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ArribaAbajoApéndice


ArribaAbajoEpístola a la autora de «La cuestión palpitante»

EN INGLATERRA

Muy señora mía:

Reconozco que he de merecer bien poca indulgencia de su parte, si al emitir mi opinión sobre la novela inglesa, empiezo por desconocer una de las más estrictas reglas de la sociedad británica, llevando a cabo yo mismo mi propia presentación: pero es el caso, mi distinguida amiga, que separándonos la distancia material, la requerida «introduction» ofrecía grandes dificultades, y deberé por hoy contentarme con «your literary acquaintance».

Hechas estas salvedades, encaminadas a disculpar mi osadía, yo, pobre aprendiz de literato, me voy a permitir el lujo de la controversia con la más distinguida de nuestras escritoras.

Y no tome V. esta última frase por una oportuna flor o una adulación de compañerismo; no, señora mía, pues, aseguro a V. que mi aserto está basado en las aptitudes que viene V. demostrando de algún tiempo acá, y que yo no gusto de otorgar jefaturas literarias o artísticas (que para mí quisiera) al primero que llega.

En Inglaterra estaba yo, cuando un amigo, que de Madrid vino, conociendo mi sed literaria, me obsequió, entre otras obras de actualidad, con un ejemplar de su novela Un viaje de novios; experimenté viva alegría al ver el nombre de una mujer al frente de la obra, y la leí con vivo interés; más tarde, después de mi vuelta a España, vinieron a mis manos fragmentos de su libro, titulado San Francisco de Asís, y no me contenté con leerlo una vez; en fin, cuando hube leído algunos capítulos de La cuestión palpitante, prorrumpí en estos términos: «Esta mujer sabe más que muchos hombres sabios» y desde entonces me hubiera dirigido a usted para preguntarla: ¿en dónde ha aprendido V. todo esto?... y sin embargo muchas de sus opiniones no eran las mías... ¿De dónde, pues, procedía esta admiración? Es que yo, hijo del siglo XIX, quiero la educación de la mujer en sus más elevadas manifestaciones; es que yo deseo se conserven para la posteridad las miríadas de átomos de oro que proceden del cerebro femenino, y no que se oculten y escondan dentro del círculo de hierro de las costumbres españolas; es que, como yo no pertenezco a ninguna escuela veo lo bueno y lo malo de todas ellas.

[...]

Me falta el espacio para demostrar la gran diferencia que existe entre el realismo de Shakespeare y el de Zola; y aún el mismo Chaucer, quien con Ben Jonson, Beaumant y Fletcher incurrieron en la fraseología grosera, como sucedió a nuestro Tirso; pero si V. repasa el texto shakespeariano (exceptuando el Titus Andronicus, que no creo del gran maestro) verá V. claramente la distancia que separa a estos realistas del pasado, de los realistas del presente.

Me llama sobremanera la atención el aserto de que donde quiera que prevaleció el espíritu de la reforma fue elemento de inferioridad literaria, pues Alemania y la misma Inglaterra con sus ricos tesoros literarios me demuestran lo contrario.

Comparto con V. el recto juicio que de Foe, Swift y aun Goldsmith tiene formado, y la igualo en admiración y entusiasmo por Walter Scott, a quien V. tan hábilmente denomina The last minstrel, sirviéndose del título de su precioso «lay».

Más adelante, al tratar en el artículo, a que contesto, de los novelistas hembras (frase textual), usted, mujer y novelista, me parece demasiado severa con sus compañeras, y, sobre todo, con las novelistas, hijas de «clergymen»; pero es el caso que, como éstas no componen sino una mínima parte de las señoras que escriben, las casi justas observaciones que usted hace sobre estas misioneras del protestantismo, no tocan a las autoras hijas de «gentlemen».

No niego que entre tal número de «ladyes-novelistes» no haya muchas cabezas vulgares; pero no son tan sólo Ouida y Jorge Elliot las únicas figuras que descuellan en el campo de la novela inglesa: sin remontarme al pasado y tan sólo en los últimos seis meses, se han publicado novelas de tan relevante mérito como Eve Lester, de Alice Diehl; Keith's Wiffe, de lady Greville; It was a lover his lass, de Mrs. Oliphant, y tantas obras debidas a las plumas de Mrs. Riddell, mistress Adams, Mrs. Cashel Hoey, miss Gerard, miss H. Jays, etcétera, etcétera.

No puedo menos de admirar la metáfora de que usted se sirve para expresar la rapidez de producción de algunos autores ingleses, diciendo «que se han empeñado en llenar tres jícaras con una onza de chocolate» -pero observaré que este defecto no es tan sólo de novelistas ingleses-; y pasando de la novela al drama citaré como ejemplo de esa precipitada manufactura a nuestro insigne Echegaray, y muchos otros pudiera citar, que por ser fecundos ensanchan y estiran el argumento de un acto, hasta obtener los tres de rigor en obras dramáticas de alguna importancia.

Pero veo que me he ido enredando, y con tanto nudo no encuentro la hebra principal de esta madeja de argumentación; mas... ¡héla aquí!... empiezo, pues -a devanar- que el realismo de Zola, o sea el naturalismo inmoral, no existe en las novelas inglesas, pues como V. misma dice, «son obras que se pueden leer en familia, y ser escuchadas por todos los individuos de ella», lo cual prueba que, si son realistas o materialistas, no son groseras y repugnantes, como muchas de las francesas.

El poner de relieve los vicios sociales, es muy honrosa tarea: pero opino que el novelista «detenga» su escalpelo al llegar a ciertos tejidos; que así como se recomienda al hombre entregado a los placeres materiales la meditación en la muerte y la vista de los sepulcros, pero no convendría rodearle de corrompidos cadáveres, de igual manera hay ciertos vicios que pudiéramos llamar pútridos, y que deben presentarse al lector cubiertos con la blanca losa de la decencia.

Estas son en pocas palabras, y en mala prosa, las consideraciones que me han sugerido uno de sus capítulos sobre «La cuestión palpitante», y bien sabe Dios que al publicarlas no lo hago con la intención de igualarme con los talentos superiores, sino deseoso de justificar la novela inglesa.

Y si alguno otro móvil me ha llevado a emitir mi parecer (de bien poco valor literario) sobre la cuestión de actualidad, quizás sea el de proporcionarme el honor de ver mi nombre en las mismas páginas en que figura el de la erudita autora de San Francisco de Asís, de quien si difiero en algunas opiniones, soy por otra parte muy entusiasta admirador, y en quien veo a una de las flores literarias, que con Rosario Acuña, Josefa Barrientos y alguna otra, forman el precioso ramillete de poetisas y escritoras de la España contemporánea.

Queda de V. afectísimo y seguro servidor que S.S.P.P.B.

EL MARQUÉS DE PREMIO-REAL




ArribaAbajoRespuesta a la epístola del señor marqués de premio-real

EN INGLATERRA

Muy señor mío: La cortés epístola que V. se ha servido dirigirme en las columnas de La Época, correspondiente al domingo 8 del actual, puede dividirse en dos partes. Redúcese la primera a dedicarme elogios inmerecidos y referir cómo llegaron a conocimiento de V. mis obras literarias; la segunda a impugnar algunos hechos y opiniones que se contienen en el artículo XVII de la serie que bajo el epígrafe de La cuestión palpitante he publicado.

A la primera parte de su epístola no tengo, pues, nada que contestar, como no sea inclinarme agradeciendo las alabanzas, aceptando la amistad que me brinda, y dispensando de buen grado la ceremonia sajona de la previa presentación, abrogada en la campechanísima república de las letras, donde todos nos introducimos en casa de la persona más respetable para nosotros -el público- sin más padrinos que nuestro propio arresto y desenfado. Respecto a la segunda, empiezo advirtiendo que no es V. el primero en poner objeciones a La cuestión palpitante, y que yo había resuelto no responder sino a los impugnadores de todo el cuerpo de doctrinas que contiene la serie, si alguno se presentaba; obedeciendo esta determinación al deseo de que la polémica tuviese carácter grave y tal vez redundase en beneficio de las letras españolas. Mas su epístola de V. no sólo censura doctrinas mías, pero niega hechos concretos que cité en su apoyo: ya no puedo hacerme la desentendida.

Empieza V. a objetarme diciendo que le falta espacio para demostrar la gran diferencia que existe entre el realismo de Shakespeare y el de Zola. Si se refiere V. a diferencias de método, de concepto filosófico, y sobre todo históricas, no creo piense V. que las desconozco cuando precisamente toda mi serie de artículos está basada en la idea de la incesante transformación que sufre la literatura, adaptándose, o, mejor dicho, concertándose a la edad en que nace y vive; pero si (como se desprende del sentido del párrafo) lo que quiere V. dar a entender es que Shakespeare fue más pulcro y comedido que Zola, y presentó la realidad envuelta en más tupidos cendales, entonces sostengo mi afirmación de que el gran autor de Midsummer night's dream llegó hasta donde Zola, con todo su naturalismo, no osará seguirle. ¡Shakespeare! Un año entero le traduje en alta voz, en unas reuniones íntimas, casi de familia, con que engañábamos las noches en esta su casa; y aunque a ellas no asistían doncellitas inocentes, en mi vida me he visto en tales aprietos, variando acá y saltando acullá pasajes que no eran para leídos. V. me encarga que repase el texto shakespeariano. Bien, pues haga usted el favor de acompañarme, y lo repasaremos a medias: yo indicaré el pasaje, V. lo recorrerá y me dirá luego qué le parece de él.

Descartemos el Titus Andronicus, que sea original o sólo refundido por Shakespeare, siempre es un espeluznante dramón, y hablemos sólo de las obras maestras. ¿Recuerda V. en Hamlet los groseros equívocos con que éste abochorna a Ofelia (acto 3.º, escena II); Thats a fair thought... It would cost you... y los consejos que da a la reina (acto 3.º, escena IV) Let the bloat King... diálogo entre un hijo y una madre que ningún autor dramático se atrevería hoy a escribir? ¿Se ha fijado V. en varios pasajes de Otelo, desde lo que Yago dice a Brabancio (acto 1.º, escena III) Even now, even now, an old black ram... y lo que diserta con Rodrigo (acto 1.º, escena III) If the balance of our lives... hasta la escena III del acto 3.º, donde el mismo Yago enciende la sangre del moro: O, beware, my lord... y todos los cuadros que después le pinta? ¿Qué me cuenta V. de Romeo and Juliet, con aquella conjuración de Mercucio (acto 2.º, escena I) by her fine foot, straight leg... y aquellas chanzonetas subidas de color que se permite la nurse, cuando en el mismo acto 2.º, escena V, exclama dirigiéndose a Julieta, Then hie you hence?... ¿Y All's well that ends well? ¿Cómo se las compondría V. para referir a una dama el argumento (del cual han hecho recientemente una opereta que escandalizó a los nacidos y dio pie a la gente gárrula para declamar contra el impudor del moderno teatro)? ¿Cree V. que, así y todo, el libretista contemporáneo habrá osado reproducir textualmente pláticas como la del acto 1.º, escena I, entre Parolles y Helena o el convenio entre Beltrán y Diana, «When midnight comes...»?

Por mucho que Zola extreme la grosería exterior, ¿llegará a cosas tan indecorosas como es la escena IV del acto 3.º de King Henry V, la lección de inglés que da a la princesa Catalina de Francia su camarista Alicia? Por mucho que acentúe la nota horrible, ¿alcanzará al episodio del ojo arrancado y pisoteado, en King Lear? ¿Hay estudio más cruel de la flaqueza humana que la escena en que Ricardo III, asesino de los hijos de Eduardo, pide a la madre de las inocentes víctimas la mano de su hija, y deposita en su frente un beso filial? ¿Qué le quedó a Shakespeare por analizar, ni qué respetó su musa, después de presentarnos a los príncipes de Gales corriéndola (no encuentro palabra más expresiva) con los Falstaff y los Poins y tomando la corona de la frente del agonizante padre, y a los magnates y obispos tratándose como se tratan Gloster y Winchester en la escena IV del acto 5.º de King Henry VI, y al severo Angelo de Measure for measure murmurando al oído de Isabel «fit thy consent to...?» En fin, señor Marqués, el lector se impacientará de tanta cita inglesa; mas si a V. le parecen pocas, dispuesta estoy a multiplicarlas, porque aún perdoné la mención de Troilus and Cressida, que, como V. sabrá, es la madre de las actuales desvergonzadas óperas bufas, y de Merry wives of Windsor, donde hay sal y pimienta y hasta guindillas valencianas, y de otras mil cosas de Shakespeare ante las cuales -insisto en ello se queda Zola tamañito.

Y ahora dígame V. por su vida: ¿dejará Shakespeare de ser un genio portentoso y único en Inglaterra porque yo haya tenido que comerme pasajes del texto shakespeariano cuando lo leía de recio? ¿Serán superiores a él, podrán siquiera mirarle sin cegar con su luz esos novelists de ambos sexos que amenizan las veladas del home británico? Reconozcamos de una vez que la belleza de la obra de arte no consiste en que se pueda leer en familia: es más; creo que apenas existirá familia en el mundo cuyos individuos tengan todos la inteligencia al diapasón de las obras maestras de alta literatura; y añado que ni los mismos escritores místicos, ni la sublime Imitación, ni la Biblia, ni el Evangelio, son para todas las cabezas. Los protestantes, metiendo este divino libro en manos indoctas, hicieron hartos fanáticos y muchos locos de atar.

Le llama a V. la atención mi aserto de que donde quiera que prevaleció el espíritu de la Reforma, fue elemento de inferioridad literaria. No sé si se fijó V. en el valor de la palabra espíritu. Por prevalecer el espíritu entiendo yo, y creo que entiende todo el mundo, no la victoria material, sino el predominio moral y completo en las costumbres sociales y en los ideales artísticos. Así Alemania no es argumento en contra de mi tesis, porque allí el protestantismo no logró nunca hacer la sociedad y las letras a su imagen. Inglaterra, Suiza, Norte América, son los países donde el espíritu reformista logró infiltrarse y dominar; Inglaterra, al enterrar con Shakespeare la última savia católica, enterró también, para siempre, el drama; suizos y yankees ya sabemos lo que han dado de sí. Por lo demás, el aserto no es hallazgo mío; lo deduje de la lectura de Taine, autor poco sospechoso de parcialidad católica.

Acúsame V. de demasiado severa con mis compañeras las novelistas británicas. Lo sentiría si fuese verdad, porque me parecen del peor gusto las envidillas entre señoras; pero me tranquiliza el haber dicho que desde la muerte de Dickens, Bulwer y Thackeray, el cetro de la novela inglesa pertenece a la ilustre Jorge Elliot. También asegura V. que mis observaciones sobre la influencia de las autoras hijas de clérigos pierden su valor, porque éstas sólo componen una mínima parte de las damas que escriben. Pues fijémonos sólo en las novelistas más conocidas, y resulta que deben el ser a ministros, rectores y vicarios, Jane Austen, Jorge Elliot, Frances Trollope (tronco de la numerosa y célebre familia novelista Trollope), las tres nombradísimas Currer, Ellis y Acton Bell, Eliza Linn Linton Elizabeth Gaskell (hija de un reverendo y mujer de otro, por más señas). Si esto sucede con las principales, lo mismo pasará con las secundarias; por lo demás, claro está que no pretendo que todas las novelists sean hijas de clergymen; ya sé que las hay hasta ladies, en el sentido restrictivo de la palabra, y que la primer authoress de Inglaterra -por orden de jerarquía social- es la Reina Victoria. Mas no por eso es menos cierto lo que digo del carácter predicador que aquellas diaconisas imprimen a las letras, y de lo que se esmeran, como miss Yonge y miss Sewell, en usar su pluma in aid of religion.

