La digresión en la prosa narrativa de Lope de Vega y en su poesía epistolar
Gonzalo Sobejano
Cuando en la consideración de la prosa narrativa del Siglo de Oro se examinan conceptos técnicos tales como episodios, relatos intercaladas, diálogos; ejemplos, etc., el concepto de digresión suele asociarse en seguida con el estilo de Mateo Alemán, torpemente imitado por Mateo Luján y Francisco López de Úbeda, y ensayado en cierta medida con novedad y tino por Cervantes en el Coloquio de los perros y por Alcalá Yáñez en Alonso mozo de muchos amos. Pero el arte de digresar no es exclusivo de la picaresca, ni Mateo Alemán lo inventa, aunque le dé magnas proporciones y pujante variedad. Es un arte que, dependiente en última instancia del mecanismo de asociación de ideas, tiene ejemplos muy antiguos y reconoce soportes próximos en la épica y bucólica renacentistas, los diálogos didácticos, la prosa miscelánea, la literatura espiritual y la oratoria sagrada.
La narrativa del XVI, en España, usa de las digresiones moderadamente, pero el impulso contrarreformista a la docencia extiende en el último tercio de ese siglo un empleo más copioso con fines instructivos y morales. La prosa de Lope de Vega puede servir de testimonio, menos frecuentado por la crítica no obstante las aportaciones de Yndurain, Rico, Osuna y Avalle-Arce1, acerca de cómo participa el arte digresivo en la constitución de cuerpos narrativos completos y distintos.
¿Qué
es, ante todo, digresión? No, desde luego, cualquier
discurso, por más que la lengua ordinaria, cometa a veces
esta ampliación semántica2.
Quintiliano la había definido como «tratamiento que
discurre fuera de orden de alguna cosa, pero que pertenece a
utilidad de la causa» (en versión de Fernando de
Herrera), y como una forma de apartamiento (aversio) en la que
«cum fuerit delectatio, tum reditus ad rem
aptus et concinnus esse debebit» (presupuesto
su efecto deleitoso, el retorno a la cosa deberá ser
apropiado y bien proporcionado). La fórmula de retorno es el
«áphodos»: «longius evectus sum, sed redeo ad
propositum»
3.
Herrera, después de trasladar aquella definición, la
abreviaba así: «oración que
discurre fuera de la materia propuesta»
4.
Más tarde, Bartolomé Jiménez Patón
diría que hay digresión cuando «nos apartamos algo del principal intento a otra
cosa, mas no del todo porque luego volvemos»
5.
Estas definiciones, recordadas a modo de ejemplo, serán claras en cuanto pueda distinguirse cuál sea el orden, la causa, materia propuesta o principal intento. ¿Cuál es, cabe preguntarse, el principal intento de Guzmán de Alfarache: contar su vida, o atalayar la vida humana? Si lo primero, cualquier reflexión extensa que se salga del orden narrativo de los hechos de su vivir, será digresión. Si lo segundo, ninguna podrá estimarse propiamente digresiva. Pero lo cierto es que el narrador se disculpa a cada paso por sus muchas, largas y enojosas digresiones. ¿Por qué? Porque se sitúa dentro de la conciencia de lectores ávidos de conseja y reacios al consejo, y porque a menudo pasa de lo particular (su propia vida y costumbres) a lo general (la sociedad, la vida humana).
El criterio más seguro para identificar una digresión es él «áphodos», la fórmula de regreso. Pero, aparezca o no tal fórmula, podrá delimitarse la esencia de la digresión observando que es un concepto que puede y debe ser contrastado con otros dos: el de progresión, o narración hacia adelante desde un punto determinado, y el de retrogresión, o narración de lo anterior a ese punto. Lo que se narra a partir de cierto momento haciendo avanzar el relato por levemente que sea, no es digresión; lo que se refiere como antecedente, tampoco. Digresar no es progresar ni retrogresar, sino salir fuera del camino (ex-curso) para volver a él. Se sale del camino cuando se detiene el curso de la acción narrada, sea ésta prospectiva o retrospectiva, o bien, sin tal detenimiento, se desvía la atención del tema que sustenta esa acción, a otros temas. Las consecuencias estructurales suelen ser: el cambio de molde expresivo (por ejemplo: del relato al discurso, del diálogo activo o propiamente dialéctico al comentario conversacional, de la descripción «en función de» a la descripción en sí y por sí) y la percepción por parte del lector de que se ha producido un colapso; colapso que es sólo temático si la digresión se entabla entre personajes que coloquian, y que es además temporal si la digresión es del narrador, pues entonces «el tiempo narrado permanece inmóvil, aunque exista como el momento en que lo abandonamos y como el instante de su reaparición»6. Así entendida, la digresión podrá cumplir alguna de estas funciones: enseñar (digresión instructiva), embellecer o amenizar (ornamental), comentar reacciones o conductas (moral), o en fin, hacer reflexionar sobre la actividad misma del narrar, enjuiciándola a distancia (digresión reflexiva). Cualquiera que sea la función, su efecto consiste en retardar la narración principal, provocando en los mejores casos una tensión estimulante, en los peores una dilación fastidiosa.
Examinemos el empleo de la digresión en la prosa narrativa de Lope de Vega: Arcadia (1598), El peregrino en su patria (1604), Pastores de Belén (1612), y Novelas a Marcia Leonarda (1621, 1624).
