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La escritura de lo posible

El sistema poético de José Lezama Lima

Remedios Mataix



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1. Para llegar a Lezama. Esbozo de un método

     «¿Por dónde saco la cabeza para respirar, frenético de ahogo, después de esta profunda natación de seiscientas diecisiete páginas?», se preguntaba Julio Cortázar, uno de los primeros y más entusiastas críticos de Paradiso. «Leer a Lezama -continúa- es una de las tareas más arduas y con frecuencia más irritantes que puedan darse. La perseverancia que exige el maestro cubano es infrecuente, incluso entre "especialistas"»(1).

     Es cierto: Lezama no es un autor cómodo. Hace ya más de sesenta años que nació para la literatura y desde entonces ha sido considerado, con razón, uno de los más difíciles y exigentes para con el lector. Las reacciones ante su escritura parecen ir siempre de la fascinación o la perplejidad al franco fastidio, mucho más cuando se pretende una lectura analítica que pueda ofrecer después una explicación: ya aseguraba él querer evitar que su obra se convirtiera en «ente de tesis» o «pasto profesoral»(2). Quiso que fuera una fiesta intelectual para los que la amaran y la comprendieran, eso sí, «más allá de la razón»(3).

     Desdibujado entre las volutas de aquellos Habanos que lo acompañaron siempre, legendario por su asma, por su apetito voraz (en lo cultural como en lo gastronómico) y por su habilidad como conversador, entre lo socrático y lo criollo, lo tomista y lo revolucionario, Lezama se ha convertido para las letras hispanoamericanas en una figura [10] a la vez sagrada y polémica. Su vida transcurrió encadenada a una peculiar mística de la literatura (de la poiesis en su sentido más amplio, prefería él) que fue ideológicamente progresista y profundamente católica: una combinación que no entendieron ni unos ni otros. La incomprensión llegó al extremo tras 1959, cuando las consecuencias menos recomendables de la Revolución Cubana convirtieron a Lezama en víctima de su propia paradoja y, primero, se vio rechazado simultáneamente por los dos bandos, y luego, abanderado como símbolo también por los dos, desde dentro y desde fuera de Cuba. Superados ya -o casi- esos extremismos iniciales, Lezama ha recuperado por consenso el lugar de honor que le corresponde en las letras cubanas, pero quizá la dificultad de su obra ha hecho que el monumento erigido siga siendo igualmente paradójico: es un autor venerado y muy citado, aunque poco o sólo parcialmente leído y no siempre bien interpretado.

     Porque Lezama es, sí, el poeta deslumbrante y complejo que escribió Muerte de Narciso, Enemigo rumor, Aventuras sigilosas, La Fijeza y Dador, a la vez que reflexionaba sobre la poesía y sus temas afines en una prosa no menos compleja; él es el insólito novelista de Paradiso y Oppiano Licario, y el raro cuentista de Fugados, Juego de las decapitaciones o Invocación para desorejarse. Pero Lezama es también el cronista atento al entorno de Sucesiva o coordenadas habaneras, el autor de textos tan diáfanos para ser suyos como los poemas de Fragmentos a su imán o los ensayos de La expresión americana, y el tenaz promotor de la revista Orígenes; un escritor que intentó dar expresión a lo que llamó «lo cubano» y profundizar en lo que pudiera contribuir mejor al enriquecimiento de su cultura. En la obra de Lezama confluyen esas dos vertientes, y ambas vertebran una amplia labor de poiesis que se resiste a ser estudiada de manera excluyente desde una u otra de sus múltiples facetas. En esa labor palpitó desde siempre una secreta unidad que da coherencia a su obra, que enriquece cada género que practica con ingredientes procedentes de los demás, y que otorga a la poesía, al ensayo, a la narrativa y hasta al artículo periodístico un inconfundible «estilo Lezama», porque sus diversos itinerarios parten de un mismo lugar: la suya fue una de las propuestas de creación y de interpretación de la cultura (cubana, americana y universal) más sólidas y originales de nuestro siglo.

     Como ocurre con otros autores que en diversas épocas han reflejado en su obra el conjunto de problemas de su tiempo a través de un sistema estrictamente personal, más o menos hermético (Nicolás de [11] Cusa, Giambattista Vico, Goethe, José Martí, Baudelaire, Ortega y Gasset, María Zambrano, para citar sólo algunas referencias de la afiliación de Lezama), la interpretación de esa obra nos obliga al ejercicio de la lectura con método, pues en ella están implicadas una particular forma de ver el contexto, unas intenciones al respecto y una tupida red de referencias literarias, religiosas, políticas, culturales, que construyen una peculiar visión (y misión) del hecho literario.

     Y con esto tocamos ya una de las cuestiones más debatidas de la obra de Lezama: su carácter sistemático. Por muchos críticos ha sido incluida entre las manifestaciones de ese hermetismo que ha dado resultados tan significativos como la poderosa corriente de poesía pura, calculada y «racional» que atraviesa buena parte del siglo XX. Algunos han visto en ella una delirante sucesión verbal que brota del irracionalismo poético que la Vanguardia inauguró, mientras otros han hablado de su simbolismo epigonal o, en el extremo opuesto, de su posmodernidad avant la lettre. Para intentar explicar a Lezama se ha recurrido al barroco de Góngora, a la teoría de Valéry, al carnaval de Bajún, por supuesto a Freud, al estructuralismo, a la estructura ausente, al pensamiento salvaje y al Tao Te Kin. Incluso se ha apelado a la arbitrariedad y las deficiencias filosóficas de una presunta «cultura del subdesarrollo» para resolver la cuestión, situando al autor muy lejos de ser un pensador respetable. Tal vez por eso escribió en su diario:

                ¡Cuidado con la filología! Después de leer a algunos críticos se nos puede ocurrir definir la poesía como la pervivencia del tipo fonético por la vitalidad interna del gesto vocálico que la integra. Pudiera pensarse que el objeto último de la filología es el intento diabólico y perezoso de definir la poesía. Hay en esa ciencia la obstinación diabólica de querer hundir un alma... Pero la poesía, que no está definida, sigue mostrándose.(4)           

     No hay pensamiento que no sea sistemático de algún modo, aunque es verdad que en el de Lezama parece caber todo y también lo contrario de todo. Pero ese afán de totalidad es algo que reaparece incluso en escritores tan poco sospechosos de frivolidad filosófica como Jorge Luis Borges. Él hasta llegó a imaginar un objeto mágico, el Aleph, en el que también se reflejaba todo, aunque respondía quizá a otros influjos menos latinos que los que movieron a Lezama. Su deseo [12] de apertura, de totalidad, es algo que aparece desde muy temprano, por ejemplo, cuando reclamaba una «cultura mediterránea de innumerables aportes e impulsión decisiva» para el hombre americano, en la que se fundieran -como ya lo estaban en la realidad- cuatro continentes:

                Los decididos por una América muy segura de definiciones y perfiles olvidan que lo que van alcanzando es un perfil prematuro que puede confundirse con la cariátide. Una síntesis anticipada e inoportuna puede darnos la egiptización actual americana (...) egiptización como homogeneidad de las formas, como preludio de la muerte y como trabajar con materiales endurecidos que refractan incesantemente la imaginación. Lo indio contemplativo, lo negro trasplantado y lo europeo emigrante forman una síntesis que hasta ahora, por su ingenuidad y su impotencia histórica, no ha podido sino ofrecer un producto frío, voluptuoso o desterrado (...) Para no caer en la egiptización, el hombre americano tendrá que unir el aporte de la cuenca mediterránea con el concepto de libertad como riesgosa libertad de elegir.(5)           

     Lezama presenta su Sistema Poético del Mundo como ese lugar de confluencia de lenguajes, tiempos y culturas; en él una poderosa fuerza de asimilación acaba por borrar los ecos, absorbiéndolos y modificándolos según los postulados de un pensamiento que parece delirante a primera vista, pero resulta inobjetablemente lógico dentro de sus propias leyes; tal vez por eso el autor calificó su intento como una locura: «Al llegar a mi posible madurez, se me ocurrió hacer una temeridad, hacer una locura que fue mi sistema poético del mundo, que lo considero un intento de intentar lo imposible. Pero si en nuestra época no intentamos eso ¿qué es lo que merece la pena intentar? Lo que tenemos que intentar es eso: lo imposible»(6).

      Lezama pudo haber aprendido de José Martí que «Lo imposible es posible. Los locos somos cuerdos»(7), y, como otra de esas paradojas que parecen ser su mejor definición, al hablar así de su Sistema, nos estaba indicando, precisamente, la perspectiva desde la que acceder a él: lo que lo construye es la libertad absoluta de investigar. Él mismo [13] lo aclara: «Algunos, aterrorizados por la palabra sistema, han creído que mi sistema es un estudio filosófico ad usum sobre la poesía. Nada más lejos de lo que pretendo. He partido siempre de los elementos propios de la poesía»(8). Su pensamiento quiso ir más allá de la originalidad literaria y aun más allá de la originalidad filosófica, para practicar esa digestión de la totalidad en lo que Lezama llamaba con humor su Estómago del Conocimiento, y que no confundió nunca la «síntesis horizontal del eclecticismo»(9) con la martiana (y cubanísima) tradición electiva, puesta al servicio de un eje vertical de valores, de una unidad. Lo que aporta esa asimilación lezamiana es «un nuevo saber», según sus palabras; un logos intransmisible o transmisible sólo en forma de símbolos, de enigmas que resolver, cuyo descubrimiento a través de la lectura comenzaría con la dificultad misma, si aceptamos el credo desafiante que propuso el autor:

                Sólo lo difícil es estimulante. Sólo la resistencia que nos reta es capaz de enarcar, suscitar y mantener nuestra potencia de conocimiento.(10)           

     Entender a Lezama, y mucho más intentar explicarlo, exige practicar esa fe como la experiencia que precede a todo método; una fe que presupone la certeza de que nada es del todo hermético y en todo muro hay al menos una rendija, como insinuaba él mismo cuando proponía una «potencia de razonamiento reminiscente» como la crítica que más conviene a un poeta:

                Digo potencia porque supone un material hostil, una resistencia. Resistencia que puede describir un arco de infinitas variaciones, desde la frustración hasta el acierto momentáneo que, agrandado, puede situar la definitiva gracia (...) y digo razonamiento reminiscente porque las nueve musas son hijas de Nemósine. Esa crítica, cuyo instrumento es el razonamiento reminiscente, favorece una mutua adquisición, apega lo causal a lo originario y vuelve el guante para mostrar no tan sólo las artificiosas costuras, comunicándole a la razón una proyección giratoria de la que sale espejeada y gananciosa.(11) [14]           

     Esa práctica que es la suya y que exige repetir en la exégesis crítica la quiebra de la causalidad que permite operar libremente sobre el imaginario cultural, podría insertarse quizá, como se ha propuesto, en la corriente anagógica de Northrop Frye(12), o en la «subjetividad cultivada» de Roland Barthes(13). « Pero ese método crítico que propone Lezama se inserta, por encima de todo, en su propio pensamiento: su Sistema Poético, su escritura y desde luego, buena parte de la oscuridad lezamiana, son resultado ejemplar de ese razonamiento reminiscente; incluso los prodigios metafóricos del autor derivan de la relectura del mundo propiciada por «la hipérbole de la memoria que lo es también de la curiosidad»(14); operación que a su vez otorga el dominio de la sobreabundancia, todo un sacramento lezamiano:

           La abundancia es el lleno comunicante, pero la sobreabundancia es un sacramento, ya no se sabe de dónde llegó...           
El sobreabundante es el poseso que posee, muestra el sacramento encarnado y dual, dos a dos, prescinde de la vasija de seguir y se risota...
El sobreabundante tiene la justicia metafórica.(15)

     Para acercamos al Sistema Poético conviene no olvidar que lo es, y que esa cualidad esencialmente poética de los intereses del autor sitúan su pensamiento en las antípodas de la Razón entendida al modo racionalista y sistematizada en forma arquitectónica cerrada. De ahí, también, sus constantes advertencias contra ese conocimiento discursivo que él llama «dialéctico». Sin embargo, es indudable que su proyecto parte de un conjunto «racional» de ideas, aunque éstas se expresen a través de su particular metodología, y que esa metodología, como todas, supone la existencia de una «lógica», aunque sólo fuera válida para su propia obra. Hay que precisar también que Lezama nunca negó, sino todo lo contrario, la existencia de una «lógica poética»: en realidad, su pensamiento comporta (entre otras) esa contradicción; pero él no sólo fue consciente de eso, sino que incluso lo [15] fomentó, quizá para que su sistema -es decir, su obra- pudiera perdurar en su independencia estética y filosófica, como una obra de arte original, como una creación. Recordemos sus versos:

                     De la contradicción de las contradicciones,
la contradicción de la poesía,
obtener con un poco de humo
la respuesta resistente de la piedra...(16)

     Esa perspectiva debe tenerse muy en cuenta al valorar el alcance del pensamiento poético de Lezama, para no exigirle un nivel de sistematización que no puede, por su propia naturaleza, asumir. El suyo es un pensamiento que pocas veces se presenta a sí mismo ya hecho, y su práctica en la literatura se anticipa a su explicitación. El propio Sistema Poético del Mundo se practicó antes de ser formulado teóricamente como tal, y se fue formulando y reformulando constantemente al mismo tiempo que se ejercía a través de poemas, notas críticas, conferencias, novelas y ensayos. Lo importante, creo, es valorar que el propio Lezama concibe su sistema poético como una creación. Dice: «El Sistema Poético no pretende tener ni aplicación ni inmediatez. No aclara, no oscurece. Es, está, respira»(17).

     De todo esto parte su dificultad: entender algo sólo nos es posible con orden y conexión, y el Sistema de Lezama no es sino un orden en perpetuo hacerse; un laberinto intelectual en el que el único hilo de Ariadna es Lezama mismo, y cuya finalidad se revela sólo cuando vamos enlazando piezas en apariencia inconexas. Su Sistema Poético es exactamente toda su obra.

     Este trabajo tiene, pues, el propósito de «ordenar» y comentar algunas claves de esa poética dispersa. Naturalmente, mi atención se ha centrado más en aquellos textos de tema literario que abordan directamente el asunto y conforman lo que se puede llamar la «poética explícita» de Lezama, es decir, sus postulados teóricos formulados como tales. Pero ya he dicho antes que tales textos no abundan en la bibliografía del autor. Estudiar la poética de Lezama no consiste sólo en analizar un ideario estético teórico, sino en rastrear esos postulados y su realización práctica en textos de ficción compuestos con esa [16] intención, en poemas de frecuente contenido metapoético, en ensayos que aparentemente tratan otros temas, y en cartas, apuntes, borradores y una abundantísima «papelería» lezamiana que descansaba en su archivo de la Sala Cubana de la Biblioteca Nacional José Martí y que ha sido rescatada y organizada recientemente.(18) La suya fue una poética sugerida más que dictada, y una buena parte de sus claves se nos revela a través de esa otra poética implícita o sumergida que nos obliga a profundizar, lo que tanto interesó al autor.

     No creo superfluo precisar también cuál es la noción de «poética» en la que baso mi análisis. Me parece muy acertada para aplicarse a Lezama y, sobre todo, muy próxima a mis convicciones, la acepción del término que expone en sus escritos críticos otro origenista -y lezamista- de excepción: Cintio Vitier. Dice el autor:

                Por poética entendemos, no la organización sistemática y analítica de los recursos expresivos de un determinado autor, sino la idea que de la poesía él se hace y declara, o se trasluce en su obra (...). Pero la concepción que un poeta tiene de la poesía resulta inseparable de la que tiene de la realidad en su más vasto sentido, por donde su poética viene a confundirse, en último extremo, con su idea del mundo.(19)           

     En realidad, no hay obra literaria que no responda a la particular visión del mundo de su autor, en sintonía (o no) con la cosmovisión colectiva de su época. Pero las características de la obra de Lezama que hemos repasado hasta aquí creo que nos ofrecen ya muestras suficientes para justificar un acercamiento que privilegie esa noción de poética entendida como un «estilo» que trasciende lo estrictamente literario. Y él mismo nos autoriza a hacerlo: «El estudio de la literatura -reflexionaba en 1964- debe rebasar las fuentes estrictamente literarias (...) Así puede apreciarse con más precisión la extensión de las motivaciones de toda índole que expresa un poema»(20). [17]

     De acuerdo con eso, intento estudiar la poética lezamiana según se refleja en su obra, pero con un método que, en su búsqueda de eso peculiar, de lo diferencial en Lezama, quizá se acerque a esa idea de la Estilística que entiende el estilo como algo más que el aspecto formal de la obra literaria.(21) Quiero decir: mis intereses incluyen detenerme en los rasgos más característicos de la escritura de Lezama, desde luego, pero no en el análisis formal de sus textos. No intento un análisis pormenorizado de su tejido verbal, ni la sistematización de los recursos expresivos concretos que cristalizan en su poesía. Creo que esa tarea -que ya ha sido acometida, además-(22) corresponde a otras líneas de investigación más cercanas a la Retórica General que a esa idea de estilística que acabo de mencionar y que me parece la más rentable para acceder al autor.

     He renunciado también a la aplicación en exclusiva de los recursos explicativos que ofrecen otras aportaciones teórico-literarias recientes, y no tanto por mi entusiasta adhesión a esa corriente de opinión que ha denunciado la impostura intelectual extensible a algunas de ellas, que complican más que explican.(23) No: es por algo tan consustancial al universo lezamiano como aquello de la experiencia que determina el método.

