Salamanca.

-¿Evacuáis la ciudad?

-Así lo ha dispuesto el general. Estamos amenazados de un sitio riguroso. Carecemos de víveres, y como las fortificaciones que se han hecho son excelentes, dejamos aquí ochocientos hombres escogidos que bastarán para defenderlas. Salimos hacia Toro para esperar a que nos envíen refuerzos del Norte o de Madrid.

-¿Y marcháis pronto?

-Dentro de una hora. Sólo de una hora puedo disponer para serviros.

  —174→  

-Gracias... Siento que no podáis ayudarme a buscar a ese valiente joven, paisano mío, cuyo paradero se ignora y es causa de este mi intempestivo y molesto viaje a Salamanca. Fue herido y cayó prisionero en Arroyomolinos. Desde entonces no he sabido de él... Dijéronme que tal vez estaría en los hospitales franceses de esta ciudad.

-Os proporcionaré un salvo-conducto para que visitéis el hospital, y con esto no necesitáis de mí.

-Mil gracias; creo que llegamos a mi alojamiento.

-En efecto, este es.

Estábamos en la puerta del mesón de la Lechuga, distante no más de veinte pasos de aquel donde yo había dejado mi asno. Desmarets despidiose de miss Fly, repitiendo sus cumplidos y caballerescos ofrecimientos.

-Ya veis -me dijo Athenais cuando subíamos a su aposento- que hicisteis mal en no permitir que os acompañase. Sin duda habéis pasado mil contrariedades y conflictos. Yo, que conozco de antiguo al bravo Desmarets, os los hubiera evitado.

-Señora de Fly, todavía no he vuelto de mi asombro, y creo que lo que tengo delante no es la verídica y real imagen de la hermosa dama inglesa, sino una sombra engañosa que viene a aumentar las confusiones de este día. ¿Cómo ha venido usted a Salamanca, cómo ha podido entrar en la ciudad, cómo se las ha compuesto para que ese viejo relamido, ese Desmarets?...

  —175→  

-Todo eso que os parece raro, es lo más natural del mundo. ¡Venir a Salamanca! Existiendo el camino, ¿os causa sorpresa? Cuando con tanta grosería y vulgares sentimientos me abandonasteis, resolví venir sola. Yo soy así. Quería ver cómo os conducíais en la difícil comisión, y esperaba poder prestaros algún servicio, aunque por vuestra ingratitud no merecíais que me ocupara de vos.

-¡Oh! Mil gracias, señora. Al dejar a usted lo hice por evitarle los peligros de esta expedición. Dios sabe cuánta pena me causaba sacrificar el placer y el honor de ser acompañado por usted.

-Pues bien, señor aldeano, al llegar a las puertas de la ciudad, acordeme del coronel Desmarets, a quien recogí del campo de batalla después de la Albuera, curando sus heridas y salvándole la vida: pregunté por él, salió a mi encuentro, y desde entonces no tuve dificultad alguna ni para entrar aquí ni para buscar alojamiento. Le dije que me traía el afán de saber el paradero de un oficial inglés, pariente mío, perdido en Arroyomolinos y como deseaba encontraros, fingí que uno de los criados que traía conmigo, portador de mi maleta, había desaparecido en las puertas de la ciudad. Deseando complacerme, Desmarets me llevó a distintos puntos. ¡Dos horas paseando!... Estaba desesperada... Yo miraba a un lado y otro diciendo: «¿Dónde estará ese bestia?... Se habrá quedado lelo mirando los fuertes... Es tan bobo...».

-¿Y el mozuelo que acompañaba a usted?

  —176→  

-Entró conmigo. ¿Os burlabais del carricoche de mistress Mitchell? Es un gran vehículo, y tirado por el caballo que me dio Simpson, parecía el carro de Apolo... Veamos ahora, señor oficial, cómo habéis empleado el tiempo, y si se ha hecho algo que justifique la confianza del señor duque.

-Señora, llevo sobre mí un plano de las fortificaciones muy oculto... Además poseo innumerables noticias que han de ser muy útiles al general en jefe. He experimentado mil contratiempos; pero al fin, en lo relativo a mi comisión militar, todo me ha salido bien.

-¡Y lo habéis hecho sin mí! -dijo la Mariposa con despecho.

-Si tuviera tiempo de referir a usted las tragedias y comedias de que he sido actor en pocas horas... pero estoy tan fatigado que hasta el habla me va faltando. Los sustos, las alegrías, las emociones, las cóleras de este día abatirían el ánimo más esforzado y el cuerpo más vigoroso, cuanto más el ánimo y cuerpo míos, que están el uno aturdido y apesadumbrado, el otro, tan vacío de toda sólida sustancia, como quien no ha comido en diez y seis horas.

-En efecto, parecéis un muerto -dijo entrando en su habitación-. Os daré algo de comer.

-Es una felicísima idea -respondí- y pues tan milagrosamente nos hemos juntado aquí, lo cual prueba la conformidad de nuestro destino, conviene que nos establezcamos bajo un mismo techo. Voy a traer mi burro, en cuyas   —177→   alforjas dejé algo digno de comerse. Al instante vuelvo. Pida usted en tanto a la mesonera lo que haya... pero pronto, prontito...

Fui al mesón donde había dejado mi asno, y al entrar en la cuadra sentí la voz del mesonero muy enfrascada en disputas con otra que reconocí por la del venerable señor Jean-Jean.

-Muchacho -me dijo el mesonero al entrar- este señor francés se quería llevar tu burro.

-¡Excelencia! -afirmó cortésmente aunque muy turbado Jean-Jean- no me quería llevar la bestia... preguntaba por vos.

Acordeme de la promesa hecha al dragón, y del ánima de la albarda, invención mía para salir del paso.

-Jean-Jean -dije al francés- todavía necesito de ti. Hoy salen los franceses, ¿no es verdad?

-Sí señor, pero yo me quedo. Quedamos veinte dragones para escoltar al gobernador.

-Me alegro -dije disponiéndome a llevar el burro conmigo-. Ahora, amigo Jean-Jean, necesito saber si el tal jefe de los masones se dispone a salir hoy también de Salamanca. Es lo más probable.

-Lo averiguaré, señor.

-Estoy en el mesón de al lado, ¿sabes?

-La Lechuga, sí.

-Allí te espero. Tenemos mucho que hacer hoy, amigo Jean-Jean.

-No deseo más que servir a su excelencia.

-Y yo pago bien a los que me sirven.



  —178→  

ArribaAbajo- XXII -

Miss Fly, pretextando que la criada del mesón no debía enterarse de lo que hablábamos, me sirvió la frugal comida ella misma, lo cual, si no era conforme a los cánones de la etiqueta inglesa, concordaba perfectamente con las circunstancias.

-Vuestra tristeza -dijo la inglesa- me prueba que si en la comisión militar salisteis bien, no sucede lo mismo en lo demás que habéis emprendido.

-Así es en efecto señora -repuse- y juro a usted que mi pesadumbre y descorazonamiento son tales que nunca he sentido cosa igual en ninguna ocasión de mi vida.

-¿No está vuestra princesa en Salamanca?

-Está, señora -repliqué- pero de tal manera, que más valdría no estuviese aquí ni en cien leguas a la redonda. Porque ¿de qué vale hallarla si la encuentro...

-Encantada -dijo la inglesa, interrumpiéndome con picante jovialidad- y convertida, como Dulcinea, en rústica y fea labradora la que era señora finísima.

-Allá se va una cosa con otra -dije- porque si mi princesa no ha perdido nada de la gallardía de su presencia, ni de la sin igual belleza de su rostro, en cambio ha sufrido en su alma transformación muy grande, porque no   —179→   ha querido aceptar la libertad que yo le ofrecí, y prefiriendo la compañía de su bárbaro carcelero, me ha puesto bonitamente en la puerta de la calle.

-Eso tiene una explicación muy sencilla -me dijo la dama riendo con verdadero regocijo- y es que vuestra archiduquesa prisionera ya no os ama. ¿No habéis pensado en el inconveniente de presentaros ante ella con ese vestido? El largo trato con su raptor le habrá inspirado amor hacia este. No os riáis, caballero. Hay muchos casos de damas robadas por los bandidos de Italia y Bohemia, que han concluido por enamorarse locamente de sus secuestradores. Yo misma he conocido a una señorita inglesa que fue robada en las inmediaciones de Roma, y al poco tiempo era esposa del jefe de la partida. En España, donde hay ladrones tan poéticos, tan caballerescos, que casi son los únicos caballeros del país, ha de suceder lo mismo. Lo que me contáis, señor mío, no tiene nada de absurdo y cuadra perfectamente con las ideas que he formado de este país.

-La grande imaginación de usted -le dije-, tal vez se equivoque al querer encontrar ciertas cosas fuera de los libros; pero de cualquier modo que sea, señora, lo que me pasa es bien triste... porque...

-Porque amáis más a vuestra niña, desde que ella adora a ese pachá de tres colas, a ese Fra-Diávolo, en quien me figuro ver un grandísimo ladrón, pero hermoso como los más hermosos tipos de Calabria y Andalucía, más valiente   —180→   que el Cid, gran jinete, espadachín sublime, algo brujo, generoso con los pobres, cruel con los ricos y malvados, rico como el gran turco, y dueño de inmensas pedrerías que siempre le parecen pocas para su amada. También me lo figuro como Carlos Moor, el más poético e interesante de los salteadores de caminos.

-¡Oh! miss Fly, veo que usted ha leído mucho. Mi enemigo no es tal como usted le pinta, es un viejo enfermo.

-Pues entonces, Sr. Araceli -dijo Athenais con disgusto-, no tratéis de engañarme pintando a esa joven como una persona principal, porque si se ha aficionado al trato de un viejo enfermo, habrá sido por avaricia, cualidad propia de costureras, doncellas de labor, cómicas u otra gente menuda, a cuyas respetables clases creo desde ahora que pertenecerá esa tan decantada señora que adoráis.

-No he engañado a usted respecto a la elevación de su clase. Respecto a la afición que ha podido sentir hacia su secuestrador, no tiene nada de vituperable, porque es su padre.

-¡Su padre! -exclamó con asombro-. Eso sí que no estaba escrito en mis libros. ¿Y a un padre que retiene consigo a su hija le llamáis ladrón? Eso sí que es extraño. No hay país como España para los sucesos raros y que en todo difieren de lo que es natural y corriente en los demás países. Explicadme eso, caballero.

-Usted cree que todos los lances de amor y de aventura han de pasar en el mundo conforme a lo que ha leído en las novelas, en los   —181→   romances, en las obras de los grandes poetas y escritores, y no advierte que las cosas extrañas y dramáticas suelen verse antes en la vida real que en los libros, llenos de ficciones convencionales y que se reproducen unas a otras. Los poetas copian de sus predecesores, los cuales copiaron de otros más antiguos, y mientras fabrican este mundo vano, no advierten que la naturaleza y la sociedad van creando a escondidas del público y recatándose de la imprenta mil novedades que espantan o enamoran.

Yo hacía esfuerzos de ingenio por sostener de algún modo un coloquio en que miss Fly con su ardoroso sentimiento poético me llevaba ventaja, y a cada palabra mía su atrevida imaginación se inflamaba más volando en pos de sucesos raros, desconocidos, novelescos, fuente de pasión y de idealismo. No puedo negar que Athenais me causaba sorpresa, porque yo, en mi ignorancia, no conocía el sentimentalismo que entonces estaba en moda entre la gente del Norte, invadiendo literatura y sociedad de un modo extraordinario.

-Referidme eso -me dijo con impaciencia.

Sin temor de cometer una indiscreción, conté punto por punto a mi hermosa acompañante, todo lo que el lector sabe. Oíame tan atentamente y con tales apariencias de agrado, que no omití ningún detalle. Algunas veces creí distinguir en ella señales más bien de entusiasmo varonil, que de emoción femenina, y cuando puse punto final en mi relato,   —182→   levantose y con ademán resuelto y voz animosa, hablome así:

-¿Y vivís con esa calma, caballero, y referís esos dramas de vuestra vida como si fueran páginas de un libro que habéis leído la noche anterior? No sois español, no tenéis en las venas ese fuego sublime que impulsa al hombre a luchar con las imposibilidades. Os estáis ahí mano sobre mano contemplando a una inglesa y no se os ocurre nada, no se os ocurre entrar en esa casa, arrancar a esa infeliz mujer del poder que la aprisiona; echar una cuerda al cuello de ese hombre para llevarle a una casa de locos; no se os ocurre comprar una espada vieja y batiros con medio mundo, si medio mundo se opone a vuestro deseo; romper las puertas de la casa, pegarle fuego si es preciso; coger a la muchacha sin tratar de persuadirla a que os siga, y llevarla donde os parezca conveniente; matar a todos los alguaciles que os salgan al paso, y abriros camino por entre el ejército francés si el ejército francés en masa se opone a que salgáis de Salamanca. Confieso que os creí capaz de esto.

-Señora -repliqué con ardor- dígame usted en qué libro ha leído eso tan bonito que acaba de decirme. Quiero leerlo también, y después probaré si tales hazañas son posibles.

-¿En qué libro, menguado? -repuso con exaltación admirable-. En el libro de mi corazón, en el de mi fantasía, en el de mi alma. ¿Queréis que os enseñe algo más?

-Señora -afirmé confundido-, el alma de usted es superior a la mía.

  —183→  

Vamos al instante a esa casa -dijo tomando un látigo, y disponiéndose a salir.

Miré a miss Fly con admiración; pero con una admiración que no era enteramente seria, quiero decir que algo se reía dentro de mí.

-¿A dónde, señora, a dónde quiere usted que vayamos?

-¡Y lo pregunta! -exclamó Athenais-. Caballero, si os hubiera creído capaz de hacerme esa pregunta que indica las indecisiones de vuestra alma, no hubiera venido a Salamanca.

-No, si comprendo perfectamente -respondí, no queriendo aparecer inferior a mi interlocutora-. Comprendo... vamos... pues... a hacer una barbaridad, una que sea sonada... yo me atrevo a ello, y aun a cosas mayores.

-Entonces...

-Precisamente pensaba en eso. Yo no conozco el miedo.

-Ni los obstáculos, ni el peligro, ni nada. Así, así, caballero, así se responde -gritó con acalorado y sonoro acento.

Su inflamado semblante, sus brillantes ojos, el timbre de su patética voz, ejercían extraño poder sobre mí, y despertaban no sé qué vagas sensaciones de grandeza, dormidas en el fondo de mi corazón, tan dormidas que yo no creía que existiesen. Sin saber lo que hacía, levanteme de mi asiento, gritando con ella:

-¡Vamos, vamos allá!

-¿Estáis preparado?

  —184→  

-Ahora recuerdo que necesito una espada... vieja.

-O nueva... No será malo ver a Desmarets.

-Yo no necesito de nadie, me basto y me sobro -exclamé con brío y orgullo.

-Caballero -dijo ella con entusiasmo- eso debiera decirlo yo para parecerme a Medea.

-Decía que no podemos entrar con Desmarets -indiqué pensando un poco en lo positivo- porque sale hoy de Salamanca.

En aquel momento sentimos ruido en el exterior. Era el ejército francés que salía. Los tambores atronaban la calle. Apagaba luego sus retumbantes clamores el paso de los escuadrones de caballería, y por último, el estrépito de las cureñas hacía retemblar las paredes cual si las conmoviera un terremoto. Durante largo tiempo estuvieron pasando tropas.

-Espero ser yo quien primero lleve a lord Wellington la noticia de que los franceses han salido de Salamanca -dije en voz baja a miss Fly, mirando el desfile desde nuestra ventana.

-Allí va Desmarets -repuso la inglesa fijando su vista en las tropas.

En efecto, pasaba a caballo Desmarets al frente de su regimiento, y saludó a miss Fly con galantería.

-Hemos perdido un protector en la ciudad -me dijo-; pero no importa; no lo necesitaremos.

En este momento sonaron algunos golpecitos en la puerta; abrí, y se nos presentó el   —185→   Sr. Jean-Jean, que sombrero en mano, hizo varios arqueos y cortesías...

-Excelencia, la mesonera me dijo que estabais aquí, y he venido a deciros...

-¿Qué?

Jean-Jean miró con recelo a miss Fly; pero al punto le tranquilicé, diciéndole:

-Puedes hablar, amigo Jean-Jean.

-Pues venía a deciros -prosiguió el soldado- que ese señor Santorcaz saldrá de la ciudad. Como Salamanca va a ser sitiada, huyen esta noche muchas familias, y el masón no será de los últimos, según me ha dicho Ramoncilla. Ha salido hace un momento de su casa, sin duda para buscar carros y caballerías.

-Entonces se nos va a escapar -dijo miss Fly con viveza.

-No saldrán -repuso- hasta después de media noche.

-Amigo Jean-Jean, quiero que me proporciones un sable y dos pistolas.

-Nada más fácil, excelencia -contestó.

-Y además una capa... Luego que sea de noche, prepararás el coche...

-No se encuentra ninguno en la ciudad.

-Abajo tenemos uno. Enganchas el caballo, que también está abajo, y lo llevas a la puerta más próxima a la calle del Cáliz.

-Que es la de Santi-Spíritus... Os advierto que Santorcaz ha vuelto a su casa; le he visto acompañado de sus cinco amigotes, cinco hombres terribles, que son capaces de cualquier cosa...

-¡Cinco hombres!...

  —186→  

-Que no permiten se juegue con ellos. Todas las noches se reúnen allí y están bien armados.

-¿Tienes algún amigo que quiera ganarse unos cuantos doblones y que además sea valiente, sereno y discreto?

-Mi primo Pied-de-mouton es bueno para el caso, pero está algo enfermo. No sé si Charles le Témérairequerrá meterse en tales fregados; se lo diré.

-No necesitamos de vuestros amigos -dijo miss Fly-. No queremos a nuestro lado gente soez. Iremos enteramente solos.

-Dentro de un momento tendréis las armas -afirmó Jean-Jean-. ¿Y no me decís nada de vuestro asno?

-Te lo regalaré con albarda y todo... mas no busques ya nada en ella. Lo que merezcas te lo daré cuando nos hallemos sin peligro fuera de las puertas de la ciudad.

Jean-Jean me miró con expresión sospechosa; pero, o renació pronto en su pecho la confianza, o supo disimular su recelo, y se marchó. Cuando de nuevo se me puso delante al anochecer y me trajo las armas, ordenele que me esperase en la calle del Cáliz, con lo cual dimos la inglesa y yo por terminados los preparativos de aquel estupendo y nunca visto suceso, que verá el lector en los capítulos siguientes.



  —187→  

ArribaAbajo- XXIII -

Al llegar a esta parte de mi historia, oblígame a detenerme cierta duda penosa que no puedo arrojar lejos de mí, aunque de mil maneras lo intento. Es el caso que, a pesar de la fidelidad y veracidad de mi memoria, que tan puntualmente conserva los hechos más remotos, dudo si fui yo mismo quien acometió la temeridad en cuestión, apretado a ello por el poético y voluntarioso ascendiente de una hermosa mujer inglesa, o si habiéndolo yo soñado, creí que lo hice, como muchas veces sucede en la vida, por no ser fácil deslindar lo soñado de lo real; o si en vez de ser mi propia persona la que a tales empeños se lanzara, fue otro yo quien supo interpretar los fogosos sentimientos y caballerescas ideas de la hechicera Athenais. Ello es que, teniéndome por cuerdo hoy, como entonces, me cuesta trabajo determinarme a afirmar que fui yo propio el autor de tal locura, aunque todos los datos, todas las noticias y las tradiciones todas concuerden en que no pudo ser otro. Ante la evidencia inclino la frente y sigo contando.

Vino, pues, la noche, envolviendo en sus sombras todo el ámbito de Roma la chica. Salimos miss Fly y yo, y atravesando la Rúa, nos internamos por las oscuras y torcidas calles   —188→   que nos debían llevar al lugar de nuestra misteriosa aventura. Bien pronto, ignorantes ambos de la topografía de la ciudad, nos perdimos y marchamos al acaso, procurando brujulearnos por los edificios que habíamos visto durante el día; mas con la oscuridad no distinguíamos bien la forma de aquellas moles que nos salían al paso. A lo mejor nos hallábamos detenidos por una pared gigantesca, cuya eminencia se perdía allá en los cielos; luego creeríase que la enorme masa se apartaba a un lado para dejarnos libre el paso de una calleja alumbrada a lo lejos por las lamparillas de la devoción, encendidas ante una imagen.

