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La conjuración de Venecia. Año de 1310


Francisco Martínez de la Rosa


[Nota preliminar: edición digital a partir de La conjuración de Venecia, año 1310, en Obras literarias de D. Francisco Martínez de la Rosa, París, Imprenta de Julio Didot, 1827-30, t. V, 1830, pp. 247-372, y cotejada con la edición de Mª José Alonso Seoane, Madrid, Cátedra, 1993.]


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Advertencia

De algunos años a esta parte, deseaba componer una obra dramática cuyo argumento fuese tomado de la historia de Venecia: la forma de gobierno de aquella república, la severidad de sus leyes, el rigor y el misterio de algunos de sus tribunales, me han parecido siempre muy propios para una composición de esta clase, capaces de despertar vivo interés y de acalorar fácilmente la fantasía. Al fin me determiné a poner manos a la obra; y ya resuelto a bosquejar una de las revoluciones de aquel estado, empecé por estudiar detenidamente su historia, valiéndome de la que escribió el conde Daru, profunda y completa, si bien sobrado difusa y prolija. Entre los grandes sucesos que presenta, me pareció preferible por varias razones la célebre conjuración acaecida en Venecia al comenzar el siglo decimocuarto: fue tal vez la más grave y la que más influjo tuvo en la suerte ulterior de aquella república; no abortó antes de tiempo, como la atribuida al marqués de Bedmar y otras; su malogro consolidó por siglos el poder de un corto número de familias; y desde aquella época puede decirse que empezó para Venecia una nueva era. La clase de personas que tramaron la conjuración, su misma importancia, los motivos que la excitaron, su fin pronto y sangriento, todo parecía brindarse a una composición dramática; tanto más, cuanto nunca se ha presentado este argumento en ningún teatro.

Da también la casualidad favorable de que no sólo han referido con alguna extensión este suceso los historiadores de Venecia, como Verdizzotti y otros, sino que existen unos documentos auténticos, sumamente preciosos, que dan de esta revolución una cabal idea. Tales son las cartas del mismo dux Gradénigo, escritas en aquellos días a los embajadores de la república y a los gobernadores de las provincias, dándoles cuenta de lo acaecido, en que él había tenido tanta parte; hallándose en la misma obra las sentencias de los reos y muchas circunstancias notables1.

Mas no por eso se crea que he seguido escrupulosamente la pauta de la historia, aunque he procurado presentar aquel grave acontecimiento bajo su verdadero aspecto, dar una idea bastante exacta de los principios y máximas de aquel gobierno, y conservar en el traslado de costumbres y caracteres el sello peculiar del siglo y de la nación.

En cuanto a la fábula de este drama, me parece muy sencilla, y no sé yo si en el teatro bastará el interés que en mi concepto encierra, para lograr cumplidamente su objeto; lo que sí puedo decir desde ahora es que, al hacer este ensayo, me propuse dar a los sentimientos, al estilo y al lenguaje la mayor naturalidad. Caminando a tientas y sin guía, tampoco sé si me habré o no extraviado; pero en una carrera no conocida, hasta las caídas de los que van delante suelen ser de provecho a otros.



PERSONAJES
 

 
RUGIERO,   casado de secreto con
LAURA,    hija del senador
JUAN MOROSINI,   hermano de
PEDRO MOROSINI,    presidente 1º del Tribunal de los Diez.
PRESIDENTE 2º,   del Tribunal de los Diez.
PRESIDENTE 3º,   del Tribunal de los Diez.
SECRETARIO,   del Tribunal de los Diez.
EL EMBAJADOR DE GÉNOVA.
SU SECRETARIO.
MARCOS QUERINI,   cabezas de la conjuración.
BOEMUNDO THIÉPOLO,   cabezas de la conjuración.
ANDRÉS DAURO,   cabezas de la conjuración.
BADOER,   cabezas de la conjuración.
JUAN MAFEI,   cabezas de la conjuración.
COMANDANTE DE LA GUARDIA DEL DUX.
ESPÍA 1.º
ESPÍA 2.º
MATILDE,    aya de Laura.
JULIÁN ROSSI,   soldado de la bandera de Rugiero.
Un artesano.
Un marinero.
Una mujer del vulgo.
Su marido.
Peregrino anciano.
Peregrino mozo.
Conjurados.
Soldados.
Pueblo.
Jueces
Subalternos del Tribunal.
 
La escena en Venecia.

 




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Acto I

 
El teatro representa un salón del palacio del embajador de Génova: en el foro una galería estrecha que conduce a la calle; a los lados dos puertas que dan a las demás habitaciones de la casa. Es de noche.

