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La bolerología o Cuadro de las Escuelas del baile bolero, tales cuales eran en 1794 y 1795 en la Corte de España


Juan Jacinto Rodríguez Calderón



  -II-  

Ridendo corrigo mores



Criticar los defectos que en el día envilecen a un pueblo generoso, es procurar hacerle más dichoso y volverle a aquel ser que antes tenía.



  -III-  
Dedicatoria

Que en el tiempo que escribió el libro, hizo el autor, a su tío Don Manuel José Domínguez de Castro, Abad de la Parroquial de San Salvador de Coiro, en la Diócesis de Santiago, Reino de Galicia, en España.

Señor y tío

Desde que el Supremo Consejo de Castilla tuvo la bondad   -IV-   de concederme licencia para la impresión de la continuación a la historia moral del nuevo Robinson, que concluí y publiqué en Madrid en 1797, tenía pensado dedicar a usted esta pequeña crítica, escrita tres años antes, cuando me hallaba sirviendo de cadete en el regimiento de órdenes militares, y de guarnición con él, en la Corte; pero los contratiempos que desde aquella época me ocurrieron,   -V-   me han imposibilitado de poder hacerlo, y aún hoy que mi suerte es menos funesta, a pesar del destierro que padezco, no me es fácil resolverme a ello.

El dedicar a usted esta crítica, no es con otro objeto, sino con el de ofrecerle el único don que puedo, para mostrar el fino agradecimiento que conservo impreso en mi alma por los beneficios que de usted he   -VI-   recibido en aquellos tiempos en que la suerte quiso probar mi constancia y sufrimiento.

Estoy persuadido de que mi composición carece de aquel mérito que debiera tener para poder dedicarla; pero como el fin que llevo es el que dejo insinuado, me alienta la esperanza de que usted no mirará los defectos, y si solo se hará cargo de la intención que guía mi pluma.

  -VII-  

Dígnese usted admitir este corto obsequio de quien no puede ofrecer otros en el día, y continuar siempre dispensándome aquella protección que ha sido el único consuelo a que apelé en tiempo de mis mayores pesares.

B. L. M. de usted. Su más atento y agradecido sobrino.
JUAN RODRÍGUEZ CALDERÓN



  -VIII-  
Prólogo

A los sapientísimos alumnos y alumnas de las Academias bolerológicas de Madrid, Cádiz, Sevilla, Córdoba, Murcia, y demás pueblos en que se hallen establecidas escuelas del baile bolero.

Señoras y señores

La desgracia de doña Clara hija de la eminente doña Porcia que circunstanciadamente pinto en este pequeño   -IX-   libro; el fin del insigne maestro Caldereta, de Verduguillo y de los demás héroes de mi cuento, no debe detener vuestros rápidos progresos bolerológicos; pues no porque a uno le caiga la casa encima han de vivir los otros despoblados. No, amigos míos, ánimo: nadie desmaye, y siga la danza hasta que no haya madera para hacer palillos, ni piernas que la resistan. ¿Qué importa que uno quede manco, el otro cojo, aquella empiece a echar sangre por boca y narices, o la otra la lleven desde la academia bolerológica a su casa entre   -X-   cuatro, si los que tienen la fortuna de quedar intactos lo lucen a porfía en cualquier parte? ¿Acaso hay gustos sin penas? ¿Porque un soldado se muera en campaña todos los demás han de dejar la carrera? No por cierto: la perseverancia adquiere el lauro que jamás puede obtener el tímido y el cobarde. Vuestras almas grandes no contentas con un baile serio y de poco más o menos, quieren otros en que se vea la destreza, la agilidad, el manejo y la actitud de los cuerpos que las encierran. Si doña Porcia fue una fatua, y si Caldereta y Verduguillo   -XI-   volvieron a ejercer sus oficios, no por eso vosotras y vosotros habéis de abandonar una ciencia que a fuerza de tantas penas adquiristeis. Aunque os quedaseis muertas sobre un salón, por más que os rompieseis ambos brazos y ambas piernas, es preciso no dejar los bien estudiados principios. Gruña quien gruñere: regañe quien regañe, y aunque chille el gran Kan de Tartaria todo para vosotros debe ser uno mismo. Vuestro gusto es primero que nada, y como he visto que os preciáis de gentes caprichosas, debe seguir vuestro capricho hasta que se   -XII-   acaben los admiradores, que no faltan en todas partes. Por hallar un tonto que, como yo, os diga cuatro cosas, encontraréis diez mil que os aplaudan y os den más palmadas que de gotas de agua tiene el ancho océano. Dejad que los predicadores griten y os reprendan, amonestandoos a que volváis por vos, pues con tales bailes os vais derechitos al infierno. No hagáis alto: descubrid mejor vuestras piernas que este es el mejor medio para que cuanto antes os lleven los diablos. A bien que ya sabéis bailar bolero y que el Averno no debe estar escaso   -XIII-   de bailarines. Allí podréis también bailar al compás de la guitarra que os toque Astarot y Asmodeo.

Yo por mi parte harto os digo; pero como conozco vuestro carácter, y que sois amigas y amigos de hacer todo aquello que los sensatos reprueban, solo porque yo lo digo (aunque estoy muy lejos de serlo) bailaréis más que nunca; a menos que toméis el partido de obrar de distinto modo al que os propongo en este prólogo, porque tal vez por contradecirme lo haréis al revés, y seguiréis el ejemplo de doña Porcia. Esto es lo   -XIV-   que sinceramente deseo, y no otra cosa pues el mejor de todos lo bailes del mundo es la virtud. Dios os dé juicio, os encamine hacia ella, y me dé a mí vida para veros corregidos.





  -1-  
Anti-bolerología o la total ruina del baile bolero

Una tarde de las apacibles del mes de mayo, con el objeto de pasearme un rato, salí de mi cuarto, y me fui al prado, entre cuyos verdes árboles cuando menos lo creía di de hocicos con mi compañero y amigo don Pedro Bastarrachea quien seguramente iba medio ciego, pues me dio un rempujón que a no sostenerme sobre el puño de mi espada me hubiera tirado al suelo.

-¿Qué es esto -le dije-, has perdido el juicio, o hiciste voto de atropellar a todo el mundo?

-No me detengas -me contestó-: voy muy deprisa, y sentiría no llegar a tiempo.

-¿Puedo   -2-   yo saber a dónde? -añadí, conteniéndole.

-¡Oh eres muy pesado!: si quieres sígueme, porque la diversión que me llama no es de las reservadas, antes sí en ella se apetecen concurrentes.

-Amigo, ya ves mi genio, es taciturno, y melancólico y un hombre de este carácter no es útil en ninguna diversión.

-¡Bravo! ¡Bravo! -exclamó don Pedro-, ya sabes que te conozco, y aunque gallego no eres de los encogidos: yo no puedo detenerme, repito, si quieres acompañarme, desde luego ven. En la calle de la Ballesta vive el señor Caldereta, famoso maestro de Bolero: en su casa hay academia de este baile todas la noches, uno de sus alumnos soy yo, pago mis cuatro durejos al mes, el certamen tiene su principio a las seis y media, y de ningún modo quiero faltar una sola noche.

-¡Jesús! ¡Jesús! -respondí a mi amigo-. ¿Es posible que tú a quien hasta ahora aborreció el solo nombre de Bolero, aprendas a bailarlo?

-Pero hombre, cada   -3-   uno toma sus determinaciones cuando le acomoda... Mas en estas digresiones, se pasa el tiempo y el señor Caldereta me echará de menos; ya veo que tú no quieres ver la academia: a Dios y otra vez no detengas a quien va deprisa.

-Espera; justamente desde que estoy en la Corte tengo un vivísimo deseo de ver uno de esos bailes, y pues ahora se me viene a las manos la ocasión no he de desecharla. Ea vamos, guía tú y no corras mucho, que tiempo hay para todo supuesto que no han dado las seis.

-Sea enhorabuena, iremos por la calle de Alcalá para que se haga más pronto el camino.

En esto nos dirigimos al paraje señalado, y antes de la hora prefijada, llegamos a la casa consabida. Mi compañero llamó a la puerta por dos veces, y como no se le respondiese, echó mano a la espada con cuyo puño dio algunos recios golpes logrando de este modo que la sordera de los que estaban dentro   -4-   cesase. Bajó una vieja rigurosamente vestida de maja a preguntar quiénes éramos; pero reparando en don Pedro, tiró del cerrojo, y nos franqueó la entrada a aquel palacio encantado.

-Y bien señora Alifonsa -le preguntó mi conductor mientras subíamos la escalera que escasamente alumbraba un mugriento farol-. ¿Qué tal? ¿Hay mucha gente?

-La acostumbrada -respondió aquella viviente fantasma-. ¿Y ese caballerito viene a aprender?

-Esta noche -prosiguió Bastarrechea- será un mero espectador; pero si le gusta, como creo, pronto se dedicará a este baile.

-Cuidado señorito -añadió la vieja volviéndose a mí-, en ese caso no dudo que vuestra merced será nuestro parroquiano.

La llegada a la puerta del salón no me dio lugar a contestarle, y sin perder nada de mi gravedad, eché mano al sombrero para saludar muy cumplidamente al concurso; pero tuve la desgracia que ninguno se dignase contestarme, bien   -5-   que lo atribuí al bullicio que entre todos había. Aquí es preciso que mal o bien os haga, una pintura de la sala y sus circunstantes: armaos de paciencia queridos lectores, y escuchad sin perder palabra.

Era bastante grande el salón de Academia, pues seguramente tendría sus cincuenta codos de diámetro y veinte de elevación: sus paredes adornadas de cuatro negros cuadros cuyas pinturas apenas se descubrían, estaban llenas de rótulos y figuras análogas a la ciencia que se enseñaba; unos bancos largos y rasos servían de asiento a los circunstantes. Desde varias partes del asqueroso techo pendían veinte o treinta cuerdas que podían servir para colgar tocinos; pero de las que se hacía un uso el más extraño. Ascendía el número de las personas de ambos sexos, que reputé por aprendices, a ciento y veinte, de todas edades, y de todos tamaños, lo que me hizo creer abunda nuestra España de infinitos   -6-   locos, supuesto que en aquella casa si me tomasen juramento diría no había un solo cuerdo, y no siendo ella sola la que hay en Madrid, pues ascienden a cincuenta, y en todas se reúne la misma concurrencia, deduzco que muchos y muchas que tenemos por juiciosos, merecían estar en Orates y mi compañero don Pedro el primero. Todos hablaban a un tiempo, y de aquí resultaba que ninguno se entendía, acrecentándose más y más la confusión al paso que se iba aproximando la hora de principiar a dar lección. Un denso humo que los muchos cigarros encendidos despedían, se introducía por ojos, narices y boca; y a no estar yo acostumbrado a él, indudablemente me hubiera ahogado; pero me causó admiración ver a algunas damueselas de aquellas que no permiten se encienda un habano en sus estrados, que no haciendo alto en el asqueroso olor, procuraban imitar los hombres, chupando sus pajillas y haciendo verdadera gala   -7-   del san Benito. El Maestro Caldereta, que era de aquellos hombres cuyo agigantado cuerpo horroriza, más negro que un congo, más flaco que la hoja de la palma, y con más narices que un sayón, rascando las cuerdas de una grande y disonante guitarra, con más parches que un buboso, y tremolando la borla de su energúmena redecilla que de cuando en cuando le tocaba en las corvas, se acercó a mí, hízome una graciosa reverencia, y despegando sus tostados labios, después de haberme saludado a lo jerezano, me suplicó tomase asiento pues le era forzoso dar lección.

Accedí a ello, y para libertarme de tener a mi lado algún fanático, elegí ocupar la punta de un banco, que formaba hueco entre la pared, y una señora anciana, que por su modesto modo de vestir, me pareció ser la de más juicio que había en la asamblea, aunque después reconocí que me había engañado de medio a medio, pues doña Porcia, que   -8-   este era su nombre, aunque demostraba compostura, se podía reputar por una de las mujeres más locas, que a expensas de un rico patrimonio que poseía su condescendiente marido, pasaba la vida cómodamente y según el estilo introducido en la Corte, y aun en toda España.

Arrimó a un lado la guitarra Caldereta, y ordenando a sus discípulos diesen principio a ejercer sus habilidades, empezó la bataola, o por hablar con más propiedad, se desataron todos los diablos. Unos se agarraron a las cuerdas, y sostenidos por ellas se ejercitaban en hacer cabriolas, otros paseaban con gravedad el salón, y de rato en rato hacían mil mudanzas diferentes. Estas levantando sus guardapieses hasta cerca de la rodilla, a fin de que se viesen cómodamente sus posturas, sin reparar en el recato, gradualmente subían y bajaban apoyadas con una mano sobre los hombros de un mozalbete; aquellas procurando dar vuelencontradas, solían a menudo encontrarse   -9-   con las faldas en la cabeza que a no ser por los blancos y ajustados calzones descubrirían lo que el respeto y pudor no me permite decir. En fin por todas partes se dejaba ver el abandono, la prostitución, y la descompostura, poderosos atractivos que impetuosamente atraen a los alucinados jóvenes, quienes abjurando el modesto encogimiento, que una buena educación les inspiró, abrazan sin reflexionar, la pésima carrera de la depravación. Ínterin duraba esta jarana, que según apariencias no acabaría tan pronto, quise, horrorizado de lo que mis ojos miraban, entablar conversación, con doña Porcia, a quien solamente había saludado al tiempo de sentarme; pero antes busqué un arbitrio que me diese margen para ello, y fue preguntarle si no bailaba; cuya demanda fácilmente le haría conocer, a no hallarse preocupada del mismo fanatismo, que intentaba burlarme de ella.

-¡Ah señor! -me contesta esta extravagante   -10-   mujer-; la enfermedad que algunos meses ha, padezco en el pecho me impide hacerlo; pero tengo una hija que sin jactarme, es de las mejores bailarinas de bolero que hay en la Corte. Ella suple mi falta: mi desgracia me priva de lucirlo yo misma; pero recibo a lo menos por su medio, infinitos elogios.

-¡Desdichado de mí! -exclamé interiormente. ¿Y es esta la de más juicio y circunspección de la concurrencia? ¡Válgame Dios! A no oírlo yo propio, no lo hubiera creído. A buena parte me he arrimado, en buen sitio me encuentro: maldito sea don Pedro, y la casualidad que me hizo tropezarle. ¡Ojalá que cuando salí de mi casa para ir al prado, hubiese enderezado mis pasos a la fuente del abanico! ¿Qué haré? El irme no parece regular, y más ahora que empieza el baile, y por otra parte me detiene la curiosidad: mudar de asiento es ociosa diligencia porque no puedo prometerme hallar un hombre cuerdo, o una mujer   -11-   modesta, con quien me sea fácil raciocinar un cuarto de hora con cordura, todos, todos están embelesados con su baile, o su demencia, y queriendo evitar a Scila batiría con Caribdss; lo mejor me será tener paciencia, y tirar por la lengua a esta buena madre que seguramente oiré primores y me instruiré de lo que hasta ahora he ignorado-. ¿Y está en la sala? -volví a preguntar a doña Porcia- ¿vuestra erudita hija?

-No señor. Yo pago un doblo más, mensualmente, para que se le enseñe en un cuarto separado, y solamente se deja ver cuando empieza a bailar.