Seguíamos adelante creyendo encontrar el camino buscado, y tropezábamos con un pórtico y una torre que en las sombras de la noche venían cada cual de distinto punto y se juntaban para ponérsenos delante. Al fin conocimos la catedral entre aquellas montañas de oscuridad que nos cercaban. Dintinguimos perfectamente su vasta forma irregular, sus torres, que empiezan en una edad del arte y acaban en otra, sus ojivas, sus cresterías, su cúpula redonda, y detrás del nuevo edificio, la catedral vieja, acurrucada junto a él como buscando abrigo. Quisimos orientarnos allí, y tomando la dirección que creímos más conveniente, bien pronto tropezamos con los pórticos gemelos de la Universidad, en cuyo frontispicio las grandes cabezas de los Reyes Católicos nos contemplaron con sus absortos ojos de piedra. Deslizándonos por un costado del vasto   —189→   edificio, nos hallamos cercados de murallas por todas partes, sin encontrar salida.

-Esto es un laberinto, miss Fly -dije no sin mal humor-; busquemos hacia la espalda de la catedral esa dichosa calle. Si no, pasaremos la noche andando y desandando calles.

-¿Os apuráis por eso? Cuanto más tarde mejor.

-Señora, lord Wellington me espera mañana a las doce en Bernuy. Me parece que he dicho bastante... Veremos si aparece algún transeúnte que nos indique el camino.

Pero ningún alma viviente se veía por aquellos solitarios lugares.

-¡Qué hermosa ciudad! -dijo miss Fly con arrobamiento contemplativo-. Todo aquí respira la grandeza de una edad ilustre y gloriosa. ¡Cuán excelsos, cuán poderosos no fueron los sentimientos que han necesitado tanta, tantísima piedra para manifestarse! ¿Para vos no dicen nada esas altas torres, esas largas ojivas; esos techos, esos gigantes que alzan sus manos hacia el cielo, esas dos catedrales, la una anciana y de rodillas, arrugada, inválida, agazapada contra el suelo y al arrimo de su hija, la otra flamante y en pie, hermosa, inmensa, lozana, respirando vida en su robusta mole? ¿Para vos no dicen nada esos cien colegios y conventos, obra de la ciencia y la piedra reunidas? ¿Y esos palacios de los grandes señores, esas paredes llenas de escudos y rejas, indicio de soberbia y precaución? ¡Dichosa edad aquella en que el alma ha encontrado siempre de qué alimentar su insaciable hambre! Para las   —190→   almas religiosas el monasterio, para las heroicas la guerra, para las apasionadas el amor, más hermoso cuanto más contrariado, para todas la galantería, los grandes afectos, los sacrificios sublimes, las muertes gloriosas... La sociedad vive impulsada por una sola fuerza, la pasión... El cálculo no se ha inventado todavía. La pasión gobierna el mundo y en él pone su sello de fuego. El hombre lo atropella todo por la posesión del objeto amado, o muere luchando ante las puertas del hogar que se le cierran... Por una mujer se encienden guerras y dos naciones se destrozan por un beso... La fuerza que aparentemente impera no es el empuje brutal de los modernos, sino un aliento poderoso, el resoplido de los dos pulmones de la sociedad, que son el honor y el amor.

-No vendría mal el discursito -murmuré- si al fin encontráramos...

Cuando esto decía habíamos perdido de vista la catedral, y nos internábamos por calles angostas y oscuras, buscando en vano la del Cáliz. Vimos una anciana que apoyándose en un palo marchaba lentamente arrimada a la pared, y le pregunté:

-Señora, ¿puede usted decirme dónde está la calle del Cáliz?

-¿Buscan la calle del Cáliz y están en ella? -repuso la vieja con desabrimiento-. ¿Van a la casa de los masones o a la logia de la calle de Tentenecios? Pues sigan adelante y no mortifiquen a una pobre vieja que no quiere nada con el demonio.

-¿Y la casa de los masones, cuál es, señora?

  —191→  

-Tiénela en la mano y pregunta... -contestó la anciana-. Ese portalón que está detrás de usted es la entrada de la vivienda de esos bribones; ahí es donde cometen sus feas herejías contra la religión, ahí donde hablan pestes de nuestros queridos reyes... ¡Malvados! ¡Ay, con cuánto gusto iría a la Plaza Mayor para veros quemar! Dios querrá quitarnos de en medio a los franceses que tales suciedades consienten... Masones y franceses todos son unos, la pata derecha y la izquierda de Satanás.

Marchose la vieja hablando consigo misma, y al quedarnos solos reconocí en el portalón que cerca teníamos la casa de Santorcaz.

-¡Cuántas veces habremos pasado por aquí sin conocer la casa! -dijo miss Fly-. Si yo la hubiese visto una sola vez... Pero parece que sois torpe, Araceli.

La puerta era un antiquísimo arco bizantino, compuesto por seis u ocho curvas concéntricas, por donde corrían misteriosas formas vegetales, gastadas por el tiempo, cascabeles y entrelazadas cintas; y en la imposta unos diablillos, monos o no sé qué desvergonzados animales que hacían cabriolas confundiendo sus piernecillas enjutas con los tallos de la hojarasca de piedra. Letras ininteligibles y que sin duda expresaban la época de la construcción, dejaban ver sus trazos grotescos y torcidos, como si un dedo vacilante las trazara al modo de conjuro. Estaba reforzada la puerta con garabatos de hierro tan mohosos como apolilladas y rotas las mal juntas tablas, y   —192→   un grueso llamador en figura de culebrón enroscado pendía en el centro, aguardando una impaciente mano que lo moviese.

Yo interrogué a miss Fly con la mirada, vi que acercaba su mano al aldabón.

-¿Ya, señora? -dije deteniendo su movimiento.

-¿Pues a qué esperáis?

-Conviene explorar primero al enemigo... La casa es sólida... Jean-Jean dijo que había dentro... ¿cuántos hombres?

-Cincuenta, si no recuerdo mal... pero aunque sean mil...

-Es verdad, aunque sea un millón.

Vimos que se acercaba un hombre, y al punto reconocí a Jean-Jean.

-Vienen refuerzos, señora -dije-. Verá usted qué pronto despacho.

Miss Fly, asiendo el aldabón, dio un golpe.

Yo toqué mis armas, y al ver que no se me habían olvidado, no pude evitar un sentimiento que no sé si era burla o admiración de mí mismo, porque a la verdad, señores, lo que yo iba a hacer, lo que yo intentaba en aquel momento, o era una tontería o una acción semejante a aquellas perpetuadas en romances y libros de caballería. Yo recordaba haber leído en alguna parte que un desvalido amante llega bonitamente y sin más ayuda que el valor de su brazo, o la protección de tal o cual potencia nigromántica, a las puertas de un castillo donde el más barbudo y zafio moro o gigante de aquellos agrestes confines,   —193→   tiene encerrada a la más delicada doncella, princesa o emperatriz que ha peinado hebras de oro y llorado líquidos diamantes, y el tal desvalido amante grita desde abajo: «Fiero arráez, o bárbaro sultán, vengo a arrancarte esa real persona que aprisionada guardas, y te conjuro que me la des al instante si no quieres que tu cuerpo sea partido en dos pedazos por esta mi espada; y no te rías ni me amenaces, porque aunque tuvieras más ejércitos que llevó el partho a la conquista de la Grecia, ni uno solo de los tuyos quedará vivo».

Así, señores, así, ni más o menos, era lo que yo iba a emprender. Cuando toqué las pistolas del cinto, y el tahalí de que pendía la tajante espada y me eché el embozo a la capa, y el ala del ancho sombrero sobre la ceja, confieso que entre los sentimientos que luchaban en mi corazón predominó la burla, y me reí en la oscuridad. Tenía yo un aire de personaje de valentías, guapezas y gatuperios, que habría puesto miedo en el ánimo más valeroso, cuando no mofa y risa; pero miss Fly había leído sin duda las hazañas de D. Rodulfo de Pedrajas, de Pedro Cadenas, Lampuga, Gardoncha y Perotudo, y mi catadura le había de parecer más propia para enamorar que para reír.

Viendo que no respondían, cogí el aldabón y repetí los golpes.

Yo no medía la extensión del peligro que iba a afrontar, ni era posible reflexionar en ello, aunque habría bastado un destello de luz de mi razón para esclarecerme el horrible jaleo en que me iba a meter... Yo no pensaba en esto,   —194→   porque sentía el inexplicable deleite que tiene para la juventud enamorada todo lo que es misterioso y desconocido, más bello y atractivo cuanto más peligroso; porque sentía dentro de mí un deseo de acometer cualquier brutalidad sin nombre, que pusiese mi fuerza y mi valor al servicio de la persona a quien más amaba en el mundo.

No se olvide que aún me duraba el despecho y la sofocación de la mañana. El recuerdo de las escenas que antes he descrito completaba mi ceguera; y realizar por la violencia lo que no pude conseguir por otro medio, era sin duda gran atractivo para mi excitado espíritu. En la calle me aguijoneaba la fantasía, y desde dentro me llamaba el corazón, toda mi vida pasada y cuanto pudiese soñar para el porvenir... ¿Quién no rompe una pared, aunque sea con la cabeza, cuando le impulsan a ello dos mujeres, una desde dentro y otra desde fuera?

No debo negar que la hermosa inglesa había adquirido gran ascendiente sobre mí. No puedo expresar aquel dominio suyo y aquella esclavitud mía, sino empleando una palabra muy usada en las novelas, y que ignoro si indicará de un modo claro mi idea; pero no teniendo a mano otro vocablo, la emplearé. Miss Fly me fascinaba. Aquella grandeza de espíritu, aquel sentimiento alambicado y sin mezcla de egoísmo que había en sus palabras; aquel carácter que atesoraba, tras una extravagancia sin ejemplo, todo el material, digámoslo así, de las grandes acciones, hallaban   —195→   secreta simpatía en un rincón de mi ser. Me reía de ella y la admiraba; parecíanme disparates sus consejos y los obedecía. Aquella inmensidad de su pensamiento tan distante de la realidad me seducía, y antes que confesarme cobarde para seguir el vuelo de su voluntad poderosa, hubiérame muerto de vergüenza.

Repetí con más fuerza los golpes, y nada se oía en el interior de la casa. Oscuridad y silencio como el de los sepulcros reinaban en ella. El animalejo, lagarto, o culebrón que figuraba la aldaba, alzó (al menos así parecía) su cabeza llena de herrumbre y clavando en mí los verdes ojuelos, abrió la horrible boca para reírse.

-No quieren abrir -me dijo Jean-Jean-. Sin embargo, dentro están: los he visto entrar... Son los principales afrancesados que hay en la ciudad, más masones que el gran Copto, y más ateos que Judas... Mala gente. Mi opinión, señor marqués, es que os marchéis. El coche os aguarda en la puerta de Santi-Spíritus.

-¿Tienes miedo, Jean-Jean?

-Además, señor marqués -continuó este-, debo advertiros que pronto ha de pasar por aquí la ronda... Vos y la señora tenéis todo el aspecto de gente sospechosa... Todavía hay quien cree que sois espía y la señora también.

-¿Yo espía? -dijo miss Fly con desprecio-. Soy una dama inglesa.

-Márchate tú, Jean-Jean, si tienes miedo.

-Hacéis una locura, caballero -repuso el   —196→   dragón-. Esos hombres van a salir y a todos nos molerán a palos.

Creí sentir el ruido de las maderas de una ventanilla que se abría en lo alto, y grité:

-¡Ah de la casa! Abrid pronto.

-Es una locura, señor marqués -dijo el dragón bruscamente-. Vámonos de aquí...

Entonces noté en el semblante hosco y sombrío de Jean-Jean una alteración muy visible que no era ciertamente la que produce el miedo.

-Repito que os dejo solo, señor marqués... La ronda va a venir... Vamos hacia Santi-Spíritus, o no respondo de vos.

Su insistencia y el empeño de llevarnos hacia las afueras de la ciudad, infundió en mí terrible sospecha.

Miss Fly redobló los martillazos, diciendo:

-Será preciso echar la puerta abajo, si no abren.

Los garabatos de hierro que reforzaban la puerta, se contrajeron, haciendo muecas horribles, signos burlescos, figurando no sé si extrañas sonrisas o mohínes o visajes de misteriosos rostros.

Yo empezaba a perder la paciencia y la serenidad. Jean-Jean me causaba inquietud y temí una alevosía, no por la sospecha de espionaje, como él había dicho, sino por la tentación de robarnos. El caso no era nuevo, y los soldados que guarnecían las poblaciones del pobre país conquistado, cometían impunemente todo linaje de excesos. Además, la aventura iba tomando carácter grotesco, pues   —197→   nadie respondía a nuestros golpes ni asomaba rostro humano en la alta reja.

-Sin duda no hay aquí rastro de gente. Los masones se han marchado y ese tunante nos ha traído aquí para expoliarnos a sus anchas.

De pronto vi que alguien aparecía en el recodo que hace la calle. Eran dos personas que se fijaron allí como en acecho. Dirigime hacia el dragón; pero este sin esperar a que le hablase, nos abandonó súbitamente para unirse a los otros.

-Ese miserable nos ha vendido -exclamé rugiendo de cólera-. ¡Señora, estamos perdidos! No contábamos con la traición.

-¡La traición! -dijo confusa miss Fly-. No puede ser.

No tuvimos tiempo de razonar, porque los dos que nos observaban y Jean-Jean se nos vinieron encima.

-¿Qué hacéis aquí? -me preguntó uno de ellos, que era soldado de artillería sin distintivo alguno.

-No tengo que darte cuenta -respondí-. Deja libre la calle.

-¿Es ésta la tarasca inglesa? -dijo el otro dirigiéndose a miss Fly con insolencia.

-¡Tunante! -grité desenvainando-. Voy a enseñarte cómo se habla con las señoras.

-El marquesito ha sacado el asador -dijo el primero-. Jóvenes, venid al cuerpo de guardia con nosotros, y vos, milady sauterelle, dad el brazo a Charles le Téméraire para que os conduzca al palacio del cepo.

  —198→  

-Araceli -me dijo miss Fly-, toma mi látigo y échalos de aquí.

-Pied-de-mouton, atraviésalo -vociferó el artillero.

Pied-de-moutoncomo sargento de dragones, iba armado de sable. Carlos el Temerario era artillero y llevaba un machete corto, arma de escaso valor en aquella ocasión. En un momento rapidísimo, mientras Jean-Jean vacilaba entre dirigirse a la inglesa o a mí, acuchillé a Pied-de-moutoncon tan buena suerte, con tanto ímpetu y tanta seguridad, que le tendí en el suelo. Lanzando un ronco aullido cayó bañado en sangre... Me arrimé a la pared para tener guardadas las espaldas y esperé a Jean-Jean que, al ver la caída de su compañero, se apartó de miss Fly, mientras Carlos el Temerario se inclinaba a reconocer el herido. Rápida como el pensamiento, Athenais se bajó a recoger el sable de este. Sin esperar a que Jean-Jean me atacase y viéndole algo desconcertado, fuime sobre él; mas sobrecogido dio algunos pasos hacia atrás, bramando así:

-¡Corne du Diable! ¡Mille millions de bombardes!... ¿Creéis que os tengo miedo?

Diciéndolo apretó a correr a lo largo de la calle, y más ligero que el viento le siguió Carlos. Ambos gritaban:

-¡A la guardia, a la guardia!

-Cerca hay un grupo de guardia, señora. Huyamos. Aquí dio fin el romance.

Corrimos en dirección contraria a la que ellos tomaron, mas no habíamos andado siete   —199→   pasos, cuando sentimos a lo lejos pisadas de gente y distinguimos un pelotón de soldados que a toda prisa venía hacia nosotros.

-Nos cortan la retirada, señora -dije retrocediendo-. Vamos por otro lado.

Buscamos una boca-calle que nos permitiera tomar otra dirección y no la encontramos. La patrulla se acercaba. Corrimos al otro extremo, y sentí la voz de nuestros dos enemigos, gritando siempre:

-¡A la guardia!...

-Nos cogerán -dijo miss Fly con serenidad incomparable, que me inspiró aliento-. No importa. Entreguémonos.

En aquel instante, como pasáramos junto al pórtico en cuyo aldabón habíamos martillado inútilmente, vi que la puerta se abría y asomaba por ella la cabeza de un curioso, que sin duda no había podido dominar su anhelo de saber lo que resultaba de la pendencia... El cielo se abría delante de nosotros. La patrulla estaba cerca, pero como la calle describía un ángulo muy pronunciado, los soldados que la formaban no podían vernos. Empujé aquella puerta y al hombre, que curiosamente y con irónica sonrisa en el rostro se asomaba; y aunque ni una ni otro quisieron ceder al principio, hice tanta fuerza, que bien pronto miss Fly y yo nos encontramos dentro, y con presteza increíble corrí los pesados cerrojos.



  —200→  

ArribaAbajo- XXIV -

-¿Qué hace usted? -preguntó con estupor un hombre a quien vi delante de mí, y que alumbraba el angosto portal con su linterna.

-Salvarme y salvar a esta señora -respondí atendiendo a los pasos que un rato después de nuestra entrada sonaban en la calle, fuera de la puerta-. La patrulla se detiene...

-Ahora examina el cuerpo...

-No nos han visto entrar...

-Pero, o yo estoy tonto, o es Araceli el que tengo delante -dijo aquel hombre, el cual no era otro que Santorcaz.

-El mismo, Sr. D. Luis. Si su intento es denunciarme, puede hacerlo entregándome a la patrulla; pero ponga usted en lugar seguro a esta señora hasta que pueda salir libremente de Salamanca... Todavía están ahí -añadí con la mayor agitación-. ¡Cómo gruñen!... parece que recogen el cuerpo... ¿Estará muerto o tan sólo herido?...

-Se marchan -dijo Athenais-. No nos han visto entrar... Creerán que ha sido una pendencia entre soldados, y mientras aquellos pícaros no expliquen...

-Adelante, señores -dijo Santorcaz con petulancia-. El primer deber del hijo del pueblo es la hospitalidad, y su hogar recibe a   —201→   cuantos han menester el amparo de sus semejantes. Señora, nada tema usted.

-¿Y quién os ha dicho que yo temo algo? -dijo con arrogancia miss Fly.

-Araceli, ¿eres tú quien me echaba la puerta abajo hace un momento?

Vacilé un instante en contestar, y ya tenía la palabra en la boca, cuando miss Fly se anticipó diciendo:

-Era yo.

Santorcaz después de hacer una cortesía a la dama inglesa, permaneció mudo y quieto, esperando oír los motivos que había tenido la señora para llamar tan reciamente.

-¿Por qué me miráis con la boca abierta? -dijo bruscamente miss Fly-. Seguid y alumbrad.

Santorcaz me miró con asombro. ¿Quién le causaría más sorpresa, yo o ella? A mi vez yo no podía menos de sentirla también, y grande, al ver que el jefe de los masones nos recibía con urbanidad.

Subimos lentamente la escalera. Desde esta oíanse ruidosas voces de hombres en lo interior de la casa. Cuando llegamos a una habitación desnuda y oscura, que alumbró débilmente la linterna de Santorcaz, este nos dijo:

-¿Ahora podré saber qué buscan ustedes en mi casa?

-Hemos entrado aquí buscando refugio contra unos malvados que querían asesinarnos. Mi deseo es que oculte usted a esta señora si por acaso insistieran en perseguirla dentro de la casa.

  —202→  

-¿Y a ti? -me preguntó con sorna.

-Yo estimo mi vida -repuse- y no quisiera caer en manos de Jean-Jean; pero nada pido a usted, y ahora mismo saldré a la calle, si me promete poner en seguridad a esta señora.

-Yo no abandono a los amigos -dijo Santorcaz con aquella sandunga y marrullería que le eran habituales-. La dama y su galán pueden respirar tranquilos. Nadie les molestará.

