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La boda y el duelo

Comedia

Francisco Martínez de la Rosa



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Advertencia

     Compuse esta comedia, algunos años ha, por mero desahogo en una temporada de baños, y sin ánimo de que se representase, por hallarme a la sazón ausente de mi patria; aun después de volver a ella, no varié de propósito, ya porque las alteraciones, y controversias políticas alejaron mi atención del teatro, y ya también por el gusto que predominaba en él, recientemente importado de naciones extrañas.

     Era, por tanto, de recelar que tal vez no encontrase favorable acogida una composición muy sencilla, falta de pompa y de boato, reducida a una acción meramente doméstica, encerrada entre cuatro paredes, y que nace y fenece en el término de pocas horas; circunstancias todas que si hubieran sido títulos de excesiva recomendación en otra época, se hubieran quizá convertido no hace mucho en otros tantos motivos de reprobación y desaire. Achaque común en los hombres: ser extremados en sus opiniones, y más si el atractivo de la novedad las ha puesto en moda.

     Afortunadamente ha empezado ya a pasar la que amenazaba inficionar nuestro teatro no sólo en la parte literaria, sino en otra de más importancia y trascendencia: fenómeno digno de notar, como otra prueba más de la sensatez española; pudiendo tal vez afirmarse que en esta tierra, aun antes que en otras, la razón acaba siempre por tener razón.

     En tanto que permanecía esta comedia sepultada entre mis borradores, se estableció en el Liceo de esta capital la Sección dramática, dedicada al laudable propósito de resucitar las glorias del antiguo Teatro español y de fomentar el moderno, ya que no faltan en la actualidad aventajados ingenios capaces de acrecentar el renombre y lustre de su patria.

     El deseo que siempre me ha animado de contribuir, en cuanto de mí ha dependido, al cultivo y fomento de nuestra literatura, me sugirió el pensamiento de ofrecer alguna composición mía para que se representase por primera vez en el Liceo; y aun cuando vacilé por el pronto, al fin me decidí, al ver el cumplido éxito que acababa de tener en aquel teatro la comedia titulada El café, a pesar de haber cambiado tan notablemente los tiempos y las ideas desde que se estrenó en las tablas.

     Concebí, pues, esperanzas de que pudiese agradar una comedia de la escuela de Moratín, si así puede llamarse, aun cuando no reúna las singulares dotes que recomiendan las de aquel célebre maestro; esperanzas que no han salido fallidas en la representación de este drama; si bien es harto probable que una parte del aplauso se deba a la urbanidad y cortesanía de tan escogido auditorio, y otra aún mayor a la suma naturalidad y exquisito gusto con que ha sido ejecutada por los socios, del Liceo, que se han esmerado a porfía en el desempeño de sus respectivos papeles.

     Ahora que esta composición se presenta al público sin ningún arrimo ni apoyo, es cuando aquel juez imparcial habrá de calificarla por lo que en sí valga; y como fuera inútil alegar razones en su abono si es que no agrada, estando todas de más, si es que gusta, me limitaré a decir que no me he determinado a imprimirla hasta tener en su favor un fallo, y dado por un tribunal que reputo muy competente.



PERSONAS
LA MARQUESA DEL ROBLE.
DOÑA LUISA, su hija.
LA CONDESA, viuda.
EL BRIGADIER DON JUAN.
EL TENIENTE DON JOAQUÍN, su sobrino.
DON CARLOS, hermano de la condesa.
DOÑA JUANA, antigua dueña, aya de doña Luisa.
DOÑA TERESA.
CRIADOS
MÚSICOS.
UN DEMANDADERO.


La escena es en Burgos, en casa de la marquesa.

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Acto primero



El teatro representa una sala con muebles ricos, pero viejos; una puerta en el foro, que conduce a la calle; otras a los lados, que dan paso a las demás salas y aposentos; y una, con cristales y cortinillas, que se supone de una alcoba o gabinete.

ESCENA I

DOÑA LUISA, DOÑA JUANA, ambas cosiendo un vestido de gala y otros adornos de boda.