     Cuando empecé a estudiar a Lezama, empecé también a recorrer diferentes propuestas de la crítica contemporánea, a las que, desde luego, debo agradecer más de una orientación, especialmente a la llamada Poética del imaginario, fraguada por Gaston Bachelard y sistematizada después por Gilbert Durand y los críticos afines a su método.(24) Pero esos «universales antropológicos de lo imaginario» adquieren en cada autor un significado diferente y no siempre previsible, [18] que no podemos alcanzar sino acudiendo al discurso en el que aparecen, de modo que, para que el texto crítico aporte algo, se impone empezar por el principio: saber qué dijo y qué quiso decir Lezama para poder averiguar por qué dijo lo que dijo y para qué, lo que podría parecer una obviedad si no fuera porque a cada paso la dificultad de su obra nos obliga a regresar a ese principio. Ya lo advertía él, a propósito de uno de sus alter ego: «No se le puede conocer con intentos de penetrar con un farol en sus profundidades; es más fácil dejarse invadir por él, aclara más cosas que intentar acorralarlo en su presunto laberinto»(25).

     Otro punto de interés para lograr ese fin es la atención a las múltiples influencias que Lezama, más que recibir pasivamente, asimila o digiere para la formación de su poética. De él ha llegado a decirse que es «el alminar cubano del siglo XX, donde se resumen las disímiles escuelas literarias de nuestro siglo de oro con sus infinitas raíces sembradas en la historia lírica del mundo»(26). Pero no he pretendido una exhaustiva búsqueda de «fuentes». Aunque en su obra se vislumbran huellas de una amplísima variedad de lecturas, y, más aún, aunque Lezama cita (o atribuye citas inventadas) a una infinidad pasmosa de autores, me ha parecido más interesante detenerme sólo en los que creo contribuyen de manera inequívoca a la formación del pensamiento lezamiano, y en algunas afinidades indiscutibles que se advierten en su obra con autores que no siempre han sido incluidos en esa «síntesis mediterránea» que constituyó la base de su poética.

     No hay obra que no sugiera, al menos, cuál es el modo adecuado de leerla y de juzgarla. Alguna vez le preguntaron a Lezama si la crítica servía para algo, y respondió: «La crítica sirve para dar testimonio de las nuevas zonas ganadas por la expresión, pero qué mejor testimonio que el dado por la propia obra de creación. Toda obra verdadera es concluyente, tiene su propia creación y su propia crítica»(27). Así fue la suya: Lezama no sólo elabora una obra difícil con advertencias preliminares, sino un cuerpo de ideas desarrollado sobre [19] y para esa obra, como una creación que contiene su propia crítica; incluso se permite ofrecernos pistas sobre el método adecuado para acceder al mensaje que propone:

                Exégetas andaluces, tened ángel, pedía Darío. Tener ángel. Yo propondría tener novela. Prolongarse de lo visible hacia lo invisible, gravitar de lo invisible a lo visible, es decir, tener novela.(28)           

     Tal vez por eso aquella «profunda natación» de Cortázar sumergido en las aguas de Paradiso nos dé la clave no sólo de una experiencia de lectura individual, sino de un método de validez más general, previsto ya por el autor. María Zambrano, a propósito de Ortega -ambos referencias ineludibles, como veremos, para acercarse a Lezama-, señalaba un proceso similar como la situación intelectual privilegiada para que surja el pensar: es la situación que Ortega llamó «de naufragio». En ella no hacemos pie en la realidad, no sabemos a qué atenernos, y esa extrema indigencia fuerza a la búsqueda de un método, de una forma mentis sostenida por la necesidad de orientación. Entonces «pensar es nadar»(29).

     Quizá sea ese Método del Naufragio el que exige Lezama para acercarse a su obra y aprehender el logos sumergido que propone: bastaría pensar en los múltiples rituales de inmersión por los que debe atravesar el protagonista de Paradiso para alcanzar la sabiduría poética(30), pero unos apuntes inéditos del autor parecen coincidir también con esto que digo:

                Llevado el hombre a la última encina, brusco paredón o multiplicada jauría, ¿cómo organiza los ligamentos de su resistencia, qué nuevas facultades surgen entonces, más allá de su aliento y de su piel? Esa situación in extremis lo lleva casi a tornarse en un animal de cerdillas defensivas. Pero es entonces cuando la luz busca ese punto que se mueve debajo de un caparazón. ¿Qué ha sucedido? Lo imposible ha obrado sobre lo posible organizando el reino de la posibilidad en la infinitud.(31) [20]           

     La última frase es además toda una declaración de principios: esa «infinita posibilidad» fue otra de las fervientes creencias del autor. El descubrimiento de que la poesía podía ser ese instrumento mágico o profético que «evita una antítesis entre lo predicho y su cumplimiento»(32) fue determinante, e intuyo que el motivo central de toda su obra. El título de este trabajo responde a esa intuición: las implicaciones (no sólo literarias) de un descubrimiento semejante condicionan tanto el pensamiento de Lezama que perseguirlas exige el recorrido detallado y por entero de su obra. Él practicó en su literatura la escritura de esa posibilidad, la escritura de lo posible, con la plena convicción de que su tarea podía constituir una vía fecunda de revelación de los secretos del mundo, la historia y el hombre; una «dignidad de la poesía» que opuso esa visión esperanzada de la cultura a la intemperie espiritual de nuestro siglo que el autor llegó a diagnosticar.(33) Pero ése es un saber accesible sólo para quienes antes han naufragado en su búsqueda, o, mejor dicho, han estado a punto de hacerlo pero se han resistido a ello: la dificultad suscita nuestra potencia de conocimiento, nos decía el autor, convertido en guía iniciático de su propio mundo.

     De María Zambrano pudo aprender también Lezama que es propio del guía no declarar su saber, sino ejercerlo, sin más. Porque él enuncia, ordena, advierte, a veces tan sólo insinúa sin tener demasiado en cuenta si se entenderá su insinuación, pero sus herméticas orientaciones ofrecen siempre, como habría querido su maestra y amiga, las notas, en sentido musical, de un Método: «Todo poeta construye su Discurso del Método -escribía Lezama en 1939- Si consideramos la cultura de un poeta como arsenal cuantitativo, el único método posible es el de un impresionismo sinfónico: si el impresionismo es la reacción variable y temporal ante el mundo externo, el impresionismo sinfónico viene a unir todas esas variantes provocadas por momentos diferentes de reacciones ante la circunstancia»(34).

     En ese progresivo hacerse del Sistema de Lezama resulta muy difícil establecer épocas o trazar divisiones entre las diferentes formas en que se manifestó, pero podemos señalar tres etapas, o, mejor, tres «movimientos» de esa sinfonía global, que se iluminan mutuamente y conforman el Sistema de pensamiento que este trabajo trata de analizar: [21] el primero, la irrupción de su obra, concebida como acción revulsiva en el ambiente cultural cubano que el autor percibió «necrosado» y creyó poder revitalizar; el segundo, la profundización en esas circunstancias y el intento de interpretarlas y actuar sobre ellas, modificándolas; y el tercero, la consolidación y explicitación de su sistema. Al primero corresponde, obviamente, el poema inaugural de Lezama, Muerte de Narciso, y varios textos publicados a la vez, poco después o incluso con anterioridad, que ayudan mucho a entender los fundamentos de una poética cuyos propósitos acabaron siendo muy dilatados: «Queríamos hacer tradición, donde no existía -resumió-; queríamos hacer también profecía para diseñar el destino y la gracia de nuestras próximas ciudades»(35). En Muerte de Narciso (1937) se tradujo ese programa a la renovación poética, con un lenguaje personalísimo y sin concesiones al facilismo, que continuaría tejiendo sus redes en Enemigo rumor (1941), Aventuras sigilosas (1945), La fijeza (1949) y Dador (1960), mientras trazaba en prosa reflexiones paralelas, a través de abundantes ensayos recogidos luego en volúmenes como Analecta del reloj (1953), Tratados en La Habana (1958), La cantidad hechizada (1970) o Imagen y posibilidad (1981). Es un ensayismo también difícil pero perfectamente estructurado, que problematiza los fundamentos de la poesía y de la labor del intelectual, dando razón de ser a toda su obra literaria.

     Al segundo movimiento correspondería especialmente la aventura editorial de la revista Orígenes y sus propuestas, que sustentan una estética que tuvo también una gran conciencia histórica, una honda inquietud social e incluso -aunque difuminada en su formulación- una actitud políticamente comprometida. El pensamiento de Lezama empieza a explicitarse ya en esos momentos, pero la madurez de su obra coincide con la publicación de los ensayos de La expresión americana (1957) y de sus dos novelas (o «poéticas noveladas», como las llamó él): la célebre Paradiso (1966), que le valió el reconocimiento internacional, y su continuación Oppiano Licario (1977), que no llegó a terminar, donde se insinúa incluso una línea autocrítica que anunciaba quizá el cambio de rumbo que los poemas del volumen Póstumo Fragmentos a su imán (1977) parecen demostrar.

     En esa misma línea autocrítica o tal vez de orientación para el crítico lector, Lezama se permitió incluso cuestionar, no sé si angustiado o cercano al choteo, el sentido de su vida y de su obra. Fue en 1953, [22] en las páginas de Orígenes, cuando publicó, todavía como cuento, el momento en que la madre de Oppiano Licario confiesa su inquietud acerca del hijo y sus «mágicas elucubraciones», temiendo que se convirtiera en la burla de los letrados, que podrían tomarlo por «un Aladino de la filología» o «una víctima de la alta cultura», sin verle «ese misterio» que ella había sabido respetar:

                Ha llegado a tener tal perfección -dijo la madre- en esa manera, no digo método, porque desconozco totalmente su finalidad, que me atemoriza si todas esas adecuaciones no logra aclararlas en un sentido final (...) Él está ahora en un momento muy difícil, si no se nos aclara en una combinatoria o en una piedra filosofal, no nos parecerá un estoico persiguiendo lo que él ha creído que es el soberano bien de su vida, sino un energúmeno que aúlla inconexas sentencias zoroástricas, o un cándido embaucador...(36)           

     Para Lezama lo más negativo que podía decirse de un poeta es que no tuviera misterio, que no tuviera inconnu. Su obra misteriosa pone en juego todos los registros de la sugerencia, y al hacerlo exige orientar el análisis hacia esa otra vertiente, poética, del saber, que fue la que le interesó al autor. Me refiero al saber como aletheia, como revelación. Decía Ortega: «Quien quiera enseñamos una verdad que no nos la diga: simplemente que aluda a ella con un breve gesto que inicie en el aire una trayectoria (...), que nos sitúe de modo que la descubramos nosotros»(37). Y a esa mayéutica Lezama pudo añadir: «El secreto de la poesía está dicho a voces, sólo que no se puede oír con los dos oídos»(38). A ese ejercicio socrático nos invita su obra, y es en ese gusto por la sugerencia opuesta a la evidencia donde se fundamenta el ya tópico hermetismo lezamiano.

     A pesar de su tan mencionado gongorismo, Lezama no ha tenido, como Góngora, un Dámaso Alonso que haya «traducido» pacientemente a un lenguaje comprensible las enrevesadas series metafóricas de sus versos. Y probablemente no lo ha tenido porque no puede tenerlo: no lo necesita. Su gongorismo es otro, y también es otra su «oscuridad». Lezama acertó a ver en Góngora una poesía «hecha de [23] laberintos difíciles, pero no oscuros»(39), mientras su orfismo irredimible apostaba por ese «saber nuevo» que «ha brotado siempre de la fértil oscuridad»(40). El hermetismo de Lezama no es verbal.

     Pero esa imagen del Lezama hermético ha ido desechando poco a poco lo accesible en el poeta para convertirlo en un semidiós impenetrable, cargado de enigmas; y él alimentó esa leyenda con comentarios sobre su obra que multiplicaban la oscuridad. Es ya célebre su críptica respuesta a la inevitable pregunta de crítico «¿qué es para usted la poesía?»: «La poesía es un caracol nocturno en un rectángulo de agua», contestó más de una vez, subrayando la raíz irónica de esa no definición.(41) De la acusación de hermetismo difícilmente podía escapar una obra que propone una aprehensión de esencias por vía de lo mítico y lo esotérico en todas sus formas, pero pulimentar boquiabiertos el mito no nos da al verdadero Lezama; al contrario: nos aleja de él. Su obra sigue conservando una imagen demasiado elitista y casi impermeable a su contexto, que no le corresponde, al menos en tan alto grado.

     Es cierto que en un momento idóneo en Cuba para el compromiso militante del intelectual, Lezama desdeñó esa actividad. También es cierto que se entregó a la elaboración de una obra difícil, sin concesiones al lector y cada vez más densa (seguramente como compensación frente a esa «oquedad ambiental» de la que hablaba constantemente), pero nunca dejó de exigirle esa dimensión histórica concebida como posibilidad que llevó a la práctica, no como evasión del presente, sino como un modo de compensar sus carencias y ejecutar una labor subterránea de oposición y resistencia, para usar el término que tantas implicaciones alcanzó en su poética. Y en esa línea fue una las propuestas más serías de su momento.

     Aunque al autor no le preocuparon mucho las acusaciones relacionadas con el hermetismo y la torre de marfil, su autodefensa mejor debemos verla en Orígenes, la revista que fundó en La Habana en 1944 tras ocho años de trayectoria editorial en otras publicaciones, y en el amplio grupo de escritores, críticos, pintores, escultores y músicos (entre ellos algunas de las más importantes figuras contemporáneas) [24] que se reunió a su alrededor, dando lugar a un sólido movimiento cultural que proyecta su influencia más allá de los límites cronológicos de su generación. Lezama fue el artífice de ese proyecto, su impulsor más tenaz y el más insistente narrador de la trayectoria origenista, sin duda consciente de que constituía una contribución a la cultura cubana por lo menos tan importante como su poiesis individual, y consciente también de que sería una de las vertientes de su obra (inseparable del resto) que mejor permitiría ajustar desenfoques que todavía desorientan, sobre todo en lo que concierne a las relaciones de esa obra con el medio en que se produjo.

     Su pensamiento intentó una síntesis «mediterránea», pero también «responsable» que resolviera la disyuntiva que se planteaba en el contexto entre una evasión purista o una participación directa en las circunstancias. Intentar reducir a una definición esa síntesis lezamiana, nutrida en las fuentes más diversas e imprevisibles -desde las grandes figuras de la Modernidad hasta la China del siglo VI a. C., pasando por el Popol-Vuh-, es poco menos que imposible, pero arriesgo una fórmula que en las páginas que siguen intentaré justificar: la poética de Lezama, su sensibilidad y su ideología, serían el resultado de la fusión de sus dos grandes modelos literarios, Góngora y San Juan de la Cruz, más sus dos grandes maestros espirituales, Juan Ramón Jiménez y María Zambrano, vertebrado todo ello por su principal referencia filosófica, José Ortega y Gasset, y por su fervor casi religioso hacia la figura y la obra de José Martí.

     Tampoco los mecanismos de esa fusión van a ser fáciles de explicar, pero quizá una de sus claves fue la convicción de que lo realmente nuevo no es nunca una continuación sin más, pero tampoco una brusca ruptura, sino algo que realiza posibilidades ocultas en lo anterior. Así, su obra propone una revisión, una relectura de la tradición, a la búsqueda de una originalidad que se siente deudora de una antigüedad milenaria y apuesta por situar la identidad de lo cubano tan lejos de la mentalidad culturalmente colonizada como del rechazo hacia lo europeo. Martí era el gran ejemplo del pasado para una síntesis semejante, y la recuperación de su legado parecían exigirla también las circunstancias inmediatas: una cultura debilitada por «falta de sustancia ósea» en palabras de Lezama, y víctima de los modelos introducidos en la Isla por los Estados Unidos.

     Siguiendo esos presupuestos, el autor intentó la puesta en práctica de un programa de salvación nacional por la cultura, a la vez que inauguró un nuevo espacio estético que intentaba romper con las formas [25] expresivas que lo rodearon, sin renunciar a la mejor herencia cubana, americana, hispánica y universal. Todo ello empapado de un esoterismo que se traduce en el sentido litúrgico y misional de su labor, en una relación reveladora de la poesía con las circunstancias, y en la asunción de las propuestas de un idealismo cristiano-martiano que integró en su estilo de vida y en su labor artística como búsqueda de un principio esperanza(42) en un contexto que le parecía carente de ella.

     Tener todo esto en cuenta me parece fundamental para acercarse a la obra de Lezama sin riesgo de caer en ese estado de desconcierto que uno de sus primeros críticos resumió con un desamparado «no entiendo»(43). En ella lo más importante no es el texto en sí (por detonante que parezca su poder verbal) sino lo que hay antes del texto, lo atraviesa y se proyecta más allá de él: una actitud cultural, unas convicciones y unas ambiciones no sólo literarias, que son seguramente lo más valioso del autor, aunque también lo menos subrayado por la crítica, desconcertada o acostumbrada ya a celebrar otros destellos del poeta. Y esas convicciones, el tema medular de toda su obra, se defendieron con fervor misional, crearon buen número de conversos -también de hostiles antagonistas- e iniciaron un diálogo con diferentes generaciones literarias que aun continúa.(44)

     El quehacer de Lezama adquiere a través de su obra escrita, su labor editorial y su conversación los perfiles de un proyecto sagrado, o quizá los de una locura de estirpe quijotesca. «Todo lo que el hombre hace es un enigma -concluyó-, pero tiene el vislumbre de que ese enigma posee un sentido»(45). Tratar de desvelar ese sentido me ha parecido el mejor acercamiento a su obra. Porque intentar definirla sería detenerla: «Toda definición es un conjuro negativo. Definir es cenizar»(46). [26] [27]



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2. Entre el canon y la utopía. El ceremonial de los orígenes

                                                                                                       Queríamos hacer tradición, donde no existía; queríamos hacer también profecía, para diseñar la gracia y el destino de nuestras próximas ciudades.

