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La digresión en la prosa narrativa de Lope de Vega y en su poesía epistolar

Gonzalo Sobejano





Cuando en la consideración de la prosa narrativa del Siglo de Oro se examinan conceptos técnicos tales como episodios, relatos intercaladas, diálogos; ejemplos, etc., el concepto de digresión suele asociarse en seguida con el estilo de Mateo Alemán, torpemente imitado por Mateo Luján y Francisco López de Úbeda, y ensayado en cierta medida con novedad y tino por Cervantes en el Coloquio de los perros y por Alcalá Yáñez en Alonso mozo de muchos amos. Pero el arte de digresar no es exclusivo de la picaresca, ni Mateo Alemán lo inventa, aunque le dé magnas proporciones y pujante variedad. Es un arte que, dependiente en última instancia del mecanismo de asociación de ideas, tiene ejemplos muy antiguos y reconoce soportes próximos en la épica y bucólica renacentistas, los diálogos didácticos, la prosa miscelánea, la literatura espiritual y la oratoria sagrada.

La narrativa del XVI, en España, usa de las digresiones moderadamente, pero el impulso contrarreformista a la docencia extiende en el último tercio de ese siglo un empleo más copioso con fines instructivos y morales. La prosa de Lope de Vega puede servir de testimonio, menos frecuentado por la crítica no obstante las aportaciones de Yndurain, Rico, Osuna y Avalle-Arce1, acerca de cómo participa el arte digresivo en la constitución de cuerpos narrativos completos y distintos.

¿Qué es, ante todo, digresión? No, desde luego, cualquier discurso, por más que la lengua ordinaria, cometa a veces esta ampliación semántica2. Quintiliano la había definido como «tratamiento que discurre fuera de orden de alguna cosa, pero que pertenece a utilidad de la causa» (en versión de Fernando de Herrera), y como una forma de apartamiento (aversio) en la que «cum fuerit delectatio, tum reditus ad rem aptus et concinnus esse debebit» (presupuesto su efecto deleitoso, el retorno a la cosa deberá ser apropiado y bien proporcionado). La fórmula de retorno es el «áphodos»: «longius evectus sum, sed redeo ad propositum»3. Herrera, después de trasladar aquella definición, la abreviaba así: «oración que discurre fuera de la materia propuesta»4. Más tarde, Bartolomé Jiménez Patón diría que hay digresión cuando «nos apartamos algo del principal intento a otra cosa, mas no del todo porque luego volvemos»5.

Estas definiciones, recordadas a modo de ejemplo, serán claras en cuanto pueda distinguirse cuál sea el orden, la causa, materia propuesta o principal intento. ¿Cuál es, cabe preguntarse, el principal intento de Guzmán de Alfarache: contar su vida, o atalayar la vida humana? Si lo primero, cualquier reflexión extensa que se salga del orden narrativo de los hechos de su vivir, será digresión. Si lo segundo, ninguna podrá estimarse propiamente digresiva. Pero lo cierto es que el narrador se disculpa a cada paso por sus muchas, largas y enojosas digresiones. ¿Por qué? Porque se sitúa dentro de la conciencia de lectores ávidos de conseja y reacios al consejo, y porque a menudo pasa de lo particular (su propia vida y costumbres) a lo general (la sociedad, la vida humana).

El criterio más seguro para identificar una digresión es él «áphodos», la fórmula de regreso. Pero, aparezca o no tal fórmula, podrá delimitarse la esencia de la digresión observando que es un concepto que puede y debe ser contrastado con otros dos: el de progresión, o narración hacia adelante desde un punto determinado, y el de retrogresión, o narración de lo anterior a ese punto. Lo que se narra a partir de cierto momento haciendo avanzar el relato por levemente que sea, no es digresión; lo que se refiere como antecedente, tampoco. Digresar no es progresar ni retrogresar, sino salir fuera del camino (ex-curso) para volver a él. Se sale del camino cuando se detiene el curso de la acción narrada, sea ésta prospectiva o retrospectiva, o bien, sin tal detenimiento, se desvía la atención del tema que sustenta esa acción, a otros temas. Las consecuencias estructurales suelen ser: el cambio de molde expresivo (por ejemplo: del relato al discurso, del diálogo activo o propiamente dialéctico al comentario conversacional, de la descripción «en función de» a la descripción en sí y por sí) y la percepción por parte del lector de que se ha producido un colapso; colapso que es sólo temático si la digresión se entabla entre personajes que coloquian, y que es además temporal si la digresión es del narrador, pues entonces «el tiempo narrado permanece inmóvil, aunque exista como el momento en que lo abandonamos y como el instante de su reaparición»6. Así entendida, la digresión podrá cumplir alguna de estas funciones: enseñar (digresión instructiva), embellecer o amenizar (ornamental), comentar reacciones o conductas (moral), o en fin, hacer reflexionar sobre la actividad misma del narrar, enjuiciándola a distancia (digresión reflexiva). Cualquiera que sea la función, su efecto consiste en retardar la narración principal, provocando en los mejores casos una tensión estimulante, en los peores una dilación fastidiosa.

Examinemos el empleo de la digresión en la prosa narrativa de Lope de Vega: Arcadia (1598), El peregrino en su patria (1604), Pastores de Belén (1612), y Novelas a Marcia Leonarda (1621, 1624).