JUANA. Vamos, ánimo, hija mía.
¿A qué viene esa tristeza?
Si te ve así la señora,
¡no tendremos mala fiesta!
LUISA. ¿Pues qué he de hacer?
JUANA.                                           ¿Qué has de hacer?
Estar alegre y risueña,
como quien se va a casar,
yo me acuerdo..., hará cuarenta
años, poco más o menos,
que en tal noche como ésta
al arreglarse el casorio
con mi Pedro..., bien que era
como un, sol... ¡Si vieras, hija,
qué muchacho! Donde quiera
se llevaba la atención
por su donaire y sus prendas...
No es decir que tu futuro
en nada le desmerezca;
eso no; si le quitaran
treinta años muy bien pudiera
dar dentera al más pintado.
¡Qué caballero! ¡Qué buena
conversación! Franco, noble,
enemigo de etiquetas
y melindres, militar
de los que ya no se encuentran...
¿Qué decías?
LUISA                             ¿Quién?... ¿Yo?... Nada.
JUANA. Es lástima que naciera
tan temprano... ¿No es verdad?
LUISA. Verdad.
JUANA.                   ¡Y la diferencia
es tan grande!... Pero al cabo
la señora ceba sus cuentas
y tiene razón; tu padre,
el marqués, que gloria tenga,
hizo lo que hacen los más:
os dejó pleitos y deudas;
tu hermanito, el mayorazgo,
cargó con toda la hacienda,
y una escasa viudedad
a su madre regatea...
Por otra parte, las cosas
tan caras... Ya nadie presta
a un usía, aunque lo maten...
La casa es toda goteras,
los criados sin pagar
y las mulas medio muertas...
Yo mil veces se lo he dicho
a la señora; aunque fuera
andar a pie... ¡Pero hay
en Burgos tan malas lenguas!
Y lo que dice tu madre:
«Ya los hombres no se prendan
del talle y los negros ojos,
de la virtud y nobleza,
sino que ajustan las bodas
como chalanes en feria...»
No hay muchos como don Juan:
ni una palabra siquiera
ha hablado de dote... Sabe
el atraso en que se encuentra
la casa ¡y como es tan rico!
Ya se ve, lo que él desea
es pasar como Dios manda
lo que de vida le queda,
cansado ya y aburrido
de rodar por esas tierras.
Halla una mujer bonita,
que le cuide en sus dolencias,
recogida y bien criada,
no casquivana y resuelta,
como se ven hoy en día...
Sin ir muy lejos, pudiera
citar un ejemplo al canto...
LUISA. ¿Quién dice usted?
JUANA.                                      La condesa,
tu vecinita y amiga...
Yo no he visto una veleta
mayor que la tal viuda:
ya se enoja, ya se alegra,
ya llora, ya canta y ríe;
y según las malas lenguas,
antes de cumplirse el año
ya diz que le galantea
el sobrino de don Juan,
que es una linda pareja;
tal para cual... ¡Virgen Santa!
¡Si levantara cabeza
el que pudre! Hizo muy bien
en morirse tan apriesa;
y aunque esté en el Purgatorio,
mejor está que estuviera.
LUISA. Calle usted, que suena gente...
JUANA. ¿Quién será? No sino ella.
 
ESCENA II
DOÑA LUISA, DOÑA JUANA, LA CONDESA. Esta en traje de calle y de luto.
CONDESA. ¿Cómo estás, Luisita mía?
Tan aplicada y tan bella
como siempre.
LUISA.                                Es favor tuyo.
¿Y tú?
CONDESA. (Sentándose a su lado.)
                  ¡Yo...! No ando muy buena;
y además traigo un humor...
Desde que puse en la puerta
el pie, todo ha sido azares:
un entierro, una pendencia,
un abogado hablador,
los muchachos de la escuela
y mi bendita cuñada
para coronar la fiesta.
LUISA. Yo ha un siglo que no la veo...
CONDESA. ¡Ojalá que yo pudiera
decir otro tanto, amén!
Pero a mí, por penitencia,
tres visitas de a tres horas
por semana me receta;
y hoy cabalmente la tengo
que sufrir, quiera o no quiera,
toda la noche a mi lado.
LUISA. ¿Pues no sales?
CONDESA.                                ¡Buena es ésa!
Si hoy es el cabo de año,
y ya está la parentela
quitando el polvo a los lutos
y estudiando las arengas.
LUISA. No me acordaba que es hoy...
CONDESA. Ni yo...
JUANA. (Aparte.)
                     ¡Miren qué cabeza!
CONDESA. Mas mi bendita cuñada
rabia por dar malas nuevas.
JUANA. (Aparte.)
Por no oír a este molino,
recogeré la tarea...
(Levantándose y tomando el tabanque de la costura.)
LUISA. ¿Dónde va usted?
JUANA.                                    A mi cuarto. (Aparte al irse.)
¡Dios ponga tiento en su lengua!
 