Miss Fly se había sentado en un incómodo sillón de vaqueta, único mueble que en la destartalada estancia había, y sin atender a nuestro diálogo, miraba los dos o tres cuadros apolillados que pendían de las paredes, cuando entró la criada trayendo una luz.

-¿Es esta vuestra hija? -preguntó vivamente la inglesa clavando los ojos en la moza.

-Es Ramoncilla, mi criada -repuso Santorcaz.

-Deseo ardientemente ver a vuestra hija, caballero -dijo la inglesa-. Tiene fama de muy hermosa.

-Después de lo presente -dijo el masón con galantería- no creo que haya otra más hermosa... Pero volviendo a nuestro asunto, señora, si usted y su esposo desean...

-Este caballero no es mi esposo -afirmó miss Fly sin mirar a Santorcaz.

-Bien; quise decir su amigo.

-No es tampoco mi amigo, es mi criado -dijo la dama con enojo-. Sois en verdad impertinente.

  —203→  

Santorcaz me miró, y en su mirada conocí que no daba fe a la afirmación de la dama.

-Bien... ¿Usted y su criado piensan permanecer en Salamanca?...

-No, precisamente lo que queremos es salir sin que nadie nos moleste. No puedo realizar el objeto que me trajo a Salamanca y me marcho...

-Pues a entrambos sacaré de la ciudad antes del día -dijo Santorcaz- porque estoy preparándolo todo para salir a la madrugada.

-¿Y lleváis a vuestra hija? -preguntó con gran interés miss Fly.

-Mi hija me ama tanto -respondió el masón con orgullo- que nunca se separa de mí.

-¿Y a dónde vais ahora?

-A Francia. No pienso volver a poner los pies en España.

-Mal patriota sois...

-Señora... dígame usted su tratamiento para designarle con él. Aunque hijo del pueblo y defensor de la igualdad, sé respetar las jerarquías que establecieran la monarquía y la historia.

-Decidme simplemente señora, y basta.

-Bien, puesto que la señora quiere conocer a mi hija, se la voy a mostrar -dijo Santorcaz-. Dígnese la señora seguirme.

Seguímosle, y nos llevó a una sala, compuesta con más decoro que la que dejábamos e iluminada por un velón de cuatro mecheros. Ofreció el anciano un asiento a la inglesa, y luego desapareció volviendo al poco rato con   —204→   su hija de la mano. Cuando la infeliz me vio, quedose pálida como la muerte, y no pudo reprimir un grito de asombro que por su intensidad, parecía de miedo.

-Hija mía, esta es la señora que acaba de llegar a casa pidiéndome hospitalidad para ella y para el mancebo que la acompaña.

Inés estaba como quien ve fantasmas. Tan pronto miraba a miss Fly como a mí, sin convencerse de que eran reales y tangibles las personas que tenía delante. Yo sonreía tratando de disipar su confusión con el lenguaje de los ojos y las facciones; pero la pobre muchacha estaba cada vez más absorta.

-Sí que es hermosa -dijo miss Fly con gravedad-. Pero no quitáis los ojos de este joven que me acompaña. Sin duda le encontráis parecido a otro que conocéis. Hija mía, es el mismo que pensáis, el mismo.

-Sólo que este perillán -dijo Santorcaz sacudiéndome el brazo con familiaridad impertinente- ha cambiado tanto... Cuando era oficial se le podía mirar; pero después que ha sido5 expulsado del ejército por su cobardía y mal comportamiento y puéstose a servir...

Tan grosera burla no merecía que la contestase, y callé, dejando que Inés se confundiese más.

-Caballero -dijo miss Fly con enojo volviéndose hacia Santorcaz- si hubiera sabido que pensabais insultar a la persona que me acompaña, habría preferido quedarme en la calle. Dije que era mi criado; pero no es cierto. Este caballero es mi amigo.

  —205→  

-Su amigo -añadió D. Luis-. Justo, eso decía yo.

-Amigo leal y caballero intachable, a quien agradeceré toda la vida el servicio que me ha prestado esta noche exponiendo su vida por mí.

Nueva confusión de Inés. Mudaba de color su alterado semblante a cada segundo, y todo se le volvía mirar a la inglesa y a mí, como si mirándonos, leyéndonos, devorándonos con la vista, pudiera aclarar el misteriosísimo enigma que tenía delante.

La venganza es un placer criminal, pero tan deleitoso que en ciertas ocasiones es preciso ser santo o arcángel para sofocar esta partícula, para extinguir esta pavesa de infierno que existe en nuestro corazón. Así es que sintiendo yo en mí la quemadura de aquel diabólico fuego del alma que nos induce a mortificar alguna vez a las personas que más amamos, dije con gravedad:

-Señora mía, no merecen agradecimiento acciones comunes que son un deber para todas las personas de honor. Además, si se trata de agradecer, ¿qué podría decir yo, al recordar las atenciones que de usted he merecido en el cuartel general aliado, y antes de que viniésemos ambos a Salamanca?

Miss Fly pareció muy regocijada de estas palabras mías, y en su mirada resplandeció una satisfacción que no se cuidaba de disimular. Inés observaba a la inglesa, queriendo leer en su rostro lo que no había dicho.

  —206→  

-Señor Santorcaz -dijo la Mosquita después de una pausa- ¿no pensáis en casar a vuestra hija?

-Señora, mi hija parece hasta hoy muy contenta de su estado y de la compañía de su padre. Sin embargo, con el tiempo... No se casará con un noble; ni con un militar, porque ella y yo aborrecemos a esos verdugos y carniceros del pueblo.

-Podemos darnos por ofendidos con lo que decís contra dos clases tan respetables -repuso con benevolencia miss Fly-. Yo soy noble y el señor es militar. Con que...

-He hablado en términos generales, señora. Por lo demás, mi hija no quiere casarse.

-Es imposible que siendo tan linda no tenga los pretendientes a millares -dijo miss Fly mirándola-. ¿Será posible que esta hermosa niña no ame a nadie?

Inés en aquel instante no podía disimular su enojo.

-Ni ama ni ha amado jamás a nadie -contestó oficiosamente su padre.

-Eso no, Sr. Santorcaz -dijo la inglesa-. No tratéis de engañarme, porque conozco de la cruz a la fecha la historia de vuestra adorada niña, hasta que os apoderasteis de ella en Cifuentes.

Inés se puso roja como una cereza, y me miró no sé si con desprecio o con terror. Yo callaba, y midiendo por mi propia emoción la suya, decía para mí con la mayor inocencia: «La pobrecita será capaz de enfadarse».

-Tonterías y mimos de la infancia -dijo   —207→   Santorcaz, a quien había sabido muy mal lo que acababa de oír.

-Eso es -añadió la inglesa señalando sucesivamente a Inés y a mí-. Ambos son ya personas formales, y sus ideas así como sus sentimientos han tomando camino más derecho. No conozco el carácter y los pensamientos de vuestra encantadora hija; pero conozco el grande espíritu, el noble entendimiento del joven que nos escucha, y puedo aseguraros que leo en su alma como en un libro.

Inés no cabía en sí misma. El alma se le salía por los ojos en forma de aflicción, de despecho, de no sé qué sentimiento poderoso, hasta entonces desconocido para ella.

-Hace algún tiempo -añadió la inglesa- que nos une una noble, franca y pura amistad. Este caballero posee un espíritu elevado. Su corazón, superior a los sentimientos mezquinos de la vida ordinaria, arde en el deseo fogoso de una vida grandiosa, de lucha, de peligro, y no quiere asociar su existencia a la menguada medianía de un hogar pacífico, sino lanzarla a los tumultos de la guerra, de la sociedad, donde hallará pareja digna de su alma inmensa.

No pude reprimir una sonrisa; pero nadie, felizmente, a no ser Inés que me observaba, advirtió mi indiscreción.

-¿Qué decís a esto? -preguntó Athenais a mi novia.

-Que me parece muy bien -contestó allá como Dios le dio a entender, entre atrevida y balbuciente-. Cuando se tiene un alma de tal   —208→   inmensidad, parece propio afrontar los peligros de una patrulla, en vez de llamar a la primera puerta que se presenta.

-Ya comprenderá usted, señora -dijo don Luis- que mi hija no es tonta.

-Sí; pero lo sois vos -contestó desabridamente miss Fly.

Y diciéndolo, en la casa retumbaron aldabonazos tan fuertes como los que nosotros habíamos dado poco antes.

-¡La patrulla! -exclamé.

-Sin duda -dijo Santorcaz-. Pero no haya temor. He prometido ocultar a ustedes. Si manda la patrulla Cerizy, que es amigo mío, no hay nada que temer. Inés, esconde a la señora en el cuarto de los libros, que yo archivaré a este sujeto en otro lado.

Mientras Inés y miss Fly desaparecieron por una puerta excusada, dejeme conducir por mi antiguo amigo, el cual me llevó a la habitación donde por la mañana le había visto, y en la cual estaban aquella noche y en aquella ocasión cinco hombres sentados alrededor de la ancha mesa. Vi sobre esta libros, botellas y papeles en desorden, y bien podía decirse que las tres clases de objetos ocupaban igualmente a todos. Leían, escribían y echaban buenos tragos, sin dejar de charlar y reír. Observé además que en la estancia había armas de todas clases.

-Otra vez te atruenan la casa a aldabonazos, papá Santorcaz -dijo, al vernos entrar, el más joven, animado y vivaracho de los presentes.

  —209→  

-Es la ronda -respondió el masón-. A ver dónde escondemos a este joven. Monsalud, ¿sabes quién manda la ronda esta noche?

-Cerizy -contestó el interpelado, que era un joven alto, flaco y moreno, bastante parecido a una araña.

-Entonces no hay cuidado -me dijo-. Puedes entrar en esta habitación y esconderte allí, por si acaso quiere subir a beber una copa.

Escondido, mas no encerrado, en la habitación que me designara, permanecí algún tiempo, el necesario para que Santorcaz bajase a la puerta, y por breves momentos conferenciase con los de la ronda, y para que el jefe de esta subiese a honrar las botellas que galantemente le ofrecían.

-Señores -exclamó el oficial francés entrando con Santorcaz- buenas noches... ¿Se trabaja? Buena vida es esta.

-Cerizy -replicó el llamado Monsalud llenando una copa-, a la salud de Francia y España reunidas.

-A la salud del gran imperio galo-hispano -dijo Cerizy alzando la copa-. A la salud de los buenos españoles.

-¿Qué noticias, amigo Cerizy? -preguntó otro de los presentes, viejo, ceñudo y feo.

-Que el lord está cerca... pero nos defenderemos bien. ¿Han visto ustedes las fortifícaciones?... Ellos no tienen artillería de sitio... El ejército aliado es un ejército pour rire...

-¡Pobrecitos! -exclamó el viejo, cuyo   —210→   nombre era Bartolomé Canencia-. Cuando uno piensa que van a morir tantos hombres... que se va a derramar tanta sangre...

-Señor filósofo -indicó el francés- porque ellos lo quieren... Convenced a los españoles de que deben someterse...

-Descanse usted un momento, amigo Cerizy.

-No puedo detenerme... Han herido a un sargento de dragones en esta calle...

-Alguna disputa...

-No se sabe... los asesinos han huido... Dicen que son espías.

-¡Espías de los ingleses!... Si Salamanca está llena de espías.

-Han dicho que un español y una inglesa... o no sé si un inglés acompañado de una española... Pero no puedo detenerme. Se me mandó registrar las casas... Decidme: ¿no hay logia esta noche?

-¿Logia? Si nos marchamos...

-¿Se marchan? -dijo el francés-. Y yo que estaba concluyendo a toda prisa mi Memoria sobre las distintasformas de la tiranía.

-Léasela usted a sí propio -indicó el filósofo Canencia-. Lo mismo me pasará a mí con mi Tratado de la libertad individual y mi traducción de Diderot.

-¿Y por qué es esa marcha?

-Porque los ingleses entrarán en Salamanca -dijo Santorcaz- y no queremos que nos cojan aquí.

-Yo no daría dos cuartos por lo que me   —211→   quedara de pescuezo después de entrar los aliados -advirtió el más joven y más vivaracho de todos.

-Los ingleses no entrarán en Salamanca, señores -afirmó con petulancia el oficial.

Santorcaz movió la cabeza con triste expresión dubitativa.

-Y pues así echan ustedes a correr, desde que nos hallamos comprometidos, Sr. Santorcaz -añadió Cerizy con la misma petulancia y cierto tonillo reprensivo-, sepan que en el cuartel general de Marmont no estarán los masones tan seguros como aquí.

-¿Que no?

-No: porque no son del agrado del general en jefe que nunca fue aficionado a sociedades secretas. Las ha tolerado porque era preciso alentar a los españoles que no seguían la causa insurgente; pero ya sabe usted que Marmont es algobigot.

-Sí...

-Pero lo que no sabe usted es que han venido órdenes apremiantes de Madrid para separar la causa francesa de todo lo que trascienda a masonería, ateísmo, irreligiosidad y filosofía.

-Lo esperaba, porque José es también algo...

-Bigot... Conque buen viaje y no fiar mucho del general en jefe.

-Como no pienso parar hasta Francia, mi querido señor Cerizy... -dijo Santorcaz- estoy sin cuidado.

-No se puede vivir en esta abominable   —212→   nación -afirmó el viejo filósofo-. En París o en Burdeos publicaré mi Tratado de la libertad individual y mi traducción de Diderot.

-Buenas noches, señor Santorcaz, señores todos.

-Buenas noches y buena suerte contra el lord, señor Cerizy.

-Nos veremos en Francia -dijo el francés al retirarse-. Qué lástima de logia... Marchaba tan bien... Sr. Canencia, siento que no conozca usted miMemoria sobre las tiranías.

Cuando el jefe de la ronda bajaba la escalera, sacome de mi escondite Santorcaz, y presentándome a sus amigos, dijo con sorna:

-Señores, presento a ustedes un espía de los ingleses.

No le contesté una palabra.

-Bien se conoce, amiguito... pero no reñiremos -añadió el masón ofreciéndome una silla y poniéndome delante una copa que llenó-. Bebe.

-Yo no bebo.

-Amigo Ciruelo -dijo D. Luis al más joven de los presentes- te quedarás en Salamanca hasta mañana, porque en lugar tuyo va a salir este joven.

-Sí, eso es -objetó Ciruelo mirándome con enojo-. Y si vienen los aliados y me ahorcan... Yo no soy espía de los ingleses.

-¡Ingleses, franceses!... -exclamó el filósofo Canencia en tono sibilítico-... hombres que se disputan el terreno, no las ideas... ¿Qué me importa cambiar de tiranos? A los que como yo combaten por la filosofía, por los   —213→   grandes principios de Voltaire y Rousseau, lo mismo les importa que reinen en España las casacas rojas o los capotes azules.

-¿Y usted qué piensa? -me dijo Monsalud, observándome con curiosidad-. ¿Entrarán los aliados en Salamanca?

-Sí señor, entraremos -contesté con aplomo.

-Entraremos... luego usted pertenece al ejército aliado.

-Al ejército aliado pertenezco.

-¿Y cómo está usted aquí? -me preguntó con ademán y tono de la mayor fiereza otro de los presentes, que era hombre más fuerte y robusto que un toro.

-Estoy aquí, porque he venido.

Necesitaba hacer grandes esfuerzos para sofocar mi indignación.

-Este joven se burla de nosotros -dijo Ciruelo.

-Pues yo sostengo que los aliados no entrarán en Salamanca -añadió Monsalud-. No traen artillería de sitio.

-La traerán...

-Ignoran con qué clase de fortificaciones tienen que habérselas.

-El duque de Ciudad-Rodrigo no ignora nada.

-Bueno, que entren -dijo Santorcaz-. Puesto que Marmont nos abandona...

-Lo que yo digo -indicó el filósofo-; casacas rojas o casacas azules... ¿qué más da?

-Pero es indigno que favorezcamos a los espías de Wellington -exclamó con ira el   —214→   bárbaro Monsalud, levantándose de su asiento.

Yo decía para mí:

-No habrá en esta maldita casa un agujero por donde escapar solo con ella.

-Siéntate y calla, Monsalud -dijo Santorcaz-. A mí me importa poco que Narices entre o no en Salamanca. Ponga yo el pie en mi querida Francia... Aquí no se puede vivir.

-Si siguieran los franceses mi parecer -dijo el joven Ciruelo con la expresión propia de quien está seguro de manifestar una gran idea-, antes de entregar esta ciudad histórica a los aliados, la volarían. Basta poner seis quintales de pólvora en la catedral, otros seis en la Universidad, igual dosis en los Estudios Menores, en la Compañía, en San Esteban, en Santo Tomás y en todos los grandes edificios... Vienen los aliados, ¿quieren entrar? ¡fuego! ¡Qué hermoso montón de ruinas! Así se consiguen dos objetos; acabar con ellos, y destruir uno de los más terribles testimonios de la tiranía, barbarie y fanatismo de esos ominosos tiempos, señores...

-Orador Ciruelo, tú harás revoluciones -dijo Canencia con majestuosa petulancia.

-Lo que yo afirmo -gruñó Monsalud- es que venzan o no los aliados, no me marcharé de España.

-Ni yo -mugió el toro.

-Prefiero volverme con los insurgentes -dijo el quinto personaje, que hasta entonces no había desplegado los bozales labios.

-Yo me voy para siempre de España -afirmó Santorcaz-. Veo malparada aquí la causa   —215→   francesa. Antes de dos años Fernando VII volverá a Madrid.

-¡Locura, necedad!

-Si esta campaña termina mal para los franceses, como creo...

-¿Mal? ¿Por qué?

-Marmont no tiene fuerzas.

-Se las enviarán. Viene en su auxilio el rey José con tropas de Castilla la Nueva.

-Y la división Esteve, que está en Segovia.

-Y el ejército de Bonnet viene cerca ya.

-Y también Cafarelli con el ejército del Norte.

-Todavía no ha venido -dijo Santorcaz con tristeza-. Bien, si vienen esas tropas y ponen los franceses toda la carne en el asador...

-Vencerán.

-¿Qué crees tú, Araceli?

-Que Marmont, Bonnet, Esteve, Cafarelli y el rey José no hallarán tierra por donde correr si tropiezan con los aliados -dije con gran aplomo.

-Lo veremos, caballero.

-Eso es, lo verán ustedes -repuse-. Lo veremos todos. ¿Saben ustedes bien lo que es el ejército aliado que ha tomado a Ciudad-Rodrigo y Badajoz? ¿Saben ustedes lo que son esos batallones portugueses y españoles, esa caballería inglesa?... Figúrense ustedes una fuerza inmensa, una disciplina admirable, un entusiasmo loco, y tendrán idea de esa ola que viene y que todo lo arrollará y destruirá a su paso.

Los seis hombres me miraban absortos.

  —216→  

-Supongamos que los franceses son derrotados; ¿qué hará entonces el Emperador?

-Enviar más tropas.

-No puede ser. ¿Y la campaña de Rusia?

-Que va muy mal, según dicen -indiqué yo.

-No va sino muy bien, caballero -exclamó Monsalud, con gesto amenazador.

-Las últimas noticias -dijo el quinto personaje, que tenía facha de militar, y era hombre fuerte, membrudo, imponente, de mirar atravesado y antipática catadura- son estas... Acabo de leerlas en el papel que nos han mandado de Madrid. El Emperador es esperado en Varsovia. El primer cuerpo va sobre Piegel; el mariscal duque de Regio, que manda el segundo, está en Wehlan; el mariscal duque de Elchingen, en Soldass; el rey de Westphalia en Varsovia...

-Eso está muy lejos y no nos importa nada -dijo Santorcaz con disgusto-. Por bien que salga el Emperador de esa campaña temeraria, no podrá en mucho tiempo mandar tropas a España... y parece que Soult anda muy apretado en Andalucía y Suchet en Valencia.

-Todo lo ves negro -gritó con enojo Monsalud.

-Veo la guerra del color que tiene ahora... De modo que a Francia me voy, y salga el sol por Antequera.

-Triste cosa es vivir de esta manera -dijo el filósofo-. Somos ganado trashumante. Verdad es que no pasamos por punto alguno sin dejar la semilla del Contrato social que germinará   —217→   pronto poblando el suelo de verdaderos ciudadanos... Y es además de triste vergonzoso vernos obligados a pasar por cómicos de la legua.