No cité a Ouida y J. Elliot como únicos que se destacan sobre un océano de cabezas vulgares, pero confieso ingenuamente no conocer a las autoras o autores de esas novelas de relevante mérito, publicadas en los seis últimos meses y que V. nombra (a excepción de Miss Oliphant, de la cual tengo noticia). A los restantes misters, mistress y ladies, Greville, Diehl, Ridell, Adams, Cashel Hoey, Gerard, Say, los he buscado en balde, no sólo en el Diccionario biográfico de escritores contemporáneos de Gubernatis (obra bastante incompleta, es cierto), sino en la detallada reseña que de la literatura inglesa contemporánea hace el volumen 2.000 de la colección Tauchnitz, sin poder dar con ellos ni tropezarlos en Revista alguna de las que leo para seguir el movimiento literario. Estarán, pues, esos y esas novelistas en la aurora de su celebridad, y yo no puedo (según indico en mi artículo sobre la novela inglesa) leer cuanta novela se imprime en Inglaterra, ni siquiera la mitad o la cuarta parte; cuando la fama, salvando el Estrecho, trompetea una y otra vez un nombre de autor y lo levanta a la altura, no ya del de Dickens o Elliot, pero al menos del de Ouida o miss Braddon, es cuando los extranjeros podemos atrevernos a pedir sus obras, sin temor de que nos pase como a cierto amigo mío, que se perecía por los estrenos y compraba muy cara la butaca, y luego salía renegando de haber gastado tanto dinero en aburrirse y oír simplezas.

He respondido a lo concreto; tocante a aquello que empieza V. a devanar, en mis artículos constan mis opiniones, y si tiene V. paciencia asaz para buscarlas, allí las encontrará.

Una pregunta antes de concluir. ¿Por qué hace V. que Echegaray pague, como suele decirse, los platos rotos en esta escaramuza? Yo le aseguro a V. que Echegaray está inocente de los motines realistas que empiezan a estallar; yo le respondo a V. de que el ilustre autor de El Gran Galeoto no viste nunca el prosaico gabán de Zola, y prefiere la ropilla de Lope de Vega; no me meto en si le viene estrecha u holgada; digo que viste ropilla y usa espada de cazoleta y chambergo con plumas, y bizarro cintillo de pedrería. Y en cuanto a si diluye o no los argumentos para que completen los tres actos, siempre sería grave defecto, hiciéralo él o hiciéralo el mismo Lope; mas yo creo que no es argumento ni recursos dramáticos lo que falta a Echegaray.

Quiero terminar dando a V. gracias por haber confirmado de todo en todo mi aserto de que es opinión aristocrática la de la supremacía de la novela inglesa. Ya ve V. si tenía yo razón: el primer paladín que sale a romper lanzas por esa miss pulcra y formal y derecha como un huso, es un título de Castilla.

Celebra esta coyuntura de haber conocido a V., y se ofrece de V. con especial consideración afectísima y segura servidora,

Q.B.S.M.,
EMILIA PARDO BAZÁN

La Coruña, 12 de Abril de 1883.




ArribaAbajoCarta literaria

Excelentísimo Señor Don Víctor Balaguer, de la Academia Española

[...]

Urge enhestar la enseña del espíritu en el campo del arte, ya que tan cerca sentimos el rumor de nueva avenida devastadora, que amenaza ahogar las almas y esterilizar el sentimiento, a nombre de presuntuosas vanidades y de filosofías desoladoras. A la barbarie que mataba el cuerpo se sustituye la barbarie que mata el espíritu. Ya no se suprimen naciones en el mapa, pero se suprimen ideales en la conciencia. La guerra es contra el espíritu. Ya hay pueblos vencidos y muertos. Andan -como autómatas- pero llevan en el pecho enflaquecido, a manera de sepulcro cerrado, el cadáver del alma, las cenizas de todas las esperanzas y de todas las consoladoras creencias de la humanidad. Por eso caen si tropiezan, y desertan de la vida si padecen, y son esclavizados si luchan. Por eso vemos allí el arte, espejo del mundo interior, manifestación visible de los estados del alma humana, caer en decadencia vergonzosa después de tan espléndidos reinados; insustancial y desaborido a veces, que es su mejor parte, ya que sólo sale de ese letargo para levantar sediciones contra la razón y el pudor y aderezar con el prestigio de sus encantos el aleve engaño de las teorías proditorias. Así actúa en las tablas, como en el caballete y el escritorio, como en la estatuaria y en la música. La razón está en la mano: todos los ideales han muerto, y la idealidad es la atmósfera del arte.

Ahora resulta que Dios no ha hecho nada. Todo eran historias falsas. Había habido una intriga, al parecer muy bien tramada, entre la religión, el sentido común, el sentimiento humano, la tradición y otros tantos conspiradores solapados, para quitarles sus glorias a las fuerzas de la materia, y su venerable paternidad al mono, con el fin de atribuírselas a no sé que ser fantástico y absurdo que ha vivido exasperándonos con la perfecta santidad que se le atribuye, y humillándonos con un amor y una misericordia que ya no se podían soportar. Al fin (nada hay oculto en este mundo), unos sabios que han trabajado mucho han descubierto el fraude, y expulsando de la filosofía, en merecida pena, a aquellos susodichos conspiradores, han estatuido el reinado de la razón pura, haciendo la paz de Varsovia en el corazón humano.

Las consecuencias ahí están, como que son lógicas e infalibles. Todo bello ideal ha quedado suprimido: en la forma, en los sentimientos, en el espíritu. Vacío el cielo, ha quedado desierta la fantasía. El supremo tipo de la belleza formal es la agreste campesina, de cabeza cubierta con pañuelo, o la traviata descubierta, de piernas flacas y desvencijadas caderas. ¿Quién no se ríe hoy de la invención de los ángeles, de los resplandores de la gloria, del puro contorno de las madonnas, de las perfecciones de la estatuaria griega, cuando todo eso es mentira, delirio, preocupaciones, antítesis de lo positivo, de lo real, de la única verdad, que son las fuerzas de la materia? Y en otro orden, o en el mismo, ¿qué significación que no sea absurda, qué papel que no sea risible puede hacer hoy el sacrificio, la abnegación, la virtud heroica, el amor que mata, la nobleza que perdona, la fe que sublima, si todo eso supone los ojos del alma clavados en el cielo, y la esperanza puesta en inefables, altísimas y misteriosas compensaciones? Ya ninguna de esas debilidades es digna del hombre. Los sabios bienhechores le han quitado al mundo esa venda de los ojos. El cielo, después de tantas transformaciones como ha tenido en la serie de los siglos, ha hecho el gran progreso de volver a ser la palabra primitiva, el koilon griego, hueco, vacío. En la misma manera que el hombre ha vuelto honradamente a la condición de su origen: mono.

¡Qué tontos éramos antes, D. Víctor!, ¿no es cierto? Hasta a la mujer la creíamos digna del respeto humano. Como madre, era divinidad en nuestro hogar. ¡Que dulce nos parecía reposar en sus rodillas y sentir su mano de seda jugueteando en nuestros cabellos! ¡Cómo corríamos enajenados a abrazarla cuando una hora de ausencia, que había sido eterna, nos llenaba el alma de congojas y los ojos de lágrimas! ¿Cómo dormir sin aquella bendición celestial, glosada con besos y caricias? Y aquel día horrible del último y perdurable dolor... ¡qué necia lágrima me enturbia la vista! No haga V. caso; son resabios antiguos. Como esposa, la llamábamos ángel del hogar, y llegamos hasta a creer (¡lo que es la ignorancia!) que ser madre de nuestros hijos la hacía santa, que ser el báculo de nuestra vida la hacía adorable, y que amar mucho y padecer mucho le daban derecho a mucho perdón.

Ahora ya sabemos lo que debemos hacer; al verla pasar, gritamos: ¡mátala! (tue-la!), y quedamos libres de esa complicación de la Naturaleza. Cogerla un día cualquiera de la mano y tirarla a la calle, es bueno también; pero el primer procedimiento es más eficaz.

He aquí, pues, el campo preferido de la escena actual: el asesinato de la mujer. El caballete produce grupos de frutas y botellas de vino, o coloquios de borrachos en la taberna: la novela se expande en ramerías: la música se ha convertido en matemáticas; sus períodos se modelan por las ecuaciones, y a fuerza de cobres y de percusión, de cálculo perseverante y laboriosidad sin ejemplo para crear selvas de sonidos entretejidas con interminable bejuco de disonancias, se da hoy a luz bajo todas las formas del estertor, sin saber acaso que así es la más fiel reproducción del enmarañado criterio de la época, de la anarquía de las inteligencias, de la sequedad del corazón, del descuadernamiento de las costumbres y de las ideas.

Las inspiraciones de Rafael y de Murillo, sus ángeles pensativos a fuerza de virtud; el pudor sobre la vida, como en Virginia; la fe sobre el amor y la felicidad, como en Atala; el deber inmolando las entrañas, como en Guzmán el Bueno; el amor inmortalizando a Teruel y el Paracleto, y disipando con su luz divina las espesas tinieblas de envejecidos odios en Verona; aquel dolor infinito de alma desterrada que gemía en Beethoven y entreveía su cielo en los misteriosos presentimientos de la esperanza; la angélica melodía de Bellini, hilo de oro que suspende el corazón humano hasta las inefables claridades de la felicidad celestial, ¿para qué queremos nada de eso ahora? ¿Ni cómo se producirían hoy, cuando ya sabemos que todas las puerilidades que las engendraron son no más que sueños, ignorancias y pobreza de espíritu?...

Feliz, feliz hasta ahora la literatura de la gran lengua castellana, el lienzo de nuestros pintores, el pentagrama de nuestros músicos, el arte español en general, que encerrado a su vez, al parecer, en esa eterna arca que bota siempre al agua la Providencia en la hora de todos los diluvios y de todas las catástrofes para salvar la civilización del mundo y los eternos destinos de la humanidad, apenas ha sentido llegar hasta él las amargas salpicaduras del oleaje irritado, y el estremecimiento con que, por ley de solidaridad, lo sacuden las funestas erupciones cuyos rugidos nos aturden, y cuyos oscuros penachos de humo ennegrecen los cielos del espíritu donde guarda el alma, como en santuario inviolable, los queridos ideales que la inundan de las más puras alegrías y le dan fianza suprema de su vida inmortal.

Pero no hay que dormir sobre esas flores. El rumor se acerca. Ya siente en la mejilla el calor del incendio. ¡Alerta todos! Nuevo Lepanto debe a la humanidad la raza española. Si allí salvó a la cruz, salve aquí al alma. Si allí contuvo a la media luna con el relámpago de sus cañones, disipe aquí las tinieblas espesas del materialismo envilecedor, que van cayendo como pavorosa noche sobre la inteligencia, el corazón y la sensibilidad del género humano, con los resplandores de su tradicional espiritualidad, con la idealización de sus eternas creencias, con los dulcísimos sueños de su lujuriante fantasía, siempre fecundada por la belleza de la verdad, por la ternura del sentimiento íntimo, por aquellos supremos ideales del hogar bendito, de la patria incondicionalmente adorada y del infinito misterioso, cuyas profundidades sondea con insaciables aspiraciones, y cuyos secretos reverencia con noble y santísimo temor.

Excelso destino el de salvar siempre. No se puede renunciar.

No se desoiga la débil voz del grumete que anuncia desde el tope la bandera negra del pirata.

Venga, venga la brillante legión, gloria de los dos hemisferios. No han muerto los Luises, los Garcilasos, los Herreras, los Juan de la Cruz, los Calderones, los Murillos, los Velázquez, los Donosos. Vivos están sus genios en flamantes y hermosas encarnaciones: Cheste, el trovador épico, con la ferrada armadura del Orlando, que tan bien sienta a su pecho de caballero; Cánovas, con su culto a todo lo respetable, con su amor a todo lo grande, con su lira de poeta, su pluma de historiador y su elocuencia de trueno; Núñez de Arce, que siente como ángel y escribe con pluma de cisne y tinta de aurora; los Guerra y Orbe, que serían los Argensolas si no fueran más dulces, o los Moratines si no fueran más sabios; Castelar, el gigante de la tribuna, el opresor de todas las sensibilidades, el déspota de todos los auditorios, que encanta o aterra, levanta o derriba, entusiasma o deprime, según sea en perlas, en huracán, en manojos de luz, en lava hirviente, en notas de ruiseñor o en rugidos de león que conviertan sus labios la palabra que viene del rico fondo de su alma; Campoamor, el poeta filósofo cuya fantasía vuela por los espacios del sentimiento con las alas irisadas del colibrí, y cuya poesía penetra el corazón como penetra el rayo de luz a través de las linfas cristalinas; Cañete, el de la cítara clásica, el de la crítica educadora, el que enseña si habla, y leyendo deleita; Tamayo, el Esquilo español, el de la gran gloria y el punible silencio; Alarcón, el poeta cristiano, el hablista puro, el fecundísimo novelador, que ha tomado a su cargo inocular en los hogares las austeras virtudes del alma y las santas obligaciones del bien, con la miel de su estilo seductor y el palpitante interés de sus creaciones originales; Valera, escritor eximio, pluma que destila luz y dibuja elegancias; Rodríguez Rubí, dominador de la escena, creador singular, astro nunca puesto en el cielo de las glorias dramáticas de España; Arnao, alma de artista enamorada de la armonía, alondra que se goza en la luz y cuyo canto embalsama el ambiente como flor de primavera oriental; Menéndez Pelayo, el milagro que pasma, el prodigio que fascina con el primor de su ciencia universal y con aquel cerebro codicioso que se ha absorbido todas las facultades y aptitudes que la Naturaleza distribuye con equidad entre los hombres; Molins, el poeta caballero y escritor amenísimo, el opulento de fama, que reparte generosas glorificaciones a todos los ingenios de la patria; Zorrilla, la celebridad de siempre, el fundador de una época literaria, el cantor de María, el autor del Cristo de la Vega; Echegaray, cerebro-volcán donde se elaboran terrores y agonías bajo florido césped de encantadora versificación; Mir, castizo como Santa Teresa, profundo y claro como los mares meridionales de la América; y la palabra poderosa de Pidal y de Romero Robledo, y el saber de Cueto, de Pascual y de Saavedra; y la pluma fecunda de Casa-Valencia, de Pi y Margall, de Castro y Serrano, de Fernández, de Nocedal, de Galindo, de Barrantes, de Silvela, de Benavides, de Catalina, de Tejada y de Madrazo; y Velarde, Grilo, los dos Palacios, el Duque de Rivas, García Gutiérrez, Villahermosa, Fernández Shaw, y cien más, con los variados tonos de su deleitoso canto poético; y Casado y Pradilla, cuya rica paleta inmortaliza las glorias de la patria y eterniza en el lienzo los sublimes ideales de nuestra raza espiritual; y Arrieta, Barbieri, Caballero, Chapí, Rubio, sacerdotes consagrados de la armonía, que guardan en cláusulas de melódico cristal, no empañado por las nebulosidades de una estética prevaricadora, los inocentes y sentidos cantares del pueblo ingenuo y leal que amó siempre a su Dios, que adoró a la mujer, que suspiró por la patria y comprendió y gozó y bendijo las bellezas de la Naturaleza y el esplendor de los cielos.

Prestas tiene América sus legiones de grandes poetas, de oradores, escritores y filósofos: todas ellas en lid por la salvación de los queridos y eternos ideales de la humanidad. Pueblos en el abril de la vida, todo es allí luz de mañanas, perfume de primavera, brillo de nuevas flores, inocencia de costumbres, fe de infancia, ingenuidad y entusiasmo de amor primero. Huye el cárabo de la aurora, no roe la carcoma el tallo nuevo.

Salve la raza española el arte humano. Italia, poderosa aliada, concurre a la lid con su eterna idealidad, con su inagotable inspiración, con la tradición inolvidable de sus portentos, que han sido la delicia del mundo.