ESCENA III
DOÑA LUISA, LA CONDESA.
CONDESA. ¡Sobre que tiemblo al pensar
lo que esta noche me espera!
Póngase usted al testero
del salón, casi en tinieblas;
cubierta como una chía
de lana y de gasa negra;
entrambas manos cruzadas,
la cara de Magdalena,
los ojos como tomates
(gracias a que se refriegan
con disimulo) y la voz
cual si de un pozo saliera...
Y aguante usted en el potro
que vengan luego en hilera
deudos, parientes, amigos
a apurarle la paciencia.
Ya uno da el pésame y dice:
«Señora, Dios dé a usted fuerzas...»
(Para ti las necesito.)
Otro pausado se acerca
y exclama: «¡Conformidad!
Son cosas que Dios ordena;
los buenos no viven mucho.»
(Por eso tú los entierras.)
Esotro dice: «El difunto
era un ángel en la tierra...»
(Se conoce, gran bribón,
que no le tuviste cerca.)
Y así siguen uno a uno
poniendo el ingenio en prensa,
para repetir lo mismo
que dijeron a mi abuela.
Reina luego un gran silencio,
hasta que al cabo resuena
ruido de platos y vasos
y todo el mundo se alegra.
Entran formados en torre
azucarillos de a tercia,
por no desdecir del duelo,
enlutados con canela;
chocolate en jicarones
de El Escorial, de onza y media,
y los panes y bizcochos
coronando las bandejas...
Sacan todos el pañuelo,
no para llorar de pena,
sino para que les sirva
en lugar de servilleta;
y engullendo a dos carrillos,
se ahorran en casa la cena,
menos la pobre viuda,
que, como ve que la observan,
apenas gusta un bocado,
cuando suspira y lo deja.
LUISA. Siempre estás de buen humor.
CONDESA. Pues qué, ¿quieres que me muera?
Harto he sufrido en el mundo,
esclava como una negra;
y ya que libre me veo,
quiero respirar siquiera.
Tú lo sabes: aún muy niña
perdí a mis padres, y apenas
me vieron huérfana y rica,
decretó mi parentela
encerrarme en un convento,
tal vez con la santa idea
de que yo ganase el cielo
y gozar ellos mi hacienda.
Crecí en años y me hallé
entre canceles y rejas,
viendo el sol por celosía
y vestida de estameña;
mas cuando ya me juzgaba
por toda la vida presa,
con muy poca vocación
de ser monja recoleta,
pasó por Burgos el conde
y le dio la ventolera
de visitar el convento
por conocer su parienta;
me vio, le hube de gustar;
y con su cara muy seria,
su casacón de faldones
y el peluquín con coleta,
me ofreció su blanca mano,
que yo tomara aunque negra.
Me hallé, pues, de veinte años
con marido de sesenta,
y además los enemigos
del alma: cuñada y suegra.
Lo que luego padecí
tú lo has visto; y si no fuera
por mi genio en cuatro días
me hubieran muerto mis penas;
porque el bendito del conde
ya contaba a aquella fecha
dos mártires en el cielo
y creyó hallar la tercera;
mas yo, por no darle gusto,
saqué fuerzas de flaqueza;
y los meses que duró
llevé mi cruz con paciencia.
Te he recordado mi historia
porque conviene la tengas
presente... Pero ¿qué es eso?
¿Te afliges?... Afuera penas;
ten valor.
LUISA.                      ¡Ay Leonor mía,
qué infeliz soy!... Ni aun siquiera
puedo llorar y quejarme...
¡Todos, todos en la tierra
disfrutan de ese consuelo
menos yo!
CONDESA.                      Mas ¿qué aprovecha
el llorar y el afligirse
en vez de ver si se encuentra
algún remedio?...
LUISA.                                   ¡Remedio!
¡Uno, uno solo me queda,
y a Dios se lo pido!...
CONDESA.                                      ¡Calle!
Pues es donosa la idea.
¡Nada menos que morirse!
Déjalos que ellos se mueran
y por allá nos esperen,
que a bien que no están de priesa.
Pero hablando ahora formal:
tú te apuras y atormentas
antes de tiempo. ¿Quién sabe
cuántas cosas tan diversas
pueden suceder, que impidan
la tal boda?... A la hora de ésta
no es más que un proyecto en ciernes...
LUISA. ¡Cómo, si así que anochezca
nos van a tomar los dichos
y el contrato se celebra!
CONDESA. ¡Esta noche!... Lo repito:
tu madre, muy santa y buena,
pero en viendo unos bordados,
pierde al punto la chaveta.
¡Qué locura! ¡Una muchacha
sin mundo y como una perla
casada con un señor
que ser su abuelo pudiera!...
Pero ¿qué dice tu madre,
qué dice?
LUISA.                           La infeliz piensa
que así voy a ser dichosa...
CONDESA. ¡Bravo! ¿Y por qué no recuerda
lo que pensaba a tu edad?...
¿Cómo imagina que puedas
ser feliz unida a un hombre
que es imposible que tenga
costumbres, hábitos, gustos
que con los tuyos convengan?...
De inclinación no se hable.
¿A qué es eso? Que se quieran
o no marido y mujer,
han de estar juntos por fuerza.
Y luego tu linda madre,
