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La buñolera de Granada

José Jiménez Serrano

En la noche del 2 de diciembre de 1515 llegaron, en Granada, cuatro soldados a una buñolería morisca que había en el comedio1 de la calle de Elvira. Entraron de tropel, sentáronse en el zaguán, pidieron una libra de hojuelas con su correspondiente ración de meloja2 , pagaron adelantado, y sacaron para hacer boca3 un pellejo de vino de Úbeda.

-Si voacés4 quieren alguna cosa más, díganlo, y su boca será medida.

-Así­ -dijo la vejezuela aljamiada5 que hacía los honores de la casa, y puso sobre el banquillo delantero una fuente de peltre6 colmada de hojuelas: las pícaras estaban rubias como el oro, huecas y calientes; tres condiciones precisas que ha de tener para ser gustosa toda fruta de sartén.

-Que atice el candilón y cierre esta portera, porque hace un gris7 que parece puñal de Albacete, según se cuela por las carnes -contestó uno de los soldados.

Al cumplir estas órdenes la buena comadre, se oyó un clamor de campanas.

-¡Dios lo tenga en su gloria!, y parece pájaro gordo -exclamó viva, deseando aparentar más religión de la que tenía.

-Duque de Sessa y Terranova, marqués de Vítonlo, condestable de Nápoles nobles de Venecia: nada menos. —388—

-Y príncipe de los caballeros, y padre de los soldados.

-Y árbitro de reyes, y protector del pontífice.

-Y sobre todo, el GRAN CAPITÁN Gonzalo Fernández de Córdoba -dijo un soldado con los bigotes grises y la tez tostada por el sol de Carinola y del Garellano8.

-Recemos por su alma -añadió el mismo veterano enjugando mal una lágrima; y quitándose el casco entonó un padre nuestro ayudado por sus compañeros.

-Amén -murmuró entre sollozos la buñolera.

-Madre Roma, hace bien en llorar porque a Gonzalo Fernández de Córdoba debe su parroquia esta tienda.

-Muchas veces lo he oído decir, mas nunca pude alcanzar el cómo y por qué.

-Cerrad la tienda, puesto que son las ánimas9, y lo contaré en amor y compaña vuestra -contestó el viejo escudero..

-Bien por Uceda -dijeron todos a una voz, pues el cronista pasaba como excelente orador entre la soldadesca.

-Tomaré un trago para que pase un nudo que tengo atravesado en la garganta desde que oí esos clamores.

Bebió: -¡Cómo sabe a la pez!10 -dijo; se limpió el bigote y los labios con el reverso de la derecha mano, y apartándose de la mesilla para accionar mejor, comenzó de esta manera.

-Hace veinte y cuatro años ¡qué tiempos aquellos! Entonces apenas me apuntaba el bozo: no hablamos ido a Italia, ni se hablan descubierto las Indias: estos reinos de Granada eran de moros, vivía la reina Isabel, y mandaba con el rey los ejércitos. Cincuenta mil hombres estábamos acampados en ese valle que hay frente a la puerta de Elvira11, donde hoy se halla Santa-Fe. La gente más aguerrida éramos andaluces; pero había de todas raleas12.

Por el mes de junio13 ya estaban talados los panes del valle de Lecrin, y nuestras algaradas llegaban al corazón de las Alpujarras. Los fuertes exteriores se habían arrasado, y podía llegarse a un tiro de flecha de las murallas de Granada, sin miedo a ser flanqueado.

En la noche víspera de San Juan Bautista, la reina, como era un ángel, quiso que nos alegrásemos a uso de la tierra y así se publicó a son de atambor14 por el campamento; ¡qué velada, muchachos! A los mismos cármenes15 de la ciudad llegamos para recoger flores (que algunos trajeron salpicadas de sangre), y ramos de cerezo, de acacia, de paraíso16, de azahar y de granado, para adornar las tiendas de las damas.