-¿Pues no se está ya bailando?

-¡Oh! No señor, vuestra merced sin duda es novicio en esta casa, y no entiende el bolero.

-No es tal mi desgracia, empleo el tiempo en cosas más importantes.

-¿Qué llama vuestra merced cosas más importantes? ¿Acaso el saber bailar no es de gentes bien educadas?

-Convengo en ello; pero hay diferentes bailes, y en mi inteligencia, el bolero, en vez de merecer este nombre, se le   -12-   debía dar otro.

-Vuestra merced señor cadete no sabe lo que se habla: no puede haber verdadera instrucción, si falta un pleno conocimiento de lo que es el bolero, y bien, o mal se saben ejecutar dos o tres mudanzas. Yo por mi desdicha, nací en un tiempo en que solo se usaba un paspié, un amable, y entre las gentes ordinarias un ridículo fandango. Confieso que en aquel entonces me dediqué a dar cuatro compases, con tanto gusto, como ahora se hacen un par de cabriolas; pero luego que se introdujo este nuevo ejercicio, llevada de la inclinación que siempre tuve al baile, y a pesar de mi edad, llamé un maestro, quien venciendo en parte mi natural pesadez, ¡consiguió verme aplaudida en algunas sociedades de Madrid! ¡Ya se ve! del demasiado ejercicio, que a veces me sofocaba, me resultó un afecto de pecho, que totalmente me impide el uso de las castañuelas; pero no por eso dejé la inclinación. No señor; mi hija que ya cuenta 17 años, es muy bien parecida, tiene un gracioso   -13-   cuerpo, y últimamente la acompaña una disposición completa para todo. En esta determiné perpetuar mi memoria, y para ello me valí de mil astucias a fin de recabar con mi marido se la permitiese concurrir a una academia de bolero. Tengo un esposo que no lo merezco: es verdad que varias veces suele ser tenaz en sus caprichos; pero mi persuasiva, las lagrimitas que a su tiempo derrama la niña, y últimamente el qué dirían las gentes, si esta muchacha se presentase en una concurrencia hecha una estatua, le forzaron a que cediese y dejase a mi arbitrio su crianza. Inmediatamente, como madre interesada en la felicidad del fruto de sus ternezas conyugales, proporcioné a mi amable Clarita, que así se llama esta joven, todos los maestros necesarios de lengua francesa, fortepiano y de bolero. Ella no desdiciendo del buen concepto que yo tenía formado de sus altas prendas, aprendió con demasiada finura estas tres habilidades, que seguramente ilustran   -14-   a una doncella y singularizan entre la turbamulta de sus compañeras; pero como se olvidan con la misma facilidad que se aprenden tan útiles conocimientos, como a mí me ha sucedido, no reparando en los crecidos gastos que se originan a mi casa, no la permití descansar un rato, antes por lo contrario, fui de parecer concurriese a una... Escuela pública de baile, donde la emulación le serviría de mucho. Desengáñese vuestra merced caballerito; en el día, la muchacha que no sabe estas interesantes habilidades, apenas encuentra quien se le arrime. Vuestras mercedes los hombres regularmente apetecen una mujer que lisonjee el gusto, y la pobre que carezca de estos principios, les merece un total desprecio.

-En efecto, señora, Vuestra merced dio una educación a su hija, verdaderamente a la moda: por fuerza hará papel en toda la sociedad de las del siglo, y creo no la faltarán adoradores; pero si se me permite hablar con la ingenuidad que me es característica,   -15-   no puedo omitir mil reparos esenciales, por los que deducirá Vuestra merced que en un todo procedió erradamente.

-¿Y qué reparos? -me interrumpió con agitación Doña Porcia.

-Los siguientes -proseguí sin darle lugar a más aspavientos-. La buena educación requiere muchos cuidados por parte de una madre amante de sus hijos, según vuestra merced alega serlo. Para dar a usted una idea amplia de lo que es en sí, y los medios que deben adaptarse para ponerla en práctica, era preciso durase nuestra conversación muchos días; además que mis luces son demasiado escasas, no obstante seré breve, y diré lo que me parezca. Es la modestia la prenda más recomendable en una doncella; y quien la desconoce no puede tener aquel atractivo con que seguramente se logra un buen novio. Éste por lo regular busca en la que escoge para esposa aquellas virtudes morales que la harán ser buena consorte: de ningún modo apetece que sepa bailar el bolero con perfección, tocar las castañuelas,   -16-   fortepiano y hablar el francés: quiere, sí, que su futura mujer no ignore las sagradas obligaciones en que la constituye su nuevo estado, la doctrina de la religión que sigue, y en fin que si llega el caso, eche un remiendo a una camisa, haga bien un puchero, borde un pañuelo, y...

-A espacio, a espacio caballero, ni mi hija ni yo sabemos hacer pucheros, ni echar remiendos, eso queda reservado para aquellas mujercillas cuyas conveniencias consisten en lo que pueda dar de sí el triste sueldo que gozan sus maridos. El mío, sea Dios loado, posee unas haciendas que reditúan sesenta mil reales al año, libres de todo descuento, y otras zarandajas. ¿Y quiere vuestra merced que con tres mil duros eche su mujer o hija un remiendo y haga un puchero? ¡Vaya, vaya! ¿Es vuestra merced gallego o catalán?

-Gallego.

-¡Oh! pues no extraño se exprese vuestra merced en esos términos: en la Corte, patria común, se vive de otro modo que   -17-   en Galicia: se da otra crianza a los hijos, y por decirlo de una vez (disimulando vuestra merced le hable con tanta claridad) en su patria cifran todo su cognato los padres, en inspirar a las tiernas y sensibles plantas que cultivan, un amor desordenado al interés, un odio irreconciliable a toda acción generosa, y de este modo, introducen en las sociedades unos miembros que de nada sirven. ¿No es esto así?

-Señora: en Galicia hay, y hubo, virtuosos padres de familia que saben dar a sus hijos una crianza tan buena como en Madrid; pero esto no viene al caso; permítame vuestra merced que hable de otra cosa. Usted no puede negarme que el bolero es un baile tan precipitado, tan nocivo, y desenvuelto que solo acarrea mil enfermedades en cuerpo y alma, y para evitarlas debía privarse por el Gobierno.

-¡Privarse! ¿Está vuestra merced en su juicio? ¿Es vuestra merced militar o cartujo? ¿Trae   -18-   vuestra merced cordones o bonete? ¿Es posible que un joven individuo de la ilustre escuela de Marte hable de ese modo? ¡Vaya! -(dando una risadita)-, en castigo de su delito debe desde este instante emplearse en aprender con sus cinco sentidos el bolero. Sí señor: ya ve vuestra merced que no soy rigurosa en mi sentencia. Quien comete un yerro de tal naturaleza, es digno de una reprimenda magistral. ¿En qué emplea vuestra merced el tiempo?

-En otras cosas mucho más interesantes, verbigracia: en estudiar la ordenanza, aprender el ejercicio, y enterarme de lo que debe saber un buen militar. De este modo conseguiré que mis jefes me aprecien, y mi Soberano me premie. Dígame vuestra merced: ¿Con saber bailar el bolero qué beneficios me resultan?

-Innumerables, el primero que nadie le tenga a vuestra merced por gallego; segundo, que en toda concurrencia se le elogie; el tercero, que tenga mil apasionadas; cuarto, que en todas partes deseen su asistencia; y por último que se le gradúe   -19-   de hombre racional, instruido, de bella educación, de heroicos principios, y de...

-Mentecato. ¿No es esto? ¡Ah mi señora doña Porcia! ¿Es dable que vuestra merced me aconseje semejante despropósito? ¿Funda vuestra merced en tan bellas basas mi futura fortuna? ¿Qué recompensa puedo prometerme de mis servicios? Bien que si yo siguiese la norma que me propone no serían ningunos, aunque sí quizá lograría me diese vuestra merced a doña Clarita por mujer con los sesenta mil reales al año.

-¡Ay amigo! Es un bocado caro para estudiantes. Mi hija casará a lo menos con un título de Castilla, y según la instrucción que tiene se hace acreedora a la mano de un grande.

-Esa instrucción cabalmente me impediría abrazase el partido de pedirla por esposa a pesar de su caudal: en vez de serle útil, la ridiculiza.

No bien pronuncié estas palabras cuando doña Porcia dejó su asiento, y tratándome de grosero, impolítico, y   -20-   mal criado, fue a quejarse amargamente de mi atrevimiento al maestro Caldereta.

-¿Cómo -le dice en voz alta, y que pude oír muy bien-, cómo permite vuestra merced la entrada en su casa a gentes tan extrañas que en vez de ser idólatras del precioso ejercicio que aquí se enseña, vienen únicamente a mofarse de él, a perturbar la instrucción, y a sembrar una doctrina que ya si no se ha desterrado del todo está próxima a pasar a un eterno olvido? O yo y mi hija nos marchamos para siempre, o aquel cadete que está allí sentado toma la puerta.

Este discurso no solamente alteró a Caldereta, sino que puso en expectación a todos sus discípulos, quienes para saber en qué paraba la fiesta, descansaron un rato de sus penosas, aunque voluntarias fatigas, y don Pedro que todo lo había escuchado, conociendo que yo era el delincuente, sin perder momento, se aproximó a su maestro, me disculpó en lo que pudo, y sosegó en algún modo a   -21-   doña Porcia. Sin embargo, fue indispensable que a esta se le diese una satisfacción para cuyo efecto vino a hablarme el catedrático, acompañado de la misma.

A fin de hacerme conocer cuán enojado estaba, se valió de mil preámbulos, que yo mismo no entendí; pero por los ademanes del uno, y los gestos de la otra penetré a lo que se reducían. Mostreme arrepentido de mi atrevimiento, y después de haberme excusado como me fue posible, volviéndome hacia Caldereta así le dije.

-Yo señor maestro hablé a esta señora con demasiada precipitación: mi genio, mi ridículo genio es el culpado. Convengo en que todo cuanto alegó mi señora doña Porcia me hizo fuerza, deseo con ansia ser útil a mi patria bailando el bolero; pero... pero no puedo resolverme a aprenderlo, sin tener primero un pleno conocimiento de su origen, de dónde ha venido a España, quién fue su inventor, y en qué reglas   -22-   está fundado.

-Eso es muy justo -me contestó aquel retrato del famoso Romero-. Sí señor: vuestra merced tiene mucha razón, habla como un Diógenes y desea con sobrado fundamento ser instruido de lo que es en sí la ciencia bolerológica, antes de emprender su útil, pero penoso estudio. Hoy se empezará el baile un poco más tarde, y solo por dar a vuestra merced gusto, y atraerle a la senda de la verdadera civilización, quiero contarle los sólidos principios de mi ejercicio, y cuanto vuestra merced apetezca saber. La señora doña Porcia deponga todo su enojo, y vuelva a tomar su asiento, los que quieran oírme hablar como maestro, suspendan las evoluciones en que están empleados; pues todos deben instruirse en los rudimentos de la ciencia que siguen.

Al instante se reunieron en un pelotón hombres y mujeres: el maestro se sentó a mi izquierda, quedando yo entonces en medio de Plutón y Proserpina. Don Pedro dejó la cuerda en que se zarandeaba;   -23-   y después de haber quedado todo en silencio, lo que costó mucho trabajo, empezó Caldereta su narración, en cuyos intermedios fumó trece cigarros según pude contar.

-Bolero, señor mío -dijo-, viene del verbo bolar, y ciertamente que es muy propio su derivado, porque el verdadero bailarín, más debe aprender a andar por la región del aire, que por la superficie de un salón. Como el tiempo todo lo aniquila, se adulteró su nombre porque según un manuscrito que se conserva en la biblioteca del Real Monasterio de San Lorenzo del Escorial, ya se usaba en tiempo de los reyes godos, especialmente mientras reinó Witiza, y entonces se le conocía con el nombre de Bolatia. En fin su restaurador, o por hablar con más propiedad, el primero que lo bailó en este siglo, quien a no existir el susodicho manuscrito, podía merecer nombre de autor, fue un calesero natural de la ciudad de Sevilla, cuya ligereza era mayor   -24-   que la del Gran Diablo, y otros volatineros de esta especie. Luego que salió a luz tan preciosa ciencia, tuvo un millón de apasionados; pero los que más la apreciaron fueron los andaluces y murcianos, gentes de un gusto extremado en estas cosas.

»Antón Boliche (así se llamaba el calesero) no hizo descubrimiento alguno para enriquecer el recién restaurado ejercicio bolerologio, y se contentó tan solo con adquirirse el renombre de semiautor, desterrar las antiguas tiranas, y enseñar algunas mudanzas, entre las que suplían las del fandango; pero con el discurso del tiempo fue este baile facilitándose un caudal de posturas que hoy en día singularizan entre todos los otros, de tal suerte que el cansado minuet y la insípida contradanza, de nada sirven si con él se comparan. Es sin contradicción alguna más ameno, más divertido, más propio al carácter español, y aun si se me apura amado generalmente de todos   -25-   los más altos personajes, en cuyas ilustres y dilatadas familias tiene sus respectivos colonos. Boliche, que posteriormente se llamó bolero, murió en Cádiz el año de 1794, bailándole una noche en casa de un título de Castilla, con cierta hechicerilla gaditana que más que otra sintió su trágico fin. La desgracia de Antón no por eso desmayó a sus nacientes discípulos, antes al contrario contemplando todos que había muerto en su ejercicio, como el soldado en la guerra, y el torero en la plaza, se empeñaron en perpetuar su bolero-trágica escena, a costa de representarla en otras mil partes aunque con menos lucimiento. ¡Oh felices aquellos discípulos, a quienes no asustan temores, ni intimidan ejemplos tan funestos: su ardiente aplicación, su magnánima constancia, y su espíritu digno de ser imitado, es superior a todo! Si su espíritu danzarín les adquiere una egregia fama. ¡Ellos después de haber obtenido en este   -26-   mundo mil aplausos pasan repentinamente al otro, sin sufrir los repetidos dolores de una enfermedad prolongada, sin oír los pedantescos razonamientos de unos médicos crueles, y sin necesidad de que un energúmeno escribano les intime dispongan su testamento!

»Muerto Boliche, todo buen ciudadano procuró enriquecer el bolero añadiéndole, mudanzas a mudanzas, y posturas a posturas, de modo que fue tomando un incremento grande, y que seguramente no podía esperarse, a causa de hallarse tan entronizado en España el antiquísimo fandango, y más habiéndose últimamente publicado el llamado de Cádiz, que tantos parciales tenía en nuestras provincias marítimas, y ambas Américas. Cuando Dios determina una cosa, el todo de los hombres reunido no puede oponerse a ella, y se ve demostrado en este asunto también como en otro cualquiera. Ni el fandango de Cádiz, ni el Charandé, ni el Zorongo, ni el mismo Cachirulo tan   -27-   aplaudido, ni el propio Zorongo, repito que tanto ruido hizo en la Corte, cuando la inimitable (en este género de Jácaras) Mariana Márquez lo cantó y bailó en el Coliseo del Príncipe, pudo derivar al victorioso Bolero, antes éste procediendo como un león irritado a quien no asusta la alarma de los cazadores, despachó al otro barrio a la Márquez y pretextó tomar sangrienta venganza de los que intentasen destruirle. ¡Castigo justo, según las leyes de la tosca filosofía que aprendí cuando era monacillo de Convento de San Jerónimo!