En la Arcadia nunca aparece el término «digresión», pero se encuentran digresiones, alusiones al hecho de digresar y fórmulas de retorno. Las digresiones sirven al autor unas veces de ornamento7: cuento del gigante Alasto y la pastora Crisalda (I, 93; II, 166), fábula de Júpiter y la culebra (I, 115), sonetos sepulcrales (II, 182), galería de hombres ilustres (III, 225), alabanzas del Duque de Alba (V, 426); otras veces, de entretenimiento conversacional encaminado a la exhibición de conocimientos y trasmisión de noticias: llanto y risa (I, 109), esencia y modos de la hermosura (III, 215), saberes del poeta (III, 267), colores de la esperanza (IV, 323), la ira amorosa y los géneros retóricos (IV, 346), elogio de los asnos (V, 404). Con menos frecuencia expresan comentarios morales sobre la vida: escasez de esposas virtuosas (I, 96), grandeza o pequeñez de la mujer (I, 113), celos (II, 162), desengaño del loco amor por adhesión a la virtud y las ciencias (V, 381). Sobre todo, las digresiones funcionan en esta obra, por la mayor parte, no como reflexiones desprendidas de la contemplación de los hechos, sino como injerencias para el exorno del relato o como desviaciones fortuitas del diálogo hacia variados temas de conversación. Conversar es aquí, muy a menudo, diversar, a diferencia de lo que ocurre en el verdadero diálogo, siempre internamente regido por la continuidad del tema común que vincula a los dialogantes. En vez de multiplicar el efecto de lo narrado o dialogado, infundiéndole intensidad, aquellas desviaciones operan a modo de sumandos dilatorios.

Como es sabido, la Arcadia difiere de las mejores obras pastoriles que la anteceden (las Dianas de Montemayor y de Gil Polo, y La Galatea) en no hacer uso de los relatos afluyentes, o historias contadas por diversos personajes y que se desenlazan en el curso de la narración primaria8. Hay pláticas, evocaciones, digresiones, visitas en común, festejos colectivos, cantos de estos y aquellos pastores, pero ningún personaje aparece allí para referir su caso personal. El único caso que se ofrece es el amor de Anfriso y Belisarda, complicado por los celos respecto a Anarda y Olimpio y enriquecido por la presencia de otros personajes, pero nunca estorbada su narración por afluencia de otras.

Contrariamente, en El peregrino en su patria Lope usa de relatos afluyentes, imitando a Heliodoro en la manera de comenzar «in medias res» y de suspender y reanudar aquellos relatos. Junto a esto, emplea también el procedimiento digresivo y aparece ya consciente del provecho que se puede sacar no sólo de la digresión sino de la reflexión sobre la misma9.

Muy avanzada la historia, en sus postrimerías, cuenta el narrador cómo Pánfilo de Luján, no habiendo podido recuperar a su amada Nise y agradeciendo a Flérida el haberle devuelto la libertad, llegó a pensar que, a no ser por la antigüedad y fuerza de aquel amor, Flérida podría posesionarse ahora de su alma. Sobreviene en este punto una meditación sobre lo mucho que pueden los beneficios, y el narrador, en pleno gobierno de su proyecto narrativo, confiesa que bien podría hacer su historia más «lépida» mudando el afecto del Peregrino, pero que, de hacerlo así, rompería el hilo de aquélla y truncaría su curso: «Cortándolo, pues, a esta digresión que siendo larga es contra las leyes de la buena retórica, pues en la poética misma divierten [i. e., desvían, apartan del camino] los episodios. Digo que Pánfilo en Zaragoza entró a las horas que el lubricán resplandece» (V, 439)10. Pero Lope sabe que el buen uso de los episodios, aunque divierta la atención, no impide la unidad del poema, ni el buen uso de las digresiones impide la unidad del discurso. Así como la digresión no consiste en salirse del camino, sino en salirse para volver a él, y en ello estriba la eficacia de este componente retórico, así la reflexión autocrítica acerca de la presencia de una digresión, y la excusa por su longitud o aparente impertinencia, pueden aumentar el deleite que se supone es capaz de suscitar. Bien lo sabía Mateo Alemán (acaso su amigo Lope tuviese fresca la lectura del primer volumen del Pícaro) y harto lo sabría más tarde el autor de Tristram Shandy.

El motivo de la digresión larga como contraria a la buena retórica se convertirá después en un tópico de Lope. En El peregrino aparece por vez primera en su prosa narrativa y no conduce todavía a manipulaciones sutiles; ni tampoco las digresiones propiamente tales abundan en esta obra. Francisco Yndurain encuentra en ella «digresiones líricas, dramáticas, eruditas o piadosas»11. Pero de digresiones dramáticas parece difícil, que pueda hablarse: los autos sacramentales al final de los libros I a IV no son digresiones; son representaciones a las que asisten Pánfilo en Barcelona (I), Pánfilo y Everardo en Valencia (II), Celio en Zaragoza (III) y Mise y Finea en Perpiñán (IV). La autonomía de estas piezas, su posición al final, el hecho de que no se reanude la narración en seguida, todo prueba que no son digresiones, sino aditamentos, unidades que sirven a la amplificatio, pero no a la aversio o receso incidental de la línea maestra. Tampoco parece apropiado hablar de digresiones «líricas»: El peregrino está constelado de composiciones en verso, pero casi todas las canta, dice o lee un personaje en determinado trance de su historia o con ocasión de una experiencia o un recuerdo de la misma. En cuanto a digresiones «piadosas», si por tales se entienden los milagros y ejemplos del Libro II, no son sino breves narraciones conversadas por los peregrinos o relatadas a éstos por los ermitaños de Monserrate: ¿qué otra cosa hubiesen podido hacer peregrinos y ermitaños en un monasterio? Digresiones «eruditas», en cambio, sí las hay; y morales; y crítico-literarias.

En el Libro I vemos a Pánfilo buscando remedios de amor y sabemos que se quedó en Barcelona, donde consultó a algunos doctos. De aquí se remonta el narrador a una consideración que empieza abruptamente en tono historial: «Los magos florecieron en tiempo de los persas; fue su cabeza Zoroastres» (141), y sigue discurriendo sobre el «erotes» o melancolía amorosa, antiguos medios de curación, hombres supersticiosos y, tras numerosas citas de autoridades, contra los fraudes del demonio y las ofensas que a Dios se hacen con tales mentiras. «Sabía nuestro Peregrino la vana filosofía de esta fábula», son las palabras con que el narrador vuelve al camino. Más breve, pero también erudita, es la digresión del Libro II acerca de los epítetos que la opinión común atribuye a las diversas naciones (189), y larga, cargada de citas y coloquiada por dos personajes, la digresión sobre los hados del Libro III (244-245), a través de la cual Celio reconoce la competencia de Pánfilo para escuchar la historia que va a empezar a contarle. Pero, al iniciarla, cree Celio necesario poner en antecedentes a su interlocutor: «En este punto me es forzoso hacer una digresión larga, porque de la historia que se sigue, ajena, procede el fundamento de la mía» (246). En rigor, se trata aquí de una retrogresión, un relato de cosas acontecidas tiempo atrás, preciso para entender lo acontecido después. Opera así Lope según la técnica de exposición fragmentaria de Heliodoro, por la cual el lector va conociendo a retazos la historia completa de los protagonistas anterior al comienzo «in medias res». Erudita es también, en fin, la digresión sobre espíritus y trasgos con que el narrador cierra la mala noche que a Pánfilo dieron aquéllos en un albergue aragonés (V, 445).

