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La casa de las tres estrellas. Tradición

Antonio Joaquín Afán de Ribera






I

Legalib ilé Alá; «No es vencedor sino Dios». Esta es la divisa, el emblema del magnánimo, del valiente, del justiciero Rey Alhamar el grande.

Él edificó los alcázares de la Alhambra para gloria del pueblo muslime y admiración de los siglos venideros.

Él, primero de los soberanos nazaritas, llegó a competir por sus virtudes y gentileza con el modelo de los caballeros árabes, con el gran de Almanzor.

Él, decidido apoyo de los pobres y de los desgraciados, recibió en el año de 1247 en su corte a Abén-Abid1, señor de la imponderable Sevilla, arrancada del poder de la morisma por la poderosa espada de Fernando el Santo.

Él, que visitaba las escuelas, los colegios y los hospitales, para derramar beneficios sobre —150— su pueblo, alentó de tal manera el comercio y la industria, que la comarca granadina fue la más culta de su época.

¡Gloria a la casa de Nazar! Bien dicen los tarjetones africanos de la sala de Comarech: «La gracia que tenéis de Dios dimana, que es auxilio en cualquier tribulación».

Y por ello añadió el poeta:


«Príncipes envidian
su linaje claro,
y temen los grandes
potente a su brazo».






II

Ricos heredamientos de tierras, por la llamada hoy cerca alta de Cartuja, y un palacio en la alcazaba2, dio el espléndido monarca al destronado sevillano.

Y Abén-Abid, aunque agradeciendo en el corazón tantas mercedes, no podía calmar sus pesares.

Los frondosos olivares de la reina del Betis, y las caudalosas aguas del Guadalquivir, estaban siempre presentes ante su vista, al contemplar —151— el torrente del Beiro y las accidentadas colinas de la Golilla.

Sólo endulzaban sus amarguras tres hijas que el cielo le había concedido.

Xacharatadur, que significa árbol de las perlas, era la mayor.

Leila, noche, la segunda.

Y Amina, o sea fiel, la tercera.

Pocas veces la hermosura y el candor habían esparcido sus tesoros con tanta largueza.

Amina tenía los ojos azules, como rayos del sol el cabello, y una sonrisa de bondad animando siempre sus labios de carmín.

Leila, en cambio, de morena tez, de mirada avasalladora, de trenzas como el azabache, despedía efluvios magnéticos que abrasaban las almas, y fijaban su imagen en el pecho donde quedaba, sin poder borrarse jamás.

Y Xacharatadur, blanca como la nieve del Solair3, de abundante y rizada cabellera castaña, y de andar tan ligero y gracioso cual la gacela del Desierto, era la encarnación viva de esas vírgenes del Profeta, que todo buen musulmán aguarda encontrar en el prometido Paraíso y que por obtenerlas arriesgan su vida en las luchas contra los infieles. —152—



Y más extraño aun que las tres estuviesen libres de las cadenas del amor.

Encerradas en el fondo del harén de su padre, conducidas a Granada en bien custodiadas literas, y al presente en los risueños jardines de la suntuosa mansión que donara Alhamar, su vida se deslizaba tranquila, no recibiendo otras caricias que el tierno abrazo con que las saludaba diariamente el autor de sus días.

Y pasaron los rigores del invierno, tanto más sensibles porque en él perdieron su querida patria, y las auras primaverales orearon los floridos cármenes4, y las rosas de mayo esparcieron sus perfumes, abriendo sus capullos bañados por el rocío de las fértiles lluvias de abril.

Y una noche de luna, en la que el astro de la melancolía esparcía sus plateados rayos y sombreaba la naturaleza con tintas inexplicables, las tres hermanas se encontraban en los jardines.

