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4.2. «Laberinto, tragaluz, estómago de ballena»: la curiosidad barroca

     Por «concertados desconciertos» como los que hemos visto hasta ahora, José Lezama Lima planteó en su momento y sigue planteando, creo que como pocos escritores, el problema de la accesibilidad de su obra, en todos los sentidos: ¿Cómo leerla? pero, sobre todo ¿cómo estudiarla? ¿cómo analizar ese súbito donde leer, escribir, recordar e «invencionar» confluyen y desdibujan sus múltiples referencias? Las respuestas de la crítica a esos interrogantes han sido de lo más variado. No podía ser de otro modo en una obra como ésta, que todo lo absorbe pero todo lo trastoca, donde la actitud parece parnasiana, la reflexión purismo abstracto, la poesía culterana y la novela proustiana, cuando en realidad está más cerca de Martí que de Casal, de San Juan de la Cruz que de Góngora, atiende más a lo cubano que a la «retórica blanca» del purismo y liquida las distancias entre arte y vida con su metafísica sensible; todo ello envuelto en un curioso programa social de corte nacionalista-cósmico. Son estratos innumerables: poéticos, filosóficos, éticos, especialmente mixtos, y todos se comunican, como en el Puraná, donde confluyen los objetos más disímiles. Tal vez por eso Lezama tituló «Confluencias» uno de sus últimos ensayos, una especie de confesión final en la que resume sus puntos de vista sobre la poesía. Decía allí:

                Una antigua leyenda de la India nos recuerda la existencia de un río cuya afluencia no se puede precisar. Al final su caudal se vuelve circular y se pone a hervir. Una desmesurada confusión se observa en su acarreo, desemejanzas, chaturas, concurren con diamantinas simetrías y coincidentes ternuras. Es el Puraná, todo lo arrastra, siempre parece estar confundido, carece de análogo y de aproximaciones. Sin embargo, es el río que lleva a las puertas del paraíso.(440)           

     Abel Enrique Prieto reúne acertadamente una recopilación de ensayos del autor con ese título, y plantea el suyo como un espacio estético que obedece a esa definición.(441) Confieso mi incapacidad para encontrar otra fórmula que pueda recoger, sin resultar insuficiente, semejante desmesura. Una de las aspiraciones de Martí era crear una filosofía del mundo a partir de la palabra universo, lo uno en lo diverso: [168] quizá Lezama aspiraba a algo similar con su insularidad cósmica y su Sistema Poético del Mundo, una «oscura pradera» que convida, donde «la memoria prepara su sorpresa»:

                          Allí se ven ilustres restos,
cien cabezas, cornetas, mil funciones
abren su cielo, su girasol callando,
donde sin querer vuelven pisadas
. y suenan las voces en su centro henchido.(442)

     En cualquier caso, lo que sí creo imprescindible es entender el proyecto barroco, complejo, difícil y «confluyente» de Lezama como parte de ese «salto hacia dentro de nosotros mismos» que trajo consigo el fin de la Vanguardia hispanoamericana.(443) Quizá esta puntualización parezca innecesaria, por obvia, pero lo cierto es que la contemporaneidad del autor se ha cuestionado muchas veces, hasta el punto de que ciertas valoraciones han negado eso que parece una obviedad, y consideran la suya una estética epigonal cuya «originalidad anacrónica» haría de Lezama, por ejemplo, «un simbolista rezagado»:

                Históricamente, Lezama Lima resulta un simbolista rezagado. Integrante de una promoción postvanguardista, conoce las manifestaciones estéticas de su época, pero no afinca mentalmente en lo contemporáneo (...) Su poética es regresiva, es ajena a la noción de crisis, de colapso, de corte epistémico. Su escritura inocente, su visión beatífica, permanecen inmunes a la óptica desintegradora de la vanguardia y a toda carencia óntica. No hay en Lezama Lima ni atisbos de conciencia escindida o conciencia faústica. No hay en Lezama Lima ni atisbos de historicismo.(444)           

     La tentación de valorar la obra de Lezama como «regresiva» es casi inevitable, si nos guiamos por las principales fuentes del pensamiento del autor sin tener en cuenta «lo trasmutativo» que opera sobre todas ellas. Y el simbolismo de Lezama, por ejemplo, es, en todo caso, su simbolismo, esto es, «una gran corriente poética que viene [169] desde el poderoso Dante hasta el delicioso Mallarmé»(445) y que no vacila en oponer reparos al simbolismo «histórico»:

                ¿El simbolismo? Se había ido convirtiendo en el banquete sin comensales del que sólo se escapaban el frío último de los manteles y el rebrillo inicial de los candelabros. El símbolo se entremezclaba con el címbalo (...) La música no acompañaba, sino que en la embriaguez de no estar, intentaba nutrir los residuos de cada poema, de cada abandonada experiencia, con las tubas del órgano en sus más difíciles situaciones de medianoche.(446)           

     Sin embargo, es innegable que, a pesar de esos reparos, la tradición simbolista es también su tradición. Lo que ocurre es que, una vez es digerida por su poética, se convierte en uno más de sus múltiples acarreos, y por tanto deja de ser cualidad distintiva de modo absoluto. Proponer fórmulas unívocas olvidando que lo que genera la obra del autor es precisamente «lo incorporativo», conduce, cuando menos, a un desenfoque.

     Lezama se aparta desde muy temprano y explícitamente de toda polémica sobre «realidad, arte social, arte puro, pueblo, marfil, torre», para declarar las «cosas que no nos interesan: el sueño, el escándalo, el tablero de ajedrez, ¿las cenizas?»(447). Debemos ver ahí, según sugiere Jorge Luis Arcos(448), referencias a lo impresionista, lo vanguardista, lo neoclásico y lo discursivo (pienso también en lo surrealista y lo negrista, como sugiere la referencia a los sueños y al tablero de ajedrez) que se desarrollaba en el contexto literario del momento. Naturalmente, eso no quiere decir que el contacto con esos elementos no afectara a la obra de Lezama; su influencia, de hecho, podría señalarse, sólo que como ingredientes que el Sistema Poético abraza desde su perspectiva integradora, sin atribuirles individualmente la capacidad de acceder a un conocimiento poético (es decir, verdadero) de la realidad. El mismo Lezama advierte sobre el Sistema Poético que «es muy difícil señalar los elementos de esa secreta reducción» que todo lo asimila y que se niega incluso a formar parte de una «generación anti-Darío», a pesar de que la fantasía modernista y su «vagaroso [170] misticismo», dice, «forman ya parte del tedium vitae y no son la voz que oímos entre dos nubes»(449).

     No se puede afirmar que el pensamiento poético de Lezama permanece al margen de las manifestaciones estéticas de su tiempo; lo que sí hace es atravesarlas, para crear una propia que bebe de todas ellas, pero no se ciñe a los márgenes de ninguna y no se deja archivar en ningún ismo, ni siquiera en el barroquismo, que no era lo barroco que tanto amó:

                Creo que ya va resultando un término apestoso, apoyado en la costumbre y el cansancio, con el que se trata de apresar maneras que en su fondo tienen diferencias radicales (...) La sorpresa con que nuestra literatura llegó a Europa hizo echarle mano a ese término, pero la palabra barroco se emplea inadecuadamente y tiene su raíz en el resentimiento.(450)           

     En cuanto al Surrealismo, existe ya suficiente perspectiva histórica para aceptar su poderosa influencia sobre la creación poética desde fines de los años veinte. Pero, tal como Lezama lo interpretó, significaba, no un paso más hacia el abandono de esa deshumanización vanguardista que tanto le inquietaba, ni siquiera algo que al bucear en lo inconsciente se acercara a esos orígenes que también perseguía él, sino, sorprendentemente, un renacer del racionalismo con el que tanto discrepó: «La magia de los surrealistas me ha parecido siempre una forma encubierta, escondida entre la fronda de su metaforismo, del mecanismo que cae en la trampa de lo que intenta combatir: la causalidad dejada por el helenismo en la era de la madurez del Sileno»(451).

     Ya sus primeras definiciones de lo que llama impresionismo del subconsciente (la escritura presuntamente automática) no dejan lugar a dudas: «Larvas oníricas dominadas por una arquitectura neoclásica: pura y absoluta mentira, inutilidad, mezquindad. Lo primario en absoluta pureza, caos de caos, maldición inexpresiva, autodestrucción». Y explica: «Sin criticismo dominador, esos monstruos que se desperezan se extienden fríos y verdeantes. Palabras que todavía no se ajustan a una imagen y desaparecen en el pentagrama borroso de la subconciencia»(452). Ahora bien: tampoco el extremo opuesto se ajusta [171] a su idea de la poesía, pues un exceso de ese criticismo dominador llevaba directamente al intelectualismo de Valéry, «ese simbolista metafísico que, como él mismo dice, a fuerza de buscar el matiz se ha encontrado con el hastío»(453).

