De
algunos años a esta parte, deseaba componer una obra
dramática cuyo argumento fuese tomado de la historia de
Venecia: la forma de gobierno de aquella república, la
severidad de sus leyes, el rigor y el misterio de algunos de sus
tribunales, me han parecido siempre muy propios para una
composición de esta clase, capaces de despertar vivo
interés y de acalorar fácilmente la fantasía.
Al fin me determiné a poner manos a la obra; y ya resuelto a
bosquejar una de las revoluciones de aquel estado, empecé
por estudiar detenidamente su historia, valiéndome de la que
escribió el conde Daru, profunda y completa, si bien sobrado
difusa y prolija. Entre los grandes sucesos que presenta, me
pareció preferible por varias razones la célebre
conjuración acaecida en Venecia al comenzar el siglo
decimocuarto: fue tal vez la más grave y la que más
influjo tuvo en la suerte ulterior de aquella república; no
abortó antes de tiempo, como la atribuida al marqués
de Bedmar y otras; su malogro consolidó por siglos el poder
de un corto número de familias; y desde aquella época
puede decirse que empezó para Venecia una nueva era. La
clase de personas que tramaron la conjuración, su misma
importancia, los motivos que la excitaron, su fin pronto y
sangriento, todo parecía brindarse a una composición
dramática; tanto más, cuanto nunca se ha presentado
este argumento en ningún teatro.
Da
también la casualidad favorable de que no sólo han
referido con alguna extensión este suceso los historiadores
de Venecia, como Verdizzotti y otros, sino que existen unos
documentos auténticos, sumamente preciosos, que dan de esta
revolución una cabal idea. Tales son las cartas del mismo
dux Gradénigo, escritas en aquellos días a los
embajadores de la república y a los gobernadores de las
provincias, dándoles cuenta de lo acaecido, en que él
había tenido tanta parte; hallándose en la misma obra
las sentencias de los reos y muchas circunstancias
notables1.
Mas
no por eso se crea que he seguido escrupulosamente la pauta de la
historia, aunque he procurado presentar aquel grave acontecimiento
bajo su verdadero aspecto, dar una idea bastante exacta de los
principios y máximas de aquel gobierno, y conservar en el
traslado de costumbres y caracteres el sello peculiar del siglo y
de la nación.
En
cuanto a la fábula de este drama, me parece muy sencilla, y
no sé yo si en el teatro bastará el interés
que en mi concepto encierra, para lograr cumplidamente su objeto;
lo que sí puedo decir desde ahora es que, al hacer este
ensayo, me propuse dar a los sentimientos, al estilo y al lenguaje
la mayor naturalidad. Caminando a tientas y sin guía,
tampoco sé si me habré o no extraviado; pero en una
carrera no conocida, hasta las caídas de los que van delante
suelen ser de provecho a otros.
Escena
I
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EMBAJADOR,
SECRETARIO, escribiendo en
un bufete
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EMBAJADOR.-
(Levantándose.) ¡Cuánto tarda
la hora!... (Después de un breve intervalo, suena
un reloj a lo lejos y da la una.) Ya da.
(Preséntase, saliendo por una de las puertas
laterales, un hombre enmascarado.) Colócate a la
entrada de esa galería; y si alguno penetrare hasta
aquí, sin dar el nombre y sin mostrar la
contraseña... déjale muerto a tus pies.
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(El
MÁSCARA se sitúa en su puesto.)
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EMBAJADOR.- (Al SECRETARIO.) Aún
podemos aprovechar unos instantes, mientras se reúnen los
nobles Venecianos; tal vez haya tiempo de concluir ese despacho
para Génova.
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SECRETARIO.- Ved, señor, que es posible
que al entrar oigan lo que dictáis...
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EMBAJADOR.- (Con
frialdad.) Bien está.