Delante del pabellón de la reina, que ocupaba el centro, hicieron los valencianos un jardín con juegos de aguas y luces de colores: frontero a la del rey armaron los ingenieros de las bombardas17, un artificio de pólvora nunca visto. Los gallegos y los suizos encendieron grandes hogueras que despedían llamas azuladas y rico olor por las gayombas18 con que las aumentaban; alrededor de ellas bailaban en rueda, cantando al compás de las gaitas y tamboriles.

Por el lado que daba al cerro andaba lo más caliente de la fiesta: las cantinas y las buhonerías estaban iluminadas; todos eran corros de zarabandas y zarabandillas19. Cantaban los genoveses romances en su lengua; hacían agüeros los gitanos; contaban cuentos a voces los mudéjares; hacían juegos con lanzas y cuchillos los almogávares, y recorrían las calles del real tropas de músicos con flautas, tamborinos20, salterios21, albogues22, chirimías23 y trompetas, tocando las sonatas24 que más agradaban la reina: aquello era un ascua de oro: ¡de allá cielo!...

Pues señor, vamos al caso: en la tienda de la reina, todavía no se había quemado el campamento, también había sarao; como era el pabellón tan magnífica pieza, pues le regaló a S. A. el marqués de Cádiz, allí se hallaba reunido lo mejor del reino; el duque de Escalona, el conde de Tendilla, el de Cifuentes, el de Cabra, Hernán Pérez del Pulgar, que como un gigante sobresalía entre todos con su cabellera negra y lacia, que le cubría el cuello de león; el duque de Cádiz, fuerte como un roble, pero blanco de color y con el pelo castaño: capaz era este capitán de adivinar los pensamientos a un muerto, y de meter su lanzón por la costilla que eligieran de las de su contrario; el marqués de Villena, tan generoso de corazón, que estaba manco del brazo derecho por acudir en socorro de un sirviente suyo; D. Alonso de Aguilar, el conde de Ureña, el Cardenal de España, y otros muchos caballeros formaban cerco alrededor del estrado del rey, de la reina y de la infanta.

¡Si hubierais visto entonces a la reina Isabel! Tenía cuarenta y un años y era tan hermosa que ninguna mujer he visto que pueda comparársele: el color como una rosa; los ojos azules, y tan vivos que parecían estrellas; las facciones todas bien proporcionadas, y el cabello castaño, al sol de oro. Inspiraba su aspecto tanto respeto como la Virgen que está en los altares; y, sin embargo, cuando uno se veía turbado delante de ella miraba de un modo tan dulce y daba tantos alientos con sus palabras bienhechoras, que le contaba uno de corrido sus quejas lo mismo que si fuera su madre: tenía falda sobre brocado de plata, tocado de Cambrai, y el cabello entretejido de corales.

El rey estaba sentado a su derecha sobre una silla de campaña; ya lo conocéis y sabéis que gasta buena persona; pero entonces tenía treinta y nueve años, estaba más derecho, más alegre, y como que parecía otro al lado de los castellanos y de la reina Isabel. Aquella noche parecía muy bien con su jubón carmesí, sus calzas de raso amarillo, su sobrevesta25 de brocado, y arreglado el cabello, que por aquellos tiempos lo tenía castaño y mucho...

-¿Pero, Uceda, dónde se fue la aventura del Gran Capitán? Porque todavía no ha salido este a relucir.

-Gonzalo Fernández de Córdoba estaba al lado de la reina como alcaide de los donceles26, tenía un año menos que el rey, y ahora comienza lo mejor de la historia.... Más supuesto que me has interrumpido, sírveme una hojuela y venga un trago.

Terminada la rueda del zaque27, prosiguió Uceda su relato.

-Pues como iba diciendo a la buena compañía, Gonzalo estaba un poco más bajo que SS. AA. y más compuesto que todos los grandes; era a la sazón el más gentil caballero del mundo: vosotros que le habéis conocido con un pie en el sepulcro, después de veinte y cuatro años y de tantos trabajos, habréis visto que descollaba su noble presencia; pues juzgad lo que sería entonces.