     La imaginación totalizadora de Lezama rechazó cualquier corriente artística en la que dominara una sola perspectiva y «los pronunciamientos queden reducidos a la simpleza del manifiesto o índice marmóreo que señala tan sólo un camino y un camino»(454). Su Sistema Poético desbordaba los cauces del realismo, la poesía política o la que estallaba en denuncia social, pero eso no lo afiliaba al bando de la literatura como reino autónomo: la poesía pura -considerada por él una réplica de escuelas europeas- era otra de esas tesis disociativas de la cubanidad, y los juicios contra ella pueden rastrearse desde muy temprano. En su Coloquio con Juan Ramón Jiménez ya oponía reparos a la poesía «artificial, voluntaria e ilusoria» que «persigue la unión de momentos inefables con técnica sistemática y coherente»(455); y Espuela de plata se hacía eco de las polémicas del momento sentenciando: «Los que hablan de poesía pura tendrán que reconocer un estado inicial impuro, luego abrirán un paréntesis de inefabilidad y el resto del poema quedará giboso»(456).

     Así, frente a la abstracción especulativa y el desarraigo del purismo, se erige la obsesión origenista por bucear en lo cubano, identificar sus esencias y darles expresión. Pero esa noción de lo cubano también se opuso a la que parecía expresar la poesía negra, duramente criticada al principio porque se temió que el fenómeno, inicialmente imprevisible en sus derivaciones, desembocara en un autoexotismo excesivamente simplificador, o en un «resentimiento vernáculo» que acabara rechazando lo español. De que no ocurriría eso fue prueba suficiente la obra de Nicolás Guillén, y Lezama se reconcilió muy pronto con ella, igual que con la de las grandes figuras de la poesía pura, Mariano Brull y Eugenio Florit, que publicaron en la revista Orígenes y bajo su sello editorial.

     De hecho, la obra de Lezama comparte con la de Guillén -pese a las grandes diferencias entre uno y otro, de sensibilidad, de formación y de actitud ante la poesía- esa marcada vocación por profundizar en [172] lo que cada uno creyó que podía contribuir mejor al enriquecimiento de su cultura. Y comparte también con el purismo una constante reflexión sobre la propia creación, que se plasma en un denso ensayismo o en poemas y textos narrativos de frecuente contenido metapoético. Pero no compartió nunca la «matemática» de Valéry: «Es tautológica -concluía-, el Monstruo que no puede llegar a ser»(457). Aunque en Orígenes se tradujo su obra y el propio Lezama reflexiona en numerosos ensayos sobre ella, en una Conversación sobre Paul Valéry, de 1943, ofrecía un resumen muy clarificador de cuál fue la verdadera influencia del autor francés:

                En nuestra adolescencia, cuando nos preguntábamos qué debe saber un poeta, qué debe ser la cultura del poeta, en qué forma se manifiesta en el poeta la sabiduría, nos encontramos con El cementerio marino, que ejerció sobre nosotros una influencia deslumbradora. El estudio de ese poema venía a poner fin a las siguientes cosas: a) a la poesía como copia del diseño del sueño. Pesadilla de Proust; b) a los pastiches fáciles del folclorismo a la española; c) a las acumulaciones superficiales del surrealismo; d) a la forma de mandarín de algunos maestros del simbolismo que ofrecían como respaldo de su obra las compulsiones de la música y no una cosmovisión, una penetración, un combate entre el devenir y la duración. (...) Después el estudio esforzado de Valéry nos iba sumiendo en dudas. Llegaba así a ser para nuestra generación un maestro doblemente venerable: en nuestra adolescencia nos había llenado de inquietud; y nos llevaba al paso del tiempo a rendirle el mayor de los homenajes: el de nuestra inconformidad con su obra.(458)           

     No cabe duda de que también esa inconformidad era un fenómeno de época, desde que en 1925 Paul Valéry y Henri Brémond enfrentaran sus diferentes concepciones de «pureza» poética.(459) La repercusión de aquella polémica en las letras hispanoamericanas, inmediata, se tradujo en un relevo en la influencia de los dos mentores de la poesía pura: a la pureza «de fabricación» de Valéry sucedió la pureza «de inspiración» del abate Brémond.(460) Y en el caso de Lezama ese relevo [173] tenía mucho que ver también con el magisterio de Juan Ramón Jiménez, manifiestamente partidario de la segunda propuesta, que era, en el fondo, una poesía emparentada con la religión. El referente inexcusable era la poesía mística y, en concreto, la de San Juan de la Cruz(461), de ahí las conexiones, imposibles en apariencia, entre la transparencia de Juan Ramón y la oscuridad lezamiana: ésta pretende también extraer la quintaesencia, pero de la sobreabundancia, y expresarla de forma que su conocimiento equivalga a una «revelación». Porque «si se elimina la vía iluminativa, como han pretendido Valéry y Jorge Guillén -resumía Lezama-, la poesía queda reducida a una especial combinatoria»(462).

     Él mismo supo resumir mejor que yo cómo resolvió todo ese laberinto de realismos, purismos, surrealismos e influencias dispares:

                Nuestra generación había desdeñado lo popular turístico, las fáciles onomatopeyas del negrismo musical o poético (que eran disfraces de lo hispánico menor y del cosmopolitismo desangrado), y huía del hieratismo enfático mexicano, de su rotundidad muralista, para librarnos también de la poesía diplomática, fina, entrecomillada y como en marco de doradilla. Y, lo que es más irremplazable y periódicamente valioso, huyó de la imaginación haitiana, del terror visto a lo francés, a través de los cristales de refracción del surrealismo. Si había buscado esa generación para lo cubano una levadura más alta, era natural que actuase por saturación, por una lenta acumulación de lo occidental y el súbito interviniendo en ese lleno, como pinchazo temporal de la circunstancia, de lo histórico a que se obligaba.(463)           

     La solución (si es que Lezama pensó en términos de «solución») no estaba en afincarse en alguno de esos extremos, sino en el gesto barroco de «alcanzar una forma unitiva» enemiga de los dualismos que obstaculizan la expresión -y la comprensión- de un mundo donde se entrelazan todos los hilos. Es, nos dice en La expresión americana, como si «el señor barroco, auténtico instalado en lo nuestro, quisiera poner un poco de orden pero sin rechazo, una imposible [174] victoria donde todos los vencidos pudieran mantener las exigencias de su orgullo y su despilfarro»(464).

     La filosofía de esa posición totalizadora configura una doctrina ontológica cuyo resultado más espectacular es la negación del «ser-para-la-muerte» de Heidegger y las corrientes existencialistas, con ese «ser para la resurrección» por la poesía que ya conocemos, pero tuvo otros. Como ha señalado Emilio Bejel, el de Lezama es un pensamiento que se inserta en «la corriente que minó la ideología basada en la lógica racionalista, el sujeto individualista y la representación realista»(465), en su caso, de la mano de un Eros Cognoscente que privilegia el discurso poético sobre el lógico (son «las imágenes posibles», no los razonamientos posibles) y apunta hacia lo desconocido armado de un saber en el que la aletheia ha desbancado a la ueritas y el silogismo del sobresalto al cogito cartesiano, de modo que «ha derivado no una disciplina, sino una manera secreta, un plein air, algo que en algún momento se llegaba dichosamente a descubrir»(466).

     El Sistema Poético del Mundo es sistema sólo porque remodela sistemáticamente el mundo, y es poético porque se opone a lo racional-filosófico con ese logos de la poesía en continuo ejercicio. Más aún: Lezama estudia detenidamente a Descartes, analiza el Discurso del Método y se interesa mucho por su famosa duda hiperbólica, pero de su análisis concluye: «Lo que prueba demasiado no prueba nada». Lo único irreductible a la duda es «la poética verdad realizada [que] aprovecha un potencial verificable que se libera de la verificación»(467). Al liberar a la poesía de las pruebas de la razón, se asume una lógica poética que niega la concepción del hombre como «la cartesiana sustancia que piensa»(468) y reivindica apasionadamente algunos de los postulados de la Ciencia nueva con que Giambattista Vico combatió el racionalismo:

                El hallazgo genial de Vico consistió en ver con evidencia que hay en el hombre un sentido, llamémosle el nacimiento de la razón mitológica, que no es la razón helénica ni la de Cartesio (...) Esa adivinación, ese Deorum interpretes que nos recuerda Vico, hacía de la [175] poesía la línea donde lo imposible, lo no adivinado, lo que no habla, se rinde a la posibilidad (...) Tres frases colocaría yo al frente de esta nueva vicisitud de la imagen en la historia. Primera: «Lo imposible creíble», de Vico. Es decir, el que cree acepta un movimiento sobrenatural, una propagación sobrenatural, un sobrenatural estar en todas las cosas. Segunda frase: «Lo máximo se entiende incomprensiblemente», la línea que va desde San Anselmo hasta Nicolás de Cusa. (...) Tercera, esta frase de Pascal, como resguardo o conjuro: «No es bueno que el hombre no vea nada; no es bueno tampoco que vea lo bastante como para creer que posee. Es bueno ver y no ver; esto es precisamente el estado de naturaleza».           