»Entre la muchedumbre de adictores al Bolero se presentó Requejo, digno alumno de la mejor escuela de España, ilustre murciano, y heroico director en jefe de todas las academias Bolerológicas de su patria, las [de]1 Aragón y Valencia, quien reconociendo ser indispensable corregir los defectos extendidos en todo el territorio Bolerológico, determinó (con consulta de la suprema junta establecida en Madrid,   -28-   de la que soy aunque indigno vicepresidente) hacer una visita general, a fin de examinarlo todo, y corregir aquello que mereciese ser suprimido. Por las quejas que le dieron infinitas familias, a quienes faltaba un hijo, se había desaparecido una hija, roto ambas piernas un sobrino, muerto ético un hermano, etcétera, resolvió, con aprobación superior que de allí adelante se bailase el Bolero más pausadamente, para cuyo efecto impuso la pena de quedar roncos a cuantos cantasen demasiadamente aprisa, aun cuando los bailarines lo pidiesen. Estas diligencias autorizadas por los secretarios competentes existen archivadas en el callejón del Infierno, y está prohibido el leerlas sin expresa orden del presidente.

»La envidia, o por hablar según debo, el ridículo capricho de los mozos de mulas, caleseros, zagales de coches, esparteros, y otros personajes de esta especie, acordándose que el primer bailarín, mozo de su misma profesión, había danzado   -29-   el bolero sumamente aprisa, y no con la pesadez dispuesta por Requejo, se amotinaron. Hubo una sangrienta revolución, la cual destruyó la autoridad constituida, y como el poder lo allana todo, los jefes de la rebelión eligieron magistrados a su gusto, hicieron emigrar a los ancianos legisladores, encerraron a Requejo, y se alzaron con el santo y la limosna. A río revuelto ganancia de pescadores, dice un proverbio español: de resultas del alboroto, muchos bailarines despreciables ocuparon los primeros empleos, y a pluralidad de votos obtuve yo el de vicepresidente de la suprema junta. Para llegar a este puesto ¿cuántas fatigas no he pasado? ¿qué de quimeras con mi mujer? Me parece, señor cadete, que gustará vuestra merced oír mis principios y progresos en el ejercicio, para poder luego deducir cuán útil es al hombre ser resignado en las adversidades, precursoras de las dichas. Mis padres eran unos pobres de solemnidad, y por su muerte que presencié a los   -30-   siete años, quedé huérfano y abandonado, sin tener otro arrimo que el del cielo, ni a quien volver en la tierra mis llorosos ojos. Un capellán del hospital general, movido de compasión, habiéndome hallado una noche gimiendo, y desfallecido con el hambre, me llevó a su cuarto, y procuró aliviar mi pueril sentimiento regalándome un poco de pan y queso, cuyos manjares fueron para mí los más delicados. Permanecí en la Compañía de este buen sacerdote, aprendiendo cirugía, y sirviéndole un poco, dos años no completos, al cabo de los cuales me echó de su casa a palos, porque le jugué una perrada propia de un muchacho en quien no cabe reflexión. No disfruté dos horas de mi plena libertad; porque a instancias del tal capellán me zamparon de paticas en el hospicio; de cuya santa casa pude escaparme a los catorce meses, y temiendo me prendiesen nuevamente, salí de Madrid con precipitación; pero la suerte que hasta entonces me había sido tan   -31-   tirana, quiso no afligirme más. Apenas me contemplé fuera de la puerta de Foncarral, cuando mi corazón se me ensanchó lo bastante para que no tuviese escrúpulo en pedir una limosna a dos frailes jerónimos que venían sin duda de pasearse. Miráronme condolidos de mi tierna edad, y el más anciano, que pesaría por lo rollizo sus quince arrobas, me dijo si quería ir con ellos al convento, pues si me cogían con el vestido de hospicio, me volverían a él y me sacudirían el bulto. Acosado del temor, no reparé en seguir a sus reverencias, y héteme aquí hecho monacillo de San Jerónimo.

»Cuatro años permanecí en el convento, y la fortuna dispuso que en el discurso de ellos, mediante las buenas lecciones de un criado que servía al abad, aprendiese el oficio de calderero; pero no con tanta perfección como era necesaria para ejercerlo públicamente. Antes, pues, de salir del claustro me enamoré   -32-   de una mozuela bien parecida, que vivía en la calle ancha de Avapiés, y el mismo día que dejé a mis reverendos bienhechores, la di mi mano infaciae Eclesiae. Con algunos cuartejos que había ganado, y el dote de mi mujer que ascendía a quinientos reales, puse mi tienda; mas faltándome parroquianos, y no habiendo adelantado nada en mi oficio, le abandoné, y para mantener mis hijos que en menos de cinco años tuve siete, en que acreditó mi dichosa consorte no ser estéril, abracé el penoso ejercicio de oficial de albañil. Los primeros meses trabajé con gusto, porque ganaba con qué sustentar a mi familia, aunque escasamente, y hubiera seguido, si la suerte no me facilitase el gusto de encontrar un hombre ilustre que con sus apreciables consejos, me guió a la morada de la felicidad.

»Este era semi-maestro de Bolero que por la tercera parte de mi mensual salario, me dio las primeras lecciones de baile,   -33-   y a pesar de que mi mujer e hijos renegaron de mi determinación, me dispuse a aprender el Bolero en perjuicio suyo y mío; pues lo que debía servir para nuestro alimento lo empleaba en palillos, y en gratificar a mi maestro. Por último, mi mujer murió de pesadumbre, aunque algunos decían que había muerto de hambre. Pronto la siguieron al otro barrio dos de mis pequeñuelos hijos, de suerte que quedé medio libre de mis antagonistas; porque los cinco niños que me restaban, los puse a servir, en cuyo ejercicio aún se encuentran actualmente, y me consta pasan una vida ajena a zozobras.

»Tardé ocho años completos en perfeccionarme en el baile, y el noveno puse escuela en la calle de Zurita, a la que asistían pocos, pero generosos alumnos, que mensualmente me dejaban lo suficiente para mi manutención, vestido, alumbrado, y lo demás que se necesita   -34-   en una casa destinada a la instrucción de la juventud. Con algún dinero que ahorré en mi primer establecimiento, alquilé y alhajé esta casa, tomando por ama a la señora Alifonsa, viuda de un compañero mío, cuya muerte fue ejemplarísima en nuestra profesión, porque rindió su espíritu en manos del Criador, sobre el coliseo de la Cruz, queriendo hacer la sota de bastos.

»Ahora deduzca usted vuestra merced caballerito cuán penosos me han sido los primeros rudimentos de esta ciencia, y los imposibles que tuve que vencer, para erigirme maestro, luchando como queda demostrado, contra la miseria, y contra el genio irresistible de mi mujer. Es cierto que a la sazón, recojo el fruto de mis trabajos; pero los doy con justa razón por bien empleados. Seguiré pues la definición del Bolero, y de todas sus partes.

»Ya he dicho que de resultas del motín, suscitado contra los sectarios de Requejo, se mudó del todo el teatro, estos quedaron   -35-   abatidos, y nosotros triunfantes, amados de todo el mundo, y en particular de los mozos de mulas, y zagales de los coches de colleras. Las mismas damas idólatras del pesado baile, cayeron de su burro, como decirse suele, y se vieron en nuestras aulas discípulos de ambos sexos. La asamblea que cela por la conservación de nuestros derechos, tiene su secretario de cámara, y es el abate Pito-Coloni, coronista de la orden Bolerológica, y un orador de los de primera tijera. Éste para hacerse partido entre las gentes de gusto ha escrito por su orden las posturas y mudanzas del día, con los nombres de sus autores y pueblos donde se ejecutaron por la primera vez; y para que ningún profesor del arte las ignore, se decretó el que se estudien. Iré refiriéndolas, según se me ocurran, porque en verdad, soy bastante flaco de memoria.

GLISAS

»Esta mudanza descubre un gran talento   -36-   en su inventor: es graciosísima, ofrece a la vista un tejido de pies pasmoso, nada difícil de ejecutar; y en suma tiene un compás maravilloso. La ilustre ciudad de Cádiz la vio nacer en su recinto y cierto ayudante de ingenieros, conocido con el nombre de don Lázaro Chinchilla, fue su autor. Se dice de este heroico profesor, que casualmente la ofreció a la luz pública, y para dejar a la posteridad memoria de su invención, la llamó Glisas palabra derivada de Glasis, especie de fortificación.

MATA LA ARAÑA

»Por un evento tenemos esta encantadora mudanza. Un practicante del hospital de Burgos, a quien por mal nombre o apodo se le llamaba Mata la araña, fue su verdadero padre. Un día que como tenía costumbre se divertía haciendo de sus pies mil figuras sin acordarse de sus enfermos, se dedicó a ser útil a la Bolerología tributándole con el respeto   -37-   debido, esta obra de su ingenio. Dejó escritas en un manuscrito, manchado de aceite de almendras dulces y jarabes, varias memorias, y notas acerca del ejercicio, del que ha sido mediano profesor práctico; pero excelente teórico.

LABERINTO

»Sólo un Juanillo el ventero pudo discurrir tan excelente mudanza y ella seguramente acredita los elogios que su autor hijo de Chiclana merecía con sobrada razón, y las ventajas que adquirió sobre los bailarines de su tiempo. ¿Puede hacerse enlace de piernas más sobresaliente? ¿Por fortuna se encuentra otra de mejor perspectiva? No. Juanillo ha sido el Fénix Bolerológico del año de 96, en cuyo otoño expiró de una sofocación violenta, siendo llorado de cuantos tuvieron la dicha de conocerle. Hay algunas opiniones, sobre si el nombre de laberinto que se le da, es el mismo con que la bautizó   -38-   su inventor. Unos sienten que cuando vivía el ventero solía llamársele macarena; y otros son de parecer que desde su origen se le conoció por el laberinto, y según en el sentir del abate Pito-Coloni, que en sus disertaciones Bolerológicas, trata de esto largamente, discurren estos con mucho tino.

PASURÉ

»Esta es una diferencia o mudanza que encierra en sí dos, porque hay Pasuré cruzado y sin cruzar. Se debe su descubrimiento al eminente Perete Zurazas, natural de Ceuta, hombre sin contradicción doctísimo, y de espíritu superior a su fortuna, pues a los dos meses de su ejercicio Bolerológico, se ha roto una pierna, y murió tranquilamente en el hospital de su patria, llorado generalmente de sus conciudadanos.

EL TACONEO

»¡Qué ruido simétrico se oye cuando   -39-   se hace uso de esta mudanza! En ella lo lucen los tacones, y el bailarín o bailarina merecen un aplauso grande, aunque el salón donde se ejecute, esté atascado de ignorantes. Principió a ejercerle el taconeo en Cartagena, y según siente nuestro secretario Pito-Coloni, fue su inventor un zapatero mallorquín llamado Cornelio Zurrapa, que para tener mejor despacho de sus tacones lo introdujo en España. Se dice de él que murió en Alucemas, a cuya plaza se le desterró por hombre demasiado industrioso.

PASO MARCIAL

»¡Aquí dé Dios!, me dirá vuestra merced señor cadete. ¿También en el Bolero hay evoluciones militares? Sí señor: las hay, y esta no es la sola. Vea vuestra merced cómo nuestra ciencia Bolerológica abraza un poco de todas las otras: la enriquecen a porfía sus sectarios o profesores y ninguno de ellos deja de tributarle un don de su gratitud.   -40-   El paso marcial es obra de Rodulfo Esgarra, sargento de inválidos de Almería. Este buen hombre, después de haberle originado una tos continua el demasiado ejercicio bolerológico, se vio precisado a pedir su retiro, que fácilmente logró, vista su voluntaria inutilidad; pero ¡oh almas grandes! Aún con la casaca azul y vuelta blanca, fue útil al Bolero.

AVANCE CON RETIRADA

»Ea, vea vuestra merced otra diferencia, cuyo nombre es puro y neto militar. En esta los dos bailarines se avanzan y retiran con gracioso empeño y el buen profesor Bolerológico puede si anda listo tocar con sus resinosos labios la mejilla de la que con él baila. Se ignora su verdadero inventor, y sobre esto hubo infinitos debates en la junta. Decidió, como siempre sucede, el partido que tiene más influjo, y se atribuyó a un alférez de infantería hijo de Lucena, joven en efecto aplaudido,   -41-   y de esperanzas infinitamente grandes.

PUNTAS

»Son unas grotescas posturas que bien ejecutadas no sólo merecen el general aplauso, sino que se reputan por las más propias y análogas al bolero; porque de fuerte se colocan los pies que parece intenta volar el bailarín. Moreno, aquel famoso profesor, que llegó a la cumbre de la ciencia Bolerológica, ha sido quien las inventó, y mandó grabar en bronce para eterna memoria.

VUELTA DE PECHO

»Aquí, aquí es donde se conoce la agilidad y destreza de un buen danzarín, porque seguramente, es preciso una ligereza inexplicable para ejecutarla. Su autor, llamado Eusebio Morales, fue pasamanero   -42-   en Alcalá de Henares, y aunque dejó su oficio, por abrazar esta admirable ciencia, murió a pocos meses de un flujo de sangre, que le originó su invención. Muchos siguieron sus pasos, y según noticias, la mudanza de Morales ha echado al otro mundo más hombres que el terremoto de Lisboa.

VUELTA PERDIDA

»Llaman así a una figura que remata en vuelta, y lo que más la hace recomendable es que nada tiene de difícil, ni menos de peligrosa. Solo en una ocasión se dislocó el pie derecho cierto profesor bisoño, que no merece se publique su nombre, aunque sí el del inventor, que con el mejor suceso ejerció la Bolerología en Madrid tres años consecutivos, hasta que la envidia de sus contemporáneos le obligó a refugiarse a Córdoba, donde expiró en una sala de estrado de resultas de un tremendo golpe. Llamábase don   -43-   Ciriaco Galludo, natural de Valladolid en Castilla, y su primer oficio había sido el de médico o matachín.

TRENZADOS CON SUS TERCERAS, CUARTAS, QUINTAS Y SEXTAS

»En una sola voz se comprenden muchas cosas juntas, como se puede ver en la palabra trenzados. En ellos luce la habilidad de los buenos bailarines de ambos sexos, y para que en las mujeres puedan ser más vistosos, es indispensable, usen de calzones, y vistan faldi-cortas; porque no descubriéndose las pantorrillas, de nada sirve molestarse en ejecutar estas diferencias. Algunas bolerológicas, séame permitido llamar así a las jóvenes alumnas del ejercicio que enseño, rehúsan descubrir sus piernas, que mañosamente ocultan con sus largos guardapieses o camisones, y me parece que este reparo procede de ser patizambas, o demasiado flacas: pero como para todo hay remedio, y el arte suple, extraño no intenten corregir los defectos con que la naturaleza quiso singularizarlas.   -44-   Poco tiempo ha que se publicó un librito en esta Corte, titulado Anatomía de las modas. En este pueden buscar consuelo y auxilio las afligidas, porque aunque el tal papelote ridiculiza los trajes que suelen ocultar tantos defectos en el día, no obstante, también enseña cómo se pueden encubrir las mayores faltas, como jorobas, gibas, etc. El bolero tiene su traje peculiar y propio, que ha sido, es y será en todos los tiempos el de maja. La suprema asamblea Bolerológica prohíbe, so pena de impropiedad notoria, que sus individuos masculinos y femeninos2 en el territorio europeo y colonias, se presenten en estrados y teatros con ropa larga. El inventor de los trenzados de todas especies fue un figurante de la ópera de Barcelona, hombre estudioso y aunque veneciano, idólatra del baile español. Éste publicó un catálogo de seguidillas, que muchos pretenden no ser suyas, y sí de cierto coplero pobre a quien las compró por treinta reales. De todos modos Lazaroni, que así se llamaba el veneciano,   -45-   se hizo inmortal con sus trenzados.

