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3. Lezama en su circunstancia

     No deja de ser conmovedor (también revelador) comprobar que el destino poético de Lezama, quizá como un último gesto de regreso a sus orígenes, reservaba para la Revista de Occidente el que sería el último texto que publicó en vida el autor. Apareció en julio de 1976 -Lezama moría en La Habana el nueve de agosto siguiente- y se titulaba «Un poeta que camina su propia circunstancia». El artículo es, en principio, un comentario a Las palabras de la tribu, de José Ángel Valente, pero, como en casi todo texto crítico de Lezama, también éste nos dice más de él mismo que del poeta objeto de su reflexión. Esa habitual deformación manierista se traduce en este caso en algo así como un autorretrato difuminado con el que Lezama proyecta sobre Valente algunas de las inquietudes que dieron sentido a su propia poética; entre ellas una de las más claras definiciones de su «método»: «Encontrar por el intelecto y descifrar por la penetración inefable, por la vía iluminativa», y un resumen muy breve pero muy sugerente de la vertiente regeneracionista de su Sistema, aquél que «buscaba otra verdad, otro bien, otra belleza» guiado por «la eticidad fundamental» de españoles como «Giner de los Ríos, Sanz del Río, Antonio Machado y Juan Ramón Jiménez»:

                Esa eticidad se fundamenta no en el yo, rescate del individuo, sino en un yo universal, en la creencia de raíz religiosa en una conciencia universal para lo visible y lo invisible.           

Además, el texto parece querer completar esa recapitulación final con nuevas reflexiones a propósito de aquel «entrañamiento cósmico» en la propia circunstancia, heredero directo del perspectivismo de Ortega. Leemos allí:

                Partiendo de los Alpes suizos o de la llanura castellana se puede mostrar la alegría de adentrarse por todos los caminos (...) Un grupo [80] de españoles está más allá sin dejar de estar más acá de sus fronteras. María Zambrano, como J. A. Valente [sic] y otros españoles hace años que han buscado en los ventisqueros suizos, tal vez la Alta Engadina, como Nietzsche, para su vivir más profundo. Eso les ha dado un extrañamiento y una perspectiva, y también un entrañamiento, una facultad para poder tomar de un pasado el germen viviente y actualizarlo o sembrarlo de nuevo.(174)           

     «Caminar la propia circunstancia» es, pues, un ejercicio centrífugo y centrípeto a la vez, plenamente lezamiano.

     Ya había determinado Ortega que la identificación íntima, espiritual, mental, entre un hombre y un lugar es un síntoma de cultura superior: había que reconciliar el yo con la circunstancia y el espíritu con la razón, tras las diversas disyunciones padecidas a lo largo de la Modernidad. Ése fue el sentido profundo de su Raciovitalismo, y su eminente (y diferente) discípula María Zambrano entendió bien lo poético que latía secretamente en aquel método: la circunstancia vital -«realidad radical» de Ortega- debía comenzar por encontrar esa raíz, su origen perdido o desdibujado, y su meta trascendente; algo que ella consideró consustancial al fenómeno poético. «Todos los iniciados tienen la necesidad de un lugar. A veces, les es más necesario ese lugar que la palabra», precisó(175), y eso explica por qué la pensadora española supo captar tan pronto y tan bien el profundo significado de las búsquedas de Lezama y su grupo:

                Cuando alguien está iniciado por nacimiento y por tradición, cuando alguien habita verdaderamente un lugar, como José Lezama Lima La Habana; cuando el laberinto que forman las propias entrañas reclama ser recorrido y resulta ser coincidente con el laberinto de su ciudad, podría decirse que se produce una conjugación que no desmiente, sino que cualifica la trascendentalidad (...) Y la obra toda de Lezama -asistí a ello durante largos y hondos años- tuvo ese poder conjugante.(176) [81]           


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3.1. La Cuba secreta. Lecciones de María Zambrano

     Cuando, como ella misma ha narrado, en octubre de 1936 María Zambrano llega a La Habana y conoce a las pocas horas y en el emblemático restaurante La Bodeguita del Medio al joven poeta José Lezama Lima, se estaba produciendo un encuentro cuya significación marcaría los dos destinos: «Aquel joven pertenecía a mi vida esencial -escribió-. Fue un encuentro sin principio ni fin»(177). Comenzaba también entonces ese entrañable vínculo con Cuba, donde encontró, como ella dijo, su «patria prenatal»(178), que la llevó a residir en la Isla durante casi quince años de los cuarenta y cinco a que se prolongó su largo exilio. Y desde sus primeros contactos, intuyó esa misma vinculación especial entre Lezama y su circunstancia insular:

                Los poetas del grupo de Lezama me pidieron ayuda para que su labor tuviera el reconocimiento que merecía. Les prometí que así lo haría en mis colaboraciones en revistas de prestigio de América y Europa. Uno de ellos me respondió: «No, María; nosotros somos de aquí, queremos ser reconocidos aquí». Les di entonces mi primer artículo para su revista. Ese «ser de aquí» resonó en mí avasalladoramente: ese «aquí» era el lugar universal que yo había presentido y sentido en la presencia de José Lezama Lima. Él era de La Habana como Santo Tomás era de Aquino y Sócrates de Atenas. Él creyó en su ciudad.(179)           

     Afinidades similares hicieron que María Zambrano ofreciera a Lezama algunas de las más hondas lecciones espirituales que recibió y que encontrarían eco inmediato y perdurable en su poética. A través de los cursos y conferencias que impartió durante su estancia en La Habana (desde 1939 hasta 1953, ininterrumpidamente)(180), pero, sobretodo, a través del trato personal, «nuestra María», como la llamara [82] Eliseo Diego(181), ejerció sobre Lezama y los poetas que lo acompañaron un profundo magisterio, derivado, precisamente, de una de esas grandes diferencias que la separaron de su maestro Ortega: el arraigo de su obra, no ya en el terreno de la especulación o la ciencia filosófica, sino en el del desciframiento y la revelación; eso que ella denominó «Razón Poética» y que sitúa su pensamiento (paradójico, incomprendido y transgresor) siempre un poco más allá o más acá de cualquier sistema filosófico o doctrinal. Cintio Vitier definía ese peculiar magisterio en su novela autobiográfica De Peña Pobre:

                Aquella voz lejanísima, de la que no perdía una insinuante sílaba, la voz más hecha de silencio que de sonido de la profesora andaluza, peregrina de la guerra civil española, sacabala filosofía del marco didáctico para mostrarla viva, desnuda, sutil y trágica, en figura de Ifigenia o de Antígona. No sólo en ella se aliaban sentir y pensar, sino también creer y pensar, pensar y sufrir, remando intensa, aguda, delicadamente, en la misma dirección de las aguas deslumbrantes que arrastraban al muchacho y a su novia.(182)           

     Todo el quehacer filosófico de María Zambrano estuvo regido por la aplicación de esa síntesis donde poesía y filosofía, sentir y pensar, pensar y creer forman una unidad última que apunta siempre hacia cuestiones trascendentes, desde lo visible hacia lo oscuro de las cosas, y que -por eso- estableció la literatura como un modo privilegiado de expresión de los interrogantes esenciales y las grandes cuestiones filosóficas. No creo casual que esa filosofía madurara durante los años de su estancia en Cuba como exiliada, ni que lo hiciera vinculada a Lezama y a los poetas de su grupo: su visión trascendente y poética de la cultura, por la que todo enlaza con otra cosa y conlleva un sentido esencial, tenía que acercarla al ámbito de Orígenes, y muy especialmente a Lezama, para quien inquietudes semejantes constituían ya la base de su obra. No en vano evocaba, en una de las últimas cartas que escribió a su «querida y grande amiga», aquella profunda comunión intelectual: [83]

                ...En realidad siempre la sitúo en aquellos años en que nos veíamos con tanta frecuencia que nuestra conversación parecía no interrumpirse. (...) Desde aquellos años usted está en estrecha relación con la vida de nosotros. Eran años de secreta meditación y desenvuelta expresión y nos daba la compañía que necesitábamos. Éramos tres o cuatro personas que nos acompañábamos y nos disimulábamos la desesperación. Porque sin duda, donde usted hizo más labor de amistad secreta e inteligente fue entre nosotros. Yo recuerdo aquellos años como los mejores de mi vida (...) Usted estaba y penetraba en la Cuba Secreta, que existirá mientras vivamos y luego reaparecerá en formas impalpables tal vez, pero duras y resistentes como la arena mojada...(183)           

     La fe común en lo trascendente valía en ellos tanto para la vida y la cultura como para la historia. Por eso también fue Zambrano quien percibió antes y mejor que nadie esa Cuba Secreta, esencial, sumergida pero auténtica, que palpitaba en la obra origenista: también para ella una España esencial y verdadera latía aún bajo la sepultura de la guerra civil»(184). En esas concurrencias de historia y poesía se basan muchas de las más marcadas afinidades entre el Sistema Poético de Lezama y la filosofía también poética y asistemática de María Zambrano: sus historias y vidas esenciales eran tanto la España verdadera de ella como la Cuba secreta de Orígenes; la República Moral de Martí y la República española, ambas interrumpidas por estafa oficial, y ambas revestidas tanto por Lezama como por Zambrano de un sentido mucho más trascendente que el histórico inmediato: eran un símbolo de la Historia verdadera.

     Es a la luz de esa fe común como creo que hay que interpretar las palabras de la autora en el célebre ensayo «La Cuba secreta» que publicó en Orígenes en 1948, a propósito de la aparición de la antología origenista Diez poetas cubanos.(185) Aquel texto fue clave para impulsar el desarrollo del proyecto cultural de Lezama y resultó casi más decisivo que la propia antología para la cohesión del grupo, pues, aunque el libro fijaba el canon y la nómina origenista, el ensayo de María Zambrano establecía sus principales valores e intereses, y los interpretaba otorgándoles un alcance -y un prestigio- filosófico que coincidía [84] plenamente con la orientación que ellos querían dar a lo que se llamó después su trascendentalismo. Recordemos algunos fragmentos:

                Como el secreto de un viejísimo, ancestral amor, me hirió Cuba con su presencia (...) Yo sentí a Cuba poéticamente, no como cualidad sino como substancia misma. Cuba: sustancia poética visible ya. Cuba: mi secreto. Ahora, un libro de poesía cubana me dice que mi secreto, Cuba, lo es en sí misma y no sólo para mí. Y no puede eludirse la pregunta acerca de esta maravillosa coincidencia: ¿Será que Cuba no haya nacido todavía y viva a solas tendida en su pura realidad solitaria? Los Diez poetas cubanos nos dicen diferentemente la misma cosa: que la isla dormida comienza a despertar, como han despertado un día todas las tierras que han sido después historia.           
     Es de esperar que no se interprete este pensamiento como negación de lo que Cuba ha conquistado ya de Historia, ni como desvaloración de lo que ha producido de pensamiento. Despertar poético, decimos, de su íntima substancia, de lo que ha de ser el soporte, una vez revelado, de la Historia y que ha de acompañar al pensamiento como su interna música. En medio de la vida de Cuba tan despierta, Cuba secreta aún yace en su silencio...

Y su análisis concluía incidiendo en las profundas conexiones entre esa historia «secreta» de Cuba y la labor silenciosa y tenaz de Orígenes:

                ...Nada es de extrañar que este grupo de poetas cubanos haya llevado y prosiga una vida secreta y silenciosa (...) Sentimos la coincidencia de ese destino secreto con lo secreto de Cuba que se despierta; es la unidad del instante en que situación vital y obra literaria se funden (...) Cabe esperar, y aun exigir de ellos la cristalización de ese futuro que les está abierto.(186)           

     No hace falta insistir mucho en la resonancia que un planteamiento como ése hubo de tener para Lezama: a partir de esas palabras podemos entender mejor su fervor misional por el cumplimiento de un destino generacional o sus tesis sobre la «infinita posibilidad» de la poesía; incluso para entender sus crípticas reflexiones sobre la imagen como causa secreta de la historia, basta enlazar con la «traducción» que ofreció en aquel texto María Zambrano: «Cuando una tierra dormida despierta a la vida de la conciencia y del espíritu por la poesía -y siempre será por la poesía- es el instante en que van a producirse [85] las imágenes que fijan el contorno y el destino de un país, lo que se ha llamado en la época griega los Dioses»(187). Esos dioses eran quizá los mismos a los que se había referido Lezama en el poema «Noche insular», incluido en la antología objeto de aquel ensayo:

                     La mar violeta añora el nacimiento de los dioses,
ya que nacer aquí es una fiesta innombrable,
un redoble de cortejos y tritones reinando
(...)
Dance la luz reconciliando
al hombre con sus dioses desdeñosos.(188)

Y de ningún modo podía quedar indiferente ante una filosofía que animaba a practicar la «profecía moderna (...) incorporando el pasado al hoy, mejor: al mañana, como una visión profunda de la realidad social»(189), quien había escrito esos versos y quien sólo cuatro años después de aquellas palabras había de formular, ya desde las páginas de Orígenes, sus famosas tesis sobre la tradición «con rasguños proféticos»:

                Quizá la profecía aparezca entre nosotros como un candoroso empeño por romper la mecánica de la historia, el curso de su fatalidad. Suma de posibilidades para avizorar las tierras que tendremos que habitar como estilo de vida (...) No era una profecía de acentos directos, que solicitara de inmediato la calcinación de las piedras, por el contrario, consistía en esperar con estoica dignidad que el soplo, lo numinoso, fuera algún día, por la arribada de la poesía a la tradición, un castillo fuerte.(190)           

     Lo posible lezamiano se convertía así en categoría origenista fundamental, determinando la noción conexa de futuridad entendida como renacimiento continuado y reorientación de la historia; en suma, una utopía entendida, no como ensoñación evasiva que sustituyera lo real por lo irreal, sino como una suerte de profecía social basada en el rescate, de entre las profundidades de lo cubano, de ciertas fuerzas impulsoras -lo germinativo- del progreso histórico. Lo posible así [86] concebido como meta otorgaba un sentido a la tradición e inspiraba la trayectoria origenista, orientando sus búsquedas hacia la revelación por la poesía de nuevas y mejores realidades.

     La otra gran antología origenista, Cincuenta años de poesía cubana (1902-1952)(191), veía ya el proceso poético de esos años desde una lectura crítica que coincidía en todo con los planteamientos de Lezama y de Zambrano. Y conviene recordar que de esos mismos presupuestos partieron casi todas las obras fundamentales del origenismo, desde luego Lo cubano en la poesía (1957), pero también otros ensayos de Cintio Vitier como Mnemosyne (1947), La luz del imposible (1956) e incluso Ese sol del mundo moral: para una historia de la eticidad cubana (1975); que Gastón Baquero reflexionaba sobre las mismas cuestiones en artículos como «La historia respira por la poesía» (1944)(192), mientras Fina García Marruz abordaba desde sus primeros textos las mismas confluencias(193), y Eliseo Diego las plasmaba en sus poemas de En la calzada de Jesús del Monte (1944), todos ellos sobre bases filosóficas tan poéticas, míticas y utópicas a la vez como las que había expresado con insistencia la pensadora española desde sus primeros libros. Veamos hasta qué punto. Decía la autora:

                Se había llegado en la vida española a un extremo de desintegración, de aislamiento; precisamente al sentirse el individuo sin horizonte se sentía, no ligado, sino aislado. Es lo que sucede siempre que la relación entre lo íntimo, lo individual y lo social ha sido alterada. Resulta una mecanización de la vida social que encubre un absoluto desamparo del individuo que queda inerme (...) La nueva historia tendrá que ser un saber de reconciliación. Trataremos de encontrarla en su origen, en sus instantes fundamentales, tendremos que haber visto antes cuál es su íntima y verdadera constitución; cuáles son los sucesos fundamentales que la conforman. Esos sucesos, creemos, son aquellos que se trasparentan en sus formas más verídicas de expresión: pensamiento y poesía, tomando como género de la poesía, igualmente, la novela.           
     En ese sentido, la interpretación de nuestra literatura es indispensable. Los sucesos de nuestra historia, lo que real y verdaderamente [87] ha pasado entre nosotros en comunidad de destino aparece como en ninguna parte en la voz de la poesía. Poesía es revelación siempre, descubrimiento. Sucede que como nuestra más honda verdad se revela no es por la pura razón, sino por la razón poética.(194)

     No cabe duda de que fue a la luz de esos mismos planteamientos (casi uno por uno) como enfocó Cintio Vitier sus decisivas «Consideraciones finales» que definían lo cubano origenista «bajo especie de fundación» y las búsquedas del grupo como antídoto contra esa otra desintegración que se producía también en la Cuba republicana:

                Lo que en [otros] poetas era ingenuo, preconcebido o agresivo intento de «cubanizar» la poesía (...), es en nosotros necesidad profunda de conocer nuestra alma, cuando parece que sus mejores esencias se prostituyen o evaporan (...) Quizás, junto a la hermosa tradición de nuestro pensamiento eticista, la poesía signifique la única continuidad profunda que hemos tenido. A los pocos años de inaugurada la República, de la inspiración política de los fundadores coronada en la obra y la acción de Martí, apenas quedaba un grotesco fantasma. Hoy ya ni eso. Tenemos la sensación del estupor ontológico, de la situación vital en el vacío. Por eso volvemos los ojos al testimonio poético, donde ese mismo vacío puede adquirir sentido como síntoma del ser y del destino (...) Es preciso situar lo cubano bajo especie de fundación.(195)           

Por eso Lezama, confluyendo en todo con María Zambrano, defendió con su vehemencia habitual la criticada selección de Vitier en Cincuenta años de poesía cubana, subrayando una vez más la voluntad del grupo por fundar el «proceso creador de la nación», patente en la incorporación a la antología de poetas muy jóvenes entonces (Roberto Fernández Retamar o Fayad Jamís) pero que formaban parte ya, a su entender, de ese «invisible metagrama histórico»:

                Esperaban los contumaces letargíricos la inscripción oficiosa y proliferante del nombre de todos los que forman el séquito del dios de la cacería. La antología que encaraba cincuenta años de poesía cubana venía a sobresaltarlos porque iban a ser rechazados por aquella justicia poética de que habla Goethe (...) El concéntrico, la ovillada fuerza histórica de Diez poetas cubanos, iba a cobrar su relevancia [88] al verificar esos cincuenta años, no como centón o fría súmula inoperante, sino procurando participar en el proceso creador de la nación. Es así que nos ha parecido admirable que hombres de veinte años (...) aparezcan ya en esa antología, pues se vislumbra de inmediato que forman parte de la mejor corriente de poesía que estructura la imaginación como historia, la imaginación encamando en otra clase de actos y de hechos.(196)           

     Es evidente que la dimensión trascendente en la que asentó sus reflexiones humanistas María Zambrano había dejado huellas indelebles en Lezama, en ese espiritualismo que impregnará para siempre su poética, sus lecturas de la tradición, su interpretación de la historia y hasta sus proyectos para dinamizar la sociedad. Con ellos la figura de Lezama se convierte en el núcleo rector de un espacio imantado de afinidades -y de tensiones- que durante veinte años, de Verbum a Orígenes, fue reuniendo en su ínsula a escritores, críticos, pintores, escultores y músicos.



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3.2. Los orígenes de Orígenes: Verbum, Espuela de plata, Nadie parecía, Clavileño, Poeta

     «Imaginad La Habana de 1935 -escribía Lezama en unos «Recuerdos» escritos en 1957-, henchida de politiquería, con un inútil subconsciente alborotado de pesadilla colectiva, los tomos de la erudición apilando boñigas, el anual fabliaux [sic] profesoral y el horrible rechinar de los tarjeteros del Bajo Imperio»:

                ...La inteligencia no aspira en aquellos momentos a dominar por la saturación ejercida por sus obras, sino que grita por las esquinas de la polis, carece de energía para enfrentar o espumar el demos y saborea el perfume de la guanábana, los lentos envíos del eco del subconsciente siboney o los juegos de pelota (...) En medio de toda esa turbamulta, las sonrisillas provincianas frente a la universalidad manejadas con malévola astucia por los agentes macabros del resentimiento vernáculo, los infames ignorantes de muy alto rango y la autoridad universitaria, enfrentada a la comisión estudiantil que le pide el honorable recinto para escuchar la poesía dicha por Juan Ramón Jiménez, y se oye: «Miren muchachos, hay que tener cuidado con quien viene a hablar aquí ¿es conocido ese señor Jiménez?»Y la [89] prensa, tronada de incultura, que en la insignificancia de a una columna nos previene: «Han llegado los dos ilustres viajeros Menéndez y Pidal». Habían propiciado una zona pesimista, necrosada, indecisa, donde la frustración era la norma de acatamiento.(197)           

     Sin embargo, no es que la vida cultural cubana de aquellos años no ofreciera ninguna posibilidad. No abundaban, pero sí las había. Por ejemplo, una publicación habanera como Grafos (1933-1946), aunque de información general, en su momento desempeñó un notable papel cultural, incluyendo entre sus «actualidades» las artísticas y literarias. La revista publicó ilustraciones de los que luego serían los pintores de Orígenes, y brindó sus páginas a futuros origenistas como Cintio Vitier y Gastón Baquero (responsables de las secciones «Miniaturas literarias» y «Antología poética del siglo XIX»); el propio Lezama publicó en Grafos, como sabemos, sus primeros textos. Incluso parece ser que en cierto momento llegó a ofrecérsele la jefatura de redacción de la revista(198), pero seguramente pudo más que la tentadora oferta la inclinación del autor hacia la creación de un espacio editorial dedicado sólo a la poiesis y, sobre todo, no supeditado a voluntades ajenas a la suya, tan rotunda desde siempre.