Y a ello se añade un gesto inconfundiblemente lezamiano:

                Entrecruzados con esos nombres mayores del umbral, deslizamos también nuestro interrogante, pues el original se invenciona sus citas: el imposible al actuar sobre lo posible crea un posible actuando en la infinitud. Todo lo que hombre hace es un enigma, pero tiene el vislumbre de que ese enigma posee un sentido. Lo imposible, lo absurdo, crean su posible, su razón.(469)           

     Así se inauguraba la incorporación al Sistema Poético del filósofo napolitano de las «remembranzas universales», de donde arranca buena parte del discurso cultural lezamiano. De ellas proceden, sin duda, las Eras Imaginarias, una viquiana reconstrucción de la historia organizada en diez «fulgurantes agrupamientos» que tienen en común ser «metáforas vivientes, milenios extrañamente creadores o inmensos contrapuntos culturales» en los que «la causalidad metafórica llega a hacerse viviente por personas donde [sic] la fabulación unió lo real con lo invisible», o en los que «la imagen actúa sobre determinadas circunstancias excepcionales»(470). Esas Eras Imaginarias constituyen también algo así como una antología de motivos, temas y mecanismos del Sistema Poético, cuyo verdadero desarrollo es el Sistema mismo. La primera es la «Era filogeneratriz» y comprende el estudio de los mitos cosmogónicos, de «lo fálico totémico» y de la sexología angélica. El estudio de «lo tanático de la cultura egipcia» es la segunda era imaginaria y la tercera corresponde a «Orfeo y su espíritu de reconciliación». El resto, un estudio de «la poesía que va desde Parménides a Valéry», de «los reyes como metáfora», de «las piedras incaicas», de los conceptos católicos de gracia, caridad y resurrección, [176] la «era de la posibilidad infinita» que ya conocemos y «que entre nosotros la acompaña José Martí»(471), y un estudio sobre el Tao Te Kin y las ceremonias del budismo zen japonés, donde Lezama encuentra en el tokonoma (un lugar privilegiado de la casa, «donde se coloca una flor para avivar el vacío»(472)) la formulación perfecta de esa «ausencia genitora» que recorre su obra y desemboca en su premonitorio poema último, «Pabellón del vacío», fechado poco antes de su muerte: «Me duermo en el tokonoma / evaporo el otro que sigue caminando»(473).

     Plenamente de acuerdo con esas bases filosóficas se muestran las reflexiones de Lezama sobre «la crisis de lo contemporáneo», que él entiende derivada de una «pérdida de sumergimiento y trascendencia» que, entre otras cosas, deja a la poesía «ciega para las verdades reveladas»(474). Por eso en la Fábrica de Metáforas y Hospital de Imágenes que visitamos en Oppiano Licario se aplica como terapia «volver al enigma, a los emblemas, a la gran dificultad, a la orilla del mito y a aquellos tiempos en que la poesía fundaba la casa de los dioses». Vale la pena recordar el fragmento:

                ...Al fin de la pieza se veía una inscripción de fósforo que se hacía visible en la oscuridad del fondo: Fábrica de Metáforas y Hospital de Imágenes. Abajo, como un exergo, la frase que le había oído muchas veces a Cemí: Sólo lo difícil es estimulante. Por las paredes, laberintos, emblemas y enigmas. El loquillo lucía en su cabeza un sombrero cónico con los signos zodiacales. Comenzó a oírle:           
     -Tengo que vivir al lado de una posesa para despertar y ennoblecer de nuevo a la poesía. El más poderoso instrumento que el hombre tiene ha ido perdiendo significación profunda, de conocimiento, de magia, de salud, para convertirse en una grosería de lo inmediato. (...) Así como para Descartes no hay más que pensamiento y extensión, para mí no hay más que cuerpo e imagen. Y lo único que puede captarlo es la poesía, por eso me desespero ante la inferioridad que la recorre en los tiempos que sufrimos y lloramos. Hay que volver al enigma, en el sentido griego, es decir, partiendo de las semejanzas [177] llegar a las cosas más encapotadas (...) Pero lo que sí es una obligación es devolver la poesía al laberinto donde el hombre cuadra y vence a la bestia.(475)

     Ésa es la verdadera «regresión» lezamiana, con la que se vincula íntimamente otro de los desconciertos que provoca su obra. Su peculiar pensamiento, que recupera por afinidad natural las propuestas de la tradición anticartesiana occidental y el pensamiento mítico y esotérico de todos los tiempos y culturas, es parte de un debate que la crítica ha mantenido en torno a la erudición y la validez filosófica del proyecto de Lezama, «un tremendo fracaso de enorme belleza», según algunos estudiosos.(476)

     Las «limitaciones del autodidacta caribeño»(477) se han explicado a veces acudiendo a una «cultura del subdesarrollo» que otorgaría una visión de las cosas infantil, carnavalesca, lúdica (cuando no ridícula), que sitúa al autor muy lejos de ser un pensador serio. Por ejemplo:

                La cultura de Lezama está absorbida a la carrera, según se va encontrando y con herramientas inadecuadas, de ahí el constante transcurrir de lo verdaderamente inteligente y eficaz a lo absurdo, pasando por lo simplemente ininteligible, de lo pedestre a lo ridículo (...) Lo imperfecto de esa asimilación, con sus enormes lagunas, sus errores y confusiones, y las exageraciones deliberadamente tremebundas que tratan de compensar aquéllos, constituyen al fin y al cabo una imagen ideal del subdesarrollo, según era de esperarse en el escritor que ha servido de mentor e inspiración artística y espiritual a los intelectuales cubanos de los cuarenta y los cincuenta.(478)           

Pero han tenido también defensores entusiastas:

                Magnificar las tachas es un pretexto acaso inconsciente para quedarse de este lado de Lezama, para no seguirlo en su implacable sumersión en aguas profundas. El hecho incontrovertible de que Lezama parezca decidido a no escribir jamás correctamente un nombre [178] propio inglés, francés o ruso, y de que sus citas estén consteladas de fantasías ortográficas y de fondo, induciría a un intelectual rioplatense típico a ver en él un no menos típico autodidacto de país subdesarrollado, lo que es muy exacto, y a encontrar en eso una justificación para no penetrar en su verdadera dimensión, lo que es muy lamentable.(479)           

     La leyenda del Lezama ingenuo nació a partir de ese excelente estudio de Cortázar sobre Paradiso, «Para llegar a Lezama Lima», en el que hablaba de «un barroquismo de complejas raíces» que él define con «la palabra más aproximada: ingenuidad; una ingenua inocencia americana abriendo eleáticamente, órficamente, los ojos, en el comienzo mismo de la creación. Lezama Adán previo a la culpa... Un primitivo que todo lo sabe»(480). Pero esas afirmaciones se distorsionaron, hasta hacer perder de vista que quizá estemos ante un poeta que construye su propia Docta ignorancia: «El extremo refinamiento del verbo poético se vuelve tan primigenio como los conjuros tribales -asegura Lezama-. La cultura nos lleva a la inocencia tanto o más que lo primigenio o lo salvaje»(481). El pensamiento del autor no es «primitivo» por actitudes anacrónicas o deficiencias culturales; está firmemente afincado en «lo contemporáneo», como diría él, pero defiende la inocencia, la fe poética y la energía creadora del pensamiento mágico como solución a sus «crisis». El adanismo lezamiano debe entenderse de otro modo, y creo que en esa dirección apuntaban las ideas de Cortázar cuando lo describía como prometeico:

                Lezama en su isla amanece con una alegría de preadamita sin corbata de pájaro, y no se siente culpable de ninguna tradición directa. Las asume todas, desde los hígados etruscos hasta Leopold Bloom sonándose en un pañuelo sucio, pero sin compromiso histórico (...) Puede escribir lo que le dé la gana sin decirse que ya Rabelais, a Marcial... ¿Cómo es posible ignorar o desafiar a tal punto los tabúes del saber, los no escribirás así de nuestros mandamientos profesorales vergonzantes? Con Lezama lo genial irrumpe sin los complejos de inferioridad que tanto nos agobian en Latinoamérica, con la fuerza del robador del fuego.(482)           

     El propio Lezama parecía responder por anticipado a esas lecturas [179] parciales cuando, hablando de Góngora, se había referido oblicuamente a su propio Sistema y sus necesidades poéticas:

                Los que detienen, entresacándolos de sus necesidades y exigencias poéticas, los errores de los animales a que gustaba aludir el cordobés creyendo que los tomaba de Plinio el Viejo, como «las escamas de las focas», olvidan que esas escamas existían para los reflejos y deslizamientos metálicos que él necesitaba.(483)           