 

Escena I

 
EMBAJADOR, SECRETARIO, escribiendo en un bufete

 

EMBAJADOR.-   (Levantándose.) ¡Cuánto tarda la hora!...  (Después de un breve intervalo, suena un reloj a lo lejos y da la una.) Ya da.  (Preséntase, saliendo por una de las puertas laterales, un hombre enmascarado.) Colócate a la entrada de esa galería; y si alguno penetrare hasta aquí, sin dar el nombre y sin mostrar la contraseña... déjale muerto a tus pies.

 
(El MÁSCARA se sitúa en su puesto.)

 

EMBAJADOR.-   (Al SECRETARIO.) Aún podemos aprovechar unos instantes, mientras se reúnen los nobles Venecianos; tal vez haya tiempo de concluir ese despacho para Génova.

SECRETARIO.-  Ved, señor, que es posible que al entrar oigan lo que dictáis...

EMBAJADOR.-   (Con frialdad.) Bien está.

 
(El EMBAJADOR se dispone a dictar, paseándose por la escena; empiezan a llegar sucesivamente varios conjurados, todos con máscara; y al entrar, dicen una palabra al oído a la persona colocada en la galería y le muestran una medalla; después se van distribuyendo por la sala.)

 

SECRETARIO.-  Así concluía el último periodo:  (lee)  «Ellos mismos, de propia autoridad, han cerrado la entrada del Gran Consejo a los demás nobles; y prohibiendo las elecciones futuras, han vinculado exclusivamente en sus familias el privilegio de tiranizar a su patria.»

EMBAJADOR.-   (Dictando.) «Usurpación tan escandalosa ha encendido en los ánimos una indignación general: no sólo varios nobles, despojados injustamente del derecho de ser elegidos, sino aun algunos de los más ilustres, que por casualidad se hallaban a la sazón en el Gran Consejo, han resuelto echar por tierra la obra de iniquidad, y restablecer cuanto antes las antiguas leyes.»

SECRETARIO.-   (Repite.) «Las antiguas leyes.»

EMBAJADOR.-  «Todo se halla dispuesto para esta reparación solemne; reunidos los medios, prontos los ejecutores, próximo ya el día... Y como enviado de una república amiga, que acaba de dar el ejemplo de poner coto a la ambición de algunos nobles, he creído deber contribuir al logro de una empresa, justa en su principio, de éxito seguro y de consecuencias ventajosas a entrambas naciones».



Escena II

 
EMBAJADOR, SECRETARIO, MARCOS QUERINI, JACOBO QUERINI, THIÉPOLO, BADOER, MAFEI, DAURO, otros tres conjurados.

 

EMBAJADOR.-   (Echando una mirada por la sala.)  Ya me parece que han llegado todos...  (Al SECRETARIO.)  Copiad ahora en cifra lo que contiene este escrito, en tanto que celebramos nuestra junta.

 
(El EMBAJADOR se dirige hacia los conjurados y va dando la mano a cada uno de ellos sucesivamente.)

 

SECRETARIO.-   (Leyendo para sí el papel)  «Apuntad los nombres de todos los concurrentes; y sin hacer ni el más leve ademán de atender a lo que aquí pase, escribid la sustancia de los razonamientos y apuntad fielmente cuanto notéis.»

EMBAJADOR.-  ¿Todos amigos?

CONJURADOS.-  Todos.

 
(Quítanse las máscaras, se saludan cortésmente y toman asiento.)

 

EMBAJADOR.-  ¿Falta alguno?...

MAFEI.-  Sólo echo de menos a Rugiero.

EMBAJADOR.-   A pesar de sus pocos años, no creo que le hayan detenido las diversiones del carnaval: ama mucho a su patria adoptiva y no piensa sino en salvarla.

THIÉPOLO.-  Sólo tendría alguna disculpa su tardanza, si fuese cierto, como dicen, que está perdido de amores, y lo que es peor, sin esperanza de lograr su dicha... Debemos ser indulgentes con los desgraciados.

DAURO.-  Mi amigo no ha menester compasión ni indulgencia: cuando se trata de cumplir con un deber, nadie en el mundo le lleva ventaja.

MARCOS QUERINI.-   ¿Y quién pudiera dudarlo?... Cabalmente sus buenas prendas le han granjeado el afecto de todos; y lejos de mirársele en Venecia como extranjero, sin más recomendación que su espada, se le considera con razón como uno de sus mejores hijos. Si hoy tarda, por primera vez, debe de motivarlo alguna causa poderosa...