     Verbum será el debut de Lezama en esa empresa. La revista nace en 1937 en la Universidad de La Habana, con René Villarnovo como director y él como secretario, y logra publicar tres números. A pesar de que tampoco era una publicación exclusiva o principalmente literaria (constituía el «órgano Oficial de la Asociación Nacional de Estudiantes de Derecho»), esa «condición de centro» de Lezama que, como recuerda Fina García Marruz, «tornaba séquito todo lo que estaba en torno»(199), acabó haciendo de Verbum una revista que muy poco tenía que ver con el Derecho pero mucho con la literatura y el arte, y mucho también con un ensayo de lo que luego sería Orígenes, desde la nómina de colaboradores habituales o el estilo de los editoriales, hasta la presencia tutelar de Juan Ramón Jiménez, que inaugura y clausura la revista, y evitó, según Lezama, «el peligro con el que toda generación se enfrenta: ir a la novedad vocinglera, pura abstracción [90] de tétano enfático, prescindiendo del círculo coral donde entonan todas las generaciones en la gloria»(200). La nota de presentación tiene ya esa vocación coral inconfundible:

                Quisiera Verbum ir desplegando la alegría de las posibilidades de expresión, ir con silencio y continuidad necesarias reuniendo los sumandos afirmativos para esa articulación que ya nos va siendo imprescindible (...) Estamos urgidos de una síntesis, responsable y alegre, en la que podamos penetrar asidos a la dignidad de la palabra y a las exigencias de recalcar un propio perfil, un estilo y una técnica de civilidad.(201)           

     El texto funciona como un poderoso imán, y en un momento en el que el panorama artístico parecía dividirse en dos grandes líneas mutuamente excluyentes -una «realista», de temática afrocubana o social, y otra «pura» más distanciada-, los primeros «sumandos» que siguieron a Lezama (Ángel Gaztelu, Gastón Baquero -muy próximo a los poetas más jóvenes, y enlace entre ellos y Lezama-, Guy Pérez Cisneros y René Portocarrero) emprendieron esa «síntesis responsable» que resolviera la disyuntiva entre una evasión purista o una participación inmediata en las circunstancias. Defendían para ello el ejercicio de una «dignidad» cuya primera consecuencia debía ser, según Lezama, «brindarle al cubano una levadura más alta, procurar elevarlo artísticamente para engendrar un eco de noble resistencia en la conducta»(202). Martí, ya lo sabemos, era el ejemplo, con su labor fundacional alimentada en la confluencia de ética y estética, y siguiendo esa estela, el grupo criticaba la incompetencia del profesorado o denunciaba «la piratería y el amiguismo» en el proceso de adjudicación de las cátedras(203) con la misma pasión con que promovía conferencias, celebraba recitales poéticos u organizaba conciertos y exposiciones de la joven pintura cubana. Precisamente a propósito de una de esas exposiciones, Guy Pérez Cisneros resumía en la revista los puntos principales de un programa común de «salvación nacional» por la cultura:

                Primero: Derrocar todo intento artístico de tendencia política, pues en este momento toda tendencia política que no sea estrictamente [91] nacional está forzosamente equivocada y sólo nos puede conducir a una desaparición total.           
     Segundo: Derrocar todo arte racista, hispanoamericano o afrocubano, que puede ser un gran obstáculo para la integración de nuestra nacionalidad.
     Tercero: Derrocar todo arte servil que se ponga a disposición de esos seres rubios que nos vienen a observar detrás de espejuelos ahumados y a pasear sus autos repletos de camisitas de colores (...) Tenemos que convencernos de que un país de arte exclusivamente turístico será siempre clonesco [sic] y nunca podrá aspirar a un verdadero rol histórico.
     Cuarto: Alentar con celo todo lo que sea capaz de crear la sensibilidad nacional y desarrollar una cultura. El deber ahora no está en la política; está en el estudio desinteresado y rudo, en la búsqueda del centro de gravedad de nuestra civilización, en el desarrollo de un orgullo patriótico sano, potente, sincero, y de una sensibilidad nacional.(204)

     El programa, aunque todavía demasiado iconoclasta para lo que sería el ideal conciliador origenista, resume algunas actitudes características del momento en que se está gestando el grupo: en lo estético, ante el poderoso desarrollo del negrismo(mal entendido al principio como mero folclorismo), se busca profundizar en una «sensibilidad nacional» más abarcadora, más plural; y en lo ético, con el descrédito en que cayó la acción política tras la frustración de la Revolución del 33 contra Machado, en ellos se imponía otra militancia apasionada, la cultural, y la urgente «búsqueda del centro de gravedad de nuestra civilización» por otras vías más resistentes a los agentes desintegradores con que amenazaba la república mutilada ya casi endémica y sus atributos más visibles: apatía cultural, crisis de legalidad en general, un avance imparable de la influencia norteamericana, y el reverso de esto último: los peligros de un nuevo provincialismo atrincherado en lo costumbrista o lo folclórico.

     El grupo rechazaría siempre esas estrecheces en que, según ellos, había desembocado la «ambigua embestida creadora» de la Vanguardia(205), y trazó sus coordenadas, como hemos visto, alrededor de ese impulso fecundante central de Juan Ramón Jiménez del que hablaba Cintio Vitier. Sin embargo, Lezama quiso siempre situar su labor más [92] allá del «rencor hacia atrás» que plantea la mecánica generacional, y en su concepto coral de las generaciones se hizo acompañar, ya desde esta primera revista, por las más sólidas figuras poéticas de la generación anterior: Emilio Ballagas, Mariano Brull y Eugenio Florit, que publicarán también en la definitiva Orígenes o bajo su sello editorial.

     Quizá por ese espíritu antipolémico, y a pesar de la pasión de futuro de las exhortaciones de Guy Pérez Cisneros, Verbum publica también otros textos de Lezama que pueden considerarse los verdaderos manifiestos sin serlo de la nueva sensibilidad. Me refiero a su segunda incursión ensayística en las profundidades literarias, El secreto de Garcilaso (publicado en el mismo número l), y a su poema inaugural Muerte de Narciso (publicado en el número 2). Volveré a esos textos en el capítulo siguiente, pero ahora me interesa destacar que en El secreto de Garcilaso, a propósito de la figura del poeta español entendida como «equilibrada síntesis renacentista» entre obra y conducta, Lezama planteaba explícitamente por primera vez una «solución unitiva» frente a todo dualismo y proponía una poética nueva pero integradora, «eficaz» precisamente por «lo decisivo de sus confluencias»:

                El dualismo poético que va a traspasar todo el siglo XVI, aparece en Garcilaso centrado y resuelto, sin intentar excluir, sin cruz de problematismo. Caso raro. (...) Garcilaso no necesita de la originalidad en el peor sentido, es decir, sentir la poesía como contrastante virtud, como lucha de generaciones, tal como la quieren imponer los retóricos de la antirretórica. Obra y conducta van a engrosar una suprema unidad, el prodigio en la fusión de amigos contrarios, sin mezquina superposición (...) Su originalidad no consistió en el hallazgo, sino en el desarrollo de las formas. Poesía tradicional, caramillos, Virgilio, Petrarca, y sale de él un feroz marfil culto.(206)           

     Garcilaso fundamenta su secreto en la resolución de las antinomias de su época (Edad Media-Renacimiento, España-Italia, lo culto-lo tradicional) en una suprema unidad, y el ensayo de Lezama -éste era su otro «secreto»- en realidad proyectaba sobre esas dualidades renacentistas el panorama poético coetáneo, haciendo de Garcilaso de la Vega un ilustre antecedente para el proyecto del autor, también articulador de arte y vida y de «lo telúrico y lo estelar», según su terminología, que pronto dejó de ser individual. Y Muerte de Narciso era la imagen de esa misma actitud, un resumen poético [93] de la toma de postura de Lezama en el contexto literario de su época. Cintio Vitier destacaba años después el papel fundador que tuvieron aquellos textos:

                Ante la frustración de lo inmediato, Lezama se sumergía en lo remoto, pero no para evadirse como en el puro juego intelectivo, sensual o angustiado de Brull o de Ballagas, sino para afincar el pie en roca de cultura y replantear la batalla en otra dimensión. Su tema, tan remotamente formulado, tenía en el fondo una absoluta actualidad: se trataba de refutar el dualismo de lo culto y lo popular que ya empezaba a escindir a nuestra poesía en polémicas estériles. El unitivo Garcilaso lo remitía, además, a la incorporación del Renacimiento que no tuvimos y que, a su vez, proyectado hacia los orígenes de la fábula, esplende en Muerte de Narciso. Se trataba, en suma, frente a la traición y la chapucería, de, realmente, comenzar.(207)           

     Así se explica que tuvieran mayor poder de convocatoria que cualquier manifiesto programático. Tras ellos, dijo Vitier, «cada poeta inicia, estremecido por la señal de José Lezama Lima, la búsqueda de su propio canon, de su propia y distinta perfección»(208). Y con ellos se inauguraba no sólo una nueva poética, sino una nueva lectura de la tradición que abría una nueva vía para encontrar lo cubano: al escribir sobre su Garcilaso, al hacer suyo un Góngora muy distinto del de la Generación del 27, al discutir con Juan Ramón Jiménez sobre insularidad, o al emprender una reescritura personal del mito de Ovidio, Lezama estaba definiéndose y definiendo una identidad, una forma nueva de entender lo cubano y sus referencias; estaba haciendo algo «nuevo» y, además, creador (o recreador) de tradición: exactamente lo que se estaba buscando.

     Por eso apenas dos años después de la desaparición de Verbum, en septiembre de 1939, sale a la venta Espuela de plata, la primera gran confluencia del grupo. A los que habían dado vida a la anterior revista se añaden ahora el exiliado español Manuel Altolaguirre, el músico José Ardévol, el escultor Alfredo Lozano, los pintores Mariano Rodríguez, Jorge Arche y Amelia Peláez, y los poetas Virgilio Piñera (el colaborador más activo de Espuela de plata, por cierto) y Cintio Vitier, a través de quien más tarde se incorporará a Orígenes el «Grupo de la calle Neptuno»: Eliseo Diego, Fina García Marruz, Octavio Smith y Agustín Pi. [94]

     La Teleología Insular, ya lo sabemos, exigía la apertura a la cultura universal. Eso quedó lezamianamente expuesto en aquel aforismo incluido en las «Razones» del primer número, que proclamaba a Cuba la ínsula distinta e indistinta en el Cosmos.(209) Los seis números de Espuela de plata (identificados con letras, de la A a la H) son ya una muestra clara de esa insularidad cósmica, que unió a la publicación de la obra de Lezama, Piñera, Gaztelu, Vitier y Baquero, traducciones de autores clásicos y modernos (de Lactancio a Joyce, de Whitman a Eliot), la colaboración de poetas españoles (Jorge Guillén, Pedro Salinas y Luis Cernuda), la presencia de Juan Ramón Jiménez -ahora desde la distancia, como otra «ausencia operante» de la tradición- y la primera colaboración de María Zambrano, que seguirá con ellos hasta el final de Orígenes.

     Otra de las «Razones» que Lezama esgrimió al frente del primer número señalaba para siempre la actitud de aquel grupo decidido a luchar sólo «contra el desgano inconcluso»:

                Mientras el hormiguero se agita -realidad, arte social, arte puro, pueblo, marfil, torre-, pregunta, responde, el Perugino se nos acerca silenciosamente y nos da la mejor solución: Prepara la sopa, mientras tanto, voy a pintar un ángel más.(210)           

     La polémica directa quedaba descartada, a favor de esa actitud ajena a los debates sobre pureza e impureza, evasión y compromiso, que ya habían escindido la poesía española(211) y empezaban a establecer dicotomías obligadas en la cubana: sólo había tiempo para la «artesanal alegría» de la creación y la necesidad de lograr con ella esa resistencia silenciosa que, por otra parte, avanzaba la norma fundamental del grupo que se expondría luego en Orígenes: «La justicia que nos interesa consiste en dividir a los hombres en creadores y trabajadores, o, por el contrario, en arribistas y perezosos»(212). El empeño dio hermosos resultados y Espuela de plata, como queda subrayado en el último número, representó un «rotundo sí» que demostraba «cuánto es posible hacer al margen de nuestras inútiles esferas oficiales [95] de cultura, por encima de su ignorancia y de su homogéneo dormir»(213).

     Quizá esa marginalidad y esa independencia costaron el cierre de la revista, tal como explicaba Lezama a Juan Ramón Jiménez en una carta: «Espuela de plata se hacía con esfuerzos increíbles, pero sin eco, y el cansancio y la imposibilidad nos apretaban terriblemente»(214). Pero parece que no fueron las únicas causas. Otro origenista, Lorenzo García Vega, aportaba una reflexión interesante al hablar de la cultura provinciana («folletinesca», la llama él) y «la sensación de estar frente a un espejismo» que dominaban la vida de los años treinta:

                Lezama, como nadie en Cuba, comprendió lo sin salida y frustrante de esa pesadilla de irrealidades mezcladas y de interminables confusiones que la realidad cubana imponía a quienes se acercaban demasiado a ella. Frente a esa actitud ante los espejismos, Espuela de plata pareció dar un paso hacia adelante. Quiso metamorfosear esa realidad; quiso, ante los frutos híbridos que siempre confundían sus identidades, robar otros frutos, e inventar el hambre para cuando se robaran esos frutos...           

     García Vega alude ahí a una de las más famosas sentencias culturales de Lezama: «Europa hizo la cultura. Y aquel verso: tenemos que fingir hambre cuando robemos los frutos. ¿Hambre fingida? ¿es eso lo que nos queda a los americanos?»(215) Y concluye atinadamente: «Pero ese paso hacia adelante no dejó de ser demasiado complicado»(216). Sí: tal vez Martí habría escrito también sobre Lezama aquello de «pecó de finura en tiempos crudos»(217). Pero además, como director parece que era extremadamente exigente, y de ahí vinieron algunos problemas(218), a los que se sumaron otras disputas internas, al parecer relacionadas [96] con la incorporación de Ángel Gaztelu a la dirección de la revista(219), que desataron la «rebelión» de Virgilio Piñera (era sólo la primera) y encendidas discusiones que acaban dividiendo al grupo.

     Las verdaderas causas del conflicto siguen siendo un enigma, parece que hasta para los propios origenistas, pero los durísimos términos en que Virgilio Piñera se dirige a Lezama en una carta de esas fechas dan muestras inequívocas de que ese «turbio affaire», como lo llama él, llegó a alcanzar una trascendencia casi tan cósmica como la integración estética que sus protagonistas pretendían alcanzar. Escribió Piñera entonces:

                Ciñéndonos a la gran síntesis podremos afirmar que tú, ante un problema de mano derecha y mano izquierda, optaste por el procedimiento de la mano izquierda. Hasta ese momento, antes de tal determinación, yo creía en ti. Creía y lo sostenía a brazo partido que tú (aunque no te lo hubieras nunca propuesto) eras aquél que instalado en «su túmulo» se frotaba los labios con el espíritu de una justicia genial; aquél que plantado en la raya invitaba a un dios y no a un tonto o a un oportunista. Eso creía yo y por ello acudía a tus convivios por considerarte entre los poquísimos con derecho al elegante diálogo (...) Un coup d'eventail y todo trastocose: quien debía ser negado era confirmado; quien por propio reconocimiento tuyo significaba una integridad entre defecciones era arrojado, ignorado, desoído (...) Una asimilación de la sociedad como fiscal y como adecuado ferrocarril de ancha vía para completar un periplo brillante te impidió ponerte de mi lado (que era el tuyo), obligándote a aceptar la amañada fórmula del personaje condenado la víspera (...) Ahora sólo creo en Espuela de plata y no en su admirable director José Lezama Lima.(220)          

     Así empezaba una tensa relación entre Lezama y Piñera, llena de peleas antológicas (verbales y no verbales) y espectaculares reconciliaciones(221) que acabaron en una mutua y respetuosa admiración, que, no obstante, no anuló nunca las diferencias fundamentales, de esencia, entre dos estéticas -dos visiones del mundo, en realidad- opuestas e irreconciliables, que en buena parte determinan algunas tendencias de la literatura cubana hasta nuestros días. [97]

     La dispersión del grupo dio lugar a la aparición entre 1942 y 1943 de tres revistas distintas: en Clavileño, editada por Gastón Baquero, se integran Cintio Vitier y su grupo de amigos; Lezama y Gaztelu publican diez números de Nadie parecía, y Virgilio Piñera funda Poeta, que, a pesar de su corta vida (sólo dos números de apenas cinco páginas), dio muestras suficientes de la propensión del autor hacia esa fecunda «tradición de la ruptura» de que hablara Octavio Paz.(222) Pero en su caso el objetivo favorito fue siempre Lezama, el reverso de sí mismo, y Poeta ha pasado a la historia sobre todo por la publicación del artículo «Terribilia meditans...», donde Piñera arremete contra él en abierta hostilidad, aunque no lejos de ofrecer una valoración acertada sobre la tenacidad de su poética:

                Después de Enemigo rumor -testimonio rotundo de la liberación- era preciso, ineludible, haber dejado atrás ciertas cosas que él no ha dejado. Era absolutamente preciso no proseguir en la utilización de su técnica usual. Hacer un verso más con lo ya sabido y descubierto por él mismo significaba repetirse genialmente, pero repetirse al fin y al cabo.(223)           

     La vocación conciliadora de la mayoría logró por fin superar las diferencias y en la primavera de 1944 la experiencia acumulada por cada uno se reúne en la revista definitiva común: Orígenes, Revista de Arte y Literatura, dirigida por Lezama y el por el recién incorporado al grupo José Rodríguez Feo, cuya presencia significó -además de su contribución literaria, que fue importantísima- que el proyecto pudiera realizarse libre de vínculos oficiales (lo que era ya un imperativo del grupo), gracias a su casi completa financiación.

     En el editorial que presenta la revista se incluye una extensa declaración de principios acorde con ese ideal de confluencia que situaba la labor del grupo «dentro de la tradición humanista, incorporando el mundo a su propia sustancia»; de nuevo un gesto cósmico con epicentro cubano, al que responde el significado de un título que proponía también fundir tradición y modernidad, orígenes y originalidad:

                No le interesa a Orígenes formular un programa, sino ir lanzando las flechas de su propia estela. Como no cambiamos con las estaciones, no tenemos que justificar en extensos alegatos una piel de camaleón. [98] No nos interesan superficiales mutaciones, sino ir subrayando la toma de posesión del ser. Queremos situarnos cerca de aquellas fuerzas de creación, de todo fuerte nacimiento, donde hay que ir a buscar la pureza o impureza, la cualidad o descalificación de todo arte. Toda obra ofrecida dentro del tipo humanista de cultura, o es una creación en la que el hombre muestra su tensión, su fiebre, sus momentos más vigilados y valiosos, o es por el contrario una manifestación banal de decorativa simpleza. Nos interesan fundamentalmente aquellos momentos de creación en los que el germen se convierte en criatura y lo desconocido va siendo poseído.(224)           

     De acuerdo con sus presupuestos iniciales, Orígenes evitó siempre pronunciar cualquier filiación o rechazo programáticos: «Hemos procurado que la diversidad sea nuestro balance y nuestra euforia -se decía orgullosamente en el cuarto aniversario-. Todo podrá tener acogida en nuestras páginas, menos lo chusma, lo frío informe, lo apresurado y el rezagado que quiere ahora pasarse de listo cuando todos sabemos que llegó tarde a la fiesta»(225). No podemos hablar tampoco de una «poética origenista» explícita que todos compartieran: en aquella constelación de poéticas cada una ofrecía una marcada singularidad. De hecho, el grupo se definió a sí mismo como «un estado de concurrencia, pero nunca un modo grupal de operaciones y coincidencia de criterios»(226) y es suficiente recordar a autores tan diferentes entre sí y respecto a Lezama como Eliseo Diego, poeta intimista de lenguaje sobrio, y Virgilio Piñera, cuya obra existencialista, insolente e irónica pareció siempre obsesionada por lo insustancial y lo absurdo de la existencia, precisamente eso que Orígenes quiso afanosamente trascender.

     Sin embargo, el grupo ha pasado a la historia como grupo, compartió sus aventuras estéticas y editoriales con clara conciencia de grupo y es reconocible como tal, de modo que algo los unió; según ellos, era una «secreta imantación». Una explicación más aclaradora sería decir que en esa atracción magnética que ejerció Lezama sobre los demás no se transmite (al menos de forma permanente) una influencia literaria, formal, visible, tal vez porque su torrente verbal, tan avasallador y tan suyo, sólo habría permitido una imitación sin escapatoria. [99] Pero lo que sí tuvo un enorme poder de seducción fue su actitud: la completa entrega al ejercicio creativo y al ambicioso proyecto que brotaba de él fortaleciendo la fe en la cultura, en su poder contra el pragmatismo vigente y en su capacidad de influencia social. La de Lezama, por tanto, fue una influencia poderosa, pero tan «misteriosa» como la que él atribuyó a Juan Ramón: lo que movilizaba su presencia era la poesía, no su poesía.

     «Yo sigo fiel a la manera clásica, es decir, un hallazgo, una creación, y después convertirlo en una religión, un alimento que pueda ser de todos», advirtió.(227) Esa «religión» resultó decisiva para la cohesión del grupo, pues daba forma a unas inquietudes comunes pero desdibujadas acerca de la utilidad de la literatura y la responsabilidad social del escritor.



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3.3. Orígenes: La República de la Poesía

     Como explicó José Antonio Portuondo en su Bosquejo histórico de las letras cubanas, el vanguardismo de avance, al enmudecer voluntariamente en 1930, quiso acabar con un período de la literatura cubana durante el cual «los escritores creyeron hallar la solución de los problemas fundamentales del país mediante el esfuerzo minoritario de las porciones cultas, con ignorancia de las grandes mayorías nacionales»: la lucha contra los procedimientos cada vez más cruentos de la dictadura de Machado habría empujado a esos escritores «hacia el convencimiento de la impotencia de los intelectuales, y al descubrimiento de las masas, cuya «revelación» intelectual les hiciera, entre otros sofismas, don José Ortega y Gasset»(228).