Siguiendo mi cuento, habéis de saber que todos los concurrentes al sarao y los mismos reyes estaban callados oyendo con atención al viejo Hernando de Zafra, secretario de SS. AA., y más temible con la pluma que una escuadra de caballería a la carga. Contaba muchas usanzas de los moros, como entendido que era en su lengua, y refería el modo que tenían de solemnizar la velada de San Juan, al que ellos tienen también devoción, sino que como perros28, solo hacen agüeros de mojarse el cabello las esclavas, y otras hechicerías, añadiendo que se refocilaban con hojuelas y buñuelos dulces que trabajaban con singular perfección.

-Mucho que me gustan esos buñuelos -dijo la reina, si están calientes y bien aderezados.

-Pues los que labra una morisca, no mal parecida, en la tienda del comedio de la calle de Elvira, habían de ser del agrado de S. A., pues los vende hasta para el rey de Granada.

-No provoques, Hernando, mi deseo con tus celebraciones, que ya me parece están haciendo falta esos dulces para tan buena reunión, repuso la reina con mucha gracia.

Gonzalo Fernández de Córdoba que no quitaba los ojos de la reina Isabel, aunque con religioso respeto, apenas hubo oído estas palabras salió sin ser notado de la tienda.

Pocos momentos después, serían las once de la noche, le vi cruzar como un relámpago, envuelto en un albornoz blanco29, cubierto con la capucha, solo, y montado en un caballo negro que se bebía los vientos: uno de esos potros que él solo sabía educar, y que educados eran envidia de los reyes.

Antes que el pensamiento (y el campamento estaba dos leguas), llegó a un portillo que habían hecho en la muralla por el lado de la puerta de San Gerónimo las aguas del caz30 que servía de foso: este portillo se hallaba guardado por una compañía de ballesteros.

Detúvolo el Gran Capitán una patrulla al trepar por los escombros que cubrían el foso; dijo algunas palabras en la lengua de los moros, y mientras vacilaban en dejarle o no pasar, impaciente él que tan de prisa iba, ayudó al caballo que derribó con los pechos a los delanteros, saltó la banda de sacos de tierra que cerraban el portillo, y, diciendo algunas palabras de mando a los soldados espantados, se fue derecho hacia la mezquita mayor. Cuando se pusieron los peones de acuerdo con la patrulla y quisieron hacer armas ya no se oía ni el eco de los cascos del caballo.

Nuestro capitán rodeó la mezquita mayor, donde ahora hacen la catedral, pasó frontero al palacio de los infantes de Granada, y poniendo el caballo al paso de andadura, como si fuese un trajinante, llegó a esta buñolería donde ahora estamos... Pero demos otra vuelta al odre, que se me secan las fauces.

Bebió el veterano y bebieron todos, saboreando unas castañas asadas que la vieja había añadido por reconocimiento al narrador y después de toser y escupir continuó el soldado de esta manera:

-Siguiendo con mi cuento adelante, habéis de saber que como era noche de San Juan, y famosa la buñolería, estaban las puertas cerradas y flanqueadas por una muralla de perros moros, que se codeaban y empujaban dando aullidos cada cual en su tono, para que le despachasen pronto.

El alcaide de los donceles se bajó del caballo, le arrojó la brida sobre el cuello, y haciendo ariete de sus puños, rompió el grupo y se abrió paso: llegó al mostrador, y sacando un puñado de adirjanes, le dijo a la buñolera, que era una graciosísima morena31: —389—

-Lo mejor de la tienda ponédmelo en un cesto de modo que pueda resistir un viaje, y cobraos lo que gustéis -esto enseñando las monedas.

Al oír la buñolera aquella voz tan imperiosa y aquellas palabras que no eran propias de esclavos, dejó la hacienda que tenía entre manos y sin respeto al rigoroso turno que tenía establecido cogió las mejores hojuelas, las flores que acababa de dejar en el molde, los buñuelos más rubios, y entre yerba-buena y toronjil32 los acomodó en un cestillo de mimbres de colores que cosió con un junco.

