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La campana del diablo. Tradición

Pedro Escamilla






I

La familia de los Antúnez era originaria de Asturias, como parece demostrarlo la construcción del apellido.

Fuese de donde fuera, esto no aquilata ni deprime el hecho extraordinario que voy a referiros según yo lo he oído contar en un pueblo de la provincia de Palencia, donde acaso alguno de vosotros habrá tenido conocimiento de él.

La razón del mismo, y mi propio deseo, ponen la pluma en mi mano, y sólo aspiro a que gocéis tanto leyéndolo como gozo yo al escribirlo.




II

Era en 1500, año más año menos, que en la fecha no están constantes las crónicas vivientes a quienes debo estos detalles, cuando llegó al pueblo donde se desarrolló la acción de la leyenda, un muchacho de unos veinte años llamado Francisco Antúnez.

No tenía más bienes de fortuna que su juventud y su amor al trabajo, lo cual es algo, aunque no mucho.

Pero los pocos años y los buenos deseos constituyen un capital que, sabiendo explotarle, puede conducir a un hombre a la holgura, y aun a la abundancia.

Francisco Antúnez se ajustó como bracero1 en casa de un labrador para los trabajos más rudos, tanto del campo como de la casa, y con su conducta fue poco a poco granjeándose el aprecio de su amo.

Era el último que se acostaba y el primero a quien el sol al salir veía en pie; no estaba holgando ni cinco minutos, y ¡cosa rara en un tiempo en que los magnates descuidaban tanto el ramo principal de la educación! los domingos por la tarde iba a casa del señor cura, y a cuenta de algunos servicios que le prestaba, consiguió que aquel le enseñase a leer y escribir.

Todo esto sirvió para abrirle camino en la casa y en la estimación de su amo; Francisco llegó a ser una especie de factótum2, que lo mismo dirigía con inteligencia los trabajos del campo, que redactaba un contrato de arrendamiento, o extendía las cláusulas de una escritura.

Esteban solía decir hablando de él:

-No daría a mi asturiano por todo el oro que pesa.

Y cuentan las crónicas, que a la sazón muy bien pesaría Francisco unas siete arrobas3.




III

Esteban tenía una hija de unos diez y ocho años, cuando Francisco contaba treinta.

Un día le dijo a su padre:

-¿Os parecería mal que yo estuviese enamorada de nuestro asturiano?

El padre y la hija hablaron aun una media hora.

Por la noche, cuando el asturiano volvió del campo, le llamó Esteban aparte, y le dijo:

-¿Qué tal te parece mi hija para hacerla tu mujer?

También Esteban y Francisco hablaron otra media hora; la muchacha tomó parte en la conversación, habiendo momentos en que se puso toda colorada.

Ello es que a los dos meses Francisco se casaba con Rita; que al año se murió Esteban, dejando a ambos por herederos de su bien sanada fortuna, y que el asturiano se vio dueño de cuanto había en aquella casa, habiendo entrado en ella con un trapo atrás y otro delante4, como vulgarmente se dice.




IV

La iglesia del pueblo estaba, y aún está, bajo la advocación de nuestra Señora del Alba, celebrándose la función principal el día l5 de agosto.

Aconteció que un año... Dicen que el sacristán había bebido más de lo acostumbrado en honor de la Virgen, y yo lo creo así, porque según cuentan era un hombre muy devoto; ello es que en el mismo día de la función tuvo un descuido, y no apagó todas las velas que debía apagar. —733—

La intemperancia es un mal de fatales consecuencias, aun en los sacristanes. De aquella vela que no debió quedar encendida, saltó una chispa que no se apagó; al contrario, contribuyó o fue causa de que se incendiara una sabanilla, la cual propagó el fuego al altar, que en su mayor parte era de madera...

Se ha observado el hecho siguiente: un altar no arde nunca solo, a lo menos, así sucedió entonces.

Cuando todos los vecinos del pueblo dormían el sueño de los justos, una vieja a quien tenía desvelada no sé qué clase de insectos, observó una claridad muy viva por las rendijas de la ventana; al pronto la tomó por la venida del día; pero haciendo un cálculo prudente de la hora que debía ser, dedujo que estaba equivocada, porque en ninguna estación del año amanece para los españoles a la una de la mañana, y tampoco el alba se presenta con resplandores tan rojizos.

Abrió la ventana y vio que el santuario de Nuestra Señora del Alba estaba convertido en un volcán en erupción.

-¡Fuego! -gritó con toda la fuerza de sus pulmones.

A la media hora toda la población estaba en la plaza, viendo con dolor que era imposible salvar ni uno solo de los objetos que encerraba la iglesia, de la cual no quedaban ya más que los ennegrecidos muros.

El sacristán murió de sentimiento a los ocho días; su muerte podía encerrar una gran lección para los de su clase, pero en aquella ocasión fue de todo punto estéril.