en corro con otras viejas,
hablan de la corrupción
que en los matrimonios reina,
sin mirar que muchas veces
la culpa tuvieron ellas.
Perdona, Luisita mía,
pero en tocando esta tecla
no puedo hablar con frescura...
Y ahora menos, porque media
tu dicha en ello, y también
porque trabajo me cuesta
renunciar a una esperanza...
¿A qué bajas la cabeza?
¿Es acaso algún delito
el que cariño le tengas
a mi hermano, cuando sabes
el amor que te profesa?...
¡Cuántas veces os vi juntos
y noté con complacencia
que sin saberlo vosotros
ya os amabais! Donde quiera
os buscabais con los ojos:
una palabra, una seña,
una sonrisa bastaba
a vuestra dicha completa...
¿Lo has olvidado?
LUISA.                                  ¡Olvidarlo!
¿Puedes hacerme esa ofensa?
No, Leonor, dentro del alma
tengo ahora más impresa
esa memoria que nunca;
y aunque arrancarla quisiera,
sólo con mi corazón...
Pero al fin ya estoy resuelta
a obedecer a mi madre,
a sacrificar por ella
mi libertad y mi vida,
sin que ni ella misma sepa
el valor del sacrificio
que su cariño me cuesta...
CONDESA. ¿Lloras?
LUISA.                       ¿Quieren más de mí?
Mas que me dejen siquiera
estar triste y no me hostiguen
a que me muestre contenta...
CONDESA. Sosiégate un poco..., mira
que si alguien te escucha...
LUISA.                                              Deja
que respire un solo instante;
tú no sabes la violencia
que me cuesta el reprimirme...
¡Si tú, Leonor, lo supieras
aún más compasión tendrías
de esta infeliz!
CONDESA.                            Pero es fuerza
disimular algún tanto...
LUISA. Ya lo sé; y hasta esa idea
de fingimiento y doblez
a mis ojos me avergüenza...
Mañana quizá, mañana
tendrá que jurar mi lengua
amor a un hombre a quien miro
con total indiferencia;
y un día, y un año, y otro
en esta lucha perpetua,
sólo en la muerte veré
el término de mis penas...
CONDESA. Luisa mía, que te pierdes...
LUISA. Sólo esta ocasión me queda
de abrirte mi corazón;
déjame que al menos tenga
este consuelo...; mañana
no soy mía, y a ti mesma
te he de mentir y engañarte...
Sólo Dios en su clemencia
tendrá compasión de mí;
El sólo me dará fuerzas
y no me abandonará
en los riesgos que me esperan...
CONDESA. (Enjugándose los ojos.)
Mira, Luisa, lo que has hecho;
si alguien de pronto ahora entra
nos halla a las dos llorando
y asiste a un duelo de veras.
Vamos, juicio...
LUISA. (Reprimiéndose.)
                                     Sí, Leonor,
¿no lo ves?... Ya estoy serena;
ya nada se me conoce...
CONDESA. Como traigan una venda
en los ojos, de seguro.
¡Pues si estás como una muerta,
tan pálida y ojerosa!...
LUISA. Sólo pedirte quisiera
un favor. ¿Lo harás por mí?
CONDESA. ¿Lo dudas?... Cuanto tú quieras.
LUISA. Tú quizá vas a burlarte
cuando sepas mi flaqueza;
pero va en ello mi dicha...
CONDESA. ¿De cuándo acá manifiestas
esa timidez conmigo?...
Di qué quieres y no pierdas
esta ocasión.
LUISA.                            Es que ya
casi me cuesta vergüenza
nombrar a un hombre a quien debo
olvidar...
CONDESA.                       ¿Y qué deseas
que haga yo por ti?
LUISA.                                      Querría
que algún pretexto fingieras
para que estas vacaciones
tu hermano a Burgos no venga;
puede estarse en Salamanca;
y aun tú sabes que desea
ir a la corte, y allí
más divertido estuviera... (Con viveza.)
Pero no; mejor será... (Reportándose.)
Dispón, Leonor, lo que quieras;
sólo te pido por Dios
que mis ojos no le vean.
CONDESA. Bien está, lo haré por ti;
aunque es dura penitencia
que después que va a perderte...
LUISA. ¿Qué remedio?... ¡Más me cuesta
el sacrificio que a él!...
¡Quién sabe! Quizá le espera
ser más dichoso con otra;
mientras yo... ¿Conque me empeñas
tu palabra?...
CONDESA.                            Sí, lo haré;
mas temo que en cuanto sepa...
LUISA. Ya lo sabe.
CONDESA.                       ¿Que te casas?
LUISA. Nada ignora a la hora ésta...
CONDESA. ¿Quién se lo ha escrito?... Ya leo
en tu cara la respuesta.
Mas ¿por qué has querido darle
tan pronto esa mala nueva?...
LUISA. Porque debí hacerlo así;
y a mis propios ojos fuera
la más vil si un solo instante
engañado le tuviera
al ir a dar a otro hombre
de ser suya la promesa.
Es preciso que me olvide;
que no se acuerde siquiera
de que un tiempo le adoré...
CONDESA. ¿Volvemos a la tarea?
¡Pues la ocasión es pintada!
Y aún me parece que suenan
pasos...
LUISA.                   ¿Si será mi madre?...
CONDESA. Cálmate, Luisa, que llegan.
 