Tomó el caballero la cesta, pasó el asa por su brazo izquierdo y al arrojar sobre el mostrador los adirjanes de plata y oro que tenía en la mano derecha, derramó gran parte en el suelo. Cayeron sobre ellos como cuervos los esclavos y gentecilla que rodeaban la tienda, y la graciosa morena, interesándose por tan rico marchante, cogió el candilón que pendía del umbral y adelantó su brazo y su talle, inclinando todo el cuerpo hacia fuera para que se viese mejor dónde habían caído las monedas.

Gonzalo Fernández de Córdoba, que llevaba estudiado todo esto, aprovechando aquella coyuntura, cogió por la cintura a la morisca y levantándola como una pluma, la sacó de la tienda como quien arranca un clavel. Se apagó el candilón cayendo sobre los codiciosos buscadores, empezó a gritar la moza y a alborotarse los presentes con la novedad del caso; pero el alcaide, sin detenerse ni aun a tomar la brida, se colocó de un salto sobre su caballo, sujetando entre tanto la buñolera por la crencha, y poniéndola después en el arzón, desenvainó la espada, sacudió unos cuantos reveses a los que le hablan asido y, encabritando el caballo para cobrar las riendas, salió como una flecha por la calle de Elvira, dejando en pos de sí una algazara infernal y una alarma tumultuosa.

Muchos en su armadura, en su rostro mal encubierto por la capucha, en los arneses del caballo y en la espada, habían conocido que era un cristiano, y algunos esclavos y tornadizos aseguraron ser el marqués de Cádiz o el Alcaide de los donceles. Con esto se aumentó el ardimiento de los que le seguían, guiados por las chispas que arrojaban las herraduras, y como entre ellos iban algunos soldados, pusieron en arma la ciudad. La buñolera por su parte no se descuidaba; como una leona pugnaba por desasirse y, sin reparar en el peligro, por arrojarse al suelo: con sus descompasados movimientos el potro se descomponía, y con los gritos desgarradores de la morena que pedía socorro sin fatigarse, el animal no oía la voz de su amo y se deshacía en aquellas calles desconocidas; mas, a pesar de todo, el buen caballero llegó a la calle de la Azacaya, dejándose muy atrás a sus perseguidores, cuyas voces de alarma apenas distinguía.

-Mayor peligro le esperaba en otra parte.

-Dios le tenga en su mano, que a fe mía interesa la aventura, y es de un valiente caballero -dijo la vieja aljamiada.

-Pues como iba relatando -continuó Uceda-, Gonzalo corría por las callejuelas estrechas del barrio de la Rauda, hasta que vino a dar en el mismo portillo por donde había entrado; pero la perra morisca, viéndose perdida si el caballero lograba salir de la ciudad, redobló sus gritos y consiguió alarmar a toda la guardia, que apresuradamente se puso en son de guerra con las ballestas armadas para cerrarle el paso. El Alcaide envolvió con el albornoz a la cautiva, la cubrió con su casco para defenderla de las arrojadizas y ahogar sus gritos, aplicó los acicates al caballo y se arrojó sobre los moros mal agrupados en la brecha. Dispararon estos al bulto sus ballestas y azagayas33 mas, no tocó ninguna al jinete ni a su presa, porque el caballo obedeciendo a una ayuda especial, se bajó hasta tocar con su vientre la tierra, y pasaron por cima de caballo y caballero las flechas y las lanzas. Los contrarios creyeron muerto al robador de la morisca quejumbrosa, pues Gonzalo había hecho de propósito arrodillar al potro, y se vinieron en desorden sobre él para rematarle o prenderle, libertando a la cautiva. Ni visto, ni oído, mordió el primero la tierra de una cuchillada de catorce puntos, y arrancando el caballo, pasó por entre ellos a escape, repartiendo tajos, de esos que caben a uno por hombre. Bajó el potro por la pendiente de escombros del portillo brincando como un corzo, y Gonzalo, ya desde la vega, gritó a los que le tiraban piedras y flechas desde la muralla:

-¡Torpes! ¡Habéis dejado ir al Alcaide de los donceles!