     Pero en su segunda novela ofrecía ya las claves de esa ingenuidad. En Oppiano Licario, Lezama adopta a Henri Rousseau como nuevo alter ego, y por más de una razón: la figura del Aduanero es tanto un nuevo instrumento autoexplicativo como una oportunidad de autodefensa.(484) La poética que se adjudica a Rousseau en la novela es la poética misma de Lezama, por «su místico y alegre sentido de la totalidad», su originalidad «en el sentido de poderosa raíz germinativa», porque brota de «un órfico encantamiento», y porque su fusión de elementos dispares logra una muy lezamiana «zona de hechizo en el tiempo paradisíaco», signo de todo artista poderoso, se añade. Con esas lecciones alegres y esos laberintos resueltos, «el Aduanero podía considerarse con justeza un excelente representante de la manera moderna, candorosa, alucinada, fuerte frente a las potencias infernales»(485). La disertación sobre la pintura de Rousseau ocupa más de doce páginas, pero Lezama avanza algo que podría haber estado en el centro mismo de su Introducción a un Sistema Poético: la tesis del «conocimiento de salvación». Dice el texto:

                ¿Tenía como los primitivos un mundo plástico que al intentar reproducirlo se quedaba en sus impedimentos? ¿Expresaba con lo que tenía, con sus recursos intuitivos, sin agazaparse el reto de las formas? O, una ulterior posición ante sus obras, ¿había en él una malicia de los estilos detrás de sus órficos encantamientos? (...) Ni la tristeza, ni el cansancio del conocer aparecen nunca en su pintura ni en su persona, conoce a la sombra del Árbol de la Vida. Sabe lo que tiene que saber, sabe lo necesario para su salvación, no con el soplo [180] de Marsyas o de Pan bicorne, sino con la flauta del dios de la justicia alegre y de la suprema justicia poética (...) La pureza de La gitana dormida está en haber acercado la gitana al león sin que quepa la menor posibilidad de que sea destruida. Sabemos que tiene que existir una extraña relación entre dos incomprensibles cercanías, sabemos también que es inagotable su indescifrable liaison. Ahí no encontramos problematismo a puñetazos, pero no comprendemos. Su hechizo en esa situación es superior a la distancia, la causalidad y el hábito esperado.(486)           

     La ingenuidad de Rousseau es, pues, una rigurosa disciplina artística que «estudia, distribuye, reordena» y «obliga a estar muy vigilantes, muy despiertos»; una cultivada inocencia que «cree que la conciencia de nuestro arte tiene que desprender una universal inconsciencia que después cada cual intenta descifrar e incorporar», porque sabe también que «frente al mundo exterior el artista es como un deus absconditus que sale de su guarida, da sus plumerazos y vuelve a esconderse»(487):

                Cuando se burlan de él no hace esfuerzos por parecer grave y agresivo, por el contrario, cree ver en esos guiños la apreciación de su fuerza y el anticipo ingenuo del panteón de la inmortalidad (...) Esos escritores y pintores que desdeñan el fondo de profundidad de la letra y el emblema, ignoran que hay también en la letra y el emblema un fuego robado a los dioses. En la letra hay un fondo de rebeldía contra la maldición, un dios dispuesto a traicionar a los dioses en favor de los mortales. Cadmo, de donde se deriva el alfabeto cadmeo, era para los griegos un dios del mismo linaje que Prometeo.(488)           

     Lezama llamaba a ese impulso prometeico Horno trasmutativo de la Asimilación, ingenio cubano por el que la historia, el arte, la literatura y el pensamiento universal son espacios donde «la hipérbole de la memoria, que lo es también de la curiosidad»(489) acumula erudición asimilada por una lectura inteligente (y sobre todo entrecruzada) al servicio de un proyecto cultural por el que levantar una nueva tradición que las asume todas, un fuego robado a los dioses, donde lo americano, como dijo Cortázar, irrumpe sin complejos de inferioridad. [181] Sin duda por eso «invencionó» Lezama su célebre «imagen posible» de Taurus frente a Europa:

                Taurus siempre ha sido débil con la blancura de Europa y consentía en dejarse poner flores de almendro en el testuz. Pero el toro comenzó a caminar hacia el mar, luego hacia el mar con noche... Y Europa comenzó a gritar. El toro, antiguo amante de su blancura y su abstracción, siguió hacia el mar con noche, y Europa fue lanzada sobre los arenales, hinchada con un tatuaje en su lomo sin tacha: tened cuidado, he hecho la cultura.           
     Europa, con su blancura y su abstracción, está sola en la playa. Europa hizo la cultura y aquel verso: Tenemos que fingir hambre cuando robemos los frutos. ¿Hambre fingida? ¿Es eso lo que nos queda a los americanos? El toro ha entrado en el mar, se ha sacudido la blancura y la abstracción, y se puede oír su acompasada risotada baritonal. Recibe otras flores en la orilla, mientras la uña de su cuerpo raspa la corteza de una nueva amistad.(490)

Y por eso también desde muy temprano el Sistema Poético intentaba «levantar la voluntad de un pueblo y una sensibilidad que siempre padecieron de complejo de inferioridad»(491). Toda la obra de Lezama está vertebrada por un destacado interés por encontrar solución intelectual a los complejos de cultura subordinada, porque «una cultura asimilada o desasimilada por otra no es una comodidad, nadie la ha regalado, sino un hecho doloroso, igualmente creador, creado»(492). El Sistema Poético del Mundo fue también el instrumento ideado por el autor para ese peculiar ejercicio de reconquista de una tradición. En él la curiosidad barroca, la suma crítica, la hipérbole de la memoria y la de la invención forman parte de una misma actividad de relectura cultural, Horno trasmutativo de la Asimilación, que permite explorar los «misterios del eco» y encontrar «la huella de la diferenciación». No es extraño que nos recordara Lezama, de nuevo me atrevo a asegurar que aplicándola a sí mismo, la afirmación de Valéry sobre Mallarmé: «Para leerlo hay que aprender a leer de nuevo»(493). [182] [183]



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5. Del anatema al diálogo: Lezama y la Revolución

     Decir que la literatura cubana (y no sólo cubana) de los últimos cuarenta años habría sido distinta sin el impacto que tuvo sobre ella la Revolución de 1959, significa abordar un lugar común que no hace falta repetir, salvo para recordar el gesto crítico que eso conllevó: con el triunfo de la revolución empieza en Cuba otra literatura, lo cual no sólo significa que aparecen nuevos autores o que se crea un nuevo modo de escribir. Embriagados por las perspectivas que la Revolución parecía abrir ante ellos, los jóvenes intelectuales cubanos, apoyados por un poder impaciente por mostrar al mundo los cambios que era capaz de generar, entrarán a formar parte decididamente de los organismos culturales creados o reformados a partir de 1959. Y eso significa también que se crea una nueva lectura, una forma nueva de leer el presente y de releer el pasado, de reinventarlo, para darle a aquél una contextualización.

     Desde este punto de vista, la Revolución Cubana reinventó también a José Lezama Lima, y no sólo en la medida en que durante esos años y gracias a la atención internacional depositada sobre la Isla su obra adquiere una difusión que no había tenido antes. Me refiero a las sucesivas reinvenciones que hicieron progresar la valoración de su obra desde el rechazo más absoluto hasta la conversión de Lezama en toda una institución cultural.

     Sus opiniones al respecto siempre estuvieron enfocadas desde una perspectiva cenital, abarcadora (altiva también, quizá), que juzgaba la historia de la cultura como una sucesión de momentos adversos y afines a su obra: «Así como soporté la indiferencia con total dignidad -resumía en 1975-, ahora soporto la fama con total indiferencia. He sido en la cultura cubana un valor muy polémico, pero esa manera sigue como una ley de corsi y ricorsi: cuando se me ha negado con [184] furia, yo he sabido esperar, trabajando y sonriéndome, y poco después ha llegado el ricorsi, el reconocimiento, el acercamiento y el estudio de mi obra»(494). Pero algunos discípulos suyos han puntualizado más y han recordado los inicios de esa paradójica trayectoria, como Reynaldo González, entonces recién incorporado al Departamento de Publicaciones del Ministerio de Cultura, donde trabajaba Lezama:

                Mi generación comenzó su vida pública y literaria a comienzos de los años sesenta, bajo la impronta de la revolución. Entre nosotros Lezama seguía siendo respetado y querido por unos, al tiempo que lo rodeaba cierta desconfianza y el extrañamiento de quienes se acogían a una concepción del arte que extrapolaba recetarios ya vencidos. Desde ángulos muy diversos pero entrecruzados de la sensibilidad y la inteligencia, ambas tendencias orquestaron alrededor del poeta una atmósfera paradojal, que todavía alimenta interpretaciones paradojales.(495)           