-Yo no me vestiré más de payaso, aunque me aspen -declaró Monsalud.

-Y yo, antes de dejarme descuartizar por afrancesado, me volveré con los insurgentes -indicó el que tenía figura y corpulencia de salvaje toro.

-Nada perdemos con adoptar nuestro disfraz -dijo D. Luis-. Con que se vista uno y nos siga el carro lleno de trebejos, bastará para que no nos hagan daño en esos feroces pueblos... Conque en marcha, señores. Araceli, dame tus armas, porque nosotros no llevamos ninguna... En caso contrario, no me expondré a sacarte.

Se las di, disimulando la rabia que llenaba mi alma, y al punto empezaron los preparativos de marcha. Unos corrían a cerrar sus breves maletas, más llenas de papeles que de ropas. Arregló Ramoncilla el equipaje de su amo, y no tardaron en atronar las casas los ruidos que caballerías y carros hacían en el patio. Cuando pasé a la habitación donde estaban Inés y miss Fly, sorprendiome hallarlas en conversación tirada, aunque no cordial al parecer, y en el semblante de la primera advertí un hechicero mohín irónico, mezclado de tristeza profunda. Yo ocultaba y reprimía en el fondo de mi pecho una tempestad de indignación, de zozobra. Aun allí, rodeado de tan diversa gente, miraba con angustia a todos los   —218→   rincones, ansiando descubrir alguna brecha, algún resquicio, por donde escapar solo con ella. Creíame capaz de las hazañas que soñaba el alto espíritu de miss Fly.

Pero no había medio humano de realizar mi pensamiento. Estaba en poder de Santorcaz, como si dijéramos, en poder del demonio. Traté de acercarme a Inés para hablarla a solas un momento, con esperanzas de hallar en ella un amoroso cómplice de mi deseo; pero Santorcaz con claro designio y miss Fly quizás sin intención, me lo impidieron. Inés misma parecía tener empeño en no honrarme con una sola mirada de sus amantes ojos.

Athenais, conservando su falda de amazona, se había transfigurado, escondiendo graciosamente su busto y hermosa cabeza bajo los pliegues de un manto español.

-¿Qué tal estoy así? -me dijo riendo en un instante que estuvimos solos.

-Bien -contesté fríamente, preocupado con otra imagen que atraía los ojos de mi alma.

-¿Nada más que bien?

-Admirablemente. Está usted hermosísima.

-Vuestra novia, Sr. Araceli -dijo con expresión festiva y algo impertinente-, es bastante sencilla.

-Un poco, señora.

-Está buena para un pobre hombre... ¿Pero es cierto que amáis... a eso?

-¡Oh! Dios de los cielos -dije para mí sin hacer caso de miss Fly-, ¿no habrá un medio de que yo escape solo con ella?

  —219→  

Iba la inglesa a repetir su pregunta, cuando Santorcaz nos llamó dándonos prisa para que bajásemos. Él y sus amigos habían forrado sus personas en miserables vestidos.

-Las dos señoras en el coche que guiará Juan -dijo D. Luis-. Tres a caballo y los otros en el carro. Araceli, entra en el carro con Monsalud y Canencia.

-Padre, no vayas a caballo -dijo Inés-. Estás muy enfermo.

-¿Enfermo? Más fuerte que nunca... Vamos: en marcha... Es muy tarde.

Distribuyéronse los viajeros conforme al programa, y pronto salimos en burlesca procesión de la casa y de la calle y de Salamanca. ¡Oh, Dios poderoso! Me parecía que había estado un siglo dentro de la ciudad. Cuando sin hallar obstáculos en las calles ni en la muralla, me vi fuera de las temibles puertas, me pareció que tornaba a la vida.

Según orden de Santorcaz, el cochecillo donde iban las dos damas marchaba delante, seguían los jinetes, y luego los carros, en uno de los cuales tocome subir con los dos interesantes personajes citados. Al verme en el campo libre, si se calmó mi desasosiego por los peligros que corrí dentro deRoma la chica, sentí una aflicción vivísima por causas que se comprenderán fácilmente. Me era forzoso correr hacia el cuartel general, abandonando aquel extraño convoy donde iban los amores de toda mi vida, el alma de mi existencia, el tesoro perdido, encontrado y vuelto a perder, sin esperanza de nueva recuperación. Llevado,   —220→   arrastrado yo mismo por aquella cuadrilla de demonios, ni aun me era posible seguirla, y el deber me obligaba a separarme en medio del camino. La desesperación se apoderó de mí, cuando mis ojos dejaron de ver en la oscuridad de la noche a las dos mujeres que marchaban delante. Salté al suelo y corriendo con velocidad increíble, pues la hondísima pena parecía darme alas, grité con toda la fuerza de mis pulmones:

-¡Inés, miss Fly!... aquí estoy... parad, parad...

Santorcaz corrió al galope detrás de mí y me detuvo.

-Gabriel -gritó- ya te he sacado de la ciudad y ahora puedes marcharte dejándonos en paz. A mano derecha tienes el camino de Aldea-Tejada.

-¡Bandido! -exclamé con rabia-. ¿Crees que si no me hubieras quitado las armas me marcharía solo?

-¡Muy bravo estás!... Buen modo de pagar el beneficio que acabo de hacerte... Márchate de una vez. Te juro que si vuelves a ponerte delante de mí y te atreves a amenazarme, haré contigo lo que mereces...

-¡Malvado!... -grité abalanzándome al arzón de su cabalgadura y hundiendo mis dedos en sus flacos muslos-. ¡Sin armas estoy y podré dar cuenta de ti!

El caballo se encabritó, arrojándome a cierta distancia.

-¡Dame lo que es mío, ladrón! -exclamé tornando hacia mi enemigo-. ¿Crees que te temo?   —221→   Baja de ese caballo... devuélveme mi espada y veremos.

Santorcaz hizo un gesto de desprecio, y en el silencio de la noche oí el rumor de su irónica risa. El otro jinete, que era el semejante a un toro, se le unió incontinenti.

-O te marchas ahora mismo -dijo D. Luis- o te tendemos en el camino.

-La señora inglesa ha de partir conmigo. Hazla detener -dije sofocando la intensa cólera que a causa de mi evidente inferioridad me sofocaba.

-Esa dama irá a donde quiera.

-¡Miss Fly, miss Fly! -grité ahuecando ambas manos junto a mi boca.

Nadie me respondía, ni aun llegaba a mis oídos el rumor de las ruedas del coche. Corrí largo trecho al lado de los caballos, fatigado, jadeante, cubierto de sudor y con profunda agonía en el alma... Volví a gritar luego diciendo:

-¡Inés, Inés! ¡Aguarda un instante... allá voy!

Las fuerzas me faltaban. Los jinetes se dirigieron en disposición amenazadora hacia mí; pero un resto de energía física que aún conservaba, me permitió librarme de ellos, saltando fuera del camino. Pasaron adelante los caballos, y las carcajadas de Santorcaz y del hombre-toro resonaron en mis oídos como el graznar de pájaros carniceros que revoloteaban junto a mí, describiendo pavorosos círculos en torno a mi cabeza. Si mi cuerpo estaba desmayado y casi exánime, conservaba aún voz   —222→   poderosa, y vociferé mientras creí que podía ser oído:

-¡Miserables!... ya caeréis en mi poder... ¡Eh, Santorcaz, no te descuides!... ¡allá iré yo!... ¡allá iré!

Bien pronto se extinguió a lo lejos el ruido de herraduras y ruedas. Me quedé solo en el camino. Al considerar que Inés había estado en mi mano y que no me había sido posible apoderarme de ella, sentía impulsos de correr hacia adelante, creyendo que la rabia bastaría a hacer brotar de mi cuerpo las potentes alas del cóndor... En mi desesperada impotencia me arrojaba al suelo, mordía la tierra y clamaba al cielo con alaridos que habrían aterrado a los transeúntes, si por aquella desolada llanura hubiese pasado en tal hora alma viviente... ¡Se me escapaba quizás para siempre! Registré el horizonte en derredor, y todo lo vi negro; pero las imágenes de los dos ejércitos pertenecientes a las dos naciones más poderosas del mundo se presentaron a mi agitada imaginación. ¡Por allí los franceses... por allí los ingleses! Un paso más y el humo y los clamores de sangrienta batalla se elevarán hasta el cielo; un paso más y temblará, con el peso de tanto cuerpo que cae, este suelo en que me sostengo. -¡Oh, Dios de las batallas, guerra y exterminio es lo que deseo! -exclamé-. Que no quede un solo hombre de aquí hasta Francia... Araceli, al cuartel real... Wellington te espera.

Esta idea calmó un tanto mi exaltación y me levanté del suelo en que yacía. Cuando   —223→   di los primeros pasos experimenté esa suspensión del ánimo, ese asombro indefinible que sentimos en el momento de observar la falta o pérdida de un objeto que poco antes llevábamos.

-¿Y miss Fly? -dije deteniéndome estupefacto-. No lo sé... adelante.




ArribaAbajo- XXV -

Seguro de que los franceses habían tomado la dirección de Toro, me encaminé yo hacia el Mediodía buscando el Valmuza, riachuelo que corre a cuatro o cinco leguas de la capital. Marchaba a pie con toda la prisa que me permitían el mucho cansancio corporal y las fatigas del alma, y a las ocho de la mañana entré en Aldea Tejada, después de vadear el Tormes y recorrer un terreno áspero y desigual desde Tejares. Unos aldeanos dijéronme antes de llegar allí que no había franceses en los alrededores ni en el pueblo, y en este oí decir que por Siete Carreras y Tornadizos se habían visto en la noche anterior muchísimos ingleses.

-Cerca están los míos -dije para mí, y tomando algo de lo necesario para sustentarme seguí adelante.

Nada me aconteció digno de notarse hasta Tornadizos, donde encontré la vanguardia inglesa   —224→   y varias partidas de D. Julián Sánchez. Eran las diez de la mañana.

-Un caballo, señores, préstenme un caballo -les dije-. Si no, prepárense a oír al señor duque... ¿Dónde está el cuartel general? Creo que en Bernuy. Un caballo pronto.

Al fin me lo dieron, y lanzándolo a toda carrera primero por el camino y después por trochas y veredas, a las doce menos cuarto estaba en el cuartel general. Vestí a toda prisa mi uniforme, informándome al mismo tiempo de la residencia de lord Wellington, para presentarme a él al instante.

-El duque ha pasado por aquí hace un momento -me dijo Tribaldos-. Recorre el pueblo a pie.

Un momento después encontré en la plaza al señor duque, que volvía de su paseo; conociome al punto, y acercándome a él le dije:

-Tengo el honor de manifestar a vuecencia que he estado en Salamanca y que traigo todos los datos y noticias que vuecencia desea.

-¿Todos? -dijo Wellington sin hacer demostración alguna de benevolencia ni de desagrado.

-Todos, mi general.

-¿Están decididos a defenderse?

-El ejército francés ha evacuado ayer tarde la ciudad, dejando sólo ochocientos hombres.

Wellington miró al general portugués Troncoso que a su lado venía. Sin comprender las palabras inglesas que se cruzaron, me pareció que el segundo afirmaba:

-Lo ha adivinado vuecencia.

  —225→  

-Este es el plano de las fortificaciones que defienden el paso del puente -dije, alargando el croquis que había sacado.

Tomolo Wellington, después de examinarlo con profundísima atención, preguntó:

-¿Está usted seguro de que hay piezas giratorias en el rebellín, y ocho piezas comunes en el baluarte?

-Las he contado, mi general. El dibujo será imperfecto; pero no hay en él una sola línea que no sea representación de una obra enemiga.

-¡Oh, oh! Un foso desde San Vicente al Milagro -exclamó con asombro.

-Y un parapeto en San Vicente.

-San Cayetano parece fortificación importante.

-Terrible, mi general.

-Y estas otras en la cabecera del puente...

-Que se unen a los fuertes por medio de estacadas en zig-zag.

-Está bien -dijo con complacencia, guardando el croquis-. Ha desempeñado usted su comisión satisfactoriamente a lo que parece.

-Estoy a las órdenes de mi general.

Y luego, volviendo en derredor la perspicaz mirada, añadió:

-Me dijeron que miss Fly cometió la temeridad de ir también a Salamanca a ver los edificios. No la veo.

-No ha vuelto -dijo un inglés de los de la comitiva.

Interrogáronme todos con alarmantes miradas y sentí cierto embarazo. Hubiera dado   —226→   cualquier cosa porque la señorita Fly se presentase en aquel momento.

-¿Que no ha vuelto? -dijo el duque con expresión de alarma y clavando en mí sus ojos-. ¿Dónde está?

-Mi general, no lo sé -respondí bastante contrariado-. Miss Fly no fue conmigo a Salamanca. Allí la encontré y después... Nos separamos al salir de la ciudad, porque me era preciso estar en Bernuy antes de las doce.

-Está bien -dijo lord Wellington como si creyese haber dado excesiva importancia a un asunto que en sí no lo tenía-. Suba usted al instante a mi alojamiento para completar los informes que necesito.

No había dado dos pasos, puesto humildemente a la cola de la comitiva del señor duque, cuando detúvome un oficial inglés, algo viejo, pequeño de rostro, no menos encarnado que su uniforme, y cuya carilla arrugada y diminuta se distinguía por cierta vivacidad impertinente, de que eran signos principales una nariz picuda y unos espejuelos de oro. Acostumbrados los españoles a considerar ciertas formas personales como inherentes al oficio militar, nos causaban sorpresa y aun risa aquellos oficiales de artillería y estado mayor que parecían catedráticos, escribanos, vistas de aduanas o procuradores.

Mirome el coronel Simpson, pues no era otro, con altanería; mirele yo a él del mismo modo, y una vez que nos hubimos mirado a sabor de entrambos, dijo él:

-Caballero, ¿dónde está miss Fly?

  —227→  

-Caballero, ¿lo sé yo acaso? ¿Me ha constituido el duque en custodio de esa hermosa mujer?

-Se esperaba que miss Fly regresase con usted de su visita a los monumentos arquitectónicos de Salamanca.

-Pues no ha regresado, caballero Simpson. Yo tenía entendido que miss Fly podía ir y venir y partir y tornar cuando mejor le conviniese.

-Así debiera ser y así lo ha hecho siempre -dijo el inglés-; pero estamos en una tierra donde los hombres no respetan a las señoras, y pudiera suceder que Athenais, a pesar de su alcurnia, no tuviese completa seguridad de ser respetada.

-Miss Fly es dueña de sus acciones -le contesté-. Respecto a su tardanza o extravío, ella sola podrá informar a usted cuando parezca.

Era ciertamente grotesco exigirme la responsabilidad de los pasos malos o buenos de la antojadiza y volandera inglesa, cuando ella no conocía freno alguno a su libertad, ni tenía más salvaguardia de su honor que su honor mismo.

-Esas explicaciones no me satisfacen, caballero Araceli -me dijo Simpson, dignándose dirigir sobre mí una mirada de enojo, que adquiría importancia al pasar por el cristal de sus espejuelos-. El insigne lord Fly, conde de Chichester, me ha encargado que cuide de su hija...

-¡Cuidar de su hija! ¿Y usted lo ha hecho?...   —228→   Cuando estuvo a punto de perecer en Santi Spíritus, no le vi a su lado... ¡Cuidar de ella! ¿De qué modo se cuida a las señoritas en Inglaterra? ¿Dejando que los españoles les ofrezcan alojamiento, que las acompañen a visitar abadías y castillos?

-Siempre han acompañado a esa señorita dignos caballeros que no abusaron de su confianza. No se temen debilidades de miss Fly, que tiene el mejor de los guardianes en su propio decoro; se temen, caballero Araceli, las violencias, los crímenes que son comunes en las naturalezas apasionadas de esta tierra. En suma, no me satisfacen las explicaciones que usted ha dado.

-No tengo que añadir, respecto al paradero de miss Fly, ni una palabra más a lo que ya tuve honor de manifestar a lord Wellington.

-Basta, caballero -repuso Simpson poniéndome como un pimiento-. Ya hablaremos de esto en ocasión más oportuna. He manifestado mis recelos a D. Carlos España, el cual me ha dicho que no era usted de fiar... Hasta la vista.

Apartose de mí vivamente para unirse a la comitiva que estaba muy distante, y dejome en verdad pensativo el venerable y estudioso oficial. Poco después D. Carlos España me decía riendo con aquella expresión franca y un tanto brutal que le era propia:

-Picarón redomado, ¿dónde demonios has metido a la amazona? ¿Qué has hecho de ella? Ya te tenía yo por buena alhaja. Cuando el   —229→   coronel Simpson me dijo que estaba sobre ascuas, le contesté: «No tenga usted duda, amigo mío; los españoles miran a todas las mujeres como cosa propia».

Traté de convencer al general de mi inocencia en aquel delicado asunto; pero él reía, antes impulsado por móviles de alabanza que de vituperio, porque los españoles somos así. Luego le conté cómo habiendo necesitado del auxilio de los masones para salir de Salamanca, nos acompañamos de ellos hasta salir a buen trecho de la ciudad; mas cuando indiqué que miss Fly les había seguido, ni España ni ninguno de los que me escuchaban quisieron creerme.

Cuando fui al alojamiento del general en jefe para informarle de mil particularidades que él quería conocer relativas a los conventos destruidos, a municiones, a víveres, al espíritu de la guarnición y del vecindario, hallé al duque, con quien conferencié más de hora y media, tan frío, tan severo conmigo, que se me llenó el alma de tristeza. Recogía mis noticias, harto preciosas para el ejército aliado, sin darme claras y vehementes señales, cual yo esperaba, de que mi servicio fuese estimado, o como si estimando el hecho, menospreciara la persona. Hizo elogios del croquis; pero me pareció advertir en él cierta desconfianza y hasta la duda de que aquel minucioso dibujo fuese exacto.

Consternado yo, mas lleno de respeto hacia aquel grave personaje, a quien todos los españoles considerábamos entonces poco menos que   —230→   un Dios, no osé desplegar los labios en materia alguna distinta de las respuestas que tenía que dar: y cuando el héroe de Talavera me despidió con una cortesía rígida y fría como el movimiento de una estatua que se dobla por la cintura, salí lleno de confusiones y sobresaltos, mas también de ira porque yo comprendía que alguna sospecha tan grave como injusta deslustraba mi buen concepto. ¡Después de tantos trabajos y fatigas por prestar servicio tan grande al ejército aliado, no se me trataba con mayor estima que a un vulgar y mercenario espía! ¡Yo no quería grados ni dinero en pago de mis servicios! Quería consideración, aprecio, y que el lord me llamase su amigo, o que desde lo alto de su celebridad y de su genio, dejase caer sobre mi pequeñez cualquier frase afectuosa y conmovedora, como la caricia que se hace al perro leal; pero nada de esto había logrado. Trayendo a mi memoria a un mismo tiempo y en tropel confuso las sofocaciones del día anterior, mi croquis, mis servicios, y mis apuros, los horrendos peligros, y después la fisonomía severa y un tanto ceñuda de lord Wellington, el despecho me inspiraba frases íntimas como la siguiente:

-Quisiera que hubieses estado en poder de Jean-Jean y de Tourlourou, a ver si ponías esa cara... Una cosa es mandar desde la tienda de campaña, y otra obedecer en la muralla... Una cosa es la orden y otra el peligro... Expóngase uno cien veces a morir por un...



  —231→  

ArribaAbajo- XXVI -

Esta y otras cosas peores que callo decía yo aquella tarde cuando partimos hacia Salamanca, a cuyas inmediaciones llegamos antes de anochecido, alejándonos después de la ciudad para pasar el Tormes por los vados del Canto y San Martín. Por todas partes oía decir:

-Mañana atacaremos los fuertes.

Yo que los había visto, que los había examinado, conocía que esto no podía ser.

-¡Si creerán ustedes que esos fuertes son juguetes como los que se hicieron en Madrid el 3 de Diciembre! -decía yo a mis amigos, dándome cierta importancia-. ¡Si creerán ustedes que la artillería que los defiende es alguna batería de cocina!