DAURO.-  Quizá sea ése que llega...

EMBAJADOR.-  No hay duda.



Escena III

 
Dichos; RUGIERO.

 
 
Presenta éste su contraseña al máscara, el cual se retira, al mandárselo el EMBAJADOR, dejando cerrada la puerta.

 

RUGIERO.-    (Se descubre y saluda a los demás.) No ha sido culpa mía el haber tardado estos pocos momentos: una casualidad, tal vez de leve importancia, me ha hecho suspender de propósito entrar en el palacio... Toda la noche había notado que me seguía un máscara, vestido de negro... en vano atravesaba yo los puentes, cruzaba el bullicio en la plaza, mudaba mil veces de rumbo... siempre le veía cerca de mí, cual si fuese mi sombra. A veces sospeché, hallándole por todas partes, que quizá fuesen varios, de traje parecido; y hasta llegué a dudar si sería mi propia imaginación la que así los multiplicaba ante mis ojos... Al cabo me vi libre un instante, y lo he aprovechado.

MAFEI.-  En esta época del año, nada tiene de singular esa aventura: tal vez os hayan confundido con otro; y aun la mera curiosidad bastaría para que alguno haya formado empeño de conoceros.

DAURO.-  Ni la más leve circunstancia debe desatenderse, en crisis de tanto momento... ¿Quién sabe si acecharán los pasos de Rugiero por algún recelo o sospecha?... Todos conocemos a fondo las malas artes de ese tribunal, digno apoyo de la tiranía: mina la tierra que pisamos; oye el eco de las paredes; sorprende hasta los secretos que se escapan en sueños...

THIÉPOLO .-  Poco le han de valer ya su astucia misteriosa, sus infames espías, sus mil bocas de bronce, abiertas siempre a la delación y a la calumnia... Si se muestra ahora aun más activo y tremendo, desde que está a su frente el cruel Morosini, antes lo tengo por buen anuncio que por malo; no es síntoma de robustez, sino la agonía de un moribundo.

BADOER.-  ¿Y por qué tardamos en señalar su última hora?... En las grandes empresas el mayor peligro está en la dilación...

JACOBO QUERINI.-  Y tal vez en precipitarlas. No es mi ánimo, nobles señores, contrarrestar vuestra resolución generosa; y después de haber agotado en vano todos los medios de persuasión y de templanza, conozco a pesar mío que es necesario, so pena de mayores males, oponerse resueltamente a tamaño atentado. Mas ya que la ceguedad de unos pocos nos obligue a tan duro extremo, ¿no debemos prever todas las consecuencias, y evitar todos los estragos de una revolución?... No basta tener en favor nuestro la razón y las leyes; siempre es aventurado encomendar su triunfo al incierto trance de las armas, y es mala lección para los pueblos enseñarles a reclamar justicia, desplegando la fuerza...

THIÉPOLO.-   (Interrumpiéndole.) ¿Y qué otro recurso nos queda, para arrancar a unos detentores infames el depósito que han usurpado?... ¡Vosotros lo sabéis: las quejas se gradúan de delito, las reclamaciones de crimen, y el patíbulo ahoga la voz de los que osan invocar las leyes! En ese mismo palacio cuyas puertas se cerraron ante mi padre, alzado por aclamación pública a la suprema dignidad; en ese mismo palacio en que un dux orgulloso, nombrado por sus cómplices, trama noche y día la servidumbre de su patria, no ha faltado ya quien reclame en favor de nuestros derechos; ¿y cuál ha sido la respuesta?... No necesito recordárosla; ¡aún no está enjuta la sangre de las víctimas! ¡Sin proceso ni tela de juicio, sin acusación ni defensa, en la oscuridad de la noche, a la sombra de impenetrables muros, cayeron los leales a manos de los pérfidos; y por colmo de horror y escándalo, se apellidó luego justicia la venganza de los asesinos!

MARCOS QUERINI.-  Calma, Boemundo, calma ese aliento generoso, tan necesario en la pelea como arriesgado en el consejo: cuando se trata de asunto de tamaña importancia, más vale seguir la luz de la prudencia que los ímpetus del corazón. Nuestros sentimientos son los mismos, uno nuestro deseo; y aunque ves estas canas sobre mi frente, tan resuelto estoy como el que más a derramar mi sangre, por no dejar a mi patria en tan indigna esclavitud. Mas antes de aventurarlo todo, conviene no olvidar el poder y la astucia de nuestros contrarios, y asegurar el buen éxito de la empresa por cuantos medios estén al alcance de la prudencia humana...