ESCENA IV
Dichas. LA MARQUESA.
MARQUESA. (A su hija.)
¡Pudiera estarte esperando!...
¡Hola, aquí la condesita!
¿Tanta dicha y de mañana?
CONDESA. Salí a una cosa precisa,
y estando a la puerta quise
dar a usted los buenos días.
MARQUESA. Muy bien hecho. Yo estoy hoy
tan cansada y aburrida... (Siéntase.)
Todo carga sobre mí...
Los vestidos para Luisa,
los documentos, las joyas,
los convites, las visitas...
Más de hora y media he tardado
por ver si arreglar podía
las papeletas de boda
para hacer que las impriman;
y mientras más enmendaba,
más embrolladas salían... (Leyendo de prisa un papel.)
«Doña Gertrudis Cabeza
de Vaca Porras Chinchilla,
etcétera..., da a usted parte
del enlace de su hija,
doña Luisa Pimentel
Quirós Castro y Bobadilla,
hija del marqués del Roble,
señor de Peña Partida,
maestrante que fue de Ronda
y regidor de la villa
de Arévalo...» Nada, nada;
mejor será, que la siga
el ahogado de casa,
que sabe esa retahíla.
Lo que hago yo como nadie,
aunque esté mal que lo diga,
es arreglar un ajuar:
ni un alfiler se me olvida.
En menos de un santiamén
le he puesto al novio una lista
que da gozo... Ya se ve,
como él no entiende ni pizca
de esas cosas, me ha rogado
que le aconseje y dirija... (Contando por los dedos.)
Seis mesas, cuatro sofaes,
ocho docenas de sillas,
manteles adamascados,
espejos, cuadros, cortinas,
guarniciones y libreas,
batería de cocina,
cristal y plata labrada...
¡Válgame Dios, y qué envidia
van a tener más de cuatro
que de reojo me miran!
El mundo, amiga, da vueltas;
y al sol y a la buena dicha
se deben meter en casa...
Pero ¿qué tienes, Luisita,
que me parece...?
LUISA.                                     Yo, nada...
MARQUESA. Tienes cargada la vista,
como si hubieses llorado.
LUISA. Estaré un poco encendida
de coser...
CONDESA.                        A mí me dijo
no ha mucho, que le dolía
la cabeza...
MARQUESA.                       Yo no sé;
pero he notado estos días...
Parece que lo hace adrede,
porque sabe que me irrita
verla tan triste y callada...
LUISA. ¿Y qué quiere usted que diga?
MARQUESA. ¡Sobre que ya en estos tiempos
no hay quien entienda a las niñas!
Si se les manda que callen,
charlan que se despepitan;
y cuando deben hablar,
aunque las maten, no chistan...
Las unas, por no hallar novio,
se consumen de ictericia;
y otras van a desposarse
como al cementerio irían...
Mujer hay que diera un dedo
por trocarse con mi hija
y tener dentro de poco
marido, coche y usía...
Pero ella..., mírela usted,
que parece una novicia,
con los ojos en el suelo
y la boca refruncida...
CONDESA. No hay que enfadarse, marquesa;
mientras usted más le diga
es peor... ¿No es natural
que se halle la pobre niña
algo inquieta y cavilosa
al irse a unir de por vida
con un hombre a quien apenas
conoce hace cuatro días?
MARQUESA. Pero ¿puede ella pensar