La victoria es segura, pero es preciso empeñar la batalla...

Mas ¿qué he hecho, amigo mío? Ahora necesito de su perdón. Sin consideración a V. he dejado que la pluma se me caliente en la mano y alargue en su movimiento convulsivo los renglones de esta carta, prolongándole a V. el fastidio. Es que me place tanto conversar con V., que a eso sólo atiendo. Acaso cuanto dejo dicho no son más que delirios y fantasmas de la imaginación. Pues tiene un remedio, olvidarlo. Sólo me interesa que conserve en la memoria el primer renglón y este último en que le repito que soy su amigo y admirador de corazón.

EDUARDO CALCAÑO




ArribaAbajo Bandera negra

Excmo. Sr. D. Víctor Balaguer, de la Academia Española

Ilustre amigo, que jamás ha de ser compañero mío, por lo menos en la Academia: Presumo no llevará V. a mal mi inmixtión en el asunto de la Carta literaria que desde las columnas de La Ilustración le endereza el Sr. Calcaño. Ignoro si piensa V. responder a su interlocutor en letras de molde; pero le juzgo sobrado galante para no cederme el turno gustosísimo.

Ante todo, es razón que yo explique por qué me he tomado vela en este entierro -y valga la metáfora, pues algo de fúnebre salmodia tiene la Carta del Sr. Calcaño, como ella sola triste y sepulcral-. Aunque dirigida a V., la Carta se da al público, y toda vez que formo parte de tan respetable colectividad, me asiste derecho para juzgar ese documento literario. Otros motivillos pudiera alegar, mas ya irán saliendo en la colada, o los traslucirá el discreto leyente.

A fin de que me entiendan los que no conozcan la Carta, la resumiré en pocas frases: Puede dividirse, como los sermones, en tres puntos: primero, un elogio de sus lindas poesías de V.;segundo, una larga lamentación sobre los tiempos azarosos que corremos, y la muerte del alma y del bello ideal, lamentación terminada por el anuncio medroso de que ya asoma el pirata y su bandera negra; tercero, un llamamiento a las personas que han de salvar de semejante peligro a la literatura y al mundo, y lista de sus nombres.

No nos atropellemos y vamos por partes, que decía un confesor calmoso a una penitente apresurada. Con el encomio de sus versos de V., excuso aseverar que estoy conforme. Los he saboreado, los encuentro gentiles y deliciosos, y abona mi sinceridad el haberle escrito a V. esto mismo en carta particular, mucho tiempo hace, cuando V. tuvo la atención de remitírmelos, y yo la fortuna de trabar conocimiento con tan galano poeta y caballero tan cumplido. Donde tropiezo es en la segunda y tercera parte de la Carta, lo sustancial; pues los justos loores que a V. tributa el Sr. Calcaño son a modo de preludio o sinfonía, sin gran conexión con el resto de la partitura.

Francamente, Sr. D. Víctor: como si nadie nos oyese y departiésemos en apacible diálogo, yo atizando la chimenea, V. consumiendo uno de esos habanos exquisitos que acostumbra fumar: ¿cree V. que se realizarán los fatídicos vaticinios del Sr. Calcaño? ¿Estaremos a dos dedos de las tremendas catástrofes que augura? Acá para inter nos, ¿no habrá su poquillo de exageración americana? Porque si se toma al pie de la letra, es cosa de sentir escalofríos.

Después de pintar un cuadro que ni el del Hambre o el de los Fusilamientos de la Moncloa, afirmando que ha quedado suprimido todo bello ideal en la forma, en los sentimientos, en el espíritu, el autor de la Carta se sube al tope, y desde allí, convertido en grumete, avisa a la tripulación que ya asoma en el horizonte la bandera negra del pirata. La lista de tripulantes viene después y es sobrado numerosa y completa para que los nombres en ella omitidos no lo sean con estudiada exclusión, en concepto de piratas. ¡Guay de los que no figuran en el listín! ¡Me los represento mirándose con pavor en la clara luna del armoire-glace, y soñando que ciñe su sien turbante turco, y pende de su cintura corvo yatagán, y están sus manos teñidas de inocente sangre, y gime a sus pies alguna doncella, robada para el harem del gran señor!

Y dígame V. por su vida, amigo Balaguer: ¿cómo el Sr. Calcaño, que nombra a los tripulantes, no nombra también a los piratas? A fe que me gustan las cosas claras y sin rodeos, y que agradecería mucho, no sólo el inventario de los piratas, sino el de sus hazañas piratescas. Tengo entre ceja y ceja que la Carta dirigida a V., es buenamente una de tantas invectivas contra el realismo y naturalismo literario; sólo que la pulcritud del autor llega al extremo de no nombrar siquiera a su malandrín enemigo, valiéndose de mil perífrasis antes que pronunciar la frase impura.

Si no se refiere a las nuevas tendencias literarias, ¿a qué alude entonces el Sr. Calcaño? Me es imposible presumirlo. Evidentemente no se trata ni de la indiferencia e impiedad en materias religiosas, ni de las alteraciones políticas propias de nuestra época; si de esto se tratase, no llamaría el Sr. Calcaño en su socorro, para exterminio de piratas, a poetas, oradores, pensadores y dramaturgos como Núñez de Arce, Castelar, Pi y Margall y Echegaray, que no pecan de ortodoxos ni de reaccionarios, y unos más y otros menos, profesan todos aquel culto de la razón pura que horroriza al autor de la Carta. El título de literaria mueve a presumir que sus diatribas son puramente literarias también, y sólo, pueden aplicarse al realismo y naturalismo, insurrección, mano sucia, peste y piratería que ha heredado culpas imputadas al can-can y a los bufos allá por los años de 1869 y 1870.

A bien que el realismo tiene anchas espaldas, y si el día menos pensado le atribuyen la sequía o la pérdida de la cosecha en Jerez, capaz será de quedarse tan fresco. Por ahora se reducen sus crímenes -ahí es un grano de anís- a causar la muerte de los ideales en la conciencia, suprimir a Dios, dejar vacío el cielo y la fantasía desierta, y restituir al mono su venerable paternidad. (Y dicho sea entre paréntesis, se abusa algo del mono desde que Núñez de Arce publicó una oda bellísima.) ¿Le parece a V. poco, amigo D. Víctor, lo que el realismo lleva ya arrasado? Todavía cometió iniquidades mayores; logró que nadie crea digna a la mujer del respeto humano, y que la última consigna sea matarla, para librarse de semejante complicación de la Naturaleza: a lo cual hay que añadir que la novela se expande en ramerías, y la música se ha convertido en matemáticas, y las demás artes no lo pasarán mucho mejor, y puede que hasta en la Alcarria se les olvide a las abejas el modo de labrar sus panales.

Pregunto yo: ¿qué significa escribir lo que nadie cree, ni aun el mismo que lo estampa? ¿Pensará de veras el Sr. Calcaño que ya no se respeta a la mujer, ni ésta diviniza el hogar como madre, ni la lloran sus hijos cuando expira, y que tan extraños fenómenos son debidos al materialismo y a la muerte del ideal, y ésta al advenimiento de la nueva era literaria? Un adarme de sentido común basta para comprender que tales cosas se dicen sin convicción, por pura exigencia retórica, por afán de generalizar y extender lo que debiera concretarse siempre a su terreno propio. Pues qué, el amor de la madre y de la esposa, los vínculos del hogar y de la familia, ¿acaso no tienen hondas raíces en lo más íntimo del alma del hombre? ¿Bastará para atrancarlas un aura literaria cualquiera? Por otra parte, ¿dónde existe ese conjunto de libros con tendencia a desarraigar el amor conyugal, filial, etcétera? Cabalmente hoy la literatura propende a rehabilitar y estimar los afectos legítimos de la familia, proscribiendo los extralegales.

Asegura el Sr. Calcaño, entre otras cosas, que el campo preferido de la escena actual es el asesinato de la mujer. ¿Habrá olvidado el distinguido académico los argumentos de muchos dramas del teatro antiguo? ¿Parécele arrope y mieles lo de sangrar el marido a su consorte, o ahogarla, o pasarla a cuchillo por un quítame allá esas pajas, por una sospecha? No exclamarían los autores de entonces tue-la, como Alejandro Dumas; pero, sin decirlo, sabían ejecutarlo a maravilla, y la musa coronaba, con universal aplauso, al honrado matador.

Me saca de tino la reiterada comparación de la antigua literatura con la moderna, declarando a aquélla ejemplar en su moralidad y a ésta depravada y corruptora. La hidra de las vulgaridades vive por más que la descabecen; inútil fue que Valera, con su ático ingenio, refutase la preocupación de ofrecer al presente por modelo el pasado; aún nos quedan muchos años de oír que nuestros padres y abuelos escribieron más honestamente que nosotros.

A caberme alguna duda de si los poco certeros disparos de la Carta van contra el realismo, la disiparía el listín de tripulantes que contiene. Voy a reproducir aquí el catálogo, respetando el orden en que se encuentra: Cheste, Cánovas, Núñez de Arce, los Guerra y Orbe, Castelar, Campoamor, Cañete, Tamayo, Alarcón, Valera, Rodríguez Rubí, Arnao, Menéndez y Pelayo, Molins, Zorrilla, Echegaray, Mir, Pidal, Romero Robledo, Cueto, Pascual, Saavedra, Casa Valencia, Pi y Margall, Castro y Serrano, Fernández (imagino que convendrá suplir y González), Nocedal, Galindo, Barrantes, Silvela, Benavides, Catalina, Tejado, Madrazo, Velarde, Grilo, los dos Palacios, el duque de Rivas (hijo), García Gutiérrez, Villahermosa y Fernández Shaw. En esta lista, donde se citan apellidos muy ilustres y leo con íntimo placer el de algún caro amigo mío, hay espacios en blanco, puestos vacíos, que, como los de la sala del palacio ducal en Venecia, indican el sitio que debió ocupar el nombre del traidor (proditor, diría el Sr. Calcaño), del pirata en suma. Ayúdeme V., amigo D. Víctor, a llenar esos huecos.

¿No es verdad que V. conoce a un tal Pérez Galdós, que habrá escrito la friolera de cuarenta novelas a cual más notable, más resplandeciente de genio, más rica y primorosa, contándose entre ellas el épico trabajo de los Episodios? Ea, a la lista con ese pirata. ¿Y recuerda V. a Pereda, un montañés muy ducho, que también urde novelas frescas como flores, sanas como la leche recién ordeñada, netas como la plata virgen? Otro pirata tenemos. ¿Ha oído V. algo de Armando Palacio Valdés, que no hace mucho dio a luz una Marta y María llena de esperanzas felices y de hermosas realidades, y de Ortega Munilla, que rindió ya abundante y sazonado fruto novelesco? No se queden en el tintero estos dos piratas jóvenes, y añádales otro par de piratazos dramaturgos, Sellés y Cano, y un piratilla autor cómico, Ceferino Palencia. Sobre si los últimos piratas citados son o no son realistas, habría mucho que discutir; pero el Sr. Calcaño los juzga tales, de fijo, cuando los suprime. Ya reunimos siete piratas, y no sería difícil llegar a ocho. Yo, reclamaría de buen grado el noveno lugar, que me vendría como un guante, si no pareciese inmodestia; y, pensándolo bien, comprendo que la modestia nada tiene que ver en el asunto, pues lo que solicito no es un eminente puesto literario, sino una patente de corso realista, que ya mil veces me ha otorgado la crítica, no siempre con caritativa intención. Apúnteme V. en el número nueve, y no se hable más del caso.

¡Qué bien me encuentro rodeada de piratas desalmados y paganos furibundos! Alcemos la bandera negra y aferrémosla con denuedo, no nos la arranque de las manos el vendaval de la indignación facticia. Esa bandera es nuestra gloria, es el paño en que nos envolverán al morir. ¿Hay algo escrito en esa bandera que no conste en los anales de nuestra vieja literatura patria o no forme parte de las legítimas aspiraciones de la actual?

Mucho sorprendería al Sr. Calcaño saber que entre sus tripulantes no falta quien piratee. Menéndez y Pelayo apresa navíos; Campoamor arma en corso, y Núñez de Arce, a pretexto de pesca, da bordadas sospechosas. Por si acaso estas maniobras no han sido observadas, callemos y aguardemos a que sus proezas los delaten.

Quizá deseará V. saber, amigo y señor, por qué razón especial, entre los muchos proyectiles que diariamente llueven sobre la escuela realista, sólo se me ocurre presentar el escudo al ver venir el del Sr. Calcaño, tal vez uno de los más inofensivos. Hace pocos días, el elegante escritor Sr. Luis Alfonso dirigió al Sr. Ortega Munilla un artículo discutiendo las novelas al uso, donde me nombraba varias veces, y del cual, al parecer, debí hacerme cargo con preferencia. ¿Qué quiere V. que le diga? Precisamente me excitaron al combate las reticencias, las vaguedades, los misterios pavorosos, las citas y las omisiones de la Carta literaria; me propuse despejar la incógnita y averiguar si en América el realismo es el coco, según parece desprenderse de las nebulosas cláusulas del Sr. Calcaño.

Miedo me da pensar lo que este señor va a enojarse conmigo: asegúrele V. que no fue mi ánimo disgustarle, y sólo quisiera persuadirle de que a veces es cosa buena la piratería.

Saluda a V. cariñosamente su antigua amiga.

La Coruña, Marzo 6 de 1884.




ArribaAbajo Cartas, son cartas

AL EXCMO. SR. D. EDUARDO CALCAÑO

Fuencarral, 55, pral.
INTERIOR

Mi querido amigo: Entre las reformas postales de que necesita en España la Dirección de Comunicaciones -adonde ya desde antiguo llueven reclamaciones y granizan quejas- nadie hubiera imaginado que había de incluirse la que ahora hemos acometido los escritores. Esta innovación es la de contestar uno las cartas dirigidas a otro. Así, V., por ejemplo, puso en la estafeta de La Ilustración Española y Americana, una epístola para D. Víctor Balaguer, y antes de que éste le acusara recibo de ella, le escribió al mismo, para replicarle a V., doña Emilia Pardo Bazán, valiéndose de LA ÉPOCA, en cuyas oficinas se han dado siempre curso a sus correspondencias; dedícame Ortega Munilla, por medio de la cartería de El Imparcial, una misiva por extremo halagadora, y cátate que deposita López Bago en el buzón de El Progreso una contestación a Ortega Munilla, que participa de esquela enderezada a mí.

¿Será maravilla que, animado por tales ejemplos, ponga yo otra carta en este juego y me anticipe a contrarreplicar a la señora Pardo Bazán, en nuevo ejemplar epistolario dirigido a V.?

Yo al menos -y excuse esta declaración mi osadía- consulté a V. por el correo privado de mi sirviente, antes de escribirle por el correo público del periódico, y autorizado por V. pongo manos a la obra.

Decíame V. en sus afectuosas líneas -y creo del caso repetirlo- que desde el punto y hora en que V. estampó estas frases «Feliz, feliz hasta ahora la literatura de la gran lengua castellana, el arte español en general... que apenas ha sentido llegar hasta él las amargas salpicaduras del oleaje irritado» (aludía V. a la inundación o diluvio naturalista); desde ese punto, «nadie tiene derecho para atribuirme ataques a ningún escritor, y el suscitarme el encono de algunas personalidades y azuzarme rabias ajenas, carece de probidad literaria».

Aquí he de permitirme manifestar a V., mi distinguido amigo, que se engaña. La proclama incendiaria que desde La Coruña ha enviado la señora Pardo Bazán, no ha de amotinar contra V. las turbas naturalistas, ni ha de lograr que esos bizarros piratas de la epístola asalten fieramente al abordaje la capitana de V. en primer lugar, porque si en las costas cantábricas no saben a punto cierto lo que V. es y vale, en los círculos matritenses se le estima en todo su valer, y en segundo lugar, por la razón concluyente, que luego analizaré, de que no hay tales piratas.