     Los dirigentes más radicales de aquella generación pronto publicarían un llamamiento a las armas titulado «Tiene la palabra el camarada máuser», donde Raúl Roa condensaba en ese verso de Vladimir Maiakovski los nuevos principios revolucionarios:

                Estamos viviendo no sólo el resquebrajamiento objetivo del régimen colonial. Estamos en presencia, también de una revuelta de masas contra el imperialismo yanqui y su verdugo Machado (...) Por [100] eso ya sobran la palabra y la pluma. La conciencia popular está madura para el vuelo redentor. Ahora se hace urgente predicar a balazos. La consigna es única y definitiva: ¡tiene la palabra el camarada máuser!(229)           

     Lezama es un ejemplo perfecto de asimilación en sentido contrario (el verdaderamente orteguiano, a mi entender(230)), de aquel sofisma de Ortega del que hablaba Portuondo: no sólo nunca padeció esa «impotencia de los intelectuales», sino que su convencimiento en el poder regenerador de las minorías cultas y su valoración de la cultura como resistencia -según su término emblemático- adquieren, como sabemos, proporciones míticas. Lo explicaba con palabras apasionadas en su polémica con Jorge Mañach, quien había sido de los primeros en propugnar una superación de lo que él mismo llamó La crisis de la alta cultura en Cuba (1925). Por eso le respondió Lezama:

                De la lucha contra la espantosa realidad de las circunstancias surgió en la sangre de todos nosotros la idea obsesionante de que podíamos, al avanzar en el misterio de nuestras expresiones poéticas, trazar, dentro de las desventuras rodeantes, un nuevo y viejo diálogo entre el hombre que penetra y la tierra que se hace transparente.(231)           

     Aquella «revuelta de masas» contra Machado prosiguió hasta 1933, cuando Rubén Martínez Villena organiza la huelga general que provoca la caída y la fuga del dictador el doce de agosto. Pero el país no quedó en manos revolucionarias: las maniobras norteamericanas para prolongar los días de gobierno afín siguieron tejiendo sus redes en torno al presidente provisional Carlos Manuel de Céspedes, y lo harían con cada uno de sus sucesores (Mendieta, Barnet, Gómez y Laredo) gracias a Fulgencio Batista. Hombre de confianza de Washington, Batista gobernó en la sombra desde 1934 como jefe del ejército, y después lo hizo como presidente constitucional (1940-1944), aunque distó mucho de llevar a la práctica las apreciables conquistas políticas [101] y sociales de la Constitución de 1940. «La farsa republicana adquiría la invisibilidad de un simulacro perfecto -apunta Vitier-. La ficción se apoderaba, no sólo del ideal republicano como sucedió hasta Machado, sino también del ideal revolucionario»(232), pues los gobiernos del Partido Revolucionario Cubano («Auténtico») de Grau San Martín (1944-1948) y Prío Socarrás (1948-1952) tampoco fueron mucho mejores.

     Eduardo Chibás, líder de la alternativa más honesta, el «Ortodoxo» Partido del Pueblo Cubano -cuyo emblema electoral era una escoba, para barrer a los corruptos-, se suicidó públicamente en 1951 después de un mitin radiofónico. El desprestigio de los «Auténticos» y la debilidad de los «Ortodoxos» sin Chibás, convencieron a Batista de la viabilidad de un golpe militar, que llevó a cabo el diez de marzo de 1952.(233) Eran tiempos de desilusión y fatalismo:

                Después de haber llevado a las ciudades la lucha que nuestras guerras de independencia desarrollaron en los campos, la revolución del 30 se quedó clamando muda en la conciencia del pueblo como un gesto ensangrentado y trunco.(234)           

     Cuba vivía y padecía la frustración ya casi endémica de esa República Moral que animó el proyecto liberal nacionalista del siglo XIX, con la aguda nostalgia que sugería Eliseo Diego en un poema de los años cuarenta:

                       Tendrá que ver
cómo mi padre lo decía:
la República...
Como si fuese una materia,
el alma, la camisa,
las dos manos,
una parte cualquiera de su vida.
Yo, que no sé
decirlo: la República.(235) [102]

Pero la tarea cultural de Orígenes, animada por su oscura fe, compensaba el pesimismo histórico posmachadista con su optimismo trascendente, eje central de una especie de revolución pacífica donde la palabra y la pluma volvían a desempeñar un papel fundamental:

                Creíamos que cada forma alcanzada artísticamente tenía que lograr, por una nobleza más evidente, una claridad para el estado, entonces indeciso, fluctuante, mediocrísimo (...) Queríamos un arte, no a la altura de la nación, indecisa, claudicante y amorfa, sino de un estado posible, constituido en meta, en valores de finalidad.(236)           

     Algo parecido a ese Estado ideal concebido como meta común debía ser para ellos la España republicana que representaban las ilustres figuras que habían pasado por La Habana y sufrían las consecuencias de la dictadura de Franco. Sobre todo, María Zambrano, cuyo magisterio tuvo mucho de poético y filosófico, pero también de compromiso por un futuro mejor y de apuesta intelectual por algo que pudiera revocar de una vez «esa ley fatal de nuestra historia» que formulaba el pensamiento origenista: «El callejón sin salida en que siempre había desembocado el esfuerzo heroico: la ley del imposible»(237). El proyecto de Lezama elaboraba una poética que superaba ese imposible histórico a través de su concepto de la imagen, entendida, precisamente, como «infinita posibilidad». La poesía era el «gran puente» que podría unir las dos orillas, la de lo real y la de lo posible:

                             En medio de las aguas congeladas o hirvientes,
un puente, un gran puente que no se le ve,
pero que anda sobre su obra manuscrita...
(...)
Un puente, un gran puente,
El asunto de mi cabeza...
Un gran puente, pero he ahí que no se le ve,
sus aguas hirvientes, congeladas,
rebotan contra la última pared defensiva
y raptan la testa, y la única voz
vuelve a pasar el puente, como el rey ciego
que ignora que ha sido destronado
y muere cosido suavemente a la fidelidad nocturna.(238) [103]

     Pero quizá por oposición con la generación de avance, que no dudó en entregarse a la militancia más activa, durante mucho tiempo se aceptó sin cuestionarla una caracterización de Lezama y los poetas de Orígenes como grupo apolítico, voluntariamente aislado en su «taller renacentista» y ajeno a los acontecimientos que sacudían su país durante unas décadas convulsas y decisivas para su historia. La verdad es que los origenistas, con Lezama a la cabeza, siguen conservando aún buena parte de esa imagen que creo no les corresponde, al menos en tan alto grado: el significado de Orígenes no puede entenderse del todo si no vemos su aventura como algo mucho menos autista de lo que suele pensarse. Si sus componentes más conocidos se entregaron a la elaboración de una obra difícil y cada vez más densa, con ello pretendían compensar la oquedad ambiental, ese «raimiento» del que se hablaba constantemente en la revista. Y aunque renunciaron a cualquier activismo que no fuera el poético, sustentaron con su obra una actitud cultural que tuvo una gran conciencia histórica, una honda inquietud social e incluso una actitud políticamente comprometida, aunque desdibujada por la complejidad de su formulación. Ahí quizá estuvo su error o por lo menos su insuficiencia. El propio Cintio Vitier, en un nuevo prólogo de 1968 añadido a Lo cubano en la poesía (1957), emprendía una interesante autocrítica de estas cuestiones, que señalaba la «carencia» fundamental de aquella actitud origenista: «Eliminada la acción (por desconfianza y desconocimiento de sus posibilidades), quedaban desconectadas historia y poesía. La primera era el sin sentido y la segunda, desde luego, el sentido, pero un sentido sólo platónica o proféticamente verificable»(239).

     Pero aquella sentencia de Lezama que acabó siendo divisa del grupo, «Un país frustrado en lo esencial político puede alcanzar virtudes y expresiones por otros cotos de mayor realeza»(240), no condujo nunca a una fuga de la realidad; se llevó a la práctica como un modo de compensar sus carencias y como una labor sumergida de oposición que abanderaba en sus publicaciones la figura de Martí como «cerrado impedimento a la intrascendencia y la banalidad»(241), a la espera de ese gran momento que según Lezama traería su «resurrección» como operante fuerza histórica. En una de las «Señales» sobre la realidad sociopolítica del país que publicaba la revista, se apuntaba en 1949: [104]

                Medio siglo es unidad de tiempo apreciable para cualquier conclusión. Lo que fue para nosotros integración y espiral ascensional en el siglo XIX, se trueca en desintegración en el XX. ¿Por qué? Las conspiraciones bolivarianas, las guerras del 68 y del 95, Martí, la propaganda autonomista eran proyecciones que no han tenido par en el medio siglo siguiente (...) Aun los jouisser más optimistas tendrán que reconocer que las fuerzas de desintegración han sido muy superiores a las que en un estado marchan formando su contrapunto y la adecuación de sus respuestas (...) Esa corriente, honda en lo negativo, indetenible casi, hubiera podido ser contrastada si en otros sectores del gusto y de la sensibilidad se hubiera proyectado un deseo de crear, de mantener una actitud de búsqueda de lo capital y secreto.(242)           

     Pero si en la política republicana Lezama no encontraba estadistas dignos de ese nombre y de su cargo, tampoco había encontrado a esos artistas capaces de orientarlos en la dirección adecuada:

                Que no hemos tenido estadistas agudos en la interpretación de los instantes o de los fenómenos de la polis, bueno: tampoco hemos tenido artistas capaces de comunicarle al hombre de estado una misión, o de enviarlos [sic] a una tierra descubierta por su extrañeza.(243)           

Por eso quiso asumir él ese papel: «explotar la decisión del arte para crear las posibilidades de un estado mucho antes que la visión tosca de los estadistas»(244), con la instauración, frente al estado real (república o ciudad), de lo que llegó a llamar en su respuesta a Mañach «una pequeña república de las letras»(245).

     De acuerdo con la labor «silenciosa» de Orígenes, Lezama no expuso nunca ese proyecto a través de un programa o una formulación acabada, y su coherencia se va revelando sólo a medida que enlazamos piezas en apariencia inconexas. Pero poco a poco la postura política del grupo fue cobrando nitidez y sus «Señales» se hicieron más valientes, protestando por la fuga de talentos, acusando a los representantes oficiales de la cultura de ser «contumaces letargíricos», o denunciando la «falta de imaginación estatal» y la «marcha hacia la desintegración» que los sucesivos gobiernos no hacían sino acelerar.(246) [105] También resultó muy expresivo su altivo rechazo a la subvención oficial que se le ofreció en 1954 desde el Ministerio de Cultura (y que, claro, implicaba cierta complicidad con el régimen de Batista) cuando Rodríguez Feo dejó de financiar la revista:

                Si andamos diez años con vuestra indiferencia, no nos regalen ahora, se lo suplicamos, el fruto fétido de su admiración. Les damos las gracias, pero preferimos decisivamente vuestra indiferencia. La indiferencia nos fue muy útil. Con la admiración no sabríamos qué hacer. A todos nos confundiría, pues nada más nocivo que una admiración viciada de raíz. Estáis incapacitados vitalmente para admirar. Representáis el nihil admirari, escudo de las más viejas decadencias...(247)           

Y en otra de esas «Señales», Lezama deslizaba algunas claves ya inconfundibles, a propósito del célebre anatema -desintegración- que la revista lanzaba contra la seudorrepública:

                Ha existido siempre entre nosotros una médula muy por encima de esa desintegración. Existe entre nosotros otra suerte de política, otra suerte de regir la ciudad de una manera profunda y secreta. Han sido nuestros artistas, que procuran definir, comunicar sangre, diseñar movimientos. Mientras, la otra política, la fría, la desintegrada, ha rondado con su indiferencia y su dedo soez esa labor secreta que asombra ver en pie dando pruebas incesantes de su vocación como quien se dirige a su destino con misional misterio (...) Y ese grupo de nuestros artistas, si no ha vencido, está afanoso de mostrar quien venza.(248)           

     Había, por tanto, dos formas de hacer política: la inculta, falsa y desintegradora de los gobernantes oficiales, y la otra, una política secreta, profunda, auténtica, defensora de los valores de lo cubano y cultivada por los artistas, que ejercen en la amable República Lezamiana un misterioso poder redentor.(249) Ese atractivo planteamiento [106] hubo de ser decisivo para la cohesión del grupo, pues daba cauce a una ideología que no había encontrado acomodo en ninguna de las corrientes políticas cubanas de aquellos años, ni se reconocía con la capacidad (ni el interés) para crear una nueva. La propuesta lezamiana daba solvencia histórica a una aventura que buscaba oscuramente en lo poético, en las esencias y en la vuelta a los orígenes, una conquista del futuro. Recordemos que los poetas de Orígenes querían hacer tradición, pero también querían hacer profecía, «suma de posibilidades para avizorar las tierras que tendremos que habitar como estilo de vida».

     Desde esa misma convicción escribió Lezama también para Orígenes uno de sus textos más desconcertantes: «X y XX»(250), un hermético diálogo en el que dos voces discuten de nuevo la insularidad «como interrogación para la cultura» y aclaran algunos puntos que permiten entender mejor su propuesta y descubrir en ella con relativa facilidad las grandes líneas de su proyecto utópico: «Lo que en la esfera de pensamiento se llama paradoja, en lo terrestre se llama isla», escribe allí. Y concluye:

                Hay que evitar una antítesis entre lo predicho y su cumplimiento (...) No es un lujo de la inteligencia zarpar unas naves para contemplar unas arenas no holladas. Que nuestra demoníaca voluntad para lo desconocido tenga el tamaño suficiente para crear la necesidad de unas islas y la fruición para llegar hasta ellas.           

     Y entendemos que esa isla-paradoja -más que una (u otra) objetivación de Utopía en territorio americano-(251) fue una apuesta intelectual a favor de la «navegación riesgosa» del pensamiento, si enlazamos ese texto con lo dicho en «las imágenes posibles» (1948): «Ninguna aventura, ningún deseo por el que hombre ha intentado vencer una resistencia ha dejado de partir de una imagen»(252), y con su editorial del último número de Nadie parecía, que llevó el significativo título de «Resistencia»: [107]

                Cuando la resistencia ha vencido lo cuantitativo, entonces empieza a hervir el hombre. Entonces... En esta noche al principio della vieron caer del cielo un maravilloso ramo de fuego en la mar (Diario de Navegación, 15 de septiembre 1492). No caigamos en lo del paraíso recobrado, que venimos de una resistencia, que los hombres que venían apretujados en un barco que caminaba dentro de una resistencia pudieron ver un ramo de fuego que caía en el mar porque sentían la historia de muchos en una sola visión. Son las épocas de salvación, y su signo es una fogosa resistencia.(253)           

     Hay que subrayar que esa vertiente salvadora del pensamiento de Lezama no fue una derivación tardía o un añadido inconexo a su poética, sino algo que brotaba espontáneamente de una obra que rehuyó siempre cualquier intento desprovisto de esa proyección. Recordemos, por ejemplo, que en su «Rapsodia para el mulo» escrita por las mismas fechas -poema que María Zambrano vio como himno de raíz teleológica y canto a «la tenacidad de un Sísifo vencedor»(254)- Lezama situaba, frente a la «estéril cabeza negadora», la callada labor del mulo impulsada por «el agua de los orígenes»(255). La terquedad del mulo en el cumplimiento de su «destino frente a la piedra», una misión que lo sitúa contra lo inerte, es capaz de transformar la piedra en árbol y «sembrar árboles en todo abismo». Desde este punto de vista, el poema sintetiza, no sólo su afán de resistencia ante lo difícil, sino también su destino misional, fértil a través de la creación(256): [108]

                     Su don ya no es estéril: su creación,
La segura marcha en el abismo.

     La obsesión por esa salvación cultural de Cuba se remonta, como es sabido, por lo menos hasta principios del siglo XIX, cuando los principales letrados del movimiento nacionalista (Félix Varela, José de la Luz y Caballero, Domingo del Monte) inventan la tradición de «la cubanidad» y propagan la idea de una literatura nacional que «brota» naturalmente de ella. Desde entonces ese concepto cultural ha estado determinado por fines políticos, explícitos u ocultos(257), y creo que esa misma determinación es innegable en el proyecto de Lezama. Su defensa de lo cubano ha podido entenderse como la de una noción de identidad absoluta, inmutable e impermeable al contexto -a ello contribuye el uso constante de términos como 'esencia', 'raíz', 'resistencia', incluso 'orígenes'-, pero en realidad está determinada por unas circunstancias históricas muy concretas.

     Al evaluar la importancia de aquella «Biblia del Origenismo» que fue Lo cubano en la poesía de Cintio Vitier en el proceso de afirmación nacionalista cubano, Arcadio Díaz Quiñones concluyó que cumplía una función crucial, pues no sólo era el recuento de las diversas formulaciones del problema llevadas a cabo por sucesivas promociones de escritores (lo que «impone una trama a la historia literaria y a la historia de la cubanidad»), sino, además, convertía la literatura en «un instrumento de exaltación nacionalista»:

                Esos textos críticos e históricos de Vitier pueden interpretarse como un ambicioso intento de fundamentar, preservar y sistematizar la continuidad cultural nacional, a la vez que se funda un discurso acerca de la literatura en el que la conciencia de la herencia marca su pensamiento, creando las condiciones que autorizan su propio discurso.(258)           

     El propio Vitier había insistido en el carácter histórico de los propósitos [109] de su libro, explicando en el prólogo que entendía esa noción de lo cubano como el resultado de un complejo proceso de toma de conciencia de «lo que más genuinamente nos expresa en cada instante»:

                No hay una esencia inmóvil y preestablecida, nombrada lo cubano que podamos definir con independencia de sus manifestaciones sucesivas y generalmente problemáticas, para después decir: aquí está, aquí no está. Nuestra aventura consiste en ir al descubrimiento de algo que sospechamos, pero cuya identidad desconocemos. Algo, además, que no tiene una entidad fija, sino que ha sufrido un desarrollo y que es inseparable de sus diversas manifestaciones históricas.(259)           

En otras palabras: la identidad no puede verse como expresión de una realidad previamente constituida, al margen de los discursos que la articulan, de ahí que podamos concluir que también en la visión origenista de lo cubano bajo especie de fundación, esa fundación estuviera puesta al servicio de un proyecto cultural (y político) específico. Creo que con esa reformulación, en la que la definición de la nación se entiende de acuerdo con la imagen que ofrece de ella la escritura, el proyecto origenista se orientaba hacia la legitimación del papel fundamental de los representantes de la cultura en la construcción de un nuevo Estado. Con él Lezama obedecía al perfil del «buen letrado» que exigió para Nuestra América Martí: «estrategia es política»; «la solución está en crear»(260).

     El enorme poder regenerador que el proyecto de Lezama y su grupo atribuye a los representantes «selectos» de la cultura (ellos mismos) como idóneos dirigentes del país, puede ser interpretado como el equivalente en lo simbólico del compromiso político que otros autores expresaron explícitamente, o ejercieron entonces a través de la militancia real. «La nación consistía en una dilución de sus jugos, en un escaparse sus aromas mejores», explicó Gastón Baquero: «Se imponía concentrarla en espíritu, en forma, en expresión»(261). Así, si entendemos su poética, entendemos su política, y viceversa: definir y defender la identidad de lo cubano fue para ellos la única forma fecunda [110] de hacer política en un momento en que «el país estaba hueco. Sólo su alma, oculta, vivía»(262).

     La dilución amenazaba tanto desde la creciente influencia norteamericana(263), como desde la complicidad de sucesivos gobiernos que parecían empeñados en imponerla. Había que combatir al tigre de adentro y al tigre de afuera, como ya había advertido Martí(264). España, aportaba, en cambio, un linaje idóneo para preservar la identidad de lo cubano: «la terca resistencia de lo español» y «el eticismo hispánico eterno»(265).

     Las circunstancias no podían ser más acordes con la oportunidad de ese renovado arielismo(266). Para ellos el contexto replanteaba, agravándola, la problemática del 98: el período semicolonial, oficialmente, había llegado a su fin con la derogación de la famosa Enmienda Platt en 1934 -por la que la Constitución cubana establecía el derecho de Estados Unidos a «intervenir para garantizar la independencia y ayudar a cualquier gobierno a proteger las vidas, la propiedad y la libertad individual»-, pero en la práctica la «república mediatizada» suponía una menos explícita pero igualmente poderosa situación neocolonial con pretensiones anexionistas, lo que se agudizó más aún con la llegada al poder de Batista como dictador (1952-1958). El sentimiento independentista también se reavivó, y el proyecto origenista, en el fondo, recordaba las claves martianas para emprender la resistencia. Por eso afirmaba Vitier, parafraseando el curioso «Principio de la ley de gravitación de Cuba» de John Quincy Adams, que, si en lo económico y hasta en lo político ese «fruto maduro de una rama [111] lejana del árbol hispánico» había caído en manos del imperialismo norteamericano, «desde el ángulo espiritual nos escaparemos siempre», explica, «si somos capaces de entrar en contacto con las fuerzas positivas que laten detrás de nuestros vicios y flaquezas»(267). Idénticos propósitos habían inspirado el gran poema anticolonialista de Lezama, «Pensamientos en La Habana», publicado en Orígenes en 1944(268):

                          ...Si un estilo anterior sacude el árbol,
decide el sollozo de dos cabellos y exclama:
my soul is not in an ashtray.
Como quieren humillarnos les decimos
the chief of the tribe descended the staircase.
Ellos tienen unas vitrinas y usan unos zapatos.
En esas vitrinas alternan el maniquí con el quebrantahuesos disecado,
y todo lo que ha pasado por la frente del hastío del búfalo solitario.
Ellos no quieren saber que trepamos por las raíces húmedas del helecho
y que, aunque mastiquemos su estilo,
we don't choose our shoes in a show-window.
Los abalorios que nos han regalado
han fortalecido nuestra propia miseria.
Pero nos sabemos desnudos
y el ser se posará en nuestros pasos cruzados.
Y mientras nos pintarrajeaban
sabíamos que como siempre el viento rizaba las aguas
y unos pasos seguían con fruición nuestra propia miseria.
(...)
Pobre río bobo que no encuentra salida,
ni las puertas y hojas hinchando su música.
Escogió, doble contra sencillo, los terrones malditos,
pero yo no escojo mis zapatos en una vitrina.
(...)
Yo continúo trabajando la madera,
como una uña despierta,
como una serafina que ata y despierta la reminiscencia.
Mi alma no está en un cenicero. [112]

Y ése fue el propósito también de sus conferencias sobre La expresión americana, que coincidieron en 1957 con las de Vitier sobre Lo cubano en la poesía; dos grandes «actos» origenistas que, cada uno a su modo, intentaron contribuir «al rescate de nuestra dignidad»(269) confiando una vez más en el poder salvador -compensador, al menos- de la cultura.