En la Arcadia nunca aparece el término «digresión», pero se encuentran digresiones, alusiones al hecho de digresar y fórmulas de retorno. Las digresiones sirven al autor unas veces de ornamento7: cuento del gigante Alasto y la pastora Crisalda (I, 93; II, 166), fábula de Júpiter y la culebra (I, 115), sonetos sepulcrales (II, 182), galería de hombres ilustres (III, 225), alabanzas del Duque de Alba (V, 426); otras veces, de entretenimiento conversacional encaminado a la exhibición de conocimientos y trasmisión de noticias: llanto y risa (I, 109), esencia y modos de la hermosura (III, 215), saberes del poeta (III, 267), colores de la esperanza (IV, 323), la ira amorosa y los géneros retóricos (IV, 346), elogio de los asnos (V, 404). Con menos frecuencia expresan comentarios morales sobre la vida: escasez de esposas virtuosas (I, 96), grandeza o pequeñez de la mujer (I, 113), celos (II, 162), desengaño del loco amor por adhesión a la virtud y las ciencias (V, 381). Sobre todo, las digresiones funcionan en esta obra, por la mayor parte, no como reflexiones desprendidas de la contemplación de los hechos, sino como injerencias para el exorno del relato o como desviaciones fortuitas del diálogo hacia variados temas de conversación. Conversar es aquí, muy a menudo, diversar, a diferencia de lo que ocurre en el verdadero diálogo, siempre internamente regido por la continuidad del tema común que vincula a los dialogantes. En vez de multiplicar el efecto de lo narrado o dialogado, infundiéndole intensidad, aquellas desviaciones operan a modo de sumandos dilatorios.
Como es sabido, la Arcadia difiere de las mejores obras pastoriles que la anteceden (las Dianas de Montemayor y de Gil Polo, y La Galatea) en no hacer uso de los relatos afluyentes, o historias contadas por diversos personajes y que se desenlazan en el curso de la narración primaria8. Hay pláticas, evocaciones, digresiones, visitas en común, festejos colectivos, cantos de estos y aquellos pastores, pero ningún personaje aparece allí para referir su caso personal. El único caso que se ofrece es el amor de Anfriso y Belisarda, complicado por los celos respecto a Anarda y Olimpio y enriquecido por la presencia de otros personajes, pero nunca estorbada su narración por afluencia de otras.
Contrariamente, en El peregrino en su patria Lope usa de relatos afluyentes, imitando a Heliodoro en la manera de comenzar «in medias res» y de suspender y reanudar aquellos relatos. Junto a esto, emplea también el procedimiento digresivo y aparece ya consciente del provecho que se puede sacar no sólo de la digresión sino de la reflexión sobre la misma9.
Muy avanzada la
historia, en sus postrimerías, cuenta el narrador
cómo Pánfilo de Luján, no habiendo podido
recuperar a su amada Nise y agradeciendo a Flérida el
haberle devuelto la libertad, llegó a pensar que, a no ser
por la antigüedad y fuerza de aquel amor, Flérida
podría posesionarse ahora de su alma. Sobreviene en este
punto una meditación sobre lo mucho que pueden los
beneficios, y el narrador, en pleno gobierno de su proyecto
narrativo, confiesa que bien podría hacer su historia
más «lépida» mudando el afecto del
Peregrino, pero que, de hacerlo así, rompería el hilo
de aquélla y truncaría su curso: «Cortándolo, pues, a esta digresión
que siendo larga es contra las leyes de la buena retórica,
pues en la poética misma divierten [i.
e., desvían, apartan del camino] los
episodios. Digo que Pánfilo en Zaragoza entró a las
horas que el lubricán resplandece»
(V,
439)10.
Pero Lope sabe que el buen uso de los episodios, aunque divierta la
atención, no impide la unidad del poema, ni el buen uso de
las digresiones impide la unidad del discurso. Así como la
digresión no consiste en salirse del camino, sino en salirse
para volver a él, y en ello estriba la eficacia de este
componente retórico, así la reflexión
autocrítica acerca de la presencia de una digresión,
y la excusa por su longitud o aparente impertinencia, pueden
aumentar el deleite que se supone es capaz de suscitar. Bien lo
sabía Mateo Alemán (acaso su amigo Lope tuviese
fresca la lectura del primer volumen del Pícaro) y
harto lo sabría más tarde el autor de Tristram
Shandy.
El motivo de la
digresión larga como contraria a la buena retórica se
convertirá después en un tópico de Lope. En
El peregrino aparece por vez primera en su prosa narrativa
y no conduce todavía a manipulaciones sutiles; ni tampoco
las digresiones propiamente tales abundan en esta obra. Francisco
Yndurain encuentra en ella «digresiones
líricas, dramáticas, eruditas o
piadosas»
11.
Pero de digresiones dramáticas parece difícil, que
pueda hablarse: los autos sacramentales al final de los libros I a
IV no son digresiones; son representaciones a las que asisten
Pánfilo en Barcelona (I), Pánfilo y Everardo en
Valencia (II), Celio en Zaragoza (III) y Mise y Finea en
Perpiñán (IV). La autonomía de estas piezas,
su posición al final, el hecho de que no se reanude la
narración en seguida, todo prueba que no son digresiones,
sino aditamentos, unidades que sirven a la amplificatio, pero no a la
aversio o
receso incidental de la línea maestra. Tampoco parece
apropiado hablar de digresiones «líricas»:
El peregrino está constelado de composiciones en
verso, pero casi todas las canta, dice o lee un personaje en
determinado trance de su historia o con ocasión de una
experiencia o un recuerdo de la misma. En cuanto a digresiones
«piadosas», si por tales se entienden los milagros y
ejemplos del Libro II, no son sino breves narraciones conversadas
por los peregrinos o relatadas a éstos por los
ermitaños de Monserrate: ¿qué otra cosa
hubiesen podido hacer peregrinos y ermitaños en un
monasterio? Digresiones «eruditas», en cambio,
sí las hay; y morales; y crítico-literarias.
En el Libro I
vemos a Pánfilo buscando remedios de amor y sabemos que se
quedó en Barcelona, donde consultó a algunos doctos.
De aquí se remonta el narrador a una consideración
que empieza abruptamente en tono historial: «Los magos florecieron en tiempo de los persas;
fue su cabeza Zoroastres»
(141), y sigue discurriendo
sobre el «erotes» o melancolía amorosa, antiguos
medios de curación, hombres supersticiosos y, tras numerosas
citas de autoridades, contra los fraudes del demonio y las ofensas
que a Dios se hacen con tales mentiras. «Sabía nuestro
Peregrino la vana filosofía de esta fábula»,
son las palabras con que el narrador vuelve al camino. Más
breve, pero también erudita, es la digresión del
Libro II acerca de los epítetos que la opinión
común atribuye a las diversas naciones (189), y larga,
cargada de citas y coloquiada por dos personajes, la
digresión sobre los hados del Libro III (244-245), a
través de la cual Celio reconoce la competencia de
Pánfilo para escuchar la historia que va a empezar a
contarle. Pero, al iniciarla, cree Celio necesario poner en
antecedentes a su interlocutor: «En este
punto me es forzoso hacer una digresión larga, porque de la
historia que se sigue, ajena, procede el fundamento de la
mía»
(246). En rigor, se trata aquí de una
retrogresión, un relato de cosas acontecidas tiempo
atrás, preciso para entender lo acontecido después.