Cuando acabó la frase estaba a una milla de la ciudad, seguro, si puede estarse en campo enemigo: oyó las algaradas de una patrulla que venía en su seguimiento; pero, ¿quién alcanza un relámpago, ni abraza el arco iris? El caballo sacudió las crines, y aguzando las orejas igualó la carrera, y antes de un credo avistó el Gran Capitán la primera avanzada de nuestro campamento: ya era tiempo, porque el animal había hecho su último esfuerzo a la voz de su amo, y comenzaba a dar resoplidos.

Gonzalo le puso al trote porque quedaba media legua, envainó la espada, arrojó el albornoz, y le quitó el casco a la morisca que se había desmayado.

La luna los bañaba de lleno, y el Alcaide reparó que era la buñolera como un pino de oro34: desplomada sobre el brazo del caballero, recostada en su pecho, suelto el cabello y con el seno descubierto, hubiera provocado a un desafuero a un hidalgo menos cumplido y honesto que el Gran Capitán.

Pero los voy a dejar camino adelante, puesto que ya divisan las hogueras del real, y mientras que el caballero pulsa en las sienes a la cautiva, y se convence de que no está más que aletargada, voy a contaros lo que sucedía mientras en la tienda de la reina.

Continuaba la reunión, y después de oír a una música que dieron a SS. AA. los trompeteros de la caballería, siguió Hernando de Zafra ocupándose de los festejos que estarían haciendo los moros granadíes, de su mercado de flores en Bib-Rambla35, de sus ensalmos para buscar tesoros, de sus procesiones devotas por los cerros de los Alijares, y los alrededores de Bib-Tauvin.

-Gonzalo -repuso la reina-, podrá decirnos también algo de eso porque turbó una de esas hechicerías cuando quemó los molinos que había, hacia esa puerta. ¿Pero dónde está el Alcaide de mis donceles?...

-Pide licencia para entrar -dijo un paje-, y presentar a S. A. una cosa que será de su agrado.

-Concedida la tiene, contestó la reina con la sonrisa en los labios.

Apareció entonces Gonzalo de Córdoba con el traje de corte lleno de polvo y salpicado de sangre, puso una rodilla en tierra con ese aire elegante y noble que ha conservado hasta su muerte, y presentó a S. A. el cestillo con los buñuelos y las hojuelas, que parecían bien entre las flores, e hizo arrodillarse a la buñolera, muda de terror y asombro, que no se creía desaletargada aun.

-¿Qué es esto, Gonzalo? ¿De dónde vienes tan de batalla con esas frutas de sartén y esta mora? -preguntó la reina haciendo señal al caballero para que se levantara.

-Señora, oí decir no ha mucho a V. A. que estaban haciendo falta estos buñuelos para tan buena compañía, y he ido a Granada a la tienda del comedio de la calle de Elvira por ellos, y por si no llegaban calientes, he traído a la buñolera conmigo, que podrá hacerlos a gusto de V. A.; por eso le suplico se sirva aceptarla por esclava, y a mí me perdone el haber faltado de su servicio por tan corto rato.

-Locuras heroicas, como siempre -dijo la reina dándole a besar su mano.

Un murmullo de asombro circuló entre los capitanes, aunque entonces era para todos fácil lo imposible, y Pulgar se mordió los labios de ira consigo mismo, porque no se le había ocurrido tal idea. Los buñuelos se consumieron entre todos. La esclava se hizo cristiana, y ahora tiene tienda en Valladolid: y como dicen las viejas, yo fui y vine y no me dieron nada.

J. GIMÉNEZ-SERRANO.

FUENTE

Jiménez Serrano, José, «La buñolera», Semanario pintoresco español, 7/12/1851, n.º 49, pp. 387-389.

Edición: Pilar Vega Rodríguez.

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