     Algunos críticos han interpretado el poderoso sustrato hispanista del proyecto cultural del grupo Orígenes, y la consecuente relegación de lo indígena y lo negro-africano, como una limitación en su aprehensión de la identidad cultural cubana. Pero lo que defendieron como lo hispánico esencial constituía para ellos el elemento catalizador de la diversidad cultural de su pueblo, el punto de confluencia. Ahí vieron la clave para consolidar un sentimiento de identidad más resistente que las diferentes «tesis disociativas» debilitadoras. Lezama lo explicó claramente en alguna ocasión:

                Al querer subrayar valores populares en el arte, nos subordinábamos a lo hispánico: ¿no hemos visto acaso, en colecciones de versos populares negros, el A Pedro, mi hermano -el santo que tengo en la mano- roto y descosío -que no sabe ni el santo que ha sío, que era en realidad una coplilla burlesca del XVI hispano? Surgían así los temas negros tratados en octosílabos romanceados y los cuentos malcriados, donde nuestros guajiros hablan como andaluces (...) Si temíamos a los integrantes nacionales, al arte que en definitiva venía a rendirnos a lo hispánico, precisábamos ya que sólo la eticidad resistente de lo hispánico podría lograr la unidad. Sabíamos ya que lo hispánico no podía ser la norma para lograr la universalidad de nuestra expresión artística, pero si ésta se lograba, la eticidad hispánica ayudaría a la rotundidad de su pleno.(270)           

     El «enfrentamiento» de Orígenes nunca podía ser contra lo que «nutre» a lo cubano -fuera de origen hispánico, indígena, africano u oriental-, sino contra lo que lo «desintegra»: la norteamericanización resultante de esa otra teleología fatalista de la inevitable subordinación al más fuerte.

     Esa orgullosa defensa de la herencia cultural española es probable que se suscitara, en parte, por oposición a las búsquedas hispanoamericanas decimonónicas, vanguardistas y posvanguardistas de modelos [113] alternativos al hispánico, cuya adopción implicaba para ellos forzarse a ser distintos a como se era. Pero además ese problema apuntaba hacia al peligro principal de la historia cubana: el de la absorción por el otro, errónea solución al atraso histórico contra la que ya se había opuesto su adorado Martí. Así, el rescate de lo hispánico -que no era sólo lo español- lo exigían los siglos de historia común, y parecían exigirlo también las circunstancias inmediatas: una cultura aquejada de «males de osteína, de falta sustancia ósea» y víctima de los modelos introducidos en la isla por los Estados Unidos. Lo explicó Cintio Vitier cuando presentó su antología Diez poetas cubanos:

                Lo que debemos a Europa no podría ser olvidado sin caer en la triste ingenuidad americana de negar el papel todavía rector de la cuenca del Mediterráneo en los rumbos del espíritu. Y decimos «todavía» porque un nuevo espíritu, si así puede llamarse, amenaza con helar nuestras mejores esencias (aquellas que, por el contrario, Europa nos ayuda a partear y definir), desde la nación más poderosa de este mismo hemisferio.           

     Lejos de cualquier tesis hispanizante o eurocentrista, para ellos un nuevo acercamiento reflexivo a lo hispánico suponía en realidad un conocimiento más profundo y una mejor definición de lo cubano. Por eso, se insiste:

                Estamos muy lejos de constituir esa exquisita especie de evadidos que algunos imaginan (...) Resulta para nosotros evidente que el poeta hispanoamericano ha de realizarse dentro del ámbito de la poesía occidental (...) Pero no es sólo que no hayamos olvidado el conmovedor hogar histórico en que vivimos, la traicionada isla que nos mira, sino que el centro mismo de nuestro fervor ha sido el hallazgo de una realidad cubana universal, la provocación de nuestra sustancia más dura y resistente.(271)           

     Desde este punto de vista, el proyecto de Orígenes puede entenderse sin dificultades como continuador de los que el pensamiento anticolonialista cubano del XIX intentó llevar a cabo, apuntalando las bases, demarcando los contornos y estableciendo los principios éticos y estéticos que debían regir ese «estado alternativo» que también se llamó la República de las Letras: [114]

                Durante las primeras décadas del siglo XIX, los letrados prominentes se proponen reestructurar el campo intelectual cubano creando un campo literario alternativo que ellos definen como un espacio autónomo que ha de permitirles alcanzar una mayor independencia intelectual y profesional. Desde ese espacio, designado metafóricamente como la «República de las Letras Cubanas», esos letrados aspiran a tener una influencia cultural y política decisiva en la sociedad.(272)           

     Lo que sugiero es que, en el pensamiento de Lezama -que por algo despreciaba los intentos disolventes de la Vanguardia- no hay solución de continuidad entre esas aventuras intelectuales independentistas de la Cuba colonial, las regeneracionistas de fines del XIX (con Martí o Rodó como modelos principales), las vertebradoras de Ortega en la España del XX, y la suya propia(273), emprendida en un momento en que la historia de Cuba hacía particularmente oportuna la aplicación de ese legado para el establecimiento de aquella República de la Poesía aprendida de Juan Ramón. Y ahí se fundamenta buena parte de la famosa marginalidad lezamiana: al margen de modas y coyunturas estéticas, su pensamiento se identificó con el de aquéllos que antes que él habían asumido la causa de la cultura como una misión heroica, convencidos de que la labor del intelectual podía triunfar donde la política había fracasado. En ellos encontró una tradición donde enraizar su proyecto teleológico, que insistió siempre en fundamentar poéticamente tanto la vida como la política, en entender el compromiso desde la poesía, y en perseguir la creación de una Cuba posible -es decir: irrealizada pero no irrealizable-, que pudiera materializar la confluencia (también poética y también martiana) entre la justicia, la belleza y la verdad.

     La tan mencionada resistencia origenista se basaba en el fondo en la creación de algo similar a esa República de las Letras anticolonial: un espacio alternativo y autónomo que aspiraba a hacer de la cultura [115] una nueva religión en un mundo sin valores, que se opuso al poder vigente y sus excesos anticulturales, y que intentó combatir la desintegración y la docilidad ante la influencia norteamericana. Orígenes fue también una realización de esa ciudad letrada que estudió Ángel Rama y que «articula las relaciones de la cultura con el poder, consolidando el orden por su capacidad para expresarlo rigurosamente en el nivel cultural»(274); pero en este caso por oposición, mediante una ideologización destinada a derribar el orden vigente -la «farsa republicana» primero, la dictadura después- y a consolidar otro que ellos entendieron más auténtico. Eso hacía del grupo «más que una generación, un Estado de lo necesario posible en nuestra sensibilidad, una resistencia erguida frente al tiempo»(275).

     Pero el tiempo no pasaba en vano, y ya en los años cincuenta, precisamente cuando sus más famosos integrantes daban el paso a la madurez creativa, el grupo empezaba a no poder ser tenido como tal: la década final de Orígenes, tan agitada en lo político con el golpe de estado de Batista y el inicio de la lucha guerrillera en las montañas, fue agitada también por nuevos enfrentamientos internos que aceleraron el final quizá biológico de la revista. Esta vez la causa fue la publicación, en el número 34 de 1953, del texto «Crítica paralela» de Juan Ramón Jiménez, donde el poeta, ya desde su retiro, lanzaba los últimos dardos contra los que alguna vez reconoció como discípulos(276). Juan Ramón arremete allí contra Vicente Aleixandre, Luis Cernuda, Pedro Salinas, Gerardo Diego y, sobre todo, Jorge Guillén, a quien dedica juicios implacables como respuesta a unos «Epigramas» suyos aparecidos en el número 31 de Orígenes, con los que se sintió paródicamente aludido. Al parecer, Lezama publicó el texto de Juan Ramón sin consultar con Rodríguez Feo (quizá a sabiendas de que no lo aprobaría, pues era amigo personal de los atacados)(277) y, [116] aunque ni el texto ni las turbulencias que produjo eran para tanto, su publicación provocó la ruptura entre los directores y fue el motivo público del «cisma» que hizo que del número 35 de Orígenes salieran a la venta dos versiones distintas, una dirigida por Lezama y la otra por Rodríguez Feo.

     Muy similares, pero no idénticas(278), la revista de Lezama conservó casi al completo -hubo casos de vacilación- la nómina de colaboradores durante ése y cinco números más, hasta el cierre de la publicación en 1956 por dificultades económicas. La de Rodríguez Feo tampoco se alejaba mucho del espíritu de la revista común, pero pronto se convertiría en la enérgica Ciclón (1955-1957 y 1959) dirigida por él y con Virgilio Piñera como secretario, que, de acuerdo con su nombre, se proponía arrasar con todo, empezando por Lezama y su grupo. «Borrón y cuenta nueva» se titulaba el texto de presentación, enteramente dedicado al asunto, donde se proclamaba:

                Lector, he aquí a Ciclón, la nueva revista. Con él borramos a Orígenes de un golpe. A Orígenes, que como todo el mundo sabe tras diez años de eficaces servicios a la cultura en Cuba, es actualmente sólo peso muerto. Quede pues sentado de entrada que Ciclón borra a Orígenes de un golpe. En cuanto al grupo Orígenes, no hay que repetirlo, hace tiempo que, al igual de [sic] los hijos de Saturno, fue devorado por su propio padre.(279)           

     Afortunadamente, Orígenes no era sólo la revista, y a las virtudes del grupo que han perdurado hay que añadir la proyección que alcanzaron las Ediciones Orígenes, que consiguieron publicar veintitrés títulos, entre ellos los de quienes han constituido puntos de referencia fundamentales para la poesía cubana más reciente (Eliseo Diego y el mismo Lezama, por ejemplo) o estudios y antologías que aún hoy son de obligada consulta, como las dos de Vitier o La poesía contemporánea en Cuba de Fernández Retamar (1954). Por todo eso, Orígenes ha pasado a la historia como un hecho cultural que permitió la apertura a la cultura universal y el desarrollo y la maduración de las obras [117] de sus ilustres colaboradores, así como la promoción de una nueva expresión poética que orientó a la poesía cubana por caminos opuestos a los que el grupo de Lezama había transitado: aquella República de la Poesía sentó también las bases para su propia disidencia.



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3.4. El otro extremo del péndulo. La poesía después del Ciclón

     En 1942, en su revista Poeta, Virgilio Piñera había escrito: «El desarrollo es como sigue: del síntoma (Verbum) se origina el sentimiento (Espuela de plata); de éste surge el disentimiento (Clavileño, Nadie parecía y Poeta)»(280). Siguiendo ese juego de palabras, Cintio Vitier añadía años después:

                Luego vino el consentimiento (Orígenes) y finalmente el resentimiento (Ciclón). Éste ya estaba pronosticado en aquel editorial «Terribilia meditans», donde se lee: «en este consejo poético de familia poética la salvación vendrá por la enemistad, por las contradicciones, por la patada de elefante». Y Ciclón fue exactamente eso, la patada de elefante cuyos destrozos fueron a aumentar la confusión y el arribismo seudorrevolucionarios de Lunes de Revolución (1959-1961).(281)           

     Pero esa «patada de elefante» simbolizaba, más allá de las rupturas personales y la hostilidad consecuente, la oposición radical que existió desde siempre -recordemos el cisma de Espuela de plata- entre dos poéticas, dos cosmovisiones y, por tanto, dos proyectos culturales, irreconciliables. José Prats Sariol ya aplicaba un enfoque similar cuando analizaba las duras críticas contra la poesía de Lezama que pronunció Virgilio Piñera desde Poeta:

                Obsérvese cómo [esa crítica] se fundamenta en un principio de la estética romántico-vanguardista: la teoría de la búsqueda y el cambio permanentes, opuesta de raíz a la concepción clásica que en este aspecto caracterizaba a Lezama. Tal oposición es fundamental para distinguir la poética de Orígenes de la que sostuvo la revista Ciclón.(282) [118]           

     Estoy de acuerdo: Piñera reaccionaba entonces contra una obra que quizá aún admiraba, pero que no era ya la que él quería hacer. Y en su caso era una negación «dialéctica», no generacional.

     No parece verosímil que aquel conflicto entre los directores de Orígenes, por grave y hasta justificado que fuera, provocara por sí solo la rencorosa ruptura que se proclamaba ya en el primer editorial de Ciclón y que convirtió a Virgilio Piñera por largos años en «Némesis de los origenistas»(283). Tal disidencia, y los ataques correspondientes contra la obra de Lezama, adquieren, con la perspectiva que da el tiempo, los valores de esa constante cultural de «agotamiento de las formas». Y Virgilio Piñera, cuya obra pareció vivir siempre adelantada a su tiempo, pudo ser portavoz también de ese pronóstico. Desde Las furias (1941), El conflicto (1942), La isla en peso (1943) y Verso y prosa (1944) demostró que su obra obedecía a otro rumor, muy distinto del que inspiraba a Orígenes, y su ensayo «El país del arte» (1947) puede interpretarse sin dificultades como su primera diatriba anti-Lezama, lanzada con la furia del ciclón, pero todavía desde dentro de la revista anterior. Leemos allí:

                Uno se levanta todas las mañanas diciéndose que ya no puede más con esos artistas, con esas pláticas, con esas exclamaciones, con uno mismo; que basta ya de Arte, de Belleza, de Sacrificio, de Rigor, de Seriedad, de Resistencia; que no hay tal predestinación, tal éxtasis, tal destino...; que somos francmasones del Arte ¡qué horror!: yo te muestro y tú me muestras, y todos se muestran; que la meta está próxima, que ya llegaremos, ¡cómo no! ¡No faltaba más! Finalmente me digo que se nos ha hecho una sucia jugada, que mentira, que no hay tal Arte, que estamos condenados per saecula saeculorum a seguir una sombra cuyo cuerpo real y propio nada tiene que ver con el triste uso que hacemos de la misma. Bueno, me digo todo esto y mucho más, me pongo en sumo grado energético y ¿qué pasa entonces? Que el resto del día me lo paso en artista...(284)           

     Con la aparición de Ciclón en 1955 se abría, pues, una tribuna para un autor que nunca cupo en Orígenes y que rompe entonces definitivamente con ella, con su estética, con su ética y con su figura central. Pero esa fue una ruptura anunciada y razonada desde mucho antes. Las reflexiones de Piñera al respecto permiten comprobar que ya en [119] 1944 el autor estaba anunciando, al mismo tiempo, la necesidad de un nuevo lenguaje y el agotamiento del anterior. Como acuse de recibo del primer ejemplar de Orígenes, escribió a los editores:

                Señores,           
     hoy me llega Orígenes, que ustedes editan. Su recibo me obliga a un comentario (...) Llega en un momento crítico de nuestras letras: Imposible a la altura a que estamos continuar con las soluciones de hace un lustro y medio; entonces ellas funcionaban; hoy no serían sino peso muerto. Orígenes tiene que superar ese delicuescente marbete de morceaux choisis con que se adornan las culturas cuando, habiendo cumplido su fase dinámica, entran a esa elegante pero estéril postura de la momia. Yo quiero decir concretamente que Orígenes tiene que llenarse de realidad, y lo que es aún más importante y dramático: hacer real nuestra realidad.(285)

     La de Ciclón fue, sin duda, una postura más acorde con la inquieta personalidad de Piñera y más acorde también con las nuevas corrientes de pensamiento y expresión que ya empezaban a imponerse y exigían romper con una visión de las cosas que, a la luz de los cambios que se avecinaban, podían ser tachadas de anacrónicas en el nuevo contexto. La vocación de la revista, igual que la de Orígenes, siguió siendo más literaria que política, pero es interesante señalar que su silencio de dos años se explicó a los lectores aduciendo esa segunda motivación: según señala su director cuando reaparece en 1959, la revista había suspendido su publicación en junio de 1957 «...porque en los momentos en que se acrecentaba la lucha contra la tiranía de Batista y moría en las calles de La Habana y en los montes de Oriente nuestra juventud más valerosa, nos pareció una falta de pudor ofrecer a nuestros lectores simple 'literatura'»(286).

     Los acontecimientos que se habían sucedido vertiginosamente durante aquellos años sin duda ayudaron a Rodríguez Feo a intuir astutamente por dónde irían las cosas. El golpe de estado de 1952 ya había violentado la legitimidad y legitimado la violencia, pero 1956 significó para el gobierno de Batista el inicio del terrible ciclo de toda dictadura amenazada: la represión oficial que incita al terrorismo, y [120] los actos terroristas que justifican la represión. Ese año trajo también fuertes sacudidas que debilitaron la apariencia de estabilidad que trataba de mantener el gobierno: se consolidaba el Directorio Estudiantil Revolucionario orientando hacia la acción violenta la oposición al régimen; en abril fue descubierta y desarticulada una conspiración contra Batista organizada por militares leales a la Constitución, que provocó largas secuelas de arrestos; y en diciembre, Fidel Castro desembarcó del Gramma en la provincia de Oriente y se internó en las montañas con sus seguidores, perseguido por las Fuerzas Armadas. El gobierno expidió partes oficiales dándolo por muerto, pero sólo dos meses después, en febrero de 1957, el New York Times publicaba su célebre entrevista a Fidel Castro desde Sierra Maestra, cuyas consecuencias inmediatas fueron la popularización de su imagen, que adquirió el monopolio del liderazgo revolucionario, la noticia de que sus guerrillas seguían activas desde los montes de Oriente y la certidumbre de que el panorama político amenazaba turbulencias. Quizá nadie sabía a ciencia cierta lo que esos acontecimientos podían significar, pero debió ser muy difícil sustraerse a la inquietud del ambiente: eran signos inequívocos de que algo estaba pasando y de que ese algo podría convertirse en otro «borrón y cuenta nueva» que esta vez escribiría las páginas de una historia inédita.

     No es extraño que, en ese contexto, las respuestas que dio Lezama a una encuesta de 1956 sobre literatura y política(287) parecieran pronunciadas desde otra Cuba, ajena a la que se conmocionaba por la fuerza de los acontecimientos. Pero la fecha en que Lezama escribe su respuesta también es significativa por otras razones: 1956 fue el año en que Orígenes llegó a su fin, recordémoslo, tras haber rechazado públicamente una subvención estatal que habría garantizado el sostén económico de la revista. Hacía poco que Lezama había tenido que publicar su doloroso epitafio (ese «angustioso detenernos en la marcha de los que trabajamos en Orígenes» que cerró el último número(288)), y, fiel a su estilo y tal vez también a su luto, no entra en ese [121] asunto que podría haber resultado rentable para una entrevista similar, e insiste, en cambio, en sus convicciones de siempre: sus respuestas son un rechazo a cualquier relación mecánica entre literatura y política, entendida como sinónimo de Estado.

     La «brusquedad en el arte de la argumentación», dice allí, ha generado en nuestra época un «confusionismo up to date» que ha llevado a creer que toda obra de arte ha de ser política, olvidando que «puede carecer de virtud operante». Recuerda entonces su «premisa mayor»: a diferencia del concepto de 'nación' (que es ético o espiritual), y del de 'estado' (que es político), la 'sociedad' es para él «un estilo en el vivir» que exige una expresión propia y un contenido poético en lo cotidiano -lo que él llama «ceremoniales»-, que le permiten «organizar su resistencia frente al aluvión temporal». Y propone practicar otro «método relacional» entre literatura y sociedad, el suyo:

                Para nosotros las tangencias entre literatura y sociedad son tan sólo permisibles por evaporación o imagen, por saturación o metamorfosis, o por reducción o metáfora (...) Son las formas aportadas por los artistas de muchos milenios para esclarecer, descubrir o penetrar en la ciudad. Provocarán siempre el perplejo de la sociedad, pero he ahí el sacudimiento de la literatura para empujarles la puerta y amigarlos con esa sociedad hasta donde sea posible.           