Las digresiones morales poseen mayor coherencia con el relato y apelan a la participación sentimental más que al adoctrinamiento del lector. El Libro III se abre con una prolongada reflexión sobre los trabajos de esta vida: «Dice Boecio que ninguno es desdichado, sino el que piensa que lo es» (236), «ingresión» del tipo alemaniano12 en la que se acumulan sentencias antiguas para confirmarlas por la noticia de las fortunas de Pánfilo, a cuya lectura convida el narrador haciendo al lector consciente de que, siendo el hombre polvo y nada, ninguna resistencia puede oponer a las adversidades. Por el mismo estilo comienza el Libro V: «Grande es amor y entre los dioses y los hombres maravilloso, dice Fedro en Platón» (422). «Casi podríamos», termina, «alabar a nuestros peregrinos de aqueste amor platónico», etc., «pero como a mí no me toca el disculparla [a Finea], sino la prosecución de la narración propuesta, para volver a ella sólo digo que me lastima su nuevo pensamiento» (423). Es éste un modo simpatético de interesar al lector en el proceso, llegando a simular ignorancia respecto a la futura conducta de los personajes a fin de promover expectativas. A este intento se dirigen otros excursos del mismo Libro V: el que tiene por objeto ponderar la sordera y falta de ley de los apasionados (466) y el que expone los riesgos y méritos del peregrinar: «¿Cuántas veces el salir los hombres de sus nidos les da provecho y honras y cuántas lo contrario?», etc. (473).

Tales razonamientos morales prodigan las citas de autores y siguen siendo erudición, pero no por sí misma, sino en apoyo de los afectos que se quiere despertar. En algunos vemos al relator entrometerse en su historia, hacer acto de presencia, manejar los hilos de la exposición y tutelar a sus criaturas con ademán de Maese Pedro. Este ademán, más acentuado aquí que en la Arcadia, permite a Lope encabezar el Libro IV con una prolija digresión acerca de la verdad y la verosimilitud: «Si al poeta heroico le conviene el argumento verdadero, ¿con cuánta más razón le convendrá al histórico?» (334), y el largo exordio pretende hacer creíble al que lee, considerado como hipotético objetador, la locura real de Nise y la fingida de Pánfilo. «Respondida, pues, esta objeción, nuestra historia, cuyo fin es mover con los trabajos deste hombre, prosigue así» (336). Avalle-Arce nota que también Cervantes en su Persiles discutiría ese problema de la verosimilitud, «pero allí son los personajes mismos los que se apasionan por el problema [...] o sea que la teoría deja de ser abstracción y se personaliza en las vidas de cada uno de los opinantes, no como aquí, que el autor está super omnia. El distinto cuadrante desde el que se enfoca la cuestión nos debe hacer recordar que Cervantes llega al Persiles desde el Quijote, mientras que Lope llega al Peregrino a través de La Arcadia»13.

La Arcadia y El peregrino son narraciones con una acción principal: allí el amor de Anfriso y Belisarda desde la proximidad segura hasta la separación definitiva; aquí, las distanciaciones y penalidades de Pánfilo y Nise por diversas tierras hasta su reunión en Toledo. En Pastores de Belén, más que la relación de unos hechos, importa su celebración. Alrededor del nacimiento de Cristo (en el Libro III, centro de la obra) proliferan las historias bíblicas, las poesías de toda clase, las charlas entre pastores, sus juegos y sus festejos. El pastor más docto, Aminadab, preside a los pastores betlemitas, pero su caso personal (llegada desde Judea, encuentro con su prima Palmira, matrimonio con ella) palidece, como cualquier otro, ante el acontecimiento cristiano y los destinos de la sagrada familia.

Casi todo es amplificación en esta pastoral. Dentro de la técnica amplificativa las digresiones trasladan la atención desde el asunto religioso a otros puramente humanos, pero su función más notable es la construcción conversacional: más abundantes que las digresiones son las alusiones al riesgo de digresar.

En el libro I, cuando Aminadab está refiriendo la visita de María a su prima Isabel, un grupo de pastores irrumpe cantando una oda a la vida retirada (1206a)14, que corta el hilo de la piadosa relación, la cual no se reanudará hasta bien entrado el Libro II (1.236b). La narración pasa a conversación y el libro puede así proseguir más variamente. A la variedad sirven otras evasiones: cuando Nemoroso ha contado la historia de Betsabé y generaliza acerca del deseo como perturbador del entendimiento, esta generalización establece una pausa que los pastores aprovechan para rogar al hablante que continúe, como así hace Nemoroso refiriendo las amonestaciones de Natán y el arrepentimiento de David (1.210b). Entre la versión de un salmo con que Nemoroso redondea su historia, y el comienzo de la de Amón y Tamar, a cargo del pastor Jorán, se tiende otra digresión que es un elogio de aquella versión y una crítica de los ingenios sólo atentos al aplauso vulgar: «Dejaos de estas cosas, dijo Tebandra, que si os metéis en filosofías, más para escuelas de sabios que para campos de pastores rústicos, primero llegaremos a las cabañas que a sus términos la porfía y la verdad al entendimiento» (1.213a). Ya acabando la historia de Amón, diserta Aminadab sobre las facultades del alma y la juiciosa elección que distingue al buen escritor, y Nemoroso, que ha contribuido a ese excurso, ha de reconocer que es Aminadab quien «nos hace a nosotros salir de nuestro paso, creyendo que le hemos de satisfacer, estando tan lejos de entenderle» (1.216b). Pero apenas Jorán ha cantado unos versos epilogales acerca del ciego amor, y Aminadab ha alabado a aquellos pastores tan discretos y músicos, se plantea entre él y Pireno una incidental consideración sobre la excelencia de los hebreos en la música, a la que Dositea pone límite advirtiendo que aquéllos han vuelto a «divertir nuestro propósito»: «Dejad a Pireno comenzar su historia, que si en algunas ocasiones no os hubierais detenido, ya estuviéramos en las cabañas» (1.217b). Gracias a estos egresos, y otros, el primer libro de Pastores de Belén, alternando historias y comentos, resulta el menos artificioso.