                                    José Lezama Lima

     No es necesario insistir en que la labor de José Lezama Lima rebasa su obra literaria individual, y que ésta encontró su mejor explicación en esa actividad que la rodeaba, configurándola a cada paso. Entender la aventura cultural que desembocó en la formación del Grupo Orígenes es otro modo -pienso que el más acertado- de intentar la comprensión de su figura central.

     Orígenes es la revista que fundó el autor en La Habana en 1944 y el amplio grupo de escritores, críticos, pintores, escultores y músicos que se reunió a su alrededor y que acabó adoptando el nombre de esa publicación, pese a que su formación se remonta hasta sus primeras confluencias de intereses en la Universidad, hacia 1935. El sentido general del grupo puede definirse como el afán por conjugar y resolver la oposición radical entre lo que podemos llamar el regreso al canon y la proyección utópica, esas dos fuerzas elementales que parecen promover alternativamente la progresión pendular de la historia de la literatura, de la cultura en general: Orígenes quiso hacer confluir en su proyecto esas dos fuerzas, resolviendo la oposición que a primera vista parece suscitarse entre las dos. El regreso al canon, a la tradición, a la herencia del pasado, a los orígenes (el título que Lezama dio a la más importante de sus revistas no es casual) no fue en ellos un sinónimo de clasicismo, de evasión, de conservadurismo ni de regresión; todo lo contrario: ese gesto clásico de regreso al canon, a los orígenes de «lo cubano» -algo que formularon con la rotundidad [28] de una categoría cultural-, era en realidad un proyecto encaminado a su reconstrucción, y ese mismo ímpetu fundacional conllevaba el aliento romántico (o utópico) de estar haciendo algo de cuya vigencia y proyección de futuro estaban convencidos. A esa ambiciosa filosofía responde la cita de Lezama que encabeza este capítulo. Recordémosla completa: «Queríamos hacer tradición, reemplazándola, donde no existía; queríamos hacer también profecía para diseñar el destino y la gracia de nuestras próximas ciudades. Queríamos que la poesía que se elaboraba fuese una seguridad para los venideros. Si no había tradición entre nosotros, lo mejor era que la poesía ocupara ese sitio y así había la posibilidad de que en lo sucesivo mostráramos un estilo de vida. No era pues la poesía un alejamiento, sino que clamaba proféticamente para ser convertida en un recinto tan seguro como la tradición»(47).

     Por supuesto, Lezama, y así lo transmitió a su grupo, partía del reconocimiento de la existencia de una tradición cubana, válida pero incompleta, hecha de vacíos y de «pérdidas esenciales» que había que recuperar para que la cultura, lo cubano, adquiriera un sentido que a su vez pudiera generar una expresión. En uno de sus ensayos fundamentales sobre el tema, Paralelos: la poesía y la pintura en Cuba (1966), explicaba claramente la situación:

                Paradójicamente, con mucha abundancia de luz, tendemos a la pérdida de lo esencial. En nuestra expresión lo mismo se pierde el rasguño de los primeros años que lo más rotundo y visible de lo inmediato. Lo mismo perdemos un anillo hecho por Darío Romano, nuestro primer platero en el siglo XVI, que se inutiliza por la humedad un baúl lleno de la letra de José Martí en el anteayer que viene sobre nosotros como una avalancha (...) Casi todo lo hemos perdido, los crucifijos tallados y el cuadro de la Santísima Trinidad de Manuel del Socorro Rodríguez; las recetas médicas de Surí puestas en verso; las frutas pintadas por Rubalcava; las aporéticas joyas de Zequeira, pérdida en este caso más lamentable todavía puesto que nunca existieron, las pláticas sabatinas de Luz y Caballero; las cenizas de Heredia; las pulseras y las peinetas de carey de Plácido; no conocemos ni siquiera un sermón de Tristán de Jesús Medina, brillante y sombrío como un faisán de Indias; sabemos que Julián del Casal hizo aprendizaje y algunos intentos de pintar: nadie ha visto una de sus telas de aficionado; y en el Museo no hay un solo cuadro de Juana Borrero: sus «Negritos» son para mí la única pintura genial del siglo [29] XIX. Todo lo hemos perdido, desconocemos qué es lo esencial cubano y vemos lo pasado como quien posee un diente, no de un monstruo o de un animal acariciado, sino de un fantasma para el que todavía no hemos invencionado la guadaña que le corte las piernas.(48)           

De ahí sus constantes exploraciones del pasado histórico, literario y cultural, a la búsqueda de esa unidad, de ese sentido esencial o de sus vestigios, practicada, eso sí, con una metodología propia e intuitiva, mezcla de erudición y prodigiosas sorpresas poéticas, que interpreta la cultura sin ajustarse siquiera a los principios más elementales de la lógica formal: ir de lo general a lo particular. Y ello porque a esa lógica poética no le importa tanto la ubicación en el tiempo (o en la realidad) de los objetos de estudio, como la resonancia cultural de los posibles hallazgos, sustituciones o correspondencias -paralelos- a los que se podía llegar.(49) Tras una de esas exploraciones por la tradición, Lezama revelaba el porqué de ese método:

                Entre nosotros es casi imposible configurar una tesis o un punto de vista aproximativo sobre nuestro pasado, ya de poesía, ya de pintura, porque los diversos elementos larvales aún no se han escudriñado, ni siquiera señalado en su regirar ectoplasmático. Si no aparecen las larvas, cómo vamos a abrillantar el caparazón. Lo larval sólo podemos captarlo en sus mutaciones, en su devenir para llegar a ser forma, cuerpo, materia artizada.(50)           

La conclusión no podía ser otra:

                La historia está hecha, pero hay que hacerla de nuevo. La historia se ha hecho sobre el dromenón de los griegos, el hecho cumplido que está en la raíz del concepto generacional de Tucídides: la historia [30] comienza en nosotros (...) Pero ahora ya sabemos que la historia tiene que empezar a valorarse a partir de lo que ha sido destruido. Es decir, que vastísimas extensiones temporales que no lograron configurarse se igualarán a grandes extensiones que alcanzaron la ejecución de su forma (...) Y únicamente la imago puede penetrar en ese mundo de lo que no se realizó.(51)           

     Lezama llamaba a esa tradición cubana incompleta «la tradición de las ausencias posibles»(52). Acercarse a ella sólo puede hacerse buscando el vislumbre de lo larval, de las esencias, expresadas en la literatura y el arte, esa materia artizada donde «cada objeto hierve y entrega sucesión». Ese ejercicio abría la posibilidad de recuperar las ausencias y llenar los vacíos para dar una expresión completa a lo cubano, lo que significaría también la superación definitiva de ese «complejo inesencial» que detectaba Lezama en su pueblo y que, según él, determinaba la «desintegración» como un destino fatal para su Isla. Todo eso suponía la asunción de nuevos deberes generacionales, por los que Lezama y su grupo se concebían participando en «el caudal mayor de la historia». Él lo explicaba así:

                Aquella generación buscaba en la hondura, en los verídicos planteamientos estilísticos, sentir el caudal mayor de lo histórico, confluir hacia metas donde se clarificase nuestro destino histórico (...) Nos proponíamos metas, sutilizábamos nuestras vueltas para penetrar en lo histórico, buscábamos el relieve de una confluencia donde el arte, al alcanzar su saturación, lograse la posibilidad de un nuevo estilo en lo histórico nuestro.(53)           

     Lezama fue el artífice de ese proyecto y su impulsor más tenaz. En el hallazgo de esa metodología por la que el arte opera sobre la historia por sustitución (como la metáfora), y nos devuelve una imagen más completa de ella, está, por ejemplo, el origen de su larga exploración por las Eras Imaginarias, que ocupa buena parte de su ensayística desde 1958 hasta 1965(54), y, desde luego, la interpretación-reconstrucción [31] de la historia de América, siempre «A partir de la poesía», que acometerá el autor en La expresión americana (1957).(55) Pero, en el fondo, su obra toda aspiraba, más que a ser una «novedad», a insertarse en esa tradición de ausencias posibles, no sólo explicándola o trazando correspondencias con que poder enlazar los eslabones de su cadena incompleta, sino también sustituyendo él los que se habían perdido, completando esos vacíos de la tradición con su propia «materia artizada», sus textos de creación. Deslizó algunas claves reveladoras.

     Estableciendo las bases de su obra en la «Introducción a un Sistema Poético» (1954)(56), comentaba Lezama que «la imago sólo ha participado entre nosotros en dos ocasiones: a través del título de un libro de contenido escaso y pobrísimo, y en la sentencia y la muerte de José Martí». Se refería, claro, al primer poema escrito en Cuba, Espejo de paciencia (1608) de Silvestre de Balboa, y añadía: «Comenzar una literatura con título de tan milenario refinamiento como Espejo de paciencia, título que menos que un esqueleto regala una nadería, nos sobresalta y acampa, nos maravilla y aguarda». Enseguida establece el paralelo entre ese gran título sin obra y la gran obra sin título de José Martí, para señalar otra de esas «ausencias posibles» de la tradición:

                Estaba dispuesto José Martí, y ésa es su imago más fascinante junto con su muerte, a llenar el contenido vacío de ese espejo de paciencia (...) Poco antes de su retiramiento había soñado con escribir un libro, que para nosotros cobra su existencia por la testarudez aragonesa de su inexistencia, del que se le escapa una frase dicha ante el lanzazo final: el Sentido de la Vida (...) Hubiéramos comenzado con un Enchiridión custodiado por José Martí, con una secular paciencia de escritura, con un hieratismo en el lento tejido de las danaides devuelto por el espejo...           

     Pero Martí no pudo hacerlo. Y tal vez la escritura de Lezama tenga mucho que ver con las sugestiones derivadas de esos dos vacíos. Ya Cintio Vitier apuntaba en la misma dirección cuando interpretaba el [32] verso inicial de Muerte de Narciso («Dánae teje el tiempo dorado por el Nilo») como «un tiempo original» con el que Lezama brindaba «un verdadero principio»(57). Pero creo que puede darse un paso más, y afirmar que ese «libro talismán» de los cubanos quiso elaborarlo él, llenando aquel espejo vacío con su propia obra. Así podemos entenderlo a partir de sus declaraciones en aquel ensayo:

                Supongamos que una obra alcanzase una calidad tan refinada y misteriosa, tan secular y tan contemporánea, como la que [ese] enigmático título nos sugiere (...) Si aquel Espejo de paciencia lograse articular de nuevo el prodigioso alcance de su título con la extraordinaria imago desplazada por la sentencia y las ejecuciones de José Martí, tendríamos entonces nuestro Enchiridión, el libro talismán, custodiado por aquellos que lograron con sus transfiguraciones, con sus transustanciaciones, participar como metáfora en el Uno procesional penetrando en la suprema esencia.           

     Tal vez por eso hablaba Lezama de una «secular paciencia de escritura» y de un «tejido de danaides devuelto por el espejo». Y tal vez por eso también, en 1949, el mismo año en que apareció el primer capítulo de Paradiso en la revista Orígenes y precisamente en el número anterior de la revista, publicó un texto en el que, como si se tratara de un prólogo, decía:

                Si una novela nuestra tocase en lo visible y más lejano, nuestro contrapunto y toque de realidades, muchas de esas pesadeces o lascivias se desvanecerían al presentarse como cuerpo visto y tocado, como enemigo que va a ser reemplazado. Si una poesía de alguno de los nuestros alcanzase tal tejido que mostrase en su esbeltez una realidad aún intocada, aunque deseosa de su encarnación, por tal motivo cobraría su tiempo histórico, recogeríamos claridades y agudezas que despertarían advertencias fieles...(58)           

     Para ya tramar su segunda novela, Oppiano Licario, sobre el motivo de «esos libros secretos entregados como una custodia, que se pierden, reaparecen, se les hace interpolaciones». Son, dice allí, «El Libro, El Espejo y la Llave, la transmisión de los fundadores»(59), abundando en la «proeza cultural» que en otro de sus ensayos -casi [33] me atrevo a asegurar que aplicándola a sí mismo- había atribuido a Confucio, su doctor Kung-Tsé:

                Al nacer recibe de golpe toda la herencia de la cultura china, comprende muy bien su destino, dominar toda esa gran tradición, tratar de apoderarse de lo impalpable y terrible: meter al dragón en una biblioteca. Pero este hombre sentencioso no está frente a la materia inmensa que recoge, sino que es su centro, su aumento y extinción, no se sabe, no se sabrá nunca, cuándo añade y cuándo tacha, y al final de su vida ostenta un título único, el de ser dueño de una tradición, su guardián y su creador.(60)           

     También fue Lezama el más insistente narrador de esa aventura conjugada en plural: la origenista. Mucho de lo que sabemos sobre la trayectoria del grupo lo contó él, convertido en portavoz apasionado de su «ceremonial de las artes», y convencido, sin duda, de que aquel «sueño de muchos» que él quiso que fuera Orígenes constituía una contribución a la cultura cubana por lo menos tan importante como su sueño individual (su poesía, la compleja ensayística que la acompaña o su monumental narrativa). Y puede que consciente también -por si su obra finalmente sí había de ser «ente de tesis»- de que la aventura origenista sería una de las fases de ese sueño que mejor permitiría entender las relaciones de su obra con el medio en que se produjo.

     Más que reincidir en una historia de la revista ya muy bien trazada y al alcance de cualquier lector interesado(61), me ha parecido más útil detenerme en algunos momentos clave y tratar algunos aspectos que aún provocan desacuerdo entre la crítica, precisamente porque son también los más determinantes y los que mejor ayudan a dilucidar los fundamentos del pensamiento lezamiano, que fue lo que en realidad dio unidad de fines a un grupo muy heterogéneo y muy difícil de reducir a otro tipo de definición. [34]

     Ciñéndonos a lo literario(62), la aventura de Orígenes desemboca en la formación de lo que se ha llamado también «la galaxia Lezama»(63), que cuando nace la gran revista llevaba ya muchos años gravitando en torno a otras cinco publicaciones, y que reúne alrededor de Lezama a las «estrellas» Eliseo Diego, Cintio Vitier, Fina García Marruz, Ángel Gaztelu, Gastón Baquero, Lorenzo García Vega, Octavio Smith, y -para seguir con esa imagen planetaria- también a un desorbitado genial: Virgilio Piñera, una especie de antiorígenes, pese a ser parte irrenunciable del grupo. Todos ellos participaron del ambicioso proyecto cultural de Lezama, y fueron protagonistas de un fenómeno polifónico que quizá sólo se pueda explicar, como ha hecho Fina García Marruz, «a partir de ese versus uni martiano: unidad de fines, diversidad de modos»(64).

     Pero la aventura de Orígenes se entiende mejor si se tiene en cuenta el afán de apertura y totalidad que sirve de base a la obra de Lezama, lo que implica tener especial cuidado en no considerarla, por su novedad, un fenómeno de época único y sin diálogo con otros grupos y publicaciones de su momento. En rigor, ni la Orígenes de los años cuarenta y cincuenta, ni su disidente -y replicante- Ciclón (1956-1959) como tampoco, obviamente, las cinco revistas anteriores del grupo (Verbum, Espuela de plata, Nadie parecía, Clavileño y Poeta) fueron órganos de una generación en sentido estricto, como a veces parece haberse entendido. El mismo Lezama contribuyó a esa confusión terminológica, llevado por el entusiasmo con que se lanzaba a definir y redefinir los objetivos del grupo, sus logros y sus publicaciones. Por ejemplo: «Sabemos que lo que ya se puede llamar con evidencia la Generación de Espuela de plata -escribía en 1945- fue esencialmente poética, es decir, que su destino dependerá de una realidad posterior»(65). Orgulloso de la novedad que representaba esa actitud en el panorama cubano, propuso también la denominación Generación [35] de la Poesía, con la que pretendía enfatizar, no sólo la principal actividad a la que el grupo se dedicaba, la poiesis, el acto de crear, sino especialmente la actitud de insatisfacción y de rechazo frente al pragmatismo del entorno que esa labor traducía:

                A aquella generación, que por mi parte lo mismo puede llamarse de Espuela de plata o de Orígenes, yo la llamaría, por contraste irritante con el medio cubano que se endurece, logra su punto gelée y le molesta [sic] por saturniana y errante la expresión espíritu (...), yo la llamaría, por hostilidad a ese milieu carcinomoso, sencillamente, la Generación de la Poesía.(66)           

     Sin embargo, otro de esos mismos origenistas, Gastón Baquero, llegó a opinar todo lo contrario: «No hay tal generación de Orígenes -aseguraba-: no se puede hallar nada más heterogéneo, más dispar, menos unificado, que el desfile de la obra de cada uno de los presuntos miembros de esa generación»(67). Sin necesidad de llegar a tales extremos categóricos (hay que tener en cuenta que algunas disputas internas de los años cuarenta enemistaron a Baquero desde entonces y para siempre con el grupo de Lezama)(68), sí es preciso recordar que la llamada tercera generación de la República incluye a otros muchos escritores cubanos que no se identificaron ni colaboraron con sus coetáneos de Orígenes y que, por tanto, usar el término «generación» para referirse a lo que, en rigor, fue un grupo (por las razones que ha estudiado detalladamente Jesús Barquet)(69), confunde más de lo que ayuda.