     Ciclón hablaba ya otro idioma. Quería penetrar en los nuevos horizontes que se empezaba a avizorar y proponía practicar sus «tangencias» con la sociedad con otras formas de sacudimiento cultural, más cercanas a valores «vanguardistas», favorables a la ruptura sin nostalgias, al contacto con las masas y a la renovación del lenguaje poético; algo que, al menos en apariencia, chocaba con esos «perplejos» de Lezama y con sus aspiraciones acerca de hallar una sustancia esencial y resistente frente al tiempo. De hecho Ciclón rompió tanto y tan explícitamente con su antecedente que más bien se subordinó a él por negación: publicar en la revista de Piñera era ya en buena medida estar en contra del proyecto de Lezama. Claro que la opinión (privada) de este último no quedó a la zaga de aquella contundencia. Escribía en 1957:

                En la actualidad háblase en poesía de la vuelta a la sencillez, contra una generación que se considera complicadísima, barroca y extremadamente cargada. Pero una parada en tercia, como dicen los esgrimistas: una sencillez lograda a voluntad, escalada a soga gimnástica, conseguida en marcha opuesta a la anterior estructura, ¿es [122] acaso una sencillez? (...) Una generación voluntariosa de la sencillez, porque la anterior fue lujosa y barroca, estrena una complicación más peligrosa y secreta que la anterior, y mucho me temo que esa decantada sencillez caiga en lo simple del recuento o en la disfrazada complicación intermedia.(289)           

Y la pública había quedado lezamianamente expuesta a través de la oscuridad militante de su obra, que ya desde La fijeza (1949) había definido la «Aclaración total» como «trabajar en hueco / llenando / un cántaro al revés, vaciando, vaciando», o insistía en que sólo «la sobreabundancia» otorga «el lleno comunicante»(290), mientras protestaba desde sus Tratados en La Habana:

                Esos reparos que se señalan con frecuencia, claro que entre los vulgares, de preciosismo, de oscuridad, de esterilidad, de falta de comunicación, ¿cuál es la correcta actitud frente a ellos? Lo contrario de lo precioso no es lo grande y humano sino lo vil y deleznable (...) Lo contrario de lo oscuro no es lo cenital o estelar, sino lo nacido sin placenta envolvente.(291)           

     Precisamente es en este contexto donde podemos insertar las derivaciones de la ya mencionada polémica entre Lezama y Jorge Mañach en 1949. La lectura de los textos que generó permite intuir que, en el fondo, las críticas de Mañach no pretendían tanto atacar a Orígenes -«la generación poética mejor dotada que Cuba ha dado», los llama(292)- como defender otro lenguaje entonces incipiente. Lezama, desde su primera y única respuesta, había respondido a su «no entiendo» con su característica defensa de «lo difícil, lo que no se rinde a los primeros rondadores»(293), pero en los últimos textos de aquel diálogo que continuó con nuevos interlocutores(294) se habla ya con insistencia [123] de claridad, de «eficacia» y de «poesía comunicativa»(295), algo que quizá el olfato de Mañach -vanguardista arrepentido pero experto en reconocer lo nuevo- identificó en aquel momento, finales de 1949, como los primeros síntomas de cambio hacia esa sensibilidad comunicante, según la conocida denominación de Mario Benedetti(296), que se extenderá poderosamente en la poesía hispanoamericana desde los años cincuenta.

     Si los nuevos poetas vacilaban al emprender una orientación común antes de 1959 -trascendencia origenista o inquietudes existenciales; intimismo neorromántico o surrealismo «comprometido»; sobreabundancia barroca o sencillez testimonial(297)-, Ciclón les pudo ayudar a encontrarla: al oponerse al trascendentalismo de Orígenes, la revista estaba defendiendo un interés por lo inmanente, por la realidad, por el día a día, que la Revolución confirmaría como prioritario. Basta recordar que en Ciclón publicó buena parte de la nueva generación de escritores que emprendería muy poco tiempo después la defensa del coloquialismo desde las páginas literarias del periódico Revolución.

     Desde este punto de vista, el antiorigenismo de Virgilio Piñera tal vez estaba anunciando desde siempre, no sólo la confrontación que estallaría inmediatamente después entre el grupo Orígenes y algunos portavoces «oficiales» de las primeras urgencias revolucionarias, sino también el nuevo realismo que se impondría de ahí en adelante: él fue, de todo el grupo Orígenes, «el único que se aproxima, más que por la tangente, por la secante, al orbe coloquial»(298). Y ya desde las páginas de Ciclón, los poemas que siguieron escribiendo Lezama, Vitier, García Marruz, incluso Diego, se identificaron con esa sensibilidad remota y ese «trasnochado hermetismo», contra cuyo auge se volvería a pronunciar la revista El Caimán Barbudo en 1966, decretando el triunfo definitivo del coloquialismo.(299) [124]

     Quizá la breve trayectoria de Ciclón constituya otro de los momentos cruciales de la cultura cubana, cuyo estudio -aún pendiente cuando escribo- ayudaría a entender mejor las actitudes, y el grado de las mismas, que adoptaron los intelectuales, entonces y después, a favor o en contra del proceso revolucionario y a favor o en contra de sus dictados estéticos. [125]



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4. Soledades habitadas por Lezama

     En 1615 Góngora defendía la «oscuridad» de sus Soledades apelando al ingenio barroco: «Hase de confesar que tiene utilidad avivar el ingenio, y eso nació de la oscuridad del poeta»(300). Más de tres siglos después, José Lezama Lima tramaba su obra bajo el lema «Sólo lo difícil es estimulante» y otorgaba a otro ingenio, el ingenio azucarero, el valor de «símbolo de lo nuestro», cifrando en «su genésico espacio oscuro» el proceso de cristalización de lo cubano, que es también «síntesis súbita de acarreos y materiales superpuestos»(301).

     Las de Lezama fueron desde el principio una prosa, una poesía y una poética difíciles, oscuras, insólitas, de «un barroquismo que no era el previsible»(302). No había en ellas continuidad con lo inmediatamente anterior, pero su originalidad no buscaba la ruptura polémica: su novedad estaba en lo ecléctico, laberíntico y «trasmutativo» de sus referencias, y su imprevisible barroquismo proclamaba como tal «el verdadero espíritu clásico [que] no rehúsa la mordida de la sierpe»(303). Una estética asombrosa y desconcertante, cuya esencia paradójica es la «solución unitiva» por la que, dice Lezama, «todo viene a parar en lo de Gracián: nos concertamos de desconciertos»(304).

     Uno de los mayores desconciertos lezamianos ha sido siempre ese barroquismo. La crítica, en general, proclama a Lezama barroco con [126] Góngora como modelo indiscutible de su poesía(305), aunque no faltan trabajos que incluso consideran al autor un «antigóngora», tanto en verso como en prosa(306), tal vez por la imposibilidad de «traducir» a términos lógicos su personal terminología, más aficionada a los conceptos que al «culto marfil».

     «Los estudiosos, tan abrumados por mi obra, tienen suerte de que abordo el ensayo; allí busco clarificar mi concepción poética», aseguraba Lezama(307), pero en ellos nos habla del súbito, la vivencia oblicua o el azar concurrente como si fueran temas de dominio público y con una capacidad de asociación que llega a extraviar al lector, pero le permite enlazar a Pascal con el Andrógino, a la catedral de La Habana con la pirámide de Keops o a Simón Rodríguez con el vacío taoísta. A pesar de que Góngora es referencia constante y una clave indiscutible de la poética de Lezama, el suyo es un gongorismo tal vez demasiado visible para ser generador de tanta «oscuridad». El propio Lezama dijo muchas veces que entre Góngora y él había diferencias notables:

                Mi amiga Fina García Marruz dice que Góngora las cosas claras las volvía oscuras y que yo las cosas oscuras las vuelvo claras. (...) Góngora partía de un color, de un metal, de un sonido, a los que aplicaba una hipérbole desproporcionada resuelta en un verbo poético con suficiente abertura para que el nuevo monstruo se rindiese como la seda. Yo parto de un oscuro y por una contemplación obsesionante logro establecer un centro irradiante en el centro de esa oscuridad que se fragmenta por la penetración de la mirada.(308)           

     Góngora fue, ya lo sabemos, la apertura de un «camino» cuyas posibilidades últimas Lezama trataba de explorar desde aquel primer [127] ensayo en que anunció su «salto» de la torre gongorina, a la búsqueda de «una mística corporal o tal vez metafísica sensible»(309), aunque los pormenores del método sólo los desveló mucho después. En «Sumas críticas del americano» (1957)(310), explicaba que la originalidad ya no podía seguir siendo ese concepto que «estallaba» en los años veinte y juzgaba en función de la divisa faire le contraire, «convirtiendo a Cézanne y Picasso en dos reyes que hacían sus juramentos caminando de espaldas el uno al otro». La verdadera originalidad, dice allí, es «una secreta continuidad», la apertura de nuevos espacios de confluencia por una relectura («memoria creadora») de la tradición cultural:

                Detrás de los valores que se aprecian como originales, se admira ahora a título de súmulas históricas, de sentido crítico concentrado, la astucia para pellizcar en aquellas zonas del pasado donde se habían aposentado viveros de innovaciones que se habían quedado inexpresivas en su totalidad y que ahora se presentan como un fragmento aditivo.           

Y, lo que es más importante, Lezama entiende que es de ahí de donde brota lo que considera un nuevo tipo de «creador», nutrido por los aportes de una vasta cultura que, lejos de amedrentarlo, «exacerba sus facultades, haciéndolas terriblemente sorpresivas». Es el artista (Lezama mismo) que se deja guiar por un saber intuitivo «hipostasiado en lo histórico» para desmontar los repertorios culturales y tramarlos de otra forma, en otro discurso, descubriendo así formas de expresión que permanecían inéditas. Y ésa es la «utilidad» del escritor:

                Formar parte de un estilo acreciéndolo, llevándolo a su plenitud. Si al final de su vida un escritor cree que ha esclarecido o aumentado el flujo creador de su época, se sentirá como si su obra hubiese producido un henchimiento, un desarrollo, y ésa es su principal utilidad.(311)           

     A esas motivaciones responden todas las «reminiscencias» que confluyeron en su proyecto teleológico. Pero las razones para el acusado hispanismo de las fuentes que lo nutren creo que hay que buscarlas, no sólo en la constatación de objetivos culturales afines entre Lezama y los autores que inspiraron su pensamiento, sino también, por negación, en el acusado antivanguardismo lezamiano. El caso de Ortega y Gasset puede ser un buen ejemplo para explicar lo que digo. [128]

     Como se sabe, entre los non serviam que la Vanguardia hispanoamericana animó a practicar se encontraban los que derivaron del rotundo rechazo a la dependencia de España insinuada por el establecimiento en 1927 de cierto «meridiano intelectual» trazado desde la antigua metrópoli.(312) La encendida polémica suscitada por aquel editorial de Guillermo de Torre en La Gaceta Literaria de Madrid y «su anacrónica pretensión de reconquistarnos»(313) no era en realidad sino la radicalización de un conflicto que existía (manifiesto o latente) desde los primeros movimientos hacia la emancipación política y mental de Hispanoamérica. Pero no creo descabellado pensar que en ese ambiente tan caldeado por la polémica del meridiano y en el marco de aquella «feroz respuesta colectiva que une a griegos y troyanos en una especie de cruzada antiespañola»(314), pudo consolidarse también el rechazo hacia el pensamiento de Ortega y Gasset, director de aquella Revista de Occidente cuya occidentalidad confesa, a sólo tres años de su aparición, ya había sido duramente criticada y contrapuesta a las pretensiones de la «Poesía nueva» por César Vallejo en ensayos con enorme difusión en tres de los grandes centros intelectuales de la vanguardia hispanoamericana: París, Lima y La Habana.(315)

     Ese rechazo, desde luego, habría que relacionarlo con las frecuentes declaraciones de independencia que el vanguardismo hispanoamericano abanderó, «previo tijeretazo a todo cordón umbilical», como recomendaba en 1924 la revista argentina Martín Fierro(316), y no es [129] imposible que existiera desde que en 1918 el «pionero» Rafael Cansinos Assens -cuya antipatía por Ortega era manifiesta- ejerciera como promotor del movimiento Ultra y como maestro reconocido de Jorge Luis Borges y otros poetas fundamentales para el desarrollo hispanoamericano de la Vanguardia.

     Por supuesto, rebasa el propósito de estas líneas trazar siquiera un esbozo de las complejas relaciones entre Ortega y los intelectuales coetáneos de uno y otro lado del Atlántico, pero pienso que aquella polémica de 1927 que radicalizó las posturas hispanoamericanas frente a España -en cuyo fondo latía el eterno debate sobre la identidad cultural, ahora centrado en la paternidad de algunos ismos-, pudo orientar su «cruzada antiespañola» hacia la figura de Ortega y Gasset, por cualquiera de esas dos razones apuntadas, o por ambas a la vez: era Ortega quien, a caballo entre Modernismo y Vanguardia, 98 y 27, tenía el privilegio histórico de proyectar idéntica influencia intelectual sobre las dos tendencias (regeneracionistas y rupturistas) de la cultura española coetánea. El mismo Antonio Machado, mayor que él y con toda la autoridad que le daba ser el máximo poeta de la Generación del 98, se había dirigido a Ortega ya en 1912 en términos tan elocuentes como éstos:

                Usted pertenece a esta misma generación; pero más joven, más maduro, más fuerte, tiene la misión de enseñar a los que nos sucedan en sólidas y altas disciplinas. No dude usted de su influencia sobre los que vienen ni tampoco de la retrospectiva sobre los que quedamos algo atrás. Sea usted, como es, maestro, en el más noble sentido de esta palabra.(317)           

     Por supuesto, no todos los «mayores» estuvieron dispuestos a considerarlo un maestro -me refiero, obviamente, a Unamuno-, pero Ortega mantuvo durante largos años un liderazgo cultural incuestionable, quizá compartido sólo con Juan Ramón Jiménez y Ramón Gómez de la Serna, otros dos «polos opuestos» de la poesía española del momento.

     Así pues, bien por la excesiva españolidad de su obra, bien por el papel de ideólogo principal de la Vanguardia peninsular(318) que la interpretación [130] en positivo de su obra más difundida, La deshumanización del arte (1925), le adjudicó(319), el vanguardismo hispanoamericano pudo ver personificada en la prestigiosa figura de Ortega esa España cuya hegemonía cultural se cuestionaba. No hay que perder de vista que entre las múltiples e inmediatas respuestas hispanoamericanas a aquel texto de La Gaceta Literaria, hubo una divertida sátira escrita en lunfardo y atribuida, no a un «Giménez Cavallieri» o a un «Guillermo Torrelli», por ejemplo (los responsables de la revista y del polémico editorial), sino precisamente a un burlón -y burlado- Ortelli y Gasset(320).

     Y eso para empezar, porque poco más tarde, con la politización de la Vanguardia, las voces que exigían una poesía responsable y comprometida volvieron a acusar a Ortega de apologeta del hermetismo, el distanciamiento y la depuración, incluyendo entre las marxistas «teorías de la decadencia» las ideas orteguianas sobre el arte deshumanizado, una vez más entendidas como lo que no quisieron ser.(321)

     Insisto en que es sólo una hipótesis, pero creo interesante contemplarla, entre otras razones, porque de ella derivaría una explicación más para entender el pensamiento de Lezama: su apasionada asimilación de la filosofía de Ortega y Gasset fue, desde luego, el reconocimiento de un magisterio innegable, pero significaba también una toma de postura más en el contexto intelectual de su época, a favor de la continuidad de ese cordón umbilical que la Vanguardia hispanoamericana había querido anular.

     Las palabras de Ortega en La deshumanización del arte, como casi todas las suyas, dejan espacio para más de una interpretación, pero [131] creo que, aunque su agudo diagnóstico de las letras del momento se interpretó como un «manifiesto filovanguardista» por las principales figuras del vanguardismo español(322), aquel ensayo de Ortega señalaba el peligro fundamental de esa deshumanización que describía: glorificar la técnica, la «razón», y anular la «vida», algo del todo incompatible con el equilibrio de su Raciovitalismo.(323) Porque «Si se analiza el nuevo estilo -escribía allí-, se hallan en él ciertas tendencias sumamente conexas entre sí. Tiende 1) a la deshumanización del arte; 2) a evitar las formas vivas; 3) a hacer que la obra de arte no sea sino obra de arte; 4) a considerar el arte como juego y nada más; 5) a una esencial ironía; 6) a una escrupulosa realización. En fin, 7), el arte, según los artistas jóvenes, es una cosa sin trascendencia alguna»(324). En sus Ideas sobre la novela, texto publicado también en 1925 y que se ha considerado complementario del anterior, las palabras de Ortega parecían despejar dudas cuando subrayaban que en el arte «lo importante no es lo que se ve, sino que se vea bien algo humano, sea lo que quiera»(325).

     Sin entrar más a fondo en la cuestión, creo que a la ruptura programática de las vanguardias, beneficiosa en parte («eran demasiados siglos de decir lo mismo en la misma forma», escribe Ortega(326)), se asignaba, además, un carácter destructivo, o, al menos, empobrecedor: convertirse en antítesis, y no en síntesis, de la tradición cultural anterior. Romper con la tradición desvinculaba al arte de su «realidad radical», todo lo contrario de lo que aconsejó su pensamiento, empeñado en vertebrar el signo de los tiempos con la fidelidad al historicismo por el que todo encuentra su raíz.

     Ése es el Ortega que Lezama veneró. En 1947, dueño ya de sus juicios y prejuicios, escribía sobre esa «herejía mayor» de los vanguardistas hispanoamericanos: [132]

                Generación que abría los ojos al ajeno deslumbramiento, creía fabricar cuando reconstruía, adivinar cuando recogía el dictado del espejo. Generación necesaria desde el punto de vista de lo ornamental sucesivo pero de sustanciales hallazgos dudosos, abría un paréntesis desmesurado, que tenía que atolondrar o desesperar a los que venían después, que, imposibilitados de toda tregua, tenían que trazarse de nuevo una continuidad invisible, aunar la ruptura y la continuidad, el respeto y el rapto, la herejía y el acatar un lugar irremplazable que había sido negado (...) Esa generación había sido necesaria, pero la continuidad de su parábola, que se había iniciado con cumplimiento y recta interpretación del tiempo, terminaba ya en el puro hastío de un interregno humoso o en prolongaciones indecisas. Unos, nutriéndose de migas, insistentes, insuficientes; otros, repitiendo las tres o cuatro verdades que creían haber adquirido.(327)           

     En ese texto resumía Lezama su opinión general sobre los movimientos de Vanguardia: oportunos en su audacia frente a «lo ornamental sucesivo», pero deficitarios en lo esencial. «Lo que es tan sólo novedad se extingue en formas elementales -concluiría después en Paradiso-: lo verídico nuevo es una fatalidad, un irrecusable cumplimiento»(328).

     Desde sus primeras páginas y siempre con su determinación característica, Lezama se propuso reconstruir esa «continuidad invisible» que la Vanguardia había suspendido, armado de un Sistema Poético del Mundo que opuso a las exclusiones vanguardistas una labor de inclusión, de «suma crítica», en nombre de «la voracidad trasmutativa americana de raíces ancestrales», algo así como una personal y «energética» versión del concepto de transculturación acuñado por Fernando Ortiz(329), que «legitima la potencia recipiendaria de lo nuestro» y configura el de América como un «espacio gnóstico» (espacio de/para el conocimiento) que aporta «la temperatura adecuada para la recepción de todos los corpúsculos generatrices»(330). Es otra de las grandes convicciones culturales de Lezama y, en lo que nos ocupa, origina tanto el rechazo del autor al «paréntesis desmesurado» [133] de la Vanguardia como la práctica de una recuperación casi sistemática de cada uno de los ingredientes de la tradición que el vanguardismo había negado o cuestionado por insuficientes. Si la entusiasta recuperación del legado histórico del siglo XIX cubano podía incluirse en la vertiente contravanguardista del proyecto político origenista, la orgullosa defensa que hace Lezama de la herencia española, encarnada en uno de sus máximos representantes en aquel momento, José Ortega y Gasset, puede responder (¿inconscientemente?) a la misma motivación. Lo confirmaría la posibilidad de interpretar como un gesto antilezamiano más el sorprendente número especial que la revista Ciclón (cuya disidencia respondía en el fondo a la pervivencia en sus directores de «ese espíritu negador de la vanguardia», según García Marruz(331)) dedicó a la figura de Ortega, y que incluía como broche final algo impensable en un supuesto homenaje rendido con ocasión de la muerte del filósofo: el artículo de Borges «Nota de un mal lector», donde el autor argentino manifiesta sin rodeos ese rechazo de la obra orteguiana que había heredado de Cansinos Assens.(332)

     En cualquier caso, la recuperación que Lezama hace de Ortega no fue caprichosa: su propio pensamiento tenía mucho de orteguiano por la multiplicidad de sus intereses, su afán de síntesis y su modo de ser sistemático de otra forma. Además, el Ortega que pudo asimilar Lezama a través de la Revista de Occidente o Cruz y Raya, es el de la relectura que en los primeros años treinta ya empezaba a resolver malentendidos -por esa vía rehumanizadora que a Lezama le interesó(333)- en torno a las reflexiones orteguianas sobre literatura. A ese proceso de reivindicación de un «nuevo» Ortega contribuyó también notablemente María Zambrano, con su propia obra filosófica y con la defensa y difusión de la de su maestro. En sus conclusiones a propósito de las Obras de José Ortega y Gasset (1914-1932), escribía en 1933: [134]

                De su obra, de su vida, llega una corriente que nos enciende el infinito deseo de ser, en irrefrenable afán de saltar sobre nuestra propia vida y vivirla profunda, inalienablemente nuestra. La medida de su poder creador está, aparte de los descubrimientos de carácter teórico, en ese contagio de autenticidad que produce.(334)           

     Con esa lectura, el Raciovitalismo de Ortega quedaba muy lejos aún (como estaría siempre) de la «impureza»(335) en que desembocó aquel proceso de «vuelta a lo humano» que constataba a la vez la crisis del vanguardismo purista y la relación cada vez más estrecha entre literatura y circunstancia política; pero sí se mostraba vinculado ya a aquellas recomendaciones de Juan Ramón Jiménez sobre el «espíritu» contra el «injenio» sólo verbal, que fueron asimiladas por el joven Lezama con entusiasmo y que reaparecen en su obra con frecuencia. Por ejemplo, en sus Tratados en La Habana, retomando la cuestión e insistiendo precisamente en la confusión formalista -las «Torpezas contra la letra»- que la Vanguardia y sus derivaciones habían contribuido a generar:

                La antítesis entre letra y espíritu sólo puede existir cuando alguno de los términos está descentrado y errante, vacío e inapropiado. La letra mata solamente cuando el espíritu nutricio ya se extinguió o pasa a ella venenoso y desinflado. El verbo espurio es el que motiva la letra yacente (...) El indolente joven escriba sueña con ideogramas grafológicos y con reemplazar el hiriente rasgueo de la estilográfica por el caricioso pincel. Escribir a pinceladas, sin despertar ni ahuyentar el monstruo, musita con esa ingenuidad radical de los pasados de listo. Si el escriba ha debilitado su memoria ancestral, olvidando que la letra va surgiendo de la inscripción en un coloso, no podrá ser el escriba jubiloso en la eternidad de su oficio. Su misión estaba ya entorpecida cuando el signo en sus manos dejó de ser operante.(336)           

     Un panorama que Cintio Vitier explicaba por las mismas fechas diciendo que del «confuso vanguardismo» cubano se desprende el [135] grupo de poetas de la entonces llamada «poesía nueva» -Emilio Ballagas, Mariano Brull, Eugenio Florit y Nicolás Guillén-, en quienes detecta el ejemplo «decisivo» de la generación española de 1927: «Los ideales estéticos de ese grupo serán centralmente los de nuestros poetas: juego, lucidez, belleza intelectual»(337).