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(El EMBAJADOR
se dispone a dictar, paseándose por la escena; empiezan a
llegar sucesivamente varios conjurados, todos con máscara; y
al entrar, dicen una palabra al oído a la persona colocada
en la galería y le muestran una medalla; después se
van distribuyendo por la sala.)
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SECRETARIO.- Así concluía el
último periodo: (lee) «Ellos
mismos, de propia autoridad, han cerrado la entrada del Gran
Consejo a los demás nobles; y prohibiendo las elecciones
futuras, han vinculado exclusivamente en sus familias el privilegio
de tiranizar a su patria.»
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EMBAJADOR.-
(Dictando.) «Usurpación tan
escandalosa ha encendido en los ánimos una
indignación general: no sólo varios nobles,
despojados injustamente del derecho de ser elegidos, sino aun
algunos de los más ilustres, que por casualidad se hallaban
a la sazón en el Gran Consejo, han resuelto
echar por tierra la obra de iniquidad, y restablecer cuanto antes
las antiguas leyes.»
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SECRETARIO.-
(Repite.) «Las antiguas leyes.»
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EMBAJADOR.- «Todo se halla dispuesto para
esta reparación solemne; reunidos los medios, prontos los
ejecutores, próximo ya el día... Y como enviado de
una república amiga, que acaba de dar el ejemplo de poner
coto a la ambición de algunos nobles, he creído deber
contribuir al logro de una empresa, justa en su principio, de
éxito seguro y de consecuencias ventajosas a entrambas
naciones».
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Escena
III
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Dichos; RUGIERO.
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Presenta éste su contraseña al
máscara, el cual se retira, al mandárselo el
EMBAJADOR, dejando cerrada
la puerta.
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RUGIERO.- (Se descubre y saluda a los
demás.) No ha sido culpa mía el haber
tardado estos pocos momentos: una casualidad, tal vez de leve
importancia, me ha hecho suspender de propósito entrar en el
palacio... Toda la noche había notado que me seguía
un máscara, vestido de negro... en vano atravesaba yo los
puentes, cruzaba el bullicio en la plaza, mudaba mil veces de
rumbo... siempre le veía cerca de mí, cual si fuese
mi sombra. A veces sospeché, hallándole por todas
partes, que quizá fuesen varios, de traje parecido; y hasta
llegué a dudar si sería mi propia imaginación
la que así los multiplicaba ante mis ojos... Al cabo me vi
libre un instante, y lo he aprovechado.
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MAFEI.- En esta época del año,
nada tiene de singular esa aventura: tal vez os hayan confundido
con otro; y aun la mera curiosidad bastaría para que alguno
haya formado empeño de conoceros.
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DAURO.- Ni la más leve circunstancia debe
desatenderse, en crisis de tanto momento... ¿Quién
sabe si acecharán los pasos de Rugiero por algún
recelo o sospecha?... Todos conocemos a fondo las malas artes de
ese tribunal, digno apoyo de la tiranía: mina la tierra que
pisamos; oye el eco de las paredes; sorprende hasta los secretos
que se escapan en sueños...
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THIÉPOLO .- Poco le han de valer ya su
astucia misteriosa, sus infames espías, sus mil bocas de
bronce, abiertas siempre a la delación y a la
calumnia... Si se muestra ahora aun más activo y tremendo,
desde que está a su frente el cruel Morosini, antes lo tengo
por buen anuncio que por malo; no es síntoma de robustez,
sino la agonía de un moribundo.
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BADOER.- ¿Y por qué tardamos en
señalar su última hora?... En las grandes empresas el
mayor peligro está en la dilación...