     Cuando el grupo de Lezama nació para la literatura, las letras cubanas atravesaban una de sus épocas más fecundas, algo así como una «edad de oro» en la que seguían creando o empezaban a hacerlo la mayor parte de las principales figuras de su literatura del siglo XX. Y esa década presentaba también un panorama riquísimo en publicaciones culturales: la revista de Lezama no fue, desde luego, un brote único en su contexto, como se pudo recordar en el Congreso Internacional [36] «Cincuentenario de Orígenes» celebrado en La Habana en 1994(70), quizá proponiendo que no se distorsione su significado ni su influencia creyendo que fue una experiencia insólita. De hecho, el afán de fundación y sostén de revistas fue especialmente firme entre los escritores nacidos entre 1910 y 1920 (la generación de Lezama), de modo que la nómina de revistas insulares entre los años 30 y 50 llegó a ser amplísima, según documenta el detallado Diccionario de la Literatura Cubana del Instituto de Literatura y Lingüística de La Habana.

     En cualquier caso, lo que sí conviene aclarar es que ese término, «generación», aunque Lezama mismo lo utilizó, no debe hacernos caer en un error que contradiga esa convicción profundamente antigeneracional que fue una de las claves del grupo y fundamental para él, que insistió toda su vida en lo inútil de semejante confrontación:

                Destruir las generaciones que pasaron puede ser un macabro entretenimiento, pero es mejor la penetración en lo oscuro y en la poesía, en el entredeux pascaliano. Todas las generaciones cantan en la gloria. En el valle del esplendor no existen jóvenes ni viejos... La tierra prometida, la Orplid, la Fata Morgana, interesan más que el grupito que se tiene enfrente por orden de Cronos o de Saturno.(71)           

     Aunque estas declaraciones respondían aún al tono de los acalorados debates sobre el asunto de los primeros años de gobierno revolucionario, para Lezama -y así lo hizo constar en sus revistas-(72) el afán de ruptura que parece obligar siempre a las nuevas promociones a ese faire autre chose, faire le contraire, no es más que «la primera piel», mera «marca superficial de lo generacional», y sólo conduce a malgastar [37] la energía necesaria para lo que él consideraba fundamental en toda labor artística o intelectual: la ocupatio de la totalidad. Los grandes creadores confluyen en una intemporalidad que operará siempre con idéntica capacidad de inspiración para los demás: «Los dieciocho años de Rimbaud, los cuarenta y dos de José Martí, los ochenta y dos de Goethe, no forman parte de una generación. ¿Qué es lo que nos sigue atrayendo? Su ocupatio de la totalidad, la fuerza de impulsión enorme de su poiesis»(73), concluyó.

     Ya en 1962, en ese mismo ambiente de polémicas generacionales -y de autolegitimación política, en última instancia-, Roberto Fernández Retamar había aclarado que en aquella generación, además de los origenistas como Lezama, Gaztelu, Diego, Vitier, García Marruz y sus colaboradores más jóvenes (Pablo Armando Fernández, Fayad Jamís, Edmundo Desnoes o el propio Fernández Retamar), se incluyen escritores como José Antonio Portuondo, Ángel Augier, Mirta Aguirre, Onelio Jorge Cardoso, Carlos Felipe, Alcides Iznaga, Aldo Menéndez o Samuel Feijoo, que casi nada o nada en absoluto tuvieron que ver con la estética origenista, a los que no eran aplicables las características de aquel grupo ni, decía Fernández Retamar, «la acusación de desapego político» Y explicaba:

                En grado mayor o menor, vivieron con la mirada puesta en las realidades de su país. Algunos llegaron a la franca militancia en un partido revolucionario, como Mirta Aguirre; otros, procediendo más por la libre, se acercaron a los campesinos humildes en vida y obra (Cardoso) e incluso lucharon durante años por reivindicaciones campesinas (Feijoo); y no faltó entre ellos quien tomara las armas en la loma, como Aldo Menéndez. Su obra literaria es un testimonio de esa preocupación, de esa actitud.(74)           

     En realidad, como veremos más adelante, ni esa acusación al grupo Orígenes era del todo fundada, ni fue tan radical tampoco la separación entre los origenistas y sus compañeros de generación: Feijoo, Iznaga y Menéndez, por ejemplo, colaboraron también en la revista del grupo. En descargo de aquellas orgullosas proclamaciones generacionales de Lezama, hay que recordar que los, digamos, no origenistas nunca mostraron en lo literario ni una cohesión ni un proyecto colectivo equiparables a los del grupo de Lezama -apenas lograron [38] mantener a flote la Gaceta del Caribe (1944), que no vivió más de un año, y Viernes (1950), aún más breve que la anterior-, de modo que difícilmente podrían haber desestimado el prestigio y la solidez que ofrecían los proyectos editoriales del grupo de Lezama. La diferencia fundamental entre esas dos facciones estuvo, no tanto en el grado de compromiso con la realidad sociopolítica del país, sino en cómo se expresó ese compromiso, vital y literariamente, por parte de una y otra tendencia, y, sobre todo, en cómo se entendió esa expresión por parte de la generación inmediatamente posterior.

     La interrelación dialéctica entre esos dos grupos, Orígenes y autores no origenistas, pertenecientes a la misma generación y sólo aparentemente antagónicos, pero significativamente recibidos por sus sucesores con una muy distinta consideración, constituye sin duda un estudio aún por hacer, que yo sólo pretendo esbozar aquí. Resumiendo mucho una cuestión que retomaremos después, puede decirse que, mientras lo que se consideró el legado fundamental de Orígenes se redujo a esa insistencia del grupo en la seriedad y la constancia con que debía enfrentarse la labor cultural, al margen (o a pesar de) la indiferencia oficial y los vaivenes nocivos de la actualidad -una actitud que entonces se consideró, en el mejor de los casos, escapista y amante de la torre de marfil-, los autores no origenistas ofrecían una mucho más nítida militancia política, heredera directa del modelo ideológico revolucionario de los primeros años de la República, que generó la llamada Protesta de los Trece (1923), el Grupo Minorista, la revista de avance (1927-1930) y, en suma, la llamada Generación del 23, abanderada en Cuba del arte «nuevo» y los movimientos de Vanguardia. Pero por encima de todo eso, aquellos autores significaban para los más jóvenes «el aliento de la extraviada Revolución del 33», en palabras de Fernández Retamar.(75)

     Sin duda la obra de Lezama (y Orígenes fue en ella la portavoz privilegiada de esta cuestión) padeció también la frustración histórica de esa extraviada revolución, pero él prefirió trasladar sus coordenadas a un espacio más afín con su sensibilidad: la creación cultural. Continuar o romper con el legado de esa Generación del 23 eran a fines de los años 30 las dos opciones disponibles para los autores que, como Lezama y su grupo, empezaban entonces su trayectoria intelectual. Para ellos ese legado se recibió como una «parálisis» que interrumpía las enormes posibilidades que ellos atribuían a la creación, [39] pues las virtudes iniciales de la Generación del 23 acabaron siendo deformadas por una «secreta vinculación con los vicios de la época». Cintio Vitier, en sus famosas conferencias de 1957 sobre Lo cubano en la poesía -como «la Biblia del Origenismo» se las llegó a conocer después-(76) explicaba los pormenores de esa recepción:

                ...Intentaron superar la ausencia de finalidad en que se hundían el país y las letras, atacando enemigos de cartón como eran la cursilería, el academicismo y la oratoria engolada, y proponiéndose la meta abstracta del avance por el avance, de lo nuevo por lo nuevo. Pero ¿a dónde se iba? Después del primer impacto, su movimiento era más ilusorio que real. Ninguno de los grandes esfuerzos creadores de la época, poco o nada conocidos entonces en Cuba (la obra de Proust, de Joyce, de Eliot, de Claudel) halló eco decisivo en sus páginas, que se mantuvieron siempre sobre la más visible y fugaz espuma de «lo nuevo», cifrado en la hueca palabra «vanguardismo».(77)          

Para ellos, pues, la «fuerza de impulsión» inspiradora de aquel grupo se había extinguido: «tiene ya sabor y aroma de época», añade Vitier, y en su obra «todo tiene poco fondo, una intrascendencia y una lisura peculiar»(78). También Lezama, algunos años antes, en una carta abierta de 1949 a Jorge Mañach (representante de aquel vanguardismo ya extinguido), había afirmado sentenciosamente que aquella generación «cumplió y se cumplió». Según él, esos autores habían traicionado la entrega a su poiesis al relegarla a un segundo plano, atraídos por la «inmediatez» de lo que él llama «la ganga mundana de la política positiva» (por oposición a la política «esencial»):

                ...No era, como en México, con el caso ejemplar de Alfonso Reyes, o en la Argentina, con Martínez Estrada o Borges, donde se encontraba, cualquiera que sea la valoración final de sus obras, con decisiones y ejemplos rendidos al fervor de una obra (...) Habían adquirido la sede a trueque de la fede y estaban dañados para perseguirse a través del espejo del intelecto o de lo sensible.(79)           

A la parálisis que suponía aquella generación se unía, pues, el descrédito [40] de la conducta individual de algunos de sus miembros, Jorge Mañach entre ellos.(80)

     Pero esa apreciación generalizada a toda la promoción del 23 constituía, más que una verdad constatable, una cuestión de valoración personal: para los no origenistas, no sólo no existió esa parálisis en la creación, sino que vincularon su obra a una continuidad ideológica con la de algunas de las figuras más politizadas de la generación anterior (como Nicolás Guillén y Juan Marinello, muy en activo ambos entonces) y practicaron una explícita orientación antiorigenista desde la Gaceta del Caribe, en nombre de la creación militante que, según ellos, «bebía sus jugos vitales en el humus popular»(81).

     Como sugiere el análisis de Jesús Barquet, la influencia de César Vallejo puede ser un elemento revelador de las verdaderas diferencias que produjeron esa polarización de la generación de Lezama en torno a la percepción de la generación literaria inmediatamente anterior: «La admiración por Vallejo, compartida por ambos sectores, revela las peculiaridades de cada uno. La obra del peruano los llevó [a los origenistas] a comprender la unidad indisoluble entre ética y creación», mientras que para los neoorigenistas, según el crítico, la influencia fundamental de Vallejo se tradujo en la adopción de «sus prosaísmos vigorosos, su inquietud, su esquemática sequedad (...) y el ansia por donde César Vallejo -el César Vallejo de España, aparta de mí este cáliz- edificaba hombres»(82).

     Sin pretender agotar esta cuestión, creo que entre los inéditos de Lezama que publicó la Revista de la Biblioteca Nacional José Martí, hay un texto muy interesante para entenderla mejor. Me refiero a [41] «Los Zurdos» (1948), una de las escasas referencias satíricas de Lezama contra otros escritores de su generación no pertenecientes a su grupo.(83) En ella realiza una durísima crítica contra las actividades culturales conformadas al amparo de la política militante. Vale la pena reproducir algunos fragmentos:

                Como el río hace tiempo trae sucio revuelto, están ahí ya los cazadores de última hora. Dicen que traen cuchillo y con tatuaje viriloide. Son fieros, incisivos (incisagueados). Como es característica de estos zurdos llegar tarde a todas partes, tienen que detonar, insultar y -costumbrosos en el tiempo perdido- hacer perder tiempo y alegría. Se empeñan en dar una batalla, que sólo a ellos interesa, por buscar posiciones y nombradía. Son los que nacieron tarde, los que toman el agua estancada, los que tienen un aguado veneno que no saben dónde depositar (...) Calados de habitantismo congénito, le han entregado su alma al tertulión inocuo y al café con leche profético e incesante. Productos de la actual desintegración política, pasan a la cosa intelectual en su terrorismo pornográfico y su viveza de tropical perezoso. Habrá que sufrirlos unos cuantos meses más... y después irán a la provincia, en comisiones agrícolas, a vender velitas de novias o requerirán la gualdrapa de agentes de pompas fúnebres.           

Pero el título del texto no debe hacemos caer en un error: con esa denominación, los Zurdos, Lezama no se burlaba de nada que tuviera que ver con la filiación ideológica de izquierdas -que era también la suya- de varios de esos no origenistas, sino de la manera burda, poco diestra, de practicar una labor intelectual. El propio texto aclara ese malentendido poco después:

                Son los zurdos, combaten a aquellos que por natural jerarquía les pueden enseñar de todo y a los que envidian con celo cainita. Les llegaron los treinta años sin haber hecho intelectualmente ni una nuez foradada, y mientras buscan becas quieren darse viajecitos a Nueva York «para aumentar su paisaje cultural» y traicionan la poca juventud que ya les queda.           

     Lezama no cita nombres, pero parece que se estaba despachando a gusto contra los contemporáneos que habían atacado «con coces, injurias y mala prosa» la recién publicada antología de los poetas origenistas Diez poetas cubanos (1948) preparada por Cintio Vitier, y su propia obra, que se presentaba ante el público destacando en ella [42] purezas altivas y ascetismos cómodos. Uno de esos contemporáneos, el poeta Alberto Riera Gómez, había escrito en 1942 a propósito de Enemigo rumor: «¿Qué está más lejos de Lezama? La estrella del proletariado. ¿Qué está más cerca? Un alma fuera del tiempo y del espacio que pena por salvarse»(84).

     Y con el texto del que hablamos, entre otras divertidas críticas, Lezama parece devolver a esos zurdos uno de los dardos que con más frecuencia lanzaron contra el grupo Orígenes: el de su presunto elitismo (o capillismo) intelectual. Concluye el autor:

                ...Hablan de capillitas, porque no se han podido colar en ninguna, ya que esas gentes sólo se unen por el bostezo, la comisión de amedrentar o el brazalete coprófago. Estaba escrito en las profecías de Nostradamus: en el año 1948 un grupo de mediocres hará un homenaje a los escritores cubanos, con coces e injurias, con coces y mala prosa.           

     Y me permito terminar, muy lezamianamente, con un da capo: volvemos a la «prehistoria» lezamiana, al año 1935, y la continuidad para estas reflexiones la podemos encontrar en una carta de Lezama (sin fecha pero datada aproximadamente en ese año) dirigida a una profesora de la Facultad de Letras de la Universidad de La Habana y miembro del consejo de redacción de la revista Lyceum. Escribe Lezama:

                La vida americana viene demostrando que cuando el periodo subsecuente a una revolución es recogido y potenciado por las clases bien orientadas, toca un momento de granazón para la cultura. Quizás nosotros empecemos a atravesar ese momento que, aprovechando la impulsión revolucionaria en lo que ésta tiene de rico y matizado, sea necesario conducirla hasta la nueva forma, donde el proyecto del artista y del artesano es recogido por la nueva clase capaz de receptarlo y realizarlo. En nuestro país existen fuerzas inestimadas, existen núcleos que pueden ya mostrar su apetencia de penetrar en lo histórico, de hacer, de mostrar, de cumplir (...) Quien tenga la suficiente sutileza para captar lo que aún en nuestro país no está deshecho, corrupto y finiquitado, y pueda acercarse a esa verdad de lo que de veras es creador, no solamente habrá vencido el pesimismo y el complejo de autoinferioridad [sic] que suele apoderarse de lo cubano, sino que será claro indicio de verdadera integración de la nacionalidad, que únicamente puede logarse por la suma de las creaciones, [43] de lo que lo hondamente creador pueda expeler (...) ¿Quizá le corresponde a usted la grata misión de facilitar a esa clase, que es al mismo tiempo una generación, los recursos para que su trabajo alcance una forma?(85)           

     Parece indudable que Lezama y su grupo quisieron combatir el mismo desencanto presente que la otra vertiente de su generación, aunque ellos lo hicieron en y por la poesía; una poesía que recibió también el aliento utópico de aquella frustrada Revolución del 33, aunque no adquirió sus formas.



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2.1. Orígenes: una vanguardia sin vanguardismo

     Precisamente uno de los aspectos todavía controvertidos entre la crítica lezamiana es el que se refiere a las relaciones de Lezama y el grupo Orígenes con la Vanguardia cubana, representada por esa Generación del 23 de la que hablaba Fernández Retamar. Adelanto que, en mi opinión -comparto la de otros-(86), no es posible entender Orígenes ni el movimiento de expresión que canalizó, sin el vanguardismo precedente de la revista de avance. Siendo aparentemente contrapuestas, definen posiciones que confluyen en muchos puntos (el pensamiento de José Martí como soporte ideológico, sin ir más lejos) y, desde luego, son dos fenómenos culturales que se determinan mutuamente.