Y aquí encajaba descripciones ampulosas, que concluían siempre así:

-Cuando se han visto las cosas, cuando se las ha medido palmo a palmo, cuando se las ha puesto en dibujo con más o menos arte, es cuando puede formarse idea acabada de ellas.

-Di, ¿y a miss Fly también la has visto, la has medido palmo a palmo y la has puesto en dibujo con más o menos arte? -me preguntaban.

Esto me volvía a mis melancolías y saudades (hablando en portugués) ocasionadas por   —232→   el disfavor de lord Wellington y el ningún motivo e injusticia de su frialdad y desabrimiento con un servidor leal y obediente soldado.

Lord Wellington mandó atacar los fuertes por mera conveniencia moral y por infundir aliento a los soldados, que no habían combatido desde Arroyo Molinos. Harto conocía el señor duque que aquellas obras formadas sobre las robustísimas paredes de los conventos no caerían sino ante un poderoso tren de batir, y al efecto hizo venir de Almeida piezas de gran calibre. Esperando, pues, el socorro, y simulando ataques pasaron dos o tres días, en los cuales nada histórico ni particular ocurrió digno de ser contado, pues ni adquirió lord Wellington nuevos títulos nobiliarios, ni pareció miss Fly, ni tuve noticias del rumbo que tomaron los traviesos y mil veces malditos masones.

De lo ocurrido entonces únicamente merecen lugar, y por cierto muy preferente, en estas verídicas relaciones, las miradas que me echaba de vez en cuando el coronel Simpson y sus palabras agresivas, a que yo le contestaba siempre con las peores disposiciones del mundo. Y francamente, señores, yo estaba inquieto, casi tan inquieto como el sabio coronel Simpson, porque pasaban días y continuaba el eclipse de miss Fly. Creí entender que se hacían averiguaciones minuciosas; creí entender ¡oh cielos! que me amenazaba un interrogatorio severo, al cual seguirían rigurosas medidas penales contra mí; pero Dios,   —233→   para salvarme sin duda de castigos que no merecía, permitió que el día 20 muy de mañana apareciese en los cerros del Norte... no la romancesca e interesante inglesa, sino el mariscal Marmont con 40.000 hombres.

El mismo día en que se nos presentó el francés por el mismo camino de Toro, se suspendió el ataque de los fuertes e hicimos varios movimientos para tomar posiciones si el enemigo nos provocaba a trabar batalla. Mas pronto se conoció que Marmont no tenía ganas de lanzar su ejército contra nosotros, siendo su intento al aproximarse, distraer las fuerzas sitiadoras y tal vez introducir algún socorro en los fuertes. Pero Wellington, aunque no había recibido la artillería de Almeida, persistía con tenacidad sajona en apoderarse de San Vicente y de San Cayetano, los dos formidables conventos arreglados para castillos por una irrisión de la historia. ¡Me parecía estar viéndolos aún desde la torre de la Merced!

La tenacidad, que a veces es en la guerra una virtud, también suele ser una falta, y el asalto de los conventos lo fue manifiestamente, cosa rara en Wellington, que no acostumbraba cometer faltas. La división española se hallaba en Castellanos de los Moriscos, observando al francés que ya se corría a la derecha, ya a la izquierda, cuando nos dijeron que en el asalto infructuoso de San Cayetano habían perecido 120 ingleses y el general Rowes, distinguidísimo en el ejército aliado.

-Ahora se ve cómo también los grandes hombres   —234→   cometen errores -dije a mis amigos-. A cualquiera se le alcanzaba que San Vicente y San Cayetano no eran corrales de gallinas; pero respetemos las equivocaciones de los de arriba.

-¡Ya está! ¡ya está ahí... albricias! ¡ya la tenemos ahí! -exclamó D. Carlos España que a la sazón, de improviso, se había presentado.

-¿Quién, miss Fly? -pregunté con vivo gozo.

-La artillería, señores, la artillería gruesa que se mandó traer de Almeida. Ya ha llegado a Pericalbo, esta tarde estará en las paralelas, se montará mañana y veremos lo que valen esos fuertes que fueron conventos.

-¡Ah, bien venida sea!... creí que hablaba usted de miss Fly, por cuya aparición daría las dos manos que tengo...

Vino efectivamente, no miss Fly, que acerca de esta ni alma viviente sabía palabra, sino la artillería de sitio, y Marmont, que lo adivinó, quiso pasar el río para distraer fuerzas a la izquierda del Tormes. Le vimos correrse a nuestra derecha, hacia Huerta, y al punto recibimos orden de ocupar a Aldealuenga. Como los franceses cruzaron el Tormes, lo pasó también el general Graham, y en vista de este movimiento pusieron los pies en polvorosa. Marmont, que no tenía bastantes fuerzas, careciendo principalmente de caballería, no osaba empeñar ninguna acción formal.

Por lo demás, ante la artillería de sitio, San Vicente y San Cayetano no ofrecieron gran resistencia. Los ingleses (y esto lo digo   —235→   de referencia, pues nada vi) abrieron brecha el 27 e incendiaron con bala roja los almacenes de San Vicente. Pidieron capitulación los sitiados; mas Wellington, no queriendo admitir condiciones ventajosas para ellos, mandó asaltar la Merced y San Cayetano, escalando el uno y penetrando en el otro por las brechas. Quedó prisionera la guarnición.

Este suceso colmó de alegría a todo el ejército, mayormente cuando vimos que Marmont se alejaba a buen paso hacia el Norte, ignorábamos si en dirección a Toro o a Tordesillas, porque nuestras descubiertas no pudieron determinarlo a causa de la oscuridad de la noche. Pero he aquí que pronto debíamos saberlo, porque la división española y las guerrillas de D. Julián Sánchez recibieron orden de dar caza a la retaguardia francesa, mientras todo el ejército aliado, una vez asegurada Salamanca, marchaba también hacia las líneas del Duero.

Era la mañana del 28 de Junio, cuando nos encontrábamos cerca de Sanmorales, en el camino de Valladolid a Tordesillas. Según nos dijeron, la retaguardia enemiga y su impedimenta habían salido de dicho lugar pocas horas antes, llevándose, según la inveterada e infalible costumbre, todo cuanto pudieron haber a la mano. Pusiéronse al frente de la división el conde de España y D. Julián Sánchez con sus intrépidos guerrilleros que conocían el país como la propia casa, y se mandó forzar la marcha para poder pescar algo del pesado convoy de los franchutes. Sin reparar las   —236→   fuerzas después del largo caminar de la noche, corrió nuestra vanguardia hacia Babilafuente, mientras los demás rebuscábamos en Sanmorales lo que hubiese sobrado de la reciente limpia y rapiña del enemigo. Provistos, al fin, de algo confortativo, seguimos también hacia aquel punto, y al cabo de dos horas de penosa jornada, cuando calculábamos que nos faltarían apenas otras dos para llegar a Babilafuente, distinguimos este lugar en lontananza, mas no lo determinaba la perspectiva de las lejanas casas, ni ninguna alta torre ni castillete, ni menos colina o bosquecillo, sino una columna de negro y espeso humo, que partiendo de un punto del horizonte, subía y se enroscaba hasta confundirse con la blanca masa de las nubes.

-Los franceses han pegado fuego a Babilafuente -gritó un guerrillero.

-Apretar el paso... en marcha... ¡Pobre Babilafuente!

-Queman para detenernos... creen que nos estorba la tizne... ¡Adelante!

-Pero D. Carlos y Sánchez les deben de haber alcanzado -dijo otro-. Parece que se oyen tiros.

-Adelante, amigos. ¿Cuánto podemos tardar en ponernos allá?

-Una hora y minutos.

Viose luego otra negra columna de humo que salía de paraje más lejano, y que en las alturas del cielo parecía abrazarse con la primera.

-Es Villorio que arde también -dijeron-.   —237→   Esos ladrones queman las trojes después de llevarse el trigo.

Y más cerca, divisamos las rojas llamas oscilando sobre las techumbres, y una multitud de mujeres despavoridas, ancianos y niños corrían por los campos huyendo con espanto de aquella maldición de los hombres, más terrible que las del cielo. Por lo que aquellos infelices nos pudieron decir entre lágrimas y gritos de angustia, supimos que los de España y Sánchez entraban a punto que salían los franceses después de incendiar el pueblo; que se habían cruzado algunos tiros entre unos y otros; pero sin consecuencias, porque los nuestros no se ocuparon más que de cortar el fuego.

Estábamos como a doscientos pasos de las primeras casas de la infortunada aldea, cuando una figura extraña, hermosa, una verdadera y agraciada obra de la fantasía, una gentil persona, tan distinta de las comunes imágenes terrestres como lo son de la vulgar vida las admirables creaciones de la poesía del Norte; una mujer ideal llevada por arrogante y veloz caballo, pasó allá lejos ante la vista, semejante a los gallardos jinetes que cruzan por los rosados espacios de un sueño artístico, sin tocar la tierra, dando al viento cabellera y crin, y modificando según los cambiantes de la luz su majestuosa carrera. Era una figura de amazona, vestida no sé si de negro o de blanco, pero igual a aquellas mujeres galopantes con cuya apostura y arranque ligero, se representa al aire, al fuego, lo que vuela y lo que quema, y que corrían en verdad, animando al corcel   —238→   con varoniles exclamaciones. Iba la gentil persona fuera del camino, en dirección contraria a la nuestra, por un extenso llano cruzado de zanjas y charcos, que el corcel saltaba con airoso brincar, asociando de tal modo su empuje y brío a la voluntad del jinete, que hembra y caballo parecían una sola persona. Tan pronto se alejaba como volvía la fantástica figura; pero a pesar de su carrera y de la distancia, al punto que la vi, diome un vuelco el corazón, subióseme la sangre con violento golpe al cerebro, y temblé de sorpresa y alegría. ¿Necesito decir quién era?

Lanzando mi caballo fuera del camino, grité:

-Miss Fly, señorita Mariposa... señora Pajarita... señora Mosquita... ¡Carísima Athenais... Athenais!

Pero la Pajarita no me oía y seguía corriendo, mejor dicho, revoloteando, yendo, viniendo, tornando a partir y a volver, y trazando sobre el suelo y en la claridad del espacio caprichosos círculos, ángulos, curvas y espirales.

-¡Miss Fly, miss Fly!

El viento impedía que mi voz llegase hasta ella. Avivé el paso, sin apartar los ojos de la hermosa aparición, la cual creeríase iba a desvanecerse cual caprichosa hechura de la luz o del viento... Pero no: era la misma miss Fly; y buscaba una senda en aquella engañosa planicie, surcada por zanjas y charcos de inmóvil agua verdosa.

-¡Eh... señora Mosquita!... ¡que soy yo!... Por aquí... por este lado.



  —239→  

ArribaAbajo- XXVII -

Por último, llegué cerca de ella y oyó mi voz, y vio mi propia persona, lo cual hubo de causarle al parecer mucho gusto y sacarla de su confusión y atolondramiento. Corrió hacia mí riendo y saludándome con exclamaciones de triunfo, y cuando la vi de cerca, no pude menos de advertir la diferencia que existe entre las imágenes transfiguradas y embellecidas por el pensamiento y la triste realidad, pues el corcel que montaba, por cierto a mujeriegas, la intrépida Athenais, distaba mucho de parecerse a aquel volador Pegaso que se me representaba poco antes; ni daba ella al viento la cabellera, cual llama de fuego simbolizando el pensamiento, ni su vestido negro tenía aquella diafanidad ondulante que creí distinguir primero, ni el cuartajo, pues cuartajo era, tenía más cerneja que media docena de mustios y amarillentos pelos, ni la misma miss Fly estaba tan interesante como de ordinario, aunque sí hermosa, y por cierto bastante pálida, con las trenzas mal entretejidas por arte de los dedos, sin aquel concertado desgaire del peinado de las Musas, y finalmente, con el vestido en desorden anti-armónico a causa del polvo, arrugas y jirones que en diversos puntos tenía.

-Gracias a Dios que os encuentro -exclamó   —240→   alargándome la mano-. D. Carlos España me dijo que estabais en la retaguardia.

Mi gozo por verla sana y libre; lo cual equivalía a un testimonio precioso de mi honradez, me impulsó a intentar abrazarla en medio del campo, de caballo a caballo, y habría puesto en ejecución mi atrevido pensamiento si ella no lo impidiera un tanto suspensa y escandalizada.

-En buen compromiso me ha puesto usted -le dije.

-Me lo figuraba -respondió riendo-. Pero vos tenéis la culpa. ¿Por qué me dejasteis en poder de aquella gente?

-Yo no dejé a usted en poder de aquella gente; ¡malditos sean ellos mil veces!... Desapareció usted de mi vista y el masón me impidió seguir. ¿Y nuestros compañeros de viaje?

-¿Preguntáis por la Inesita? La encontraréis en Babilafuente -dijo poniéndose seria.

-¿En ese pueblo? ¡Bondad divina!... Corramos allí... ¿Pero han padecido ustedes algún contratiempo? ¿Hanse visto en algún peligro? ¿Las han mortificado esos bárbaros?

-No, me he aburrido y nada más. A la hora y media de salir de Salamanca tropezamos con los franceses, que echaron el guante a los masones diciendo que en Salamanca habían hecho el espionaje por cuenta de los aliados. Marmont tiene orden del Rey para no hacer causa común con esos pillos tan odiados en el país. Santorcaz se defendió; mas un oficial llamole farsante y embustero, y dispuso que todos los de la brillante comitiva quedásemos   —241→   prisioneros. Gracias a Desmarets, me han tratado a mí con mucha consideración.

-¡Prisioneros!

-Sí, nos han tenido desde entonces en ese horrible Babilafuente, mientras el lord tomaba a Salamanca. ¡Y yo que no he visto nada de eso! ¿Se rindieron los fuertes? ¡Qué gran servicio prestasteis con vuestra visita a Salamanca! ¿Qué os dijo milord?

-Sí, sí, hable usted a milord de mí... Contento está su excelencia de este leal servidor... Sepa miss Fly que lejos de agradar al duque, me ha tomado entre ojos y se dispone a formarme consejo de guerra por delitos comunes.

¿Por qué, amigo mío? ¿Qué habéis hecho?

¿Qué he de hacer? Pues nada, señora Pajarita; nada más sino seducir a una honesta hija de la Gran Bretaña, llevármela conmigo a Salamanca, ultrajarla con no sé qué insigne desafuero, y después, para colmo de fiesta, abandonarla pícaramente, o esconderla, o matarla, pues sobre este punto, que es el lado negro de mi feroz delito, no se han puesto aún de acuerdo lord Wellington y el coronel Simpson.

Miss Fly rompió en risas tan francas, tan espontáneas y regocijadas, que yo también me reí. Ambos marchábamos a buen paso en dirección a Babilafuente.

-Lo que me contáis, Sr. Araceli -dijo, mientras se teñía su rostro de rubor hechicero-, es una linda historia. Tiempo hacía que no se me presentaba un acontecimiento tan dramático, ni tan bonito embrollo. Si la vida no tuviera estas novelas, ¡cuán fastidiosa sería!

  —242→  

-Usted disipará las dudas del general devolviéndome mi honor, miss Fly, pues de la pureza de sentimientos de usted no creo que duden milord ni sir Abraham Simpson. Yo soy el acusado, yo el ladrón, yo el ogro de cuentos infantiles, yo el gigantón de leyenda, yo el morazo de romance.

-¿Y no os ha desafiado Simpson? -preguntó demostrándome cuánta complacencia producía en su alma aquel extraño asunto.

-Me ha mirado con altanería y díchome palabras que no le perdono.

-Le mataréis, o al menos le heriréis gravemente, como hicisteis con el desvergonzado e insolente lord Gray -dijo con extraordinaria luz en la mirada-. Quiero que os batáis con alguien por causa mía. Vos acometéis las empresas más arriesgadas por la simpatía que tienen los grandes corazones con los grandes peligros; habéis dado pruebas de aquel valor profundo y sereno cuyo arranque parte de las raíces del alma. Un hombre de tales condiciones no permitirá que se ponga en duda su dignidad, y a los que duden de ella, les convencerá con la espada en un abrir y cerrar de ojos.

-La prueba más convincente, Athenais, ha de ser usted... Ahora pensemos en socorrer a esos infelices de Babilafuente. ¿Corre Inés algún peligro? ¡Loco de mí! ¡Y me estoy con esta calma! ¿Está buena? ¿Corre algún peligro?

-No lo sé -repuso con indiferencia la inglesa-. La casa en que estaban empezó a arder.

-¡Y lo dice con esa tranquilidad!

-En cuanto se anunció la entrada de los   —243→   españoles y me vi libre, salí en busca del jefe. D. Carlos España me recibió con agrado, y no tuvo inconveniente en cederme un caballo para volver al cuartel general.

-¿Santorcaz, Monsalud, Inés y demás compañía masónica habrán huido también?

-No todos. El gran capitán de esta masonería ambulante está postrado en el lecho desde hace tres días y no puede moverse. ¿Cómo queréis que huya?

-Eso es obra de Dios -dije con alegría y acelerando el paso-. Ahora no se me escapará. De grado o por fuerza arrancaremos a Inés de su lado y la enviaremos bien custodiada a Madrid.

-Falta que quiera separarse de su padre. Vuestra dama encantada es una joven de miras poco elevadas, de corazón pequeño; carece de imaginación y de... de arranque. No ve más que lo que tiene delante. Es lo que yo llamo un ave doméstica. No, señor Araceli, no pidáis a la gallina que vuele como el águila. Le hablaréis el lenguaje de la pasión y os contestará cacareando en su corral.

-Una gallina, señorita Athenais -le dije, entrando en el pueblo-, es un animal útil, cariñoso, amable, sensible, que ha nacido y vive para el sacrificio, pues da al hombre sus hijos, sus plumas y finalmente su vida; mientras que un águila... pero esto es horroroso, miss Fly... arde el pueblo por los cuatro costados...

-Desde la llanura presenta Babilafuente un golpe de vista incomparable... Siento no haber traído mi álbum.

Las frágiles casas se venían al suelo con estrépito.   —244→   Los atribulados vecinos se lanzaban a la calle, arrastrando penosamente colchones, muebles, ropas, cuanto podían salvar del fuego, y en diversos puntos la multitud señalaba con espanto los escombros y maderos encendidos, indicando que allí debajo habían sucumbido algunos infelices. Por todas partes no se oían más que lamentos e imprecaciones, la voz de una madre preguntando por su hijo, o de los tiernos niños desamparados y solos que buscaban a sus padres. Muchos vecinos y algunos soldados y guerrilleros se ocupaban en sacar de las habitaciones a los que estaban amenazados de no poder salir, y era preciso romper rejas, derribar tabiques, deshacer puertas y ventanas para penetrar desafiando las llamas, mientras otros se dedicaban a apagar el incendio, tarea difícil porque el agua era escasa. En medio de la plaza D. Carlos España daba órdenes para uno y otro objeto, descuidando por completo la persecución de los franceses, a quienes solamente se pudieron coger algunos carros. Gritaba el general desaforadamente y su actitud y fisonomía eran de loco furioso.

Miss Fly y yo echamos pie a tierra en la plaza, y lo primero que se ofreció a nuestra vista fue un infeliz a quien llevaban maniatado cuatro guerrilleros empujándolo cruelmente a ratos o arrastrándole cuando se resistía a seguir. Una vez que lo pusieron ante la espantosa presencia de D. Carlos España, este cerrando los puños y arqueando las negras y tempestuosas cejas, gritó de esta manera:

  —245→  

-¿Por qué me lo traen aquí?... Fusilarle al momento. A estos canallas afrancesados que sirven al enemigo se les aplasta cuando se les coge, y nada más.

Observando las facciones de aquel hombre reconocí al Sr. Monsalud. Antes de referir lo que hice entonces, diré en dos palabras, por qué había venido a tan triste estado y funesta desventura. Sucedió que los pobres masones igualmente malquistos con los franceses que salían y los españoles que entraban en Babilafuente, optaron, sin embargo, por aquellos, tratando de seguirles. Excepto Santorcaz, que seguía en deplorable estado, todos corrieron, pero tuvo tan mala suerte el travieso Monsalud, que al saltar una tapia buscando el camino de Villorio, le echaron el guante los guerrilleros, y como desgraciadamente le conocían por ciertas fechorías, ni santas ni masónicas, que cometiera en Béjar, al punto le destinaron al sacrificio en expiación de las culpas de todos los masones y afrancesados de la Península.