Pero vengamos al caso, que no es otro sino explicar por qué le escribo a V. y de qué voy a escribirle. Le escribo a V. porque considero que las chanzonetas y pullas de la señora Pardo Bazán no deben pasar sin correctivo, y como a V. no le están bien tales escarceos y considera más prudente y digno responder con el silencio, acudo a echármela de Quijote para desfacer agravios que no son míos.

Verdad es que, en puridad no son ajenos, porque habiéndole yo declarado la guerra al naturalismo, como secta, y rotas las hostilidades en mis campañas críticas de LA ÉPOCA y en el singular combate que contra bizarro paladín he librado en El Imparcial, el tiro asestado contra V. me hiere de rebote y acudo al reparo.

Además, como en El Imparcial se ha dado ya, según parece, por terminada la polémica, satisfago así la comezón que me atormenta de no dejar transcurrir largo plazo sin disparar mi honda contra el Goliath del naturalismo. Con esto, al explicar el porqué le escribo esta carta, explico también lo que voy a tratar en ella.

No deben pasar sin correctivo -decía- las pullas y chanzonetas de la señora Pardo Bazán. Pido a la escritora y a la dama que me perdonen si de corregir me atrevo a hablar tratándose de escritos suyos; pero debe de ser sin duda, que acostumbrado durante algunos meses del año anterior a corregir las pruebas de aquellos admirables y admirados artículos de La cuestión palpitante, heme creído en igual caso, y he tomado irreverentemente la carta de dicha señora por una prueba -que lo es, en efecto, de apasionamiento y sinrazón.

Es para mí indudable, amigo y señor de Calcaño, que doña Emilia Pardo Bazán desconoce las cualidades que a V. realzan; ¿cómo, si no, se explica que con tal desenfado y tamaña ligereza de lenguaje se encare con el ministro, con el diplomático y con el académico; con el periodista renombrado, el músico de lozana inspiración, el poeta galano y el docto varón, en suma, que sin haber salido de los años creadores y viriles ha entrado ya en la edad de los respetos?

Seguramente desconoce estas prendas; que es harto sagaz e inteligente la escritora y harto cumplida la dama para, conociéndolas, arrojarse a hablar de V. como de un escritorzuelo novel, lleno de humos y fantasías, a quien conviene administrar una reprimenda para que «no lo haga más».

Yo, a mi vez, debo advertir, para que V. -falto quizá de otros datos que la carta a nuestro ilustre amigo el Sr. Balaguer- no caiga en la tentación de juzgar desfavorablemente a la señora Pardo Bazán, que esta señora no es tan sólo una hablista tan notable como la carta misma revela, y de un ingenio tan vivo y punzante como allí también se adivina, sino maestra en estudios históricos, como lo demuestra su obra San Francisco de Asís; entendida en filosofía y ciencias, como lo afirma su Estudio sobre el darwinismo; novelista de tantos bríos como acredita Un viaje de novios; escritora crítica de tanto alcance como La cuestión palpitante denota, y poetisa de tan dulce canto y correcta forma como el librito Jaime lo declara.

Pero la señora Pardo Bazán ha dado en la manía de considerar al naturalismo como la Biblia literaria de nuestra época, y para ponerlo más a la luz se empeña en dejar a la sombra otras escuelas. No es por lo tanto, sorprendente, ni debe considerarlo V. ofensivo, el que tan cavalièrement lo trate, cuando trata (en su citado libro La cuestión palpitante) a Foe, de autor propio para los niños; a Goldsmith, meramente de patriarcalista; a Walter Scott, de «bardo que vive en un pasado teñido de luz y color... demandando tan sólo a la realidad aquel barniz brillante, nombrado por los románticos color local» (sin que nada más diga sobre el autor de Waverley); no menciona siquiera a Bernardin de Saint Pierre; dice de Lamartine y Chateaubriand que sus novelas están ya marchitas, y califica a Alejandro Dumas (padre) de ingenio mediocre. Además, mientras sólo algunos párrafos dedica a estos dioses del Olimpo literario, dedica tres completos capítulos a Zola.

Ya ve V., amigo Calcaño, que no es de hoy el proceder apasionado e injusto de la señora Pardo Bazán, y que puesto V. junto a los que ella califica de vencidos (los vencedores son, por supuesto, los naturalistas), no está V. en tan mala compañía. Bien puede V. soportar con paciencia, al lado del «mediocre» Dumas o del «marchito» Lamartine, el vencimiento y humillación a que la escritora aludida le condena.

Pero veamos, en sustancia, por qué doña Emilia enristra contra V. su pluma, como su lanza la Bradamanta de Ariosto, y le acomete con tanta furia que, pareciéndole poco la lanza y la espada de la polémica, desenvaina el puñal buido del sarcasmo.

Pues todo ello lo motiva el que V. se plañe, y con razón o fe, de que el materialismo invade como horda bárbara los apacibles campos del espíritu, y así tala y destroza en literatura como en arte, de tal suerte, que bien pudiéramos enmendar la frase de Atila, diciendo que donde sienta su casco el caballo del materialismo, ya no torna a crecer la poesía.

Usted expresa esos temores con la vehemencia y la exuberancia de lenguaje propios de su sangre americana, y no negaré yo que haya en la forma su tantico de exageración. Cuanto al fondo estoy conforme de toda conformidad, y no hay duda que Francia que, como recuerda la señora Pardo Bazán, aunque a otro propósito, nos regaló años atrás el can-can y los bufos, hoy nos regala el naturalismo en letras y el realismo en artes -dos personas distintas y un solo diablo verdadero.

Mi amiga Emilia considera que esos acentos doloridos con que V. señala los estragos que en la fe, el sentimiento y la belleza produce el materialismo, que ese noble arranque con que llama V. a la defensa brillantísima falange de paladines del ideal, son tema adecuado para burla y chacota, y en este sentido apura el ingenio y el chiste, aunque no la lógica y el raciocinio, jugando con las frases y conceptos de V. como si fueran desvaríos de loco o simplezas de mentecato.

La carta ha sido juzgada severamente, amigo mío, no sólo entre los muchos y buenos que V. tiene, sino también entre los mismos adeptos de la flamante secta. Porque podían éstos discrepar en sus juicios de usted, pero como entre el mismo elemento joven y maleante del Ateneo se dice, no era ese el modo y estilo de exponer la discrepancia.

Los únicos, absolutamente los únicos argumentos que opone a la carta de V. la de doña Emilia Pardo Bazán son dos: uno que consiste en afirmar que teniendo el amor de madre y de esposa, los vínculos del hogar y la familia, hondas raíces, no puede arrancarlos un aura literaria cualquiera; el otro argumento estriba en recordar que no es de hoy el matar en literatura a una mujer por cualquier punto de honra.

Al primer argumento la misma, la mismísima argumentante, sirve de contraprueba. Seguro estoy, amigo D. Eduardo, de que V. se habrá dicho allá para sus adentros que muy cerca debe de andar el contagio, y muy cargada ya la atmósfera de miasmas morbosos cuando una mujer, una dama como la señora Pardo Bazán -criada en aristocráticos pañales, educada con exquisito esmero, nutrida en sanas máximas, de tan exagerado espíritu religioso que es fama se significó como ferviente amiga del absolutismo, y a mayor abundamiento esposa y madre, reina en el salón y en el hogar-; cuando una señora, en fin, de tales prendas, se burla de los que muestran celo exquisito en pro de la fe y la virtud, usa de la mayor desenvoltura retórica para juzgar, lo mismo a V. que a los que se han conquistado nombre eterno al cantar en su lira los más notables ideales; se complace en salpicar sus escritos literarios de palabras de baja estofa y en exponer (sin duda como ofrenda a su penate Zola) algunos pormenores de un tratado de obstetricia al final de su novela más reciente.

Si mujer tan discreta y noble, prevarica de tal suerte, infringiendo en literatura las leyes a que hasta ahora las almas femeninas delicadas, escritoras o no, han obedecido, ¿cuánto no es de temer que las mujeres vulgares, indoctas y arrebatadas, vayan más allá y lleguen a la pornografía en literatura y al amor libre en las costumbres?

Tocante a que en el teatro antiguo se mataba por un quítame allá esas pajas a la esposa, está en lo cierto la señora Pardo Bazán, así como lo es que V., mi querido amigo, se ha dejado llevar de su fantasía con exceso. Con harta más razón mata a la adúltera de hecho el marido de El nudo gordiano, que no D. Gutierre a la adúltera de pensamiento en el Médico de su honra. La señora Pardo Bazán argumenta bien en esto, y yo, amigo Calcaño, he de reconocerlo así; pero si desde el siglo XVI acá no hemos adelantado otra cosa, y si todas las filosofías materialistas de Hartman o Buchner y todas las filosofías experimentales de Bernard, con el flamante y conquistador naturalismo por añadidura, no han logrado más moralización y mejoramiento que dejar a la esposa como antes y decir al esposo: «si te vende, mátala» dígole a V. que para tal viaje no necesitamos alforjas, ni valía la pena de vocear tanto que bajo las crudezas naturalistas, está muy bien cocida la lección moral.

La señora Pardo Bazán da gentil prueba de donaire apoderándose del símil que V. emplea, al anunciar la bandera negra del pirata, y deja que con aquel retoce a su sabor la pluma; pero claudica cuando tratando de contrarrestar las afirmaciones de V., para poner enfrente de la formidable y lucidísima hueste de ingenios que V. cita, despliega también sus fuerzas y presenta en línea de batalla, como mesnaderos del naturalismo a Pérez Galdós, Pereda, Palacio Valdés, Ortega Munilla, Sellés, Cano y Palencia.

Bien sé que mi ilustre amiga va a increparme duramente, diciendo que desempeño el ruin oficio de proteger desertores y delatar conjurados, y milagro será que no me trate como a un Siffler de sus ejércitos; pero dispuesto estoy a sufrir la rociada antes que a callar y dejar que pasen plaza de rebeldes los leales.

Sí, Pérez Galdós profesa de naturalista; pero es lo cierto, y esto no puede negarlo la señora Pardo Bazán, que los Episodios nacionales, Doña Perfecta, Gloria y La familia de León Roch, es decir, la flor y nata de sus novelas, las escribió cuando todavía no se hablaba de naturalismo, ni pensaba en él nadie en España.

A Pereda, cristiano viejo y rancio creyente; a Pereda, chapado a la antigua y enemigo mortal del progreso y los progresistas, ¿pretende la señora Pardo Bazán alistarlo en las filas de los Flaubert, los Goncourt y los Zola, adeptos de la escuela positivista, tocados de escepticismo, y cuya morbosa literatura tanto discrepa de la robusta, sana y ferviente del castizo y gallardo montañés?

De Palacio Valdés, puedo decir a V. que a no haber cambiado de parecer de algunos días a esta parte, no pretende usar el apellido de naturalista; Ortega Munilla una sola novela de este género emprendió, El fondo del tonel, y no le dio remate, lo cual le alabo yo y le alabamos todos; a Sellés, ya sabe V. y sabe doña Emilia, lo que le ha resultado su intento de naturalismo teatral; a Cano se le podrá llamar melodramático, efectista, maestro en impresionar al público, hábil en producir fascinaciones, poeta arrebatador... cualquier cosa, menos naturalista, ni aun natural; por último, en lo tocante a Ceferino Palencia, me topé con él a los dos días de impresa la carta de la señora Pardo Bazán, y me dijo, después de felicitarme por mi campaña crítica, cuánta había sido su sorpresa al hallarse incluido en el listín de los piratas.

Queda por nombrar a la misma discreta adversaria de V. Nada he de decirle, sino recordarle la manera cómo recibieron la prensa y el público el Viaje de novios (primorosa novela que me envanezco de haber sido de los primeros o el primero en proclamarla tal) y cómo han recibido La Tribuna.

Y en esta novela resplandece, empero -a la mezcla de giros y vocablos villanescos, que desde el Assommoir acá han tomado carta de naturaleza en los libros de más fueros literarios un lenguaje tan móvil, abundante y hermoso, que da gloria. En esto sí que la moderna escuela -permítame, amigo y Sr. de Calcaño, que se lo haga notar- en esto sí que, con Pérez Galdós Valera y nuestra irritable doña Emilia, ha ganado mucho el idioma patrio, atacado de galicismo como de viruelas y cada día más convencional, por culpa de esta fabricación de frases, como de tarjetas, al minuto, que se llama periodismo.

Mas, precisamente por eso, debemos advertir a la señora Pardo Bazán, y a los que como ella piensan que una lengua tan rica y neta es oro, y el oro se ha de emplear en cincelar vasos y joyas como las de Arfe o Cellini, no en construir calderos como los de Teniers o Vollon.

Si no he acertado a defender con lucimiento y fuerza la causa que V. con su inteligencia ilustra, culpe usted al abogado por torpe, mas perdone V., en gracia al buen deseo, al amigo.

Lo es de V. muy de veras su atento y seguro servidor.

q.b.s.m.,
LUIS ALFONSO

A 23 de Marzo de 1884.




ArribaAbajo Reincidiendo

Sr. D. Luis Alfonso. - Redacción de LA ÉPOCA, Libertad, 18. - Madrid.

Señor y distinguido amigo: Doy gracias a Dios; al fin se ha servido disponer que alguien aclare e interprete las cabalísticas disertaciones del Sr. Calcaño; y una vez que tales resultados produce, juzgo oportuna la reforma postal introducida por los escritores, de que conteste uno las cartas dirigidas a otro, siempre que estas cartas a otro anden en letras de molde.

¿Ve V., ve V. si acerté al vaticinar que se enfadaría conmigo el Sr. Calcaño? Segurísimo estaba de concitar sus iras; lo que no presumí es que V., por saña antinaturalista, tomase a su cargo la defensa de tan mala causa. Como soy que me alegro de que acuda V. a desfacer ajenos agravios, y a disparar de nuevo la honda contra el descomunal gigante Goliath del realismo.

Cuando batallaba V. con Ortega Munilla, estuve a punto de intervenir en la discusión; me pararon la pluma razones de diversa índole; hoy, situado en distinto terreno el debate, puedo entrar en él y cumplir mi antiguo deseo.

Amigo Alfonso, V. a la fuerza, debe de hallarse sobrexcitado por los desafueros del gigante consabido, ya que al lanzarle peladillas del arroyo con la honda de la crítica, pierde su habitual mesura y equilibrio, y hace ademanes de espanto y terror, ni más ni menos que el Sr. Calcaño. Permítame V. que responda a lo esencial de su carta, dejando a un lado lo de menor entidad, por no dar a mi respuesta proporciones de mamotreto.

Se asusta V. de mi desenfado y ligereza (sobreentiéndase, desacatamiento y osadía), al encararme con el Sr. Calcaño, «ministro, diplomático y académico, periodista renombrado, músico de lozana inspiración, poeta galano y docto varón en suma». Lo de ministro, diplomático y músico, no me importa ni pizca; bien podía el Sr. Calcaño ser todo eso, y aun presidente de la república de Venezuela, y un inconsciente (encontré el vocablo parlamentario) en achaque de literatura; lo de periodista, académico y poeta, ya supone algo para el asunto; mas si yo, según afirma V. a renglón seguido, soy también nada menos que «toda una hablista, ingenio vivo y punzante, maestra en estudios históricos, entendida en filosofía y ciencias, novelista de bríos, escritora crítica de alcance y poetisa de dulce canto»; si tantos títulos me otorga benévolamente la misma pluma que extiende la hoja de servicios del Sr. Calcaño, ¿dónde está, cielos, mi irreverencia? ¿O será inviolable el Sr. Calcaño por su condición de diplomático y ministro? Más caridad con las pobres señoras: mire V. que estas varas de tela que las modistas combinan y pliegan artísticamente desde la cintura al pie, nos incapacitan para aspirar a las glorias diplomáticas y ministeriales, y es crueldad refinada taparnos la boca alegando dignidades y preeminencias que jamás obtendremos.