     Sé que con esto contradigo al propio Lezama: él se negó siempre a sentirse heredero del movimiento avancista, y la única vez que traicionó su espíritu antipolémico fue para entrar en una batalla dialéctica con uno de sus representantes -Jorge Mañach-, que le reprochaba, entre otras cosas, no reconocer su deuda con la generación anterior.(87) Ese cruce público de acusaciones y reproches fue inaugurado por una carta abierta de Jorge Mañach agradeciendo a Lezama el regalo de su libro La fijeza, publicado, como él dice, en «esas bellas ediciones de [44] la revista Orígenes, que usted viene dirigiendo desde hace algunos años con heroísmo y prestigio sumos». Sin embargo, el agradecimiento inicial se convierte rápidamente en una sucesión de reproches que acaba centrando el asunto en esa cuestión generacional de la que hablábamos: «Poeta: esa deferente dedicatoria suya dice Para el Dr. Jorge Mañach, a quien Orígenes quisiera ver más cerca de su trabajo poético. Con la admiración de José Lezama Lima», empieza diciendo Mañach. Pero confiesa que ante la «generosidad de esa inscripción», se siente obligado a «descargar mi conciencia ante usted y los demás escritores de Orígenes que me han hecho patente la misma actitud a la vez de estimación y reserva». Y la descarga, diciendo:

                Hacia 1925 empezamos a liquidar en Cuba, como usted sabe, una rutina literaria en que los residuos del modernismo, ya en su mayor parte muy raídos, llenaban un lamentable vacío de poesía y de prosa significativas, pero se avenían bastante con la efusión provinciana y oratoria que por las letras cundía (...) Entonces se produjo, bajo las consignas críticas primero del «minorismo» y después, más explícitamente, de la Revista de avance que Ichaso, Lizaso, Marinello y yo dirigimos, la campaña que se llamó del «vanguardismo». De lo que se trataba era de barrer con toda aquella literatura trasudada y de estimular una producción fresca, viva, audazmente creadora, capaz de ponerse al paso con las mejores letras jóvenes de entonces. Exaltamos lo que por entonces el sagacísimo Mariátegui se atrevió a llamar «el disparate lírico», adoramos la «asepsia» y el pudor antisentimental (...) le abrimos la puerta del sótano a toda la microbiología freudiana, pusimos por las nubes la metáfora loca, los adjetivos encabritados, las alusiones a toda la frenética de nuestro tiempo, los versos sin ritmo y rima (...) Hicimos la estética de lo feo y de lo ininteligible, la apología del arte como expresión pura y del sentido poético como mera irradiación mágica de imágenes y vocablos. Mucha gente sensata nos insultó, y nosotros los insultamos de lo lindo a nuestra vez...            
     Pues bien: ustedes los jóvenes de Orígenes son, amigo Lezama, nuestros descendientes. Si usted me reprocha a mí mi desvío respecto de ustedes, yo a mi vez podría reprocharle a ustedes su falta de reconocimiento filial respecto de nosotros. Nos envuelven ustedes hoy en el mismo menosprecio que entonces nosotros dedicábamos a la academia, sin querer percatarse de la deuda que tienen contraída con sus progenitores de la Revista de avance, que fuimos los primeros en traer esas gallinas de la nueva sensibilidad.(88) [45]

     La réplica de Lezama no se hizo esperar, y su «Respuesta y nuevas interrogaciones» se publica en las mismas páginas desde las que se cuestionaba su originalidad. Pero ni en esa ocasión consintió Lezama acercarse a los planteamientos vanguardistas, ni siquiera para plantear su autodefensa o la de Orígenes en términos que pudieran recordar las polémicas que habían caracterizado a la Vanguardia. Contesta, pero con altivo desdén:

                No le es necesario a la continuidad de Orígenes nutrirse de hipertrofias polémicas o negativas. Creemos que aquella Revista de avance cumplió y se cumplió. Si le ponemos reparos es para propiciar claridades y luces nuevas. En muchos años que llevo haciendo gemir las ruedas impresoras con palabras y aleluyas, no he hablado nunca, ni en leves confidencias ni en poderosas arrogancias, de esos trabajos.          

Y añade:

                Gran parte de su epístola está recorrida por el pro domo sua (...) ¿Filiación y secuencia de la Revista de avance? Había radicales discrepancias. A Orígenes sólo parecía interesarle las raíces protozoarias de la creación. Sus pronunciamientos no se reducían a la simpleza del manifiesto o índice marmóreo que señala tan sólo un camino y un camino. Dispénseme pero su fervor por la Revista de avance es de añoranza y retrospección...           
     No podíamos mostrar filiación, mi querido Mañach, con hombres y paisajes que ya no tenían para las siguientes generaciones la fascinación de la entrega decisiva a una obra y sobrenadaban en las vastas demostraciones del periodismo o la ganga mundana de la política (...) Con socarronería de ágil criollo nos afirma usted que fue la Revista de avance la que trajo la gallina de los huevos de oro del arte nuevo. Quizá en eso reconozcamos su verdad, porque ese arte fue para nosotros alción y albatros. Cínife sombrío o soledad brumosa del que se sabe sobre una labor sin compañía...(89)

     Sin embargo, como luego intentaré explicar, el verdadero trasfondo de esa polémica acabó siendo otro, y se fue definiendo cada vez más en esa dirección a medida que se ampliaba el número de participantes (autoexcluido ya Lezama) en el cruce de opiniones. Además, entender ciertos vínculos culturales siempre es más fácil después, con la perspectiva suficiente, de modo que me atrevo a contradecir a Lezama [46] y sigo pensando que Orígenes constituye una «vanguardia», en la medida en que su proyecto fue también de ruptura y fundación, de afirmación estilística y de voluntad de revisión profunda de los valores de lo cubano.

     Pero, claro, se trata de una vanguardia atípica, que escapa a los límites de la definición académica del término. Fue una vanguardia sin vanguardismo, como dijera Cintio Vitier, cuyo proyecto renovador se niega a la recepción militante de cualquier ismo y rechaza la parafernalia provocadora vanguardista, pero, a la vez, asume sus mejores conquistas decantadas por el tiempo (la amplitud metafórica, la liberación del lenguaje poético, la transgresión de reglas y límites de géneros) de una manera ya metabolizada, para emprender la puesta en práctica de algunos de los valores profundos que el breve vanguardismo cubano había esbozado sin llegar a desarrollarlos.

     Esa vanguardia cubana, digamos, «ortodoxa», la que se definía a sí misma como tal, tuvo tardía repercusión en el panorama cultural de la Isla y se identifica con la publicación que fue su portavoz desde 1927 hasta 1930: la revista de avance, aunque su verdadero nombre era el número cambiante del año, con lo que se subrayaba así, hasta en el título, su afán de renovación constante; su deseo de avanzar. La metáfora de un barco zarpando que daba pie al manifiesto «Al levar el ancla», firmado por Juan Marinello, Francisco Ichaso, Alejo Carpentier, Martín Casanovas y Jorge Mañach, condensaba los objetivos radicalmente aventureros del grupo:

                Lo que no lleva en su bagaje [este nuevo bajel] es la bandera blanca de las capitulaciones. Lo inmediato en nuestra conciencia es un apetito de novedad, de movimiento. Por ahora sólo nos tienta la diáfana pureza que se goza mar afuera, lejos de la playa sucia, mil veces hollada, donde se secan, ante la mirada del mar, los barcos inservibles o que ya hicieron su jornada (...) Salimos, pues, rigurosamente a la aventura, a contemplar estrellas, a ver si por azar nos topamos con algún islote que no tenga aire provinciano, donde uno se pueda erguir en toda su estatura.(90)           

     En sus cuatro años de viaje, avance cumplió el papel histórico que le correspondía: intentar renovar ese «ambiente provinciano», difundir los movimientos de vanguardia e introducir el mayor número de [47] tendencias, corrientes y figuras del «arte nuevo» (y con él, las primeras manifestaciones de poesía «pura» y «social»). Pero, sobre todo, la revista fue esencial para canalizar la revitalización política en Cuba que se acentuaba desde principios de los años veinte: recordemos, sólo como ejemplo, que en 1926 se publica el famoso poema «La zafra» de Agustín Acosta, donde el poeta se hace eco de esas preocupaciones de signo social y nacionalista, lamentando el desastre republicano con versos destinados a alcanzar resonancia emblemática: «Musa patria, esto no fue / lo que predicó Martí».

     Idénticas inquietudes constituían la razón de ser del movimiento "de ideas» que se concretó alrededor del llamado Grupo Minorista, núcleo de la joven izquierda habanera que se había ido constituyendo desde 1923. Ese año tuvo lugar lo que se conoce como la Protesta de los Trece (trece «minoristas»), que, encabezados por el poeta Rubén Martínez Villena, concentraron el movimiento de oposición contra la corrupción y los turbios gobernantes de la llamada seudorrepública. Y cinco de esos trece -los firmantes del manifiesto «Al levar el ancla»- decidieron fundar en 1927 la revista de avance, quizá no con el propósito de dar voz pública al minorismo, pero así fue.

     Tal vez la trayectoria individual de Martínez Villena, su enérgica reacción frente al estancamiento republicano a través de su entrega al activismo político más contundente, señalara la verdadera vocación del grupo renovador: la «generación del optimismo ciego», en palabras de Carlos Ripoll(91), se abría paso histórico armada con las ansias renovadoras del vanguardismo. Eso explicaría la rápida orientación del grupo vanguardista hacia la militancia política (no obstante alguna desorientación individual, como la de Jorge Mañach), cuando en 1930 se intensificó la lucha contra la dictadura de Gerardo Machado y sus conciencias creyeron encontrar una oportunidad de expresión en la organización de aquella Revolución que quiso estallar en 1933, pero fue duramente reprimida.

     Ambas cosas, política y literatura, habían avanzado íntimamente unidas hasta entonces, y las consecuencias se habían revelado ya notablemente profundas para la segunda, que desembocaba en un panorama dual, como resumía José Antonio Portuondo:

                La lucha contra la dictadura impuso como quehacer la satisfacción de las necesidades populares como un aspecto de la lucha política. [48] Los escritores «descubren» entonces al pueblo, a las masas, en sus porciones más explotadas: el negro, el campesino, el proletario. Por otra parte, la creciente preocupación social de la literatura, que acentúa su carácter ancilar, determina la evasión de un grupo de escritores que aspiran a eludir las urgencias políticas y salvarse a sí mismos en el seno de sus propios universos poéticos, de acuerdo con las fórmulas contemporáneas de la poesía pura.(92)           

     La vanguardia, pues, cuando no se politizó, se criollizó o se depuró: esta última orientación, para la que fue determinante la influencia de Paul Valéry, ofrece en Poemas en menguante (1928) de Mariano Brull sus manifestaciones más nítidas, que continuarían con Júbilo y fuga (1931) de Emilio Ballagas, o Trópico (1930) de Eugenio Florit. Y la segunda tuvo también en 1930 una fecha clave: la publicación de Motivos de son de Nicolás Guillén se considera el momento de la definitiva consolidación del negrismo, cuyos representantes más significativos acabarían siendo el Ballagas de Cuaderno de poesía negra (1934) y el propio Guillén, que con aquel breve libro y Sóngoro cosongo. Poemas mulatos (1931) se consagra como figura principal del movimiento.

     Así, la revista de avance, después de haber cumplido con su cometido estético, se extinguió quizá justo cuando debía hacerlo: en 1930 la intensificación de la lucha contra la dictadura de Machado tuvo como consecuencia el recrudecimiento de la represión. El gobierno amenazaba con instaurar la censura previa a la prensa y avance decidió autosilenciarse como modo de protesta y para no tener que someterse a esa otra «depuración», ya nada poética.

     Del complejo de intenciones del breve vanguardismo cubano surge el contexto en el que ha de inscribirse la obra de Lezama, que desafió con idéntica determinación (aunque con algo de estar de vuelta de batallas inútiles) las mismas frustraciones, las mismas inconsistencias y, en suma, la misma atmósfera disolvente de la república que la vanguardia quiso combatir. Su proyecto, por tanto, constituye otro ejemplo paradigmático de ruptura y fundación: Orígenes quiso también «nacer de nuevo». Pero, con la dosis correspondiente de parricidio generacional, el grupo se negaba a sentirse heredero de las dogmáticas exclusiones vanguardistas -aún más a serlo de aquellos representantes de una vanguardia «oficializada»- y emprende su propia [49] aventura con clara conciencia de estar haciendo algo original. Lo explicaba Vitier a propósito de otro de los poetas de Orígenes:

                La última generación de poetas y artistas cubanos está empeñada en el replanteamiento radical de nuestros materiales y medios expresivos (...) Lo que aquí y ahora cada cual está intentando, según sus medios y registros, es la imprescindible y fértil tabla rasa, sin que esto tenga que ver con ninguna especie de irreverencia o iconoclasticismo.(93)          

Éste era un gesto tan vanguardista como el de avance, aunque sin manifiestos explícitos -de ahí la dificultad para perfilar nítidamente sus contornos- y en sentido contrario: pensaban que lo realmente nuevo no es una brusca ruptura, sino algo que realiza las posibilidades ocultas en lo anterior. Así, los nuevos poetas siguen a Lezama en su oposición a las novedades a ultranza y las rupturas rebeldes, y emprenden la revisión y reconstrucción de una tradición milenaria que enriquecen con los aportes de las grandes figuras de la Modernidad. Frente a un arte desmitificador e irreverente, apuestan por uno empapado de afirmaciones utópicas, por una devoción litúrgica en la labor artística y por una fe absoluta en sus posibilidades de redención. Oponen también, frente al cuestionamiento polémico de modelos culturales, esa sed integradora que animaba la «síntesis mediterránea de innumerables aportes» defendida por Lezama y que se acercaba a la vocación ecuménica que para ellos tuvo el Modernismo (especialmente Martí, pero también Darío y Casal), convertido, con otra lectura -la lezamiana- en antecedente perfecto para un proyecto que buscaba la identidad de lo cubano desde unos presupuestos tan alejados de la colonización mental como del rechazo hacia lo hispánico.

     A esas afinidades estéticas del grupo se sumaba una formación común, en gran parte autodidacta, nutrida en las fuentes más diversas, interesada en los clásicos y muy atenta a la literatura contemporánea europea e hispanoamericana, pero marcada por la Generación española del 27 como referencia inicial y tutelada por la Revista de Occidente (1923-1936), su compatriota Cruz y Raya (1933-1936) y sus compañeras mexicana y argentina de generación: las prestigiosas Contemporáneos (1928-1931) y Sur (1931-1970).(94) Ambas podrían [50] añadir a su extendida influencia por tierras americanas la que ejercieron sobre Lezama y el resto de los entonces jóvenes universitarios que conformarían la tercera generación republicana. Pero las dos tutoras fundamentales en el proceso de gestación del pensamiento lezamiano fueron, por razones opuestas, la mencionada revista de avance y la Revista de Occidente de Ortega y Gasset, que no fue sólo el puente entre sus ideas y las de los poetas del 27 español: cruzó el Atlántico e influyó también poderosamente en sus lectores del otro lado del océano.

     A partir de esas bases comunes y con la amistad como elemento de cohesión, el grupo se fue animando a emprender una nueva aventura cultural, «ya no tan interesada en avanzar como en sumergirse en busca de los orígenes», como apuntara Cintio Vitier.(95) Esa búsqueda se tradujo pronto en un acercamiento con ánimo renovado a la tradición occidental y, en definitiva, a la herencia española (uno de los «pecados» del vanguardismo precedente) como parte innegable de su identidad cultural. Y en ese modo de replantearse las cosas tuvieron también mucho que ver las grandes figuras de la cultura española que habían pasado por La Habana o que lo harían después, exiliados tras la guerra civil.



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2.2. Prehistoria de un proyecto. Lezama y la Generación del 27

     La influencia de la Generación del 27 se ha dado por supuesta, por razones de época, en la vuelta a Góngora que también realiza Lezama. Pero reducir la vertiente hispanista de su pensamiento a esa influencia directa es deformar una realidad mucho más compleja. La importancia que para sus reflexiones sobre la poesía adquiere el autor de las Soledades responde sin duda a ese ambiente de época que él respira a través del grupo que debía su nombre y sus señas de identidad [51] más reconocidas a la conmemoración del tricentenario de ese autor. Pero la fascinación por Góngora no fue en Lezama ni tan incondicional ni tan honda como se suele presentar, y, sobre todo, no se debió a esa identificación de su poesía con el ideal de virtuosismo metafórico y pureza cerebral extrema que, al menos al principio, fue característica en los poetas del 27 español.

     En realidad, la relación de Lezama con las grandes figuras del 27, que llegó a ser intensa, no tendría lugar hasta los años de Orígenes, es decir, cuando su obra estaba ya plenamente formada y resuelta a ser ella misma: Jorge Guillén, Vicente Aleixandre, Luis Cernuda, Pedro Salinas y Manuel Altolaguirre colaboraron en la revista desde su fundación, en 1944. Por supuesto, Lezama los había sabido admirar desde mucho antes, pero el magisterio fundamental que esos poetas ejercieron fue en realidad el servir de puente hacia el descubrimiento de las «influencias» que ellos habían recibido y que coincidían con ese desencanto de la vanguardia que Lezama empezó muy pronto a manifestar con un repliegue hacia la tradición.

     Entre esas lecciones estaban las advertencias de Juan Ramón Jiménez sobre la poca viabilidad de una poesía que renegara de su pasado literario, así como sus frecuentes recomendaciones a los poetas del 27 sobre la necesidad de una vuelta a «eso humano que les faltaba cuando la crítica los señaló como deshumanizados»(96); unas recomendaciones que expuso también insistentemente en las conferencias que dictó durante sus cuatro años de estancia en La Habana (1936-1939), defendiendo «el espíritu contra el injenio» y la expresión por la poesía de «lo intuitivo de la existencia material y espiritual de un país»(97).

     La influencia de los autores del 27 en la obra de Lezama, pues, habría que cifrarla, sobre todo, en ese magisterio indirecto, y en el recibido a través de las publicaciones que fueron portavoces del grupo. O concentrarla sobre todo en la obra de uno de ellos, que desde muy temprano inspiró a Lezama reflexiones sobre la poesía que resultaron decisivas para su orientación estética posterior. Me refiero a Luis Cernuda. [52]

     La presencia real de Cernuda en el universo lezamiano se reduce a sus colaboraciones en Orígenes entre los años 1950 y 1953, y apenas suele mencionarse como algo anecdótico. Pero creo que no se ha dado suficiente importancia al hecho de que el primer ensayo sobre literatura que publicó Lezama (en 1936, a sus veintiséis años)(98) estuvo dedicado a ese autor o, al menos, inspirado por la lectura de su obra. La crítica lezamiana no parece haber reparado en ese texto, e incluso es ya un lugar común hablar de «El secreto de Garcilaso», publicado un año después, como de la primera aparición pública del autor.(99) Pero aquel ensayo, titulado «Soledades habitadas por Cernuda» y publicado en agosto de 1936 en la revista Grafos(100), contenía in nuce importantes elementos que Lezama plasmaría en su poética y en la práctica de la misma inmediatamente posterior. Vale la pena detenemos en él.