     Y todo eso no sin un ilustre precedente, ya que Ortega (de nuevo) había elaborado en su breve ensayo Góngora 1627-1927 -que forma parte de la obra titulada, precisamente, El espíritu de la letra (1927)(338)-, una especie de poética-guía de la Generación del 27 que establecía la relación de la nueva estética neogongorina con la labor iniciada por el vanguardismo, por su mirada a la realidad desde perspectivas opuestas, pero igualmente extremas: desde la inspiración popular o desde el cultismo del «logaritmo de la metáfora» (cuyo propósito es «tapar lo real con su fantasmagoría»). O, lo que es lo mismo, ese popularismo que la poética artesana de Lezama quiso superar, y esa «argentería de Góngora» -«vida deshabitada, palabras sin encarnación, colección de cristales»- que Lezama decidió «poblar» desde aquel ensayo de 1936, «Soledades habitadas por Cernuda».

     Puede ser aclarador interpretar esa toma de postura a la luz de aquel debate que llegó a enfrentar a dos grandes de la poesía del momento -Juan Ramón Jiménez y Pablo Neruda-, y que en 1930 ofrecía ya el primer intento teórico de superar la tendencia purista. Me refiero al ensayo El nuevo romanticismo de José Díaz Fernández, ampliamente comentado en las revistas de la época(339), cuya alternativa ideológica al vanguardismo -una «literatura de avanzada»- proponía una «tarea constructiva» que consistía en «construir una obra con todos los elementos modernos (síntesis, metáfora, antirretoricismo), pero que organice en producción artística el drama contemporáneo de la conciencia universal»(340). Esa construcción obedecía ya a los dictámenes [136] de Mariátegui que habían subrayado «la fe» (revolucionaria, por supuesto) como elemento esencial para que el arte fuera arte:

                La literatura de la decadencia es una literatura sin absoluto. Pero así sólo se puede dar unos cuantos pasos. El hombre no puede marchar sin una fe, porque no tener una fe es patiner sur place. El artista que más exasperadamente escéptico se confiesa, es, generalmente, el que tiene más desesperada necesidad de un mito.(341)           

Toda una versión laica del trascendentalismo lezamiano. Porque, «¿Qué cosa es un poema sino creencia por anticipado? Los que trabajamos con la imagen sabemos que la fe es su comienzo. Una cantidad habitable entre la metáfora y la imagen: la cantidad por recorrer es la fe; la cantidad recorrida con fe es la caridad, omnia credit, que todo lo cree»(342). Una fe similar defendía Alejo Carpentier por las mismas fechas en su formulación de lo real maravilloso: «La sensación de lo maravilloso presupone una fe (...) Lo maravilloso invocado en el descreimiento -como hicieron los surrealistas durante tantos años- nunca fue sino una artimaña literaria»(343).

     La obra de Lezama dirigió siempre críticas implacables a cualquier aventura artística desprovista de proyección espiritual. Cuando en sus Tratados en La Habana enfrentaba al poeta «Complejo» y el poeta «Complicado», en realidad estaba atacando un arte «absorto en la excepción de la aventura, entregado a las insinuaciones de la adjetivación» -lo complicado- y defendiendo lo propio, una creación compleja e impulsada por el optimismo trascendente que otorga la infinita posibilidad, en la que el artista está siempre «en sobreaviso para las órdenes del ángel», dispuesto a «recibir la anunciación que lo pondrá en marcha para atrapar la respuesta a la voz que lo despertó para siempre»(344). Y tampoco le satisfacen otros planteamientos del arte contemporáneo alejados de esa convicción: acaban «en la nada o en el absurdo sin salida, como en los existencialistas»(345). [137]

     Para Lezama (como para Ortega(346)) el «exceso de arte» era algo antiartístico -reproche curioso de alguien a quien se acusó de esteticista-, y la falta de fe, sencillamente «vida deshabitada». De esas mismas convicciones procede uno de los pronunciamientos centrales en su labor y que aparecía en su «Presentación de Orígenes» marcando la trayectoria del grupo con ese rechazo tan suyo a la separación entre lo artístico y lo vital:

                Sabemos que cualquier dualismo que nos lleve a poner la vida por encima de la cultura, o los valores de la cultura privados de oxígeno vital, es ridículamente nocivo y sólo es posible en etapas de decadencia. En épocas de plenitud, la cultura, dentro de la tradición humanista, actúa con todos sus sentidos, incorporando el mundo a su propia sustancia. Cuando la vida tiene primacía sobre la cultura, es que se tiene de ésta un concepto decorativo. Cuando la cultura actúa desvinculada de sus raíces, es pobre cosa torcida y maloliente (...) En estas cosas no hay primero, no hay después, que siendo ambas, vida y cultura, una sola y misma cosa, no hay por qué separarlas y hablar de ridículas primacías (...) En las fundamentales cosas que nos interesan, todo dualismo es superficial; todo apartarse de lo primigenio -que no tolera dualismos o primacías-, obra de falacia o de apresurados inconscientes.(347)           

     El texto intentaba neutralizar el viejo debate ideológico sobre las relaciones entre arte y vida que se venía replanteando con toda seriedad por lo menos desde los años veinte, con una sorprendente lucidez, y yo diría que con argumentos de plena vigencia aún en nuestros días. Lezama critica los esfuerzos que se han derrochado en discutir sobre un conflicto que cree inexistente, o existente sólo con un planteamiento superficial y apresurado: se ha pensado erróneamente que con la disputa entre lo «puro» y lo «impuro» se trataba de dilucidar una cuestión estética fundamental, sin tener en cuenta hasta qué punto esa presunta antítesis es una contraposición falsa, por artificial: la pureza o impureza del arte está «en la calidad de sus jugos nutricios» -que pueden derivar, bien en «la desnudez», bien en «la plenitud que logren diseñar»-, pero nunca «en las manifestaciones externas o ruidosas movidas por manos que pueden ser estériles, aunque se agiten en el orbe de una extremada locuacidad». Lo «primigenio», lo que es [138] auténtico, no tolera ese dualismo: «Las esenciales cosas que nos mueven», concluye Lezama, no sólo «parten del hombre» sino «regresan a él, dejando su nutrición»(348). Aquellos binomios indisolubles espíritu-ingenio y yo-circunstancia habían abierto para él una parábola que iba del yo a las cosas, y de ellas de nuevo al yo.

     Y es muy significativa esa conclusión, porque demuestra que la propuesta lezamiana no fue exactamente un punto medio entre esas dos filosofías del arte (la «pura» y la «empírica») que para entonces ya habían dividido también el panorama cultural cubano entre «elementos de la decadencia» y «elementos de revolución» según la fórmula de Mariátegui, sino una original concepción del hecho cultural que recuperaba las ideas de Ortega al respecto y convertía la poesía en una forma de pensar la vida que desborda los límites de lo literario: también para Lezama se trataba de conjugar la «vida espiritual» con la «vida espontánea», para obtener resultados «con consistencia transvital»(349).

     Por eso irrumpió con una expresión nueva en su contexto que, frente al uso en exclusiva de un lenguaje de raíz popular (como la poesía negra), de vocación abstracta (como en la poesía pura), de registro realista (como en la poesía social), o de inspiración neorromántica (como el lirismo intimista de, por ejemplo, Dulce María Loynaz), buscaba fundir en uno los dos modos de la poesía: el canto a lo interior y a lo exterior del hombre; la confluencia entre lo inmediato y lo trascendente. De ahí la «metafísica sensible o tal vez carnal geometría» de la que hablaba en su ensayo de 1936 sobre las Soledades, incubado exactamente en ese contexto en que se produce uno de los más importantes cambios de orientación de la literatura en español de nuestro siglo, el que habría de llevar a los intelectuales desde el purismo vanguardista hacia posiciones comprometidas. En esa encrucijada es donde hay que insertar el peculiar barroco rehumanizador de Lezama, es decir, su «vanguardia sin vanguardismo», y todas las paradojas consecuentes.

     Por eso su gongorismo, que no practica, por supuesto, un parricidio, tampoco es una continuación, sin más, de Góngora, sino otra «incorporación transmutativa» del Sistema Poético que proyecta sobre la obra del autor más emblemático de su tiempo todas las inquietudes [139] que impulsaron su proyecto teleológico. La insistente lectura practicada por Lezama sobre la obra de Góngora sigue a grandes líneas las propuestas de los más conocidos exégetas del Barroco que fueron dados a conocer activamente por Ortega a través de la Revista de Occidente, Wölfflin y Worringer sobre todo. Sus estudios proporcionan a Lezama las claves para construir una teoría personal, que es la base sobre la que construye su gran ensayo sobre Góngora. Por ejemplo: los dos elementos que Worringer aísla como términos de una dialéctica barroca nunca resuelta -anhelo de trascendencia y presencia de lo sensual(350)-, son fundidos por Lezama en una personal concepción de lo barroco como expresión exacta de su metafísica sensible. Y a partir de esa noción acaba señalando graves carencias en Góngora, que intentará completar inspirado aún por aquel «secreto» de Garcilaso, esto es, «el prodigio en la fusión de amigos contrarios que van a engrosar una suprema unidad»(351). El ensayo «Sierpe de don Luis de Góngora» (1951)(352) nos da las pistas, a pesar de que es un texto difícil que parece trabajar en dirección opuesta a los intentos clarificadores de Dámaso Alonso, con un resultado a menudo hermético. Pero repasemos algunas claves.

     Según Lezama, «Góngora, sin proponérselo, prepara la anunciación de lo que ya hay que sacrificar». Él ha creado en la poesía lo que llama Lezama «el tiempo de los objetos o los seres en la luz», un rayo metafórico fulminante cuyo destello «nos obliga a torcer el rostro» y somos nosotros los que, deslumbrados, creemos en «el añadido o ciempiés de la interpretación» que, por el contrario, «se apega al único sentido». Según Lezama, es esa potente luz lo que define la poesía de Góngora, y no la oscuridad que erróneamente se le atribuye. El «destello» de sus metáforas, con el «escudo de su chisporroteo», endurece la poesía del cordobés, como las escamas que cubren el cuerpo de la sierpe que da título al ensayo. Pero el secreto de Góngora no apunta a lo difícil: ofrece sólo «superposiciones sensoriales resueltas en la homogeneidad óptica del campo poético». Se le escapa lo esencial: su «escudo de luz», paradójicamente, lo oculta, y el poeta deja escapar las piezas en su cacería. Es lo que Lezama llama la consagración de los metales: «Desaparece más que detiene, entonando más la consagración de los metales que el ejercicio sobre la presa». [140]

     Jorge Guillén llegaría a conclusiones similares años después, cuando veía en Góngora una poesía hecha de «laberintos difíciles, pero no oscuros», «luz condensada, luz convertida en algo más palpable, luminosidad corpórea» y una «energía objetivadora» que tiende relaciones entre objetos concretos con «imágenes y metáforas que proceden sobre todo del mundo sensible» y han sido descubiertas «por los ojos y la razón o, más bien, por los ojos de la razón»(353).

     Pero quizá en Lezama encontramos ecos de otra luz gongorina que sí le fue dada a conocer antes de escribir su ensayo. Me refiero a esa «fría luz de plata» de la que habló Federico García Lorca en aquella conferencia sobre «La imagen poética de don Luis de Góngora» que pronunció en La Habana en 1930, a la que Lezama recordaba haber asistido emocionado. Ese texto puede ofrecernos también algunas claves sobre el peculiar gongorismo lezamiano, porque si Lorca ve en Góngora a un maestro y lo evoca «con la rama novísima en las manos esperando las nuevas generaciones que recogieran su herencia objetiva y su sentido de la metáfora»(354), Lezama censura en Góngora exactamente lo que Lorca entonces celebraba.(355)

     El texto de Lorca respondía a la fascinación característica del momento (se escribió en 1927) ante el poeta que «elevó la palabra hasta [141] un grado casi sobrehumano de exigencia artística», y consagró la metáfora en formas «escultóricamente definidas» y «exentas de congojas comunicables». Y ésa es precisamente la «carencia» que Lezama detecta en Góngora: lo intrascendente de su arte.

     Como explica en el ensayo, el endurecimiento del rayo metafórico gongorino, «orgulloso de sus escamas», endurece también la poesía, la paraliza en vez de permitirle realizar su trascendencia, y la palabra se petrifica en el «sentido único». El «ángel de la luz» alabado por Lorca se muestra aquí encadenado a su «dolorosa incompletez»; su luz es su limitación. Es decir: el punto a partir del cual Lezama intenta forjar su propia poética. Y ahí es donde introduce a San Juan de la Cruz:

                Destella la luz por la corteza del cordobés, pero, después de la ofrenda, sólo quedan los que San Juan de la Cruz llama «ejercicios de pequeñuelos».           

     El barroco incandescente de Góngora es una poesía que trabaja del lado de la luz, y, según el orfismo irredimible de Lezama, «todo saber nuevo ha brotado siempre de la fértil oscuridad»(356). El saber luminoso de Góngora es incompleto; al ángel de la luz le faltaba «la noche oscura de San Juan», porque «aquel rayo de conocer poético sin su acompañante noche oscura, sólo podía mostrar el relámpago de la cetrera actuando sobre la escayolada». Nunca ha habido un «planteamiento de la poesía» tan «concentrado», dice Lezama, como en ese momento en que «el rayo metafórico de Góngora necesita y clama, mostrando dolorosa incompletez, aquella noche oscura, envolvente y amistosa». La insuficiencia de Góngora radica, pues, en que no accede a los misterios de la metafísica, en que su poesía, como también diría luego Jorge Guillén, «vive muy alejada de la poesía espiritual»(357).

     El «complicado» Góngora, en fin, no es poeta órfico; el barroco «complejo» de Lezama sí lo es, y hasta el extremo. La conclusión está clara:

                Cuando ese dualismo sea vencido, volviéndose a sumergir en ese infuso espejeante, volverá a presentarse la necesidad poética como [142] un alimento que rebasa la voracidad cognoscente y de gratuidad en el cuerpo (...) Serán la pervivencia del barroco estético español las posibilidades siempre contemporáneas del rayo metafórico de Góngora envuelto por la noche oscura de San Juan.           

     Ahí está la poética de Lezama: unidad de «ingenio» barroco y «espíritu» místico, metafísica sensible que «depende de un internamiento en el caracol», y no del «chisporroteo de sus metáforas». O, como la definió María Zambrano:

                La poesía de Lezama, que es acción y no contemplación, se sitúa, a pesar de sus complicadas formas, en ese lugar primario que corresponde a la poesía que se adentra en la realidad, despertándola y despertándose (...) No de otro modo nos conduce a las oscuras cavernas del sentido. La poesía se alimenta del mundo de los sentidos, buscando en la physis su metafísica.(358)           

     El suyo era un barroco americano del siglo XX que no compartía el sentido anticlásico que se le atribuyó al del XVII, ni el sentido sobrehumano o deshumano que quiso verle la Vanguardia; un barroco que, en tiempos de dualidades enfrentadas, defendió «la contradicción de las contradicciones» por la contradicción de la poesía que iba de lo aparente a lo profundo. Un barroco paradójico empeñado en «habitar» las Soledades y en construir con «el fervor, la plenitud y el cosmos de lo gótico»(359) una poética, una ética, una política, una metafísica y hasta una erótica. Un barroco, en fin, que alcanza el disfrute de lo trascendente por el goce de lo sensual. Paradiso (1966) y Oppiano Licario (1977) serán ya la novela de ese disfrute(360), que Lezama persiguió desde su primer poema, «volviéndose a sumergir en ese infuso espejeante» del que habló a propósito de Góngora:

                          Última contradicción: entrar
en el espejo que camina hacia nosotros.(361) [143]


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4.1. Muerte de Narciso y nacimiento de una poética

     El mito de Narciso, vorazmente trasmutado, fue el principio de esa poética reintegradora, el pórtico espectacular de toda la poesía de José Lezama Lima. Su largo poema Muerte de Narciso apareció en 1937, en el segundo número de la revista Verbum, fue editado ese mismo año en un cuadernillo por Impresiones Úcar, y sirvió para consolidar una amistad poética que se convirtió en el impulso decisivo de una nueva sensibilidad:

                Lezama no empezaba su discurso desde el mismo plano que los otros. No había en él la menor continuidad con lo inmediatamente anterior, pero esa fuerza de irrupción no lo encerraba tampoco en un contrapunto polémico. Su espacio y sus fuentes no estaban en relación esencial con la circundante atmósfera poética. Su tiempo no parecía ser ni histórico ni ahistórico, sino literalmente, fabuloso (...) Rompiendo todo causalismo, la poesía de Lezama irrumpió como una inexplicable explosión de matinalidad. Las aguas del verbo se rizaban con soñadora alegría en Muerte de Narciso.(362)           

     El poema es uno de esos «fragmentos imantados» de la obra de Lezama, una paradójica culminación inicial que a la vez cierra y abre; resuelve los tanteos anteriores del autor y apunta una cosmovisión poética y una teoría del arte que preludian la evolución de su obra futura: «Es todo un tratado poético -se ha dicho-, y para explicarlo haría falta otro tratado y una erudición a toda prueba ligada a una imaginación y un poder de síntesis propio de un alter ego del poeta. O tal vez un conciliábulo para tratar de descifrar en colectivo lo que un hombre solo nos ha transmitido»(363). Sobre Muerte de Narciso operan ya los ingredientes más significativos del pensamiento de Lezama: desde el primer verso, mítica coordenada temporal en que «Dánae teje el tiempo dorado por el Nilo», el poema despliega sus enlaces ocultos sobre el imaginario cultural y nos sumerge en un mundo fabuloso donde el poeta (como Dánae) va tejiendo asociaciones, imágenes, juicios, metáforas, lecturas, en una «cantidad hechizada» de veinticinco estrofas que tienen ya ese carácter monumental típico de la obra de Lezama que Cristina Peri Rossi definió «como [144] una catedral barroca, recargada, churrigueresca, que ha de impresionar por su grandeza»(364). Desde sus primeros versos:

                          Dánae teje el tiempo dorado por el Nilo
envolviendo los labios que pasaban
entre labios y vuelos desligados.
La mano o el labio o el pájaro nevaban.
Era el círculo en nieve que se abría.
Mano era sin sangre la seda que borraba
la perfección que muere de rodillas
y en su celo se esconde y divierte.
Vertical desde el mármol no miraba
la frente que se abría en loto húmedo.
En chillido sin fin se abría la floresta
al airado redoble en flecha y muerte.
¿No se apresura tal vez su fría mirada
sobre la garza real y el frío tan débil
del poniente, grito que ayuda a la fuga
del dormir, llama fría y lengua alfilereada?(365)

Toda una «lección de retórica», como también se ha dicho(366), aunque sólo en un primer nivel: no es álgebra superior de las metáforas ese complejo barroquismo. La sintaxis de Lezama, su modo de dejar las proposiciones en el aire o resolverlas con un giro inesperado, sus concordancias imposibles y sus versos abruptos e intraducibles son elementos propios del gongorismo contemporáneo, sin duda, y quizá una confusión más reciente, en la línea del barroco de Sarduy -uno de los más asiduos estudiosos de Lezama-, haya contagiado el suyo con cierta tendencia al carnaval y la «carencia de espesor», haciendo olvidar las implicaciones simbólicas (barrocas, en el sentido lezamiano del término) que él quiso darle. Pero recordemos su irrevocable «Principio formal»:

                     El principio formal
¿tiene entrañas y escudo?
(...)
Sus desgañites palpebrales [145]
el agua lustral no encierran.
Escoge cáscaras labiales,
la boca muerta encierra.
Y exhibe su modorra
en las lecturas zodiacales
pavón de atrévetes formales.(367)

     En su poesía no hay intención de deslumbrar por el significante ni de hacer uso del «verbo jeroglífico»(368). Sus laberintos barrocos invitan siempre a la búsqueda de un sentido, sólo que a través de lo difícil, que debe despertar «un loco apetito de desciframiento»(369). Así, lo que un verso o una estrofa quiere decir, importa menos que lo que el poema en su conjunto sugiere. Con ello Muerte de Narciso pone en práctica ya la reformulación de los conceptos de imagen y metáfora que será característica del Sistema Poético; una reformulación que apunta más allá del decoro de la poética aristotélica y más allá de cualquier definición de la retórica tradicional, al servicio de un proyecto que parte nada menos que

                ...de la metáfora como superadora de la metamorfosis y de la metanoia del mundo antiguo; de la imagen como nueva causalidad entre el hombre y lo desconocido; de la resistencia del cuerpo de la poesía; de la sentencia poética como unidad de la doble refracción; de la dimensión o extensión como fuerza creadora (...); del posibiliter infinito y las nuevas leyes de la gravitación de la sustancia de lo inexistente; y de la mayor exigencia conocida hecha a la imaginación del hombre, es decir, la resurrección.(370)           

     Ese tipo de «sustancia» poética, «cantidad secreta no percibida por los sentidos»(371), es en sus poemas el «Invisible rumor» que «Inalcanzable vuelve», o «Un apetito» que tienta continuamente al poeta: «me persigues, pasas y repasas / vienes o te ausentas»(372), cuya conquista es [146] una afanosa búsqueda, un deseo insatisfecho que Lezama convierte en insaciable Eros Cognoscente, por el que esas soluciones unitivas, teñidas de erotismo «copulativo», desembocan en toda una Metafísica del Sexo que puede hacer del «conocimiento carnal», como lo llama él, «secreto alquímico, revelación que se comprende en la quintaesencia»(373), hasta proclamar «la universalidad del roce, / del frotamiento, / del coito»(374). Es decir: «La imagen llega a expresarse por el sexo»(375).