Opera así Lope según la técnica de
exposición fragmentaria de Heliodoro, por la cual el lector
va conociendo a retazos la historia completa de los protagonistas
anterior al comienzo «in medias
res». Erudita es también, en fin, la
digresión sobre espíritus y trasgos con que el
narrador cierra la mala noche que a Pánfilo dieron
aquéllos en un albergue aragonés (V, 445).
Las digresiones
morales poseen mayor coherencia con el relato y apelan a la
participación sentimental más que al adoctrinamiento
del lector. El Libro III se abre con una prolongada
reflexión sobre los trabajos de esta vida: «Dice Boecio que ninguno es desdichado, sino el
que piensa que lo es»
(236),
«ingresión» del tipo alemaniano12
en la que se acumulan sentencias antiguas para confirmarlas por la
noticia de las fortunas de Pánfilo, a cuya lectura convida
el narrador haciendo al lector consciente de que, siendo el hombre
polvo y nada, ninguna resistencia puede oponer a las adversidades.
Por el mismo estilo comienza el Libro V: «Grande es amor y entre los dioses y los hombres
maravilloso, dice Fedro en Platón»
(422). «Casi podríamos», termina,
«alabar a nuestros peregrinos de aqueste amor
platónico»
, etc., «pero
como a mí no me toca el disculparla [a Finea], sino la
prosecución de la narración propuesta, para volver a
ella sólo digo que me lastima su nuevo
pensamiento»
(423). Es éste un modo
simpatético de interesar al lector en el proceso, llegando a
simular ignorancia respecto a la futura conducta de los personajes
a fin de promover expectativas. A este intento se dirigen otros
excursos del mismo Libro V: el que tiene por objeto ponderar la
sordera y falta de ley de los apasionados (466) y el que expone los
riesgos y méritos del peregrinar: «¿Cuántas veces el salir los
hombres de sus nidos les da provecho y honras y cuántas lo
contrario?»
, etc. (473).
Tales
razonamientos morales prodigan las citas de autores y siguen siendo
erudición, pero no por sí misma, sino en apoyo de los
afectos que se quiere despertar. En algunos vemos al relator
entrometerse en su historia, hacer acto de presencia, manejar los
hilos de la exposición y tutelar a sus criaturas con
ademán de Maese Pedro. Este ademán, más
acentuado aquí que en la Arcadia, permite a Lope
encabezar el Libro IV con una prolija digresión acerca de la
verdad y la verosimilitud: «Si al poeta heroico le conviene
el argumento verdadero, ¿con cuánta más
razón le convendrá al histórico?» (334),
y el largo exordio pretende hacer creíble al que lee,
considerado como hipotético objetador, la locura real de
Nise y la fingida de Pánfilo. «Respondida, pues, esta objeción, nuestra
historia, cuyo fin es mover con los trabajos deste hombre, prosigue
así»
(336). Avalle-Arce nota que también
Cervantes en su Persiles discutiría ese problema de
la verosimilitud, «pero allí son
los personajes mismos los que se apasionan por el problema [...] o
sea que la teoría deja de ser abstracción y se
personaliza en las vidas de cada uno de los opinantes, no como
aquí, que el autor está super omnia. El distinto cuadrante desde el
que se enfoca la cuestión nos debe hacer recordar que
Cervantes llega al Persiles desde el Quijote,
mientras que Lope llega al Peregrino a través de
La Arcadia»
13.
La Arcadia y El peregrino son narraciones con una acción principal: allí el amor de Anfriso y Belisarda desde la proximidad segura hasta la separación definitiva; aquí, las distanciaciones y penalidades de Pánfilo y Nise por diversas tierras hasta su reunión en Toledo. En Pastores de Belén, más que la relación de unos hechos, importa su celebración. Alrededor del nacimiento de Cristo (en el Libro III, centro de la obra) proliferan las historias bíblicas, las poesías de toda clase, las charlas entre pastores, sus juegos y sus festejos. El pastor más docto, Aminadab, preside a los pastores betlemitas, pero su caso personal (llegada desde Judea, encuentro con su prima Palmira, matrimonio con ella) palidece, como cualquier otro, ante el acontecimiento cristiano y los destinos de la sagrada familia.
Casi todo es amplificación en esta pastoral. Dentro de la técnica amplificativa las digresiones trasladan la atención desde el asunto religioso a otros puramente humanos, pero su función más notable es la construcción conversacional: más abundantes que las digresiones son las alusiones al riesgo de digresar.
En el libro I,
cuando Aminadab está refiriendo la visita de María a
su prima Isabel, un grupo de pastores irrumpe cantando una oda a la
vida retirada (1206a)14,
que corta el hilo de la piadosa relación, la cual no se
reanudará hasta bien entrado el Libro II (1.236b). La
narración pasa a conversación y el libro puede
así proseguir más variamente. A la variedad sirven
otras evasiones: cuando Nemoroso ha contado la historia de
Betsabé y generaliza acerca del deseo como perturbador del
entendimiento, esta generalización establece una pausa que
los pastores aprovechan para rogar al hablante que continúe,
como así hace Nemoroso refiriendo las amonestaciones de
Natán y el arrepentimiento de David (1.210b). Entre la
versión de un salmo con que Nemoroso redondea su historia, y
el comienzo de la de Amón y Tamar, a cargo del pastor
Jorán, se tiende otra digresión que es un elogio de
aquella versión y una crítica de los ingenios
sólo atentos al aplauso vulgar: «Dejaos de estas cosas, dijo Tebandra, que si os
metéis en filosofías, más para escuelas de
sabios que para campos de pastores rústicos, primero
llegaremos a las cabañas que a sus términos la
porfía y la verdad al entendimiento»
(1.213a). Ya
acabando la historia de Amón, diserta Aminadab sobre las
facultades del alma y la juiciosa elección que distingue al
buen escritor, y Nemoroso, que ha contribuido a ese excurso, ha de
reconocer que es Aminadab quien «nos hace
a nosotros salir de nuestro paso, creyendo que le hemos de
satisfacer, estando tan lejos de entenderle»
(1.216b).