que su madre se descuida?...
Ya estoy yo bien informada
de su casa y su familia,
de su caudal y sus rentas.
Que hasta una reina podría...
CONDESA. Si no es eso...
MARQUESA.                              Emparentado
con lo mejor de Castilla...
CONDESA. Sí no es eso...
MARQUESA.                            Brigadier
y el decano de la Guía...
CONDESA. Tanto peor.
MARQUESA.                       Pues de haciendas,
de casas y joyas ricas
no hay que hablar... ¡Como que ha sido
gobernador en las Indias!...
CONDESA. ¿Me deja usted...?
MARQUESA.                                     Si usted viera
las sartas de perlas finas,
los topacios del Brasil,
las pulseras y sortijas...
Por traer de todo, hasta trajo
un loro y una negrita.
CONDESA. Pero, marquesa, aunque tenga
más negros que hay en Mandinga...
¿Quiere usted que le haga sólo
una pregunta sencilla?
MARQUESA. ¿Y por qué no la hace usted?
CONDESA. Porque no encuentro cabida
para meter yo mi triunfo...
MARQUESA. Hable usted... ¡Hay tal porfía!
CONDESA. (Después de una corta pausa.)
¿Es usted la que se casa?
MARQUESA. (Suspensa.)
¿Y a qué viene...?
CONDESA.                                  Pero diga
usted o no y nada más.
MARQUESA. ¡Pues bueno el mundo andaría
si una madre!...
CONDESA.                                 Pero, al cabo,
¿se casa usted o su hija?...
MARQUESA. ¿Y qué sabe ella de mundo
si ayer salió de la amiga?
CONDESA. Bien está; pero ¿no es ella
la que ha de vivir unida
con su esposo hasta la muerte?
¿La que ha de verle de día,
por la noche, a todas horas,
en la desgracia, en la dicha,
con buen humor y con malo?...
MARQUESA. Según eso, usted querría
que las hijas por sí solas...
CONDESA. No tal; sé que necesitan
del consejo de las madres,
que les preste luz y guía.
Pero ¿quién ha de aprobar
que las madres se revistan
de autoridad y dispongan
a su antojo de sus hijas?
¿Y si les pesa después?
¿Y si se ven reducidas
a sufrir al lado a un hombre
que ni amistad les inspira?...
Con mucho amor hay trabajos...
La verdad, marquesa mía,
la carga del matrimonio
es de suyo harto cumplida.
¿Qué será si desde luego
la llevamos cuesta arriba?
MARQUESA. Pero ¿piensa usted acaso
que yo violento a mi hija?
CONDESA. Yo no.
MARQUESA.                   Que lo diga ella.
LUISA. ¿Y qué quiere usted que diga?
MARQUESA. Lo que sientas.
LUISA.                              ¿Pues no he dicho
que estoy pronta y decidida
a hacer cuanto usted me mande?
MARQUESA. ¿Lo ve usted?... Ven acá, Luisa,
da un abrazo a tu mamá...
Si sabes que en esta vida
yo no tengo más anhelo
ni más afán que tu dicha...
LUISA. En todo daré a usted gusto...
¿Quiere usted más?...
MARQUESA.                                       No, hija mía;
dame un beso y se acabó...
Pero vuélvete a tu silla,
que oigo gente en la antesala
y será tal vez visita.
 