-Mi general -dije al conde, abriéndome paso entre la muchedumbre de soldados y guerrilleros-. Este desgraciado es bastante tuno y no dudo que ha servido a nuestros enemigos; pero yo le debo un favor que estimo tanto como la vida, porque sin su ayuda no hubiera podido salir de Salamanca.

-¿A qué viene ese sermón? -dijo con feroz impaciencia España.

-A pedir a vuecencia que le perdone, conmutándole la pena de muerte por otra.

  —246→  

El pobre Monsalud, que estaba ya medio muerto, se reanimó, y mirándome con vehemente expresión de gratitud, puso toda su alma en sus ojos.

-Ya vienes con boberías, ¡rayo de Dios! Araceli, te mandaré arrestar... -exclamó el conde haciendo extrañas gesticulaciones-. No se te puede resistir, joven entrometido... Quitadme de delante a ese sabandijo, fusiladle al momento... ¡Es preciso castigar a alguien! ¡a alguien!

A pesar de esta viva crueldad, que a veces manifestaba de un modo imponente, España no había llegado aún a aquel grado de exaltación que años adelante hizo tan célebre como espantoso su nombre. Miró primero a la víctima, después a mí y a miss Fly, y luego que hubo dado algún desahogo a su cólera con palabrotas y recriminaciones dirigidas a todos, dijo:

-Bueno, que no le fusilen. Que le den doscientos palos... pero doscientos palos bien dados... Muchachos, os lo entrego... Allí detrás de la iglesia.

-¡Doscientos palos! -murmuró la víctima con dolor-. Prefiero que me den cuatro tiros. Así moriré de una vez.

Entonces aumentó el barullo, y un guerrillero apareció diciendo:

-Arden todas las sementeras y las eras del lado de Villorio, y arde también Villoruela y Riolobos y Huerta.

Desde la plaza, abierta al campo por un costado, se distinguía la horrible perspectiva.   —247→   Llamas vagas y erráticas surgían aquí y allí del seco suelo, corriendo por sobre las mieses, cual cabellera movible, cuyas últimas negras guedejas se perdían en el cielo. En los puntos lejanos las columnas de humo eran en mayor número y cada una indicaba la troj o panera que caía bajo la planta de fuego del ejército fugitivo. Nunca había yo visto desolación semejante. Los enemigos al retirarse quemaban, talaban, arrancando los tiernos árboles de las huertas, haciendo luminarias con la paja de las eras. Cada paso suyo aplastaba una cabaña, talaba una mies, y su rencoroso aliento de muerte destruía como la cólera de Dios. El rayo, el pedrisco, el simoún, la lluvia y el terremoto obrando de consuno no habrían hecho tantos estragos en poco tiempo. Pero el rayo y el simoún, todas las iras del cielo juntas, ¿qué significan comparadas con el despecho de un ejército que se retira? Fiero animal herido, no tolera que nada viva detrás de sí.

D. Carlos España tomó una determinación rápida.

-A Villorio, a Villorio sin descansar -gritó montando a caballo-. Sr. D. Julián Sánchez, a ver si les cogemos. Además, hay que auxiliar también a esos otros pueblos.

Las órdenes corrieron al momento, y parte de los guerrilleros con dos regimientos de línea se aprestaron a seguir a D. Carlos.

-Araceli -me dijo este-, quédate aquí aguardando mis órdenes. En caso de que lleguen hoy los ingleses, sigues hacia Villorio; pero entre tanto aquí... Apagar el fuego lo que se pueda;   —248→   salvar la gente que se pueda, y si se encuentran víveres...

-Bien, mi general.

-Y a ese bribón que hemos cogido, cuidado como le perdones un solo palo. Doscientos cabalitos y bien aplicados. Adiós. Mucho orden, y... ni uno menos de doscientos.




ArribaAbajo- XXVIII -

Cuando6 me vi dueño del pueblo y al frente de la tropa y guerrillas que trabajaban en él, empecé a dictar órdenes con la mayor actividad. Excuso decir que la primera fue para librar a Monsalud del horrible tormento y descomunal castigo de los palos; mas cuando llegué al sitio de la lamentable escena, ya le habían aplicado veintitrés cataplasmas de fresno, con cuyos escozores estaba el infeliz a punto de entregar rabiando su alma al Señor. Suspendí el tormento, y aunque más parecía muerto que vivo, aseguráronme que no iría de aquella, por ser los masones gente de siete vidas, como los gatos.

Miss Fly me indicó sin pérdida de tiempo la casa que servía de asilo a Santorcaz, una de las pocas que apenas habían sido tocadas por las llamas. Vociferaban a la puerta algunas mujeres y aldeanos, acompañados de dos o tres soldados, esforzándose las primeras en demostrar con toda la elocuencia de su sexo, que   —249→   allí dentro se guarecía el mayor pillo que desde muchos años se había visto en Babilafuente.

-El que llevaron a la plaza -decía una vieja- es un santo del cielo comparado con este que aquí se esconde, el capitán general de todos esos luciferes.

-Como que hasta los mismos franceses les dan de lado. Diga usted, señá Frasquita, ¿por qué llaman masones a esta gente? A fe que no entiendo el voquible.

-Ni yo; pero basta saber que son muy malos, y que andan de compinche con los franceses para quitar la religión y cerrar las iglesias.

-Y los tales, cuando entran en un pueblo, apandan todas las doncellas que encuentran. Pues digo: también hay que tener cuidado con los niños, que se los roban para criarlos a su antojo, que es en la fe de Majoma.

Los soldados habían empezado a derribar la puerta y las mujeres les animaban, por la mucha inquina7que había en el pueblo contra los masones. Ya vimos lo que le pasó a Monsalud. Seguramente, Santorcaz con ser el pontífice máximo de la secta trashumante, no habría salido mejor librado si en aquella ocasión no hubiese llegado yo. Luego que la puerta cediera a los recios golpes y hachazos, ordené que nadie entrase por ella, dispuse que los soldados, custodiando la entrada, contuvieran y alejasen de allí a las mujeres chillonas y procaces, y subí. Atravesé dos o tres salas cuyos muebles en desorden anunciaban la confusión de la huida. Todas las puertas estaban abiertas, y libremente pude avanzar de estancia   —250→   en estancia hasta llegar a una pequeña y oscura, donde vi a Santorcaz y a Inés, él tendido en miserable lecho, ella al lado suyo, tan estrechamente abrazados los dos que sus figuras se confundían en la penumbra de sala. Padre e hija estaban aterrados, trémulos como quien de un momento a otro espera la muerte, y se habían abrazado para aguardar juntos el trance terrible. Al conocerme, Inés dio un grito de alegría.

-Padre -exclamó-, no moriremos. Mira quién está aquí.

Santorcaz fijó en mí los ojos que lucían como dos ascuas en el cadavérico semblante, y con voz hueca, cuyo timbre heló mi sangre, dijo:

-¿Vienes por mí, Araceli? ¿Ese tigre carnicero que os manda te envía a buscarme porque los oficiales del matadero están ya sin trabajo?... Ya despacharon a Monsalud, ahora a mí...

-No matamos a nadie -respondí acercándome.

-No nos matarán -exclamó Inés derramando lágrimas de gozo-. Padre, cuando esos bárbaros daban golpes a la puerta, cuando esperábamos verles entrar armados de hachas, espadas, fusiles y guillotinas para cortarnos la cabeza, como dices que hacían en París, ¿no te dije que había creído escuchar la voz de Araceli? Le debemos la vida.

El masón clavaba en mí sus ojos, mirándome cual si no estuviera seguro de que era yo. Su fisonomía estaba en extremo descompuesta, hundidos los ojos dentro de las cárdenas   —251→   órbitas, crecida la barba, lustrosa y amarilla la frente. Parecía que habían pasado por él diez años desde las escenas de Salamanca.

-Nos perdonan la vida -dijo con desdén-. Nos perdonan la vida cuando me ven enfermo y achacoso, sin poder moverme de este lecho, donde me ha clavado mi enfermedad. El conde de España ¿va a subir aquí?

-El conde de España se ha ido de Babilafuente.

Cuando dije esto, el anciano respiró como si le quitaran de encima enorme peso. Incorporose ayudado por su hija, y sus facciones, contraídas por el terror, se serenaron un poco.

-¿Se ha marchado ese verdugo... hacia Villorio?... Entonces escaparemos por... por... y los ingleses, ¿dónde están?

-Si se trata de escapar, en todas partes hay quien lo impida. Se acabaron las correrías por los pueblos.

-De modo que estoy preso -exclamó con estupor-. ¡Soy prisionero tuyo, prisionero de...! ¡Me has cogido como se coge a un ratón en la trampa, y tengo que obedecerte y seguirte tal vez!

-Sí, preso hasta que yo quiera.

-Y harás de mí lo que se te antoje, como un chiquillo sin piedad que martiriza al león en su jaula porque sabe que este no puede hacerle daño.

-Haré lo que debo, y ante todo...

Santorcaz, al ver que fijé los ojos en su hija, estrechola de nuevo en sus brazos, gritando:

-No la separarás de mí sino matándola,   —252→   ruin y miserable verdugo... ¿Así pagas el beneficio que en Salamanca te hice?... Manda a tus bárbaros soldados que nos fusilen, pero no nos separes.

Miré a Inés y vi en ella tanto cariño, tan franca adhesión al anciano, tanta verdad en sus demostraciones de afecto filial, que no pude menos de cortar el vuelo a mi violenta determinación.

-Aquí encuentro un sentimiento cuya existencia no sospechaba -dije para mí-; un sentimiento grande, inmenso, que se me revela de improviso y que me espanta y me detiene y me hace retroceder. He creído caminar por sendero continuado y seguro, y he llegado a un punto en que el sendero acaba y empieza el mar. No puedo seguir... ¿Qué inmensidad es esta que ante mí tengo? Este hombre será un malvado, será carcelero de la infeliz niña; será un enemigo de la sociedad, un agitador, un loco que merece ser exterminado; pero aquí hay algo más. Entre estos dos seres, entre estas dos criaturas tan distintas, la una tan buena, la otra odiosa y odiada, existe un lazo que yo no debo ni puedo romper, porque es obra de Dios. ¿Qué haré?

A estas reflexiones sucedieron otras de igual índole, mas no me llevaron a ninguna afirmación categórica respecto a mi conducta, y me expresé de este modo, que me pareció el más apropiado a las circunstancias.

-Si usted varía de conducta podrá tal vez vivir cerca, cuando no al lado de su hija y verla y tratarla.

  —253→  

-¡Variar de conducta!... ¿Y quién eres tú, mancebo ignorante, para decirme que varíe de conducta, y dónde has aprendido a juzgar mis acciones? Estás lleno de soberbia porque el despotismo te ha enmascarado con esa librea y puesto esas charreteras que no sirven sino para marcar la jerarquía de los distintos opresores del pueblo... ¡Qué sabes tú lo que es conducta, necio! Has oído hablar a los frailes y a D. Carlos España, y crees poseer toda la ciencia del mundo.

-Yo no poseo ciencia alguna -respondí exasperado-, ¿pero se puede consentir que criaturas inocentes y honradas y dignas por todos conceptos de mejor suerte, vivan con tales padres?

-Y a ti, extraño a ella, extraño a mí, ¿qué te importa ni qué te va en esto? -exclamó agitando sus brazos y golpeando con ellos las ropas del desordenado lecho.

-Sr. Santorcaz, acabemos. Dejo a usted en libertad para ir a donde mejor le plazca. Me comprometo a garantizarle la mayor seguridad hasta que se halle fuera del país que ocupa el ejército aliado. Pero esta joven es mi prisionera y no irá sino a Madrid al lado de su madre. Si han nacido por fortuna en usted sentimientos tiernos que antes no conocía, yo aseguro que podrá ver a su hija en Madrid siempre que lo solicite.

Al decir esto, miré a Inés, que con extraordinario estupor dirigía los ojos a mí y a su padre alternativamente.

-Eres un loco -dijo D. Luis-. Mi hija y   —254→   yo no nos separaremos. Háblale a ella de este asunto, y verás cómo se pone... En fin, Araceli, ¿nos dejas escapar, sí o no?

-No puedo detenerme en discusiones. Ya he dicho cuanto tenía que decir. Entre tanto quedarán en la casa y nadie se atreverá a hacerles daño.

-¡Preso, cogido, Dios mío! -clamó Santorcaz antes afligido que colérico, y llorando de desesperación-. ¡Preso, cogido por esta soldadesca asalariada a quien detesto; preso antes de poder hacer nada de provecho, antes de descargar un par de buenos y seguros golpes!... ¡Esto es espantoso! Soy un miserable... no sirvo para nada... lo he dejado todo para lo último... me he ocupado en tonterías... lo grave, lo formal es destruir todo lo que se pueda, ya que seguramente nada existe aquí digno de conservarse.

-Tenga usted calma, que el estado de ese cuerpo no es a propósito para reformar el linaje humano.

-¿Crees que estoy débil, que no puedo levantarme? -gritó intentando incorporarse con esfuerzos dolorosos-. Todavía puedo hacer algo... esto pasará, no es nada... aún tengo pulso... ¡Ay! en lo sucesivo no perdonaré a nadie. Todo aquél que caiga bajo mi mano perecerá sin remedio.

Inés le ponía las manos en los hombros para obligarle a estarse quieto y recogía la ropa de abrigo, que los movimientos del enfermo arrojaban a un lado y otro.

-¡Preso, cogido como un ratón! -prosiguió este-.   —255→   Es para volverse loco... ¡Cuando había fundado treinta y cuatro logias en que se afiliaba lo más atrevido y lo más revoltoso, es decir, lo mejor y lo más malo de todo el país!... ¡Oh! ¡esos indignos franceses me han hecho traición! Les he servido, y este es el pago... Araceli, ¿dices que estoy preso, que me llevarán a la cárcel de Madrid, a Ceuta tal vez?... ¡Maldigo la infame librea del despotismo que vistes! ¡Ceuta!... Bueno; me escaparé como la otra vez... mi hija y yo nos escaparemos. Aún tengo agilidad, aliento, brío; todavía soy joven... ¡Caer en poder de estos verdugos con charreteras, cuando me creía libre para siempre y tocaba los resultados de mi obra de tantos años!... porque sí, no sois más que verdugos con charreteras, grados falsos y postizos honores. ¡Mujeres de la tierra, parid hijos para que los nobles los azoten, para que los frailes los excomulguen y para que estos sayones los maten!... ¡Bien lo he dicho siempre! La masonería no debe tener entrañas, debe ser cruel, fría, pesada, abrumadora como el hacha del verdugo... ¿Quién dice que yo estoy enfermo, que yo estoy débil, que me voy a morir, que no puedo levantarme más?... Es mentira, cien veces mentira... Me levantaré y ¡ay del que se me ponga delante! Araceli, cuidado, cuidado, aprendiz de verdugo... todavía...

Siguió hablando algún tiempo más; pero le faltaba gradualmente el aliento, y las palabras se confundían y desfiguraban en sus labios. Al fin no oíamos sino mugidos entrecortados y guturales, que nada expresaban.   —256→   Su respiración era fatigosa, había cerrado los ojos; pero los abría de cuando en cuando con la súbita agitación de la fiebre. Toqué sus manos y despedían fuego.

-Este hombre está muy malo -dije a Inés, que me miraba con perplejidad.

-Lo sé; pero en esta casa no hay nada, ni tenemos remedios, ni comida; en una palabra, nada.

Llamando a mi asistente que estaba en la calle, le di orden de que proporcionase a Inés cuanto fuese preciso y existiera en el lugar.

-Mi asistente no se separará de aquí mientras lo necesites -dije a mi amiga-. La puerta se cerrará. Puedes estar tranquila. En todo el día no saldremos de aquí. Adiós, me voy a la plaza, pero volveré pronto, porque tenemos que hablar, mucho que hablar.




ArribaAbajo- XXIX -

Cuando volví, estaba sentada junto al lecho del enfermo, a quien miraba fijamente. Volviendo la cabeza, indicome con un signo que no debía hacer ruido. Levantose luego, acercó su rostro al de Santorcaz y cerciorada de que permanecía en completo y bienhechor reposo, se dispuso a salir del cuarto. Juntos fuimos al inmediato, no cerrando sino a medias la puerta, para poder vigilar al desgraciado durmiente, y nos sentamos el uno frente al otro. Estábamos solos, casi solos.

  —257→  

-¿Has tenido nuevas noticias de mi madre? -me preguntó muy conmovida.

-No, pero pronto la veremos...

-¡Aquí, Dios mío! Tanta felicidad no es para mí.

-Le escribiré hoy diciendo que te he encontrado y que no te me escaparás. Le diré que venga al instante a Salamanca.

-¡Oh! Gabriel... haces precisamente lo mismo que yo deseaba, lo que deseaba hace tanto tiempo... Si hubieras sido prudente en Salamanca; y me hubieras oído antes de...

-Querida mía, tienes que explicarme muchas cosas que no he entendido -le dije con amor.

-¿Y tú a mí? Tú sí que tienes necesidad de explicarte bien. Mientras no lo hagas, no esperes de mí una palabra, ni una sola.

-Hace seis meses que te busco, alma mía, seis meses de fatigas, de penas, de ansiedad, de desesperación... ¡Cuánto me hace trabajar Dios antes de concederme lo que me tiene destinado! ¡Cuánto he padecido por ti, cuánto he llorado por ti! Dios sabe que te he ganado bien.

-Y durante ese tiempo -preguntó con graciosa malicia-, ¿te ha acompañado esa señora inglesa, que te llama su caballero y que me ha vuelto loca a preguntas?

-¿A preguntas?

-Sí; quiere saberlo todo, y para cerrarle el pico he necesitado decirle cómo y cuándo nos conocimos. Lo que se refiere a mí le importa poco; tu vida es lo que le interesa; me ha marcado tanto deseando saber las locuras y sublimidades   —258→   que has hecho por esta infeliz, que no he podido menos de divertirme a costa suya...

-Bien hecho, querida mía.

-¡Qué orgullosa es...! Se ríe de cuanto hablo y, según ella, no abro la boca más que para decir vulgaridades. Pero la he castigado... Como insistiese en conocer tus empresas amorosas, la he dicho que después de Bailén quisieron robarme veinticinco hombres armados, y que tú solo les mataste a todos.

Inés sonreía tristemente, y yo sofocaba la risa.

-También le dije que en el Pardo, para poder hablarme, te disfrazaste de duque, siendo tal el poder de la falsa vestimenta, que engañaste a toda la corte y te presentaron al emperador Napoleón, el cual se encerró contigo en su gabinete, y te confió el plan de su campaña contra el Austria.

-Así te vengas tú -dije encantado de la malicia de mi pobre amiga-. Dame un abrazo, chiquilla, un abrazo o me muero.

-Así me vengo yo. También le dije que estando en Aranjuez pasabas el Tajo a nado todas las noches para verme; que en Córdoba entraste en el convento y maniataste a todas las monjas para robarme; que otra vez anduviste ochenta leguas a caballo para traerme una flor; que te batiste con seis generales franceses porque me habían mirado, con otras mil heroicidades, acometimientos y amorosas proezas que se me vinieron a la memoria a medida que ella me hacía preguntas. ¡Eh, caballerito, no dirá usted que no cuido de su reputación!...   —259→   Te he puesto en los cuernos de la luna... Puedes creer que la inglesa estaba asombrada. Me oía con toda su hermosa boca abierta... ¿Qué crees? Te tiene por un Cid, y ella cuando menos se figura ser la misma doña Jimena.

-¡Cómo te has burlado de ella! -exclamé acercando mi silla a la de Inés-. ¿Pero has tenido celos?... Dime si has tenido celos para estarme riendo tres días...

-Caballero Araceli -dijo arrugando graciosamente el ceño-, sí, los he tenido y los tengo...

-¡Celos de esa loca!... si es una loca -contesté riendo y el alma inundada de regocijo-. Inés de mi vida, dame un abrazo.