BADOER.-  ¿Y qué nos falta ya?... Las tropas de mi mando están prontas y llegarán de Padua al momento preciso...

RUGIERO.-  Los guerreros que siguen mis banderas me demandan a cada instante la señal anhelada...

EMBAJADOR.-  Por no excitar inquietud y sospechas, aún no se han internado en el golfo las galeras de Génova; pero el almirante aguarda ya mis órdenes, y el pabellón de una república amiga vendrá a solemnizar también el triunfo de Venecia.

JACOBO QUERINI.-  ¿Y los nobles?... ¿y el pueblo?...

DAURO.-  ¿Quién puede dudar de que estén por nosotros? Despojadas de su prerrogativa cien familias ilustres, perseguidas otras, amenazadas todas, ansían en secreto la caída de los usurpadores y el recobro de los antiguos fueros: a una voz, a un acento, no habrá noble veneciano, digno de su estirpe, que no empuñe la espada en nuestro favor.

BADOER.-  Y yo respondo con mi cabeza de la cooperación del pueblo. La ruina de nuestra armada en Curzola, la derrota del Po, la pérdida de Tolemaida, la miseria y el hambre, todas las plagas juntas, han apurado ya la paciencia y el sufrimiento; no hay nadie que no anhele ver el término de tantos males.

MAFEI.-  ¡La maldición del cielo ha caído sobre Venecia y pide a gritos el castigo de los culpables: ni aun nos queda el recurso, en medio de tantas desdichas, de recibir los consuelos de la religión y llorar siquiera en los templos!... Cerradas sus puertas, prófugos sus ministros, interrumpidos los cánticos y sacrificios, en vano tendemos los brazos al Pastor santo de los fieles... Su tremendo entredicho pesa sobre nosotros; y a su voz todas las naciones nos repulsan como apestados, o nos persiguen como a fieras.

THIÉPOLO.-  ¿Qué aguardamos, pues, qué aguardamos?...

DAURO.-  A cada instante se agravan los males y se dificulta el remedio.

RUGIERO.-  La menor tardanza puede sernos funesta.

MAFEI.-  ¡Ni un día más!

VARIOS CONJURADOS.-  ¡Ni un sólo día!

MARCOS QUERINI.-  Pues tan resueltos os mostráis a tentar cuanto antes el último recurso, concertemos el plan con madurez y detenimiento, dejando cuanto menos sea dable a los azares de la suerte. Sé bien que podemos contar, al menos por el pronto, con más fuerzas que nuestros contrarios; ¿pero no debemos procurar que nuestro triunfo cueste pocas lágrimas, y evitar con todo empeño el derramamiento de sangre?... Quisiera yo también, y daría mi vida por lograrlo, que se tomasen todas las precauciones para que el pueblo no sacuda el freno, y no empañe nuestra victoria con desórdenes y demasías. Ha nacido para obedecer, no para mandar; y al mismo tiempo que vea desmoronarse la obra inicua de la usurpación, debe admirar más firme y sólido el antiguo edificio de nuestras leyes. Rescatemos, sí, rescatemos de manos infieles la herencia de nuestros mayores; mas no expongamos el bajel del estado a las tormentas populares.

EMBAJADOR.-  Bien se echa de ver, noble Querini, bien se echa de ver en vuestras razones aquella prudencia consumada, que os ha granjeado tanto crédito entre los padres de Venecia. Tan persuadido estoy, por lo que a mí toca, de la oportunidad de tan saludables consejos, que siempre he sido de dictamen de que debe emplearse la sorpresa y la astucia, más bien que empeñar una larga contienda, incierta tal vez y dudosa. Por lo mismo que nuestros contrarios confían tanto en su previsión y en sus fuerzas; por lo mismo que se han reunido pocos, para oprimir más a su salvo; ha de ser menos difícil lograr nuestro propósito por algún medio pronto, osado, que no hayan podido siquiera imaginar. Tal sería, si bien os pareciese, apoderarnos por sorpresa del Dux y de sus principales cómplices; y arrojándolos lejos de la patria, que no merecen, proclamar al punto el restablecimiento de las antiguas leyes...

MAFEI.-  Anoche mismo, paseándome por los pórticos, noté cuán factible era apoderarse de rebato del palacio ducal. La guardia me pareció escasa y desapercibida; la plaza estaba hirviendo de gente; las oleadas llegaban hasta dentro de las mismas puertas, sin excitar recelo... ¿Qué riesgo habría en mezclarnos con la muchedumbre, acechar la ocasión oportuna, y abalanzarnos a una señal, sin dar siquiera tiempo de ponerse en defensa?