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JACOBO QUERINI.- Y tal vez en precipitarlas. No
es mi ánimo, nobles señores, contrarrestar vuestra
resolución generosa; y después de haber agotado en
vano todos los medios de persuasión y de templanza, conozco
a pesar mío que es necesario, so pena de mayores males,
oponerse resueltamente a tamaño atentado. Mas ya que la
ceguedad de unos pocos nos obligue a tan duro extremo, ¿no
debemos prever todas las consecuencias, y evitar todos los estragos
de una revolución?... No basta tener en favor nuestro la
razón y las leyes; siempre es aventurado encomendar su
triunfo al incierto trance de las armas, y es mala lección
para los pueblos enseñarles a reclamar justicia, desplegando
la fuerza...
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THIÉPOLO.-
(Interrumpiéndole.) ¿Y qué
otro recurso nos queda, para arrancar a unos detentores infames el
depósito que han usurpado?... ¡Vosotros lo
sabéis: las quejas se gradúan de delito, las
reclamaciones de crimen, y el patíbulo ahoga la voz de los
que osan invocar las leyes! En ese mismo palacio cuyas puertas se
cerraron ante mi padre, alzado por aclamación pública
a la suprema dignidad; en ese mismo palacio en que un dux
orgulloso, nombrado por sus cómplices, trama noche y
día la servidumbre de su patria, no ha faltado ya quien
reclame en favor de nuestros derechos; ¿y cuál ha
sido la respuesta?... No necesito recordárosla;
¡aún no está enjuta la sangre de las
víctimas! ¡Sin proceso ni tela de juicio, sin
acusación ni defensa, en la oscuridad de la noche, a la
sombra de impenetrables muros, cayeron los leales a manos de los
pérfidos; y por colmo de horror y escándalo, se
apellidó luego justicia la venganza de los asesinos!
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MARCOS QUERINI.- Calma, Boemundo, calma ese
aliento generoso, tan necesario en la pelea como arriesgado en el
consejo: cuando se trata de asunto de tamaña importancia,
más vale seguir la luz de la prudencia que los
ímpetus del corazón. Nuestros sentimientos son los
mismos, uno nuestro deseo; y aunque ves estas canas sobre mi
frente, tan resuelto estoy como el que más a derramar mi
sangre, por no dejar a mi patria en tan indigna esclavitud. Mas
antes de aventurarlo todo, conviene no olvidar el poder y la
astucia de nuestros contrarios, y asegurar el buen éxito de
la empresa por cuantos medios estén al alcance de la
prudencia humana...
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BADOER.- ¿Y qué nos falta ya?...
Las tropas de mi mando están prontas y llegarán de
Padua al momento preciso...
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RUGIERO.- Los guerreros que siguen mis banderas
me demandan a cada instante la señal anhelada...
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EMBAJADOR.- Por no excitar inquietud y
sospechas, aún no se han internado en el golfo las galeras
de Génova; pero el almirante aguarda ya mis órdenes,
y el pabellón de una república amiga vendrá a
solemnizar también el triunfo de Venecia.
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JACOBO QUERINI.- ¿Y los nobles?...
¿y el pueblo?...
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DAURO.- ¿Quién puede dudar de que
estén por nosotros? Despojadas de su prerrogativa cien
familias ilustres, perseguidas otras, amenazadas todas,
ansían en secreto la caída de los usurpadores y el
recobro de los antiguos fueros: a una voz, a un acento, no
habrá noble veneciano, digno de su estirpe, que no
empuñe la espada en nuestro favor.
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BADOER.- Y yo respondo con mi cabeza de la
cooperación del pueblo. La ruina de nuestra armada en
Curzola, la derrota del Po, la pérdida de Tolemaida, la
miseria y el hambre, todas las plagas juntas, han apurado ya la
paciencia y el sufrimiento; no hay nadie que no anhele ver el
término de tantos males.
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MAFEI.- ¡La maldición del cielo ha
caído sobre Venecia y pide a gritos el castigo de los
culpables: ni aun nos queda el recurso, en medio de tantas
desdichas, de recibir los consuelos de la religión y llorar
siquiera en los templos!... Cerradas sus puertas, prófugos
sus ministros, interrumpidos los cánticos y sacrificios, en
vano tendemos los brazos al Pastor santo de los fieles... Su
tremendo entredicho pesa sobre nosotros; y a su voz todas las
naciones nos repulsan como apestados, o nos persiguen como a
fieras.