                          Los dos cuerpos
avanzan, después de romper el espejo
intermedio...
El anverso y el reverso
en el borde de la hoja.
Entrechocando,
frotándose los pies
con la llave maestra del patio secreto
que asciende en el elevador
precipitándose sobre una cascada...(376)

     La trayectoria que lleva a la fusión de dos elementos separados o contrarios que se desean (lo masculino y lo femenino, lo gótico y lo barroco, lo telúrico y lo estelar, el poeta y la poesía) y su transformación en otro cuerpo (el poema, por ejemplo), es la trayectoria de la metáfora hasta la imagen, y ambas están regidas por la misma ley de atracción -el Eros Cognoscente-, y por el mismo (y poderosísimo) afán «reintegrador» por el que la poesía «mantiene el imposible sintético: no una síntesis de antinomias, sino esa momentánea homogeneidad lograda por la corriente que se dirige hacia el sentido»(377).

     Según su concepción, el hombre conoce la realidad a través de la imagen, él mismo es imagen y toda la aventura humana, que progresa «superando las leyes del contorno», comienza en la imaginación como posibilidad que se proyecta hacia el futuro. Esa función poética (es decir, no sólo receptora de la realidad, sino creadora de nuevas [147] realidades), permite a la poesía ser el vehículo perfecto para la exploración de lo desconocido, a través de la metáfora (o «causa») que «penetra en lo incondicionado» (la nueva causalidad) y avanza por ese espacio o «cantidad hechizada» hasta llegar a la captación de la imagen, resultado final (y «consecuencia») de la metáfora.

     Para esta concepción de la nueva causalidad poética, «el gran ordenamiento aristotélico» constituía el obstáculo más contumaz. De ahí surge del peculiar antiaristotelismo lezamiano, que analiza concienzudamente la Poética de Aristóteles para concluir que es una metodología basada en «la causalidad» y «el análogo aparencial» (la mimesis, entendida como 'imitación'), algo que considera «limitaciones cognoscitivas»: «Para que la imitación aristotélica llegara a ser imago, tenía que reactuar en el ser y lo real absoluto»(378), concluye. Frente a las ideas de Aristóteles libremente interpretadas, él propone el perplejo de la imagen como «posesión de secretos», «seguridad de tierra revelada» y puente invisible hacia el otro lado de la realidad, que permite «reducir lo sobrenatural a los sentidos transfigurados del hombre». La metáfora es su reverso, un fragmento visible que con su fuerza conectiva va avanzando, a través de infinitas analogías («continuo de conocimiento»), hasta alcanzar esa imagen que «vuelve sobre la metáfora creando el territorio sustantivo de la poesía»(379). El proceso aparece metaforizado en el título de su último poemario, Fragmentos a su imán, pero lo explica insistentemente el autor hasta en sus entrevistas. Por ejemplo:

                Yo creo que la maravilla del poema es que llega a crear un cuerpo, una sustancia resistente enclavada entre una metáfora que avanza creando infinitas conexiones, y una imagen final que asegura la pervivencia de esa sustancia, de esa poiesis (...) Las conexiones de la metáfora son progresivas e infinitas; el cubrefuego que la imagen forma sobre la sustantividad poética es unitivo y fijo como una estrella.(380)           

Y en uno de sus últimos poemas:

                          Así, los fragmentos oscuros
buscan su incandescencia, esperando
la llegada espiraloide de una fuerza [148]
que los remacha como un astro en el espacio.
La espera se hace tan creadora
como el vencimiento de la distancia.
El espacio se contrae para parir...(381)

     El Sistema Poético traza sus coordenadas en esa concurrencia «magnética» donde la poesía «mantiene el imposible sintético» y la causalidad y lo incondicionado confluyen. Ahora bien: «Se necesitaba una región donde esa concurrencia fuera a la vez una impulsión, la impulsión una penetración y la penetración una esencia». Y ahí entra Pascal, claro que «lezamizado»:

                Pascal, al señalar su inquietante entredeux, señala, sin proponérselo acaso, la región de la poesía. En realidad, la poesía es el único hecho o categoría de la sensibilidad donde no es posible la antítesis, es la total ruptura del entredeux pascaliano (...) Es ahí donde hay que buscar las tierras incógnitas de la poesía, colocándose en la tradición de Pitágoras, que creía que la escritura, tesis incomprensible para el contemporáneo romanticismo antisignario, nace de un misterio, no de la horticultura de la pereza.(382)           

     Surge así la Metafísica de la Imagen, por la que Lezama despliega la espiral argumentativa que descontextualiza, reinterpreta fuentes y trenza su interpretación de «lo imposible creíble» y «lo máximo se entiende incomprensiblemente» que atribuye a Giambattista Vico y Nicolás de Cusa, con lo incondicionado kantiano, el etrusco potens («sí, es posible», traduce él) y el credo quia absurdum de San Pablo como «omnicomprensión poética y totalidad de la creencia», para convertir la poesía en «la línea donde lo imposible, lo no adivinado, lo que no habla, se rinde a la posibilidad»(383) y, de ahí, a la «resurrección»:

                Como la mayor posibilidad infinita es la resurrección, la poesía tenía que expresar su mayor abertura de compás, que es la propia resurrección. Fue entonces que adquirí el punto de vista que enfrento a la teoría heideggeriana del ser para la muerte, levantando el concepto de la poesía que viene a establecer la causalidad prodigiosa del [149] ser para la resurrección. Cuando el potens actúa en lo visible, sus derivaciones son el dominio de la physis; cuando se desarrolla en lo invisible, nos regala el prodigio de la imagen de la resurrección. En esa dimensión, tal vez la más desmesurada y poderosa que se pueda ofrecer, el poeta es el ser causal para la resurrección.(384)           

     A propósito del intelectualismo de Valéry, pensaba el autor que el saber como «llave o signo paradisíaco» sólo puede lograrse con «una solución poética-católica»(385), que él consigue fundiendo, de nuevo, los dos polos de la dualidad. Recordemos que la poesía resuelve cualquier antítesis, y que el poeta es el posibiliter cuyo testimonio, el poema, es encarnación verbal de esa «cantidad hechizada» por la metáfora y la imagen, y leamos:

                Entre los símbolos, la fe acompaña a la poesía, la única visibilidad de su itinerario, y muele entre el Padre, el Hijo y Espíritu Santo, incesantemente. El Padre, con las virtudes de la semilla y el henchimiento. El Hijo, ya encarnado, ofreciendo con el Verbo, el Logos, las dos naturalezas del Padre y el Hijo relacionadas. El Espíritu Santo que resuelve la unión de lo real con lo irreal, de lo visible con lo invisible...(386)           

Entendido de ese modo y sustentado por esa nueva Trinidad, «un Sistema Poético del Mundo puede reemplazar a la religión, se constituye en religión»(387). Y a ello añadía: «Es innegable que la gran plenitud de la poesía corresponde al período católico, con sus dos grandes temas, donde está la raíz de toda gran poesía: la gravitación metafórica de la sustancia de lo inexistente y la más grande imagen que tal vez pueda existir, la resurrección»(388).

     Teniendo en cuenta que este tipo de piruetas intelectuales son constantes en Lezama, subordinar (como se ha hecho) la solvencia teórica de su Sistema Poético a una estricta cuestión de credo, me parece una simplificación excesiva. Cuando Lezama acude al catolicismo, está, una vez más, sumando «incorporaciones» a un sistema que sugiere un dilatado horizonte de conocimiento universal, caracterizado por «la condición de deudor sanguíneo que necesita el católico: a [150] griegos y romanos, antiguos y modernos, nos dice San Pablo, a todos soy deudor»(389).

     Y, como estamos en esa región donde todo confluye, la Poética de Aristóteles, a pesar de todo, facilita a Lezama un gran hallazgo: la «vivencia oblicua», un instrumento poético fundamental. La vivencia oblicua es, en resumen, el momento culminante de la nueva causalidad, cuando un hecho genera otro sin que entre ellos exista ninguna relación lógica (sólo poética) de causa-efecto. Lezama, como es habitual en su método de exposición, explica esa noción acudiendo al imaginario cultural, a través de la gran escena central de Ifigenia en Táuride de Eurípides:

                Va la metáfora hacia la imagen con una decisión de epístola; va como la carta de Ifigenia a Orestes que hace nacer en éste virtudes de reconocimiento. Lleva la metáfora su carta oscura, desconocedora de los secretos del mensajero, reconocible tan sólo en su antifaz por la bujía momentánea de la imagen. Y aunque la metáfora ofrece su penetración, es la llegada primera de la imagen la que le presta su penetración de conocimiento (...) Entre la carta oscura entregada por la metáfora, precisa sobre sí y misteriosa en sus decisiones asociativas, y el reconocimiento de la imagen, se cumple la vivencia oblicua.(390)           

     Lezama resume ahí la escena del reconocimiento o anagnórisis por la que Orestes reconoce la identidad de su hermana Ifigenia (que está frente a él, pero ellos no lo saben), después de que ella cuente el contenido de una carta dirigida al propio Orestes, que en ese momento la identifica instantáneamente. La experiencia de Orestes, por la que reconoce oblicuamente a Ifigenia, es la experiencia de la vivencia oblicua, y el robo de la estatua de Ártemix, desenlace de la tragedia, es alegoría, según Lezama, de ese proceso de conocimiento poético: «Mientras se cumplen las progresiones del conocimiento cada una de las metáforas ocupa su fragmento y espera el robo de la estatua que se despliega como imagen»(391). Pero eso no es todo, porque la forma de anagnórisis urdida por Eurípides permite a Lezama extraer otra de las nociones claves del Sistema Poético: el «súbito» o «silogismo del sobresalto» que veremos practicar a Oppiano Licario. La explicación que se nos da en la novela, algo abreviada, es la siguiente: [151]

                El ancestro había dotado a Oppiano Licario desde su nacimiento de una poderosa res extensa. En él muy pronto la extensión y la cogitanda se habían mezclado en equivalencias de una planicie surcada incesantemente por trineos (...) La ocupatio de la extensión por la cogitanda era tan cabal, que en él la causalidad y sus efectos reobraban incesantemente en corrientes alternas, produciendo el nuevo ordenamiento del ente cognoscente. La analogía de dos términos desarrollaba una tercera progresión o marcha hasta abarcar el tercer punto de desconocimiento. En la intersección de ese ordenamiento espacial de los dos puntos con el tercer móvil errante, desconocido, situaba Licario lo que él llamaba Silogística poética.(392)           

     Lo que Aristóteles criticó en Ifigenia como «silogismo» que no obedece a la fábula(393), es considerado por Lezama de un altísimo valor poético, precisamente porque no se ajusta a los límites de la mímesis y su verosimilitud está más allá de la causalidad aristotélica. Ese sobresalto cognoscitivo, «contracifra de la vivencia oblicua», constituye el «súbito» lezamiano(394), que «se apodera de la totalidad en una fulguración»(395).

     Sería, por tanto, inútil (y quizá imposible) acercarnos a Muerte de Narciso intentando «traducir» el poema verso a verso, o queriendo reducir a una lógica argumental algo que Lezama, con su afán totalizador, quiso global. No quiero decir con esto que haya que admitir sin más aquel «lo máximo se entiende incomprensiblemente» como dogma crítico, o limitarse a señalar metáforas deslumbrantes (que las hay) y versos rotundos pero incomprensibles (que también los hay). Lo que quiero decir es que todo el poema es en realidad una gran imagen, o un aluvión de imágenes que se ofrecen como el «significante» (en bloque) de un «significado» a cuyo sentido último sólo tenemos acceso al final, exactamente como el súbito: la «revelación» resultante de la trayectoria (vivencia oblicua) de la metáfora. [152]

     Para Lezama, la «palabra simbólica» -esto es: «el verbo que significa»- funciona como en el mito: no importa tanto el fragmento aislado como la fábula completa; los versos, las estrofas, los enlaces de estrofas, nos conducen hacia una imagen, un sentido final: el «tercero desconocido» que «engendran» imagen y metáfora unidas por el Eros Cognoscente. La sobreabundancia lezamiana, por supuesto, concede a la palabra un valor en el conjunto, pero es el conjunto lo que de verdad importa, de modo que para entenderlo debemos centrar el análisis en la interrelación de versos en progresión hacia la imagen, y en ésta como portadora de la revelación que el poeta concibe como conclusión «natural». Ha logrado traducir lo que eso significa en la obra de Lezama Virgilio López Lemus:

                A Lezama se llega como a una ciudad desconocida: primero con mirada de turista, luego volviendo a ella, visitando otras ciudades y comparando, residiendo en ella para desentrañar lo que es aún el secreto de sus calles y plazas, escrutando éste o aquel edificio, hasta que todo se hace luz, y sin darnos cuenta sabemos que ya la conocemos. A Lezama hay que leerlo, releerlo, permanecer en sus páginas.(396)           

     En la escritura de Lezama el «perplejo» aspira siempre a la anagnórisis por la que un dato, un verso, una resonancia, pueda -como la carta de Ifigenia- ofrecer las claves para el reconocimiento de todo lo demás; de ahí la explicación teatral que ofrecía el autor de la vivencia oblicua. Y en esta concepción, hasta el ritmo ritual de un poema se hace significado. Por eso creo que Muerte de Narciso no puede entenderse si no contamos con que el pensamiento del autor estaba condesando allí poéticamente, en una sola imagen y en los apretados versos de aquel gongorismo que no era el previsible, toda esa nueva visión y misión de lo poético que hemos repasado en los capítulos anteriores.

     Se ha escrito mucho acerca de Muerte de Narciso entendido como uno de esos poemas-poética donde el autor fija ciertos presupuestos y recursos estilísticos característicos de su obra, lo cual no es, naturalmente, una innovación lezamiana. Quizá la única diferencia que puede señalarse es que eso suele hacerse una vez que el autor siente asentada su creación, y Lezama lo hace al principio, a modo de prólogo orientador. Pero ninguna poética nace en el vacío y el insólito barroquismo de Muerte de Narciso obedece ya a esa dificultad emblemática [153] de un autor que siempre concibió el mensaje de la poesía como algo «que no se rinde a los primeros rondadores», y su primer poema quiso ser algo más que la primera muestra de una nueva lengua poética, aunque también lo fuera.

     Desde ese punto de vista es fácil detectar en el poema de Lezama ciertos ecos del registro poético que fascinó al Modernismo: nieve, espejos, plumajes, rubíes, personajes mitológicos, dorado hastío, un rubio doncel, hermosas aves, alusiones a la vida y la muerte, a las estaciones de otro año lírico, y hasta cisnes, vuelven a tomar cuerpo en este poema que, sin embargo, no es modernista. Para entender este regreso aparente basta pensar de nuevo en el antivanguardismo lezamiano. Cuando poetas como Nicolás Guillén, Emilio Ballagas o Eugenio Florit, por citar los tres más diferenciables, se habían apartado hacía tiempo de esa estética para iniciar nuevas líneas de la poesía cubana, Lezama regresaba a los orígenes de su modo de entender las cosas. Lo incorporativo de su poética coincidía para él con el ecumenismo modernista integrador de referencias disímiles, con su afán fundacional y mítico, y con esa concepción de lo bello como una estética, una ética y una moral que Lezama detecta en los modernistas con los que se siente más identificado(397): por supuesto José Martí, pero también Julián del Casal, «secreto donde vida y poesía se resuelven»(398), y Rubén Darío, «el americano, el innovador, el dueño de la palabra nueva, el que llegó primero, el que aprendió mejor»(399).

     Una parte del lenguaje lezamiano viene del Modernismo, otra del Barroco culterano y conceptista, otra más (a pesar de sus fobias) de los hallazgos expresivos de la Vanguardia y, desde luego, también de los poetas que tutelaron su formación, desde la estilizada belleza de Juan Ramón Jiménez hasta la exuberancia lorquiana o lo «angélico» de Jorge Guillén, todo ello encaminado en este poema inicial a esa inevitable «graduación» gongorina que también hubo de obtener el joven Miguel Hernández, coetáneo de Lezama. Pero el Sistema Poético elabora en Muerte de Narciso una «síntesis gananciosa», nutrida [154] por una cultura de ensortijada erudición y de increíble vastedad en la que todo se interrelaciona, y, a través de «lo transmutativo» decanta los materiales más heterogéneos para ofrecer lo que será la clave de toda su obra: la relectura/reconstrucción de la tradición cultural. Lo recordaba Cintio Vitier:

                Su originalidad era tan grande y los elementos que integraba tan violentamente heterogéneos (Garcilaso, Góngora, Quevedo, San Juan, Lautréamont, el surrealismo, Valéry, Claudel, Rilke), que si aquello no se resolvía en un caos, tenía que engendrar un mundo. Esto último fue lo que sucedió; y no sólo un mundo para él, sino la posibilidad para todos de comenzar la crecida súbita de la ambición creadora.(400)           

     «La tradición -advertía Lezama-, como en la célebre frase sobre la libertad, es un don, pero es también una conquista»(401), y la estrategia consistía en «apretar una cultura y destilarla»(402). Ese ejercicio se tradujo en un acercamiento con ánimo renovado a la tradición occidental, a eso que a propósito de los Diez poetas cubanos se llamaba en Orígenes «la cuenca del Mediterráneo y su papel todavía rector en los rumbos del espíritu»(403) y que Lezama concentra en «lo mitológico» porque, asegura, «lo mitológico es siempre esclarecimiento, árbol genealógico»(404). Es en estas motivaciones donde hay que buscar algunos elementos de comprensión para un poema tan complejo como Muerte de Narciso, sin duda un poema-manifiesto conscientemente elaborado como tal, que inauguraba también el recurso a la materia mitológica como procedimiento autoexplicativo, algo que será constante en la obra de Lezama. Por sus páginas desfila todo un Olimpo propio en el que conviven amistosamente Eco y Narciso, Europa y Taurus, Orfeo, Osiris, el Gran Semí, Confucio, José Martí, Hernando de Soto y los dioses del Popol-Vuh, para rendir paralelos tan convincentes como el que le permite sustentar su poética profética con otro ilustre antecedente de la tradición: el mito de Casandra. Acosada por Apolo, explica Lezama, Casandra «se ve obligada a ofrecerle sus primicias virginales, pero se burla del ofrecimiento hecho a un dios, [155] y Apolo viene a vengarse esterilizándole el don de la profecía y encerrándola en una torre. Aconsejada por su indescifrable voluntad, Casandra se acerca de tarde en tarde a las ventanas de la torre y se le oye como un grito»(405). La poesía desde entonces recoge su mensaje oracular.

     En Muerte de Narciso el procedimiento explicativo es más complejo, pero es el mismo. El mítico antecedente es aquí la maldición que hizo a Narciso víctima de una pasión estéril que posee y no posee al mismo tiempo lo que ama: él mismo, su reflejo. Nada pudo distraerlo del deseo y la contemplación de sí mismo en el estanque, hasta que murió y se transformó en la flor que lleva su nombre, símbolo medieval de la vanidad.

     Tampoco ese ejercicio de relectura de Ovidio era una novedad. A partir del libro tercero de las Metamorfosis en que se fija la narración, cada época -casi cada autor- ha interpretado la historia de Narciso de acuerdo con sus gustos y necesidades.(406) Tras las numerosas versiones de la Antigüedad, la moralización medieval de Ovidio, la lectura neoplatónica del mito, los Narcisos bucólicos renacentistas, los Narcisos «a lo divino» del Barroco y los Narcisos románticos, el mito llega a nuestro siglo ya como un signo fuertemente polisémico.

     Dejando al margen el profundo significado psíquico de la formulación del mito por Freud(407), el Narciso de la tradición que confluye en Lezama ha entrado ya en contacto con la dimensión estética y de ahí ha pasado a convertirse en símbolo de la introspección y la autoconciencia: la puesta en cuestión del proceso de creación desemboca en el autocuestionamiento. Es la lectura que inauguran André Gide con su Traité du Narcisse. Théorie du Symbole (1891) y Paul Valéry con Narcisse parle y Fragments du Narcisse (1919-1922):

                Narcisse: la confrontation du Moi et de la Personnalité; la différence pure des moi (...) Je n'ai pas su le dire dans le Narcisse, dont c'était le vrai sujet, et non la beauté revenant sur elle-même.(408) [156]           

     La misma que continúan, entre otros, Vicente Huidobro, Juan Ramón Jiménez o el propio Lezama. Pero Muerte de Narciso creaba algo nuevo dentro de esa tradición de reinterpretaciones.