BIEN-PARADO

»En el bien-parado se reúne casi toda la ciencia del arte Bolerológico. Sí señor: el mejor bailarín que no sepa pararse a su tiempo, con gracia, despejo, y compás, aunque ejecute primores, no merece el más pequeño aplauso. Diariamente se suscitan debates en la junta, por representaciones que hacen sobre le bien parado los maestros de bolero de todo el mundo. Hoy se da una decisión y mañana otra: hoy se permite quedar en tercera de baile, y mañana se manda que la pierna izquierda permanezca en el aire en ademán de dar un salto. En fin ya se publica un edicto amonestando que los brazos bajen a su natural al tiempo de pararse, y ya se echa un bando permitiendo que los brazos suban simétricamente hasta quedar en la figura con que pintan al mal ladrón. Últimamente en el bien-parado consiste   -46-   toda la gracia del baile; él es la piedra de toque de todo bolerológico, y regularmente se gradúa el mérito de éste por la propiedad con que ejecute aquel.

»Lo propio sucede con el paseo: también varía diariamente, y desde que murió Antón Boliche, se han estilado veinte o treinta diferentes. Sin embargo, vaya por aquí, o vaya por allí, casi siempre es uno mismo, y únicamente puede variar en el nombre. Muchas son las mudanzas, posturas y diferencias del bolero; pero no puedo ya referirlas todas porque va siendo tarde, llegarán los cantarines con algunos aficionados a quienes di las primeras lecciones, y es preciso empezar el baile. Me contentaré con hacer a vuestra merced presentes las ventajas que resultan a todo joven que se dedica a aprender este ejercicio, y espero que vuestra merced no me tachará de pesado.

»Se extendió tanto el bolero que raras son las naciones del universo que no lo conozcan y admiren. La Suecia es una   -47-   de las principales apasionadas a este baile. En Estocolmo se han publicado apologías sobre lo esencial que es en un país frío el ejercicio bolerológico. Pasó a los rusos el buen gusto de sus vecinos los suecos, y se vio en Petersburgo la primera escuela del norte, a la que concurren actualmente lapones, tártaros, polacos y otras castas de pájaros. ¡Pues no digo nada de Francia e Italia! En estos, en estos dos pedazos hermosos de la Europa es precisamente adonde se encuentran los más expertos profesores. Únicamente, porque los respectivos idiomas lo requieren, suelen los extranjeros dar distinto nombre al bolero; pero el baile todo es uno; sin embargo que la España se jacta, y con razón, de ser su verdadera madre, y los españoles son los mejores Bolerológicos del globo.

»En toda la península, máxime en ambas Castillas, Aragón, Valencia, Murcia y Andalucías, suele graduarse por mal educado a todo joven que desconoce   -48-   la ciencia Bolerológica. Todos nosotros creemos que para ser útil a la sociedad debe un ciudadano tener, aun cuando no sea sino una idea de lo que es bolero. Con esta circunstancia se le reputa al instante por un segundo Sócrates, Séneca etcétera. Supongamos entra en una sala, un mozo de muy buena presencia, de ilustre familia, y adornado de cuantas prendas puedan hacerle recomendable: toma asiento al lado de una señorita de las del cuño; ésta, como por diversión, le pregunta si baila el bolero: le responde franca e ingenuamente que no, y al momento tuerce el hocico la tal, habla al oído de su compañera, y de oreja en oreja, se entera toda la sala de la poca finura de nuestro eruditísimo señor; nadie le mira, y todos le desprecian. Por lo contrario se presenta en una asamblea un mentecato de figura despreciable, de nacimiento obscuro, y sin el menor atractivo: ocupa una silla, hácele la misma pregunta otra amable persona, y al oír que baila el   -49-   bolero parece le quiere dar en su pecho un lugar preferente al resto de sus adoradores; publica su habilidad por todo el estrado; empéñanse en que ha de danzar aunque no sea sino una seguidilla; saca el lacayo una guitarra, sale mi hombre al público, logra tener por compañera una de las damas de más mérito; y después de haber recibido mil palmadas, en su obsequio, vuelve a ocupar su asiento, señoreándose a sí mismo, y con más satisfacción que la con que se presenta a sus conciudadanos un general famoso que acaba de salvar la patria de la opresión tiránica de un temible enemigo. Entre la gente de poco más o menos, sucede lo mismo, y aún si vuestra merced me apura, peor. Raro es el mayoral de un coche, que cuando necesita un zagal, no quiera precisamente que le adorne la cualidad de bailarín de bolero. Barberías, tiendas de sastre y zapaterías están atascadas de profesores bolerológicos de todas especies y   -50-   tamaños. Yo conozco en el barrio de las Maravillas un afamado sangrador, que absolutamente quiere admitir por aprendiz al que no sepa hacer dos o tres mudanzas.

»El ejército de mar, y tierra, está lleno de profesores. Raro es el Regimiento de Infantería, Caballería, o Dragones, que no tenga tres, o cuatrocientos. Amigo mío ahorrémonos de exageraciones, el que no sabe el bolero no merece entre las gentes de mi carácter el renombre de bien educado, y si es mujer ¡Dios nos tenga de su mano! ¿Hay anzuelo para atraer novios como el bolerológico? Ninguno. Toda doncella que sepa hacer dises, trenzados, puntas, etc., es a porfía obsequiada de cuantos la miran, y si mil años tuviera, mil pretendientes la rodearían».

Aquí llegaba con su pesado discurso el maestro Caldereta, cuando le interrumpió doña Porcia diciendo:

-Eso mismo es lo que yo representé al señor cadete, sacando el ejemplo de mi hija. Vea vuestra merced -añadió   -51-   volviéndose a mí-, vea vuestra merced cómo el señor maestro es del propio modo de pensar. Clarita aunque no tuviese bienes de fortuna, lograría por su instrucción un esposo de ilustres prendas, y con el patrimonio de que es legítima heredera, su hermosura, y su particular crianza, puede prometerse un alto enlace. Yo he oído, no hace muchas noches, a cierto conde, que de ningún modo se casaría con mujer que no supiese perfectamente bailar el Bolero como baile más elegante, y el patricio (así le llamaba este señor); y la buena opinión que en mi concepto goza su señoría, me impele a que le dé entera fe y crédito.

-No puede negarse -repuso Caldereta- que piensa con solidez el señor conde, y también es muy cierto que en España hay muchos de su dictamen. Vuestra merced mi señora doña Porcia verá a su hija altísimamente colocada. ¡Ah! Es una niña completa, y sin hacer agravio a las presentes, tiene superior atractivo. Lo que conviene es   -52-   que no descanse un punto en su ejercicio. Es preciso que vuestra merced la haga trabajar en casa continuamente, en las mudanzas; y máxime antes de acostarse, porque regularmente soñará con ellas, y este será el mejor medio para que nunca se le olviden. Yo no necesito reprenderla en nada, porque hace más de lo que le encargo y ya ve vuestra merced que ha más de una hora está ella en el cuarto deshaciéndose por darme gusto.

-¡Desdichada de ella si no lo hiciese así! -replicó doña Porcia-. Yo le tengo encargado cien mil veces que obedezca ciegamente a su maestro, y no le replique en nada, ni se valga de excusas para dejar de complacerle.

-Así es, señora -prosiguió el antiguo monacillo de san Jerónimo-, así es: la aplicación lo vence todo.

Y volviéndose a mí, me dijo:

-Creo caballerito que desde hoy se dedique vuestra merced al baile bolero. Vuestra merced es un joven despejado y listo, y un par de castañuelas le caerán también, como a sediento el agua de una cristalina   -53-   fuente.

Ofrecí tomar consejo, por no incurrir de nuevo en su enojo, y en el de doña Porcia, quien no bien oyó mi respuesta, cuando olvidándose sin duda que era mujer, me dio un estrecho abrazo, exclamando:

-Ahora sí, ahora sí que vale vuestra merced un Perú: desde hoy seremos amigos y me olvidaré que es vuestra merced gallego. Me fue difícil contener mi risa al contemplar la fatuidad, y locura de aquella vieja, retrato en donde mirarse deben todas aquellas madres que están constituidas en el peligroso encargo de la educación de sus hijas.

Yo no dudé salir loco de aquel sitio, y aunque se me hacían los minutos siglos, deseaba sin embargo informarme de cuanto allí pasaba con escrupulosidad, para poder divertirme con mi tosca pluma algunos días sobre este asunto. No quise ni interrumpir la narración de Caldereta, ni reírme de sus barbaries, porque si así lo hiciese acaso se armaría   -54-   una pendencia, que después de ceder en perjuicio mío exasperaría a mi compañero don Pedro, quien con la mayor atención escuchó el pesado y fastidioso discurso de su maestro. Determiné llevar buena armonía con doña Porcia, mientras me hallase a su lado, y no meterme en disputas con alma viviente; porque en semejantes casos, ni aún los bancos que sirven de asientos pueden llamarse cuerdos.

Luego que Caldereta, que quieras, que no quieras, me ensartó otro millón de elogios de su profesión, se separó del corro muy satisfecho de sí mismo, y tomando nuevamente su guitarra, volvió a ensayar a sus dichosos discípulos, en las mudanzas de la Bolerología. Doña Porcia que, según advertí, era la mujer más habladora del mundo, prosiguiendo su conversación conmigo, así me dijo:

-Mi marido confió a mi cuidado la educación de mi Clarita, como tengo a vuestra merced hecho presente, y yo desde entonces depuse mi carácter dominante para con él,   -55-   pues mientras no desistió del capricho, de que su hija no había de criarse según debía, y mediante las reglas que prescriben las costumbres del día, fui para con él inexorable. Tuve en un principio la desgracia de que un perillán que le busqué por maestro de forte-piano, quisiese alzarse con el corazón de la muchacha, pues de tal suerte me la sedujo que ya estaba resuelta a huirse con él a Italia su patria, donde según tenían tratado, debían casarse. Un lacayo montañés, que me servía con fidelidad, desde que tomé estado, y que era el confidente de los dos amantes, no tuvo valor para ver se llevase a debido efecto tal infamia, y movido del celo propio de un buen criado, me lo contó todo dos horas antes del momento señalado para la partida. Al instante la encerré en un cuarto donde la tuve ocho días, sin permitirla más visitas que las de su maestro de baile, con quien le toleraba tuviese sus largas conversaciones a solas, porque tal vez no la matase   -56-   la melancolía. Pichini (que este era el nombre de su seductor) salió de mi casa casi a punta de pies, y según advertí en el semblante de Clarita, no sintió le hubiese hecho éste ultraje; antes por lo contrario, para hacerme ver le detestaba, dio en mirar apasionadamente al Marqués del Almendro, joven que por su amabilísimo trato, es digno de alabanzas, que la pretendió por esposa, y que después la dejo por otra, sin más motivo que una pequeña riña que entre ambos hubo.

-¿Qué edad tiene la señorita? -pregunté a doña Porcia.

-Veinte y un años -me respondió-: ella es en extremo generosa, amiga de no desairar a nadie, y aunque es verdad que tiene un genio que conmigo misma se las tira, en dándola gusto, se templa al punto, y no bien le pasa el enfado se abraza conmigo y suele exclamar con la mayor ternura: ¡Ah mi buena mamá! ¡Ah mi mejor amiga! ¡Mi admirable maestra, y cuántos besos debo darla a vuestra merced por su   -57-   bondad!

Fácilmente conocerá el lector, cuánto sufriría mi espíritu, oyendo raciocinar de esta fuerte a una madre, tal cual llevo pintada a doña Porcia, y cuánto trabajo me costaría no poder replicarla en nada, antes sí aplaudirle aquello mismo, que el hombre más insensato le reprendería; pero la urbanidad de Caldereta para conmigo, y la reputación que en la asamblea bolerológica gozaba mi amigo Bastarrachea, me impidieron tratase de hablar según debía en obsequio de la virtud, y de la buena educación.

La entrada en la sala de la señora Ildefonsa, que acompañaba a dos raros fenómenos, suspendió por un instante nuestra conversación. Los nuevos aventureros eran de una talla propia para gastadores, y sus vestidos consistían en alpargatas, medias calcetas, calzones de buche anchos, capa de lamparilla, redecilla azul y montera valenciana. Apenas   -58-   fueron vistos cuando todos nuestros danzantes se abrazaron con ellos, y a porfía les ahogaban a caricias. Doña Porcia no quiso quedarse atrás en los cumplidos, dejó su asiento por un instante, les felicitó por su venida, y me dio margen para que yo creyese firmemente que aquellos sujetos serían dos personajes que se habían disfrazado por humorada; pero pronto tuve el disgusto de desengañarme.

-Oirá vuestra merced cantar esta noche a las mejores voces que hay en España -dijo doña Porcia volviendo a ocupar su asiento-. Parece que el cielo le condujo hoy aquí, para gozar de una diversión completa. Ni la dulzura de la inmortal Todi, ni los gorjeos de la Lorenza Correa se pueden comparar con la melodía de estos señores que acaban de entrar.

-¿Vienen de máscara?

-No señor: es su propio traje el que traen vestido.

-Pues, ¿qué empleo es el suyo?

-No tienen empleo; pero merecían una diadema, y aunque su   -59-   nacimiento y oficio es humilde, todo Madrid les estima, nadie desdeña su trato, y raro es el baile a que no sean llamados.

-Yo he concurrido a muchos desde que me hallo en la Corte; mas no tuve la dicha de haberlos visto hasta ahora.

-Tampoco es extraño, porque regularmente suelen colocarse en algún gabinete o alcoba inmediata a la pieza donde se baila, y desde allá lucen su voz.

-Pero ¿qué oficio es el suyo?

-El de zapateros de obra prima.

-¡Zapateros!

-Sí señor, y de los que trabajan a la moda. No hay en la Corte mejores oficiales de lezna, y su voz les es muy útil para lograr un gran despacho. Verduguillo y Lebrel, que por este nombre se les conoce, nacieron según se dice en el hospital de la Pasión, de madres conocidas: se educaron3 en el hospicio, y de allí salieron hechos maestros. El primero enseña a cantar a Clarita, y seguramente le estima mucho, porque no queda día que no le guarde un plato de los más exquisitos de   -60-   la mesa, fineza que muchos sujetos principales apetecerían. Ayer, que un maldito gato le comió una fuente de crema, que había guardado para este efecto, la dio un desmayo, y tan grave, que temimos le originase la muerte; pero la actividad de un elixir que me regaló el Marqués de la Neblina coronel de un regimiento extranjero, la hizo recobrar los espíritus vitales. Ahora saldrá, y vuestra merced la verá bailar. ¡Ah! Es un primor, no es dable que otra alguna la eche el pie delante; mas aún no ha llegado su compañero, esto es, el que acostumbra bailar con ella; porque ha de saber vuestra merced que mi hija no se amaña tanto cuando se ve obligada a hacer sus habilidades con otro.