     Es cierto que el tránsito de la obra de Lezama desde la incomprensión más tajante hasta la veneración generalizada no tiene fácil explicación si pensamos en lo inflexible de su cosmovisión, incapaz de dogmatizarse y hasta de encajar mínimamente en otros moldes que no fueran los suyos. En esa línea, algunos críticos e historiadores de la literatura han condenado una presunta manipulación oficial de la obra del autor: Enrico Mario Santí, por ejemplo, en un interesantísimo artículo escrito a propósito de la según él «oportuna y sospechosa» publicación en 1981 de la selección de ensayos lezamianos Imagen y posibilidad, calificaba esa publicación como «un esfuerzo oficial por contrarrestar el efecto de las Cartas (1979) en edición de Eloísa Lezama Lima, que contienen múltiples confidencias de Lezama que son dañinas a la imagen exterior de la política cultural cubana»(496). El crítico atribuye lo que llama «la rehabilitación oficial de Lezama» desde los años setenta a un ejercicio deliberado de lecturas forzadas que pudieran redimir no tanto su obra como los múltiples errores cometidos por la Revolución contra un autor que ya había alcanzado resonancia y prestigio internacionales. [185]

     A partir de 1970, con motivo de la celebración pública de su sesenta cumpleaños, Lezama vivió una especie de boom doméstico y ese año se publican en Cuba libros suyos fundamentales como La cantidad hechizada y sus Poesías completas, a la vez que se le rinde homenaje en revistas como La Gaceta de Cuba y la prestigiosa colección Valoración Múltiple de Casa de las Américas publica su Recopilación de textos sobre José Lezama Lima. Pero el autor interpretó aquellos gestos de reconocimiento de otro modo, como «una confluencia generacional pasado el tiempo de los grandes antagonismos», y sumó agradecido esas recopilaciones a su ejercicio personal de recuento:

                Me he negado siempre a aceptar homenajes, pero éste realmente me ha dado alegría. En la vida de uno hay dos cumpleaños que se sienten, lo demás es un desfile de años: cuando se cumple treinta y cuando se cumple sesenta años, uno se da cuenta de que algo distinto ha sucedido. Algo termina y algo comienza. Cuando uno llega a los treinta se ha despedido ya de la juventud y los años se escapan de nosotros. Cuando uno llega a los sesenta, los años marchan hacia nosotros, a buscarnos. Es decir: sesenta años es edad de recuento y nuevo comienzo (...) por eso me siento alegre, pues al cumplir esa edad siento que puedo llamar también a éste «el Año de la Imprenta» para mí, por la cantidad de obras que se han publicado y por los trabajos que se han hecho, pues ha sido un acercamiento a mi obra regido por comprensiones de tipo amistoso (...) Creo felizmente que en los últimos tiempos, después de momentos de violencia, ha habido cierta fusión de las generaciones en Cuba. Hoy la gente joven y la gente más madura buscamos una compenetración. Todos marchamos hacia una finalidad... Y en mi caso me siento muy a gusto con un grupo de jóvenes investigadores y escritores en los que percibo la misma cualidad que en mi juventud: un afán de irradiar y de comprender.(497)           

     Sea como sea, es obvio que esa institucionalización cultural de Lezama (fuera dirigida o espontánea) no habría sido posible nunca si no hubiera existido desde antes una adhesión del autor al proyecto revolucionario. Claro que esa adhesión se expresó en términos que no eran los habituales en el discurso político; pero la esencia sí estaba clara: Lezama nunca fue un disidente, como la publicación de aquella [186] parte de su epistolario en 1979 pudo dar a entender.(498) Por eso se incorporó a trabajar en los organismos culturales creados por el gobierno revolucionario, con la misma pasión con la que había rechazado en el pasado ofrecimientos similares del régimen anterior. Sin duda, su visión romántica de la revolución se sintió siempre más cerca del Che Guevara que de Fidel, pero nunca se manifestó en contra del nuevo Estado, aunque sí censuró sin medias tintas los excesos políticos de una revolución que cada vez más se desviaba de la ilusión humanista y se acercaba peligrosamente a una nueva concentración personal del poder: «Todo contribuye a crear este aire tenso, trágico, que rehúsa el tiempo dilatado -escribió en 1963-. Es el acecho del silencio. Si no hay libertad, no hay nada, no hay posibilidad, no hay imagen, no hay poesía. Si no hay libertad no puede haber verdad»(499).

     Puede resultar interesante repasar unos breves apuntes de Lezama del año 1949 en los que emite juicios sobre Marx muy en la línea de los reparos «metodológicos» que le había señalado Martí con motivo de la muerte del filósofo en 1883.(500) Porque Lezama encuentra también «el error de Marx» en su «olvido» de que «el hombre total se forma en el curso de una historia». Su interés se dirige más a lo marxiano que a lo marxista, y se concentra en «la juventud de Marx, cuando estaba más apegado a Hegel, que fue el creador de la Alienación». Sus principales elogios van dirigidos a la rentabilidad filosófico-humanista de esa noción, que Lezama entiende como la desposesión obligada de lo que se es. A partir de ahí expone su peculiar interpretación del marxismo:

                Causas y modalidades de esa alienación:           
     +) soledad y sentimiento de la soledad. [187]
     +) alienación de las masas cuando los individuos permanecen sin individualidad.
     +) alienación por falta de dinero, pues la falta de dinero arranca al hombre de sí mismo: el cubano arrancado.
     +) la propiedad privada nos vuelve tan limitados que un objeto no es nuestro sino cuando lo poseemos.
     +) la esencia humana debe caer en la pobreza absoluta para que nazca de si misma [sic] toda su riqueza.
     +) el trabajo y el trabajador están alienados cuando el trabajador se convierte en un instrumento del trabajo mismo, y cuando su trabajo se convierte en un medio de ganancia para quien posee los medios de producción.
     +) el error del hombre nuevo: se escoge de acuerdo con la preferencia de cada uno.
     (...)
     Otra causa de la alienación: confundir la división del trabajo con la separación de los trabajos, convirtiéndose unos hombres en extraños para otros.
     Consecuencia: la división del trabajo ha implicado la diferencia del trabajo manual y el intelectual, la separación de la teoría y la práctica, de la metafísica y la técnica, lo que trajo como consecuencia la caída del mundo antiguo, griego.(501)

De este modo Lezama «traducía» a Marx a su propia fenomenología del espíritu, igual que haría después en La expresión americana, llevando sus reflexiones sobre el tema hasta «el socialismo del harnero colectivo implantado por Manco Cápac»(502).

     Un pensamiento como ése y una obra como la suya no podían tener fácil adaptación ni en las preceptivas literarias ni en las políticas, pero basta recordar aquellos textos donde presentaba a la Revolución como la última de sus eras imaginarias, en la que «todos los conjuros negativos han sido decapitados», para comprobar que Lezama fue de los primeros en interpretar el proceso revolucionario como esa definitiva posibilidad de cambio que tanto había anhelado su generación. [188] A partir de esa comprensión entusiasta aunque, eso sí, muy personal (nunca traicionó su concepción poética de las cosas), celebró la coyuntura histórica recién llegada y expresó su adhesión a un proyecto que permitía vislumbrar un futuro autónomo y mejor; una adhesión que se hizo apoyo explícito en muchos de sus textos de los primeros años revolucionarios. Ensayos como «Ernesto Guevara, comandante nuestro» o «El 26 de julio: imagen y posibilidad» no dejan lugar a dudas; son textos que ni siquiera plantean graves dificultades de comprensión: Lezama se muestra allí consciente del profundo significado de lo ocurrido y, a su manera, siempre poética pero nada ambigua, dice, por ejemplo, que aquel 26 de julio de 1953, si no fue un éxito inmediato, «despertó» la posibilidad de un cambio social necesario:

                Se decía que el cubano era un ser desabusé, que estaba desilusionado, que era un ensimismado pesimista, que había perdido el sentido profundo de sus símbolos. Como una piedra de frustración, el cubano contemplaba a Martí muerto, expuesto a la entrada de Santiago de Cuba, o a Calixto García obligado a quedarse contemplando las montañas sin poder entrar en la ciudad. Pero el 26 de julio rompió los hechizos infernales y trajo una alegría, pues hizo ascender como un poliedro en la luz el tiempo de la imagen que encendió sus fogatas en la medianoche impenetrable. No fue un fracaso, fue una prueba decisiva de la posibilidad, la posibilidad creando el hoc age, el hazlo, el apodérate, la posibilidad extendiéndose como una pólvora de platino fue interpretada y expresada.(503)           

     Y en «A partir de la poesía» (1960) ese despertar se identifica nítidamente con el significado que Lezama atribuyó al triunfo revolucionario del 59:

                Comienza ahora la etapa poética cubana, cenital, creadora, intensamente afirmativa. Ahora sabemos que hay un Martí que hizo en vida y que engendró después de muerto. Germinativo en la tierra que transfiguró, ahora es una imagen fecundante. (...) El héroe entró en la ciudad. Comenzamos a vivir nuestros hechizos y el reinado de la imagen se entreabre en un tiempo absoluto. Martí, como el hechizado Hernando de Soto, ha sido enterrado y desenterrado hasta que ha ganado su paz. (...) La Revolución Cubana no es otra cosa que la creación del verídico Estado Cubano. Albricias, aquí revolución es creación. No revolución dentro de un estado anterior, que nunca [189] existió, sino creación de un nuevo ordenamiento estatal, justo y sobreabundante.(504)           

     Por supuesto, no pretendo presentar a Lezama como un guerrillero de la Sierra Maestra; sólo quiero subrayar algo que muchas veces se ha perdido de vista con sorprendente facilidad, bien por desenfoques críticos que agrandaron lo hermético hasta convertirlo en ahistórico -un recurrente enemigo rumor-,o bien como parte de cierta campaña destinada a imponer la imagen de un Lezama perseguido por la Revolución, a causa del anacrónico contenido ideológico de sus Aventuras Sigilosas: Lezama fue, y quiso serlo de manera plenamente consciente y decidida, un hombre de su tiempo y muy atento a su orteguiana circunstancia, nada más. Pero tampoco menos.