Los libros II y III consiguen la variedad de manera más mecánica, por adición de poesías, enigmas, glosas, jeroglíficos y juegos. El IV se abre, en apariencia, con una «ingresión» que consiste en la abreviada historia del mundo desde su origen hasta el nacimiento de Cristo; pero, en realidad, este largo introito del narrador no digresa de algo ni sirve de ingreso generalizador previo a un ejemplo particular, pues la Circuncisión, tema que sigue a esta obertura, no es una ilustración de ella. Su propósito no parece otro que completar el panorama de la historia sagrada y enmarcar unas composiciones en verso a Eva, Adán, Abel, Adán muerto, las letras, el diluvio, partes del mundo, torre de Babel, Raquel y Lía, y el cautiverio babilónico. Digresiva es, en cambio, la disertación de Aminadab sobre la música, surgida de una glosa a un conceptuoso villancico. Tanto aquella introducción como esta digresión tienen carácter instructivo y erudito, y el mismo carácter presenta la única digresión del Libro V acerca del amor y sus especies: acaba el narrador de destacar el puro amor de dos pastores y disculpa su salida advirtiendo que «no será en esta ocasión fuera de propósito, pues me le da este amor santo, definirle y declarar sus partes» (1.331a).

En conjunto, cabe decir que más interés que la materia de las digresiones tienen en Pastores de Belén las fórmulas de excusa y retorno como correctivo de la monotonía. A menudo, en puntos en que la materia religiosa de pláticas o versos ha sufrido una desviación, pequeña o amplia, oímos a los hablantes reclamar la continuación, con términos como: «Dejad esas digresiones» (II, 1.260b), «el Rústico porfiaba que el paréntesis había sido breve y piadoso» (II, 1.264b), «pero prosiga el Rústico su juego, no se quejen estas zagalas de nuestras digresiones» (II, 1.265a), «Mas no se nos vaya el juego de las manos con estas digresiones» (III, 1.291b). Frecuentes asimismo son las fórmulas de introducción o de terminación: «por no cansaros con la continuada narración de mi historia» (I, 1.202a), «pero prosigue su narración» (I, 1.205b), «mas por no cansaros con prolijos discursos» (II, 1231a), «mas volviendo a atar el hilo de nuestra narración» (II, 1.242a), «pero di los versos, y dejemos esto, que parece que nos desvía de nuestro santo propósito» (IV, 1.314a). En obra tan hierática como es Pastores de Belén, tales fórmulas de estrategia de la discontinuidad pueden resultar llanas, familiares y promotoras de atención, aunque incurran en cierto convencionalismo que las hace, al cabo, previsibles y, por tanto, a su vez, monótonas.

En todo caso, la digresión en la prosa narrativa de Lope, si se distingue bien, como debe hacerse, de la mera amplificación por suma de componentes heteróclitos, antes la vivifica que la embaraza. Que es un procedimiento favorable a la libertad de movimientos y a la llaneza, lo demuestra el papel que desempeña en otro género de escritura: el epistolar.

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En una carta al duque de Sessa (¿junio 1619?), tras un excurso burlesco acerca de cómo las mujeres debían probar que sus maridos las hicieron firmar escrituras no a coces y bofetones sino sobornándolas por el gusto erótico, observa Lope: «Paréntesis ha sido largo, no es de retóricos; pero yo dejé llevar la pluma por el diseño de la verdad a la mejor condición»15. Este dejar la pluma que vaya por donde el pensamiento quiere, es característico del estilo epistolar en verso tal como, según el remoto patrón de Horacio, había quedado perfilado en la «Elegía II» de Garcilaso: «Mas ¿dónde me llevó la pluma mía?, / que a sátira me voy mi paso a paso, / y aquesta que os escribo es elegía»; y en su «Epístola a Boscán»: «Alargo y suelto a su placer la rienda, / mucho más que al caballo, al pensamiento»16.

Lope de Vega reconoce adecuado a la poesía epistolar el estilo digresivo, y resulta elocuente que en los mismos volúmenes en que se publican las familiares Novelas a Marcia Leonarda se publiquen también casi todas sus epístolas en verso, fruto de una musa eutrapélica y risueña que le dicta elogios al corresponsal, memorias autobiográficas, noticias de la corte, moralidad anticortesana, juicios estéticos, crítica literaria, catálogos epideícticos, discursos sobre el amor, pareceres políticos, desahogos patrióticos y otras expansiones.

La Filomena, lugar de edición de la primera de aquellas novelas, recoge ocho epístolas. En la dedicada «A Don Francisco de la Cueva», queriendo alabar el poeta a su amigo, pondera por extenso las excelencias del número siete (la semana, el arpa de David, el día de la caída del justo, los ángeles, los planetas), objetándose a sí propio: «Pero ¿cómo podrá ser importante / a tal ingenio digresión tan fría?» (755, v. 169)17, a pesar de lo cual, sigue imantado por la imagen del siete (montes de Roma, influjos de los planetas, maravillas del mundo), y añade: «Mirad dónde el paréntesis acabo / para decir que a vos, milagro al mundo, / en vez de octava maravilla alabo» (756, v. 187).