Pero apenas Jorán ha cantado unos versos epilogales acerca
del ciego amor, y Aminadab ha alabado a aquellos pastores tan
discretos y músicos, se plantea entre él y Pireno una
incidental consideración sobre la excelencia de los hebreos
en la música, a la que Dositea pone límite
advirtiendo que aquéllos han vuelto a «divertir
nuestro propósito»: «Dejad a
Pireno comenzar su historia, que si en algunas ocasiones no os
hubierais detenido, ya estuviéramos en las
cabañas»
(1.217b). Gracias a estos egresos, y
otros, el primer libro de Pastores de Belén,
alternando historias y comentos, resulta el menos artificioso.
Los libros II y
III consiguen la variedad de manera más mecánica, por
adición de poesías, enigmas, glosas,
jeroglíficos y juegos. El IV se abre, en apariencia, con una
«ingresión» que consiste en la abreviada
historia del mundo desde su origen hasta el nacimiento de Cristo;
pero, en realidad, este largo introito del narrador no digresa de
algo ni sirve de ingreso generalizador previo a un ejemplo
particular, pues la Circuncisión, tema que sigue a esta
obertura, no es una ilustración de ella. Su propósito
no parece otro que completar el panorama de la historia sagrada y
enmarcar unas composiciones en verso a Eva, Adán, Abel,
Adán muerto, las letras, el diluvio, partes del mundo, torre
de Babel, Raquel y Lía, y el cautiverio babilónico.
Digresiva es, en cambio, la disertación de Aminadab sobre la
música, surgida de una glosa a un conceptuoso villancico.
Tanto aquella introducción como esta digresión tienen
carácter instructivo y erudito, y el mismo carácter
presenta la única digresión del Libro V acerca del
amor y sus especies: acaba el narrador de destacar el puro amor de
dos pastores y disculpa su salida advirtiendo que «no será en esta ocasión fuera de
propósito, pues me le da este amor santo, definirle y
declarar sus partes»
(1.331a).
En conjunto, cabe
decir que más interés que la materia de las
digresiones tienen en Pastores de Belén las
fórmulas de excusa y retorno como correctivo de la
monotonía. A menudo, en puntos en que la materia religiosa
de pláticas o versos ha sufrido una desviación,
pequeña o amplia, oímos a los hablantes reclamar la
continuación, con términos como: «Dejad esas digresiones»
(II, 1.260b),
«el Rústico porfiaba que el
paréntesis había sido breve y piadoso»
(II,
1.264b), «pero prosiga el Rústico
su juego, no se quejen estas zagalas de nuestras
digresiones»
(II, 1.265a), «Mas
no se nos vaya el juego de las manos con estas
digresiones»
(III, 1.291b). Frecuentes asimismo son las
fórmulas de introducción o de terminación:
«por no cansaros con la continuada
narración de mi historia»
(I, 1.202a), «pero prosigue su narración»
(I,
1.205b), «mas por no cansaros con
prolijos discursos»
(II, 1231a), «mas volviendo a atar el hilo de nuestra
narración»
(II, 1.242a), «pero di los versos, y dejemos esto, que parece
que nos desvía de nuestro santo propósito»
(IV, 1.314a). En obra tan hierática como es Pastores de
Belén, tales fórmulas de estrategia de la
discontinuidad pueden resultar llanas, familiares y promotoras de
atención, aunque incurran en cierto convencionalismo que las
hace, al cabo, previsibles y, por tanto, a su vez,
monótonas.
En todo caso, la digresión en la prosa narrativa de Lope, si se distingue bien, como debe hacerse, de la mera amplificación por suma de componentes heteróclitos, antes la vivifica que la embaraza. Que es un procedimiento favorable a la libertad de movimientos y a la llaneza, lo demuestra el papel que desempeña en otro género de escritura: el epistolar.
* * *
En una carta al
duque de Sessa (¿junio 1619?), tras un excurso burlesco
acerca de cómo las mujeres debían probar que sus
maridos las hicieron firmar escrituras no a coces y bofetones sino
sobornándolas por el gusto erótico, observa Lope:
«Paréntesis ha sido largo, no es
de retóricos; pero yo dejé llevar la pluma por el
diseño de la verdad a la mejor
condición»
15.
Este dejar la pluma que vaya por donde el pensamiento quiere, es
característico del estilo epistolar en verso tal como,
según el remoto patrón de Horacio, había
quedado perfilado en la «Elegía II» de
Garcilaso: «Mas ¿dónde me llevó la pluma
mía?, / que a sátira me voy mi paso a paso, / y
aquesta que os escribo es elegía»; y en su
«Epístola a Boscán»: «Alargo y suelto a su placer la rienda, / mucho
más que al caballo, al pensamiento»
16.
Lope de Vega reconoce adecuado a la poesía epistolar el estilo digresivo, y resulta elocuente que en los mismos volúmenes en que se publican las familiares Novelas a Marcia Leonarda se publiquen también casi todas sus epístolas en verso, fruto de una musa eutrapélica y risueña que le dicta elogios al corresponsal, memorias autobiográficas, noticias de la corte, moralidad anticortesana, juicios estéticos, crítica literaria, catálogos epideícticos, discursos sobre el amor, pareceres políticos, desahogos patrióticos y otras expansiones.
La
Filomena, lugar de edición de la primera de aquellas
novelas, recoge ocho epístolas. En la dedicada «A Don
Francisco de la Cueva», queriendo alabar el poeta a su amigo,
pondera por extenso las excelencias del número siete (la
semana, el arpa de David, el día de la caída del
justo, los ángeles, los planetas), objetándose a
sí propio: «Pero
¿cómo podrá ser importante / a tal ingenio
digresión tan fría?»