-Ese es un defecto muy grande: precisamente no ha de estar en todas partes ese sujeto, y entonces se hallará embarazada mi señora doña Clarita.

-¡Qué quiere vuestra merced! ¡Es vicio que ha tomado, y por más esfuerzos que hago, no puedo corregirlo!; pero tampoco se le debe   -61-   llamar defecto.

-Yo a lo menos lo reputo como por tal y si no dígame vuestra merced ¿de qué sirve estar persuadido que hablo bien el alemán, si cuando llega el caso de hacer uso de mi habilidad ningún tudesco me entiende? Así sucede a cierto eclesiástico que yo conozco, quien únicamente sabe leer en su breviario.

-Hay mucha diferencia.

-Ninguna, señora; mi señora doña Clarita no aprovechó nada, a pesar de su mucha aplicación al bolero; y el maestro Caldereta ¿no lo remedia?

-El maestro ve que aquí hace primores, conoce que es imposible bailar con más perfección, jamás la reprende, y por lo mismo le parece increíble, de modo que aunque yo se lo afirme no se resuelve a darme fe.

-Es un enigma, y a mí me parece que a vuestra merced la engañan.

-¿Cómo es eso de engañarme?

-Que a vuestra merced le aseguran, señora, ser cierta una cosa fabulosa. Los maestros, señora, para que no se les despida, suelen ponderar las ventajas que sus discípulos   -62-   adquieren en el ejercicio que enseñan, aun cuando suceda lo contrario: de este modo...

-No es de estos el señor Caldereta.

-Yo no digo que ese señor lo sea; pero...

-No hay pero que valga, Clarita lo que únicamente le falta es desechar de sí cierto encogimiento, que aún le resta, y yo ya estoy resuelta a hacerla concurrir a cuantos bailes pueda, donde danzará cuanto se le mande y con quien la saque sea el que fuese. ¿No le gusta a vuestra merced mi proyecto?

-¡Oh! Es estupendo, es maravilloso, y propio de una madre tal cual vuestra merced me parece.

-Estas muchachas necesitan, como suele decirse, o es necesario que salgan del cascarón, pues de no hacerlo así, nunca serán buenas...

-Bailarinas ¿no es esto?

-Sí señor, y...

Iba a responder a doña Porcia, que también buenas disolutas; pero temiendo se sofocase como era natural, callé, y la dejé proseguir su razonamiento.

-Algunos padres, y muchísimas madres opinan de   -63-   otro modo: quieren absolutamente que sus hijas respiren inocencia y sencillez, que no hablen con hombres desconocidos, o que tengan fama de ladinos, en fin que aborrezcan toda diversión, donde se expongan a oír cuatro chanzas, que en vez de despertar en ellas las desordenadas pasiones que tiene dormidas el pudor, sirven solo para ilustrarlas; pero ¡cuán tercas proceden! No incurriré yo nunca en semejantes desatinos, mi hija puede, sin consultarlo conmigo, hablar a quien se le antoje, bailar con quien le acomode, asistir a las concurrencias que llaman peligrosas algunos entes raros, y por decirlo de una vez es dueña absoluta de su albedrío: nadie debe oponerse a sus determinaciones, que en esto pende su civilización y finura. Solo me disgustaría que hubiese Pichinis que la sedujesen; pero son raros, y en este caso me valdría de mi autoridad materna para libertarla del peligro.

Así discurría esta peregrina madre, cuando se presentaron en el salón, seis   -64-   o siete figuras semejantes a Verduguillo y Lebrel. Las acompañaban dos mozuelas ordinarias, y por la una que yo conocí al instante, deduje qué casta de pájaros serían todos. En efecto se llegó a mí la hija de mi lavandera, que era la misma a quien yo había conocido, y saludándome al estilo de Avapiés, me significó la sorpresa que la causaba verme en aquel sitio.

-No te espante Catana -la respondí- hallarme en esta escuela: ya depuse todo mi rencor contra el bolero, y deseo aprender a bailarlo.

-¡Bravísimo! -exclamó la muchacha-: escogió vuestra merced justamente la mejor casa de la Corte.

-Eso es lo propio que yo hice presente a este caballero -interrumpió la incansable doña Porcia- y el pobrecito aunque entró hecho un león, ya le hemos puesto más manso que un cordero.

-Así es -repliqué yo-, y ¿qué gentes son esas que te acompañan Catancilla?

-Buenos profesores de bolero -añadió-: dos son alpargateros valencianos, otro es buñuelero,   -65-   tres oficiales de herrero, y el último es el tío Camuñas, uno de los mosqueteros más afamados del coliseo de la Cruz, y a quien favorecen todos los cómicos, tanto por hermano del Sota espabilador, cuanto por palmeteador en jefe de toda la comedia. Mi compañera es criada de un sacristán, a quien sirve, solo por servir, porque le sobran proporciones para vivir independiente, y ya ve vuestra merced que no tiene malos vigores.

Por lo que me dijo Catana, y por lo que anteriormente había observado y visto, conocí que en aquella asamblea de locos, entraba el que quería fuese quien fuese, pues no se reparaba en distinciones ni clases. A buena parte, dije entre mí, viene a aprender el bolero mi amigo don Pedro, y a buen sitio trae doña Porcia su hija; sin duda que merecerán buenas ausencia de cuantos lo sepan; y es preciso estar muy loco, para tener valor de presentarse aquí. En fin ya que mi suerte   -66-   quiso que esta noche sea del número de los concurrentes, tendré paciencia, y no me olvidaré de lo que mis ojos vean.

Catancilla se separó de mí, y doña Porcia se puso de nuevo en campaña, desenvainando su lengua, para acabar de trastornar mi cabeza.

-¿Ha visto vuestra merced -me dijo- aquel mozo regordete de las medias rayadas y chaqueta parda?

-Sí señora -le contesté.

-Pues ese -prosiguió-, ese es el compañero de mi hija; ya entró en el cuarto a darla las buenas noches, y advertirla de su llegada. ¡Ah! es muy cumplido: el pobre se ve en un estado, abatido; mas sus pensamientos son heroicos. Sirve al buñuelero de la calle ancha de los peligros hace un año, tiempo que falta de Valencia que es su patria. Su padre vendió aloja en Andújar casi tres lustros, y adquirió tan buen caudal que se estableció en Castejón de la Plana muy cómodamente; pero una mujer loca que tuvo le arruinó, y dejó a sus hijos por puertas. Éste por un efecto de su crianza,   -67-   no quiso cargar el barril, y se resolvió a hacer masa, como ejercicio menos público. Tiene pensado entrar de lacayo de alguna casa grande, donde puede ser que le sople la fortuna.

-¿Y frecuenta su casa de vuestra merced?

-Sí señor: a ninguno de los que concurren a la del señor Caldereta, se le niega la entrada a la mía. Don Eleuterio mi esposo, se abochorna de que semejantes gentes me visiten, dice que cede en su perjuicio de su reputación, y que si se divulga en Madrid este trastorno (tal nombre le merece) ninguna persona de circunstancias querrá alternar con él, y con nosotras; pero estoy muy cierta que si él supiese el modo de proceder de cada uno, no tendría motivo para regañar, antes bendeciría a su mujer, porque sabe elegir sujetos de mérito con quien tratar.

-Ya se ve: el caballero don Eleuterio no se opondrá en nada a lo que vuestra merced resuelva.

-No por cierto, yo hago lo que me acomoda, y si alguna vez se atreve a impugnarme, con amenazarle,   -68-   me separaré de su lecho, se acabó todo. No se canse vuestra merced, a los maridos es necesario tirarles tal cual vez de la soga, y no darles margen a que nos traten como esclavas. No faltándoles a la fidelidad prometida, todo va bueno. Mi padre tuvo un empleo de bastante utilidad, y su esposa (que de gloria haya, pues también dejó de vivir hace años) era la absoluta dueña de la casa, ella lo mandaba todo, y a tan digna madre debo yo mi crianza. ¡Ah! ¡Qué bella! ¡Qué genio angelical! Sobre qué pocas habrá en España que la imiten, y si hay alguna será la más feliz de todas las consortes, y su marido, aunque esté cargado de trabajos, vivirá tranquilo.

Doña Porcia se empeñó en contarme el nacimiento, vida y milagros de sus padres y abuelos, y en ello tardó media hora. Serían las diez cuando el maestro Caldereta, acompañado del tío Camuñas, que según las apariencias era su amigo íntimo, entró en el cuarto donde se hallaba   -69-   doña Clarita, y el buñuelero, con el objeto de intimarles saliesen a bailar. A poco rato se dejó ver esta joven, con un vestido de maja color de rosa guarnecido de cintas, abalorios y flecos negros. Efectivamente era hermosa; pero el aire de taco, como suele decirse, con que se presentó en el salón, en vez de aumentar los quilates de su belleza, los disminuía tanto, que hablando con propiedad, parecía feísima a los ojos de todo sensato. Acercose a nosotros, y a pesar de que su madre ocupaba el asiento inmediato al mío, según tengo dicho, no tuvo la atención de saludarme, y solo se contentó con una mera inclinación de cabeza. Yo por mi parte no excusé ofrecerme a sus pies, tan rendidamente cuanto lo exige la política; pero este cumplimiento que nada tenía de extraño no gustó mucho a Peret, nombre del buñuelero, quien echándome una mirada al estilo bolerológico, pronunció entre dientes estas palabras: «Miren el   -70-   militar, y qué buen pollo parece», y por ellas me hizo conocer la crianza que le dio su padre el Alojero de Andújar, y que tanto me ponderó doña Porcia.

Ésta abrazando a su hija la dio quince, o diez y seis besos, preguntándola si la nueva mudanza del Rinoceronte estaba ya ensayada.

-Sí señora -le respondió-. Vuestra merced me verá ejecutarla, y quedará pagada de mi aplicación.

-Lo creo -prosiguió la madre-; pero es preciso poner cuidado, para que no se te olvide, pues si así sucede, de nada servirá que aquí quedes con lucimiento, y el señor Caldereta lo extrañará infinito.

-¡Vaya que sería cosa graciosa!

-Hija mía, lo que más te encargo es que depongas todo el encogimiento, porque éste es el padre natural del embarazo. No tienes que tener vergüenza, tú eres noble, rica, hermosa, y bolera, circunstancias todas, capaces de hacer te tributen los mayores elogios cuantos te miren; y aunque por desgracia, incurrieses en alguna equivocación   -71-   ¿quién sería el atrevido que hiciese burla?

-¡Oh! eso no me causa pena, yo, yo sabría responderle: le aseguro que sacaría un fruto grande de sus burlas; tengo muy buenas uñas, y su merced tendría pelo en que hiciesen garra: con mi piquito le haría callar, aun cuando se hallase el Tamberlan de Persia, además que el señor Peret procuraría dejar mi reputación bien puesta.

-Ay, es friolera -contestó el valenciano poniendo la mano izquierda sobre el hombro de uno de sus compañeros-, del primer rejonazo le mandaría al espital a buscar hilas. Apuraitamente que no soy yo para premitir caninguna gente donra se le pongan tachas. Aún macuerdo de cierto Usía a quien por otro tanto lobligué a que llamase al cerujano, y al cura de su pirroquia.

No pudo seguir en su bien parlado raciocinio el famoso buñuelero, porque Caldereta mandó se bailase, y para esto   -72-   entregó su guitarra a Verduguillo. Mediante esta orden parte del concurso tomó asiento, y el resto se colocó de forma que quedase un hueco proporcionado para ejecutar los primores bolerológicos. Doña Clara se separó de su madre, y Catancilla con uno de los oficiales de herrero que según noté le hacía cocos, rompió el baile. Siguió mi amigo don Pedro que con otra mozuela de no muy mal gesto y medio pelaje, no dejó de dar gusto a los espectadores, quienes gritaban a casa paso bueno, bien, bravísimo, a ella, y otras expresiones de este jaez. El formidable ruido de las castañuelas se introducía por mis oídos con tal fuerza que creí salir sordo de aquella casa para in eternum. Todos sudaban bailarines, y no bailarines, y de aquí resultaba un olor fétido que trastornaría al más curtido sepulturero. Había más de sesenta cigarros encendidos que despedían un denso humo, semejante al que suele salir de las cuevas, o cavernas en que se fabrica   -73-   el carbón. Caldereta andaba solícito de una parte a otra, corrigiendo los defectos que notaba en sus discípulos; la tía Alifonsa celaba por la conservación del alumbrado, y de minuto en minuto espabilaba tres grandes candilejas que eran las únicas cornucopias que adornaban el salón. Camuñas ordenaba las palmadas: sin su anuencia nadie se propasaba a dar aplauso; y lo que me causó más admiración, fue que más vítores se tributaban a los que no guardando el compás incurrían en mil notables yerros, que a los que se arreglaban a la horrísona voz de Verduguillo. Éste, cuyos chillidos retumbaban en el pavimento del salón, se acompañaba con la medio destemplada guitarra, y por su manejo, a pesar de que yo no soy músico, conocí que lo que más olvidado tenía el buen zapaterillo era el cantar y tocar bien, no obstante los encumbrados elogios de mi señora doña Porcia.

Es imposible pueda mi tosca pluma describir,   -74-   con la propiedad necesaria, los gestos, ademanes, y figuras extrañas, que con su cara, manos, y pies hacía la incomparable esposa de don Eleuterio. Sus ojos corrían de una a otra parte, sin permanecer fijos en ningún objeto: su semblante demostraba el gozo extraordinario que sentía aquella alma dotada de prendas tan sublimes, y seguramente le sería muy sensible hallarse imposibilitada, por el afecto de pecho que padecía, para no salir al palenque, a dar muestras de que no ignoraba lo que era bolero.

-Vea vuestra merced -me dijo-: vea vuestra merced señor cadete, cuántas gracias puede dar a Dios el mortal que sabe hacer de su cuerpo cuanto se le antoje, esto es, aquel que no tiene nada de torpe en el uso de todos sus miembros. ¿Qué sentimiento -continuó- padecerá un cojo, manco, o patizambo, a quienes la naturaleza privó de ser útiles a la sociedad por medio del baile o de la música? ¿Qué mortales ansias no padecerá un ciego que absolutamente puede   -75-   ver el agradable espectáculo que nosotros miramos? ¿La misma muerte no debe serles tan sensible como a los que tienen todos sus sentidos completos? Por cierto que si una casualidad desgraciada me impidiese de hallarme en estas excelentes diversiones, bastaría la pena para quitarme la vida, a pesar de que no puedo bailar; pero... Chitón... Mi hija va a ser aplaudida... No pierda vuestra merced nada... Veamos.

Así era: doña Clara se presentó sonando sus palillos, y el buñuelero le hizo frente, dando una seña a Verduguillo para que empezase la copla o seguidilla. No quiso éste omitir ningún repulgo, para que se conociese echaba el resto en el servicio de su discípula de canto, y en medio de aclamaciones de todo el concurso empezó la pareja a ejecutar primores. La hija de don Eleuterio no bailaba mal; pero a mí me gustó más el manejo de Catancilla. Sin embargo, las palmadas no cesaron en tres minutos, cuya circunstancia bastó para hacerme creer   -76-   que yo no lo entendía.