V

No hay para qué decir si el vecindario estaría consternado.

Un pueblo sin iglesia es lo mismo que un hijo sin padre; la iglesia es el sitio que reúne a las criaturas de todas las condiciones; allí cesan los odios y las malas voluntades; es el más fiel emblema de la igualdad. Un hombre levantó su voz, donde tantos otros no hacían más que declamar inútilmente; aquel hombre era Francisco Antúnez:

-Si creéis -dijo- que nos hace falta una iglesia hagámosla; pero os advierto que una iglesia no se hace exhalando ayes ni derramando lágrimas: que dé cada cual según sus fuerzas y yo pondré el resto. Nuestra Señora del Alba no estará mucho tiempo sin templo decoroso, por más que no sea una maravilla arquitectónica.

Entonces se aplaudía al que hablaba poco pero poniendo el dedo en la llaga.

La proposición de Francisco fue, no solamente aceptada, sino puesta en práctica: se le hizo depositario de todas las limosnas reunidas para el objeto y antes de dos meses se puso en planta la construcción de la iglesia: como Francisco era rico y muy devoto de la Virgen, dio la mayor parte de los fondos que requería la obra. Tres años duró, procurando él que hubiese el suficiente número de obreros y que nada escasease.

El vecindario veía levantarse poco a poco sobre los antiguos cimientos, y aprovechando los fuertes que quedaron incólumes del otro, un templo de arquitectura gótica, esbelto y sencillo, un templo que aún existe y que si no es efectivamente una maravilla del arte, representa la piedad y la devoción de aquellas pobres gentes que contribuyeron a su construcción.

Pero el deseo de apresurar al término de una obra, suele perjudicarle muchas veces.

Cuando el arquitecto (que entonces eran maestros de obra) dio por terminado el templo, cuando el tallista concluyó sus altares, cuando los pintores colocaron en ellos los lienzos encargados, iguales en lo posible a los que antes existían, cuando se iba a bendecir la iglesia y a celebrarse una gran función el día 15 de agosto, todos echaron de ver que en aquella torre esbelta y airosa, con sus graciosas ojivas, su espadaña y su veleta giratoria, no había más que el sitio para las campanas; nadie se había acordado de estas.




VI

Figuraos lo que es una torre sin campanas y tendréis idea del dolor, de la estupefacción que se apoderaría de aquellas buenas gentes.

Es lo mismo que si a Phidias5 se le hubiera olvidado poner la cabeza en sus mejores estatuas.

-No os apuréis -exclamó Francisco Antúnez-, aun cuando el plazo es breve, campanas habrá el día de la función.

Aquella misma tarde partió para Palencia, de donde volvió a los dos días, diciendo que el fundidor se había comprometido a dejarle airoso, y a sacarle del apuro.

Pero el día de la función llegaba, y no había el menor síntoma de campana.

Francisco volvió a la ciudad, y regresó con una nueva promesa del fundidor.

Sin embargo, la víspera del día en que este debió cumplir su palabra, recibió aquél un propio6 con la noticia fatal de que le era imposible llevar a efecto lo prometido.

¡Oh, qué apuro...!

Ya estaba avisado el señor obispo que iban a bendecir la iglesia, todo estaba dispuesto... el gran día se acercaba...

-Confiemos que la Virgen hará un milagro -decía Francisco- yo creo que al fin las campanas repicarán en ese día.




VII

El obispo llegó, y el día fijado también, y los primeros rayos del sol iluminaron una hermosísima campana, limpia y reluciente, que se destacaba en uno de los aposentos de la torre.

Todo el pueblo estaba admirado.

Sin embargo, no hubo quien se atreviese a tañer aquella campana, porque circuló por el pueblo una nueva singular. Aquella noche había muerto repentinamente Francisco Antúnez. El vulgo, que de los hechos más naturales deduce las mis disparatadas consecuencias, con tal de que halaguen su afición a lo fantástico, dio en decir, y peor aún, en creer, que Francisco Antúnez había pedido al diablo una campana a cambio de su alma, y que el diablo, servidor de todos los que le invocan, le había complacido inmediatamente.

Ello es que la campana apareció en la torre como aparece un hongo detrás de la lluvia; nadie la había visto conducir, ni nadie había ayudado a colocarla.

Pero teniendo en cuenta la devoción de Francisco hacia la Virgen, y los esfuerzos pecuniarios que había hecho para la construcción de un templo, el vulgo afirmó también, lo mismo que si Antúnez se lo hubiera escrito por el correo, que Nuestra Señora del Alba había librado el alma de aquél de las garras de Satanás, destinándole al Purgatorio por cierto número de años, en justo castigo de su atroz delito, de donde le sacaría al nacer uno de sus descendientes, siendo la señal del milagro el hecho de tañer la campana por sí sola.