(755, v. 169)17,
a pesar de lo cual, sigue imantado por la imagen del siete (montes
de Roma, influjos de los planetas, maravillas del mundo), y
añade: «Mirad dónde el
paréntesis acabo / para decir que a vos, milagro al mundo, /
en vez de octava maravilla alabo»
(756, v. 187).
Vuelve a explotar
el método excursivo en la carta «Al Doctor Gregorio de
Angulo», ocupando trece tercetos en considerar el dilema
nobleza de la sangre y nobleza de las obras: «Mas ¿dónde voy con desatino tanto?
/ ¡Cuan lejos del propósito me veo! / ¿Por
dónde volveré? De mí me espanto
»
(762, v. 121). En la dirigida «A Don Diego Félix
Quijada y Riquelme» una prolija divagación sobre el
modo como el poeta pasa la vida en la corte y sobre tipos, usos y
hábitos cortesanos de ocasión a que aquél se
confiese nuevamente enamorado y explaye sus preocupaciones en torno
al amor de lo invisible mediante el amor a lo visible, trayendo a
cuento a Menandro, Platón y San Agustín: «Mas ¿no os causa donaire ver
adónde / vine a parar de tal principio? Amando, / ninguna
cosa el corazón esconde»
(789, v. 280). Amor no
platónico, amor de criado a señor, inspira las
dieciocho estrofas iniciales de la epístola «Al
Excelentísimo Señor Conde de Lemos», en las
cuales explica el poeta por qué quiere hablar a su
destinatario en lenguaje improvisado, libre y natural, y esta
preparatoria ingresión tan arrebatada la disculpa
así: «¡Qué
prólogo tan largo y excusado! / ¡qué
extraño exordio! No diréis, Mecenas, / que no es
mayor respeto hablar turbado»
(792, v. 55).
En la más
larga de todas las epístolas, la enviada «Al
Licenciado Francisco de Rioja», ha venido Lope describiendo
su jardín poético imaginario y, atento a unos cuadros
de flores que representaban las armas de los Carpios, se extiende
por nueve tercetos acerca de esas armas, su antigüedad,
pinturas y linajes, virtud y sangre, nobleza y humildad,
mencionando a Virgilio, Apeles, Juvenal y Ovidio, hecho lo cual
refrena su discurso con una dilogía que alude a los
habituales incisos del género en que está escribiendo
y a las trasposiciones o paréntesis gongorinos tan de moda
en aquellos años: «¡Qué necia digresión! Mas no
es dragmática / la epistolar poesía; estad gustoso, /
que ya están los paréntesis en
prática»
(823, v. 127; en una epístola en
prosa del mismo libro, pág. 880, observa acerca de la
poesía gongorina: «Todo el fundamento deste edificio
es el trasponer, y lo que le hace más duro es el apartar
tanto los adjuntos de los sustantivos, donde es imposible el
paréntesis»). La poesía epistolar, en efecto,
no es poesía dramática, no se dirige por camino recto
y todo seguido: es poesía desenfadada, desensartada,
propensa a la soltura de la paradilla y la divulgación. Como
lo demuestra, finalmente, la misiva «A Don Juan de
Arguijo», donde hallamos, junto a una de las más
enfáticas interrupciones de esta clase, una
definición del género epistolar que está
más en consonancia con la familiaridad de Garcilaso (y de
Cetina) que con el sermoneo moralizante de Boscán y de
Hurtado de Mendoza18:
«Pero ¿por dónde vine a tan
diversos / pensamientos, don Juan, y digresiones / ni sentenciosas
ellas, ni ellos tersos? / Las cartas ya sabéis que son
centones, / capítulos de cosas diferentes, / donde apenas se
engarzan las razones. / Las varias opiniones de las gentes / me
dieron ocasión para escribiros, / y la pluma siguió
los accidentes»
(850, v. 250).
En La
Circe, donde se publicaron tres años más tarde,
en 1624, las otras tres Novelas a Marcia Leonarda, vuelve
a atestiguar Lope su agilidad divagatoria: «Mas
¿dónde este paréntesis camina?», se
pregunta en la epístola «A Don
Antonio Hurtado de Mendoza»
(1.195, v. 160). En la
dirigida «Al Reverendísimo Señor Don Fray
Plácido de Tosantos» tropezamos con otro
«áphodos» autocrítico que paraliza un
laborioso sermón sobre el amor platónico: «Terrible digresión; mas era el texto /
digno de aquesta glosa...»
(1.205, v. 145); y con otra
definición que refuerza la antes mencionada tropezamos en la
epístola «A Juan Pablo Bonet»: «Las cartas, cuando son extravagantes, / ya
sabéis los estilos que padecen, / y más con la
licencia en consonantes»
(1.214, v. 76).
Se nota a través de estos mensajes amistosos la ironía que Lope había logrado en el manejo de las digresiones, cuyo empleo había ensayado cada vez con menor torpeza en la Arcadia, El Peregrino y Pastores de Belén, y a las cuales ahora, en estas epístolas y novelas publicadas al mismo tiempo, acierta a comunicar un latido nuevo19. Y es que la digresión, esgrimida con pericia, más que un recurso arcaico de composición aditiva, puede ser excelente medio de animar el discurso.
* * *
En los años veinte y treinta del siglo tiende Lope cada vez más a sobrevolar la realidad en alas de la ironía. Sus Novelas a Marcia Leonarda son feliz prueba de esta agilidad de espíritu, percibida por todos los críticos. Lope ensaya ahí el género «novela» a petición de esa mujer, Marta de Nevares, a quien se dirige como quien conversa, con más amor pero con una confianza parecida a la que siente hacia los destinatarios de «muchas de sus epístolas. Habla por sí mismo, narrando y discutiendo el proceso narrativo ante una persona en quien desea influir. Y ahora el narrador vaguea cuanto gusta al hilo del contar, y como se trata de novela corta, no de amplio cuadro pastoril ni de intrincado laberinto de peregrinaciones, los excursos serán también breves, pero más frecuentes y caprichosos, con la «soltura», «ligereza» y «aparente desorden» que Montesinos20 destacaba en las epístolas en verso aunque sin poner en relación, como tampoco otros críticos, las epístolas y las novelas.