Da V. muestra de ejemplar humildad ofreciéndose a bajar en vez del Sr. Calcaño al terreno de los escarceos, vedado a tan conspicuo personaje por aquello de que aquila non capit muscas. Cada uno es cada uno, y las comparaciones odiosas, y V. posee su ejecutoria fundada en mucha y discreta crítica, y yo de mí sé decir que rompo con V. una lanza de tan buen grado como con el más perínclito caballero andante del idealismo, o lo que fuere ese remilgado eclecticismo estético que V. profesa. Y ya que en tales aventuras nos metemos, déjese V. de correctivos, que huelen desde mil leguas a férula y dómine, y no proscriba el estilo desenfadado y jocoso, que es de tan limpio abolengo como el que más, siempre que no traspase los límites del decoro literario, ni se resbale a personalidades injuriosas. ¿Quería V. verme muy grave, rebatiendo con sólidas razones la especie de que, por culpa del naturalismo, ya los hijos no lloran a sus madres cuando Dios se las lleva? A pesar mío me retozaba la risa en el cuerpo, y hubo de salir un tanto risueña mi carta.

Pienso, no obstante, que en todas mis chanzonetas no hay cosa que personalmente lastime al Sr. Calcaño, el cual, aparte de sus peregrinas declamaciones, será un caballero muy digno de aprecio, de quien no tengo informes de ninguna clase. Y vea V. cómo lleva razón su carta en un punto: aquí en la costa cantábrica, no estamos al corriente de lo que el Sr. Calcaño vale y es. Yo confieso mi ignorancia supina. Aun por eso es bueno que V. me entere y le entere a él de las condiciones de la escritora trasconejada que desde el Noroeste perpetra delitos de lesa majestad ministerial.

Dos argumentos nada más dice V. que opuse a la carta del Sr. Calcaño. ¿Parécenle pocos? Pues sobraba el primero, porque la carta del Sr. Calcaño no aducía argumento alguno, limitándose a lamentos, tristezas y anuncios de catástrofes e invasiones de piratas. ¿Cómo encerrar en la apretada red de la lógica y del raciocinio un artículo fluido, inexpugnable por su misma inconsistencia y que, tocante a hechos, razones y fundados juicios, puede compararse a nada entre dos platos? Para discutir formalmente se requiere algo preciso y concreto, base de la discusión, no vaguedades y anfibologías que hacen a todo y en resumen no contienen doctrina. Tanto es así, que la carta del Sr. Calcaño, mudándole el título y media docena de palabras, podría referirse indistintamente al descreimiento e impiedad en materias religiosas, o a las conspiraciones militares de Ruiz Zorrilla, o al lujo que crece de un modo alarmante, o al materialismo filosófico, o a cualquier cosa. Si yo olfateé que del naturalismo se trataba, no fue porque el Sr. Calcaño lo nombrase.

Con el buen fin de consolarle, asegura V. al dolorido caballero cuya defensa toma, que mi carta ha sido juzgada severamente hasta por el mismo elemento joven y maleante del Ateneo. Aunque mis motivos tenía yo para creer lo contrario, líbreme Dios de afirmar cosa alguna en este punto. Sobre que no es lícito usar en batallas públicas armas del arsenal secreto y privado, como vivo tan lejos de Madrid, acaso no acierte a tomar el pulso a la opinión. Y sin desconocer el mucho valer de la ajena, escribo siempre conforme a la propia.

Si mi conciencia no estuviese tranquila, me alarmaría la acusación que V. me dirige, afirmando que me burlo de los que muestran celo exquisito en pro de la fe y de la virtud. ¡La fe y la virtud! Por lo mismo que soy católica apostólica romana; por lo mismo que en materia de dogma y costumbres me atengo a las enseñanzas de la Iglesia, me niego -y ahora sí que tocan a hablar seriamente- me niego, repito, a admitir como apología de la fe cuatro generalidades huecas donde se llama a defender la fe susodicha al Sr. Pi y Margall (famoso cruzado). No alienta en mí ese espíritu exageradamente religioso que V. me atribuye, si por espíritu exageradamente religioso se ha de entender la ceguera del fanatismo o la vociferación del energúmeno; pero me basta la dulce ley recibida en el bautismo para no admitir en mi aduana una fe de contrabando, ni una moral privada que sustituye al Decálogo claro y sencillo las nebulosidades difusas del ideal.

Cristianos viejos eran nuestros inimitables escritores de los siglos de oro, y escribían con franqueza, crudeza y realismo neto, y salpicaban sus escritos de palabras de baja estofa, ni más ni menos que la insignificante autora de La Tribuna, porque nuestro idioma no es oro todo él, amigo Alfonso, sino que se parece a esas sortijas de siete aros de siete metales, en que entran desde los más nobles, como el oro y la plata, hasta los más ínfimos, como el plomo y el estaño, y si algún aro se le quita pierde la sortija su gracia, hechura e integridad; y ganas me dan de añadir que aún son más gruesos los aros de estaño, plomo y cobre, y más rica nuestra generosa habla en voces bajas, familiares, plebeyas y humildes, y la literatura debe recogerlas, estimarlas y darles curso. Así estuviese yo tan segura de imitar a los grandes clásicos en el talento como lo estoy de quedarme muy atrás de ellos en la libertad del pincel, aunque apunte V. en la cuenta de mis licencias los detalles de obstetricia de La Tribuna, harto más sucintos y velados que los que a cada instante se oyen en conversaciones y diálogos de gente bien educada, de señoras que se refieren mutuamente sus andanzas en tan apurado trance. Si V. me ha leído despacio -y así debe de ser, pues ha juzgado V. muchas obras mías, sin hablar de la corrección de pruebas de los artículos de La cuestión palpitante, que agradezco cual se merece- reconocerá que, a falta de otras excelencias que bondadosamente me supone y yo no poseo, tengo la cualidad o defecto de ser muy dueña de mi pluma, de escribir lo que me propongo y ni una línea más, pecando, antes que de apasionamiento, de cierta frialdad ya observada por el malogrado Revilla en mi primer novela Pascual López.

Para narrar ese episodio tremendo de la vida femenina, que debe caber en el arte, esa suprema crisis de la maternidad, donde no hay nada de licencioso o provocativo e impera la austeridad profunda del dolor, he rehuido la descripción clínica de Zola en Pot-Bouille, haciendo que la tragedia se represente entre bastidores, y que el oído supla a la vista. No sé lo que inspira a las mujeres arrebatadas e indoctas el naturalismo: por la parte que le toca a La Tribuna, no será de fijo el amor libre, dogma de la iglesia romántica jorgesandiana, nunca de la naturalista, como V. sabe perfectamente. Cuando la famosa Guillermina Rojas predicaba sus anchas teorías, dijo agudamente un sujeto a quien conoce todo Madrid: «¿Para qué me han de dar el amor libre, si yo me lo tomo siempre que quiero?». Créame V.: sin Guillermina Rojas, sin romanticismo ni naturalismo, origina las mayores picardías, desde los tiempos de Adán, la humana condición flaca y decaída, y el diablo que lo añasca todo.

¿A cuántos kilómetros estaremos del señor de Calcaño? No lo sé, ni hallo medio de regresar hasta él, ni de ponerme otra vez seria para concluir de un modo correcto. Y es que, lejos de enojarme, de querer lanzar a V. rociada alguna, de increparle duramente, o de tratarlo como a un Siffler de mis ejércitos, estoy que no quepo en mí de vanidad y gozo desde que V. me ha revelado que no hay piratas. De una plumada, o mejor dicho, de algunas plumadas, suprime V. a siete de éstos: Galdós, Pereda, Palacio Valdés, Ortega Munilla, Sellés, Cano y Palencia. Sobre el realismo de los tres últimos, ya dije en mi carta al Sr. Balaguer que había mucho que discutir, y si los citaba era porque el Sr. Calcaño los omitía; huelga, pues, la mayor parte de lo que afirma V. de ellos, y la sorpresa del Sr. Palencia también. En resolución: suprimidos por V. éstos y los otros, resulta que sólo quedamos, como piratas indiscutibles, algún crítico y yo. ¡Digo, digo! ¡Pues apenas si hay para ponerse orondo y ancho!

¡De modo que todos los augurios del señor Calcaño (paternidad del mono inclusive), todos los artículos, gacetillas y sueltos que diariamente salen en periódicos y revistas, todas las discusiones del Ateneo, todas las polémicas acaloradas cuyo estrépito aturde los casinos y los cafés, todos los libros que tratan la debatidísima cuestión palpitante y toda su indignación de V., no reconocen otro origen ni se refieren a nadie más que a dos o tres escritores a lo sumo, y en primer término a quien traza estas líneas!

Pasmada estoy de mi propio dinamismo, y maravillada de obrar tales milagros y causar trastornos semejantes. Sí, amigo mío: voy a exclamar, cual las lagartijas de la fábula:

Valemos mucho,
por más que digan.

¿Cómo no he de agradecer a Siffler que me deje sola o casi sola? Muy buena era la compañía en que creí encontrarme, y preferiría (en cuanto a gusto y diversión) seguir acompañada; pero con la soledad gana mucho mi orgullo, y si creyese firmemente que no pasaba un alma por la calle del realismo, de veras me crecería tres dedos, que siempre es glorioso ser, en algo, el único.

Ya puesto a ello, amigo mío, ¿qué trabajo le costaba haber concluido la obra, suprimiéndonos también a los únicos y solitarios piratas que restábamos y a mí?

No falta quien le dé el ejemplo: mi muy reverenciado amigo el novelista Alarcón declara que va a morir definitivamente el naturalismo, en otra carta que endereza desde El Imparcial al Sr. Ortega Munilla. Así se resuelve el problema: muerto el perro, se acabó la rabia. Para los que quedamos, no merece la pena de existir.

En suma: si tan contados somos los ejemplares de la especie piratesca, los demás se las compondrán como gusten, que por mí estoy dispuesta a piratear recio, y en el terreno cortés -aunque en festivo tono las más veces- me tendrá V. siempre pronta a enarbolar la bandera negra, así me quede como arraez sin bogavantes.

Desde mi galeota, me despido agradeciendo los inmerecidos elogios que me tributa V. y asegurándole que ni soy irritable, ni estoy irritada, antes estas luchas me esparcen y agradan muchísimo, especialmente cuando tropiezo con tan dignos adversarios.

De V. afectísima Q.B.S.M.

La Coruña, a 2 de Abril de 1884.




ArribaAbajoCarta-pacio

SEÑORA DOÑA EMILIA PARDO BAZÁN

Calle de Tabernas, 11,
CORUÑA

Mi muy distinguida amiga: Más recia defensa del naturalismo esperaba yo del mucho despejo y sazonado estudio de V. He de confesarle, por tanto, que leí sorprendido su carta (con la que hemos entrado de lleno en la legalidad postal, escribiéndonos directamente y no por tercera mano), sin encontrar al punto razonamiento a que asirme para proseguir mi campaña antinaturalista.

Estocadas personales en la primera parte de su epístola; quites personales también en la segunda, y nada más. Apenas dejaba V. al Sr. de Calcaño, la tomaba V. consigo misma; y como yo había expresado ya en abono del primero mi parecer, y no tenía para qué arremeter con V., que por ser dama está y debe estar al abrigo de todo ataque, quedéme perplejo y desconcertado.

Porque ha de saber V., señora mía, que la controversia que había emprendido gozoso en El Imparcial, por tratarse de periódico muy popular y leído y por contender con tan noble paladín como Ortega Munilla; esa controversia acabó, no sé si a mano airada o por inanición. Y digo esto, porque por una parte, Ortega Munilla hubo de dejar que pasara un mes sin escribirme, y por otra, en el mismo Imparcial me han significado que tales polémicas son enfadosas, y que, después del segundo artículo, «ya ni los mismos que lo escriben se enteran de ellos».

¡Imagine V. cuál quedaría yo al oír esto! Y es el caso que tan oronda y envanecida o más que V. se muestra por haber quedado sola con Clarín para defender el naturalismo, me hallaba yo de leer las cartas que de todas partes (París, Barcelona, Sevilla, Zaragoza, Córdoba, Gibraltar, Valencia) aplaudían la doctrina que sustento y de oír las palabras de estímulo que a cada punto me dirigían toda clase de personas.

Al propio tiempo me constaba que los partidarios de Ortega Munilla aguardaban ansiosos sus réplicas y le felicitaban por su apología del naturalismo.

Creía, por último como creo, que no hay en España hoy día tema literario de más interés que éste, por lo que es en sí y por el rastro que deja. Imagine V., pues, vuelvo a decir, cuál quedaría yo privado allá de continuar y sin pretexto aquí para seguir.

Por fortuna es V. de los escritores que aun dejando que su pluma vuele por regiones estériles, no dejan de verter aquí y allí alguna semilla que por su propio valer, y a poco que se la cuide, fructifica y crece. Repasando, pues, con detenimiento la carta que me hizo V. la merced de dirigirme, he descubierto al fin alguna de esas semillas, dejadas caer como al desgaire en el surco del campo naturalista y cuyos brotes pretendo arrancar antes de que se desarrollen para daño de las letras.

Demos ya de mano, si le parece a V., a mi respetable amigo el Sr. Calcaño, a quien zahiere V. y maltrata en columna y media de las tres que su carta llena, por el delito, no de haber maltratado o zaherido a nadie, sino de haber omitido deliberada o indeliberadamente en la suya algunos nombres; prescindamos de que a V. no le plugo entender que al enumerar los merecimientos de V. junto a los suyos, lo hice para que se notara el contraste entre el proceder circunspecto del ministro venezolano, que ni antes ni después de la acometida de V. ha esgrimido la pluma en el ataque, y la impetuosa agresión de V. armada de punta en blanco, con burlas, cuchufletas y donaires; arnés naturalista que, se lo confieso a V. claramente, si no me agradaría en Rugiero, menos me gustaría en Bradamanta.

Y vengamos al asunto. No piense V. que yo he de tomar a mal ni he de conceptuarme ridiculizado porque usted me acuse de asustadizo y medroso ante el lenguaje y tendencias de V., ni tampoco porque apode usted «eclecticismo remilgado» a mi criterio.

Miedo y susto me produce ciertamente, el que no ya tan sólo los varones, mas también las hembras -o si usted quiere, las ricas-hembras- se aficionen ciegamente a las teorías y prácticas literarias de Zola y su bando, porque entiendo que si mucha falta hace ideal, la mayor suma posible de ideal, en los corazones serenos y los entendimientos claros, para soportar las materialidades harto desapacibles de la existencia, más necesita aún de ese hábito refrescante la mujer, que ha sido siempre en la tierra el ideal del hombre y la inspiradora perenne de ese idealismo engalanado por la imaginación que se nombra poesía.

¿Cómo se reirá V. para sus adentros al leer estas puerilidades tan manoseadas como añejas? Pero debo advertir a V., simplemente como un hecho, que quizá por lo mismo que no es nueva ni original mi opinión, la confirman en el caso presente todas, absolutamente todas cuantas señoras me han hablado de la Cuestión palpitante que ahora sacamos otra vez a plaza y que palpita más que nunca.

Repito que sólo como hecho lo aduzco, porque más de una vez se ha visto que uno tenga razón contra todos, y pudiera V. tenerla, mal que pesara a todas las de su sexo; pero créame V., amiga mía, hay mucho adelantado, en letras como en cualquier asunto, con tener de la parte al público femenino.