Las lindas manecitas de la muchacha se sacudían delante de mí, y me azotaban el rostro al acercar. Yo pillándolas al vuelo, se las besaba.

-Inesilla, querida mía, dame un abrazo... o te como.

-Hambriento estás.

-Hambriento de quererte, esposa mía. ¿Te parece?... seis meses amando a una sombra. ¿Y tú?...

Yo no sabía qué decir. Estaba hondamente conmovido. Mi desgraciada amiga quiso disimular su emoción; pero no pudo atajar el torrente de lágrimas que pugnaba por salir de sus ojos.

-No te acuerdes de esa mujer, si no quieres que me enfade. Es imposible que tú, con la elevación de tu alma, con tu penetración admirable, hayas podido...

  —260→  

-No, no lloro por eso, querido amigo mío -me dijo mirándome con profundo afecto-. Lloro... no sé por qué. Creo que de alegría.

-¡Oh! Si miss Fly estuviera aquí, si nos viera juntos, si viera cómo nos amamos por bendición especial de Dios, si viera este cariño nuestro, superior a las contrariedades del mundo, comprendería8 cuánta diferencia hay de sus chispazos poéticos a esta fuente inagotable del corazón, a esta luz divina en que se gozan nuestras almas, y se gozarán por los siglos de los siglos.

-No me nombres a miss Fly... Si en un momento me afligió el conocerla, ya no hago caso de ella... -dijo secando sus lágrimas-. Al principio, francamente... tuve dudas, más que dudas, celos; pero al tratarla de cerca se disiparon. Sin embargo, es muy hermosa, más hermosa que yo.

-Ya quisiera parecerse a ti. Es un marimacho.

-Es además muy rica, según ella misma dice. Es noble... Pero a pesar de todos sus méritos, miss Fly me causaba risa, no sé por qué: yo reflexionaba y decía: «Es imposible, Dios mío. No puede ser... Caerán sobre mí todas las desgracias menos esta...». ¡Oh! esta sí que no la hubiera soportado.

-¡Qué bien pensaste! Te reconozco Inés. Reconozco tu grande alma. Duda de todo el mundo, duda de lo que ven tus ojos; pero no dudes de mí, que te adoro.

-Mi corazón se desborda... -exclamó oprimiéndose el seno con una mano que se escapó   —261→   de entre las mías-. Hace tiempo que deseaba llorar así... delante de ti... ¡Bendito sea Dios que empieza a hacer caso de lo que le he dicho!

-Inés, yo también he tenido celos, queridita; celos de otra clase, pero más terribles que los tuyos.

-¿Por qué? -dijo mirándome con severidad.

-¡Pobre de mí!... Yo me acordaba de tu buena madre y decía mirándote: «Esta pícara ya no nos quiere».

-¿Que no os quiero?

-Alma mía: ahora te pregunto como a los niños; ¿a quién quieres tú?

-A todos -contestó con resolución.

Esta respuesta, tan concisa como elocuente, me dejó confuso.

-A todos -repitió-. Si no te creyera capaz de comprenderlo así, ¡cuán poco valdrías a mis ojos!

-Inés, tú eres una criatura superior -afirmé con verdadero entusiasmo-. Tú tienes en tu alma mayor porción de aliento divino que los demás. Amas a tus enemigos, a tus más crueles enemigos.

-Amo ami padre -dijo con entereza.

-Sí; pero tu padre...

-Vas a decir que es un malvado, y no es verdad. Tú no le conoces.

-Bien, amiga mía, creo lo que me dices; pero las circunstancias en que has ido a poder de ese hombre no son las más a propósito para que le tomaras gran cariño...

  —262→  

-Hablas de lo que no entiendes. Si yo te dijera una cosa...

-Espera... déjame acabar... Ya sé lo que vas a decir. Es que has encontrado en él cuando menos lo esperabas un noble y profundo cariño paternal.

-Sí, pero he encontrado algo más.

-¿Qué?

-La desgracia. Es el hombre más desdichado, más sin ventura que existe en el mundo.

-Es verdad: la nobleza de tu alma no tiene fin... pero dime: seguramente no hallarán eco en ella los sentimientos de odio y el frenesí de este desgraciado.

-Yo espero reconciliarle -dijo sencillamente- con los que odia o aparenta odiar, pues su cólera ante ciertas personas no brota del corazón.

-¡Reconciliarle! -repetí con verdadero asombro-. ¡Oh! Inés, si tal hicieras, si tan grande objeto lograras tú con la sola fuerza de tu dulzura y de tu amor, te tendría por la más admirable persona de todo el mundo... Pero debe de haber ocurrido entre ti y él mucho que ignoro, querida mía. Cuando te viste arrebatada por ese hombre de los brazos de tu madre enferma, ¿no sentiste?...

-Un horror, un espanto... no me recuerdes eso, amiguito, porque me estremezco toda... ¡Qué noche, qué agonía! Yo creí morir, y en verdad pedía la muerte... Aquellos hombres... todos me parecían negros, con el pelo erizado y las manos como garfios... aquellos hombres   —263→   me encerraron en un coche. Encarecerte mi miedo, mis súplicas, aquel continuo llorar mío durante no sé cuántos días, sería imposible. Unas veces desesperada y loca, les decía mil injurias, otras pedíales de rodillas mi libertad. Durante mucho tiempo me resistí a tomar alimento y también traté de escaparme... Imposible, porque me guardaban muy bien... Después de algunos días de marcha, fuéronse todos, y él quedó solo conmigo en un lugar que llaman Cuéllar.

-¿Y te maltrató?

-Jamás, al principio me trataba con aspereza; pero luego, mientras más me ensoberbecía yo, mayor era su dulzura. En Cuéllar me dijo que nunca volvería a ver a mi madre, lo cual me causó tal desesperación y angustia, que aquella noche intenté arrojarme por la ventana al campo. El suicidio, que es tan gran pecado, no me aterraba... Trájome en seguida a Salamanca, y allí le oí repetir que jamás vería a mi madre. Entonces advertí que mis lágrimas le conmovían mucho... Un día, después que largo rato disputamos y vociferamos los dos, púsose de rodillas delante de mí, y besándome las manos me dijo que él no era un hombre malo.

-Y tú, ¿sospechabas algo de tu parentesco con él?

-Verás... Yo respondí que le tenía por el más malo, el más abominable ser de toda la tierra, y entonces fue cuando me dijo que era mi padre... Esta revelación me dejó tan suspensa, tan asombrada, que por un instante   —264→   perdí el sentido... Tomome en sus brazos, y durante largo rato me prodigó las más afectuosas caricias... Yo no lo quería creer... En lo íntimo de mi alma acusé a Dios por haberme hecho nacer de aquel monstruo... Después como advirtiese mi duda, mostrome un retrato de mi madre y algunas cartas que escogió entre muchas que tenía... Yo estaba medio muerta... aquello me parecía un sueño. En la angustia y turbación de tan dolorosa escena, fijé la vista en su rostro y un grito se escapó de mis labios.

-¿No le habías observado bien?

-Sí, yo había notado cierto incomprensible misterio en su fisonomía, pero hasta entonces no vi... no vi que su frente era mi frente, que sus ojos eran mis ojos. Aquella noche me fue imposible dormir: entrome una fiebre terrible y me revolvía en el lecho, creyéndome rodeada de sombras o demonios que me atormentaban. Cuando abría los ojos, le hallaba sentado a mis pies, sin apartar de mí su mirada penetrante que me hacía temblar. Me incorporé y le dije: «¿Por qué aborrece usted a mi querida madre?». Besándome las manos, me contestó: «Yo no la aborrezco: ella es la que me aborrece a mí. Por haberla amado soy el más infeliz de los hombres; por haberla amado soy este oscuro y despreciado satélite de los franceses que en mí ves; por haberla adorado te causo espanto hoy en vez de amor». Entonces yo le dije: «Grandes maldades habrá hecho usted con mi madre, para que ella le aborrezca». No me contestó... Se esforzaba en calmar mi agitación,   —265→   y desde aquella noche hasta el fin de la enfermedad que padecí no se apartó de mi lado ni un momento. Cuanto puede inventarse para distraer a una criatura triste y enferma, él lo inventó; contábame historias, unas alegres, otras terribles, todas de su propia vida, y finalmente refiriome lo que más deseaba conocer de esta... Yo temblaba a cada palabra. Había empezado a inspirarme tanta compasión, que a ratos le suplicaba que callase y no dijese más. Poco a poco fui perdiéndole el miedo: me causaba cierto respeto; pero amarle... ¡eso imposible!... Yo no cesaba de afirmar que no podía vivir lejos de mi madre, y esto, si le enfurecía de pronto, era motivo después para que redoblase sus cariños y consideraciones conmigo. Su empeño era siempre convencerme de que nadie en el mundo me quería como él. Un día, impaciente y acongojada por el largo encierro, le hablé con mucha dureza; él se arrojó a mis pies, pidiome perdón del gran daño que me había causado, y lloró tanto, tanto...

-¿Ese hombre ha derramado una lágrima? -dije con sorpresa-. ¿Estás segura? Jamás lo hubiera creído.

-Tantas y tan amargas derramó, que me sentí no ya compasiva, sino también enternecida. Mi corazón no nació para el odio, nació para responder a todos los sentimientos generosos, para perdonar y reconciliar. Tenía delante de mí a un hombre desgraciado, a mi propio padre, solo, desvalido, olvidado; recordaba algunas palabras oscuras y vagas de mi   —266→   madre acerca de él, que me parecían un poco injustas. Lástima profunda oprimía mi pecho: la adoración, la loca idolatría que aquel infeliz sentía por mí, no podían serme indiferentes, no, de ningún modo, a pesar del daño recibido. Le dije entonces cuantas palabras de consuelo se me ocurrieron, y el pobrecito me las agradeció tanto, tantísimo... Por la primera vez en su vida era feliz.

-¡Ángel del cielo -exclamé con viva emoción-, no digas más! Te comprendo y te admiro.

-Suplicome entonces que le tratase con la mayor confianza, que le dijese padre y al uso de Francia, con lo cual experimentaría gran consuelo, y así lo hice. Ese hombre terrible que espanta a cuantos le oyen y no habla más que de exterminar y de destruir, temblaba como un niño al escuchar mi voz; y olvidado de la guillotina, de los nobles y de lo que él llamaba el estado llano, estaba horas enteras en éxtasis delante de mí. Entonces formé mi proyecto, aunque no le dije nada, esperando que el dominio que ejercía sobre él llegase al último grado.

-¿Qué proyecto?

-Volver aquel cadáver a la vida, volverle al mundo, a la familia, desatar aquel corazón de la rueda en que sufría tormento, sacar del infierno aquel infeliz réprobo y extirpar en su alma el odio que le consumía. Durante algún tiempo no hablé de volver al lado de mi madre, ni me quejé de la larga y triste soledad, antes bien aparecía sumisa y aun contenta.   —267→   Entonces emprendimos esos horribles viajes para fundar logias; empezó la compañía de esos hombres aborrecidos, y no pude disimular mi disgusto. Cuando hablábamos los dos a solas él se reía de las prácticas masónicas, diciendo que eran simples y tontas, aunque necesarias para subyugar a los pueblos. Su odio a los nobles, a los frailes y a los reyes continuaba siempre muy vivo; pero al hablar de mi madre, la nombraba siempre con reserva y también con emoción. Esto era señal lisonjera y un principio de conformidad con mi ardiente deseo. Yo se lo agradecí y se lo pagué mostrándome más cariñosa con él; pero siempre reservada. Los repetidos viajes, las logias y los compañeros de masonería, me inspiraban repugnancia, hastío y miedo. No se lo oculté, y él me decía: «Esto acabará pronto. No conquistaré a los necios sino con esta farsa; y como los franceses se establezcan en España, verás la que armo...». «Padre, le decía yo, no quiero que armes cosas malas ni que mates a nadie, ni que te vengues. La venganza y la crueldad son propias de almas bajas». Él me ponderaba las injusticias y picardías que rigen a la sociedad de hoy, asegurando que era preciso volver todo del revés, para lo cual era necesario empezar por destruirlo todo. ¡Cuánto hemos hablado de esto! Por último, tales horrores han dejado de asustarme. Tengo la convicción de que mi pobre padre no es cruel ni sanguinario como parece...

-Así será, pues tú lo dices.

-Estábamos en Valladolid, cuando cayó enfermo,   —268→   muy enfermo. Un afamado médico de aquella ciudad me dijo que no viviría mucho tiempo. Él, sin embargo, siempre que experimentaba algún alivio, se creía restablecido por completo. En uno de sus más graves ataques, hallándonos en Salamanca, me dijo: «Te robé, hija mía, para hacerte instrumento de la horrible cólera que me devora. Pero Dios, que no consiente sin duda la perdición de mi alma, me ha llenado de un profundo y celeste amor que antes no conocía. Has sido para mí el ángel de la guarda, la imagen viva de la bondad divina, y no sólo me has consolado, sino que me has convertido. Bendita seas mil veces por esta savia nueva que has dado a mi triste vida. Pero he cometido un crimen: tú no me perteneces; entré como un ladrón en el huerto ajeno y robé esta flor... No, no puedo retenerte ni un momento más al lado mío contra tu gusto». El infeliz me decía esto con tanta sinceridad, que me sentí inclinada a amarle más. Luego siguió diciéndome: «Si tienes compasión de mí, si tu alma generosa se resiste a dejarme en esta soledad, enfermo y aborrecido, acompáñame y asísteme, pero que sea por voluntad tuya y no por violencia mía. Déjame que te bese mil veces, y márchate después si no quieres estar a mi lado». No le contesté de otro modo que abrazándole con todas mis fuerzas y llorando con él. ¿Qué podía, qué debía hacer?

-Quedarte.

-Aquélla era la ocasión más propia para confiarle mis deseos. Después de repetir que   —269→   no le abandonaría, díjele que debía reconciliarse con mi madre. Recibió al principio muy mal la advertencia, mas tanto rogué y supliqué que al fin consintió en escribir una carta. Empecela yo, y como en ella pusiera no recuerdo qué palabras pidiendo perdón, enfureciose mucho y dijo: -«¡Pedir perdón, pedirle perdón! Antes morir»-. Por último, quitando y poniendo frases, di fin a la epístola; mas al día siguiente le vi bastante cambiado en sus disposiciones conciliadoras, y ¿qué creerás, amigo mío?... Pues rompió la carta, diciéndome: «Más adelante la escribiremos, más adelante. Aguardemos un poco». Esperé con santa resignación, y hallándonos en Plasencia, hice una nueva tentativa. Él mismo escribió la carta, empleando en ella no menos de cuatro horas, y ya la íbamos a enviar a su destino cuando uno de esos aborrecidos hombres que le acompañan entró diciéndole que la policía francesa le buscaba y le perseguía por gestiones de una alta señora de Madrid. ¡Ay, Gabriel! Cuando tal supo, renovose en él la cólera y amenazó a todo el género humano. No necesito decirte que ni enviamos la carta, ni habló más del asunto en algunos días. Pero yo insistía en mi propósito. Al volver a Salamanca le manifesté la necesidad de la reconciliación; enfadose conmigo, díjele que me marcharía a Madrid, abrazome, lloró, gimió, arrojose a mis pies como un insensato, y al fin, hijo, al fin, escribimos la tercera carta, la escribí yo misma. Por último, mi adorada madre iba a saber noticias de su pobre hija. ¡Ay!   —270→   aquella noche mi padre y yo charlamos alegremente, hicimos dulces proyectos; maldijimos juntos a todos los masones de la tierra, a las revoluciones y a las guillotinas habidas y por haber; nos regocijamos con supuestas felicidades que habían de venir; nos contamos el uno al otro todas las penas de nuestra pasada vida... pero al siguiente día...

-Me presenté yo... ¿no es eso?

-Eso es... ya conoces su carácter... Cuando te vio y conoció que ibas enviado por mi madre, cuando le injuriaste... Su ira era tan fuerte aquel día que me causó miedo. -«Ahí lo tienes, decía, yo me dispongo a ser bueno con ella, y ella envía contra mí la policía francesa para mortificarme, y un ladrón para privarme de tu compañía. Ya lo ves, es implacable... A Francia, nos iremos a Francia, vendrás conmigo. Esa mujer acabó para mí y yo para ella...». Lo demás lo sabes tú y no necesito decírtelo. ¡Esta mañana creímos morir aquí! ¡Cuánto he padecido en este horrible Babilafuente viéndole enfermo, tan enfermo que no se restablecerá más, viéndonos amenazados por el populacho que quería entrar para despedazarnos!... Y todo ¿por qué? Por la masonería, por esas simplezas que a nada conducen.

-A algo conducen, querida mía, y la semilla que tu padre y otros han sembrado, dará algún día su fruto. Sabe Dios cuál será.

-Pero él no es ateo, como otros, ni se burla de Dios. Verdad que suele nombrarle de un modo extraño, así como el Ser Supremo, o cosa parecida.

  —271→  

-Llámese Dios o Ser Supremo -exclamé volviendo a aprisionar entre mis manos las de mi adorada amiga-, ello es que ha hecho obras acabadas y perfectas, y una de ellas eres tú, que me confundes, que me empequeñeces y anonadas más cuanto más te trato y te hablo y te miro.

-Eres tonto de veras, pues ¿qué he hecho que no sea natural? -preguntome sonriendo.

-Para los ángeles es natural existir sin mancha, inspirar las buenas acciones, ensalzar a Dios, llevar al cielo las criaturas, difundir el bien por el mundo pecador. ¿Que qué has hecho? Has hecho lo que yo no esperaba ni adivinaba, aunque siempre te tuve por la misma bondad; has amado a ese infeliz, al más infeliz de los hombres, y este prodigio que ahora, después de hecho, me parece tan natural, antes me parecía una aberración y un imposible. Tú tienes el instinto de lo divino y yo no: tú realizas con la sencillez propia de Dios las más grandes cosas y a mí no me corresponde otro papel que el de admirarlas después de hechas, asombrándome de mi estupidez por no haberlas comprendido... ¡Inesilla, tú no me quieres, tú no puedes quererme!

-¿Por qué dices eso? -preguntó con candor.

-Porque es imposible que me quieras, porque yo no te merezco.

Al decir esto, estaba tan convencido de mi inferioridad, que ni siquiera intenté abrazarla, cuando cruzando ella las defensoras manos, parecía dejarme el campo libre para aquel exceso amoroso.

  —272→  

-De veras, parece que eres tonto.

-Pero si tu corazón no sabe sino amar, si no sabe otra cosa, aunque de mil modos le enseñe el mundo lo contrario, algo habrá para mí en un rinconcito.

-¿Un rinconcito...? ¿De qué tamaño?

-¡Qué feliz soy! Pero te digo la verdad, quisiera ser desgraciado.

No me contestó sino riéndose, burlándose de mí con un descaro...

-Quiero ser desgraciado para que me ames como has amado a tu padre, para que te desvivas por mí, para que te vuelvas loca por mí, para que... ¿Pero te ríes, todavía te ríes? ¿Acaso estoy diciendo tonterías?

-Más grandes que esta casa.

-Pero, hija, si estoy aturdido. Dime tú, que todo lo sabes, si hay alguna manera extraordinaria de querer, una manera nueva, inaudita...

-Así, así siempre, basta... Ni es preciso tampoco que seas desgraciado. No, dejémonos de desgracias, que bastantes hemos tenido. Pidamos a Dios que no haya más batallas en que puedas morir.

-¡Yo quiero morir! -exclamé sintiendo que el puro y extremado afecto llevaba mi mente a mil raras sutilezas y tiquis miquis, y mi corazón a incomprensibles y quizás ridículos antojos.

-¡Morir! -exclamó ella con tristeza-. ¿Y a qué viene ahora eso? ¿Se puede saber, señor mío querido?

-Quiero morir para verte llorar por mí...   —273→   pero en verdad esto es absurdo, porque si muriera, ¿cómo podría verte? Dime que me amas, dímelo.

-Esto sí que está bueno. Al cabo de la vejez...

-Si nunca me lo has dicho... Puede que quieras sostener que me lo has dicho.

-¿Que no? -exclamó con jovialidad encantadora-. Pues no.