Sólo Karl
Vossler, al notar la viva correspondencia del Lope escritor de
novelas hacia la demanda de su amiga, habló de «un estilo epistolar, animado, que a cada paso se
aparta del objeto dirigiéndose a la amada lectora, a la
cual, más que contarle, le indica y presenta los curiosos
acontecimientos con una especie de inquieta
coquetería»
21.
Walter Pabst
también se dio cuenta de la probable relación de las
novelas con el género epistolar, pero a mi entender
erró en su hipótesis, al preguntarse: «¿Dónde habían hallado tan
galana expresión novelística el intercambio
epistolar, delicadamente estilizado, entre dos amantes, las
escogidísimas citas de los autores antiguos, el pretexto de
la narración para un destinatario individual, sino en la
Historia de duobus
amantibus de Eneas Silvio Piccolomini, traducida por primera
vez al castellano en 1496?»
22.
Y digo que la hipótesis no parece atinada porque, si bien en
las cuatro novelitas de Lope figuran breves cartas cruzadas entre
los personajes, éstas no son tan numerosas y principales
como en la obra de Piccolomini, y sobre todo porque la
narración para un destinatario individual apenas se hace
sentir en esa obra mientras en las novelas de Lope se ostenta a
cada paso. La Historia va precedida de una carta de Eneas
Silvio a su amigo Mariano Sozino, pero desde el comienzo de la
narración hasta su fin, en la versión castellana
sólo se dan tres casos de referencia explícita al
destinatario: «y no te marauilles porque
Cicerón escriue que a el fue mostrada una oración de
toda la guerra de Troya»
(c ii)23;
«En la nobleza muchas gradas ay mi
Mariano»
(c vii); «Tienes mi Mariano muy amado la
salida del amor no fengido» (al final). Casos éstos
frente a los cuales pueden alegarse otros en que el narratario
personal parece olvidado en beneficio de un lector anónimo:
«Herido pues Eurialo del arco de Cupido
según que antes fue dicho»
(a vii), donde se
esperaría 'te he dicho'; «Dira
alguno mas cautamente lo podiera hazer»
(c ii, reverso),
donde cabía esperar 'Dirás que más
cautamente'. Por otra parte, y como es notorio, las cartas entre
Eurialo y Lucrecia, y las muy escasas que se cruzan los amantes en
las novelas de Lope, dependen de la tradición de las
Heroidas, y no es esto lo que hace la novedad y el encanto
de los relatos a Marcia, sino precisamente la ostentación
del diálogo llano del narrador con el receptor, la
desenvoltura del estilo y la tendencia a la interrupción y
al comentario, notas que directa o indirectamente proceden del arte
epistolar de Horacio y no del de Ovidio.
Es también
Pabst quien piensa que Lope, con la primera novelita (1621),
habría querido oponerse a Cervantes practicando un estilo de
novela científica y cortesana, para más tarde, en las
restantes tres novelas, contradecir ese programa y guiarse
solamente por el deseo de contentar y dar gusto, como en las
comedias24.
Teóricamente así es, pero en la práctica no
hay diferencia importante entre la primera novela y las otras: en
las cuatro se exponen sendos ejemplos morales (amor, pundonor,
venganza, bravura) y entre las líneas del cuento se
desarrolla en las cuatro un lujoso trenzado de apóstrofes a
la dama, poesías y digresiones. Consigue así el autor
un vívido timbre de plática, sirviéndose de
las novelas «para festejar a su amada», como recuerda
Yndurain25.
La constante interposición del narrador entre lo narrado y
la narrataria es un aspecto más de la proyección
autobiográfica que caracteriza gran parte de la obra de
Lope. Opiniones literarias, recuerdos privados, alusiones
íntimas hacen de las Novelas a Marcia Leonarda, en
palabras de Francisco Rico, uno de los «testimonios más directos de un hacer
literario dentro de un contexto humano»
26.
A mi entender, aunque importe la pretensión científico-cortesana de Lope, no importan menos otros hechos aquí recordados: su práctica en la narración larga, que admitía descripciones autónomas, comentarios sentimentales, sentencias, lecciones de cosas y citas de autoridades; y su ejercitación en el género epistolar, dentro de cuyo doméstico estilo encajan tan bien anécdotas, noticias, escarceos irónicos y la observación del propio escribir.
De las Novelas
a Marcia Leonarda podría decirse, guardando las debidas
distancias, lo que Wayne Booth afirma del Tristram Shandy:
«cuanto más comentario,
mejor»
27.
El arte de la digresión alcanza en estas novelas un relieve
insólito gracias a la libertad de paralizar el tiempo
narrado que Lope se concede, como ocurría cuando las
«novelas» se llamaban «cuentos» y
éstos «se sabían de memoria, y nunca, que yo
recuerde», añade Lope, «los
vi escritos»
28.
Son novelas que, aunque puestas sobre el papel, parecen habladas, y
al tono oral contribuyen decisivamente las digresiones:
«Atrévome a vuestra merced con lo que se me viene a la
pluma, porque sé que, como no ha estudiado retórica,
no sabrá cuánto en ella se reprehenden las
digresiones largas», advierte el narrador a la señora
Marcia (61). Y en La Gatomaquia, años adelante,
hablaría de «cansadas digresiones,
/ que el retórico tiene por viciosas, / aunque en breves
paréntesis gustosas»
29.
Este dilema digresión larga frente a paréntesis breve merece aquí un inciso (que será lo más breve posible). Hemos visto a Lope de Vega preocupado por este tópico: en el Libro V de El peregrino, en carta privada al duque de Sessa y en los dos pasajes recién citados. A ello hay que añadir cierta declaración de La Filomena, obviamente enderezada a defenderse de algún ataque de la Spongia que tendría por base la prolijidad digresiva de la Jerusalén conquistada:
|
Dado que el verso
comprime el enunciado hasta oscurecer su sentido, parece
conveniente aclarar que lo que el poeta quiere decir es esto: 'Los
doctos tratadistas de retórica recomiendan que, si hay
paréntesis, sean breves, pero este precepto no afecta al
poeta épico, aunque necios críticos opinen lo
contrario; por eso son lícitos los episodios de cierta
extensión con que ilustré mi
Jerusalén, y nadie podrá decir que
comencé la historia desde su más remoto origen a no
ser lectores envidiosos que prefieren olvidar lo que leen'.