     Esa atenta inserción literaria y vital era la condición imprescindible para su «entrar en la ciudad» que hemos visto reaparecer en la entusiasta cita anterior. Y recordemos que esa expresión, entrar en la ciudad, la usa Lezama siempre como símbolo de la mayor contribución de la cultura al cumplimiento de un destino histórico pendiente, como cuando proponía desde sus primeras páginas en Verbum «la ciudad dignificada», o cuando en 1957 se refería al mismo Martí con tristeza como «el héroe que no pudo entrar en la ciudad». María Zambrano acertó a decir que Lezama era de La Habana como Sócrates de Atenas, porque creía en su ciudad. Todas sus Coordenadas fueron habaneras y sus Tratados se entretejen en La Habana, como sus «Pensamientos». Él defendió siempre su inserción en la circunstancia insular, e intentó hacer entender ese compromiso durante toda su vida; hasta su habitual mansedumbre parece que se irritaba ante el más leve cuestionamiento de ese profundo vínculo con un tiempo y un lugar. Quienes lo conocieron no dudan en atribuir casi todas las salidas de tono de un ya voluminoso anecdotario lezamiano a un recelo causado por esa incomprensión. Reynaldo González recordaba otro episodio muy revelador de esto que digo:

                Lezama era amable y gentil, pero distanciado. No resultaba fácil llegar a él. Era particularmente sensible y estaba herido. Pronto supe la causa de aquel recelo: había afrontado serios problemas con algunos miembros del semanario Lunes de Revolución, quienes lo hostigaron [190] e hirieron mucho y de manera gratuita. Iban de la agresión escrita a la ofensa personal y le hacían bromas de pésimo gusto (...) Contra eso su lengua podía volverse un estilete. Una vez un poeta joven a quien no profesaba particular simpatía fue comisionado para invitarlo a un almuerzo en el cual pretendían reunir a poetas mayores. Por temor o por torpeza, el poeta joven masculló al teléfono: «Lezama, se nos ha ocurrido que sería bueno reunirnos y almorzar con poetas cubanos de otro tiempo». Rápido y como sin pensarlo, Lezama le respondió: «Pues invite usted a Silvestre de Balboa», y colgó el teléfono.(505)           

     Sorprende, por lo tanto, que a pesar de esos insistentes «ser de aquí», «de ahora» y de todos sus pronunciamientos políticos (algunos yo diría que hasta patrióticos y muy en la línea que exigía la nueva situación), esa vertiente realista de la obra de Lezama no consiguiera desmantelar la imagen de poeta aislado e indiferente que sus enemigos literarios habían reservado para él, desde mucho antes de 1959, por cierto.

     Lezama cultivó un sentido de la cubanidad que huyó siempre de lo explícito, y sobre esas premisas poéticas, más una querencia hacia el inconnu tan tenaz como su Sistema, no pudo hacer suyas las tesis europeas del «artista comprometido» aunque la realidad lo reclamara con urgencia. Las formas de su compromiso obedecían a otras tesis menos explícitas y desde luego no dictadas por ninguna moda intelectual. Según explicaba a Carlos Fuentes en una entrevista de 1956, «la cotidianidad, el contorno de su realidad, la fidelidad a su circunstancia, es la sustancia que tiene que, no tan sólo nutrir, lo cual es siempre transfigurativo y profundo, sino expresar el artista»(506). Su obra, profundamente comprometida en esa fidelidad, intuyó, rastreó, trabajó y deseó afanosamente en y para lo cubano, pero se alejó de definiciones apriorísticas. Como dijo en aquella ocasión, para él el compromiso era «algo hecho en lo invisible»(507), afirmación que pudo parecer elusiva para quien no conociera la urdimbre del discurso lezamiano, pero él mismo se encargó de concretarla un poco más en entrevistas posteriores:

                Pudiéramos decir que la más firme tradición cubana es la tradición del porvenir. Pocos pueblos en América se han atrevido a entrar con [191] tanta decisión en lo porvenirista. Pudiéramos decir que el cubano tiene sus catedrales, sus grandes mitos, en el futuro, y las catedrales se construyen poco a poco (...) Todos marchamos hacia una finalidad que vemos todavía un poco lejana, pero esa imprecisión es conveniente, nos enriquece. Esa falta de límites nos presta más entusiasmo en el acercamiento y nos da una atmósfera mayor y más plena. La imantación de lo desconocido es, por el costado americano, más inmediata y deseosa. Lo desconocido es casi nuestra única tradición. Yo prefiero ver lo cubano como posibilidad, como ensoñación, como fiebre porvenirista. La atracción de vencer las columnas de la limitación o las leyes del contorno está en nuestros orígenes.(508)           

     Esas respuestas se pronunciaban ya en su madurez, y asombra la coherencia de una vida y una obra tercamente sumergidas en su tiempo, leyéndolo e interpretándolo ávidamente con una peculiar fijación por apresar sus significados ocultos. Si más de una vez hubo de afrontar Lezama la resistencia contextual, no renunció nunca a expresar su personal visión de las cosas, ni se acogió a pragmatismos cómodos que quizá le habrían dado más paz, pero que para su comprensión de la poiesis habrían resultado restrictivos en exceso. Además, quizá esa marginación que sufrió como pocos era ya para él una costumbre. La incomprensión -o el desprecio- rodearon durante décadas, desde los años cuarenta hasta después de su muerte, el apego de Lezama a esa interpretación de todo por la poesía, donde ese todo debía alcanzar «su definición mejor», como dijo en un poema.(509)

     Su obra no cupo nunca en una receta artística, ni mucho menos en un dogma ideológico, es verdad, pero eso no lo enemistó con la realidad revolucionaria: no hubo nunca un Caso Lezama similar al Caso Padilla, aunque éste afectara indirectamente a nuestro autor. El verdadero «Caso Lezama» sería quizá la curiosa paradoja de que fueran precisamente algunos de los que atacaron su obra durante los primeros años del nuevo régimen y desde dentro de él, los que después, desde fuera, acusaron al régimen de perseguir al autor. En 1960, a propósito de una de esas avalanchas críticas que tuvo que sufrir, Lezama escribía indignado, como si presintiera esa contradicción:

                Me he enterado de que en la Bohemia de Miami ha salido o va a salir un manifiesto en el que se me alude de forma agresiva. Siempre [192] veo mi nombre rodeado de incomprensión, tironeado por aquí, vejado por allá, siempre tengo que estar soportando flechazos de la ira y el rencor. ¿Tienen acaso tanta autoridad como para exigirles normas de conducta a los demás? Batistianos, priístas, todos en amalgama arremeten en contra de los que nos quedamos. En el mundo contemporáneo se han acostumbrado a considerar al escritor como un bulto, con una etiqueta, para colocarlo aquí o allá como un pisapapeles. No aman su trabajo, el esfuerzo que ha costado la obra que ha realizado (...) Es el sanguinario rencor de todo el que ha tenido que sufrir la incoherencia de dos bandos en discordia. Vivo siempre mortificado, ¿acaso tengo yo la culpa de tantos disparates y falta de sentido histórico? Esa gente de la Bohemia de Miami siempre me ha tenido la misma antipatía, que ahora se vuelca en sentido revanchista. Nada de delicadeza, nada de cuidado para enjuiciar actitudes y puntos de vista. Siempre buscando una víctima a quien recriminar y culpar de cosas que están en sus antojos, sin una visión profunda de las cosas que han ido sucediendo, de las cuales son ellos los más culpables, pues no tienen ojos para el porvenir, sino para la oportunidad y la apetencia inmediata.(510)           

     Esos «flechazos» de incomprensión habían empezado un año antes dentro de Cuba. El dirigente de ese grupo opositor interior fue el joven periodista y crítico de cine de la revista Carteles Guillermo Cabrera Infante, una figura muy conflictiva desde los inicios mismos de la Revolución. A él le fue encargada la dirección del ambicioso magazine Lunes, suplemento cultural del diario Revolución, que, desde su fundación en marzo de 1959, se convierte en portavoz de un amplio grupo de intelectuales y artistas reunidos en torno a una «nueva cultura» comprometida por entero con el nuevo poder.