     Teniendo en cuenta el acusado gongorismo del que sería su poema inicial, Muerte de Narciso, escrito por esas mismas fechas, no es de extrañar que Lezama dedicara a Góngora también sus primeras reflexiones teóricas. Ahora bien: quien había de defender muy poco después la originalidad literaria como «la dignidad de la palabra» vinculada a «la exigencia de recalcar un propio perfil, un estilo y una técnica de civilidad»(101), no se iba a conformar con deslizar su poesía por un terreno entonces ya muy trillado. Sobre el gongorismo de Lezama habrá mucho que decir, pero baste por ahora con señalar que él no fue un dócil seguidor de modas literarias, aunque tuvo la inteligencia suficiente como para no rechazar aquéllas que pudieran ofrecer aportaciones valiosas a su estética. [53]

     Naturalmente, en el ensayo del que hablamos comienza por unir su voz a «las que vibran frente al silencio de tres siglos con que la desconfianza castellana se ha mantenido al margen de las ganancias gongorinas», pero "Soledades habitadas por Cernuda» pronto deriva hacia planteamientos que muy poco tienen que ver con posturas reivindicativas o deslumbradas ante el barroco cordobés, y mucho con las convicciones que vertebrarán la obra de nuestro autor de aquí en adelante. «Empezábamos a preguntamos cuál sería la resolución poética que sobrevendría después de tantas ausencias exclusivas y de tanto paraíso hermético -reflexiona allí Lezama- ¿Cómo es que después del milagro de las Soledades no se llegó a la resolución de las preguntas poéticas en un espejo exacto de poesía y de verbo?» Y responde, rotundo:

                Se abrían dos soluciones, poblar la argentería de Góngora por la novela de una nueva sensibilidad (...), o llevar la palabra, ascendiendo a mero son, hasta su desaparición representativa absoluta (...) Góngora no puede repetir con Cézanne: he descubierto un camino con respecto a cuyas posibilidades últimas puedo considerarme un primitivo. Las etapas posteriores fueron de una ingenua mezquindad.           

     Creo que podemos ver ahí un resumen exacto de la disyuntiva con la que Lezama veía enfrentarse la trayectoria poética que él mismo estaba empezando a transitar: o el espíritu o el ingenio verbal, según dijo Juan Ramón. El texto parece alertar incluso contra los peligros de un gongorismo incondicional fenómeno de época del que también a su poesía le fue difícil escapar- que, según Lezama, «acaba inutilizándonos para la creación». Góngora interesa al autor porque «descubrió un camino» cuyas posibilidades últimas él trataba ahora de explorar, y lo hace señalando ya en la poesía de Góngora esa «carencia» que estudiará en sus ensayos de madurez con más precisión y que, como puede verse, su propia obra desde el principio intentaba cubrir: el «cosmos poético» gongorino es para él

                ... vida deshabitada, cuerpo vacío, palabras sin encarnación, vertiginosos duendes, colección de cristales (...) Su esencial falla, reparo generalizable a casi todo el arte contemporáneo, es que el desfile vertiginoso de sus impresiones sensibles no nos entrega el mito de una verdad poética paralela, cuyo dichoso acoplamiento pudiéramos llamar momentáneamente metafísica sensible, o tal vez carnal geometría. [54]           

     Lo que Lezama echa en falta en la poesía de Góngora es un componente idealista, espiritual, metafísico; es decir: no gongorino. Dámaso Alonso ya había denunciado algunos años antes la «lamentable limitación» de la poesía de Góngora: «Nos deja admirados, pero insatisfechos. No es nuestro poeta, ni menos el poeta»(102). Pero el texto de Lezama encuentra en la obra de uno de sus compañeros de generación la presencia de Góngora que se estaba buscando: en la obra de Luis Cernuda. Sobre él escribe:

                Ya se había observado sobre Góngora que en el momento de la aprehensión poética del objeto se le interponía un reflejo. Sin embargo, en esta poesía de Cernuda, a fuerza de fijeza inefable, el objeto poético acaba por ser más que suavemente anegado, tocado en su centro inconfundible. No hay rudeza de proyección sino húmeda y leve envoltura (...) Perseguir las etapas de esta poesía de Cernuda en La realidad y el deseo es revisar el proceso poético contemporáneo.          

     Cernuda había reunido en La realidad y el deseo (1936) todo lo publicado hasta entonces: Perfil del aire (1927), Donde habite el olvido (1934), El joven marino (1936) y algunos inéditos más. En esa recopilación encontró Lezama claves poéticas que sus intenciones compartían al cien por cien: el recorrido por los laberintos de las poéticas contemporáneas; la entrega a un destino, total, sin reservas y confiando también en lo posible; la sabiduría de un poeta que unió esa rebeldía individual a la defensa de valores colectivos traicionados por la sociedad y, desde luego, ese conflicto central en Cernuda entre la realidad y el deseo (o entre apariencia y verdad) que él no tardaría en incorporar, traduciéndolo a su propio código. Por eso encuentra en Cernuda, sobre todo, un esbozo de su anhelada metafísica:

               Cernuda crea los valores de ese misticismo corporal cuya legitimidad viene entregada por sus valores de proyección sobre el cuerpo (...) Una mística que no busca sumergirse para reaparecer diluida, sino que se hunde para salvarse en la gracia de ese encuentro. Misticismo que necesita la recepción sensible, opuesto a los anegarse teresianos (...) Una angustia sensual que engendra esa mística proyección chirriante como la única aventura posible después que la palabra se ha abandonado en el desfile vertiginoso del tiempo. [55]           

     «Poblar» la argentería de Góngora, proyectarse más allá de sus cristales verbales; dotar de mística proyección y «habitar» sus Soledades, rehumanizarlas: he ahí el proceso que según Lezama debía cumplir la poesía contemporánea para que el milagro gongorino rindiera sus frutos más perdurables. La poesía debía dar trascendencia al ingenio verbal, hacerse «mística» y profundizar. No hace falta subrayar que ésas fueron las bases de la búsqueda tenaz de Lezama, porque él mismo concluía su primer ensayo literario anunciando cuál iba a ser su camino:

               Vamos a saltar de la torre gongorina al agua nebulosa que la rodea y que acabará por negarla, dejando la seguridad de una penetración en el delirio.           

     Es en función de ese «salto» como Lezama se volcará sobre el Barroco, como poeta y como estudioso del mismo: tratando de descubrir una metafísica, un espíritu, en (y contra) el frío ingenio verbal que había hecho del autor de las Soledades un símbolo del arte puro y la deshumanización; algo que en su posterior apología de un Góngora «envuelto por la noche oscura de San Juan»(103) adquiere la rotundidad de un manifiesto.

     Entre estas huellas del 27 en Lezama tampoco hay que descartar un posible influjo temprano de Federico García Lorca, aunque las relaciones del poeta durante su visita a La Habana en 1930 se concentraron alrededor de la familia Loynaz y de los autores de la Generación del 23.(104) Lezama, que definió a Lorca muchos años después (y ya muy lezamianamente) como «una impulsión y una detención, sangre y espíritu», nos dice también que asistió fascinado a sus recitales en aquella ocasión:

                Recuerdo aún desde mi adolescencia la seguridad de su voz en el recitado (...) La visibilidad de los mitos de la cuenca mediterránea, unida a la gracia voluptuosa incrustada por los árabes en la España [56] sureña, unida también a una intuición vivaz y rápida de lo cotidiano poetizable, hicieron de los aportes lorquianos una fascinante imantación para la curiosidad que siempre ha despertado la española piel de toro.(105)           

Pero al principio su acercamiento a Lorca parece que fue sólo superficial: en él precisamente encontró algunas de esas «cosas a las que en poesía había que poner fin», entre ellas, «el popularismo y los pastiches fáciles del folclorismo a la española y a tanto verde que te quiero verde, y tanto verde verderol endulza la puesta de Sol»(106). En sus apuntes de la época Lezama reflexiona repetidas veces sobre esas cuestiones del folclorismo, el arte popular y el popularismo, y casi siempre en contra de esas tendencias coetáneas que, dice, «parecen empujarnos hacia lo popular, no ya como en las grandes épocas clásicas donde observamos un constante nutrirse de esa dolorosa sustancia sin la cual el arte se seca en el preciosismo, sino de una manera furibunda»(107).

     Sin embargo, el mismo Lezama partía de la asunción de una «voluntad del artesano» como condición imprescindible para la realización de una verdadera obra de arte literaria. Para referirse a la labor de Orígenes, donde vio cristalizado «el tercer estado poético cubano» (los otros dos habían sido individuales: Julián del Casal y José Martí)(108), alabó en ella su «marca de artesanía de buen signo», e incluyó, orgulloso, la opinión coincidente de Alejo Carpentier:

                Es indudable que la generación nacida de Orígenes ha dado con una forma de ver y de sentir lo cubano que nos redime del abominable realismo folclórico y costumbrista visto hasta ahora como única solución para fijar lo nuestro.(109)           

Y es que en esa distinción terminológica (y por lo tanto semántica) es donde Lezama se define, cifrando la diferencia entre el arte popular como creación y el popularismo como copia de modelos populares: [57] la grandeza del «artesano», dice Lezama, es que «trabaja con materiales duros, resistentes, y ganancias estilísticas sólo posibles con un perfeccionamiento yuxtapuesto, a través de generaciones», frente al «artista», cuyo «deseo aventurero no se encuentra con esas dos limitaciones»(110). Y aún añade: «Este divorcio entre el artista y el artesano ha originado la riqueza meramente cuantitativa del arte contemporáneo (...) Es similar a eso que se llama tragedia del lenguaje: diferenciación entre la finalidad y los métodos de realización»(111). De esa matización fundamental partía Lezama también cuando calificaba a Orígenes como un «taller renacentista». Escribía ya en 1935:

                En este sentido apetecemos la palabra «Taller», que tenga un sentido simbólico que no esté lejos de las corporaciones de artesanos donde el artista, saltando las limitaciones de su orgulloso individualismo, procura abandonarse a la alegría de una búsqueda coral, trascendental humanismo, engendrada por honradas intuiciones del tiempo histórico.(112)           

     Si existió algún vínculo entre su poética artesana y la popularista que pudo ver al principio en Lorca, Lezama sólo lo descubre mucho después, quizá cuando profundizó en ello para escribir el prólogo de una edición de las Conferencias y charlas de Federico García Lorca que publicó en 1964(113), o tal vez, sencillamente, cuando tuvo la perspectiva que le daba haber orientado su propia obra como un intento más para esa confluencia entre lo culto y lo popular que tanto caracterizó la de Lorca, pero que Lezama no parece haber recibido de él, sino de lo que llamó, matizándola, «La integración poética de Juan Ramón»(114).

En una de esas intervenciones habaneras de Juan Ramón Jiménez que Lezama se apresuraba a comentar, dijo el poeta:

                La gran poesía, ¿no es y será siempre la que funde lo popular con lo «aristocrático» en una suma de naturaleza y conciencia? La mejor [58] poesía contemporánea viene intentando unir más concientemente que nunca lo popular y lo aristocrático, no en una clase media lírica, sino en una sobreclase única final, permanente, de espíritu natural por popular y supremo por idealista.(115)           

Y Lezama matiza, volviendo sobre ese tema:

                Ese misterio no fue hecho por el pueblo, ni hecho o deshecho por el letrado. J.R.J. [sic] establece una diferencia entre lo popular y lo literario. Yo no diría poesía popular, nido de enredos, sino poesía ancestral. Ese velante, inapresable acierto, aparece siempre como lo ancestral acarreado y misterioso.(116)           

     Aquel popularismo que detectaba en el «Romance sonámbulo», pues, era algo muy distinto de la grandeza ancestral que él pretendía alcanzar. No obstante, Fina García Marruz ha insistido recientemente en que «Lorca fue muy querido por los origenistas. Lezama lo escuchó en su visita a La Habana en el 30 y hay huellas de él en su poesía inédita anterior al Narciso»(117). Esos poemas iniciales de Lezama fueron incluidos por Emilio de Armas en su edición de la Poesía Completa del autor.(118) Como explica el crítico, se encontraron manuscritos en un cuaderno, en cuya página principal aparece un título, Inicio y escape, que agrupa veintiún poemas fechados entre 1927 y 1932. La lectura de esos textos nos ofrece un Lezama en pleno proceso de búsqueda de esa voz propia y casi definitiva que alcanzaría ya en Muerte de Narciso. Y es verdad que en algunos momentos se vislumbran -además de otros tanteos y hasta jitanjáforas al estilo Mariano Brull-, esos ecos de Lorca de los que hablaba García Marruz: en Inicio y escape hay tragedias pasionales en «la noche intensa por mil voces herida», ríos con «agua de cara de luna», lunas tan «luneras» y cantos tan «sonámbulos» como los que Lorca inmortalizó. Pero también es verdad que los poemas escapan al final, y uno de ellos parece cerrar la serie incluyendo esos mismos motivos (los lorquianos y los puristas) entre las «Razones del tedio»: [59]

                     Largas hojas de tedio concentrado,
aguja y arcoluna danza el trompo de agua y seda.
Y otro y otro cigarro,
inapagablemente.
El agua saltaba, saltaba.
Blanco y verde, verdinegro.
Todo era, menos agua.
Pegado fuerte a los flancos,
viraba fuerte entusiasmo,
pura unidad de álgebra.
Volvía gris sin entusiasmo.(119)

     En unos apuntes del mismo cuaderno, Lezama anotó: «Clásico es el escritor que lleva un crítico consigo y que lo asocia íntimamente a sus trabajos»(120). Quizá él, en este sentido, fuera un clásico y el crítico que llevaba consigo decidió olvidar ese Inicio y escape que nunca se publicó.

     Al parecer, aquel Federico García Lorca triunfante en La Habana de 1930 sólo adquirió verdadera y profunda significación tras el estallido de la guerra civil española, seis años después. La conmoción por su brutal asesinato y por el exilio obligatorio que muchos de los autores españoles más conocidos tuvieron que emprender hizo fijar más la atención en sus obras. Esa tragedia propició también una actitud general de solidaridad hacia los republicanos españoles que, en el caso de Lezama, tiene su origen documental en su suscripción de una apasionada carta pública contra el actor español José González Marín que fue difundida en La Habana el 14 de febrero de 1937, en la que se podía leer:

                Después de explotar con largueza el verso maestro de Federico García Lorca, al que debe sus mejores éxitos, José González Marín ha llegado al extremo de ofrecer en Puerto Rico un recital de poesía a beneficio de los generales traidores y de las tropas moras que están desangrando a España y que en Granada segaron la vida fecunda del autor de Romancero gitano. Por un deber de fidelidad y devoción a la memoria del gran poeta del pueblo español, cuya sangre gloriosa -maltratada, destruida por los enemigos de la cultura- nos duele para siempre, los poetas cubanos que suscriben expresan su más sentida repulsa a los recitales de González Marín, quien, al poner su arte al [60] servicio de los verdugos de su patria, profana la obra del gitano ejemplar.           

A continuación aparecía la firma de José Lezama Lima junto a la de Emilio Ballagas, Nicolás Guillén, Ángel Augier, Regino Pedroso, Manuel Navarro Luna, José Antonio Portuondo, Mirta Aguirre, José Ángel Buesa, Eugenio Florit, Ramón Guirao, José Zacarías Tallet y trece firmantes más.(121) Ésa es, de hecho, la primera presencia constatable de Lorca en el universo lezamiano durante los comienzos de su carrera literaria.

     Pero de los recuerdos escritos por Lezama se puede inferir que asistió también a la famosa conferencia «La imagen poética de don Luis de Góngora» que Lorca pronunció durante su estancia en Cuba en 1930.(122) Las posibles huellas que dejó en él aquel discurso sólo son detectables en un ensayo muy posterior, aunque fundamental, sobre el que volveremos después: en «Sierpe de don Luis de Góngora» (1956), donde esa influencia, si la hubo, ha sido ya plenamente asimilada a su poética.

     Quizá Lezama reservara para Federico García Lorca un homenaje mejor que dejarse influir por él: en La expresión americana, cuando celebra la fuerza moral y «el romanticismo del hecho americano», Lezama sitúa a Lorca en un lugar de honor -junto a Fray Servando Teresa de Mier, Simón Rodríguez y José Martí-, para recordar esa «gran tradición hispánica» de vivir y morir poéticamente, que ilustra evocando a «un García Lorca que asciende como un delfín mediterráneo veteado de plata sombría en la medianoche de una tumba sin nombre»(123).