-¿Qué tal? -exclamó mirándome con entusiasmo doña Porcia-. ¿Qué le parece a vuestra merced? ¿Es Clarita digna de un Imperio? ¿Le aventaja a la más célebre bailarina? ¿Merece con justicia el aplauso del tío Camuñas y de los demás concurrentes? ¿Se puede dar por bien empleado el dinero expendido en su educación? ¿Notó vuestra merced el menor defecto en la agilidad de sus piernas, alguna falta en el natural meneo de su cuerpo todo? ¡Y no merece que yo le dé mil besos luego que concluya su tarea!

-¡Oh señora! -le respondí-, sin duda que yo sería el hombre más mentecato del universo entero si no conociese el encumbrado mérito de mi señora doña Clarita: ella no tiene semejanza. Yo aunque no entiendo el Bolero, no por eso dejo de advertir quién lo baila con perfección. ¡Ah! dichoso, sí, una y muchas veces dichoso aquel mortal que consiga por esposa, y por tierna compañera tan incomparable joven, que reúne en su preciosa persona   -77-   el sinnúmero de prendas que admiro.

-Bien puede vuestra merced decirlo así, pues... ella, ella misma ha de escoger marido.

-Y que no se equivocará en la elección, yo se lo pronostico.

-Vuestra merced es muy civil: me hace vuestra merced demasiado favor, y yo no merezco tanto.

-Vuestra merced, señora, debe acordarse que hace poco tiempo me tachó de gallego y...

-¡Vaya! ¡Eso es burlarse de mí!

-No pienso en tal, es decir, que acaso vuestra merced querrá chancearse.

-Aquello fue...

-No, no deseo que la bondad de vuestra merced se tome la molestia de darme satisfacciones.

-Se me exaltó la bilis, y... espero que vuestra merced tenga la de indultarme de semejante expresión.

-Las damas no pueden ofenderme nunca, y cuando ellas creen que me injurian, es cuando procuro mostrarme más fino, respetuoso y atento. Su imaginación viva y su espíritu demasiado ingenuo les disculpan; a veces, si me es permitido expresarme de este modo, no paran la reflexión en aquello mismo que dicen, y luego que la razón   -78-   destierra las sombras que originó un leve encono, suelen sentir haber dicho algunas claridades. No digo por eso, que vuestra merced señora se haya precipitado, ni que tenga por qué arrepentirse, antes confieso que yo he procedido demasiado grosero. ¡Cómo ha de ser! Mi poco talento, mi corta civilización y mi terca oposición a un baile que no conocía me alucinaron, y de nuevo, reconociendo ser vuestra merced la verdadera ofendida le suplico se digne a perdonarme.

-Vuestra merced caballero se expresa en unos términos demasiado cultos, reconozco en vuestra merced más fondo del que creía, y en su galante discurso distingo ciertos rasgos de nobleza, propios de la divisa que trae.

-Vuestra merced me honra.

-Atención, que se va a bailar la segunda seguidilla...

La fortuna, ese monstruo que no respeta a nadie, quiso ser impropicia a mi señora doña Clarita, en esta segunda prueba de destreza bolerológica; y no solo se contentó con impedir la concluyese   -79-   sino que la dejó inútil para toda su vida. El caso fue de la manera siguiente, pues me parece regular referirlo con todos sus pelos y señales. En medio de nuevas aclamaciones, se dio principio a la segunda seguidilla, y queriendo nuestra bailarina echar el resto, al tiempo de remontarse en un trenzado de sextas tuvo la desgracia de torcerse un pie, y con el peso de su cuerpo la de romperse la pierna izquierda. Aquí fue Troya, aquí mudó de semblante el estado de cosas, aquí la asamblea bolerológica enmudeció, cesó el formidable ruido de las castañuelas, y en el pavoroso silencio que sucedió solo se oían los chillidos de la infeliz muchacha. Doña Porcia dio muchos gritos, y llevada de los impulsos de su maternal afecto, se abrazó a su desgraciada hija, derramando sus ojos un torrente de lágrimas. Clara, después de algunos agudos ayes, no pudiendo resistir el vehemente dolor que la atormentaba, se desmayó, cuya circunstancia   -80-   bastó, para que creyendo algunos que se hubiese muerto, procurasen salir brevemente a la calle; porque la ciencia bolerológica no tiene antídoto ninguno para preservar a quien la sigue del terror que suele inspirar un fúnebre espectáculo, antes he advertido siempre que todo bailarín de bolero, es cobarde de noche, a solas, y fuera de poblado (ignoro el motivo). Uno de los primeros, esto es uno de los que más pronto abandonaron la escena, fue el famoso Peret; pero su política se extendió a tanto que sin dar las buenas noches, ni sin demostrar le causaba sentimiento aquel suceso, tomó la puerta, y se llevó consigo a Catancilla. El maestro Caldereta, atónito con tan lamentable casualidad, no acordándose que un buen profesor de bolero debe tener un fin semejante, y olvidándose de la heroica muerte de Antón Boliche, de Morales, y Juanillo el Ventero, se arrimó a una esquina de la sala, donde permaneció hecho una estatua. La tía Ildefonsa, más cuidadora   -81-   que otra alguna, como mujer acostumbrada a ver diariamente tan trágicas representaciones durante la vida de su marido, salió de casa a buscar un cirujano. Los demás circunstantes, se miraban unos a otros con una palidez mortal, y sin hablar palabra. Don Pedro se acercó a mí, y tomando su sombrero, me suplicó nos marchásemos; lo que no quise hacer hasta ver en qué paraba aquel laberinto. Verduguillo y Lebrel, no quisieron dar pruebas de insensibles: acercáronse a doña Porcia con el objeto de consolarla, pues no cesaba de lamentarse advirtiendo no volvía de su parasismo su amada hija; pero tuvieron que apartarse al punto, porque los despachó con dos maldiciones.

Volvió en sí dando terribles chillidos la infeliz víctima del fanatismo bolerológico: miró a su madre con ojos condolidos y rogó la retirasen de aquel sitio; pero como llegase al mismo tiempo el   -82-   cirujano no se le concedió este gusto hasta que la reconociese y la aplicase un pronto remedio. Al momento se la sangró; mas siendo necesario componer la pierna, fue de parecer el facultativo que se la trasladase a su casa en una silla de manos. El tío Camuñas que conocía los silleteros de ambos coliseos, entre quienes gozaba una reputación grande, se encargó de esta comisión: salió a la calle, y a poco rato dio la vuelta con un par de ellos. Entre seis profesores bolerológicos bajaron doña Clarita al portal, y colocándola en la silla, se despidieron de ella quizás para siempre. Últimamente, mi compañero y yo, dejamos aquel sitio, y nos dirigimos a la posada en que yo vivía; pero mientras duró la corta caminata, no hablamos una sola palabra, de modo que cualquiera nos equivocaría con los cartujos. Yo iba horrorizado, y medio convulsivo: consideraba el sentimiento que originaría aquella desgracia en el alma de don Eleuterio, quien por   -83-   no hallarse en la alternativa de vivir en un continuo infierno con su esposa, había permitido a su hija que concurriese a la academia bolerológica. Abominaba interiormente el modo de pensar, y de conducirse de doña Porcia, su ridículo empeñó en forzarme a que me dedicase al tal baile si quería acreditarme de instruido, su necio capricho en aborrecer todo lo que no respirase bolero, y la pésima crianza que guiada por un ridículo fanatismo, había dado a su hija. Por fin el pesar de ésta al ver entraba en su casa en situación tan lamentable, habiendo salido de ella buena y sana, pocas horas antes, y la mortal angustia que le causaría el justo presentimiento de que ya no podía ser útil al ejercicio bolerológico. Estos sentimientos ocupaban mi mente cuando llegamos a casa.

Nos acostamos por cumplimiento don Pedro y yo, no con el objeto de dormir; porque esto era imposible bien por ser demasiado tarde, y bien porque teníamos   -84-   ambos que entrar de guardia, sino para descansar un momento de las fatigas que había padecido nuestro espíritu en aquella noche. El silencio duraba, mi amigo Bastarrachea exhalaba de cuando en cuando algunos suspiros, yo reflexionaba sobre el bolero, y las consecuencias funestas que acarrea, y en esto vino el día y se nos sirvió a ambos el chocolate. Tomámosle con más gusto que otras mañanas, saltamos de la cama, y en menos de seis minutos nos vestimos. Mi compañero marchó al instante a la parada, y tuvo tan poca atención conmigo que ni aun me dio parte de adonde se dirigía; pero conociendo yo que su silencio dimanaba de su arrepentimiento, o de mirar a un tierno amigo, que con justicia detestaba el bolero, quise dejarle en sus tristes reflexiones, y no pude menos de seguirle a la parada, donde como creí, le encontré.

Allí nos incorporamos nuevamente, y nos dirigimos al puesto a que éramos destinados. En toda aquella tarde no cesé   -85-   de predicarle para que dejase para siempre el bolero; pero pareciéndome estaría de acuerdo conmigo, conocí cuánto me había engañado, supuesto que se mostró demasiado tenaz en seguir su loca ciencia bolerológica.

-¿Qué fortuna te puedes prometer -le dije- sabiendo bailar el bolero? ¿Qué ventajas te proporcionará ese loco capricho? ¿Por ventura estás persuadido que todo hombre ilustrado, y sabio, deja de merecer aquellas atenciones debidas a su nacimiento y clase, si no sabe bailarle? No amigo mío, ese es un fanatismo, el mayor de todos, esa es una locura, una peligrosa enfermedad, que necesita pronta cura, y que solo una firme resolución diametralmente opuesta, puede ser el antídoto, que llegue a corregirla. Sí: una firme resolución conseguirá desterrar de tu imaginación preocupada, ese necio capricho, esa pasión desordenada, y ese frenético deseo de aprender el bolero. Recuperarás prontamente la tranquilidad perdida, y conociendo   -86-   lo errado que vivías, ensayarás el método de ser útil a tu patria, con dedicarte firmemente a estudiar la táctica de la carrera que sigues, y así conseguirás el triunfo de sobreseerte a ti mismo. ¿No te basta haber presenciado la lastimosa tragedia de doña Clara? ¿No contemplas la consternación de toda una familia entregada al funesto sentimiento, considerando la pérdida quizá de una de las personas que la componen? ¿Qué pesadumbre no será la de un padre celoso de la felicidad de los que le pertenecen, reparando la casualidad desgraciada que le priva de una amable hija, de una hija única que era todos sus placeres? ¿Cuántas veces se habrá arrepentido esta de haber emprendido una carrera que no solo la conducía a una depravación irremediable, sino que la ridiculizaría entre las gentes que la conocían? Su madre, su propia madre, que tan preocupada ha vivido, que le dio tan pésima crianza, y que en vez de enseñarle a ser virtuosa,   -87-   la puso al borde del precipicio el más bochornoso a sus circunstancias, quizá con el ejemplar de que fue sensible testigo, y que tanto pesar le habrá originado, estará arrepentida de sus antiguos errores y se dispondrá a entablar otro método de vida, si el cielo le conserva una hija que ama tanto.

-Convengo en eso -me respondió Bastarrachea-: conozco que en algún modo tienes razón; pero ¿porque doña Clara se rompiese una pierna, cuantos bailen bolero han de abjurarle? Yo no estoy tan alucinado que me sea difícil abrazar tus consejos; mas ya sabes, amigo mío, que en cualquiera sociedad me haré partido, y...

-Esta es una quimera, es un desatino de los de primera orden, es una esperanza indiscreta. Te harías partido, sí; pero sería entre aquellas gentes que piensan como doña Porcia, Caldereta, Verduguillo, y sus secuaces; mas en medio de unos sujetos virtuosos, en unas sociedades de personas timoratas, bien   -88-   educadas, y de sólidas costumbres, en vez de lograr aceptación se te despreciaría, y se abominaría de su trato. Para hacerse digno del general aprecio no es forzoso saber el bolero: este baile se desconoce en las asambleas de la gente ilustre; hay otros más graciosos, más serios, más significativos, y menos peligrosos, que puede aprender un joven como tú. ¿No has visto de qué entes se compone la concurrencia a que asistimos ayer noche? Y que tú, cuya crianza me consta ha sido honesta, cuyos principios fueron los mejores, ¿hubieses alternado con semejante canalla? Esto, amado compañero, me sorprende, y debo reprendértelo, debo censurártelo, porque me autoriza para ello la sincera amistad que te profeso, el uniforme que los dos vestimos, y lo que es más, la razón que como no puedes ignorar me acompaña. Me dirás que doña Porcia y su hija son unas señoras de circunstancias, que estas y otras de su mismo rango no se desdeñaban de asistir al   -89-   tal club; pero porque a otros se los lleve el diablo, ¿has de incurrir tú en culpa mortal? Doña Porcia es la madre mala que hay en toda Europa, y doña Clara su hija, suscribió siempre a cuanto ella le preceptuaba, de modo que la docilidad de esta joven por una parte, y la perversidad, o fanatismo de su maestra por la otra, la expusieron a ser una mujer abandonada y disoluta.

»Caldereta es un bribón y de aquellos que no sólo son malos para sí, sino para sus semejantes. Por la narración que hizo de su vida, y aventuras, puedes colegir su modo de pensar, y sus barbaries. Él causó la muerte de su infeliz mujer, y la de parte de sus hijos, abandonando un oficio que, aunque trabajosamente, le suministraba con qué poder mantener todas sus obligaciones. No obstante es más digno de lástima que de castigo, y algún día merecerá toda nuestra compasión. ¿Qué quieres apostarme a que no   -90-   concurre hoy a su infernal academia la mitad de la gente acostumbrada? Amigo mío, a no ser insensibles, muchos habrán abierto los ojos con el fatal accidente de la hija de don Eleuterio, y algunos reconociendo el error a que les condujo el fanatismo bolerológico procurarán separarse de él. Esto supuesto, espero que desde ahora te declares enemigo de todo bien parado, odiando puntas, dises, trenzados, y demás posturas bolerológicas. Mi amistad de nada puede servirte; pero si quieres no la perdamos para siempre, hazme el gusto, de prometerme no dar en tu vida otro ochavo a Caldereta ni a sus sectarios. Si ellos quieren dinero que abracen otra carrera, en la que puedan ser útiles a su patria y a sí mismos; pues esta en vez de serlo les acarrea consecuencias poco halagüeñas. Ea ¿tendrás valor para darme una palabra (es indispensable me valga de este lenguaje) decisiva?

-Exige de mí cuanto quieras; pero...

-Aún titubeas, aun estás ciego   -91-   ¿tan poco corazón? No, no es mi ánimo forzarte con la persuasiva a que deseches de tu corazón esa pasión desordenada: el tiempo te desengañará, él te hará ver con innumerables ejemplos demasiado funestos, cuán errado vives, y te acordarás que yo fui tu verdadero amigo. Mientras tanto, no extrañes que te hable claro, ni quiero tu trato, ni tampoco tu compañía me es agradable, y si...

-¿Conque me abandonas, y en un instante rompes los agradables lazos con que la dulce amistad nos unía hace tanto tiempo?