Curiosamente, esta declaración está en pugna con lo
admitido en El peregrino (V, 439): «en la poética misma divierten los
episodios»
. Es patente el carácter defensivo de
los versos de La Filomena; pero, en cuanto a la verdad
aludida, no hay duda. Sobre el carácter histórico
fundamental (y sólo en parte fabuloso) del poema heroico,
véase por ejemplo lo que dice Pinciano en la epístola
undécima de su Philosophía antigua
poética: «tenga [...] la historia -que fundamento
ha de ser en la épica- poca materia para que se pueda el
poeta estender en episodios»; y con «el huevo de
Leda», es claro que Lope está recordando a Horacio:
«nec gemino bellum
Troianum orditur ab ovo
» (Ad Pisones, v. 147). En fin,
uno de esos «episodios mayores» en la
Jerusalén es el que ocupa todo el Libro XIX, donde
el poeta había contado cómo Alfonso VIII, saliendo de
Jerusalén, volvió a España y allí tuvo
amores con la judía de Toledo; después de lo cual,
expresa en las dos últimas estrofas de dicho libro su
conciencia de la dilatada pausa: «mas ¿dónde
voy, la historia interrumpida, / por los sucesos de mi patria
amada?», «Volvamos, pues, ¡oh Musa perezosa!, / a
la ciudad que es centro de la tierra»; y el Libro XX reanuda
así en la estrofa inicial el hilo abandonado:
El retórico aprueba, pues, solamente los paréntesis breves. Breves paréntesis son, en propiedad, casi todas las unidades digresivas que en las Novelas a Marcia Leonarda esparce la voz del narrador: breves, pero abundantes. Se olvidan los argumentos de las novelas mismas: permanecen, en cambio, en la memoria estas digresiones, no tanto por su contenido como por su deleitoso temple conversacional, su viveza y su garbo. Las de carácter ornamental y las instructivas aparecen con menor profusión que las morales y aquellas en que el escritor reflexiona sobre su oficio. Un solo pasaje puede congregar estas especies. Por ejemplo, el siguiente, de La desdicha por la honra, que va de la reflexión literaria, a través de la erudición y de la anécdota amenizadora, al comentario participativo. Silvia acaba de hincarse de rodillas ante Felisardo suplicando, con su niño en los brazos, al victorioso capitán, que se apiade de la mujer más desdichada del mundo:
Aquí, señora Marcia, ni aun los hipérboles de los versos serían bastantes, cuanto más la llaneza de la prosa, que ni es historial ni poética, aunque la escribiera el autor de las relaciones de los toros, quejoso de su fortuna adversa; y tiene muy justa causa, pues le están en tanta obligación los de Zamora, de quien no se acordara este lugar después que se dejaron de cantar los romances del rey don Sancho, la traición de Bellido de Olfos y las tristezas de doña Urraca, que casi llegaron a competir con los de don Álvaro de Luna, que duraran hasta hoy si no se hubiera muerto un cierto poeta de asonantes, que arrendó esta obligación por veinte años a los regidores de la fortuna. Y ya que nos habernos acordado de Bellido de Olfos, suplico a vuestra merced me diga si conoce algún pariente suyo; que me ha dado cuidado de ver que, en siendo un hombre ruin, no le queda ningún pariente en este mundo, y en habiendo precedido virtuosamente o hecho alguna cosa digna de memoria, todos dicen que decienden de él. Y yo conocí un hombre que decía por instantes: «Adán, mi señor»; y podía muy bien, porque esto es lo más cierto, aunque un hombre haya nacido en la Cochinchina, tierra donde dicen que se halló Pedro Ordóñez de Zavallos, natural de Jaén, y convirtió una infanta, bautizando más de ducientas mil personas, y hizo muy bien, y Dios se lo pagará, si fue verdad, y si no, no. Todos estos intercolumnios han sido, señora Marcia, para aliviar a vuestra merced la tristeza que le habrán dado las lágrimas de Silvia y escusarme yo de referir el contento y alegría de los dos amantes, habiéndose conocido. Prometo a vuestra merced que me refirió uno de los que se hallaron presentes que en su vida había visto más amorosas razones ni más tiernas lágrimas. |
(96-97) |
Cuando la digresión se introduce, Silvia estaba llorando. Cuando se cierra, Felisardo y Silvia ya so han reconocido como esposos. Con ambigua ironía Lope ha ahorrado tristezas a Marcia y se ha exonerado de la obligación de describir escena tan dificultosa como esta anagnórisis. El intervalo entre el llanto de la suplicante y el júbilo de los esposos reunidos lo ocupan esos intercolumnios que empiezan como una confesión de dificultad literaria («ni aun los hipérboles... serían bastantes», digresión crítica), siguen como una memoración de cronistas y poetas de romancero entre alusiones históricas («los de Zamora... los romances... que casi llegaron a competir... que duraran... un cierto poeta... que arrendó», digresión instructiva), prosiguen con un par de anécdotas divertidas («yo conocí un hombre que decía... la Cochinchina... donde dicen que se halló... Zavallos... y convirtió... y hizo muy bien», digresión ornamental) y terminan revelando a la destinataria que todo ha sido un pretexto para evitarle a ella emociones y excusarse él, el narrador, de pintar afectos tan extremosos (comentario moral).
En otro momento de
la misma novela, después de trazar una descripción
puntual de Constantinopla (no funcional, sino autónoma y,
por decirlo así, estática), advierte el narrador a su
lectora que «las descripciones son muy
importantes a la inteligencia de las historias, y hasta agora yo no
he dado en cosmógrafo por no cansar a vuestra
merced»
(89). Y en La prudente venganza, tras
proponer la institución de una cátedra de casamiento,
con celo reformista análogo al de Mateo Alemán, si
bien en broma, refrena su difugio muy en el tono de Guzmán:
«Diga ahora vuestra merced,
suplícoselo, si es esta novela sermonario»
(128).