Vuelve a explotar el método excursivo en la carta «Al Doctor Gregorio de Angulo», ocupando trece tercetos en considerar el dilema nobleza de la sangre y nobleza de las obras: «Mas ¿dónde voy con desatino tanto? / ¡Cuan lejos del propósito me veo! / ¿Por dónde volveré? De mí me espanto» (762, v. 121). En la dirigida «A Don Diego Félix Quijada y Riquelme» una prolija divagación sobre el modo como el poeta pasa la vida en la corte y sobre tipos, usos y hábitos cortesanos de ocasión a que aquél se confiese nuevamente enamorado y explaye sus preocupaciones en torno al amor de lo invisible mediante el amor a lo visible, trayendo a cuento a Menandro, Platón y San Agustín: «Mas ¿no os causa donaire ver adónde / vine a parar de tal principio? Amando, / ninguna cosa el corazón esconde» (789, v. 280). Amor no platónico, amor de criado a señor, inspira las dieciocho estrofas iniciales de la epístola «Al Excelentísimo Señor Conde de Lemos», en las cuales explica el poeta por qué quiere hablar a su destinatario en lenguaje improvisado, libre y natural, y esta preparatoria ingresión tan arrebatada la disculpa así: «¡Qué prólogo tan largo y excusado! / ¡qué extraño exordio! No diréis, Mecenas, / que no es mayor respeto hablar turbado» (792, v. 55).

En la más larga de todas las epístolas, la enviada «Al Licenciado Francisco de Rioja», ha venido Lope describiendo su jardín poético imaginario y, atento a unos cuadros de flores que representaban las armas de los Carpios, se extiende por nueve tercetos acerca de esas armas, su antigüedad, pinturas y linajes, virtud y sangre, nobleza y humildad, mencionando a Virgilio, Apeles, Juvenal y Ovidio, hecho lo cual refrena su discurso con una dilogía que alude a los habituales incisos del género en que está escribiendo y a las trasposiciones o paréntesis gongorinos tan de moda en aquellos años: «¡Qué necia digresión! Mas no es dragmática / la epistolar poesía; estad gustoso, / que ya están los paréntesis en prática» (823, v. 127; en una epístola en prosa del mismo libro, pág. 880, observa acerca de la poesía gongorina: «Todo el fundamento deste edificio es el trasponer, y lo que le hace más duro es el apartar tanto los adjuntos de los sustantivos, donde es imposible el paréntesis»). La poesía epistolar, en efecto, no es poesía dramática, no se dirige por camino recto y todo seguido: es poesía desenfadada, desensartada, propensa a la soltura de la paradilla y la divulgación. Como lo demuestra, finalmente, la misiva «A Don Juan de Arguijo», donde hallamos, junto a una de las más enfáticas interrupciones de esta clase, una definición del género epistolar que está más en consonancia con la familiaridad de Garcilaso (y de Cetina) que con el sermoneo moralizante de Boscán y de Hurtado de Mendoza18: «Pero ¿por dónde vine a tan diversos / pensamientos, don Juan, y digresiones / ni sentenciosas ellas, ni ellos tersos? / Las cartas ya sabéis que son centones, / capítulos de cosas diferentes, / donde apenas se engarzan las razones. / Las varias opiniones de las gentes / me dieron ocasión para escribiros, / y la pluma siguió los accidentes» (850, v. 250).

En La Circe, donde se publicaron tres años más tarde, en 1624, las otras tres Novelas a Marcia Leonarda, vuelve a atestiguar Lope su agilidad divagatoria: «Mas ¿dónde este paréntesis camina?», se pregunta en la epístola «A Don Antonio Hurtado de Mendoza» (1.195, v. 160). En la dirigida «Al Reverendísimo Señor Don Fray Plácido de Tosantos» tropezamos con otro «áphodos» autocrítico que paraliza un laborioso sermón sobre el amor platónico: «Terrible digresión; mas era el texto / digno de aquesta glosa...» (1.205, v. 145); y con otra definición que refuerza la antes mencionada tropezamos en la epístola «A Juan Pablo Bonet»: «Las cartas, cuando son extravagantes, / ya sabéis los estilos que padecen, / y más con la licencia en consonantes» (1.214, v. 76).

Se nota a través de estos mensajes amistosos la ironía que Lope había logrado en el manejo de las digresiones, cuyo empleo había ensayado cada vez con menor torpeza en la Arcadia, El Peregrino y Pastores de Belén, y a las cuales ahora, en estas epístolas y novelas publicadas al mismo tiempo, acierta a comunicar un latido nuevo19. Y es que la digresión, esgrimida con pericia, más que un recurso arcaico de composición aditiva, puede ser excelente medio de animar el discurso.

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En los años veinte y treinta del siglo tiende Lope cada vez más a sobrevolar la realidad en alas de la ironía. Sus Novelas a Marcia Leonarda son feliz prueba de esta agilidad de espíritu, percibida por todos los críticos. Lope ensaya ahí el género «novela» a petición de esa mujer, Marta de Nevares, a quien se dirige como quien conversa, con más amor pero con una confianza parecida a la que siente hacia los destinatarios de «muchas de sus epístolas. Habla por sí mismo, narrando y discutiendo el proceso narrativo ante una persona en quien desea influir. Y ahora el narrador vaguea cuanto gusta al hilo del contar, y como se trata de novela corta, no de amplio cuadro pastoril ni de intrincado laberinto de peregrinaciones, los excursos serán también breves, pero más frecuentes y caprichosos, con la «soltura», «ligereza» y «aparente desorden» que Montesinos20 destacaba en las epístolas en verso aunque sin poner en relación, como tampoco otros críticos, las epístolas y las novelas.

Sólo Karl Vossler, al notar la viva correspondencia del Lope escritor de novelas hacia la demanda de su amiga, habló de «un estilo epistolar, animado, que a cada paso se aparta del objeto dirigiéndose a la amada lectora, a la cual, más que contarle, le indica y presenta los curiosos acontecimientos con una especie de inquieta coquetería»21.