ESCENA V
MARQUESA, CONDESA, DOÑA LUISA, DON JUAN.
JUAN. Felices días, señoras.
MARQUESA. Téngalos usted muy buenos,
señor don Juan. Me parece
que no viene usted contento...
JUAN. Lo estaba al salir de casa;
pero tan molido vengo
de escribanos y notarios,
de papeles y embelecos,
que me parece mentira
que libre de ellos me veo.
¡Jesús! ¡Jesús! Ya no extraño
que muchos mueran solteros
por no caer en las garras
de tanto avechucho hambriento.
MARQUESA. Hoy está usted muy jovial...
JUAN. (Sentándose.)
Sí, señora, como perro
con maza... Al llegar aquí
aún creía estar oyendo
los gritos descomunales:
«¡Veinte firmas!... ¡Mis derechos!...
¡Los gajes del escribiente!...
¡La copia del instrumento!...»
¿No hay un ladrillo que tape
esas bocas del infierno?
CONDESA. Poca paciencia tenéis;
y es preciso ir aprendiendo
a tenerla.
JUAN.                  Ya lo sé;
mas si antes de ser profeso
se pasa este noviciado,
seguro se gana el cielo.
CONDESA. No es tu novio muy galán,
Luisita.
LUISA.                Yo le agradezco
por lo menos la franqueza.
JUAN. Como castellano vicio,
yo digo las cosas claras,
sin melindres ni rodeos.
Así puede usted creer
cuando digo que la quiero,
y que nada omitiré
para ir ganando su afecto
poco a poco...
MARQUESA.                                ¡Poco a poco!
Señor, si ya está eso, hecho...
JUAN. Yo no tengo veinte años,
y a fe mía, harto lo siento;
pero, a Dios gracias, no soy
tullido, cojo ni tuerto...
MARQUESA. ¡Qué tuerto! Si tiene usted
dos ojos como luceros...
JUAN. En cuanto a genialidad,
no estoy libre de defectos
como cada cual; soy vivo,
parece que se hunde el cielo
de una tronada, y después
pasa el nublado al momento...
MARQUESA. ¡No era así mi buen esposo,
que Dios haya! Un mes entero
se pasaba sin entrar
en mi alcoba...
CONDESA.                                ¡Qué mal genio!
JUAN. De bienes, sin ser muy rico...
LUISA. ¿Quiere usted no hablarme de eso,
señor don Juan?
JUAN.                                  Bien está;
mas no tuve pensamiento...
MARQUESA. ¿Y qué quiere usted, señor,
si es lo mismo que su abuelo?
¡En tocándose a intereses!...
El honor es lo primero,
hija mía, y aunque pobres...
JUAN. Pero ¿a qué viene ahora eso,
marquesa?
MARQUESA.                        Es que yo creí...
JUAN. Si nadie habla aquí de abuelos,
de honor, de pobres ni ricos...
Sólo le estaba diciendo
a Luisita...
MARQUESA.                         Y sí ella está
enterada...
JUAN.                             Siempre es bueno
que oiga de mi propia boca
cuanto hace al caso; no quiero
que luego pueda llamarse
engañada, y mucho menos
que se sienta arrepentida.
LUISA. (Con abatimiento.)
No, señor...
JUAN.                             Yo así lo espero,
y sólo esa confianza
pudiera haberme resuelto
a este enlace... Mas con todo,
si usted siente en sus adentros
la más leve repugnancia
dígalo usted, que aún es tiempo;
yo nada quiero por fuerza,
nada, Luisita... Deseo
ser feliz los pocos años
que me quedan; mas si advierto
que ha de ser a costa ajena,
a mi asistente me vuelvo.
MARQUESA. ¿Ha acabado usted, don Juan?
JUAN. ¿Por qué?
MARQUESA.                       ¿Pues no está usted viendo
que a ese angelito de Dios
le está usted dando tormento?
JUAN. ¿Y yo acaso he dicho nada
que pueda ofenderla?... Lejos
de ser ésa mi intención...
MARQUESA. Es que ella tiene talento,
y por más que las disfracen,
coge las cosas al vuelo...
LUISA. ¡Madre!
MARQUESA.                     No hay que hacerme señas...
LUISA. Señor don Juan, yo no tengo
de usted ni la menor queja;
al contrario, le agradezco
tanta bondad...
MARQUESA.                            ¿Lo ve usted?
Si es lo mismo que un cordero...
LUISA. ¡Por Dios, madre!...
MARQUESA.                                      Tan humilde...
JUAN. Ya lo sé.
MARQUESA.                      Ni más ni menos
que su tía, que esté en gloria,
doña Polonia Barrientos...
JUAN. ¿Quiere usted, marquesa mía,
que este rato aprovechemos
para acabar de arreglar...
MARQUESA. No corre prisa.
JUAN.                              Es que luego
tengo que hacer; y si empiezan
visitas y cumplimientos...
MARQUESA. No vendrán... (Suena la campanilla.) Pero ¿quién llama?
JUAN. ¿No lo dije?... Dicho y hecho.
MARQUESA. Decid que no estoy en casa...
Venga usted a mi aposento,
y allí con satisfacción... (DON JUAN le ofrece la mano.)
Siempre galán.
JUAN.                                  Por supuesto.
¿Hemos de hacer tan temprano
el papel de suegra y yerno?
 