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THIÉPOLO.- ¿Qué aguardamos,
pues, qué aguardamos?...
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DAURO.- A cada instante se agravan los males y
se dificulta el remedio.
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RUGIERO.- La menor tardanza puede sernos
funesta.
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MAFEI.- ¡Ni un día más!
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VARIOS CONJURADOS.- ¡Ni un sólo
día!
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MARCOS QUERINI.- Pues tan resueltos os
mostráis a tentar cuanto antes el último recurso,
concertemos el plan con madurez y detenimiento, dejando cuanto
menos sea dable a los azares de la suerte. Sé bien que
podemos contar, al menos por el pronto, con más fuerzas que
nuestros contrarios; ¿pero no debemos procurar que nuestro
triunfo cueste pocas lágrimas, y evitar con todo
empeño el derramamiento de sangre?... Quisiera yo
también, y daría mi vida por lograrlo, que se tomasen
todas las precauciones para que el pueblo no sacuda el freno, y no
empañe nuestra victoria con desórdenes y
demasías. Ha nacido para obedecer, no para mandar; y al
mismo tiempo que vea desmoronarse la obra inicua de la
usurpación, debe admirar más firme y sólido el
antiguo edificio de nuestras leyes. Rescatemos, sí,
rescatemos de manos infieles la herencia de nuestros mayores; mas
no expongamos el bajel del estado a las tormentas populares.
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EMBAJADOR.- Bien se echa de ver, noble Querini,
bien se echa de ver en vuestras razones aquella prudencia
consumada, que os ha granjeado tanto crédito entre los
padres de Venecia. Tan persuadido estoy, por lo que a mí
toca, de la oportunidad de tan saludables consejos, que siempre he
sido de dictamen de que debe emplearse la sorpresa y la astucia,
más bien que empeñar una larga contienda, incierta
tal vez y dudosa. Por lo mismo que nuestros contrarios
confían tanto en su previsión y en sus fuerzas; por
lo mismo que se han reunido pocos, para oprimir más a su
salvo; ha de ser menos difícil lograr nuestro
propósito por algún medio pronto, osado, que no hayan
podido siquiera imaginar. Tal sería, si bien os pareciese,
apoderarnos por sorpresa del Dux y de sus principales
cómplices; y arrojándolos lejos de la patria, que no
merecen, proclamar al punto el restablecimiento de las antiguas
leyes...
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MAFEI.- Anoche mismo, paseándome por los
pórticos, noté cuán factible era apoderarse de
rebato del palacio ducal. La guardia me pareció escasa y
desapercibida; la plaza estaba hirviendo de gente; las oleadas
llegaban hasta dentro de las mismas puertas, sin excitar recelo...
¿Qué riesgo habría en mezclarnos con la
muchedumbre, acechar la ocasión oportuna, y abalanzarnos a
una señal, sin dar siquiera tiempo de ponerse en
defensa?
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THIÉPOLO.- Reunidas en secreto nuestras
tropas en el palacio de Querini, pocos instantes habría
menester para ocupar el puente de Rialto y cortar la
comunicación entre ambas partes de la ciudad.
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BADOER.- Algunos hombres escogidos, mezclados
entre la turba, podrían apoderarse de improviso de las
avenidas de la plaza y contener a un tiempo a los usurpadores y al
pueblo.
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JACOBO QUERINI.- Lo que urge más que todo
es apoderarse desde luego del Dux... Yo conozco a
Gradénigo... hombre audaz, obstinado, inflexible, que
expondrá mil veces la vida antes que ceder.