     En esos momentos el objetivo era encontrar una expresión estética acorde con la novedad, la creatividad y el dinamismo del primer entusiasmo revolucionario: «Intentamos hacer de la revolución algo leíble y, por tanto vivible», escribió Cabrera Infante(511). El teatro, el cine, la poesía, las artes plásticas recibían con ese entusiasmo propio de lo que se ha llamado «el período romántico de la Revolución (1959-1961)»(512), una enorme transfusión de energía: todos los intelectuales [193] querían hacer algo, todos querían formar parte del proceso. Ese algo se concretó, de entrada, en las páginas de aquel Lunes de Revolución que daba a conocer obras, nombres y traducciones de autores poco difundidos, imágenes nuevas del cine soviético o el neorrealismo italiano, y músicas desconocidas hasta entonces, a la vez que materializaba sus exaltaciones revolucionarias a través de poemas, novelas, películas, espectáculos, canciones, reportajes, carteles y hasta nomenclatura.

     En el editorial «Una posición» que abría el primer número del semanario, se explicaba esa toma de postura:

                La Revolución ha roto todas las barreras y le ha permitido al intelectual, al artista, al escritor, integrarse a la vida nacional, de la que estaban alienados. Creemos -y queremos- que este papel sea el vehículo o más bien el camino de esa deseada vuelta a nosotros (...) No formamos un grupo, ni literario ni artístico, sino que simplemente somos amigos y gente de la misma edad más o menos. Creemos que la literatura, y el arte, por supuesto, deben acercarse más a la vida y acercarse más a la vida es, para nosotros, acercarse más a los fenómenos políticos, sociales y económicos de la sociedad en que vive. No tenemos una decidida filosofía política, aunque no rechazamos ciertos sistemas de acercamiento a la realidad y cuando hablamos de sistema nos referimos, por ejemplo, a la dialéctica materialista o al psicoanálisis o al existencialismo.(513)           

     Sin embargo, desde las páginas de Lunes se lanzaron manifiestos, anatemas y bendiciones, pronunciadas por quienes se consideraron representantes de la intelligentsia revolucionaria y responsables de traducir la nueva ideología a una nueva poética. En ella se rechazaba tanto la copiosa impureza de Neruda(514) como el supuesto hermetismo origenista, la influencia yanqui y el folclore comercial, a la vez que se difundían las posiciones de los contestatarios beatniks norteamericanos, y se dedicaban números especiales a la Clase Obrera (núm. 7), a la Reforma Agraria (núm. 10), al 26 de Julio (núm. 19), a la Exposición Soviética en La Habana (núm. 46), al 1.º de Mayo (núm. 57), a la situación [194] del negro en Estados Unidos (núm. 66), a la «Victoria del pueblo cubano sobre las tropas mercenarias en Playa Girón» (núms. 105-106 y 106-107), a Viet Nam (núm. 116), a la República Popular de Corea (núm. 117), o al Primer Congreso Nacional de Escritores y Artistas Cubanos (núm. 120). Se asumió como propia una línea afín al surrealismo que fue luego reemplazada por las influencias de Nicanor Parra y Ernesto Cardenal, vinculadas al conocimiento de los textos del existencialismo, del marxismo y de la izquierda europea. Y, contra lo que creyeron tenido hasta entonces por poético -un discurso totalizador y solemne que ellos consideraron pretencioso y ya caduco-, la nueva estética de los Lunes propuso imponer un registro «antipoético», muy cercano al prosaísmo, cuyas señas de identidad han sido definidas por quien fuera su director con las siguientes palabras:

                Teníamos el credo surrealista por catecismo y en cuanto a estética, al trotskismo, mezclados, con malas metáforas o como un cóctel embriagador.(515)           

     Naturalmente, la opinión de Lezama coincidía con esa última apreciación: «Se ha puesto de moda el virtuosismo, libritos, cositas, intentos de himnos babosos, todo acompañado de trompetas propagandistas. La gentuza piensa en publicar, no en hacer; cuando hacen, no crean. Si crean, es un homúnculo de algodón»(516). Pero la poderosa influencia que ejerció Lunes de Revolución, con una tirada cercana a los doscientos mil ejemplares, se ampliaría más aún a partir de la creación de las prestigiosas Ediciones R, dependientes del suplemento semanal, que fueron configurando poco a poco un gusto y un panorama editorial también radicalmente nuevos, en los que Virgilio Piñera fue el único «rescatado» de la generación anterior. El mejor homenaje lo recibió con la publicación en R de su Teatro completo, y fue muy admirado por los Lunes no sólo por su genialidad, sino especialmente por su irreverencia: su personalidad inquieta y atormentada daba rienda suelta en su obra a lo fantástico, lo angustioso y lo absurdo, desplegando una mirada ambigua sobre el mundo, a la vez cómplice y hostil, feroz y tierna, que encajaba bien con el predominio que alcanzó a fines de los cincuenta la corriente existencialista que el propio Piñera había contribuido a iniciar en Cuba. Pero en Ediciones R publicaron sobre todo los principales representantes de la nueva [195] generación. En sus publicaciones, a la poesía todavía surrealista o ya testimonial de Rolando Escardó, José A. Baragaño, Pablo Armando Fernández, Roberto Fernández Retamar, Félix Pita o Manuel Díaz Martínez, se unieron novelas de corte existencial que exploraban las frustraciones de la vida republicana (Humberto Arenal, Edmundo Desnoes, Juan Arcocha), cuentos que recuperaban la historia más reciente, como los de Cabrera Infante, Calvert Casey o el propio Piñera, o novedades teatrales como Los próceres de Rolando Ferrer, La Palangana de Raúl de Cárdenas, Joaquín, el obrero de Ignacio Gutiérrez o El vivo al pollo de Antón Arrufat. Y no faltaron tampoco libros-reportaje de testimonio social y político como Con las milicias de César Leante o Cuba: Z.D.A. de Lisandro Otero. Lo tajante de estas preferencias editoriales significaba en el fondo una necesidad de establecer límites precisos a la noción de «compromiso», en un momento en que las actitudes se clasificaban estrictamente con, contra o al margen. Lo ha explicado bien Cabrera Infante:

                La revista, al contar con el aplastante poder de la revolución (y el gobierno) detrás suyo [sic], más el prestigio político del Movimiento 26 de Julio, fue como un huracán que literalmente arrasó con muchos escritores (...) Desde esa posición de fuerza máxima nos dedicamos a la tarea de aniquilar a respetados escritores del pasado.(517)           

     Pero, a pesar de esa actitud combativa y explícitamente comprometida, la publicación irritaba a los sectores más dogmáticos de la política cultural de la Revolución: al parecer la exaltación de los Lunes era demasiado súbita y ruidosa como para ser tenida por auténtica. Uno de ellos, Lisandro Otero, ha resumido esa cuestión con una pregunta muy pertinente:

                ¿Era suficiente? Yo creo que no. Se trataba más bien de una descarga emocional, de una liberación de la presión acumulada después de tanta frustración republicana. No había una actitud consciente, un análisis de las razones y de los objetivos de la revolución. Casi nadie se planteaba esas cuestiones en aquellos momentos románticos y exaltados.(518)           

     Los intelectuales procedentes de una militancia «histórica» encontraban en esa descarga muy poco fondo, un ejercicio de provocación [196] y escándalos fáciles que juzgaron irresponsable para tener en sus manos la formación cultural del país, porque faltaba el rigor de unos sólidos fundamentos ideológicos. Desde las páginas de la revista Verde olivo (órgano oficial de las Fuerzas Armadas Revolucionarias) se cuestionaba la función del semanario y la seriedad de sus redactores, que parecían más preocupados por las modas extranjeras o por su propio éxito que por el futuro de la Revolución: se exigía más compromiso, o más «ortodoxo», incluso a ellos.(519) Esos polémicos desajustes se fueron envenenando poco a poco y la parafernalia de Lunes acaba por convertirse en algo molesto; tanto, que provoca la primera crisis grave entre los intelectuales y la Revolución, aquélla que culminó con las reuniones de la Biblioteca Nacional en junio de 1961, y el célebre discurso de Fidel Castro en la clausura conocido como Palabras a los intelectuales(520). En el marco de esa crisis se produce el cierre del semanario, ese mismo mes de junio, por decisión oficial, y se inicia una profunda reestructuración de la política cultural y los organismos responsables.(521) Pero Lunes había cumplido ya su cometido y había dado cauce al surgimiento de una nueva generación artística, con las rupturas, las polémicas y las negaciones correspondientes.