ESCENA VI
DOÑA LUISA y LA CONDESA.
LUISA. ¡Cuánto he sufrido, Leonor!...
CONDESA. Calla, que si no me engaño
es el dichoso sobrino...
Pero trabajo le mando,
porque ha de pagar hoy juntas
cuantas me debe en un año.
 
ESCENA VII
Dichas y DON JOAQUÍN.
JOAQUÍN. Esto se llama fortuna:
venir tan sólo buscando
a un tío y hallar reunidos
dos soles...
CONDESA.                         Y uno nublado.
JOAQUÍN. ¡Siempre, condesa, la misma!...
¿Y cuándo ha de verse claro
ese cielo?
CONDESA.                   Si ahora empieza
el invierno.
JOAQUÍN.                           Pues alabo
la noticia; ni en Noruega
se ve un invierno tan largo.
Vamos, paz, condesa mía,
paz... Luisita, haga usted algo
por su futuro sobrino...
CONDESA. ¡Como lo merece tanto!
LUISA. ¿Pues qué ha hecho?
JOAQUÍN.                                        No lo sé.
CONDESA. En su vida ha roto un plato.
JOAQUÍN. De seguro.
CONDESA.                        Pero yo
le sé la vida y milagros.
JOAQUÍN. Mire usted lo que es ser bueno.
Mientras anduve rodando
por esos mundos, haciendo
travesuras de muchacho,
todo me salía bien;
y desde que he principiado
a tener juicio, me veo
perseguido y calumniado.
CONDESA. Sí, es un dolor.
JOAQUÍN.                              Ni yo mismo
me conozco.
CONDESA.                            ¿Tan mudado
está usted?
JOAQUÍN.                       ¿Pues cabe más?
Días enteros los paso
en casa; si sale el tío,
voy con él como un donado;
a las once se recoge
y le leo el Carlomagno
o el Quinto Curcio en romance;
Vida del gran Alejandro...
(Le aseguro a usted, Luisita,
que le esperan buenos ratos.)
Sí voy a alguna tertulia... (Tose la CONDESA.)
¿Tosió usted?
CONDESA.                           Me he refriado.
JOAQUÍN. Creí...
CONDESA.                Siga usted el sermón,
que van a canonizarlo.
JOAQUÍN. Si voy a tertulia, juego
una malilla de a ochavo
por no dormirme; chanceo
con algún amigo..., bailo
rara vez...
CONDESA.                         Y con la misma,
por diferenciar.
JOAQUÍN.                            ¿Pues cuándo
he bailado yo con ella?
CONDESA. Se me olvidó el apuntarlo
en mi libro de memorias;
pero usted lo habrá anotado
en su almanak...
JOAQUÍN.                                   Maliciosa...
CONDESA. Estará con cruz y mano.
JOAQUÍN. ¡Paz, condesa!
LUISA.                                Hazla por mí
siquiera...
CONDESA.                      ¿Y qué adelantamos
con hacer las paces hoy,
si mañana...?
JOAQUÍN.                               Ni pensarlo;
haré cuanto usted quisiere.
CONDESA. ¿Está usted apalabrado
para muchas contradanzas
esta noche?...
JOAQUÍN.                              No me hallo
con ánimo de bailar...
CONDESA. Ya, pero en llegando un caso
de honor, ¿quien se niega a él?
Y más estando tan guapo
con el uniforme nuevo,
sirviendo y agasajando
a las damas...
JOAQUÍN.                              ¡Si no fuera
por mi tío!...
CONDESA.                           Pues es claro:
lo que haga usted en la fiesta
al tío se lo achacamos.
JOAQUÍN. Mas ¿qué exige usted?
CONDESA.                                        ¿Yo?... Nada;
antes dejo a usted más franco
esta noche que ninguna;
retoce usted a su salvo,
mientras estoy yo en el duelo.
JOAQUÍN. Le juro a usted...
CONDESA.                                   Que es pecado
jurar...
JOAQUÍN.                 Pues le ofrezco a usted...
CONDESA. Como caballero honrado...
JOAQUÍN. Que si bailo con ninguna,
si algún obsequio les hago,
si ni siquiera las miro...
CONDESA. Mucho ofrece usted. ¡Cuidado!
JOAQUÍN. El que está pronto a cumplir...
CONDESA. Se va al prometer despacio.
JOAQUÍN. Usted lo verá...
CONDESA.                                  Yo no;
si estaré entonces llorando.
JOAQUÍN. Pues Luisita...
CONDESA.                            ¿Y a una novia
le deja usted ese encargo?
JOAQUÍN. Alguien habrá...
CONDESA.                                 Puede ser;
nunca falta en tales casos
un alma caritativa.
JOAQUÍN. No lo temo.
CONDESA.                             ¿Qué apostamos
a que hay luego algún desliz?
JOAQUÍN. Lo que usted quiera... Y sí gano,
¿qué hará usted por mí?
CONDESA.                                              ¡También
es usted interesado!
JOAQUÍN. Es que va en ello mi dicha;
y no vivo ni descanso
hasta saber que algún día
seré dueño de esa mano... (Va a cogérsela.)
CONDESA. ¿Ha perdido usted el juicio?...
¡Hoy es el cabo de año
y me habla ya de casorio!
JOAQUÍN. Pues déme usted algún plazo...
¿Mañana?...
CONDESA.                           Mejor es hoy.
¿Para qué plazo tan largo?
JOAQUÍN. Oigame usted...
CONDESA.                                   No hay lugar,
que me está el duelo esperando.
(Vase corriendo.)
 
ESCENA VIII
DOÑA LUISA, DON JOAQUÍN.
JOAQUÍN. ¿Ha visto usted qué mujer?...
No es posible que tengamos
ni un solo día de paz.
LUISA. Es su genio; mas en cambio,
i es tan graciosa y tan linda!
JOAQUÍN. Por eso la quiero tanto...
MARQUESA. (Desde adentro.)
¡Luisa.!...
LUISA.                         Ya voy...
JOAQUÍN.                                               Esta es otra;
no hemos de poder un rato
hablar sin que estos señores...
MARQUESA. (Más recio.)
¡Luisa!
JOAQUÍN.                     ¡Aprieta!...
LUISA.                                            Voy volando...
JOAQUÍN. Entre viejos y muchachas,
con duelo y boda entre manos,
si de ésta escapo con juicio,
no será poco milagro.

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