Un susurro vago se dejó escuchar bajo la glorieta que cubrían enredadoras pasionarias, y una voz con eco celestial murmuraba estas palabras:

-Es en balde que los guerreros de la corte sulamita pretendan del Califa la mano de las —153— huríes andaluzas. Ni Osmin el bravo5, ni Aliatar el arrogante6, ni Reduán7 el terror de las fronteras, son los llamados por Alá a poseerlas8. Los genios de los alcázares han fijado en ellas su atención, y resuelven que gocen dichas extrañas a otros seres, haciendo inmortal su existencia.

Tan inesperadas frases llenaron de espanto a las tres hermanas.

El miedo embargó su ánimo, y se retiraron a sus habitaciones.

Pero a pesar de todo, anhelaron la puesta del sol, atraídas por una curiosidad irresistible.

La umbrosa enramada volvió a dejar sentir sus sonidos; y acentos cariñosos y conceptos de la pasión más profunda llegaron a escuchar.

Y el misterio llenaba sus almas de un encanto indefinible, y trémulas, anhelantes, querían profundizar el espacio para descubrir la figura de aquellos indefinibles amadores, que ocultos en nubes de gasa se perdían en los aires, impalpables e invisibles, vagando en las regiones del éter, pero sin mostrar formas humanas.

Aquella noche, al terminar sus amantes —154— pláticas, sin saber por dónde, se encontraron tres magníficos anillos de brillantes en sus faldas.

Las jóvenes los colocaron en sus dedos y parecían hechos a la exacta medida de cada una.

En muchas otras ocasiones se repitieron tan ideales escenas, y sus corazones se interesaron de tal modo, que el más tenue suspiro de la brisa les parecía el rumor de las alas de aquellos silfos9 extraños que las abrasaban de amor, y cuya figura se fingía cada una en su mente como un cúmulo de perfecciones.

Por fin, al acercarse las primeras auras del estío, el cielo resplandeciente de luceros brilladores, y el silencio y las sombras apoderadas de la ciudad, las tres princesas creyeron ver tomar forma corpórea a sus amantes, y un grito de admiración y de alegría se escapó de sus pechos. Tres gallardos mancebos, de una hermosura distinta a la del resto de los mortales, se les acercaban; y el primero agarrando la mano de Xacharatadur, le dijo:

-Princesa la más bella del universo, yo soy el genio de las aguas, tengo palacios transparentes en los más recónditos subterráneos, y mis servidores esparcen la vida y la salud —155— en estos ámbitos. ¿Quieres habitar conmigo este edén de delicias reservado a la que, cual tú, es llamada la perla de los mortales?

Xacharatadur inclinó la cabeza, y un tímido sí se escapó de sus labios. Y en seguida Leila oyó lo siguiente:

-Yo mando en los céfiros y en las brisas. Quiero compartir contigo un trono que se cierne en el espacio, y que tus ojos brilladores iluminen la esfera, encendidos por el fuego de la pasión. Desde el huracán que troncha los seculares árboles, hasta el vientecillo que apenas mueve las hojas, todos serán tus servidores y esclavos. Vente conmigo a las regiones del fuego, y la noche será eterna para nuestra ventura.

La joven enlazó sus manos con las del genio, y entonces el tercero se postró ante Amina exclamando:

-Yo habito en los jardines de Granada.

Sus puras flores te brindarán eternamente sus perfumes y serán la alfombra de tus plantas.

Tendrás por amigas las hadas bondadosas que se acogen en las grutas que cubren las frescas alamedas, y tu sonrisa abrir a los claveles moriscos, tan encendidos como tus labios.

Y entonces ¡cosa extraña! en las manos de —156— aquellos seres sobrenaturales resplandecían otras sortijas semejantes a las regaladas a las princesas, aunque cada una en forma de una fulgurante estrella, las que por un movimiento unánime cambiaron a la vez por las que aquéllos tenían; y hecho esto, rodeando con sus brazos las cinturas de sus amadas, sin que éstas opusiesen la menor resistencia, murmuraron con un acento dulcísimo:

-Nuestra estrella os entregamos. Sed siempre la de nuestra felicidad.