     Para empezar, su lectura recoge sólo un fragmento del mito: estamos ante Muerte de Narciso y no Metamorfosis o Historia de Narciso; el poema no es una actualización de la fábula clásica que diluya lo anecdótico, sino un proceso de resemantización del que sale totalmente transformada y convertida en algo así como una alegoría lezamiana de significados propios que encaja la materia mitológica en los moldes formales de las Soledades. La poesía de Lezama nacía clásica, pero mordida por la sierpe gongorina: toda una «solución unitiva» cultural. Por eso cuando en 1957 dictó su conferencia sobre Mitos y cansancio clásico, parecía responder aún a los múltiples interrogantes que veinte años antes había planteado su poema:

                Todo tendrá que ser reconstruido, invencionado de nuevo, y los viejos mitos al reaparecer de nuevo nos ofrecerán sus conjuros y sus enigmas con un rostro desconocido. La ficción de los mitos son nuevos mitos, con nuevos cansancios y terrores.(409)           

     Los Narcisos «intelectuales» de la tradición inmediata sin duda están presentes en ese mito que «reinvenciona» Lezama, cuyo significado incluye también aquel drama de la conciencia que se busca a sí misma, como parece indicar el cambio de voz narrativa en algunos de los versos («pez mirándome», «siempre me preguntan»). Pero el poeta parece implicarse en la aventura cognoscitiva de su personaje sólo para ilustrar -en negativo- esa Metafísica de la Imagen que puede «zurcir el entredeux» y conectar lo aparentemente escindido animada por el Eros Cognoscente. Creo que no es en el intelectualismo de Valéry donde encontramos «el sustrato más activo de la simbolización poética que del mito nos ofrece Lezama»(410), sino en algo opuesto a él: la espiritualidad de la filosofía que alimentó el Sistema Poético desde sus comienzos. Escribió María Zambrano:

                Objetivarse artísticamente es una de las más graves acciones que se pueden cometer, pues el arte es la salvación del narcisismo; y la [157] objetivización artística, por el contrario, puro narcisismo. El artista perpetuamente adolescente, enamorado de sí. Mortal juego, en que no se juega a recrearse sino a morirse. Todo narcisismo es juego con la muerte. La poesía puede caer en él; es un riesgo mortal. No es camino sino trágica y a la par grotesca galería de espejos; alucinatoria repetición, mezquina exhibición de lo que no es.(411)           

     Para Lezama el tema constituye una especie de gran era imaginaria que pone en práctica la incorporación simultánea de todos los Narcisos posibles, donde al significado clásico del mito y al motivo barroco del reflejo ilusorio, se unen las lecciones de María Zambrano, otra Muerte de Narciso, la de Pierre de Ronsard, y, por supuesto, Sor Juana Inés de la Cruz, que ocupa un lugar central.

     El poema de Ronsard, alegoría de la imitatio renacentista(412) y ejercicio de imitatio él mismo, reactualiza el mito como modelo erudito, pero se distancia de la fábula ovidiana a través de una amplificación que sitúa el espacio del poema en el locus amoenus propio de su época. Veremos que Lezama emprende un proceso similar localizando el mito en un espacio tan inequívocamente suyo como esas «islas no cuidadas» que le sirven de escenario. La presencia de Sor Juana, por último, la revela Lezama mismo, y no procede, como sería previsible, de su auto sacramental El Divino Narciso(413), aunque él lleva a cabo la misma «temeridad» que atribuye a la monja mexicana: acudir al mundo mitológico para adaptarlo a su propia «teología», su Sistema Poético que, ya sabemos, «puede convertirse en religión». Sor Juana proporciona a Lezama un modelo de lo barroco que él persigue, «un barroco donde se vuelve a las antiguas súmulas del saber de una época con afán de conocimiento universal»(414), y, sobre todo, un método para componer su primer poema. Hablando del Primero sueño, comenta: [158]

                Aunque Sor Juana declara que lo compuso imitando a Góngora, es una humildad encantadora más que una verdad literaria. La dimensión del poema es muy otra que las fiestas sensuales que rodean los himeneos meridionales. Es lo más opuesto a un poema de los sentidos (...) Su oscuridad desciende a nuestras profundidades para fundirse con lo inexpresado evitando que la luz, al invitarlo, lo ahuyente.           

Y «la manera» que detecta en Sor Juana es exactamente la misma que practica él en su Muerte de Narciso:

                Conocimiento superficial del tejido mitológico, simple presentación o presencia, ahondada por referencias personales disimuladas, acrecidas por el propio devenir del poema, que así viene a darle sombra de profundidad (...) La grandeza no está en la habilidad o extrañeza de su desarrollo, sino en la extensión ocupada por un tema tan total como la vida y la muerte, del que extrae no las maravillas y las excepciones, sino cautelas distributivas, graduaciones del ser, para recibir el conocimiento.(415)           

     Para entender cómo realiza Lezama su operación de reinvención del mito hay que acercarse también a esas referencias disimuladas y esas «cautelas distributivas», y entenderlas como un recurso más al servicio del mensaje que encierra el poema.

     Entre ellas está la dilución argumental de la que hablábamos antes, y que ya en la que fue la primera aproximación crítica a Muerte de Narciso permitió a Ángel Gaztelu definir el poema como «culta, impetuosa y rauda cetrería de metáforas»(416). Como señaló en su momento Dámaso Alonso(417), también en las Soledades de Góngora la historia es sólo un pretexto; el argumento es casi inapresable y el poema se construye con una sucesión de «escenas» (aldeanas, pastoriles, épicas, de pesca, de cetrería), unidas sólo por el leve hilo conductor de la presencia del protagonista, el peregrino solitario. Tampoco de él nos da Góngora mucha información: sabemos que es «el mísero extranjero» (I, 46)(418) que llega a un lugar desconocido, para convertirse en espectador casi siempre pasivo de lo que ocurrirá a su [159] alrededor. El peregrino es, pues, un ser aislado, desterrado, doblemente desarraigado: «náufrago, y desdeñado sobre ausente» (I, 9); un ser incompleto que proyecta una imagen perfecta de soledad y alienación. Como los epítetos que nombran al Narciso de Lezama: «pulso desdoblado», «fría mirada», «olvidado papel», «marmórea cavidad», «aislado cabello», «ciego desterrado».

     También como el peregrino de las Soledades, rodeado por «el húmido templo de Neptuno» (I, 478), Narciso está en una isla extraña, y otro de los elementos reveladores del poema es la elección de ese escenario. Como Ronsard y siguiendo a Góngora, Lezama reubica el mito y hace de su Narciso -personaje aislado ya por la circular contemplación de sí mismo-, un ser doblemente insular y, además, marino, habitante de unas contradictorias «islas no cuidadas, guarnecidas / islas» (vv. 37-38), que pueblan el poema de «conchas», «olas», «sal», «playas», «espumas», «caracolas». Fácilmente puede interpretarse esa insularidad como una de las primeras representaciones que ofrece el autor del espacio original cubano, tanto por la exuberancia y la fuerza primigenia en que envuelve desde el principio al decorado y sus «invasores»:

                     En chillido sin fin se abría la floresta
al airado redoble en flecha y muerte...

como por la definición de ese espacio como depósito cultural: «islas donde acampan / los tesoros que la rabia esparce, adula o reconviene». Es una insularidad todavía «disociativa» -el Coloquio con Juan Ramón Jiménez se celebraría después-, y obligada por Europa (que Lezama nombra sólo por su epíteto mitológico) a recibir pasivamente los restos que dejan llegar a sus orillas las corrientes marinas:

                          La blancura seda es ascendiendo en labio derramada,
abre un olvido en las islas, espada y pestañas vienen
a entregar el sueño, a rendir espejo en litoral de tierra y roca impura.

     En la versión lezamiana destaca también la presencia de uno de los elementos del mito clásico que en las versiones «estéticas» del mismo no suele aparecer, o tiene un valor sólo anecdótico: la ninfa Eco, enamorada fatalmente de Narciso, es en el poema de Lezama una presencia anónima pero constante y con un significado fundamental. Eco, a quien Hera castigó permitiéndole hablar sólo para repetir lo que otros decían, ilustra por sí sola buena parte del pensamiento cultural de Lezama: como «boca negada», «dócil rubí», «lengua alfilereada» o «aislada paloma muda» persigue a Narciso a lo largo del [160] poema y funciona como refuerzo de la idea central. Su «garganta muerta» es un ejemplo más de comunicación imposible, de lo estéril de una voz condenada a no poder hablar por sí misma y a ser también sólo un reflejo que repite lo que otros han dicho ya.

     Por último, el elemento principal, la figura de Narciso, sale del «ingenio cubano» de Lezama profundamente trasformado. Narciso es «Rostro absoluto»; «la perfección que muere de rodillas / y en su celo se esconde y se divierte». Su actitud ensimismada lo empuja también a la incomunicación, «la mudez primera ya sin cielo», y la muerte acecha: absorto en su contemplación superficial, se encierra en «el círculo en nieve que se abría», una forma de morir, un «sepulcro». Pero el poema parece plantear esa muerte de Narciso como la extinción necesaria de lo que el personaje simboliza: una actitud ensimismada, fanáticamente insular, y un Eros Cognoscente estéril, que sustituye lo carnal por un reflejo y lo profundo por lo aparente.

     Por supuesto, Muerte de Narciso es mucho más que un mensaje de sabiduría, pero ése es otro de los elementos medulares del poema. El «nuevo saber» lezamiano es un modo de conocimiento poético que sólo comienza atravesando la superficie para sumergirse en lo esencial de la realidad, de la historia o del hombre. Como dijo María Zambrano: «La poesía de Lezama atraviesa la superficie de los sentidos para llegar a sumergirse en el oscuro abismo que los sustenta»(419). Sólo así «el espejo su puerta entreabre», parece confirmar el poema.

     Narciso, por tanto, pudo haber penetrado en esa trascendencia, pero equivoca la vía cognoscitiva y -«terco rostro»- queda anclado en la contemplación de su imagen reflejada en la superficie el agua, sin rebasarla. Su flecha no emprende el tránsito:

                          Una flecha destaca, una espalda se ausenta.
Tierra húmeda ascendiendo hasta el rostro, flecha cerrada.

     En todas las formas del pensamiento esotérico está presente esa idea de transición entre ambas dimensiones de la realidad, la visible y la oculta. En la misma línea, el Eros Cognoscente accede a la sustancia de las cosas penetrando más allá de la barrera que interpone su engañoso reflejo. Es, claro, otra formulación de la resistencia cuyo vencimiento sustenta la poética lezamiana como motivación para la creación; y ahora es el espejo de agua lo que en Muerte de Narciso éste debería atravesar para trascender y trascenderse. El poema lo advierte: [161]

                          Si atraviesa el espejo hierven las aguas que agitan el oído.
Si se sienta en su borde o en su frente el centurión pulsa en su costado.

Pero Narciso parece ignorarlo; cae en la trampa de la «firmeza mentida del espejo», la cree única meta apetecible y ahí se detiene, atrapado en una sabiduría inútil en la que «desde ayer las preguntas se divierten o se cierran». Por eso «Las hilachas que surcan el invierno / tejen blanco cuerpo en preguntas de estatua polvorienta» y la suya es ya una quietud mortal -«marmórea cavidad que mira»-, incompatible con el fluir sobreabundante de la poesía que todo absorbe. Lezama parece recriminárselo:

                          Narciso, Narciso, las astas del ciervo asesinado
son peces, son llamas, son flautas, son dedos mordisqueados...

     Al Narciso de Ovidio le fue permitido reconocer su error: «Iste ego sum! Sensi; nec me mea fallit imago» (v. 464)(420). Era el cumplimiento del destino que predijo Tiresias, el reconocimiento fatal que inicia la agonía también en la elegía de Ronsard: «Je cognois maitenant l'effet de mon erreur / Rien je ne voy dans l'eau que l'ombre de moymesme [sic]»(421). Pero el Narciso lezamiano no advierte su error:

                          ...ya no advierte mano sin eco, pulso desdoblado:
los dedos en inmóvil calendario y el hastío en su trono cejijunto.

Contradice a Tiresias y muere porque no se conoce, y no se conoce porque no atraviesa en ningún momento la superficie del agua-espejo, lo que lo separa de sí mismo, lo que se interpone, lo que ofrece resistencia, que se convierte desde aquí en un correlato objetivo fundamental en el pensamiento de Lezama(422). El espejo es en el poema «ausencia», «río mudo» o «laberinto y halago». Es el lugar donde el silencio y el olvido se reúnen: «sombra es del recuerdo y minuto del silencio»; es «sepulcro» que ofrece el reflejo fatal de «aquel que quería ser al mismo tiempo el otro», como evocará Foción en Paradiso(423). [162]

     El tipo de saber perseguido por Lezama reúne todas las claves del Sistema Poético en un Narciso «a lo esotérico», una propuesta que, como ha sugerido Lourdes Rensoli, podría identificarse «con la idea platónica de la fronesis» y está dirigida a obtener «la función creadora de la poesía, que, como subraya Lezama, aparece como consecuencia de la sabiduría, no de la soberanía de la sensibilidad o de la precisión del intelecto»(424). Pero lograr esa sabiduría requería, por lo menos, una metamorfosis de Narciso, un cambio en su actitud: un sumergimiento. Y el Narciso del poema de Lezama no atraviesa en ningún momento la superficie del agua ni experimenta metamorfosis alguna. La fábula se suspende sin que se haya verificado la transformación que Ovidio atribuye a su personaje y el poema de Lezama parece cerrarse con la muerte de Narciso anunciada en el título, que aniquila también su actitud:

                          Ola de aire envuelve secreto albino, piel arponeada
que coloreado espejo sombra es del recuerdo y minuto del silencio.
Ya traspasa blancura recto sinfín en llamas secas y hojas lloviznadas.
Chorro de abejas increadas muerden la estela, pídenle el costado.
Así el espejo averiguó callado, así Narciso en pleamar fugó sin alas.

     Este misterioso final ha sugerido variadas interpretaciones por parte de la crítica, pero todas, incluso las más recientes, coinciden en explicar la «fuga» de Narciso recurriendo al catolicismo de Lezama para hablar de una «resurrección» del personaje que se ha convertido ya en un lugar común. De acuerdo con esa opinión, el poema comenzaría «aludiendo al misterio de la encarnación (con la referencia al mito de Dánae)», y continuaría con «algo que es tanto una alegoría teológica de la resurrección como el cuestionamiento de tal posibilidad: el que Narciso se lance al agua puede interpretarse como un suicidio o como un martirio de salvación»(425). El fervoroso catolicismo de Lezama entendería la muerte como «la fantástica aventura humana cuando constituye culminación de la vida en algún sentido»(426), y la [163] de su Narciso sería «un grado en el proceso de redención», pues el poema ilustraría un primer paso para la penetración en el misterio: «Como transfiguración, la muerte de Narciso supondrá su fusión definitiva con la trascendencia»(427).

     Pero en Muerte de Narciso no hay transfiguración, ni metamorfosis, ni el personaje nombrado como «manos secas» se lanza al agua. Y ya hemos visto antes la poca ortodoxia del catolicismo de Lezama, que no viene dada sólo por su aceptación de todas las ramas del saber esotérico -el cristianismo primitivo no fue ajeno a ellas-, sino por la reformulación de carácter poético que sobre la religión (las religiones) practica el autor, No me lo propongo, ni me atrevería nunca a discutir su fe, pero creo que en su obra los misterios católicos son adoptados como potentes instrumentos poéticos, y la historia sagrada, algo así como un temario de donde extrae mitos, sentencias e imágenes esperanzadas, de modo que el concepto de resurrección debe ser asumido también con esas «cautelas distributivas» de que hablaba el autor y de manera muy poco ortodoxa. A esa objeción frente a la interpretación que «redime» al personaje lezamiano se suman otras: el Narciso de Lezama no puede ser, en la línea del de Valéry, un «símbolo de la autoconciencia irreversible del sujeto»(428), porque, de acuerdo con lo que ilustra el poema, Narciso no se conoce, es incapaz de hacerlo, se aferra un simulacro y no va más allá. Olvida que «el revés de la sombra no es el cuerpo ante el agua», y no trasciende. Por eso muere. Su fuga desalada es difícil que pueda ser un símbolo de «la elevación espiritual propia de un personaje gótico»(429), o «acto supremo» por el que Narciso «crece y se trasciende en pleamar hasta la última dimensión de su espíritu»(430). Todo lo contrario: en la simbología de inconfundibles raíces martianas que practica Lezama, «sin alas» equivale al desahucio espiritual. Narciso fugó sin alas y sin posibilidad de ser. En ese verso final se cumple el hondo temor escatológico que plasmó el autor en sus «Sonetos infieles», parte de cuya infidelidad viene dada precisamente por la lectura poética de los símbolos católicos. Se preguntaba allí: [164]

¿Y si al morir no nos acuden alas?(431)

     Lo más creíble es que Muerte de Narciso expusiera como «mensaje», sencillamente, el que el título anunciaba, sobre todo porque la muerte de ese Narciso puede interpretarse como el valor apodíctico que el mito adquiere en el Sistema Poético: el arte ha de ser salvación del narcisismo, como pudo aprender Lezama de María Zambrano. Y esa muerte de Narciso podía ser, además, una especie de rito iniciático que abriera paso a todo lo que luego desarrollaría la obra del autor, porque la idea obsesionante de sumergirse en aguas profundas y luego emerger con un raro tesoro es parte de su concepto poético (u órfico, o católico) del saber como «revelación». Y Narciso no se sumerge.

     No es extraño encontrar una reinterpretación del mito en esa línea situada en los umbrales de su obra, si tenemos en cuenta que Muerte de Narciso admite también sin dificultades una lectura social de ese mismo mensaje: el poema expresaba esa voluntad origenista de Lezama, aquí proclamada en verso, de acabar con ese otro narcisismo insular (colectivo, social, cultural) de una cubanidad que él sentía incompleta por estar anclada, bien en una autocontemplación superficial -léase: los peligros de lo costumbrista o lo folclórico-, o bien en una falacia especular: la inercia de copiar modelos recibidos; el destino fatal de seguir hechizada por la cultura del Otro.

     Ese Narciso doblemente incompleto debía morir como gesto fundacional de una poética dispuesta a sumergirse en las profundidades de lo cubano para abolir su narcisismo. Y para ello el poema de Lezama tal vez se inspiraba en la Coda que Góngora agregó a la Soledad segunda, planteando un vuelo mortal como el que «a la Sicana diosa / dejó sin dulce hija, / y a la Estigia Deidad con bella esposa» (vv. 977-979). Como ella, Muerte de Narciso encierra el contrapunto de un mito ascendente y otro descendente, ofreciendo un final «abierto» que podría relacionarse también con el cierre en suspenso de su presunto modelo gongorino, que deja al peregrino a la deriva de su enigmático destino.

     En este sentido, John Beverley planteaba en su «lectura política» de las Soledades una hipótesis que puede ser interesante:

                El efecto del truncamiento que Góngora opera en la Soledad segunda consiste en que el lector se aliena del poema y se ve obligado a acabarlo en otra parte. La obra restante es la creación de un sentido [165] de lo hispánico no ligado a su ideología (...) Tal vez por esta razón la cultura hispanoamericana lleva la fuerte influencia de Góngora, ya que comparte con las Soledades la función de buscar una cultura posible partiendo de la mutilación que el imperialismo ha infligido en sus pueblos.(432)           

     Naturalmente, el crítico no menciona a Lezama, pero creo que Muerte de Narciso podría ser una confirmación de su intuición. Su sentido tampoco es algo que nos venga dado dentro del poema; es «lo difícil» lezamiano y ha de descifrarlo el lector después:

                En realidad ¿qué es lo difícil? Es la forma en devenir en que un paisaje va hacia un sentido, una interpretación o una sencilla hermenéutica, para ir después hacia su reconstrucción, que es en definitiva lo que marca su eficacia o desuso, su fuerza ordenancista o su apagado eco (...) Una primera dificultad es su sentido; la otra, la mayor, la adquisición de una visión histórica, que es ese contrapunto o tejido entregado por la imago.(433)           

Quizá Góngora dejara en Muerte de Narciso algo más que «un apetito, una facultad gustativa de la lengua»(434).

     Hablando del «Nacimiento de la expresión criolla», decía Lezama que entonces es cuando lo barroco alcanza su auténtica dimensión, «sus intenciones de vida y de poesía»:

                El gongorismo, signo muy americano, aparece como una apetencia de frenesí innovador, de rebelión desafiante, de orgullo desatado por lograr dentro del canon gongorino un exceso aún más excesivo que los de don Luis, de crepitación formal, de contenido plutónico que va contra las formas como contra un paredón. (...) El gongorismo americano rebasó su contenido verbal para constituir el cotidiano desenvolvimiento de ese señor barroco, instalado en el paisaje que ya le pertenece.(435)           

     No descubro nada al afirmar que en la América moderna toda reflexión sobre la cultura es una reflexión sobre la identidad, sobre la condición de su existencia y la revelación de sí a sí misma. Y Lezama no fue el único que recurrió a la figura de Narciso para hacer esa reflexión.(436) [166] Tal vez al emprender una reescritura personal, gongorina, insular y marina pero sobre todo teleológica del mito de Ovidio, el autor estaba haciendo algo en la línea de aquella «conquista» de la tradición de la que habló siempre; es decir, un discurso de identidad cultural, aunque de otro tipo, clasificable quizá entre lo que se ha llamado «ficción ideológica»(437). La obra posterior de Lezama parece confirmarlo continuamente, y en ella el ensayo «Las imágenes posibles» (1948) marcaba una trayectoria inconfundible:

                ...No hay la novela de Afganistán ni la metafísica americana. Europa creó la cultura, una segregación suya, con personajes que claman la dialéctica griega, la coral bachiana, la metafísica alemana, Dostoyevski [sic], la novela francesa del siglo XIX. Los hemos convertido en dramatis personae. A través de la imagen que los ha reconstruido, danzan, con sólo un nombre, no hay un río, se dice un río, o el mar, y se descorre una cortina y aparece el mar.(438)           

     Cuando en aquel Coloquio con Juan Ramón Jiménez Lezama esbozaba su proyecto de una Teleología Insular, Juan Ramón concluyó: «Creo que lo que usted me ofrece es un mito». Y él reconocía lo siguiente: «Yo desearía nada más que la introducción al estudio de las Islas sirviese para integrar el mito que nos falta»(439). Emprendió personalmente esa aventura construyendo un Sistema Poético del Mundo e intentando reconquistar con sus ensayos una tradición adecuada a su Teleología Insular. Pero si todo en el Sistema Poético obedecía a los resortes de ese proyecto, también lo hicieron sus realizaciones, porque esa Teleología Insular, insistentemente expuesta en prosa y verso, había sido pensada, además, como sinécdoque también de raíz martiana: era exportable de la isla al continente. De ahí la continuidad natural que se puede establecer entre el primer poema de Lezama y las aventuras que emprende el Sistema Poético veinte años después, a la búsqueda de La expresión americana que pudiera revocar la pena de ecolalia, la condena a ser una eterna repetición, con que pudo ser castigada alguna vez América-Eco por la diosa Europa.

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