Me apresuro a declarar antes de proseguir, que según barrunto, ha de ser opuesta a mi parecer, mi señora y amiga doña Rosario Acuña de la Iglesia, que anoche nos leyó en el Ateneo un poema con asomos de científico, conatos de irreligioso y vislumbres e indicios de sarcástico.

También me declaro reo en lo de los remilgos. Los tengo y muchos, más que una damisela nerviosa y evaporada, cuando se trata de obras de arte. Si no hay belleza y armonía, si no hay pulcritud y buen gusto en ella, le hago ascos, y tales, que de seguro haría reír a carcajadas a la autora de La Tribuna, en cuyo libro hay «niñas mocosas», muchachas que «llevan la cesta» a su hermana y mozas que gritan: «¡repelo!».

Digo hoy a V., mi señora doña Emilia, lo propio que a Ortega Munilla dije ayer. Él escribía en tono irónico que la esfinge ante la cual discutimos había de exclamar: ¡mucha agua y jabón Windsor! y yo repliqué que sí, que mucho jabón y mucha agua han menester varias páginas naturalistas y que yo voceaba también con todas mis fuerzas: ¡mucha agua y jabón Windsor! Ahora, del mismo modo convengo con V. en que soy muy remilgado y conceptúo que deben usarse muchos remilgos al tratarse de admitir o no las producciones del ingenio.

Yo por mí las acepto todas (por eso soy ecléctico) vengan de donde vinieren con tal que vengan limpias y artísticas y hermosas. Y si quiere V., para que le sirva de gobierno, que le declare cuál es la fórmula de mi «remilgado eclecticismo», le diré de aquí para adelante, que así como los musulmanes concentran su fe religiosa en la frase «No hay más Dios que Dios y Mahoma es su profeta», yo reduzco mi fe literaria a ésta: «No hay más Dios que lo bello, y el Arte es su profeta».

Continuemos. Para que V. se persuada de cuán resbaladizo es -en noble y distinguida dama, como usted, sobre todo- el apadrinar ciertos procedimientos literarios, y el escarnecer determinadas creencias (llámelas, si V. quiere, cavilaciones), le advertiré que al chancearse V. una vez más con la carta del Sr. Calcaño, diciendo que «mudándole el título y media docena de palabras podría referirse indistintamente al descreimiento en materias religiosas, o a las conspiraciones de Ruiz Zorrilla, o al lujo que crece de un modo alarmante, o al materialismo filosófico»; al decir V. esto, repito, viene V. a decir que en la respuesta de V. a la citada misiva, «mudando el título y media docena de palabras», se burlaría V. despiadadamente de quien combatiese el materialismo, el lujo, las conspiraciones y el descreimiento.

Otro punto que concierne al tema trascendental que debatimos, toca V. cuando se defiende del último capítulo de La Tribuna (el alumbramiento de la protagonista). Bien sé yo que ni remotamente ha seguido usted a Zola, quien dedica todo un largo capítulo de su flamante novela La joie de vivre, a describir con todas, absolutamente todas las menudencias más asquerosas y nauseabundas, «el episodio tremendo, como lo llama, de la vida femenina»; mas, por Dios y los santos, no arguya V. para defenderse que (dos detalles de obstetricia de La Tribuna son harto más sucintos y velados que los que a cada instante se oyen en conversaciones y diálogos de gente bien educada».

¡Medrados estaríamos si no fuera así! ¿Habríamos también, por rendir culto a la realidad, de transcribir las preguntas del médico a un paciente de dolencia gástrica, o los diálogos de «gente bien educada» acerca, v. gr., de los efectos del mareo?

Con estas inútiles licencias retóricas se relacionan estrechamente otras libertades no menos abusivas de vocablos. Y digo licencias inútiles porque Pereda, sin ir más lejos, que aunque no se anda en naturalismos, es un escritor real y verdadero, sabe, como saben los artistas, decir tanto o más que los partidarios de esas claridades, sin ofender el oído más «remilgado»; y no insisto más porque en este mismo sitio hice notar la astuta delicadeza, que así se puede llamar, del autor de Pedro Sánchez.

De las voces villanescas que Zola primero, Pérez Galdós después y V. más tarde, se han complacido en traer al vocabulario de la literatura, dice V. que nuestros escritores de los siglos de oro «escribían con franqueza, crudeza y realismo neto, y salpicaban sus escritos de palabras de baja estofa».

Huélgome, lo que no es decible, de que haya V. apelado a ese argumento que he oído usar repetidas veces y para el cual hay siempre aparejada muy sencilla respuesta. ¿En qué clase de escritos empleaban semejante lenguaje los escritores aludidos? En los escritos de gorja, como diría Quevedo, o de guasa, como se dice hoy; nunca en los sacros. Para el verso, sólo en jácaras y sátiras ligeras; para la prosa en Rinconete y Cortadillo, El Pícaro Guzmán de Alfarache, El Buscón Don Pablos o El Lazarillo de Tormes; esto es al tratar de mendigos, pícaros, hampones, rufianes, busconas, celestinas y otros ejemplares de la hez y escoria humanas.

¿Es esto lo que a Vds. los naturalistas les place remover? ¿Aquí es donde les agrada buscar tipos, costumbres, sentimientos y lenguaje? Pues con su pan se lo coman, que yo ayuno y con mis remilgos me quedo.

Y si al cabo condujese a algo de provecho ese escarbar con la pluma cual con gancho de trapero, entre la basura, o como el gallo de la fábula, que halló la perla y la desdeñó. Pero ¿cuál es, en suma, la moral que Vds. defienden, y que según V. se apresura a declarar, no es el amor libre, dogma de la iglesia romántica gorge sandiana y nunca de la naturalista?

El preceptista de la escuela, el Aristóteles, Quintiliano, Horacio y Boileau de ella, que es Zola, lo ha manifestado harto explícitamente en sus teorías y en sus prácticas, o sea en sus novelas. La doctrina del naturalismo se funda en la experimentación, prescinde en absoluto de la Providencia y lo divino, y atribuyendo solamente al temperamento todos los actos de la vida, negando el libre albedrío virtualmente, rueda necesariamente al fatalismo. Es más: en plena sesión del Ateneo se ha proclamado que el naturalismo había de ser, por fuerza, ateísta, y ningún naturalista ha protestado, ni en realidad podía protestar, de ello.

Y si dejándonos de principios venimos a los ejemplos ¿dónde hallaremos esa moral y dogma tan opuestos a los desvarios gorge sandianos? ¿Será en Le Nabab, Numa Roumestan y Fremont jeune y Risler ainé, de A. Daudet, en cuyas novelas todos los bribones o anchos de conciencia prosperan y la gente de bien se muere o se mata desesperada y escarnecida? ¿Será en Madame Bovary, de G. Flaubert, donde el poderoso talento analítico del autor se emplea en escribir el poema de una mujercilla sin cualidad moral ni intelectual que valga un ardite y que entretiene los ocios de la aldea en minotaurizar, como Balzac diría, al mentecato de su marido con cuantos galancetes halla a mano? ¿Será en La fille Elisa, de E. de Goncourt, «epopeya» de una vulgarísima y asquerosa ramera que acaba por asesinar a un soldado (digno Marte de tal Venus) y volverse idiota en la casa de corrección: «odisea» en que cada uno de los cantos ocurrió en un distinto burdel? ¿O será, en fin, L'Assommoir, Nana, Pot Bouille o La joie de vivre, de Zola, en cuyos libros, aparte de las obscenidades y porquerías, resalta el pesimismo más desconsolador, y si por acaso cruza un alma pura y un corazón sano, es para quedar humillado, maltratado y deshecho por los machos y hembras de la peor ralea, que allí tanto abundan?

No comprendo, amiga mía, que V., la autora tierna y dulce de los versos a su hijo Jaime, V. la piadosa narradora de la vida ejemplarísima de Francisco de Asís, V. que por ser mujer y mujer de privilegiada inteligencia tanto ha de comprender y estimar las delicadezas del sentimiento, crea V. que ese linaje de literatura no ha de ejercer dañina influencia en esta nerviosa existencia que lleva el mundo.

Pluguiera a Dios que no fuera así; pero, ríase V. cuanto quiera de ello y saque V. de su aljaba cuantas flechas aguzadas por la burla picante guste, es lo cierto, que, si bien con alguna hipérbole en la forma, no andaba descaminado el Sr. Calcaño al arredrarse y entristecerse por los efectos de la invasión materialista.

Y si no, dígame mi señora doña Emilia, dígame en conciencia, si esa afición, hoy en auge entre los señoritos cortesanos, de imitar los usos y vicios, como las palabras y modales de los chisperos del día; si esa villana costumbre de reemplazar la antigua espada de hidalgo con la navaja del matón de oficio, no es, en suma, una traducción (libre si V. quiere, pero traducción al cabo) de esa literatura donde se saca a primera línea y se trueca en personajes y héroes de poema, cuanto camina entre el lodo y rueda en el cieno de la sociedad. ¿Opina V. que es buen modo de suavizar las costumbres y aumentar la cultura y fomentar el instinto de lo bello, delicado y puro, no hablar (y cuanto con más talento peor) más que de miserias y vicios y no presentar más que gentuza, ya moral, ya socialmente considerada?

Ríase V., ríase V. de nuevo, y más de mí que de nadie si la agrada, amiga mía, que todas las risas y chanzonetas y pullas de V. no han de causarme mortificación alguna: en estos casos pienso como Petronio: «Satius est rideri, quam derideri» -prefiero que se me rían, a reírme.

Pero me duele, créalo V., me duele (lo afirmo con la lealtad y buena fe, que cuantos me conocen, me reconocen) que amigos que tanto quiero y escritores que en tanto estimo como Pérez Galdós y Sellés, desciendan de Gloria, al Doctor Centeno, y de El nudo gordiano, a Las vengadoras. (Ya sabe V. que aquél es el libro que menos se ha vendido y ésta la comedia que menos ha gustado, de uno y otro autor respectivamente).

Me duele mucho, sí, que esto suceda, y no menos me duele que a la insigne narradora de Un viaje de novios, puedan increparle, como no ignora V. que lo hace en El Gibraltar Guardián, quien se firma «Una española calpense», de que la heroína de La Tribuna, «dura para sus padres, orgullosa y altiva con sus iguales y cruel y desalmada con el único personaje interesante del drama viene a la postre sin nobles luchas, sin pasión ardiente, a entregarse en brazos de un mentecato libertino, sin corazón y sin carácter».

El autor o autora de esta filípica no muestra sobrada competencia en discernir autores; mas en cuanto a sentido moral y aun sentido común, dígole a V. que no es lerdo.

Para terminar una carta que es ya carta-pacio, aseguraré a V. que si me preocupa y amohina que escritores, como los nombrados, rindan sus fueros al menguado naturalismo, y que escritores y damas como usted, bastardeen su propia y genial naturaleza, sometiéndose al mal gusto naturalista, el Naturalismo, en sí, de modo alguno me arredra.

No me arredra por muchas razones, y la más lisa y vulgar es la más fuerte, a saber; porque el juicio público lo ha condenado con fallo inapelable e incontrovertible, y por el mismo camino que V. y Leopoldo Alas pretenden seguir para realizarlo: por el de las burlas.

El romanticismo cayó desde el punto en que apareció una caricatura en que se figuraba un mancebo desgreñado y ojeroso, con un puñal en una mano y un pomo de veneno en la otra, con un letrero al pie que decía: «¿Me lo clavo?, ¿me lo bebo?».

El naturalismo ha caído también desde el punto que la gente, al oír o ver un lance desvergonzado, una frase cruda, o un cuadro sucio en cualquier sentido, exclama: «¡género naturalista!»

¡Que es injusto, que es exagerado! También lo era al tratarse del romanticismo, y no por eso dejó de matar con el ridículo la secta: Dura lex, sed lex.

No dude V. que con todo lo expuesto, la estima como el que más, y la admira como pocos, su afectísimo amigo y seguro servidor.

q.s.p.b.
LUIS ALFONSO

En Madrid, a 20 de Abril de 1884.




ArribaAbajo Carta magna

Sr. D. Luis Alfonso. - Redacción de LA ÉPOCA, Libertad, 18. - Madrid.

¿Se puede saber, señor y distinguido amigo, por qué esperaba V. más recia defensa del naturalismo en mi última carta? La de V., enderezada al Sr. Calcaño, no encierra cosa alguna de entidad a que yo no contestase punto por punto. Me agrada ceñirme a la discusión, no salirme de su terreno, y responder acorde. Si maltraté al Sr. Calcaño en columna y media de las tres que llena mi epístola, fue porque V. consagró otro tanto espacio a encomiarle y aplicarle calmantitos; si dediqué la columna y media restante a defenderme, fue porque V. empleó la misma cantidad de prosa en dirigirme acusaciones que, no por venir galanamente vestidas y entreveradas con elogios muy superiores a mis méritos, perdieron nada de su intención desolladora.

Hube de ajustarme al texto, sirviéndome de la forma festiva, que, insisto en ello, es la más adecuada al estilo epistolar, la más oportuna para estas funciones de pólvora literarias, y no la menos difícil de manejar sueltamente y de condimentar con sal, mostaza y pimienta, proscribiendo la hiel y el vinagre. A V., que me juzgaba irritada y hecha un basilisco, le pone nervioso la expansión de mi buen humor. Pues no haya quimera: yo haré cuanto esté de mi mano para escribir con gravedad, sólo por complacer a V. Tampoco veo inconveniente en dejar ya tranquilo al bueno del Sr. Calcaño.

¿Quiere V. que hablemos de doctrina naturalista? sea: vengo en ello gustosa: mas permítame V., ante todo, advertirle que su Carta-pacio no se concreta a impugnar el naturalismo como cuerpo de doctrina literaria, sino que se extiende por campos de amena variedad, tocando algunas veces a mi persona: no le sorprenda a V. que para seguirle tenga que imitarle.

Estoy conforme en que al presente no hay en España (ni en Europa) tema literario de más interés que el naturalismo, y lejos de pensar, con El Imparcial, que no leen estas polémicas los mismos que las escriben, veo y toco el interés que inspiran, y cómo disputan a la política el privilegio de apasionar los ánimos hasta de los profanos en letras. Ya se me alcanza que todavía andarían más buscados y solicitados los números de La Época donde combatimos V. y yo, si cayésemos en la tentación de insultarnos y acabar la polémica como el Rosario de la Aurora; con todo esto, celebremos que la gente otorgue alguna importancia a lo que no es lucha electoral, ni crisis, ni proceso Morillo. Juzgo además que en el mundo intelectual como en el físico, no se pierde un átomo de energía, y se convierte en actividad todo esfuerzo.

Previa esta declaración, empiezo a seguir los senderos por donde me guía su carta. Asústase V. de que no sólo los varones, sino las hembras ¡las ricas-hembras! se aficionen a las teorías y prácticas literarias de Zola. No adivino por qué ha de ser más alarmante el síntoma en el bello sexo. Dentro del terreno literario no hay varones ni hembras, hay escritores que sufren inevitablemente las modificaciones inherentes al gusto estético de su edad; y cuando el historiador, con espíritu sereno y maduro juicio, reseña los fastos de las letras, no se le ocurre cavilar en si conviene a una mujer el estilo de Santa Teresa o el de doña María de Zayas, el de Victoria Colonna o el de Jorge Sand. Estudia a la artista, la considera en relación a su época, pesa los quilates de su mérito intrínseco, lo mismo que haría con un hombre: sólo este modo de proceder es literario, y V., crítico tan distinguido, está obligado a conformarse a él, sacando de su error a las damas que V. dice se asustan, y acaso creen que hay dos literaturas, una femenina, que trasciende a brisas de violetas, otra masculina, que apesta a cigarro.