-¡Oh! no lo dudes, a pesar de que te profeso un sincero afecto, de que me es muy sensible tu precipicio, y de que no podré jamás olvidarte de mi memoria, ínterin no te hagas digno de mi aprecio, te abandonaré, lo repito, y tu compañía... ¿Te persuades me gustaría ver que en medio de la calle, o en su paseo público, me tutease el señor Caldereta, Verduguillo y sus camaradas? Aun cuando no sea sino por mi clase debo precaver me dé   -92-   semejante bochorno; pero si tú no tienes en consideración tu nacimiento, el que dirán nuestros compañeros, y...

-¡Ay amigo don Juan!

-¿Qué? ¿Has revuelto ya? ¿Conociste tu yerro? ¿Anhelas volver por tu honor, y hacerte por todas razones acreedor al aprecio de todo el mundo?

-Sí mi buen amigo, desde luego te juro no volver a pisar nunca los lumbrales de la casa, de Caldereta, ni de otra adonde se baile el bolero. Seré desde este instante enemigo declarado de cuantos profesan este pernicioso ejercicio, y eternamente me lamentaré del poco, pero precioso tiempo, que he perdido.

-Dame un abrazo... Aprieta: sí, apriétame entre tus brazos. Ahora, ahora eres más acreedor que nunca a mi amistad. Desde hoy estaré a tu lado para que si el diablo te tienta a romper el juramento, que todo cabe en un antiguo bolerológico, procures volver en ti. Viviremos juntos: serán unos mismos los intereses de ambos y por decirlo de una   -93-   vez, no habrán en el regimiento dos personas más unidas.

Gozoso con mi conquista, me daba mil parabienes a mí mismo, bendecía al cielo por su misericordia, y de todas veras le suplicaba iluminase el corazón de todos cuantos se hallasen preocupados como lo estaba mi amigo don Pedro, para que reconociendo su error lo abominasen. Mientras duró la guardia, se redujo nuestra conversación, a burlarnos de la ridícula barbarie del señor maestro Caldereta, y sus apasionados, cuya estupidez les hacía despreciables.

-¿Has oído -dije a mi compañero- aquello de que en Petersburgo hay academias de bolero, y que en Estocolmo se han publicado libros que tratan de semejante baile?

-Sí -me contestó-, y te aseguro, que era tanta mi ceguedad que no dudé se hallase extendido en todo el globo el ejercicio bolerológico. Me parecía que los polacos, lapones, y aún los mismos tártaros, serían unos profesores estupendos: que en París,   -94-   Londres, Nápoles, y Viena se hallarían maestros de primera orden; últimamente no me atrevía a negar que era un baile universal. Por mi sencillez, buena fe, y demasiada credulidad no puedo ser culpado: como regularmente de los países extranjeros nos vienen las obras más delicadas, que acreditan cuán superior por nuestra desgracia, es el ramo de su industria al nuestro, también creí que el bolero estuviese en aquellos pueblos más entronizado, y se bailase con más perfección.

-¿Ves en qué majaderías incurriste? Pues en otras mil te mirarías dar de hocicos a cada paso. ¿También creerás, sin duda, que existe realmente, esa suprema junta bolerológica de que Caldereta es vice-presidente: que la tal junta tiene sus sesiones, que publica sus resultados o deliberaciones; y que la revolución que suscitaron los enemigos de Requejo fue cierta? Sí, y te diré por qué. Yo conozco al abate Pito-Coloni, secretario de esa asamblea.

-¿Tú   -95-   conoces a Pito-Coloni?

-Y su fe de vida y milagros, que voy a contarte.

»Este abate, amigo mío, es un romano que vino a España hace ocho o diez años de criado del legado del Papa. Con la muerte de este ministro, quedó por puertas, y a no ser por un amigo y paisano suyo que era ayuda de cámara del embajador de Cerdeña se hubiera muerto de hambre. Pito-Coloni, entiende algo la música, y seguramente que es de aquellos hombres más intrigantes que comen pan, porque conociendo cuán extendido se hallaba en España el bolero, se dedicó a componer algunos, que por los extraños lograron aceptación. Un maestro de baile hizo amistad con él, y a trueque de que le diese sus composiciones para que por su conducto saliesen a la luz pública, le hizo visible en su academia, y le proporcionó el conocimiento de infinitos sujetos que condolidos de su situación le facilitaron varios socorros. Agradecido el abate, a las bondades de sus mecenas,   -96-   para recompensárselas en algún modo, le metió en la cabeza mil mentiras (según inferir diremos) cuáles fueron, que en Suecia, Rusia, y Dinamarca se bailaba el bolero: que de allí, y de otras partes de Europa salían maestros consumados; que así como vienen a España zapateros y sastres franceses e italianos, vendrían también profesores bolerológicos, y que para evitar la ruina que amenazaba a los españoles era preciso estableciesen un método gubernativo, porque aunque era cierto que en nuestra península se había inventado este baile, las naciones extranjeras, habían puesto cuidado en hermosearle, y máxime los ingleses, quienes hacían con sus pies mil primores. El maestro madrileño dio demasiado crédito, a cuanto le enjergó Pito-Coloni, y uniéndose a otros compañeros suyos, establecieron, de común acuerdo, una irrisible junta, nombrándole a él por secretario, con la precisa obligación de hacer unas disertaciones sobre el bolero y lo que le   -97-   mandase dicha junta. Este abate vive en la actualidad en casa de una baronesa cuyo carácter es semejante en todo al de doña Porcia: allí come, allí duerme y allí viste. Escribe mil barbaries a las que da el nombre de reglas útiles, para el bolero, y sirve de ayo o maestro a los hijos de la señora, quienes podrán con el tiempo vanagloriarse que han tenido por mentor a un príncipe bolerológico. Ahora sí que no extraño tanto hubieses tú dado un total asenso a tal serie de embrollos; pero pues fuiste tan frágil en creerlos, es razonable expíes tu yerro con el mismo bochorno que te resulta. Sí, amigo mío: hiciste muy poco favor a tu despejado entendimiento, que te singulariza entre la turba multa. Ya ves cuán ignorantes, cuán soeces y cuán mentecatos son todos estos maestros del baile bolero, que se dejaron engañar por un bribón de los de marca; pues sin hacerle agravio tal nombre se merece Pito-Coloni,   -98-   el cual a costa de su necia credulidad hizo fortuna, y quien con despotismo logra dirigirlos. Cualquiera hombre por tonto que sea no dejará de advertir que el bolero es un baile nacional español, que únicamente se conoce en nuestra península; y que aquel que diga se enseña en los países extranjeros es un impostor, y picaron. Voy a darte un consejo que cederá si lo sigues en tu favor y te evitará siempre el bochorno que padeciste no ha mucho tiempo. Jamás amigo des crédito ciegamente, y sin reflexionar primero, a nada de cuanto se diga, a no saber a fondo que aquel que lo asegura es un hombre justo, un hombre de bien, y un hombre que detesta la mentira, y máxime cuando medien asuntos que casi parecen inverosímiles. Examina las cosas con madurez, y si alucinado de algún capricho pierdes el natural conocimiento, funda tu mayor gloria en triunfar de ti mismo».

Relevada la guardia, se mudó don   -99-   Pedro a mi posada, donde había descansado como llevo dicho la noche o madrugada antecedente; y desde entonces estrechemos más y más nuestra amistad, jurando ambos que solo la muerte nos desuniría. Mi buen compañero no solamente abominaba ya el bolero, sino que si por azar entraba en alguna casa en donde se bailase, aun cuando le interesase su trato dejaba de frecuentarla, perdiendo mucho en su concepto la reputación de las gentes que la habitasen. Yo procuré reprenderle en esta parte, significándole que no porque aborreciese el bolero, había de aborrecer sus semejantes, quienes si hoy estaban preocupados de igual capricho, mañana se harían acreedores a las más dignas alabanzas abominándole.

-No te pido -añadí- saltes a la buena crianza, y que abandones tus antiguas visitas: no amigo mío, únicamente te he privado la concurrencia a casa de Caldereta, y sus compañeros. Si has de huir de todas cuantas partes se baile el   -100-   bolero, te hallarás en la necesidad de pedir licencia, tomas la posta, y salir de los dominios de España; porque si vives, y permaneces en ellos, oirás a todas las horas del día y de la noche, pésete o no te pese, sonar las castañuelas, rascar malamente la guitarra y desgañotarse innumerables cantores, preciados de sopranos. Ármate de paciencia, desprecia interiormente esos frágiles mortales, compadécete de algunos, ríete de otros, y de este modo vivirás tranquilo en medio de la chusma bolerológica.

Pasáronse dos meses después de la fatal aventura de doña Clara, sin que hubiésemos tenido la menor noticia del estado de esta joven, y de si había, o no logrado una feliz cura; cuando una mañana tropezamos al salir del Carmen calzado a su madre la señora doña Porcia; pero tan otra en su traje y modales, que dudamos si la sería o no. La esposa de don Eleuterio, a pesar de sus años usaba basquiña de flecos largos, y rapacejos,   -101-   y entonces solo cubría su cuerpo un tosco sayal o hábito de nuestra señora del Carmen. Su rostro estaba pálido, y afligido, su movimiento humilde y cansado, todo en fin se había mudado. Don Pedro se acercó a ella, y saludándola cortesanamente le preguntó el estado de su salud, y el de su señora hija, a que contestó con un tono afligido. Yo no me resolví a permanecer callado, antes considerando lo que efectivamente sería, después de ofrecerme a sus pies, así la dije:

-Celebro, señora, la ocasión de saber de mi señora doña Clara. ¿Ha quedado perfectamente curada?

-¡Ah señor! -me respondió-, fue inevitable la cojera: quedó defectuosa.

-Cuanto lo siento; ¿y cómo podrá ahora bailar?

-Bien merezco, señor cadete, que vuestra merced emplee en mí sus burlas: soy digna de que todo el mundo me censure, si; pero...

(Aquí derramó algunas lágrimas, y el sentimiento le impidió prosiguiese.)

-No pretendo, señora, hacer mofa de una dama,   -102-   al contrario conociendo la pasión de vuestra merced al baile...

-Por mi traje podrá vuestra merced, conocer cuán diferente modo de pensar es el mío. ¡Ah! el bolero, ese baile tan odioso, ha originado la desgracia de mi infeliz Clarita, la ruina de mi casa, y... -(los repetidos sollozos volvieron a ahogar su voz)- Yo... yo sola soy culpada... yo merecía el mayor castigo; pero este no es sitio para poder contar a vuestras mercedes mis infortunios y si les interesa saberlos, no dudo tendrán la bondad de acompañarme a mi casa.

En efecto así lo hicimos: doña Porcia iba delante, y nosotros sin osar hablar una palabra la seguíamos a lo largo, pues no quiso fuésemos a su lado; rasgo que por el pronto creí de hipocresía y que después conocí ser de verdadera virtud. Entramos en una habitación baja, donde no se observaba el menor lujo, y tomando asiento a sus instancias, mirándome fijamente me dijo:

-Yo, señores, alucinada de un necio capricho, di la más   -103-   pésima crianza a mi hija: no fui su madre sino su mayor enemiga, la puse en el sendero de la depravación, olvidando las circunstancias de mi esposo, y las máximas sagradas de nuestra religión. Cuidé que no supiese los mandamientos, y me mostré celosa para que no ignorase el francés. En vez de darla una aya virtuosa y buena, le presenté maestros de forte-piano y baile; y en fin la expuse a que abandonase a los alicientes de una pasión desordenada, cubriese de afrenta y vilipendio a toda su familia. ¡Desgraciada! La memoria de mis infinitos errores, y el solo recuerdo de mi terco alucinamiento, hará mi vida infeliz, y cuando la tremenda muerte se me acerque, entonces serán aún mucho más terribles mis remordimientos.

-Sólo con vuestra merced tendría esta confianza -(mirándome con resolución)-. Sí señor, con vuestra merced que fue testigo, que oyó de mi misma boca las innumerables extravagancias en que incurrí aquella desventurada   -104-   noche, en que no contenta con referirle menudamente mis caprichos, intente disuadirle de las loables máximas que sigue. Vuestra merced presenció parte de mis locuras, y me sirve de consuelo vea ahora mi arrepentimiento. No le pese a vuestra merced nunca de producirse en los mismos términos que lo hizo cuando a feo el método que seguí en la educación de mi hija. Vuestra merced hablaba, no como un joven que lejos de la compañía de sus padres vive en una corte en medio de disoluciones de que abunda, sino como un sensato, como un buen patricio que adornado de unas prendas nada comunes, solo anhela el bien de sus conciudadanos. ¡Ojalá que en el mismo momento en que se tomó el trabajo de ridiculizarme, en el momento en que ofendida di margen a que Caldereta le reprehendiese lo que debía alabarle, conociese la veracidad de sus expresiones y me conociese a mí misma, pues hubiera evitado de este modo una desgracia! No   -105-   se viera mi pobre hija en una situación tan sensible, no hubiera padecido tantos tormentos, y quizá no llegaría el caso de separarme para siempre tan pronto de mi amado esposo. Sí señores, don Eleuterio ha muerto de pesadumbre hace un mes, y con su fin se aumentó mi sentimiento como vuestras mercedes pueden conocer, porque yo he originado su muerte. Él toleró mis locuras con una resignación sin medida; pero este lastimoso suceso debilitó de tal suerte sus fuerzas, que con el más acelerado paso caminó al eterno descanso. Quedé sola, y aunque heredera de un buen patrimonio, en una situación penable, porque de nada sirve el dinero, de nada sirve, adonde falta el gusto y la alegría. Curó mi hija y a pesar de su cojera, acordándose de la vida libre que teníamos mientras vivió su padre, quiso de nuevo, ya que no podía bailar el bolero, tocar y cantar al forte-piano, para cuyo efecto me rogó le llamase un   -106-   maestro. Entonces en vez de condescender con ella, la reprendí agriamente, la hice que volviendo en sí se arrepintiese del tiempo que había malgastado, y le propuse el plan de vida que debíamos seguir ambas en lo sucesivo. Me costó mucho trabajo convencerla a que nuestro anterior método era el más pésimo de todos, y que el que íbamos a emprender el más bueno y virtuoso. Últimamente quedamos de acuerdo, como era natural, y este es el plan de vida que hemos adaptado: a las siete de la mañana salimos a oír misa en una iglesia vecina, desde las nueve hasta las doce nos dedicamos a trabajar alguna cosa, ya bien de bordado, o ya de cosido; a la una nos sentamos a la mesa, y hasta las tres solemos recogernos a descansar. La tarde la invertimos en desempeñar los quehaceres domésticos, y por la noche tenemos nuestra tertulia, no compuesta de Verduguillos, Perets, y otros de esta especie, sino de hombres de razón, de   -107-   conocida virtud, y que nos puedan dar buenos y sólidos consejos. En orden a nuestra familia hubo una gran reforma. Sí señores: en vida de don Eleuterio, que de gloria haya, manteníamos y pagábamos una caterva de bribones, que en vez de servirnos con aquel celo propio de buenos domésticos, nos robaban a porfía unos de otros. Hoy consiste nuestra familia en un cochero, un lacayo, dos criados de cocina, y dos doncellas, todos de buenas costumbres, y de conducta irreprensible.

-Dichosa puede vuestra merced llamarse -interrumpí a doña Porcia-. La desgracia de mi señora su hija, y la muerte del señor don Eleuterio aun cuando le debieron ser tan sensibles, labraron su felicidad, y fueron el móvil para que reconociéndose vuestra merced así misma, emprendiese el nuevo método de vida que después de proporcionarle una dulce tranquilidad en este mundo, le facilitará el eterno descanso en otro.