No sé qué más iba a decir ella; pero indudablemente pensó decir algo, más dulce para mí que las palabras de los ángeles, cuando sonó en la estancia una ronca voz.

-No, no te vas, paloma, sin abrazar a tu marido -exclamé estrujando aquel lindo cuerpo, que se escapó de mis brazos para volar al lado del enfermo.




ArribaAbajo- XXX -

Acerqueme a la puerta de la triste alcoba. Santorcaz no me veía, porque su observación estaba fatigada y torpe a causa del mal, y la estancia medio a oscuras.

-Alguien estaba ahí -dijo el enfermo besando las manos de su hija-. Me pareció sentir la voz de ese tunante de Gabriel.

-Padre, no hables mal de los que nos han hecho un beneficio, no tientes a Dios, no le provoques.

  —274→  

-Yo también le he hecho beneficios, y ya ves cómo me paga: prendiéndome.

-Araceli es un buen muchacho.

-¡Sabe Dios lo que harán conmigo esos verdugos! -exclamó el anciano dando un suspiro-. Esto se acabó, hija mía.

-Se acabaron, sí, las locuras, los viajes, las logias que sólo sirven para hacer daño -afirmó Inés abrazando a su padre-. Pero subsistirá el amor de tu hija, y la esperanza de que viviremos todos, todos felices y tranquilos.

-Tú vives de dulces esperanzas -dijo- yo de tristes o funestos recuerdos. Para ti se abre la vida; para mí, lo contrario. Ha sido tan horrible, que ya deseo se cierre esa puerta negra y sombría, dejándome fuera de una vez... Hablas de esperanzas; ¿y si estos déspotas me encierran en una cárcel, si me envían a que muera a cualquiera de esos muladares del África...?

-No te llevarán, respondo de que no te llevarán, padrito.

-Pero cualquiera que sea mi suerte, será muy triste, niña de mi alma... Viviré encerrado, y tú... ¿tú qué vas a hacer? Te verás obligada a abandonarme... Pues qué, ¿vas a encerrarte en un calabozo?

-Sí, me encerraré contigo. Donde tú estés allí estaré yo -dijo la muchacha con cariño-. No me separaré de ti, no te abandonare jamas, ni iré... no, no iré a ninguna parte donde tú no puedas ir también.

No oí voz alguna, sino los sollozos del pobre enfermo.

  —275→  

-Pero en cambio, padrito -continuó ella en tono de amonestación afectuosa-, es preciso que seas bueno, que no tengas malos pensamientos, que no odies a nadie, que no hables de matar gente, pues Dios tiene buena mano para hacerlo; que desistas de todas esas majaderías que te han trastornado la cabeza, y no pierdas la tranquilidad y la salud porque haya un rey de más o de menos en el mundo; ni hagas caso de los frailes ni de los nobles, los cuales, padre querido, no se van a suprimir y a aniquilarse porque tú lo desees, ni porque así lo quiera el mal humor del Sr. Canencia, del Sr. Monsalud y del Sr. Ciruelo... He aquí tres que hablan mal de los nobles, de los poderosos y de los reyes, porque hasta ahora ningún rey, ni ningún señor han pensado en arrojarles un pedazo de pan para que callen, y otro para que griten en favor suyo... ¿Conque serás bueno? ¿Harás lo que te digo? ¿Olvidarás esas majaderías?... ¿Me querrás mucho a mí y a todos los que me quieren?

Diciendo esto, arreglaba las ropas del lecho, acomodaba en las almohadas la venerable y hermosa cabeza de Santorcaz, destruía los dobleces y durezas que pudieran incomodarle, todo con tanto cariño, solicitud, bondad y dulzura, que yo estaba encantado de lo que veía. Santorcaz callaba y suspiraba, dejándose tratar como un chico. Allí la hija parecía más que una hija una tierna madre, que se finge enojada con el precioso niño porque no quiere tomar las medicinas.

-Me convertirás en un chiquillo, querida   —276→   -dijo el enfermo-. Estoy conmovido... quiero llorar. Pon tu mano sobre mi frente para que no se me escape esa luz divina que tengo dentro del cerebro... pon tu mano sobre mi corazón y aprieta. Me duele de tanto sentir. ¿Has dicho que no te separarás de mí?

-No, no me separaré.

-¿Y si me llevan a Ceuta?

-Iré contigo.

-¡Irás conmigo!

-Pero es preciso ser bueno y humilde.

-¿Bueno? ¿Tú lo dudas? Te adoro, hija mía. Dime que soy bueno, dime que no soy un malvado y te lo agradeceré más que si me vinieras a llamar de parte del Ser Sup... de parte de Dios, decimos los cristianos. Si tú me dices que soy un hombre bueno, que no soy malo, tendré por embusteros a los que se empeñan en llamarme malvado.

-¿Quién duda que eres bueno? Para mí al menos.

-Pero a ti te he hecho algún daño.

-Te lo perdono, porque me amas, y sobre todo porque me sacrificas tus pasiones, porque consientes que sea yo la destinada a quitarte esas espinas que desde hace tanto tiempo tienes clavadas en el corazón.

-¡Y cómo punzan! -exclamó con profunda pena el infeliz masón-. Sí, quítamelas, quítamelas todas con tus manos de ángel; quítalas una a una, y esas llagas sangrientas se restañarán por sí... ¿De modo que yo soy bueno?

-Bueno, sí; yo lo diré así a quien crea lo contrario, y espero que se convencerán cuando   —277→   yo lo diga. Pues no faltaba más... La verdad es lo primero. Ya verás cuánto te van a querer todos, y qué buenas cosas dirán de ti. Has padecido: yo les contaré todo lo que has padecido.

-Ven -murmuró Santorcaz con voz balbuciente, alargando los brazos para coger en sus manos trémulas la cabeza de su hija-. Trae acá esa preciosa cabeza que adoro. No es una cabeza de mujer, es de ángel. Por tus ojos mira Dios a la tierra y a los hombres, satisfecho de su obra.

El anciano cubrió de besos la hermosa frente, y yo por mi parte no ocultaré que deseaba hacer otro tanto. En aquel momento di algunos pasos y Santorcaz me vio. Advertí súbita mudanza en la expresión de su semblante, y me miró con disgusto.

-Es Gabriel, nuestro amigo, que nos defiende y nos protege -dijo Inés-, ¿por qué te asustas?

-Mi carcelero -murmuró Santorcaz con tristeza...- Me había olvidado de que estoy preso.

-No soy carcelero, sino amigo -afirmé adelantándome.

-Sr. Araceli -continuó él con voz grave-, ¿a dónde me llevan? ¡Oh, miserable de mí! Malo es caer en las garras de los satélites del despotismo... no, no, hija mía, no he dicho nada; quise decir que los soldados... no puedo negar que odio un poquillo a los soldados, porque sin ellos, ya ves, sin ellos no podrían los reyes... ¡malditos sean los reyes!... no, no, a   —278→   mí no me importa que haya reyes, hija mía; allá se entiendan. Sólo que... francamente, no puedo menos de aborrecer un poco a ese muchacho que quiso separarte de mí. Ya se ve, le mandaban sus amos... estos militares son gente servil que los grandes emplean para oprimir a los hijos del pueblo... No le puedo ver, ni tú tampoco, ¿es verdad?

-No sólo le puedo ver, sino que le estimo mucho.

-Pues que entre... Araceli... también yo te estimé en otro tiempo. Inés dice que eres un buen muchacho... Será preciso creerlo... Puesto que ella te estima, ¿sabes lo que yo haría? exceptuarte a ti solo, a ti solito; ponerte a un lado, y a todos los demás enviarles a la guillot... no, no he dicho nada... Si otros la quieren levantar, háganlo en buen hora; yo no haré más que ver y aplaudir... No, no, no aplaudiré tampoco: váyanse al diablo las guillotinas.

-Padre -dijo Inés-, da la mano a Araceli, que se marchará a sus quehaceres, y ruégale que vuelva a vernos después. ¡Ay! dicen que va a darse una batalla: ¿no sientes que le suceda alguna desgracia?

-Sí, seguramente -dijo Santorcaz estrechándome la mano-. ¡Pobre joven! La batalla será muy sangrienta, y lo más probable es que muera en ella.

-¿Qué dices, padre? -preguntó Inés con terror.

-La mejor batalla del mundo, hija mía, será aquélla en que perezcan todos   —279→   los soldados de los dos ejércitos contendientes.

-¡Pero él no, él no! Me estás asustando.

-Bueno, bueno, que viva él... que viva Araceli. Joven, mi hija te estima, y yo... yo también... también te estimo. Así es que Dios hará muy bien en conservar tu preciosa vida. Pero no servirás más a los verdugos del linaje humano, a los opresores del pueblo, a los que engordan con la sangre del pueblo, a los pícaros frailes y...

-¡Jesús! estás hablando como Canencia, ni más ni menos.

-No he dicho nada; pero este Araceli... a quien estimo... nos aborrece, querida mía, quiere separarnos, es agente y servidor de una persona...

-A quien estimas también, padre.

-De una persona... -continuó el masón, poniéndose tan pálido que parecía un cadáver.

-A quien amas, padre -añadió la muchacha rodeando con sus brazos la cabeza del pobre enfermo-, a quien pedirás perdón... por...

El rostro de Santorcaz encendiose de repente con fuerte congestión; sus ojos despidieron rayo muy vivo, incorporose en el lecho y estirando los brazos y cerrando los puños y frunciendo el terrible ceño gritó:

-¡Yo!... pedirle perdón... pedirle perdón yo... ¡Jamás, jamás!

Diciendo esto cayó en el lecho como cuerpo del que súbitamente y con espanto huye la vida.

Inés y yo acudimos a socorrerle. Balbucía   —280→   frases ardorosas... llamaba a Inés creyéndola ausente, la miraba con extravío; me despedía con gritos y amenazas; y, finalmente, se tranquilizó cayendo en pesado sopor.

-Otra vez será -me dijo Inés con los ojos llenos de lágrimas-. No desconfío. Haz lo que dijimos. Escríbele esta tarde mismo.

-Le escribiré y vendrá en seguida a Salamanca. Prepárate a marchar allá con tu enfermo.




ArribaAbajo- XXXI -

Haciendo mucho ruido, llamándome a voces y azotando con su látigo las puertas y los muebles, entró en la casa miss Fly. Recibila en la sala y al verme sonrió con gracia incomparable, no exenta en verdad de coquetería. Llamó mi atención ver que se había acicalado y compuesto, cosa verdaderamente extraña en aquel lugar y ocasión. Su rostro resplandecía de belleza y frescura. Habíase peinado cual si tuviese a mano los más delicados enseres de tocador, y el vestido, limpio ya de polvo y lodo, disimulaba sus desgarrones y arrugas no sé por qué arte singular, sólo revelado a las mujeres. ¿Por qué no decirlo? Detesto las gazmoñerías y melindres. Sí, lo diré: Athenais estaba encantadora, hechicera, lindísima.

Como le manifestase mi sorpresa por aquella   —281→   restauración de su interesante persona, me dijo:

-Caballero Araceli, después que vuestros soldados han apagado el incendio, quedó un poco de agua para mí. En casa de unos aldeanos me proporcionaron lo preciso para peinarme... Pero, señor comandante, ¿así cumplís con vuestros deberes? ¿No estaréis mejor al frente de vuestras tropas? Hace un rato que ha llegado Leith con su división, y pregunta por vos.

Al saber la noticia, no quise detenerme. Despedime de Inés, y después de asegurar bien la entrada de la casa y de encomendar a Tribaldos que cuidase a los dos prisioneros, bajé a la plaza, donde miss Fly se separó de mí sin motivo aparente. Empezaban a llegar tropas inglesas. El general Leith, a quien indiqué que España me había mandado proseguir, cuando llegaron los ingleses me ordenó que esperase hasta la noche.

-Es imposible perseguir a los franceses de cerca -dijo-. Van muy adelantados, y nos será difícil hacerles daño. Nuestras tropas están cansadas.

Quedeme allí no sin gozo, y dispuse lo necesario para que Santorcaz y su hija fuesen trasladados a Salamanca. Felizmente regresaba aquella tarde para quedar allí de guarnición, Buenaventura Figueroa, mi más íntimo y querido amigo, y le di instrucciones prolijas sobre lo que debía hacer con mis prisioneros en la ciudad y durante el viaje. Verificose este por la noche en un convoy que se envió   —282→   a Roma la chica, y no sin trabajo logré un carromato de regular comodidad, en cuyo interior acomodé a padre e hija, acompañados de Tribaldos y de buen repuesto de víveres para el viaje. Quise darles también dinero, mas rehusolo Inés, y a la verdad no lo necesitaban, porque el Sr. Santorcaz (no sé si lo he dicho), que un año antes heredara íntegro su patrimonio, poseía regular hacienda, sobrada para su modesto traer.

Di también a Inés instrucciones para que contribuyese a impedir nuevas salidas de su infeliz padre al campo de Montiel de las masónicas aventuras, y ella prometiome con inequívoca seguridad que le encarcelaría convenientemente sin mortificarle, con lo cual, muy apenados nos despedimos los dos, yo por aquella nueva separación, cuyos límites no sabía, y ella por presentimientos del peligro a que expuesto quedaba en la terrible campaña emprendida. En esto, y en escribir a la condesa lo que el lector supone, entretuve gran parte de las últimas horas del día.

Partimos al amanecer del siguiente, persiguiendo a los franceses, que no pararon hasta pasar el Duero por Tordesillas, extendiéndose hasta Simancas. Allí reforzó Marmont su ejército con la división de Bonnet, y nosotros le aguardamos en la orilla izquierda vigilando sus movimientos. La cuestión era saber por qué sitio quería el francés pasar el río, para venir al encuentro del ejército aliado, cuyo cuartel general estaba en La Seca.

No quería Marmont, como es fácil suponer,   —283→   darnos gusto, y sin avisarnos, cosa muy natural también, partió de improviso hacia Toro... ¡En marcha todo el mundo hacia la izquierda, ingleses, españoles, lusitanos, en marcha otra vez hacia el Guareña y hacia los perversos pueblos de Babilafuente y Villorio!

-¡Y a esto llaman hacer la guerra! -decía uno-. Por el mucho ejercicio que hacen, tienen tan buenas piernas los ingleses. Ahora resultará que Marmont no acepta tampoco la batalla en el Guareña y lo buscaremos en el Pisuerga, en el Adaja o tal vez en el Manzanares o en el Abroñigal a las puertas de Madrid.

Tan sólo resultó que después de dos semanas de marchas y contramarchas, nos encontramos otra vez en las inmediaciones de Salamanca. Pero lo más gracioso fue cuando bailamos el minueto, como decían los españoles, pues aconteció que ambos ejércitos marcharon todo un día paralelamente, ellos sobre la izquierda y nosotros sobre la derecha, viéndonos muy bien a distancia de medio tiro de cañón y sin gastar un cartucho. Esto pasó no muy lejos de Salamanca; y cuando nos detuvimos en San Cristóbal, allí eran de ver las burlas motivadas por la tal maniobra y marcha estratégica que los chuscos calificaban de contradanza.

Desde San Cristóbal quise ir a Salamanca: pero me fue imposible, porque no se concedían licencias largas ni cortas. Tuve, sin embargo, el gusto de saber que nada singular había   —284→   ocurrido en la casa de la calle del Cáliz durante mi ausencia y las marchas y minuetos del ejército aliado... En cuanto a miss Fly (me apresuro a nombrarla, porque oigo una misma pregunta en los labios de cuantos me escuchan), me había honrado no pocas veces con su encantadora palabra durante los viajes a Tordesillas, a la Nava y al Guareña; pero siempre en cortas y disimuladas entrevistas, cual si existiese algún desconocido estorbo, algún impedimento misterioso de su antes ilimitada libertad. En estas breves entrevistas advertía siempre en ella sin igual dulzura y melancólico abandono, y además una admiración injustificada hacia todas mis acciones, aunque fuesen de las más comunes e insignificantes.

Por lo demás si las entrevistas pecaban de cortas, eran frecuentísimas. No hacíamos alto en punto alguno, sin que se me presentase Athenais, cual mi propia sombra y recatadamente me hablase, diciéndome por lo general cosas alambicadas y sutiles, cuando no melifluas y apasionadas. La más refinada cortesía y un excelente humor de bromas inspiraban mis contestaciones. Regalábame a cada momento mil monerías, golosinas o cachivaches de poco valor, que adquiría en los diversos pueblos de la carrera.

Entretanto (suplico a mis oyentes se fijen bien en esto, porque sirve de lamentable antecedente a uno de los principales contratiempos de mi vida), yo notaba que no se había disipado entre mis compañeros ingleses y   —285→   españoles la infundada sospecha que el viaje de Athenais a Salamanca despertara. En suma, la Pajarita había vuelto al cuartel general, y mi buena opinión y fama de caballerosidad continuaban tan problemáticas como el día que aparecí en Bernuy. En dos ocasiones en que tuve el alto honor de hablar con el señor duque, experimenté mortal pena, hallándole no sólo desdeñoso sino en extremo austero y desapacible conmigo. Los espejuelos del coronel Simpson despedían rayos olímpicos contra mí y en general cuantas personas conocía en las filas inglesas demostraban de diversos modos poca o ninguna afición a mi honrada persona.

-Sr. Araceli, Sr. Araceli -me dijo Athenais presentándose de improviso ante mí el 21 de Julio cuando acabábamos de ocupar el cerro comúnmente llamado Arapil Chico-, venid a mi lado. Simpson no ha salido aún de Salamanca. ¿Os ha pasado algo desde ayer que no nos hemos visto?

-Nada, señora, no me ha pasado nada. ¿Y a usted?

-A mí sí; pero ya os lo contaré más adelante. ¿Por qué me miráis de ese modo?... Vos también dais en creer, como los demás, que estoy triste, que estoy pálida, que he cambiado mucho...

-En efecto, miss Fly, se me figura que esa cara no es la misma.

-No me siento bien -dijo con sonrisa graciosa-. No sé lo que tengo... ¡Ah! ¿no sabéis? Dicen que va a darse una gran batalla.

  —286→  

-No lo dudo. Los franceses están hacia Cavarrasa. ¿Cuándo será?

-Mañana... Parece que os alegráis -dijo mostrando un temor femenino que me sorprendió, conociendo como conocía su varonil arrojo.

-Y usted también se alegrará, señora. Un alma como la de usted, para sostenerse a su propia altura, necesita estos espectáculos grandiosos, el inmenso peligro seguido de la colosal gloria. Nos batiremos, señora, nos batiremos con el Imperio, con el enemigo común, como dicen en Inglaterra, y le derrotaremos.

Athenais no me contestó, como esperaba, con ningún arrebato de entusiasmo, y la poesía de los romances parecía haberse replegado con timidez y vergüenza quizás en lo más escondido de su alma.

-Será una gran batalla y ganaremos -dijo con abatimiento-; pero... morirá mucha gente. ¿No os ocurre que podéis morir vos?

-¿Yo?... ¿y qué importa? ¿Qué importa la vida de un miserable soldado, con tal que quede triunfante la bandera?

-Es verdad; pero no debéis exponeros... -dijo con cierta emoción-. Dicen que la división española no se batirá.

-Señora, no conozco a usted, no es usted miss Fly.

-Voy creyendo lo que decís -afirmó clavando en mí los dulces ojos azules-; voy creyendo que no soy yo miss Fly... Oíd bien, Araceli, lo que voy a deciros. Si no entráis en   —287→   fuego mañana, como espero, avisádmelo... Adiós, adiós.

-Pero aguarde usted un momento, miss Fly -dije procurando detenerla.

-No, no puedo. Sois muy indiscreto... Si supierais lo que dicen... adiós, adiós.

Dando algunos pasos hacia ella, la llamé repetidas veces; mas en el mismo instante vi un coche o silla de postas que se paraba delante de mí en mitad del camino; vi que por la portezuela aparecía una cara, una mano, un brazo. Si era la condesa... ¡Dios poderoso, qué inmensa alegría! Era la condesa, que detenía su coche delante de mí, que me buscaba con la vista, que me llamaba con un lindo gesto, que iba a decir sin duda dulcísimas cosas. Corrí hacia ella loco de alegría.