Pensaba Lope de
Vega que en las novelas había de haber «una oficina de cuanto se viniere a la
pluma»
(La desdicha por la honra, 74) y que en
tal oficina cabían «cosas, altas» y
«humildes», «episodios y
paréntesis», «historias»,
«fábulas», «reprehensiones y
ejemplos», «versos y lugares de autores», de
manera que «ni sea tan grave el estilo
que canse a los que no saben, ni tan desnudo de algún arte
que le remitan al polvo los que entienden»
(74).
Gusto, variedad y
una suerte de estilizada llaneza son los principios que alientan a
Lope de Vega tanto en sus comedias como en estas novelas en las
que, reducida la erudición y ampliada la simpatía,
culmina su prosa narrativa. La prosa dialogal pronto
florecería en La Dorotea, donde, a propósito
de digresiones, ha comprobado Alan Trueblood que: «una tendencia que puede observarse en otros
puntos, en la prosa de Lope, a señalarlas más pronto
o más tarde como lo que son y regresar prudentemente al
asunto, la traspone a sus personajes. Instala en éstos su
propia conciencia de la necesidad de poner límites a la
expresión discursiva. Cuando Lope como narrador practica en
sus relatos más largos o más breves esta forma de
control no muy sutil, a menudo resulta desmañado; lo mismo
ocurre cuando son los personajes los que anuncian que están
para volver al asunto. Sin embargo, en labios de personajes que se
disponen a hacer un arte de la conversación, como los de
La Dorotea, tal práctica llega a su
adecuación, y Lope emplea así ventajosamente una
técnica imperfectamente manejada en otras
partes»
31.
Imperfectamente
manejada en otras partes, pero no en las Novelas a Marcia
Leonarda, donde el narrador lleva el excurso a un arte de
conversación tan hábil que, oyéndole
sólo a él, parece que oímos lo pensado,
sentido y objetado por su destinataria. Estas novelas traen al
recuerdo más de una vez el maduro arte digresivo de Mateo
Alemán y de Cervantes. Aunque la varia «oficina»
teóricamente postulada por Lope se asemeje a primera vista
al paradigma de La pícara Justina, para cuyo autor
la bondad de una historia consiste en decir algunos accidentes,
«acaecimientos transversales, chistes,
curiosidades y otras cosas a este tono, con que se saca y adorna la
sustancia de la historia, que ya hoy día lo que más
se gasta son salsas, y aun lo que más se
paga»
32,
la práctica de Lope en sus Novelas a Marcia
Leonarda llega a una sazón de desenvoltura sólo
comparable al arte de Alemán y al de Cervantes, generadores
de camino que había de llevar a Laurence Sterne a demostrar
en The Life and
Opinions of Tristram Shandy que las opiniones importan tanto
o más que la vida, y a afirmar con seguridad inquietante
que: «Las digresiones, sin duda posible,
son la luz, son la vida, el alma de la
lectura»
33.
Predominantemente
negativo ha sido por mucho tiempo el juicio acerca de las
digresiones en la prosa del Siglo de Oro, y conocido es el expurgo
que de ellas hizo Lesage en el Guzmán de Alfarache.
Pero ¿qué sería el Guzmán sin
sus excursos anecdóticos, satíricos, morales y
autocríticos, y sin la movilidad que al conjunto infunden
esos constantes vaivenes hacia fuera y hacia dentro de la
línea del relato? ¿Sería el Quijote
nuestro libro de cabecera si de él arrancásemos los
razonamientos dialogados a lo largo de los cuales caballero y
escudero comentan sus aventuras divagando sobre lo habido y por
haber? ¿Y no es cierto además, contra lo que se
supone, que Cervantes oscila diestramente entre el derrame y el
refreno no sólo en el Coloquio de los perros, donde
Cipión ha de moderar de continuo la propensión de
Berganza a perderse en digresiones, sino también en una obra
de tan lúcido espíritu autocrítico como el
Persiles? Sólo como una prueba de táctica
retórica cabe interpretar estas dos observaciones
contrapuestas del Persiles. La primera, por la voz del
narrador: «Finalmente, pues las
menudencias no piden ni sufren relaciones largas, se dejarán
de contar las que allí pasaron»
(II, xviii). La
segunda, por la voz de Periandro, el protagonista: «Contad, señor, lo que quisiéredes
y con las menudencias que quisiéredes, que muchas veces el
contarlas suele acrecentar gravedad al cuento; que no parece mal
estar en la mesa de un banquete, junto a un faisán bien
aderezado, un plato de una fresca, verde y sabrosa ensalada. La
salsa de los cuentos es la propiedad del lenguaje en cualquiera
cosa que se diga»
(III, vii). Incluso en lo que
podría parecer una condenación del excurso, hay una
atenuación que invalida el veredicto: «El gusto de lo que soñé
-respondió Periandro- me hizo no advertir de cuán
poco fruto son las digresiones en cualquiera narración,
cuando ha de ser sucinta y no dilatada»
(II, xv). Lo
curioso es que Lope de Vega prodiga también las digresiones
cuando la narración ha de ser sucinta. Guardadas las
convenientes medidas y distancias, no debe regatearse admirativa
atención al arte de la digresión desplegado por Lope
en sus narraciones largas, en sus epístolas y precisamente
en sus novelas cortas.
Habituados
nosotros a la unidad y derechura del narrador moderno, tan propicio
al mostrar como reacio al decir, corremos el riesgo de desechar las
digresiones de la narrativa barroca como mero adorno o
erudición impertinente; pero su gracia, con frecuencia,
está en ellas, como la gracia del amor habita en las
palabras con que los amantes interpretan juntos el mundo. Corpus
Barga, tan digresivo en sus historias como otros novelistas de su
época (Baroja, Pérez de Ayala o Max Aub, por ejemplo)
pudo proclamar muy perspicazmente: «La
falsedad de las novelas está en presentar la vida con
arreglo a un patrón de papel recortado, separado del todo,
donde cada cosa aparece en su sitio supuesto y llega cuando se
supone que es debido. La vida humana no sucede así, con esa
falsa claridad; es oscura, inextricable, un entrecruzamiento de
sucesos, personas, sensaciones, voluntades, deseos, agresiones y
digresiones. La vida misma es una
digresión»
34.