THIÉPOLO.-  Reunidas en secreto nuestras tropas en el palacio de Querini, pocos instantes habría menester para ocupar el puente de Rialto y cortar la comunicación entre ambas partes de la ciudad.

BADOER.-  Algunos hombres escogidos, mezclados entre la turba, podrían apoderarse de improviso de las avenidas de la plaza y contener a un tiempo a los usurpadores y al pueblo.

JACOBO QUERINI.-  Lo que urge más que todo es apoderarse desde luego del Dux... Yo conozco a Gradénigo... hombre audaz, obstinado, inflexible, que expondrá mil veces la vida antes que ceder.

THIÉPOLO.-  ¿Y de qué le servirá su arrojo, cuando se halle sorprendido, abandonado de los suyos, sin recurso en la tierra?... También eran valientes los que abusaron antes que él de la suprema potestad; y no por eso se pusieron a salvo del castigo de nuestros padres. ¡Dichosos se llamaron los que pasaron desde el solio a un triste monasterio; mientras proscriptos otros, privados hasta de los ojos para llorar su afrenta, por única merced demandaban la muerte!

EMBAJADOR.-  Más fácil será ahora nuestro triunfo, ya que la suerte se nos brinda propicia... Pasado mañana, por último día de carnaval, celebra el Dux un festín magnífico, a que asistirán sus consejeros y muchos miembros del senado, sus principales cómplices: nuestros amigos y parciales pueden concurrir igualmente, disfrazados como los demás nobles; y su sola presencia bastará para afianzarnos la victoria. Al momento que estalle el tumulto en la plaza, debe resonar el mismo grito en los salones del palacio y hallarse el Dux cercado de cien desconocidos. La confusión, la sorpresa, la imposibilidad de distinguir amigos y contrarios, quebrantarán el ánimo de los más audaces; y sin osar resistir siquiera caerán en nuestras manos.

MARCOS QUERINI.-  A pesar de que juzgo ese plan el menos arriesgado, y harto probable su buen éxito, no dejemos por eso de tomar todas las precauciones... Muchas empresas se han malogrado en el mundo, por haberse desatendido una circunstancia muy leve; y no es lo más difícil imaginar un plan, sino concertar bien los medios de llevarlo a cabo.

EMBAJADOR.-  ¿Y quién mejor que vos, respetable Querini, dotado de la prudencia de la edad madura y del aliento de la mocedad, pudiera encargarse de tan arduo negocio?... Cierto estoy que no habrá uno solo de estos nobles patricios que no se someta a vuestro dictamen, pronto a ejecutar nuestras órdenes.

RUGIERO.-  Todos estamos prontos.

CONJURADOS.-  ¡Todos!

MARCOS QUERINI.-  Aunque tanto me honra vuestra confianza, no quisiera yo cargar sobre mis flacos hombros un peso tan grave; antes bien me atrevería a suplicaros que nombraseis algunos de vosotros, que me auxiliasen y sostuviesen.

DAURO.-  Sin salir de vuestro palacio, ¿no tenéis en él a vuestro hermano y a vuestro ilustre yerno?...  (Señalando a JACOBO QUERINI y a THIÉPOLO.) 

MAFEI.-  Nadie mejor que ellos; uno auxiliará vuestra mente, y otro vuestro brazo.

BADOER.-  Así también se evita la necesidad de reunirnos, a riesgo de excitar sospechas.

RUGIERO.-  A nosotros nos bastará recibir el mandato, aprestarnos y obedecer.

EMBAJADOR.-    (Levantándose.)  Ea, pues, señores: despidámonos hasta el día feliz en que ha de respirar Venecia... Envidio vuestra gloria; y mi propia sangre daría por poderme contar, como vosotros, entre los libertadores de mi patria.

JACOBO QUERINI.-  Quien vuelve por las leyes no hace más que pagar una deuda; nada hay que agradecerle.

RUGIERO.-  Aun cuando la suerte nos fuese adversa, antes quiero perecer con las víctimas que no triunfar con los verdugos.

DAURO.-  ¿Por qué has de pensar siempre lo más triste y funesto?... No se trata de morir, sino de vencer.

MAFEI.-  Nuestra causa es la causa de Dios; y Él volverá por ella.

MARCOS QUERINI.-  Vamos a poner todos los medios que pendan de nosotros... ¡y cúmplase después la voluntad del cielo!

 
(Se despiden y salen por la galería: el EMBAJADOR manda al SECRETARIO que le siga y se va por una puerta lateral.)

 

 
 
Fin del acto primero
 
 



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