A poco una nube opaca envolvió el mágico cenador, formando una espiral que, prolongándose indefinidamente hacia los cielos, se disipó a los primeros rayos de la aurora, sin que genios ni princesas volvieran nunca a aparecer.

Esta es la leyenda de las Tres Estrellas. El buen ex rey Abén-Abid, afirma, escondió sus tesoros, y su memoria quedó perdida en esa horrible cima que se llama lo pasado y que tanto devora a los hombres como a sus obras.

Sin embargo, algún cronista, menos entusiasta de los sueños maravillosos, pretende afirmar en un viejo libro que la desaparición de las bellezas sevillanas fue debida a las artes empleadas por ciertos guerreros famosos, —157— de los que a las órdenes de García Pérez de Vargas conquistaron a la reina del Betis, quedando presos en cambio en las redes de amor por las hijas del rey, que galantemente escoltaron a la salida. Y aun asegura que ciertos soldados árabes, que después fueron bizarros escuderos castellanos, anduvieron en la trama evaporándose todos por la honda mina que desde el palacio terminaba en la puerta que se llamó de Bib-Blacha10.




III

Y el estandarte de la Cruz se plantó en las almenas de la Alhambra por mano del heroico Conde de Tendilla11.

Y la rebelión de los monfíes12 fue sofocada, inundándose de sangre los fértiles y agrestes valles de la Alpujarra.

Y aquellos vecinos del Albaicín, que respondieron cobardemente: «andad, hermanos, que pocos sois y venís tarde», vieron desvanecerse como el humo sus privilegios hasta salir expulsados del suelo donde nacieron.

Y los palacios y casas de recreo de los vencidos musulmanes perdieron poco a poco sus —158— primitivas formas con los adosados y construcciones que les añadían los conquistadores, trocándose en casarones destartalados, en patios irregulares y en habitaciones donde el macizo balcón gótico tapaba o rompía la elegante columna marmórea del pulido ajimez13 arábigo.

Y esto ocurrió con el edificio de las Tres Estrellas. Pero siempre ya desde los finales del siglo XV, como en los dos que le subsiguieron, el tinte sombrío y misterioso que le rodeaba no llegó nunca a perderse.

La memoria del tesoro de Abén-Abid y la existencia de almas en pena en sus escondrijos eran pábulo de los vecinos, cuyas familias más pobres lo habitaban, dejándolo destruir poco a poco.

Uno de aquellos, por nombre Lorenzo Suárez, lo ocupó con su familia en 1740.

Desvalido y mal trabajador, el hacerse rico era su único deseo, y su conciencia no vacilaba en los medios para conseguirlo. Hubiera sido capaz de cualquier crimen, si su espíritu medroso y apocado no se lo impidiera.

Los relatos del nunca hallado tesoro le ocupaban constantemente. Sondeaba las paredes, registraba los desvanes, y en las noches más —159— sombrías y silenciosas estaba como un ave agorera en la punta de un ruinoso corredor, acechando un murmullo, una sombra que inesperadamente le indicase el lugar donde podría saciar sus anhelos. Pero nada lograba. Entonces, según afirman las crónicas, desatentado, loco, pues no podía caber otra cosa en un cristiano viejo, vendió su alma al diablo.

Después del terrible pacto, la fortuna empezó a sonreírle.

En un ángulo de la escalera del segundo piso encontró al siguiente día un puchero de barro lleno de monedas de oro. Verificó el cambio casa de un mercader, y comprando una ropilla nueva e introduciendo la abundancia en su miserable familia, que todo lo ignoraba, se encerraba horas enteras en su aposento, sin permitir que nadie penetrase en el mismo.

Únicamente una enorme botella de vino era su compañía, como si en la espirituosa bebida quisiera ahogar algún triste recuerdo que le atormentara.

El Lorenzo, cada vez más torvo y sombrío; su mujer e hijos, extrañando el rápido bien estar que les rodeaba; y el invierno aproximándose con sus helados vientos, con su entoldada atmósfera de nubes. Y la noche que —160— tanto celebran pobres y ricos como recuerdo de que naciera Nuestro Divino Salvador, el desgraciado Suárez quiso imitar a todos, dejando su voluntario retraimiento.