-No hay duda -añadió aquella   -108-   pecadora arrepentida-, vuestra merced caballerito tiene mucha razón, sus sentimientos son propios de un alma grande, y rara vez se ven en un joven de su edad. El cielo le colme de dichas, le libre de tratar a un falso amigo, y le separe de malas compañías; pues aquel y estas solo servirían para pervertirle.

»En mi casa tendrá vuestra merced entrada a todas horas, sus puertas jamás estarán cerradas para un joven tan amable. No deje vuestra merced de visitarme; pues su trato me será sumamente apreciable.

Prometí hacerlo así, y aunque doña Porcia tuvo la atención de convidarnos a comer, no aceptamos su oferta; rendímosle sí un millón de gracias, y salimos a la calle.

Luego que don Pedro y yo llegamos a nuestra posada, volviéndome a éste le dije:

-¿Has visto esta mutación, amigo mío?

-¿Es posible que doña Porcia?... -me contestó.

-Sí -le respondí-, es posible, y muy posible, en un día, en una hora, en un momento conoce la criatura los yerros   -109-   en que ha delinquido y se decide a expiarlos por medio de una justa reforma, y de una total enmienda en sus costumbres. Doña Porcia con la desgracia de su hija, la muerte de su esposo, y los consejos de un buen amigo, que entre muchos malos nunca falta, abrió los ojos, y reconoció el abismo en que se hallaba sumergida. Hay gentes que se dedican en hacer cuanto observan en otros, sin reparar si es bueno o malo y de esta clase es la madre de doña Clara. Esta señora advirtiendo que el bolero era un baile introducido en toda España, cuyos profesores merecían aplausos, no pudo resistir al deseo de aprenderlo ella misma, a pesar de sus años, y desvelarse para que su hija fuese una perfecta bailarina. En semejante preocupación vivió algunos años; pero luego que conoció las malas resultas que acarea, y la pésima crianza que daba a su hija, no le fue fácil tolerar la vista de otros virtuosos, sin que ella misma entrase en este número. ¿Cuán más tranquila   -110-   y contenta vivirá ahora que anteriormente? ¿Pasará un solo instante, sin que, acordándose de sus antiguos caprichos, no sienta amargamente haber admitido en su casa a Pichini, Verduguillo, Caldereta, y sus camaradas? No por cierto, y su vergüenza será tan grande, como lo ha sido su anterior abandono.

-Así es -me respondió mi compañero-: yo a lo menos siento amargamente haber perdido algunos días en tan extraño capricho y me horroriza la memoria de mi anterior alucinamiento. Tú me has conocido libre de semejante preocupación, alabaste en otro tiempo mi aplicación al estudio de los mejores autores, que seguramente me ilustraban, y luego me miraste tan abandonado al necio error de aprender el bolero, que apenas pudiste recabar le abominase. Ahora sí, ahora vivo alegre, y mi contento no es de aquellos que el menor accidente los turba y cambia en pesares.

-Me alegro que te conozcas -añadí-: si Caldereta, y sus   -111-   compañeros, pensasen de ese modo, pronto se acabaría el bolero y se quemarían los palillos o castañuelas, mas acaso algún día... Pero comamos y dejemos que el tiempo corrija estos defectos.

La época feliz que deseaba, estaba muy próxima, pronto le aniquiló el tal baile, y sus profesores tuvieron que abrazar otro oficio que les suministrase con qué mantener sus obligaciones. Diré cómo ha sido.

La semana próxima entramos de guardia mi compañero y yo en la plaza mayor, y después de haber dado cuatro paseos por sus inmediaciones, tomamos asiento en los bancos que están por la parte exterior del cuerpo de guardia, con el objeto de ver pasar gente, pues en semejante sitio jamás falta diversión. Estábamos distraídos mirando a un trapero que se chuleaba con cierta verdulera de quien según apariencias se hallaba enamorado, cuando llamó toda nuestra atención la vista de un pelotón de gente y alguaciles que a paso lento caminaba   -112-   hacia la cárcel de Corte. La curiosidad nos hizo preguntar a uno de los de la comitiva que quiénes eran los presos, y como se nos respondiese que dos maestros de baile, se avivó nuestro deseo de informarnos de su nombre, pues don Pedro conocía a cuantos tenían academia o escuela en Madrid. Pedimos licencia al capitán para separarnos del puesto, y llegando a la puerta de la cárcel suplicamos al alcaide nos permitiese entrar en ella, con el pretexto de ir a ver dos presos que acababa de traer una ronda. Puso mil reparos el mal encarado alcaide, dificultándonos la entrada; pero por fin, como haciéndonos mucho favor, dispuso se nos franqueasen las puertas de aquella mansión horrenda.

Me faltarían voces y expresiones, si intentase describir cuanto allí he visto: gruesos cerrojos, formidables rejas, pesadas cadenas, en fin la menor cosa horrorizaba. Entramos a un gran patio en donde había más de cien desgraciados de   -113-   todas edades, algunos cargados de terribles grillos, con unos semblantes a donde se retrataba la mayor melancolía y languidez, malamente vestidos, y cubiertos de miseria. Entre tantos no descubríamos a los recién entrados; pero ¿cuál fue nuestra admiración al divisar en un rincón de aquella lúgubre caverna al maestro Caldereta y a su famoso camarada el excelente cantarín Verduguillo?

-¿Qué es esto señor maestro? -le dijo don Pedro-. ¿Qué desgracia le ha conducido a este pequeño infierno? ¿Un vice-presidente de la suprema junta bolerológica confundido entre la chusma, en y medio de unos infelices y miserables presos? ¿Qué diría el abate Pito-Coloni y mi señora doña Porcia si así le viesen?

-Basta de burlas señor don Pedro -exclamó despidiendo un suspiro aquel grave profesor bolerológico-, basta de burlas: no me abochorne vuestra merced y no pretenda hacerme más desgraciado con reírse   -114-   de mis trabajos.

-No, no pienso en eso -respondió mi amigo-, no soy un tirano, ni es mi corazón de piedra, para mofarme de la desventura. La sorpresa de ver a vuestra merced en tan triste situación, me hizo expresar en semejantes términos: le estimo a vuestra merced, me es muy sensible encontrarle en la cárcel, cuando creía que a lo menos sería hoy presidente en jefe de la grande y encumbrada junta bolerológica; y no puedo menos que ayudarle a sentir sus infortunios. Sí, antiguo maestro mío: sí, constancia. Aquí es donde el espíritu de un hombre fuerte se conoce, pues permaneciendo tranquilo en la desgracia misma, acredita ser superior a sus mismos trabajos. Aquí es donde se aprende a vivir, y aquí...

-Aquí -interrumpió Caldereta- se ve por todas partes la desesperación, la rabia, y el dolor, y se aprende a morir cercado de terribles penas.

Mientras hablaban de este modo el maestro y su ex-discípulo don Pedro, pregunté   -115-   yo a Verduguillo qué delito les había conducido a la cárcel.

-Ninguno, y a esto está sujeto el hombre más de bien. No hemos muerto a nadie, no hemos robado a nadie... En fin estamos inocentes.

-¡Inocentes! -añadí.

-Sí señor -dijo Caldereta-, inocentes, y muy inocentes, y si no óigame vuestra merced.

»La ciencia bolerológica que tan introducida estaba en España, que tantos apasionados tenía, y que con tanto imperio desterró de estos dominios la tirana y el zorongo, llegó casi al punto de su total ruina. Desde aquella infeliz noche en que la hija de mi señora doña Porcia se rompió una pierna, no he vuelto a ver otro discípulo en mi casa. Todos me abandonaron, y a tal extremo llegó su encono contra el bolero, que ni aún me saludan, si es que me tropezaban alguna vez en la calle. Cundió por la Corte la noticia de la desgracia de doña Clara, y como habían sucedido, y sucedieron otras infinitas, reconociendo,   -116-   por fin, los daños que origina el ejercicio bolerológico, determinaron, de común acuerdo según inferir debo, echarlo de Madrid y sus arrabales.

»Disuelta la junta y cerradas por orden del Gobierno todas las escuelas, cada maestro o profesor apeló a su primitivo oficio para poder mantenerse, de manera, que los que ayer merecían aplausos por su destreza en el baile, hoy les vemos llenos de cal, sobre peligrosos andamios, y en unos ejercicios indecorosos a todo bolerológico, a pesar que se dice que mejor parecen en este estado que en el otro. ¡Oh seguramente que estas son almas muy necias! Otros se entregaron voluntariamente a una ociosidad, que les hizo cometer algunos absurdos, por los cuales se les castigó públicamente, y se les puso en la trena. Tal ha sido la suerte de tan ilustres ingenios, que el que menos se prometía llegar con el tiempo a presidente del Supremo Tribunal. Yo después de haber vendido a pública subasta la poca   -117-   ropa que tenía, no resolviéndome a humillar tanto mi heroica altivez, determiné con parecer de nuestro ex-secretario Pito-Coloni, irme a las Andalucías, en cuyas ilustres provincias aún está en su fuerza el uso del bolero. Verduguillo abandonó su zapatería por seguirme, y dispuestas nuestras cosas para la marcha, la emprendimos esta mañana a las nueve a pie, y con una escasa mochila al hombro.

»Llegamos al puente de Toledo y allí tropezando con una ronda, nos pidió los pasaportes, documentos que no llevábamos, por no creerlos oportunos, y porque sabíamos que infinitos van y vienen a Roma sin que les acompañen semejantes papelotes. Nuestra poca fortuna dispuso que los alguaciles sospechasen que acaso fuésemos dos bribones o perdonavidas; y aunque alegamos mil disculpas en nuestro descargo, y para comprobar estábamos inocentes, procedieron inexorables, y que quieras que no quieras, después de bien maniatados,   -118-   nos condujeron a la cárcel. Aquí volverá el cielo por nuestra inocencia, porque no resultando nada contra nosotros o nos pondrán en libertad, o nos destacarán por algunos años al Santo Hospicio, y a bien que no desconozco aquella reverenda casa, y en ella espero pasar mi vejez si no hay otro remedio. Lo que únicamente siento es no poder ser útil al bolero, y permanecer en este laberinto todo el tiempo que se tarde en averiguaciones que no será poco».

Compadecidos don Pedro y yo de la adversa situación de Caldereta y Verduguillo, ofrecimos contribuir a su libertad, en caso de que abjurasen para siempre el bolero y prometiesen abrazar de nuevo su antiguo oficio en Madrid mismo. El maestro mostró una repugnancia increíble; pero nuestras justas reconvenciones, y el temor de verse quizá en el hospicio, le obligaron a que dándonos gracias por nuestras generosas ofertas, hiciese un solemne juramento de no volver nunca a   -119-   bailar o enseñar bolero, y tocar castañuelas, sujetándose voluntariamente a un castigo justo, en caso de reincidencia. Al oír esto no pude contenerme, y a pesar de su sucio ropaje, le di un apretado abrazo, en señal de cuán plausible me era su determinación, pero como lo que más necesitaba era un socorro pecuniario, no quise mostrarme mezquino, y le entregué cuatro pesos, único caudal que me acompañaba, para que aquella noche y el siguiente día comiesen él y su camarada. Don Pedro también partió con ellos cuanto dinero traía, y veis aquí que después de haber oído, no sin enternecernos mil repetidas gracias, salimos de aquel triste sitio, ofreciéndoles no descansar un punto hasta conseguir su libertad.

-Gracias Dios -dije a mi compañero, luego que llegamos al cuerpo de guardia-, gracias a Dios que ya parece inevitable la total ruina del bolero. Acabamos de convertir uno de sus más acérrimos sectarios   -120-   y seguirán su ejemplo los demás. Amigo mío, ánimo y no desmayemos un instante en nuestra famosa conquista: persigamos este baile que tantos daños ha originado a la sociedad, y si obtenemos, como es probable, la palma del vencimiento, llamémonos dichosos. ¿Qué placer no será el nuestro cuando veamos a Caldereta y su colega empleados en el servicio de su patria, el uno con su famosa lesna, y el otro sobre un andamio? ¿Cuántas gracias deben darnos los petimetres, que lleguen a saber, fuimos el móvil para que no perdiesen un buen operario zapateril? ¿Y cuántas los dueños y sobrestantes de algunas obras que carecen de albañiles para verlas concluidas? Solo nos resta ese abate, legítimo inventor de posturas y sonatas bolerológicas, que hizo creer a los más lucidos profesores, había escuelas de semejante baile en Rusia y Suecia, y en fin que tuvo valor para aconsejar a nuestros recién convertidos, huyesen a otra parte, y se dedicasen a   -121-   trabajos serviles y mecánicos. A él, pues, a él, y no dejarlo ni a sol ni sombra, hasta que salga de Madrid, y si ser pudiese, de toda España, para que vaya a enseñar a Roma trenzados y cabriolas.

-¿Y cómo hemos de embestirle? -me preguntó don Pedro.

-¿Cómo? -añadí-: amedrentándole, y dando parte de sus embustes al mismo alcaide, a quien supliquemos conceda la libertad a Caldereta y Verduguillo. Este será el mejor expediente a que debemos echar mano; y mañana, luego que dejemos el cinturón o desmontemos la guardia, daremos fin a esta aventura.

El juez de vagos a quien recurrimos el siguiente día no mostró dificultad en dar orden para que permitiesen la salida de la cárcel a los dos presos, informado de su inocencia y de la promesa que habían hecho. Estando al mismo tiempo instruido de las circunstancias del abate nos aseguró mandaría evacuase a Madrid   -122-   y sitios reales, o su distrito, lo que se llevó a debido efecto.

Caldereta y Verduguillo salieron de la cárcel, y cumpliendo exactamente su oferta, tuvimos don Pedro y yo la satisfacción de ser testigos de su enmienda, así como lo habíamos sido de su fanatismo bolerológico.

Dios quiera que a ejemplo de estos se decidan los demás fanáticos en la ciencia bolerológica a abandonarla para siempre, continuando en ser útiles a su patria en aquellas artes u oficios a que desde un principio se habían dedicado, y que desgraciadamente dejaron por hacer cabriolas, dises, trenzados y taconeos. Entonces sí que no oiremos con tanta frecuencia trágicos acontecimientos y desgraciados eventos sucedidos en salas y teatros bailando el bolero; y entonces miraremos con gusto a infinitos artesanos empleados en los oficios con que pueden mantener sus obligaciones las más sagradas, y dar a su país el lustre que se   -123-   apetece a expensas de su trabajo. Entonces, por último, me llamaré feliz por haber contribuido en cuanto me fue posible a tan loable fin, sin temer la crítica de algún profesor acérrimo bolerológico y sin que me asustase el justo recelo de si la mía merecería un total desprecio en el orbe literato.






Nota del editor

Si el autor de esta crítica la hubiese corregido por sí mismo al tiempo de su impresión, brillaría en ella mayor gusto, y mejor lenguaje en algunas partes, y más buena ortografía; pero como sale a luz pública en un país donde únicamente se habla el idioma inglés, y el editor apenas tiene nociones del español, no pudo hacerse más correcta la impresión. También sería muy natural que el autor tachase algunos pasajes en que por boca de doña Porcia, se lisonjea su amor propio, mas el editor quiso dar a la prensa el original intacto, según confidencialmente se lo prestó su dueño.




 
 
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