Usted es dueño de tener cuantos remilgos guste, más que una damisela nerviosa y evaporada; los remilgos son incoercibles; yo he conocido personas que se privaban de tomar sorbete, de comer en restaurant, de dormir en las camas de las fondas y de recostarse en los vagones de la vía férrea; personas para quienes cada apretón de manos era un suplicio, y la vida un purgatorio. Si a V. le acontece lo propio en literatura, considerará V. fruto vedado a Dante, a Shakespeare, a Cervantes, a casi todos los clásicos griegos y latinos (no exceptúo al divino Horacio), y lo que es peor, se contentará V. con acatar la sagrada autoridad de la Biblia, sin deleitarse en sus literarios primores, porque a veces echaría V. de menos el jabón Windsor (entre paréntesis, es más fino el de Lubín). Mudo de táctica: debo cumplir lo ofrecido y hablar seriamente. V., vuelvo a decir, está en su derecho al tener remilgos; pero, ¿debe V. erigir esos remilgos en norma del arte?

Si el escrito que yo ataqué podía referirse indistintamente a muchas cosas, no así el mío, que se aplicaba a precisar lo que en el otro andaba flotante y sin consistencia. Al mío no bastaría con mudarle media docena de frases para alterar su significación. Y yo no me burlaría en letras de molde de quien impugnase el materialismo, las conspiraciones, etc. (no porque la burla no fuese lícita si lo hacía mal, pues no basta la buena intención, como lo ha demostrado La Época hará tres días, riéndose de unos detestables versos dedicados al piadosísimo objeto de ensalzar a la Virgen), sino porque no suelo meterme en otros berenjenales que los puramente literarios.

Las preguntas de un médico a un enfermo acerca de dolencias gástricas o los diálogos acerca del mareo, sobrarían en una novela, amigo Alfonso, porque son menudencias que no entrañan modificación importante en la vida de los personajes, y el novelista que las consigne mostraría ocioso empeño en acumular pormenores sin valor descriptivo o narrativo. Mas el alumbramiento, como la agonía, cabe en el arte, es situación dramática, de terror y piedad, cual las pedía la antigua escuela: la partida o la venida de un ser humano al mundo, tiene algo de solemne que realza todo vulgar detalle.

No obstante... Me detengo para advertir a V. que ahora voy a exponer principios, mejor dicho, a confirmar lo ya expuesto en aquellos articulejos titulados La cuestión palpitante, que V. preservó de injurias de cajistas. Ya los ha olvidado V. -y no me extraña, pues no los creo dignos de eterna memoria- cuando me juzga ciegamente prendada de Zola y afiliada en absoluto a su escuela. No vuelvo del asombro viendo que se intenta hacer de mí un Zola femenino, o por lo menos un discípulo activo del revolucionario francés. Dispénseme V. la merced de repasar mi libro; y hallará en él las numerosas restricciones que puse antes de aceptar la doctrina de Zola. El famoso capítulo Lucina plebeya, que V. considera ofrenda a mi penate, es, al contrario (líbreme Dios de decir una enmienda, ¡quién soy yo para enmendar la plana al gran artista!), un ensayo de cómo se pueden tratar ciertas materias sin sacrificar la realidad y sin desplegar inútil lujo de crudezas y horrores.

Opiné y sigo opinando que se debe poner el límite muchísimo más allá que Octavio Feuillet y otros novelistas de agua con azucarillo, y harto más acá que Zola; pero esto en rigor es cuestión de gusto y acaso de remilgos, que algunos tendré yo como cada quisque; donde radicalmente me aparto de Zola es en el concepto filosófico: ya sabe V. que en La cuestión palpitante, hace año y medio, me adelanté a rastrear sus doctrinas deterministas, fatalistas y pesimistas, declarando que por esos cerros ningún católico podía seguirle. Nada me enseña V. de nuevo al hablarme de que el arte fatalista suprime la Providencia: yo lo he patentizado (del mejor modo que supe) en mi libro.

Aun por eso insisto en que aceptemos del naturalismo de Zola lo bueno, lo serio, el método, y desechemos lo erróneo, la arbitraria conclusión especulativa, anti-metafisica que encierra. Procedamos con él como los sabios con el positivismo científico. El sabio más católico o más creyente en la Providencia, un Padre Secchi, un Agassiz, al experimentar y estudiar, obra como si fuese positivista, atendiendo al hecho y al fenómeno, que es lo que tiene entre manos, sin renunciar por eso a otras verdades de orden superior, que no se prueban experimentalmente.

Creemos los católicos en el albedrío humano y nos sonreímos cuando Zola atribuye la honestidad de Dionisia Baudu al buen estado de su salud, pues la observación nos demuestra que hartas vírgenes enfermas saben ser virtuosas. Sin embargo, no separándonos un ápice de las enseñanzas de la Iglesia, admitimos que el cuerpo influye en los movimientos del alma, que los estados totales o parciales de sueño, de enfermedad, de embriaguez, de pasión, de cólera o de locura, motivan resoluciones inexplicables en ánimos equilibrados, que las circunstancias empujan de un modo eficaz, aunque no irresistible, al hombre, que la naturaleza humana está viciada por el pecado, y que no somos espíritus puros, por lo cual rechazando la tesis materialista de Zola, aceptamos sus investigaciones reales y verdaderas, y algo de su pesimismo en lo que se refiere al convencimiento de la miseria humana.

¡Con que en el Ateneo se ha proclamado que el naturalismo ha de ser ateo por fuerza y ningún naturalista ha protestado ni podía protestar! Pero, amigo Alfonso, no se protesta de cada absurdo que se oye; ¡apenas sería trabajo! Y ante todo, ¿está V. bien seguro de que se trataba del naturalismo, procedimiento literario? Porque hay un naturalismo filosófico anatematizado hace tiempo por la Iglesia, vuelto a anatematizar en la Encíclica recientísima de León XIII contra los francmasones, así como hay un idealismo condenado también, racionalista y perfectamente herético.

No conformándome yo con el parecer de Zola respecto al carácter de utilidad docente del arte, está de más que V. me pregunte «¿qué moral defienden Vds.?» Por centésima vez, el objeto del arte no es defender ni ofender la moral, es realizar la belleza. Para defender la moral, salgan a la palestra los moralistas. Tractent fabrilia fabri, que dijo mi amigo Menéndez y Pelayo en cierta donosa polémica.

Tocante a las palabras de baja estofa, que según V. sólo empleaban nuestros clásicos en los escritos de gorja o guasa, no sostendrá V. que el Quijote, la Celestina, los dramas de Tirso, los autos de Calderón, sean escritos de gorja, y en todos hay palabras muy villanescas y aun soeces. ¿Qué más? ¡Si hasta en la rica literatura eucarística se nota esa predilección hacia el vocablo vulgar, familiar, plebeyo, que es uno de los caracteres distintivos de las letras hispanas!

Usted no comprende cómo la autora de Jaime y de San Francisco pudo transigir con ese género de literatura. No por mi sexo (las mujeres, en general, no son todo lo idealistas que se cree), sino por mi condición, yo pienso y vivo más en verso que en prosa: quiero decir, que tengo cuantas afirmaciones puede tener un poeta práctico. En Jaime y San Francisco expresé el amor maternal, la hermosura sublime de una edad pasada; con esta poesía interior no cabe hacer hoy una novela; la novela nos ha de ofrecer el mundo interior y la realidad actual, que es también muy bella. Proceder de distinto modo sería imitar a Byron, retratarse el autor en cada obra, volver al subjetivismo romántico.

Ceso ya de hablar de mí misma -me obligó V. a ello barajando mis doctrinas y mi personalidad- y contesto a lo de que los señoritos cortesanos, al imitar los usos, vicios y aficiones de los chisperos, traducen las enseñanzas de la literatura naturalista. ¿Sabe V. si existía esta literatura allá en el XVIII, en tiempos de polacos y chorizos, cuando Jovino increpaba a la nobleza en su célebre sátira, preguntando:


¿Ves, Arnesto, aquel majo en siete varas
de pardomonte envuelto, con patillas
de tres pulgadas afeado el rostro,
magro, pálido y sucio, que al arrimo
de la esquina de enfrente, nos acecha
con aire sesgo y baladí? Pues ese,
ese es un nono nieto del Rey Chico.
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .



Y después de pintar la cerril ignorancia del majo, añadía:


¡Qué mucho, Arnesio, si del padre Astete
ni aun leyó el Catecismo! Mas no creas
su memoria vacía. Oye, y diráte
de Cándido y Marchante la progenie;
quién de Romero o Costillares saca
la muleta mejor, y quien más limpio
hiere en la cruz al bruto jarameño.
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .



¿No parece que está uno viendo a algún frascuelista? Pues el satírico prosigue después de una pintura al natural:


¿Y es este un noble, Arnesto? ¿Aquí se cifran
los timbres y blasones? ¿De qué sirve
la clase ilustre [...]



Y todo el resto, que, mutatis mutandis, podría haberse escrito hoy, salvo que, como D. Gaspar Melchor de Jovellanos no se mordía la lengua, su briosa invectiva sería tal vez calificada en estos momentos de poesía naturalista con ribetes pornográficos.

Ya concluyo, que las cuartillas crecen de un modo alarmante; mas no quiero callar que si El doctor Centeno fue la novela menos leída de Galdós, no es porque le falten preciosas filigranas, es porque... ¡tiene dos tomos! Comprar, o prestar, o leer dos tomos, es esfuerzo superior al heroísmo de casi todos los españoles. Pase uno abultado, ¡pero dos! Sólo algún erudito se atreve con dos tomos. Por lo que hace a Las vengadoras, no admito el argumento, pues no me parece naturalista el drama. Es una tesis, y la realidad no predica, o predica de otro modo menos directo.

Tampoco asiento a lo de que el romanticismo cayó no bien se burlaron de sus venenos y puñales. No cayó el romanticismo: pasó, que es diferente cosa. No cae la flor cuando se cuaja el fruto; no cae el gusano de seda cuando hiló el capullo; no cae el múrice cuando produjo la púrpura. Cumplieron su oficio y cesaron de ser, dejando huella imperecedera de su paso por el mundo. El romanticismo renovó y prosperó la literatura, y de su obra está en pie lo que debe estar, lo que la crítica serena y la invencible razón declararon permanente. Pasaron la exageración, la hojarasca y el delirio.

Supongo que una cosa análoga le sucederá al naturalismo, indiscutiblemente actual, pese a quien pese, y por lo tanto vencedor, pues las corrientes literarias tienen siempre su por qué, y en el jardín de las letras no existe flor que nazca sin simiente, cual piensa el vulgo que nacen las setas y los hongos. V. replicará que hay corrientes turbias y épocas de mal gusto, por ejemplo el gongorismo en España o el marinismo en Italia; ya a mí se me ocurrió la objeción, al par que la respuesta, porque la muerte de esas escuelas conceptuosas y alambicadas, fue la falsedad radical de sus procedimientos artísticos. La verdad resiste al tiempo: feliz quien la conoce y expresa.

Yo también lamento, amigo Alfonso, que un crítico de las dotes de V., mesurado, discreto, informado, libre, por necesaria consecuencia de su cultura, de ciertas preocupaciones que dominan en la multitud, no sepa ver con mirada sagaz y tranquila esta renovación literaria, y se aturda y conturbe, en vez de analizar y discernir. Algo muere, y V. no lo ha de resucitar. Algo nace, y V. no puede ahogarlo, por más que apriete el cordel.

Termino saludando cortésmente al adversario, y despidiéndome del amigo, como su afectísima y segura servidora Q.B.S.M.:

La Coruña, Abril 26 de 1884.




ArribaAbajo Cartilla

SRA. DOÑA EMILIA PARDO BAZÁN

Calle de Tabernas, 11,
CORUÑA

Ni a negligencia, ni mucho menos a olvido, debe usted achacar el retraso de mi respuesta. Debíasela a V., debíala asimismo a la «española calpense» que desde El Gibraltar Guardián me dirige sendas epístolas, y debíala también en rigor a un Sr. Llobet y Bargue, que desde Cervera me escribe una discreta carta.

Los trabajos para la reseña de la Exposición de Bellas Artes, que ya V. habrá visto, me han privado de cumplir, como era mi propósito, con V. y con las citadas personas.

Mi contestación será breve y de despedida. Hay otros materiales que reclaman lugar en la Hoja literaria, y no quiero usurpar su puesto, ni menos fatigar a los lectores con la prolongación, en lo que a mí toca, de este debate. Pero si V. lleva su bondad hasta el extremo de seguir con alguna atención lo que yo vaya escribiendo en periódicos o libros, no tardará en hallarme aquí y allá escaramuceando o riñendo singular combate contra el llamado Naturalismo.

Figurémonos ahora que estamos en visita y déme usted licencia para que platique primero (por ser para mí personas de cumplido) con esa calpense y a ese catalán que se han servido dirigirme tan cortésmente la palabra. A V., mientras tanto, le daré conversación, si no le desplace, mi mujer, pesarosa de que no escriba usted otro Viaje de novios, en que tanto se deleitó, y un poquillo aburrida de que los novelistas de ahora hayan dado en la flor, según ella dice, de hablar mucho y contar poco, haciendo las novelas, sigue diciendo mi mujer, tan a propósito para los lectores sabios como secas y cansadas para las simples lectoras que simplemente buscan interés y sentimiento.

Ahora bien; contando con la venia de V., me vuelvo hacia la «española calpense» y le digo:

-Muchísimo agradezco a V., señora mía, la benevolencia infinita con que lee y juzga mis escritos; no menos le agradezco el apoyo que presta a la buena causa, dando muestras de manejar con tanta soltura como acierto la pluma, por medio de artículos epistolares en los que abunda el raciocinio y no escasean los varapalos. V., al fin y al cabo, puede, como mujer, tratar de igual a igual a la autora de La Tribuna y combatirla, en términos que nunca me permitiría yo, tanto por ser hombre y amigo respetuoso de doña Emilia, como porque la conceptúo menos culpable que V., y sí únicamente un poquillo desvanecida por el amor propio de figurar, no ya como la mejor por sus dotes literarias, sino como única en sus doctrinas y procedimientos.

Se engaña V., señora española calpense, al pensar que la he tratado con desdén, a pesar del afecto que usted me consagra, y que en verdad me demuestra gentilmente. La controversia con la señora Pardo Bazán me obliga a escribir cuartilla tras cuartilla, y para no ser interminable, cercenaba de lo meramente episódico y cité a V. como de paso. Ahora me apresuro a pedirle mil perdones y a confesar que los bríos con que V. ataca al naturalismo, y La Tribuna como representación suya, bien merecen atención señalada y a usted lugar preeminente.

Es más, creo que en algún aprieto había de ponerse el sutil ingenio de nuestra ilustre adversaria al buscar rodela con que parar las estocadas que a nombre de la moral, la religión y las costumbres y gustos femeninos, le asesta V. por sus pecados naturalistas.

Y ahora, con el permiso de V., me vuelvo hacia el Sr. Llobet para decirle:

-El entrar a definir la belleza y sus caracteres, como V. me pide, sería punto menos que trocar esta cartilla en Cartapacio y Carta magna juntos, y aun en Cartelón y Cartulario; mas para que vea V. que deseo complacerle, no solamente callo el concepto y firmas de las cartas en pro que he recibido (son muchas, se lo aseguro a V.), y cito la única que me presenta reparos, sino que para no andar en divagaciones filosóficas sobre el tal concepto de la belleza, apelaré a San Agustín, que es doble autoridad, y diré con él que la tengo por el esplendor de la verdad. Con esto queda bien explicada mi opinión, cual es que la belleza ha de dimanar de la verdad, a la que ilumina y hermosea, como que es su esplendor, sin que de aquí se siga que toda verdad sea bella, ni mucho menos que esplenda o fulgure toda verdad; quod erat demostrandum, como diría un escolástico.