Mandó encender la chimenea, no arrimándose a ella hasta que fueron rezadas las preces de las ánimas14, cuyas frases piadosas le causaban terribles emociones.

Ya en el seno de la familia, pareció olvidar sus remordimientos, y hasta más expansivo, habló de trasladar su domicilio a un risueño pueblo de la vega.

De repente, la tormenta que se iniciara en la punta de la sierra aquella tarde estalló con inusitado fragor. Un relámpago terrible, seguido de un trueno pavoroso, puso fin a la cena.

Las mujeres se pusieron a rezar de rodillas, y Lorenzo oyó una voz que le llamaba diciéndole:

-Llegó tu hora, cumple tu promesa.

Despavorido huyó a su habitación, y de un trago se sorbió todo el líquido que encerraba la botella.

A las primeras horas del día le encontraron tendido en el pavimento y cadáver. Los médicos afirmaron que era efecto de una combustión —161— espontánea debida al uso inmoderado de las bebidas alcohólicas, explicando así lo negro de su rostro y lo carbonizado de sus miembros; pero no faltaron muchas personas que al mirarle se santiguaban, exclamando:

-Este hombre está endemoniado; Dios nos valga.

Verificóse el entierro, sin detenerse en la iglesia por el estado de descomposición del muerto, pero a los conductores les extrañaba el ligero peso del ataúd.

Al descubrirlo en el cementerio se encontró vacío; y desde aquella época se tuvo a Lorenzo por insepulto.

Las ancianas de las cercanías, y especialmente una que hace poco pasó a mejor vida, afirmaban que todos los años por Noche Buena bajaba por las escaleras de la casa un entierro con acompañamiento de doce diablos con velas encendidas, hundiéndose en los sótanos, sin dejar la más mínima huella de sus pasos.

Y este es el cuento que circula sobre el local teatro de tantas maravillas.




IV

Los años destructores han pasado en gran número sobre la casa de las Tres Estrellas. Dividido y cercenado el antiguo palacio, lo poco que aún resta y lo caracteriza, fue adquirido por el autor de esta obra. El arco que da entrada al pequeño postigo por donde se supuso se introdujo el Garcés del Martin Gil en 1578, existe todavía en la calle del mismo nombre, y sobre el dintel aparecen tres estrellas, indeleble ejecutoria y base primordial de estos relatos.

Dentro, borradas y casi derruidas sus paredes, arrebatadas las preciosas columnas de mármol de Macael15 que sostenían un elegante mirab16, sólo se puede leer en un calado cornisamento esta inscripción:

La gloria eterna pertenece a Dios, el reino eterno pertenece a Dios.



A la derecha de la puerta existía al hacerme cargo de la adquisición, un profundo agujero.

Creí fuese vertedero de aguas, pero ensanchándolo para la obra, se descubrió ser anchísima mina, cegada en el interior por escombros, pero con cabida aún bastante para albergar a —163— un hombre. No cabe duda era uno de esos caminos árabes que en las entrañas de la tierra abrían los sectarios17 del Islam, tanto para defensa de sus fuertes, como para sus ocultos fines de amores y venganzas.

¡Ese es el mundo! En los nichos afiligranados donde con gran veneración se colocaba el Alcorán18, anidan hoy mis palomas castizas; y en el corredor donde las doncellas moras salían a respirar el sano ambiente de la mañana, los pintados canarios de mi pajarera gorjean alegres contemplando el sorprendente paisaje que desde allí se descubre.





FUENTE

Afán de Ribera, Antonio Joaquín, «La casa de las tres estrellas», en Las noches del Albaicín: tradiciones, leyendas y cuentos granadinos. Vol. 2. Los Huérfanos, 1885, pp. 149-164.



Edición: Pilar Vega Rodríguez.



 
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