Walter Pabst también se dio cuenta de la probable relación de las novelas con el género epistolar, pero a mi entender erró en su hipótesis, al preguntarse: «¿Dónde habían hallado tan galana expresión novelística el intercambio epistolar, delicadamente estilizado, entre dos amantes, las escogidísimas citas de los autores antiguos, el pretexto de la narración para un destinatario individual, sino en la Historia de duobus amantibus de Eneas Silvio Piccolomini, traducida por primera vez al castellano en 1496?»22. Y digo que la hipótesis no parece atinada porque, si bien en las cuatro novelitas de Lope figuran breves cartas cruzadas entre los personajes, éstas no son tan numerosas y principales como en la obra de Piccolomini, y sobre todo porque la narración para un destinatario individual apenas se hace sentir en esa obra mientras en las novelas de Lope se ostenta a cada paso. La Historia va precedida de una carta de Eneas Silvio a su amigo Mariano Sozino, pero desde el comienzo de la narración hasta su fin, en la versión castellana sólo se dan tres casos de referencia explícita al destinatario: «y no te marauilles porque Cicerón escriue que a el fue mostrada una oración de toda la guerra de Troya» (c ii)23; «En la nobleza muchas gradas ay mi Mariano» (c vii); «Tienes mi Mariano muy amado la salida del amor no fengido» (al final). Casos éstos frente a los cuales pueden alegarse otros en que el narratario personal parece olvidado en beneficio de un lector anónimo: «Herido pues Eurialo del arco de Cupido según que antes fue dicho» (a vii), donde se esperaría 'te he dicho'; «Dira alguno mas cautamente lo podiera hazer» (c ii, reverso), donde cabía esperar 'Dirás que más cautamente'. Por otra parte, y como es notorio, las cartas entre Eurialo y Lucrecia, y las muy escasas que se cruzan los amantes en las novelas de Lope, dependen de la tradición de las Heroidas, y no es esto lo que hace la novedad y el encanto de los relatos a Marcia, sino precisamente la ostentación del diálogo llano del narrador con el receptor, la desenvoltura del estilo y la tendencia a la interrupción y al comentario, notas que directa o indirectamente proceden del arte epistolar de Horacio y no del de Ovidio.

Es también Pabst quien piensa que Lope, con la primera novelita (1621), habría querido oponerse a Cervantes practicando un estilo de novela científica y cortesana, para más tarde, en las restantes tres novelas, contradecir ese programa y guiarse solamente por el deseo de contentar y dar gusto, como en las comedias24. Teóricamente así es, pero en la práctica no hay diferencia importante entre la primera novela y las otras: en las cuatro se exponen sendos ejemplos morales (amor, pundonor, venganza, bravura) y entre las líneas del cuento se desarrolla en las cuatro un lujoso trenzado de apóstrofes a la dama, poesías y digresiones. Consigue así el autor un vívido timbre de plática, sirviéndose de las novelas «para festejar a su amada», como recuerda Yndurain25. La constante interposición del narrador entre lo narrado y la narrataria es un aspecto más de la proyección autobiográfica que caracteriza gran parte de la obra de Lope. Opiniones literarias, recuerdos privados, alusiones íntimas hacen de las Novelas a Marcia Leonarda, en palabras de Francisco Rico, uno de los «testimonios más directos de un hacer literario dentro de un contexto humano»26.

A mi entender, aunque importe la pretensión científico-cortesana de Lope, no importan menos otros hechos aquí recordados: su práctica en la narración larga, que admitía descripciones autónomas, comentarios sentimentales, sentencias, lecciones de cosas y citas de autoridades; y su ejercitación en el género epistolar, dentro de cuyo doméstico estilo encajan tan bien anécdotas, noticias, escarceos irónicos y la observación del propio escribir.

De las Novelas a Marcia Leonarda podría decirse, guardando las debidas distancias, lo que Wayne Booth afirma del Tristram Shandy: «cuanto más comentario, mejor»27. El arte de la digresión alcanza en estas novelas un relieve insólito gracias a la libertad de paralizar el tiempo narrado que Lope se concede, como ocurría cuando las «novelas» se llamaban «cuentos» y éstos «se sabían de memoria, y nunca, que yo recuerde», añade Lope, «los vi escritos»28. Son novelas que, aunque puestas sobre el papel, parecen habladas, y al tono oral contribuyen decisivamente las digresiones: «Atrévome a vuestra merced con lo que se me viene a la pluma, porque sé que, como no ha estudiado retórica, no sabrá cuánto en ella se reprehenden las digresiones largas», advierte el narrador a la señora Marcia (61). Y en La Gatomaquia, años adelante, hablaría de «cansadas digresiones, / que el retórico tiene por viciosas, / aunque en breves paréntesis gustosas»29.

Este dilema digresión larga frente a paréntesis breve merece aquí un inciso (que será lo más breve posible). Hemos visto a Lope de Vega preocupado por este tópico: en el Libro V de El peregrino, en carta privada al duque de Sessa y en los dos pasajes recién citados. A ello hay que añadir cierta declaración de La Filomena, obviamente enderezada a defenderse de algún ataque de la Spongia que tendría por base la prolijidad digresiva de la Jerusalén conquistada:


   Los episodios que ilustré mayores,
que paréntesis deben
en el docto retórico,
no comprehenden al poeta histórico,
puesto que necios críticos lo aprueben;
ni comencé mi historia
por el huevo de Leda.
Mas no tiene memoria
quien lee con envidia...30