     En realidad el mejor magisterio que Lezama recibe del 27 español consistió, sobre todo, en una invitación para recuperar a quienes habían sido sus principales maestros: Juan Ramón Jiménez y José Ortega y Gasset. Esos dos nombres, junto al de José Martí, conforman la tríada en la que se sustenta la vertiente ético-poética del pensamiento de Lezama. [61]



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2.3. Tres magisterios enlazados: Juan Ramón Jiménez, José Ortega y Gasset, José Martí

     Juan Ramón Jiménez llegó a La Habana en 1936. Su estancia se prolongó allí hasta 1939 y su presencia significó mucho más que la considerable suma de las actividades promovidas y los textos publicados durante esos años. En torno a su figura se reunió un círculo de jóvenes intelectuales, entre ellos Lezama, para quien el contacto con el poeta significó el comienzo de una larga amistad»(124), pero además, una verdadera iniciación:

                Juan Ramón ha sido para mí un secreto impulso. Hacerme digno de esa amistad que él me regaló en la adolescencia ha sido siempre para mí como una voz que oía en la soledad de la conciencia. Contemplábamos fríamente cómo la poesía recorría las más opuestas etapas, de la tragedia del lenguaje a la expresión de la angustia, rabiosamente temporal, fuera del toque de la gracia (...) Habíamos huido de esas seguridades elementales; nos fijamos en el acto naciente y en la redención por la gracia. Y aquí podemos encajar la claridad y la dulce luz y la gracia en vagos ángeles de Juan Ramón Jiménez. Colocada frente a la más decisiva prueba, la gracia se hacía eficaz y palpable.(125)           

     Eso, que podría entenderse como un «retraso formativo», un volver atrás (Juan Ramón Jiménez, ya se sabe, había sido un modelo para la generación anterior, en Cuba y en España), no lo era: la figura del poeta significó para él y para los poetas que lo acompañaron un poderoso estímulo hacia adelante. Cintio Vitier, uno de los origenistas más marcados por la influencia de Juan Ramón, al menos en sus comienzos, ha explicado por qué:

                Las obras poéticas de Brull, Florit y Ballagas carecían de virtud fecundante para las generaciones posteriores. Ningún poeta pudo hallar impulso en aquellas órbitas cerradas (...) Lo mismo habría de ocurrir en España con la generación correspondiente -la de Lorca, Alberti, Guillén, Salinas, Cernuda, Aleixandre-, que no ha podido [62] engendrar sucesión válida. La explicación en ambos casos es idéntica, aunque tal vez se agrava en el nuestro: son herederos y diversificadores de las intuiciones poéticas sucesivas y el impulso fecundante central de Juan Ramón Jiménez. Por eso algunos de los más jóvenes por esos años, animados de un oscuro instinto, nos dirigimos directamente a ese venero juanramoniano, que entonces algunos podían juzgar como algo que se situaba en el antes. Pero ese antes era una verdadera raíz, un verdadero comienzo, contenía un eros poético original que podía provocar nuevas fuerzas liberadas del causalismo inmediato y a la postre cerrado de los epígonos.(126)           

     En 1936, al amparo de la Institución Hispanocubana de Cultura dirigida por Fernando Ortiz, Juan Ramón propuso, seleccionó y prologó la antología titulada La poesía cubana en 1936, publicada al año siguiente, en la que se incluyó a Lezama. Como casi toda antología, ésta fue muy discutida y generó encendidas polémicas, lo que obligó a Juan Ramón Jiménez a explicar en más de una ocasión los criterios, los fines y el «sentido secreto» de la selección que había llevado a cabo: él quiso que fuese «no un álbum de escritores que poetizan amenamente sino el granero de la cosecha mejor de los poetas cubanos de 1936»(127). Y en esa cosecha creyó ver el latido auténtico de una identidad cultural, «libre ya del popularismo de pandereta, aquí de maracas, y de tópico y floreo nacionales»:

                Cuba empieza a tocar lo universal (es decir, lo íntimo) en poesía, porque lo busca y lo siente por los caminos ciertos y con plenitud, desde sí misma; porque busca en su bella nacionalidad terrestre, marina y celeste, su internacionalidad verdadera.(128)           

A la luz de la obra posterior de Lezama, no cabe duda de que esas palabras debieron ser para él, no sólo una formulación válida de esa anhelada metafísica poética en la que ya había empezado a creer, sino la definitiva legitimación de su propio proyecto cultural. Así permite interpretarlas la evocación de aquellos momentos en una de las últimas entrevistas que concedió el autor: [63]

                1936 fue una fecha excepcional para nuestra poesía: Juan Ramón sospechó que tras las capas muertas de la cultura convencional y de propaganda se agitaban las posibilidades de una poesía que mostraba la dedicación total de una vida. De ahí salió mi afán de mostrar el mundo hipertélico de la poesía, cómo la poesía es un en sí que va al mismo tiempo mucho más allá de su finalidad.(129)           

     En realidad, la influencia más profunda de Juan Ramón Jiménez sobre Lezama no fue (o no fue sólo) literaria, sino personal, de actitud; el contacto con el poeta español funcionó como catalizador de sus propias ideas. Lo recordaba así: «Nuestra generación, que no pudo oír la encarnación del idioma en Martí, ni ver caminar por La Habana Vieja a Julián del Casal, vio en Juan Ramón una dignidad irreprochable y una palabra que rezumaba una gran tradición penetrando en el porvenir». Pero añadía:

                En él la influencia que perdura es la de la poesía. Por encima y por debajo de su poesía fluían los secretos que van de Góngora a Bécquer, sus intuiciones de Darío, la gravedad de la sentencia española resistiendo la tensión inglesa o el ensalmo con Mallarmé (...) Lo que movilizaba su presencia era la poesía, no su poesía.(130)           

     De hecho, en 1937 se celebra el Coloquio con Juan Ramón Jiménez(131), donde Lezama discute con él, como de igual a igual, sobre pureza e impureza artística, versos brotados o calculados, y sobre poesía y sensibilidad insular. «En contraste con otros acercamientos que se resolvieron naturalmente a favor de su maestrazgo -recuerda Cintio Vitier-, Lezama entró en lo juanramoniano haciéndolo, a su vez, entrar en lo lezamiano, convirtiendo el memorable Coloquio en tensión de fuerzas, juego de resistencias, desafío de esencias»(132). Por ejemplo, frente a la tan explotada estética de la rosa, Lezama propuso en el Coloquio (no sin cierta dosis de ironía, pero ironizaba siempre sobre las cosas que realmente le importaban) una personal Filosofía del [64] Clavel, que escribió luego en verso y recogió en Enemigo rumor (1941), así como un Doctrinal de la Anémona o Anemología, valiosísima para reflexionar sobre esa cubanidad a la vez terrestre, marina y celeste, pues supone «la comprensión de los silencios botánicos y atrapa también los meteoros maravillosos»(133). Y, a pesar de su veneración por el poeta español, no tuvo nunca reparos en declararse lejos de esa sensibilidad suya que «a fuerza de buscar la unidad de la blancura, lograba unos esbeltos cristales helados»(134). Incluso profetiza una evolución de la obra de Juan Ramón Jiménez acorde con el «momento barroco» que él mismo estaba buscando:

                La perfección de la rosa, jaula de aire perfecto, derecho y descreído, que se va a clavar en su tortura del tiempo ínfimo en las escalerillas de agua, donde la rosa lucha con el clavel y con la anémona, flor más sucia y bajada (...) El romance, la rosa, la forma desnuda, empiezan a sentir un extraño contorno. Es el momento barroco llegado para cierta etapa de la obra de Jiménez, en que la forma desnuda oscilará -temblará- entre la gracia de la rosa y el torcedor de la muerte...           

para concluir: «Este aguijón en Jiménez empieza a punzar en una descarga contra la armadura formal»(135).

     Pero lo realmente importante de aquel coloquio fue que, estimulado por las preguntas y respuestas de Juan Ramón Jiménez, el discurso de Lezama -complejísimo- planteaba por primera vez la necesidad de entender lo cubano como «insularidad cósmica», y de buscar su expresión a través de una poética que «bucea en los orígenes pero no rehuye soluciones universalistas». Lezama (y sintetizo una dialéctica de más de catorce páginas) propone allí superar lo que llama las «tesis disociativas», que habían generado, bien el «insularismo fanático» de «hombres-isla» entregados a la observación «hacia adentro» de su peripecia individual, o bien la «síntesis apresurada» del negrismo o la poesía mulata -en referencia obvia a la obra de Nicolás Guillén-, un «eclecticismo artístico» a su juicio superficial e insuficiente:

                Una realidad étnica mestiza no tiene nada que ver con una expresión mestiza. Entre nosotros ha habido mestizos que se han expresado dentro de los cánones del parnasianismo, y gran parte de la poesía [65] afrocubana es, en cambio, obra de poetas de raza blanca. Una cosa es el mestizaje y otra abogar por una expresión mestiza (...), cuyo principal hallazgo ha sido la incorporación de la sensibilidad negra y más frecuentemente la incorporación del vocablo onomatopéyico. Entre nosotros la poesía se resiente de haber estado de espaldas a la prueba del nueve, a la que debe responder toda poesía, según Cocteau, y se ha contentado con la primera simpatía de la prueba orejera (...) Abogar por una expresión mestiza es intentar un eclecticismo sanguinoso. La poesía será siempre amor absoluto o definitivo rencor.           

     Lezama respondía así a las palabras de Juan Ramón acerca de la cubanidad de la poesía, que debe estar «del lado del espíritu», y no «de la sangre, que enemista y separa», exponiendo a continuación su propuesta basada en la confluencia de dos principios salvadores: por una parte, la absorción universal, la apertura, lo que llama «los trabajos de incorporación» propios de toda «cultura de litoral», y, por otra, «la resaca» como contrapunto, es decir, el aporte de la Isla a las «corrientes marinas» universales. Era la versión lezamiana de las ideas de Martí sobre la dialéctica entre lo cubano, lo americano y lo universal, que apareció muy poco tiempo después formulada como lema para su revista Espuela de plata: «La ínsula distinta en el cosmos, o lo que es lo mismo, la ínsula indistinta en el cosmos»(136).

     Y esa insularidad cósmica era también el objetivo de la Teleología que por las mismas fechas Lezama proponía a un todavía desconocido Cintio Vitier en su primera carta: «... Venga a verme, pregunte por mí (...) Se siguen haciendo invisibles cosas que algún día serán la mismísima voz central que a todos nutre y que de todos es apetecida. Ya va siendo hora de que todos nos empeñemos en una Teleología Insular, en algo de veras grande y nutridor»(137).

     Esta propuesta me parece esencial para entender a Lezama, y desde luego al Grupo Orígenes. Porque Lezama deslumbró a quienes le seguirían, sin duda, con una obra sólida, totalizadora, pero en el establecimiento de las bases para su fundación, actuó como fuerza aglutinante el proyecto utópico que brotaba de esa teleología: su fe en el poder regenerador de la reconstrucción cultural culminaba en la utopía (nunca llamada así) que aseguraba la reforma de la historia por la [66] poesía. Ese proyecto se convertiría en una de las directrices principales del grupo Orígenes, sobre todo después de que a ese sentido inicial de la Teleología como propósito, se unieron las ideas sobre «La Cuba secreta» que plasmó en su revista María Zambrano, ratificando las orientaciones origenistas y haciéndolas coincidir con la secreta filosofía en la que hundía sus raíces el proyecto de Lezama: la de Ortega y Gasset.

     José Ortega y Gasset había inaugurado y difundido un estilo de pensamiento que intentaba desentrañar el sentido profundo, vital, de la cultura heredada; un «leer lo de dentro» que sin duda sirvió a Lezama como modelo para su propio modo de lectura y recuperación cultural. Tanto en los propósitos de la Revista de Occidente como en las Meditaciones del Quijote (1914) pudo encontrar Lezama inspiración para orientar su propia labor de reconstrucción por la poesía de una tradición mutilada. Decía Ortega:

                Toda labor de cultura es una interpretación -esclarecimiento, explicación o exégesis- de la vida. La vida es el texto eterno. La cultura (arte o ciencia o política) es el comentario, es aquel modo de la vida en que, refractándose ésta dentro de sí misma, adquiere pulimento y ordenación.(138)           

     La presencia de Ortega y Gasset en el «estómago del conocimiento» lezamiano se manifiesta pronto. En el Coloquio con Juan Ramón Jiménez, Lezama encuentra en Ortega una feliz confirmación de su teoría cultural que abomina del «insularismo disociativo» porque puede hacer olvidar ese fundamental «sentimiento de lontananza»; una opinión que, dice Lezama, «coincide con la del maestro Ortega y Gasset cuando afirma que los isleños sólo entornan los ojos a la vista de los barcos cargados con enfermedades infecciosas»(139). Pero en general el pensamiento de Ortega, que tuvo tanto de Tema de nuestro tiempo (1923) como de buceo en la tradición, que progresaba adentrándose y que proclamó como «su circunstancia» aquella España invertebrada (1921) que la Conciencia Histórica debía salvar, hubo de suponer para Lezama un modelo deslumbrante y, como enseguida veremos, plenamente acorde con sus convicciones regeneracionistas de [67] raíz martiana, dispuestas a evitar la «desintegración» que adivinaba en Cuba y a dar proyección de futuro a su país.

     De acuerdo con esas convicciones, en el perspectivismo de las Meditaciones de Ortega pudo encontrar Lezama la declaración de un modo de pensar la «circunstancia» que, sin duda, le tuvo que apasionar:

                La reabsorción de la circunstancia es el destino concreto del hombre. Mi salida natural hacia el universo se abre por los puertos del Guadarrama o el Campo de Ontígola. Este sector de realidad circunstante forma la otra mitad de mi persona: sólo a través de él puedo integrarme y ser yo mismo.(140)           

     Como se sabe, con aquel «Yo soy yo y mi circunstancia», Ortega estaba dando carta de naturaleza filosófica a un entrañamiento en la propia realidad (la Conciencia Histórica) destinado en última instancia a desahuciar la vieja política a favor de la nueva, esa política sui generis que practicó intuitivamente la mayoría de los autores del 98 y que exigía evitar una disparidad (la desvertebración) entre la España oficial y la España «vital». Por eso la Razón Vital de Ortega se llamó después Razón Histórica: aquel reabsorber la circunstancia consistía, no sólo en comprenderla, sino en actuar sobre ella, en transformarla. En su momento esa Razón Histórica debió constituir para Lezama algo así como la explicitación de su fe (histórica también) en el arraigo profundo en aquella «circunstancia cósmico-insular» que reveló su Coloquio con Juan Ramón Jiménez, y que no es imposible procediera de la dialéctica incorporación/disgregación sobre la que Ortega había construido su principal discurso regeneracionista sobre España.(141) Además, su pensamiento político parece que prosiguió guiado por una vocación muy similar: a la Cuba invertebrada había que salvarla adentrándose en su ser, comprendiendo su circunstancia e intentando transformarla, sin necesidad de militar en partido alguno; es más: a condición de no militar.

     En ese peculiar regeneracionismo de Lezama confluían también sus lecturas de José Martí y un fervor casi religioso hacia su figura que supo transmitir al grupo y que comprendía, además del estudio riguroso y la difusión de su obra (basta pensar en la vertiente crítica [68] de la obra de Fina García Marruz y Cintio Vitier), la interiorización de su mensaje y una actuación acorde con los principios de su pensamiento. Martí fue para el grupo Orígenes, no una influencia, sino una presencia esencial y constante -una de esas «ausencias hirvientes» de la tradición- cuya significación impregna, en mayor o menor grado, casi todas las facetas del pensamiento de sus autores. Ya el primer ensayo de García Marruz sobre Martí, publicado en 1952, contiene palabras mucho más elocuentes que cualquier explicación que yo intente dar a la presencia de ese autor en el grupo.(142) Decía allí la autora:

                Desde niños nos envuelve, nos rodea, no en la tristeza del homenaje oficial, en la cita del político frío, o en el tributo inevitable del articulista de turno, sino en cada momento en que hemos podido entrever en su oscura y fragmentaria ráfaga el misterioso cuerpo de la patria o de nuestra propia alma. Él solo es nuestra entera sustancia nacional y universal.(143)           

Y destacaba la función salvadora que el pensamiento de Martí debía adquirir en aquellos momentos: «Si estuviera entre nosotros todo sería distinto»; él es «el conjurador de todos nuestros males, el último reducto de nuestra confianza». Desde este punto de vista, el ensayo anunciaba la construcción mítica que elevó Lezama alrededor de José Martí, y que culminó en las tesis de un famoso texto profético publicado apenas unos meses antes del asalto revolucionario al Cuartel Moneada el 26 de julio de 1953, que declaró a Martí su autor intelectual.(144)

     Todavía en los umbrales de ese destino, Lezama había convertido a José Martí en el ejemplo máximo de la promesa que la poesía hace a la historia. Con Martí tiene lugar la «culminación de la expresión criolla», pero también con él es con quien alcanza plenitud el sueño [69] de propia pertenencia, la rebelión romántica que Lezama atribuye a lo americano y la gran tradición de las «ausencias genitoras», aquella que «crea un hecho por el espejo de la imagen»(145). Su figura y su obra nutren secretamente el pensamiento lezamiano desde siempre, y en ellas encuentra Lezama, para empezar, la respuesta para una de las más apremiantes preguntas de su Sistema Poético:

                ¿Cómo aumentar la corriente mayor, el pez y la flecha caudal, sumando la poiesis y el ethos? Buscar la manera en que creación y conducta puedan formar parte de la corriente mayor del lenguaje.(146)           

     Mientras la crítica martiana contemporánea reflexionaba sobre el estilo o sobre la ideología del que fuera gestor de la «guerra necesaria» del 98 que diera a Cuba su primera independencia, Lezama convertía a Martí en el símbolo por excelencia de la posibilidad de la segunda, que ya iba siendo imprescindible acometer: «Su muerte tenemos que situarla dentro del Pachacámac incaico, del dios invisible -escribía en 1957-. No ha querido hacernos vivir dentro del ideal micénico del culto a los muertos: cuando agotemos, por el conocimiento poético, su sepultura, él mismo nos llevará a nuestra pequeña empresa jónica, a la poesía como preludio de la entrada en la ciudad»(147). Y, cuando de un poeta estudioso de Góngora como él se podía esperar un interés por Martí dirigido, por ejemplo, a las sonoridades difíciles de sus «endecasílabos hirsutos», lo único que señaló Lezama para conmemorar su centenario fue la «capacidad de impulsión histórica» de su legado.