Cuanto a que «algunos cuadros de la vida humana descritos por Zola en la Nana, v. gr., a pesar de su crudeza, producen en nosotros los mismos resultados que el concepto bello más puro dimanado del orden moral», borre V. en nosotros y ponga V. en mí porque V. es quien experimentará, sin duda, ese extraño fenómeno psicológico, que nosotros (y en este nosotros cabemos muchos), seguramente no hemos sentido jamás...

-Mil perdones, amiga mía, soy con V. desde luego; noto que no ha acabado de entenderse V. con mi mujer, y lo deploro, aunque la ha contentado V. a medias con la esperanza de leer esa prometida Vilamorta, que V. prepara, y que tengo para mí que ha de ser no morta, sino viva y muy viva;... aunque no demasiado viva, ¿es cierto?

Y ahora, muy en compendio, replicaré a la última epístola que me hizo V. la merced de enderezarme (ÉPOCA de 6 del corriente Mayo).

«Dentro del terreno literario -decíame V., entrando en sustancia- no hay varones ni hembras, hay escritores», y me conjuraba V. a que como tal la juzgue sin pararme en su estilo y tendencias; en suma, que no desea V. que se reconozca su sexo en sus escritos. Pues convenido, y V. con su pan se lo coma, y no toco más este punto, no sea que, sin yo quererlo, se me quiebre de puro sutil.

Observa V. que con mis remilgos tendré por fruto vedado en literatura a Dante, Shakespeare, Cervantes, casi todos los clásicos greco-latinos, y hasta la Biblia.

¡Válgame Dios y cuán ciego es el que no ve por ojo de cedazo, que decía el mismo Cervantes que V. cita! ¡Cómo V. tan perspicaz se empeña en mostrarse tarda en entender!

En primer lugar ninguno de esos autores lo es insigne y preclaro por sus desvergüenzas, sino a pesar de ellas; además, los tiempos y las costumbres han variado, de modo que ni el mismo Zola se ha atrevido a hablar de la bête à deux dos, ni del plumón de ave como torchecul de Rabelais, ni Galdós ha llegado en Desheredada al hi de... y otros vocablos de Sancho, ni el más «resuelto» de los libretistas de opereta bufa hará cantar a los coros lo que dice el de La asamblea de mujeres, de Aristófanes, ni mucho menos dar a una pregunta la respuesta que da un filósofo en Las Nubes del propio autor; ni tampoco osaría ningún poeta satírico contar al público cómo tocaba la trompeta aquel demonio del infierno de Dante; ni permite, en fin, la Iglesia católica, leer algunos versículos de la Biblia, sino a fuerza de interpretaciones y de notas.

Y para que vea V. que en estos mis remilgos meramente literarios, no hay ni sombra de mojigatería, añadiré (contestando con esto a lo de que «el objeto del arte no es defender ni ofender la moral, sino realzar la belleza»); añadiré, sí, que puestos a leer licencias... sean al menos licencias poéticas, y que por tanto prefiero mil veces las pornografías de Rolla, Mardoche y los héroes de algunos proverbios de Musset, y las del Fortunio o la Mademoiselle de Maupin, de Gautier, a las plebeyas y sucias lubricidades de Goncourt o Zola.

Si al escribir ha de importársenos un ardite de la moralidad y hemos de atender sólo a lo bello ¿por qué no pintar Frinés o Lais, en vez de Elisas o Nanas?

A otro punto; dije que nuestros clásicos sólo empleaban palabras de baja estofa en escritos festivos, y usted me habla de los dramas de Tirso, los autos de Calderón, etc. Pero note V. que puse deliberadamente escritos, no libros ni obras; lo cual significa que dichos autores empleaban las voces villanescas en las escenas en que intervenía gente villana y en boca de éstas sin contar con que ya queda explicada la diferencia de usos sociales y los respetos que hoy al lenguaje se imponen.

Conforme estoy en que los señoritos cortesanos de 1784 serían como los de 1884 son; pero dígame usted, por su vida, y esto es lo que importa: ¿ha de ser la literatura naturalista lo que ataje y corte sus hábitos chulescos y sus tendencias rufianescas? Pues qué, ¿sólo en ciertas clases y en ciertos hechos de la vida se puede hallar motivo de novela? ¿Hemos de estar condenados perpetuamente a historias de burgueses o plebeyos, gente cursi o miserable, que son las únicas que los naturalistas de Francia y España eligen para figurar en sus libros, haciendo maliciar que es la única sociedad que conocen? ¿Pues qué el lujo, la elegancia, el arte, la nobleza, a par que la virtud, la ternura, la felicidad y la alegría, son sujetos indignos de novelarse?

Dejo a un lado argumentos tan peregrinos como impropios del ingenio de V., según los cuales, El doctor Centeno no se ha vendido por constar de dos tomos, como si Gloria no constara de otros dos y La familia de León Roch de tres y los Episodios nacionales de veinte (y se venden todas ellas mucho) y...

«de este canto y de su historia, salgo»



reiterándole mi deseo de hallar pronta ocasión de aplaudir en las obras de V. gentes tan bien nacidas y educadas como V., si quiere, puede pintarlas, y aplicarle que guarde, como oro en paño, una sentencia que considero en literatura como consideró Constantino el lábaro que le decía: in hoc signo vincis.

La sentencia es de Cervantes y dice así:

«El arte no se aventaja a la naturaleza, sino perficiónala».



De V. siempre afectísimo amigo y seguro servidor.

Q.S.P.B
LUIS ALFONSO




ArribaCarta literaria

Excmo. Sr. D. Eduardo Calcaño

[...]

Ahora me falta ya tiempo para contestar, mi ilustre amigo, a su nobilísima carta, entrando de lleno a discurrir sobre el tema profundo y por demás interesante a que da V. señalada y merecida preferencia.

Bien hace V. en invocar los nombres esclarecidos de todos esos grandes poetas, literatos y oradores que, siendo gloria legítima de nuestra tierra española, lo son también de aquellas hoy añoradas regiones, que a recabar fuimos un día para los progresos humanos, donde aún vive nuestro nombre y se habla la armoniosa lengua de Cervantes. Bien hace V. en pedirles que se unan a esas huestes de eximios ingenios, que América apresta para lidiar juntos por la salvación de los queridos y eternos ideales de la humanidad.

Todos hacen falta y de todos se necesita para oponer, como V. dice, «un dique salvador a esa nueva avenida devastadora que amenaza ahogar las almas y esterilizar el sentimiento, a nombre de presuntuosas vanidades y de filosofías seductoras». Llegado el momento, todos ocuparán el sitio que por juro les corresponde, y en el suyo estará V. el primero; V. a quien tan honrosos títulos supieron conquistar sus excelentes obras, sus nobles prendas y su gran corazón.

Yo me asombro, como V. mismo, de lo que pasa, de lo que prevalece, de lo que se ve y se encuentra en ciertos llamados campos literarios. Las mismas observaciones que V. se hace, híceme a solas muchas veces, tentado, no pocas a seguir el ejemplo de aquel personaje de Pedro Cardinal, que al encontrarse en cierta ciudad, donde una lluvia continua iba dejando sin seso a cuantos mojaba, se echó a la calle diciendo: «¿Para qué he de estar yo cuerdo donde todos están locos?».

Muchas veces me pregunté, y sigo preguntándome: ¿Qué es eso? ¿adónde quiere conducirnos esa banda de amotinados, que no hueste de revolucionarios? ¿Es que, efectivamente, ya hoy que no se suprimen las naciones en el mapa quieren suprimirse los ideales en la conciencia? ¿Qué es y qué significa esa especie de secta, que no escuela, empeñada en hacer oro del fango, en sustituir al coturno la alpargata, en elevar la grosería a carácter y santificar la inconveniencia como virtud? ¿Por ventura esas naturalidades y naturalismos de ahora, incipientes y decreídos, tienen por misión única la de sublimar la caricatura, aplaudir la obscenidad, asolear lo monstruoso y enaltecer lo inmundo, que esto es lo que, en definitiva, se encuentra tras de la desaseada porosa epidermis de ciertas pornográficas narraciones?

¿Y cuál es la causa, cuál, de esa guerra sin cuartel, de odio y de exterminio, que se hace al idealismo? Yo llegué a sospechar bastantes veces que en algunos de los que emprenden esa cruzada implacable contra el idealismo pudiera haber algo de lo que palpita en el fondo de la guerra social, hecha al que tiene por el que no tiene.

¡El ideal! ¡Ah! Es que no es dado a todos ir a Corinto, como decía el proverbio de los antiguos romanos. Para perseguir un ideal hay que leer en el porvenir, como para ver una estrella hay que mirar al cielo.

Esto, sin contar aún con que los naturalistas más exigentes idealizan al trazar sus cuadros, y hasta al combatir el idealismo. Dígalo si no la más reciente obra del naturalismo: Les Blasphemes. Pues qué, ¿no idealiza aquel, por ejemplo, que intenta convertir a la meretriz en ángel? ¿No hubo un naturalista de pura raza, de sangre azul, que escribió estas palabras: «Al defender mi causa, lucho por mis ideales?». Pues todo lo dice esta frase.

Por supuesto también que yo, si he de decir la verdad, no me explico ni comprendo bien esa logomaquia en que parecemos andar revueltos.

Yo, por ejemplo, pertenezco a la escuela idealista, tengo plena conciencia de que profeso el culto del ideal; pero así como nunca entendí por esto lo exagerado, lo absurdo, lo convencional, lo falso, así entiendo que el naturalismo debe ser un gran desvarío, si es lo que explica y propaga con sus doctrinas esa escuela que nos vino de Francia, según frase usada en cierta ocasión por el ínclito Gallego.

Prestaré siempre asiduo culto a la verdad humana. Sin ella, sin la belleza, su eterna compañera, no concibo el idealismo. La quimera, la falsedad, la ilusión, la obsesión, el alucinamiento, no son ni serán nunca una escuela, como la caricatura no es la realidad.

Quiero verdad y belleza: quiero realidad y arte. ¿Es axioma inconcuso aquel de que el arte es la verdad? Pues bien, el arte es inseparable del ideal. Sin ideal no hay arte.

Y me importa aquí decir, que al impugnar esa secta que en nuestro horizonte literario se dibuja como nube precursora de tempestades, he de hacerlo siempre en el terreno de los principios y de las doctrinas, en el terreno del ideal, digámoslo así, sin descender al de las personalidades, a que nunca descendí, y que creo debiera estar vedado a todos por dignidad y por amor al arte.

Es más, yo no tengo inconveniente en asentar, pues discuto de buena fe, que la escuela naturalista, descarnada y cruda, tiene su cuna en Francia. Afortunadamente no ha echado aún raíces en España. Algunos espíritus impacientes, generosos, a quienes sobra corazón, y que son idealistas sin saberlo, solicitados por lo desconocido, arrastrados por la moda, y obedeciendo a un móvil de entusiasmo, hijo al fin y al cabo de un ideal, pueden haberse lanzado tras de esa luz, creyéndola una estrella, cuando es sólo un fuego fatuo; pero ellos volverán en sí, ellos se convencerán algún día. De que así suceda se encargará el tiempo, gran dispensador de justicias y maestro de verdades.

Ni vale tampoco citar nombres españoles ilustres como apóstoles y propagadores de ese movimiento. Ni aquellos que se invocan, y con quienes va la majestad del talento, fueron naturalistas en el sentido que se da a esta palabra, ni lo son, ni lo serán nunca.

Porque, vamos a ver, que es hora ya de entendernos: ¿qué es el naturalismo en literatura?... ¿Es el realismo, que mejor y más propiamente se diría realeza, es decir, la realidad? Si así es, la inteligencia fuera fácil y no habría para qué malgastar tanto ingenio en polémica. Pero ¿consiste el naturalismo en desrazonar a fuerza de querer razonar? ¿Es ir contra lo natural a fuerza de querer ser natural?... ¿Consiste en dar a las cosas su nombre, aun cuando éste se halle proscrito del lenguaje culto y del Diccionario? ¿Consiste en hacer de un gabinete de lectura un hospital de clínica, sujetando a la clínica hasta el alma? ¿Consiste, finalmente, en aceptar como forma el lenguaje de las tabernas y de los garitos, y en describir, presentar, fotografiar cuadros al vivo con toda su desnudez, siquier tengan todas las impurezas, todas las fealdades, todos los descarríos y todas las desvergüenzas del burdel y de la cloaca?... Si es esto, entonces yo aplico al naturalismo el verso célebre del Dante, y paso de largo.

Siempre he creído que había algo de ficticio y no poco de logogrifo en esas ardientes luchas literarias, nacidas al calor de pasiones meridionales. Se empeñan en hallar disparidad donde no debiera haberla, que ni el naturalismo -razón es la secta procaz e inculta que a todo se atreve, ni el idealismo verdad es la delirante quimera de una imaginación enferma.

Por esto, en cierto luminoso debate a que asistí un día sobre precedentes, desenvolvimiento y consecuencias del naturalismo en el arte, sostuve que, lejos de buscar incompatibilidad, lejos de abrir simas profundas entre el idealismo y el naturalismo, tal y como uno y otro deben entenderse, convenía, por lo contrario, mantener la idea de su enlace estrecho e íntimo, de su fusión, digámoslo así, ya que de ello dependen la bondad, la importancia, la verdad y la belleza de la obra.

Y a propósito de esto, presentaba como ejemplo nuestro Don Quijote, que tan nuestro es, que así le llamamos en vez de decir el Don Quijote de Cervantes. Este libro, que hay quien, con audacia no exenta quizá de justicia, coloca después de la Biblia, demuestra la verdad de lo que estoy sosteniendo. Allí está el naturalismo en el idealismo, el idealismo en el naturalismo. Y con una particularidad, por cierto, que ignoro si alguien ha observado antes que yo. Allí siempre Don Quijote domina a Sancho. El idealismo arrastra y se lleva siempre tras de sí al naturalismo.

Se lo confieso a V. con franqueza, amigo mío. Yo me atrevería a sostener, como tesis irrebatible que el naturalista, en el sentido recto del realismo, tiene que ser por necesidad idealista. Esta es la verdad y la verdad es eterna, como lo es la belleza. De aquí que todo lo feo se esconda y se apague, mientras que todo lo bello luce y brilla; de aquí que todo lo falso pase y muera, mientras que todo lo verdadero queda y vive.

Por esto pasará, y pasará pronto, esa ventolera que nos arroja el Pirineo.

Y así como no entiendo ese naturalismo moderno en la manera y forma que se explica y ejerce, así entiendo menos aún que esos nuevos naturalistas se atribuyan el monopolio del progreso y del liberalismo, constituyéndose en representantes y apóstoles únicos del moderno movimiento liberal.

La pretensión es singular y atrevida. Si algo de ello pudiera haber, sería precisamente todo lo contrario.

El idealismo podrá ser, es y será siempre comienzo de una revolución moral, o religiosa, o política, o literaria, o filosófica, o artística, es decir, un génesis. El naturalismo, en la forma que se entiende, sólo puede ser un término, una conclusión, un fin, es decir, un éxodo.

Las épocas en que dominó la escuela naturalista pura lo fueron de tiranía, de esclavitud, de servilismo o de decadencia. Ahí están sino los naturalistas de Roma. Las épocas de idealismo, por lo contrario, fueron siempre las precursoras de revoluciones políticas, de grandeza patria y de regeneración social.

Aquellos idealistas, aquellos soñadores, aquellos visionarios que en un rincón de Judea se agruparon junto a Jesús, regeneraron el mundo.

En nuestros tiempos, en los míos al menos, cuando el comienzo de mi vida literaria, aquellos románticos melenudos, objeto hoy de burlas y desdén, fueron los precursores de la revolución, gracias a la cual pueden hoy discutir y escribir con entera libertad los naturalistas.

[...]

VÍCTOR BALAGUER