VIII

Andando el tiempo pasaron ciento cincuenta años y la bella Catalina, casada con Pedro Antúnez, uno de los descendientes del Francisco de la leyenda, comenzó a sentir los dolores de la maternidad. Todo el pueblo, interesado en el dolor de aquella familia, que sabía de buena tinta que uno de sus antepasados llevaba siglo y medio en el Purgatorio, se puso en conmoción, y el mismo Pedro se cuidó de enviar a la torre, para que estuviera en ella de vigía, a su criado Martín, el cual debía disparar un cohete si la campana sonaba.

Era este Martín un hombre de bien a carta cabal, pero no por serlo estaba exento de defectos ¡y vaya si los tenía! El suyo más capital consistía en aparentar de día un valor a toda prueba, por más que no se hubiese probado nunca, valor que desaparecía sin saber cómo ni por qué al llegar la noche.

Procuraba ocultar de todos esta circunstancia, así es que fue elegido aquella tarde por unanimidad para que sirviese de atalaya en la torre, toda vez que existe cierto peligro relativo en estar cerca de una campana que pueda tañir7 sin que ninguna mano extraña la impulse.

Había oído decir que para conjurar el miedo no hay específico mejor que el vino, y como estaba muy persuadido de que una vez cerrada la noche el miedo no se haría esperar, se proveyó de una bota con la cual cogería muy bien una azumbre8 de lo tinto9.

Desde el momento en que el sacristán tocó la oración, Martín dio principio a sus libaciones, y como el temor a lo desconocido invadía su ánimo a paso de carga, aquella menudearon de tal modo que a la hora justa pronunciaba su nombre con alguna dificultad; a la hora y media tuvo precisión de sentarse en el suelo para no caerse, porque merced a la luz de la linterna que había encendido veía los objetos dobles, y todo bailaba en torno de él; en fin, a las dos horas justas, cuando la bota amenazaba estar algo enjuta, inclinó la cabeza, resbaló sobre su brazo derecho, y se durmió, pensando en que la torre estaba rodeada de multitud de fantasmas, que se disponían a voltear aquella campana fatídica.




IX

Aquel sueño profundo, torpe y pesado, más bien sopor producido por el embotamiento de las ideas que por la natural necesidad de reposo que todos experimentamos a ciertas horas, duró desde las siete hasta las nueve de la noche en que fue bruscamente interrumpido por un estrépito extraordinario del que Martín no acertó a darse cuenta en el primer momento. El ruido procedía de la parte superior; parecía que la torre se bamboleaba sobre sus cimientos, como si recibiese encima el pico de Tenerife, o alguna otra masa formidable.

El primero, el único impulso de Martín, como el de todo aquel que lucha con un mundo superior a sus fuerzas, fue buscar la puerta que conducía a la escalera, y echar a correr, bajando los escalones de cuatro en cuatro, olvidándose disparar el cohete y recoger la bota, inseparable compañera en las ocasiones críticas.

No tardó en verse en medio de la plaza, rodeado de personas de ambos sexos, mozos, viejos, y chiquitos, que gritaban como energúmenos.

-¡Milagro! ¡Milagro! El alma de Francisco Martín ha entrado en el cielo después de ciento cincuenta años de purgatorio.

En aquel momento la alcoba de Catalina se llenó de gente que en actitud alborozada se apresuraba a cumplimentar a la enferma y su marido, que estrechaba entre sus brazos una robusta niña que venía al mundo con tan buena estrella.

Pedro Antúnez no cabía en sí de gozo, porque a la verdad no era plato de gusto para él, lo mismo que tampoco lo había sido para sus ascendientes, de que todo el pueblo —734— supiese de buena tinta que uno do sus abuelos llevaba ya siglo y medio tostándose en el Purgatorio.

Pasaron los años, y al cabo de diez aquella satisfacción se trocó en amargura, producida por un fatal desengaño.

Estando a las puertas de la muerte una mujer llamada Rita, manifestó deseos de hablar con Pedro Antúnez, manifestándole que el alma de su abuelo no debía haber salido del Purgatorio, puesto que la noche del alumbramiento de Catalina, ella misma fue la que tocó la campana para alejar de allí a Martín y poder salir de la torre, donde se había refugiado cuando aquel llegó en ocasión en que estaba hablando con una persona con quien ella tenía interés en que no la vieran, y en descargo de su conciencia hacia aquella confesión.

Pedro Antúnez, que no había vuelto a tener más hijos, se retiró mohíno y cariacontecido; en honra del alma de su abuelo, sepultó en su pecho aquel secreto que acababa de saber, y murió de pesar al poco tiempo.

Pero el pueblo, que no traslució nada de ello, siguió y sigue tañendo en todos los alumbramientos La Campana del diablo.





FUENTE

Pedro Escamilla, «La campana del diablo», El Periódico para todos, segunda época 1879, año II, n.º 46, pp. 732-734.



Edición: Pilar Vega Rodríguez.



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