Dado que el verso comprime el enunciado hasta oscurecer su sentido, parece conveniente aclarar que lo que el poeta quiere decir es esto: 'Los doctos tratadistas de retórica recomiendan que, si hay paréntesis, sean breves, pero este precepto no afecta al poeta épico, aunque necios críticos opinen lo contrario; por eso son lícitos los episodios de cierta extensión con que ilustré mi Jerusalén, y nadie podrá decir que comencé la historia desde su más remoto origen a no ser lectores envidiosos que prefieren olvidar lo que leen'. Curiosamente, esta declaración está en pugna con lo admitido en El peregrino (V, 439): «en la poética misma divierten los episodios». Es patente el carácter defensivo de los versos de La Filomena; pero, en cuanto a la verdad aludida, no hay duda. Sobre el carácter histórico fundamental (y sólo en parte fabuloso) del poema heroico, véase por ejemplo lo que dice Pinciano en la epístola undécima de su Philosophía antigua poética: «tenga [...] la historia -que fundamento ha de ser en la épica- poca materia para que se pueda el poeta estender en episodios»; y con «el huevo de Leda», es claro que Lope está recordando a Horacio: «nec gemino bellum Troianum orditur ab ovo» (Ad Pisones, v. 147). En fin, uno de esos «episodios mayores» en la Jerusalén es el que ocupa todo el Libro XIX, donde el poeta había contado cómo Alfonso VIII, saliendo de Jerusalén, volvió a España y allí tuvo amores con la judía de Toledo; después de lo cual, expresa en las dos últimas estrofas de dicho libro su conciencia de la dilatada pausa: «mas ¿dónde voy, la historia interrumpida, / por los sucesos de mi patria amada?», «Volvamos, pues, ¡oh Musa perezosa!, / a la ciudad que es centro de la tierra»; y el Libro XX reanuda así en la estrofa inicial el hilo abandonado:


   Santa Jerusalén, si el canto mío
indigno de tratar historias vuestras,
alejaron de vos Euterpe y Clío
y a España dieron amorosas muestras;
si del claro Jordán al patrio río
la digresión de las historias nuestras
lleva su cisne tras Alfonso agora,
ya vuelve de su ocaso a vuestra aurora.


El retórico aprueba, pues, solamente los paréntesis breves. Breves paréntesis son, en propiedad, casi todas las unidades digresivas que en las Novelas a Marcia Leonarda esparce la voz del narrador: breves, pero abundantes. Se olvidan los argumentos de las novelas mismas: permanecen, en cambio, en la memoria estas digresiones, no tanto por su contenido como por su deleitoso temple conversacional, su viveza y su garbo. Las de carácter ornamental y las instructivas aparecen con menor profusión que las morales y aquellas en que el escritor reflexiona sobre su oficio. Un solo pasaje puede congregar estas especies. Por ejemplo, el siguiente, de La desdicha por la honra, que va de la reflexión literaria, a través de la erudición y de la anécdota amenizadora, al comentario participativo. Silvia acaba de hincarse de rodillas ante Felisardo suplicando, con su niño en los brazos, al victorioso capitán, que se apiade de la mujer más desdichada del mundo:

Aquí, señora Marcia, ni aun los hipérboles de los versos serían bastantes, cuanto más la llaneza de la prosa, que ni es historial ni poética, aunque la escribiera el autor de las relaciones de los toros, quejoso de su fortuna adversa; y tiene muy justa causa, pues le están en tanta obligación los de Zamora, de quien no se acordara este lugar después que se dejaron de cantar los romances del rey don Sancho, la traición de Bellido de Olfos y las tristezas de doña Urraca, que casi llegaron a competir con los de don Álvaro de Luna, que duraran hasta hoy si no se hubiera muerto un cierto poeta de asonantes, que arrendó esta obligación por veinte años a los regidores de la fortuna. Y ya que nos habernos acordado de Bellido de Olfos, suplico a vuestra merced me diga si conoce algún pariente suyo; que me ha dado cuidado de ver que, en siendo un hombre ruin, no le queda ningún pariente en este mundo, y en habiendo precedido virtuosamente o hecho alguna cosa digna de memoria, todos dicen que decienden de él. Y yo conocí un hombre que decía por instantes: «Adán, mi señor»; y podía muy bien, porque esto es lo más cierto, aunque un hombre haya nacido en la Cochinchina, tierra donde dicen que se halló Pedro Ordóñez de Zavallos, natural de Jaén, y convirtió una infanta, bautizando más de ducientas mil personas, y hizo muy bien, y Dios se lo pagará, si fue verdad, y si no, no. Todos estos intercolumnios han sido, señora Marcia, para aliviar a vuestra merced la tristeza que le habrán dado las lágrimas de Silvia y escusarme yo de referir el contento y alegría de los dos amantes, habiéndose conocido. Prometo a vuestra merced que me refirió uno de los que se hallaron presentes que en su vida había visto más amorosas razones ni más tiernas lágrimas.


(96-97)                


Cuando la digresión se introduce, Silvia estaba llorando. Cuando se cierra, Felisardo y Silvia ya so han reconocido como esposos. Con ambigua ironía Lope ha ahorrado tristezas a Marcia y se ha exonerado de la obligación de describir escena tan dificultosa como esta anagnórisis. El intervalo entre el llanto de la suplicante y el júbilo de los esposos reunidos lo ocupan esos intercolumnios que empiezan como una confesión de dificultad literaria («ni aun los hipérboles... serían bastantes», digresión crítica), siguen como una memoración de cronistas y poetas de romancero entre alusiones históricas («los de Zamora... los romances... que casi llegaron a competir... que duraran... un cierto poeta... que arrendó», digresión instructiva), prosiguen con un par de anécdotas divertidas («yo conocí un hombre que decía... la Cochinchina... donde dicen que se halló... Zavallos... y convirtió... y hizo muy bien», digresión ornamental) y terminan revelando a la destinataria que todo ha sido un pretexto para evitarle a ella emociones y excusarse él, el narrador, de pintar afectos tan extremosos (comentario moral).

En otro momento de la misma novela, después de trazar una descripción puntual de Constantinopla (no funcional, sino autónoma y, por decirlo así, estática), advierte el narrador a su lectora que «las descripciones son muy importantes a la inteligencia de las historias, y hasta agora yo no he dado en cosmógrafo por no cansar a vuestra merced» (89). Y en La prudente venganza, tras proponer la institución de una cátedra de casamiento, con celo reformista análogo al de Mateo Alemán, si bien en broma, refrena su difugio muy en el tono de Guzmán: «Diga ahora vuestra merced, suplícoselo, si es esta novela sermonario» (128).