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THIÉPOLO.- ¿Y de qué le
servirá su arrojo, cuando se halle sorprendido, abandonado
de los suyos, sin recurso en la tierra?... También eran
valientes los que abusaron antes que él de la suprema
potestad; y no por eso se pusieron a salvo del castigo de nuestros
padres. ¡Dichosos se llamaron los que pasaron desde el solio
a un triste monasterio; mientras proscriptos otros, privados hasta
de los ojos para llorar su afrenta, por única merced
demandaban la muerte!
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EMBAJADOR.- Más fácil será
ahora nuestro triunfo, ya que la suerte se nos brinda propicia...
Pasado mañana, por último día de carnaval,
celebra el Dux un festín magnífico, a que
asistirán sus consejeros y muchos miembros del senado, sus
principales cómplices: nuestros amigos y parciales pueden
concurrir igualmente, disfrazados como los demás nobles; y
su sola presencia bastará para afianzarnos la victoria. Al
momento que estalle el tumulto en la plaza, debe resonar el mismo
grito en los salones del palacio y hallarse el Dux cercado de cien
desconocidos. La confusión, la sorpresa, la imposibilidad de
distinguir amigos y contrarios, quebrantarán el ánimo
de los más audaces; y sin osar resistir siquiera
caerán en nuestras manos.
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MARCOS QUERINI.- A pesar de que juzgo ese plan
el menos arriesgado, y harto probable su buen éxito, no
dejemos por eso de tomar todas las precauciones... Muchas empresas
se han malogrado en el mundo, por haberse desatendido una
circunstancia muy leve; y no es lo más difícil
imaginar un plan, sino concertar bien los medios de llevarlo a
cabo.
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EMBAJADOR.- ¿Y quién mejor que
vos, respetable Querini, dotado de la prudencia de la edad madura y
del aliento de la mocedad, pudiera encargarse de tan arduo
negocio?... Cierto estoy que no habrá uno solo de estos
nobles patricios que no se someta a vuestro dictamen, pronto a
ejecutar nuestras órdenes.
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RUGIERO.- Todos estamos prontos.
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CONJURADOS.- ¡Todos!
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MARCOS QUERINI.- Aunque tanto me honra vuestra
confianza, no quisiera yo cargar sobre mis flacos hombros un peso
tan grave; antes bien me atrevería a suplicaros que
nombraseis algunos de vosotros, que me auxiliasen y
sostuviesen.
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DAURO.- Sin salir de vuestro palacio, ¿no
tenéis en él a vuestro hermano y a vuestro ilustre
yerno?... (Señalando a JACOBO QUERINI y a THIÉPOLO.)
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MAFEI.- Nadie mejor que ellos; uno
auxiliará vuestra mente, y otro vuestro brazo.
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BADOER.- Así también se evita la
necesidad de reunirnos, a riesgo de excitar sospechas.
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RUGIERO.- A nosotros nos bastará recibir
el mandato, aprestarnos y obedecer.
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EMBAJADOR.-
(Levantándose.) Ea, pues, señores:
despidámonos hasta el día feliz en que ha de respirar
Venecia... Envidio vuestra gloria; y mi propia sangre daría
por poderme contar, como vosotros, entre los libertadores de mi
patria.
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JACOBO QUERINI.- Quien vuelve por las leyes no
hace más que pagar una deuda; nada hay que agradecerle.
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RUGIERO.- Aun cuando la suerte nos fuese
adversa, antes quiero perecer con las víctimas que no
triunfar con los verdugos.
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DAURO.- ¿Por qué has de pensar
siempre lo más triste y funesto?... No se trata de morir,
sino de vencer.
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MAFEI.- Nuestra causa es la causa de Dios; y
Él volverá por ella.
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MARCOS QUERINI.- Vamos a poner todos los medios
que pendan de nosotros... ¡y cúmplase después
la voluntad del cielo!
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(Se despiden y salen por la galería: el
EMBAJADOR manda al
SECRETARIO que le siga y
se va por una puerta lateral.)
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Fin del acto primero
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