     Lo que más admiraba en él es lo que el propio Martí llamaba el «decir-hacer» cuando hablaba de sí mismo como «poeta en actos», así como esa cualidad de su expresión poética que ya había elogiado Unamuno llamándola «su lengua protoplasmática», anterior a la escisión entre prosa y verso.(148) En ese Martí poeta en actos se apoyaba la expansión que el Sistema lezamiano atribuye a la imagen poética como instrumento de la infinita posibilidad. Lezama lo explica: [70]

                Lo que pretendo es un henchimiento, una dilatación de la imagen hasta la línea del horizonte. Este henchimiento se acerca con veneración a don Luis de Góngora, respirante carbunclo, lince de diamante, grave como la mariposa cuando ya no está. Y a José Martí, fabulosa suma del idioma, incesante genitor por la imagen que vuelve a jugar al ajedrez con el hechizado Hernando de Soto y vuelve a oírle a Atahualpa las leyendas sobre el agua de vida. Se me podrá argüir que todo henchimiento o dilatación termina por engendrar tangencias. Es cierto: en Martí el lenguaje termina por reformar la realidad.(149)           

     Pero, en contra de lo que sería lógico esperar, no encontramos en la obra de Lezama un gran estudio sobre José Martí. Él, que recorrió tan atentamente la tradición literaria cubana (incluidas sus «ausencias»), en proporción al enorme fervor que demostró siempre hacia su figura y su obra, dedica muy pocas páginas a Martí. Fina García Marruz recuerda haberle planteado a Lezama esa misma pregunta:

                Acercándose el año del Centenario [1953], le pregunté cuándo nos iba a dar ese ensayo suyo que todos esperábamos sobre Martí. Me respondió: «Todavía debo esperar». ¿Qué tenía que esperar él, que se atrevió con todos los temas? Era evidente que no se trataba de un impedimento literario: necesitaba descifrarlo a la luz de nuestro destino, insertarlo en una historia mayor de la que no parecía tener aún todas las claves (...) Sentía que nosotros no podíamos venir después de Martí, de ahí lo de sus «Influencias en busca de José Martí» o lo de su «tradición por futuridad» (...) Creo que incluso necesitó crear todo un Sistema Poético para poder insertar en él -no con sentido de pasado, sino de futuridad- a José Martí.(150)           

     Lezama dedicó relativamente pocas páginas a Martí, aunque lo cita a lo largo de toda su obra con extraordinaria frecuencia. Sus «estudios» más relevantes quizá se encuentran, además de en el breve y fulgurante editorial que le dedicó en Orígenes con motivo del Centenario, en dos ensayos de Tratados en La Habana, «La sentencia de Martí» (1957) e «Influencias en busca de José Martí» (1955), y en el capítulo que le dedicó en el prólogo a la Antología de la poesía cubana que elaboró en 1965. Pero en conjunto todas las referencias a Martí se revelan fundamentales para la obra de Lezama. Martí es para él héroe indiscutible y excelente poeta, pero su verdadera grandeza, [71] dice, está en «operar sobre la tierra prometida que le es negada»(151). Ése fue el Martí del fervor de Lezama y de Orígenes: el «dios fecundo, preñador de la imagen de lo cubano»(152); el creador que conjuga historia y poesía porque «iguala sus inauguraciones en el lenguaje con sus configuraciones como constructor de pueblos» y convierte su muerte en el rito necesario para encarnar la tradición fundadora de un pueblo: «Creó una revolución en la más novedosa fundamentación: la imagen termina por encamar en la historia, la poesía se hace cántico coral»(153).

     José Martí era el núcleo perfecto para esa tradición «con rasguños proféticos» que se propuso levantar Lezama, y era también el mejor símbolo de esa posibilidad infinita de la palabra poética que, ya lo decía el autor, acaba por reformar la realidad. Por eso su ínsula tuvo a Martí como habitante central. Haciendo inventario de sus Eras Imaginarias, escribió: «La última era imaginaria es la posibilidad infinita que entre nosotros la acompaña José Martí»(154). Y según él, el acto fundacional de esa última era se celebró el 30 de septiembre de 1930: ese día tuvo lugar en La Habana una masiva protesta universitaria, violentamente reprimida, contra la tiranía de Gerardo Machado y el imperialismo, como preámbulo de la frustrada Revolución del 33 que quiso llegar después. Lezama participó en ella y años más tarde interpretaba el sentido profundo de aquellos hechos como el nacimiento de la era presidida por «la ausencia operante» de José Martí: «Bastaba aquel sumergimiento para que comenzase entre nosotros la historia de los prodigios y los ecos»(155).

     Antes, Martí había sido en la obra de Lezama «el indescifrado» omnipresente. En el enrarecido clima de los años cincuenta el autor se había referido a él, exhortando a la «celebración de su aliento, invisible resistencia, soplo sobre el mundo»(156) para lograr su «resurrección» como fuerza histórica «capaz de saltar las insuficiencias toscas [72] de lo inmediato, y avizorarnos las cúpulas de los nuevos actos nacientes»(157). La verdadera voluntad que latía bajo la construcción mítica que rodea a Martí en la obra de Lezama era la que el propio autor había desvelado desde las páginas del Diario de la Marina: «Poder justificar que su nacimiento tenía que ser entre nosotros, [lo] que podría justificar de una vez la avivadora posibilidad de una historia»(158). Por eso advertía también que Martí iba «obligando a todos al heroísmo, a la decisión extrema»(159), e insistía en que alguien debía descifrar lo extraordinario de su herencia:

                Todos los signos que corren a su totalidad son los que tenemos que tocar y reverenciar, descifrar y habitar. Ahora es un fragmento; de nuestras imágenes creadoras en lo histórico depende que vuelva a ser una totalidad. Su sentencia de la que dependemos deberá ser el encantado instrumento de Anfión que romperá los impedimentos sombríos, las murallas que no son transparentes y el aliento que metamorfoseado en piedra decapita la prolongación de las raíces.(160)           

     Ya había dicho Lezama que «la poesía evita una antítesis entre lo predicho y su cumplimiento», pero aún así sorprende encontrar en su obra esa especie «premonición» pronunciada desde muchos años antes de que se produjera el triunfo de una Revolución que se declaró inspirada en Martí. Y es que ese autor protagoniza uno de los más logrados paralelos de Lezama, el que acaba por extraer su reflexión sobre la historia del terreno especulativo para encarnarla, como diría él, en el futuro de su Isla. Ese deseo tenaz pareció convertirse en enero de 1959 en algo realizable y localizado. La utopía lezamiana, pues, dejaba de serlo y se convertía en el cumplimiento de un destino americano escrito desde siempre y, además, plenamente conciliable con los principios del Sistema Poético. De ahí su entusiasta invocación en 1959 a un cubano Ángel de la Jiribilla quizá heredero del Ángel de las maracas de Carpentier(161), pero protector de la historia posible: [73]

                Ángel de la Jiribilla, hociquillo simpático, simpatía de raíz estoica, arca de nuestra resistencia en el tiempo, ruega por nosotros. Y sonríe. Obliga a que suceda. Enseña una de tus alas, lee: realízate, cúmplete. Sé el guardián del etrusco potens, de la infinita posibilidad. Repite: lo imposible, al actuar sobre lo posible, engendra un posible en la infinidad. Ya la imagen ha creado una causalidad, es el alba de la era poética entre nosotros (...) Ahora ya sabemos que la única certeza se engendra en lo que nos rebasa y que el icárico intento de lo imposible es la única seguridad que se puede alcanzar, donde tú tienes que estar ahora, Ángel de la Jiribilla.(162)           

     El triunfo revolucionario no sólo significó para Lezama que la sentencia de Martí era por fin descifrada, sino también que su Sistema Poético aplicado a la historia parecía funcionar a la perfección. La Revolución Cubana, tal como él la sintió en esos momentos, lo confirmaba: la fuerza de la poesía actuando en la historia había construido una teleología que despertaba a la Isla de su largo sueño utópico y la hacía retomar las riendas de su destino. «Mostramos la mayor cantidad de luz que puede, hoy por hoy, mostrar un pueblo en la tierra»(163), aseguró entonces el autor.

     Como Martí, como su Martí, Lezama acarició la confluencia de la poesía y la historia en un solo acto. Sin embargo, aquella «era de la infinita posibilidad» quedó sólo en un esperanzado esbozo; no fue continuación orgánica de las eras imaginarias, sino un testimonio de adhesión poética y emocional ala Revolución, profundamente incomprendido en aquellos momentos. En la que fue su última entrevista, se defendía el autor:

                Yo creo que siempre he sido un escritor revolucionario, porque mis valores son revolucionarios (...) No he sido un hombre de acción. He asumido la realidad cubana de otra forma; pero nunca he sido una foca que espera tranquilamente que le tiren la sardina por la ventana. Jamás he puesto la cultura por encima de la vida, ni la vida por encima de la cultura (...) Y quien lea atentamente mi obra verá cosas que, si bien no están en la superficie, están, y constituyen un grito de nuestra generación en defensa de nuestra identidad cultural, en contra de la desintegración y de la frustración política del país. Hicimos las revistas Verbum, Espuela de plata y Orígenes porque [74] consideramos que ese era nuestro deber histórico, y creo que esas publicaciones -vanidad aparte, que la tengo, como todo escritor- contribuyeron a salvar la situación cubana. Porque no era sólo señalar los males; nosotros señalamos remedios para ellos y pudimos ver en Martí el mayor impedimento frente a frustración, la intrascendencia y la banalidad.(164)           

     Quizá pensaba en todo eso Lezama cuando anotó en su diario: «Ortega y Gasset me ha revelado una preciosa etimología: el adjetivo religiosus significaba escrupuloso. La primera consecuencia de Ortega frente a esa etimología es ver al hombre religioso como el enemigo de toda negligencia»(165). La «preciosa etimología» de Ortega apareció en su obra más de una vez.

     Y con esto tocamos otra de las cuestiones que han desatado controversia: la religiosidad de Lezama y la de Orígenes, por extensión. Aunque también sobre el catolicismo «respondón» del autor(166) habrá más que decir después, quiero subrayar ante todo que tampoco en eso el grupo se sometió a un dogma, y que en su obra se entreteje una religiosidad más o menos heterodoxa en cada caso con otros intereses comunes, presididos «aquí sí sin duda» por el fervor hacia la figura de Martí. Muchos de los componentes del grupo fueron (o son) creyentes: Lezama, Eliseo Diego, Octavio Smith, Gastón Baquero, Cintio Vitier, Fina García Marruz y obviamente el Padre Gaztelu, sacerdote católico. Pero Virgilio Piñera y Lorenzo García Vega constituyen la otra vertiente, radicalmente agnóstica e incluso rotundamente atea en el caso del segundo, y la cohesión del grupo se dio también por encima de estas diferencias privadas: las dos vertientes son Orígenes y ambas convergen en un punto que quizá sólo podamos entender si hablamos de la catolicidad -y no catolicismo- del pensamiento lezamiano, no sólo por su rechazo de cualquier ismo excluyente (también éste, identificado demasiado a menudo con opciones conservadoras en lo político y retrógradas en lo social), sino especialmente por su voluntad de inserción en la catolicidad entendida como una rama de su árbol genealógico, como parte ineludible de la [75] cultura occidental. Como avanzaba antes, esa religiosidad del grupo -que aceptó todas las formas del saber esotérico- se tradujo sobre todo en el sentido ceremonial y misional de su labor, en esa relación reveladora de la poesía con las circunstancias y en la asunción de las propuestas esperanzadoras de un peculiar idealismo cristianomartiano, que integraron en su estilo de vida y en su labor artística como alimento para el espíritu en un contexto que les parecía carente de él. De ahí su caracterización como «poetas trascendentalistas», según la ya clásica denominación de Roberto Fernández Retamar(167), aceptable si tenemos en cuenta que el término «trascendencia» no hay por qué adscribirlo necesariamente a una confesión religiosa en particular. El propio Fernández Retamar prevenía contra esa posible confusión, cuando advertía: «Nos ceñimos al término en su prístino sentido (...) Poesía trascendente en cuanto no se detiene morosamente en el deleite verbal, y en la que es evidente una voluntad de trascender la arquitectura de palabras»(168), en este caso, a través del lenguaje poético entendido como un vehículo para descifrar mejor la realidad asomándose a la trascendencia.

     Siguiendo con esas orientaciones del pensamiento trascendentalista de Lezama, es interesante señalar que lo que más impacto causó al autor del magisterio de Juan Ramón Jiménez, según su propia confesión(169), fueron sus teorías sobre «la República de la poesía» expuestas en la conferencia «El trabajo gustoso (política poética)» que pronunció en la Institución Hispanocubana de Cultura en diciembre de 1936. Dijo allí Juan Ramón:

                La poesía no puede convertirse, sería empequeñecerla y empequeñecernos, en un medio para esto o para lo otro, sino que, en calidad de fin, debe acompañamos constantemente, con apariencia quizá de medio (...) Para todo ello, viviendo todos en un estado natural de poesía y siendo todo lo poético de verdad, no haría falta otro estímulo que ese mismo fin (...) Ese comunismo ideal, el comunismo poético, es muy sencillo de pensamiento y de práctica: cada país debe constituirse y administrarse «poéticamente» con arreglo a su propio, profundo y bello carácter popular. Lo demás (amor, relijión, familia, [76] etcétera) se resolverá ello solo sobre el firme fundamento anterior.(170)           

El máximo solitario de la poesía española contemporánea dictaba lecciones de «comunismo poético» inolvidables para un Lezama ya orgullosamente censado en la República Moral de Martí y ávido de nuevas utopías. Cuatro meses después, escribió en la revista Verbum, la primera que tuvo bajo su dirección:

                Quizá uno de los giros más claros de este poeta sea lo que él ha llamado la república de la poesía. Abierto un debate sobre la poesía, no ha de faltar nunca el tonto peligroso que nos afirma jubilosamente que la vida está condicionada por factores socioeconómicos (...) Hoy que podemos recoger la regalía de que uno de los grandes líricos contemporáneos toque esenciales problemas de la sensibilidad cubana, meditemos en el secreto y la claridad de su palabra (...) únicamente un trabajo poético realizado sin intermediarios, y esto no evita las naturales influencias que son el aire en el reino de la cultura, nos permitirá disparamos en persecución de esa fugitiva liebre, rápida y sorprendente, para alcanzar «lo secreto y eterno» que nos exige el gran poeta que ahora vigila y cuida nuestra poesía.(171)           

      Las diferencias que separaron a Lezama y a Orígenes de lo que hemos llamado los no origenistas de su generación parecen entenderse mejor a la luz de esas palabras afiliadas sólo al partido poético de Juan Ramón y de Martí. Además, son ideas que guardan un curioso parentesco -creo que no casual- con la asimilación del pensamiento orteguiano que exhibió Lezama con motivo de la muerte del filósofo español. En una carta a María Zambrano, se refería a él, dolido por el escaso reconocimiento que se le estaba demostrando en España:

                Con la muerte de Ortega y Gasset pensé escribirle, pero estaba yo todavía muy dentro de los relatos que me llegaban de España... He preferido dejar pasar el tiempo, pues me molestaba terriblemente que aquél que había representado en la historia de España la reaparición del espíritu de fineza y que había dominado con regia agudeza una poderosa extensión de conocimiento, pudiera ser tratado con tan descampada frialdad. ¡Qué rencor! Se imponía silencio y se obligaba a subrayar sus errores. Ese trato brutal con el hombre que más había [77] enseñado en nuestro idioma en los últimos cincuenta años era de una terrible indignidad...(172)           

     Su otro homenaje a Ortega, el público, lo tributó desde las páginas del que sería el último número de la revista Orígenes. Lezama le concede entonces los más altos honores al investirlo como «Ortega el americano», en nombre de su cultura. Pero quizá estaba entonando un réquiem que sabía doble, e insiste en subrayar algunas de esas cosas «valientes, inteligentes y voluntariosas» que dijo Ortega, con las que él tanto se identificó y que tanto había tratado de difundir durante más de doce años desde las páginas de esa revista que ya no se volvería a publicar. Bastaría leer «lo cubano» donde dice «lo hispánico» para creer que Lezama estaba hablando de sí mismo y de su propio destino:

                Ortega no apetecía la tradición como disfrute, sino el disfrute de una tradición matinal, reciente, descubierta. La historia se había hecho tópica, repetición, cartoné, y comprendió que había que despellejar aquel falso ordenamiento que dañaba lo hispánico, «la perdurable modorra de idiotez y egoísmo que ha sido durante tres siglos nuestra historia». Se enfrentó hasta su muerte con esa idiotez; combatió, hasta que una mezquina circunstancia histórica le cerró todas las puertas (...) De ese destino derivó su concepción de la esencial frustración del hombre dentro de la órbita hispana. Ortega y Gasset se empeñó toda su vida en superar esa frustración, ese no habitar su destino del hombre hispano. En el señalamiento de esa frustración no hubo pesimismo en Ortega, sino virtudes aurorales, enérgicas flechas elevadas a un más alto potencial hispánico. Los que se contentaban y aprovechaban esa frustración mirarán siempre con recelo maligno ese esplendor, ese triunfo de la inteligencia, ese recio señorío de Ortega para combatir las enfermedades de su circunstancia. Él era un místico del fervor del conocimiento, del apetito de las esencias (...) A su espíritu de fineza, a la noble voracidad de su fervor humanístico a la sobriedad de su muerte, rodeada de la maligna incomprensión que se complació en escarnecerlo durante sus últimos años, el homenaje, un angustioso detenemos en la marcha, de los que trabajamos en Orígenes.(173)           

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