Pensaba Lope de Vega que en las novelas había de haber «una oficina de cuanto se viniere a la pluma» (La desdicha por la honra, 74) y que en tal oficina cabían «cosas, altas» y «humildes», «episodios y paréntesis», «historias», «fábulas», «reprehensiones y ejemplos», «versos y lugares de autores», de manera que «ni sea tan grave el estilo que canse a los que no saben, ni tan desnudo de algún arte que le remitan al polvo los que entienden» (74).

Gusto, variedad y una suerte de estilizada llaneza son los principios que alientan a Lope de Vega tanto en sus comedias como en estas novelas en las que, reducida la erudición y ampliada la simpatía, culmina su prosa narrativa. La prosa dialogal pronto florecería en La Dorotea, donde, a propósito de digresiones, ha comprobado Alan Trueblood que: «una tendencia que puede observarse en otros puntos, en la prosa de Lope, a señalarlas más pronto o más tarde como lo que son y regresar prudentemente al asunto, la traspone a sus personajes. Instala en éstos su propia conciencia de la necesidad de poner límites a la expresión discursiva. Cuando Lope como narrador practica en sus relatos más largos o más breves esta forma de control no muy sutil, a menudo resulta desmañado; lo mismo ocurre cuando son los personajes los que anuncian que están para volver al asunto. Sin embargo, en labios de personajes que se disponen a hacer un arte de la conversación, como los de La Dorotea, tal práctica llega a su adecuación, y Lope emplea así ventajosamente una técnica imperfectamente manejada en otras partes»31.

Imperfectamente manejada en otras partes, pero no en las Novelas a Marcia Leonarda, donde el narrador lleva el excurso a un arte de conversación tan hábil que, oyéndole sólo a él, parece que oímos lo pensado, sentido y objetado por su destinataria. Estas novelas traen al recuerdo más de una vez el maduro arte digresivo de Mateo Alemán y de Cervantes. Aunque la varia «oficina» teóricamente postulada por Lope se asemeje a primera vista al paradigma de La pícara Justina, para cuyo autor la bondad de una historia consiste en decir algunos accidentes, «acaecimientos transversales, chistes, curiosidades y otras cosas a este tono, con que se saca y adorna la sustancia de la historia, que ya hoy día lo que más se gasta son salsas, y aun lo que más se paga»32, la práctica de Lope en sus Novelas a Marcia Leonarda llega a una sazón de desenvoltura sólo comparable al arte de Alemán y al de Cervantes, generadores de camino que había de llevar a Laurence Sterne a demostrar en The Life and Opinions of Tristram Shandy que las opiniones importan tanto o más que la vida, y a afirmar con seguridad inquietante que: «Las digresiones, sin duda posible, son la luz, son la vida, el alma de la lectura»33.

Predominantemente negativo ha sido por mucho tiempo el juicio acerca de las digresiones en la prosa del Siglo de Oro, y conocido es el expurgo que de ellas hizo Lesage en el Guzmán de Alfarache. Pero ¿qué sería el Guzmán sin sus excursos anecdóticos, satíricos, morales y autocríticos, y sin la movilidad que al conjunto infunden esos constantes vaivenes hacia fuera y hacia dentro de la línea del relato? ¿Sería el Quijote nuestro libro de cabecera si de él arrancásemos los razonamientos dialogados a lo largo de los cuales caballero y escudero comentan sus aventuras divagando sobre lo habido y por haber? ¿Y no es cierto además, contra lo que se supone, que Cervantes oscila diestramente entre el derrame y el refreno no sólo en el Coloquio de los perros, donde Cipión ha de moderar de continuo la propensión de Berganza a perderse en digresiones, sino también en una obra de tan lúcido espíritu autocrítico como el Persiles? Sólo como una prueba de táctica retórica cabe interpretar estas dos observaciones contrapuestas del Persiles. La primera, por la voz del narrador: «Finalmente, pues las menudencias no piden ni sufren relaciones largas, se dejarán de contar las que allí pasaron» (II, xviii). La segunda, por la voz de Periandro, el protagonista: «Contad, señor, lo que quisiéredes y con las menudencias que quisiéredes, que muchas veces el contarlas suele acrecentar gravedad al cuento; que no parece mal estar en la mesa de un banquete, junto a un faisán bien aderezado, un plato de una fresca, verde y sabrosa ensalada. La salsa de los cuentos es la propiedad del lenguaje en cualquiera cosa que se diga» (III, vii). Incluso en lo que podría parecer una condenación del excurso, hay una atenuación que invalida el veredicto: «El gusto de lo que soñé -respondió Periandro- me hizo no advertir de cuán poco fruto son las digresiones en cualquiera narración, cuando ha de ser sucinta y no dilatada» (II, xv). Lo curioso es que Lope de Vega prodiga también las digresiones cuando la narración ha de ser sucinta. Guardadas las convenientes medidas y distancias, no debe regatearse admirativa atención al arte de la digresión desplegado por Lope en sus narraciones largas, en sus epístolas y precisamente en sus novelas cortas.

Habituados nosotros a la unidad y derechura del narrador moderno, tan propicio al mostrar como reacio al decir, corremos el riesgo de desechar las digresiones de la narrativa barroca como mero adorno o erudición impertinente; pero su gracia, con frecuencia, está en ellas, como la gracia del amor habita en las palabras con que los amantes interpretan juntos el mundo. Corpus Barga, tan digresivo en sus historias como otros novelistas de su época (Baroja, Pérez de Ayala o Max Aub, por ejemplo) pudo proclamar muy perspicazmente: «La falsedad de las novelas está en presentar la vida con arreglo a un patrón de papel recortado, separado del todo, donde cada cosa aparece en su sitio supuesto y llega cuando se supone que es debido. La vida humana no sucede así, con esa falsa claridad; es oscura, inextricable, un entrecruzamiento de sucesos, personas, sensaciones, voluntades, deseos, agresiones y digresiones. La vida misma es una digresión»34.





 
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