     Entre los anatemizados por el semanario había destacado, sobre todos los demás, José Lezama Lima. El tajante rechazo de su obra, además de responder a esa urgencia de autoafirmación política quizá inevitable, tiene aún otra sencilla explicación: Lunes de Revolución contaba para eso con la complicidad de los dos origenistas disidentes, Virgilio Piñera y José Rodríguez Feo, que pasaron a formar parte del [197] nuevo grupo junto a otros colaboradores de su ya desaparecida Ciclón (el mismo Cabrera Infante, sin ir más lejos, había publicado allí), de modo que continuaron su particular vendetta contra Lezama, ahora desde un soporte «oficial» que parecía otorgar legitimidad a esa confrontación: «Mi primer error como director de Lunes -reconoció después Cabrera Infante- fue intentar limpiar los establos del auge literario cubano recurriendo a la escoba política para asear la casa de las letras». Y precisaba: «Pero lo que hicimos en realidad fue tratar de asesinar la reputación de Lezama»(522).

     Uno de los artífices más destacados de esa operación de limpieza, el poeta Heberto Padilla, fue quien escribió el artículo clave de aquella agresión: «La poesía en su lugar», publicado en el magazine(523). Padilla atacaba allí muy duramente no sólo a Lezama, sino a todo el grupo Orígenes y hasta extendía sus críticas a Virgilio Piñera, a pesar de que entonces hacía ya más de quince años que se había desvinculado de aquel grupo y se había convertido en un modelo para la nueva generación. El propio Cabrera Infante admitía en un texto escrito a raíz de la muerte de Lezama que aquel texto de Padilla fue, en efecto, un golpe bajo contra su reputación (literaria, ideológica, personal y hasta sexual), que además no expresaba sólo la opinión de su autor: «Esa política expresada por Padilla era la que sostuvo el magazine en tiempos de su sarampión político (...). Fue un acto de justicia de veras poética, pero también una gran injusticia que echaba sobre Lezama todo el peso (que para entonces era considerable) del periódico Revolución, el diario oficial, como quien dice»(524).

     Sin embargo, todo esto no impidió que Lezama, al parecer sin ningún rencor(525), colaborara pocos meses después en un número extraordinario [198] del semanario titulado A Cuba, con amor, para el que se le encargó escribir un ensayo destinado al inocente apartado «La comida cubana». Lezama, de acuerdo con esa petición, escribió para Lunes un texto dedicado a la piña titulado «Corona de las frutas», como única y sorprendente respuesta a todo el discurso dirigido contra su obra en los meses anteriores desde esa misma publicación.

     Ésa fue siempre su reacción habitual: no contraatacar sino «ofrecer, como decía Darío, una soberbia insinuación de brisa»(526). Así pues, tampoco en el caso de «Corona de las frutas» el título del texto y su asunto aparentemente central nos deben conducir a error: Lezama no iba a desaprovechar semejante oportunidad de ofrecer su dariana respuesta desde las mismas páginas en que se habían publicado los más duros ataques contra él: con «Corona de las frutas» entraba en la confrontación -aunque de manera oblicua, muy lezamianamente, eso sí-, y exponía una rotunda autodefensa que supo elaborar, además, sin practicar ninguna renuncia, ni a su espíritu antipolémico, ni a sus convicciones poéticas más profundas.(527)

     La fruta protagonista del texto nos remite a un Zequeira casi obvio, aquél que, según Lezama, fue «el primer poeta ganado por lo cubano», con quien comienza «la sacralización de la cubanía»(528), que en [199] su «Oda a la piña» entroniza a esa fruta en el Olimpo, convirtiéndola en emblema patriótico. Pero las obviedades lezamianas siempre esconden algún «perplejo». El ensayo comienza planteando la existencia de «dos grandes bandos frutales, tan vehementes como las dos familias de gatunos y caninos» enfrentados, según Lezama, desde las primeras descripciones de los cronistas de Indias: «los que alzan la blandura del almibarado mamey sobre la dureza de la piña». Y enseguida vemos que estamos ante otro de esos peculiares paralelos del autor que buscaron «el significado profundo de los símbolos de lo cubano», esta vez convirtiendo a la piña, la «fruta nacional», nada menos que en un trasunto simbólico de su propia poética, protegida, como esa fruta, por una coraza «resistente», a cuya pulpa -tan cubana como la de aquélla- resulta difícil (y estimulante) acceder. El texto lo expone así:

                No soy yo de los que me encuentre en ese bando del gusto, porque sigo manteniendo la postura del triunfo de la piña. Su corteza no es de las que ceden al rasguño, antes bien sus escamas parecen guardarla hasta de la caída al mar. Su pulpa hay que reencontrarla con el cuchillo, librándola de unas tachuelas que están como ijares que acicatean la perfumada evaporación. Llevarla al gusto, en el punto donde proclama su dulzor, su perfección sutilísima, es ya una muestra de saber trabajar los manjares.           

     A partir de esa identificación inicial, Lezama va desplegando en el texto sucesivas y complejas imágenes de «las entrañas de la fruta» hasta construir una espiral que desemboca en una nueva defensa de esa noción de «compromiso invisible» -la suya- que entiende y defiende lo cubano como «fruto único», a la vez terrestre, marino y celeste, que debe cultivarse lenta y cuidadosamente, porque «conforma y organiza el espíritu de una naturaleza»:

                De la posibilidad americana viene un agua ejercitada en adentrarse por las entrañas de la fruta (...) En esta cosmogonía el fruto se forma en una naturaleza, pero participa de la sucesión del oleaje, de la respiración de los astros, de la dilatación de las plantas, prolongados dictados donde la plenitud de las formas logra inscribir la posibilidad de una aventura.           

     La críptica y frutal autodefensa de Lezama parecía esquivar con olímpica indiferencia la debatida cuestión sobre el compromiso del escritor, parecía ratificar esa oposición radical entre acción y evasión que establecieron ruidosamente sus detractores, y parecía dar la razón a quienes en ese mismo semanario habían retratado a un Lezama impasible [200] y absorto en su fijeza. Pero no: algo de altivo cansancio había quizá, pero «Corona de las frutas» era en realidad la reafirmación de una toma de postura que rechazaba de nuevo toda polémica estéril entre lo puro y lo comprometido, reafirmaba las posibilidades de la acción mental y repetía una vez más que la apertura al cosmos de aquella ínsula origenista no anuló nunca su compromiso intelectual con lo inmediato; al contrario: lo enriqueció.

     Con la insistencia en la necesidad de proteger aquel «fruto único» de triple naturaleza terrenal, marina y cósmica, Lezama estaba recuperando además -para ofrecerlas a los jóvenes y dogmáticos Lunes- las lecciones sobre poesía y cubanidad aprendidas en su juventud de Juan Ramón Jiménez. Recordemos sus palabras:

                Cuba empieza a tocar lo universal (es decir, lo íntimo) en poesía, porque busca en su bella nacionalidad terrestre, marina y celeste, su internacionalidad verdadera.(529)           

Y si recordamos también las reflexiones lezamianas de entonces, entendemos mejor por qué Lezama vio tan oportuno recordar aquella orientación que él había recibido en momentos decisivos para su formación:

                Estamos en presencia de una aventura excepcional: un poeta de cuidada madurez va a tropezar con una lírica incipiente (...). Hoy que podemos recoger la regalía de que uno de los grandes líricos contemporáneos toque esenciales problemas de la sensibilidad cubana, meditemos en el secreto y la claridad de su palabra. (...) Únicamente un trabajo poético realizado sin intermediarios nos permitirá dispararnos en persecución para alcanzar «lo secreto y eterno» que nos exige el gran poeta que ahora vigila y cuida nuestra poesía.(530)           

     De acuerdo con esas premisas, como sabemos, Lezama había intentado desde siempre captar el latido auténtico de lo insular, lejos de dogmas estéticos e ideológicos, autóctonos o trasplantados, y lejos también de cualquier delimitación artificial entre lo «poético» y lo «real» que pudiera entorpecer la confluencia entre lo inmediato y lo trascendente que su obra quiso materializar. A mi juicio, Lezama interpretó los ruidosos ataques de Lunes de Revolución, no tanto como algo personal, quizá ni siquiera como un problema político grave, sino como ese «pinchazo temporal de lo generacional» (y puede que [201] hasta como una gamberrada juvenil) que afectaba ahora a esos poetas que buscaban «su lugar» -como decía el título del texto de Padilla- por oposición radical a sus padres literarios: de ahí la lección magistral que les ofreció en «Corona de las frutas», como única respuesta a sus provocaciones.

     Y quizá sí esos ataques fueran sobre todo eso, una forma de afirmación generacional, porque así se entendería que Padilla hiciera extensivas sus críticas a Virgilio Piñera, cuya asociación con Orígenes o con Lezama en esas fechas era ya un disparate cultural. Creo que aquella avalancha de agresiones procedente de Lunes de Revolución no puede entenderse del todo si no insertamos su innegable contenido político en el marco más amplio de una confrontación literaria intergeneracional (lo que no era algo excepcional ni siquiera en la trayectoria del propio Lezama, a pesar de su sostenida vocación de coralidad(531)), agravada en este caso por ese otro «empezar de nuevo» que quiso ser también el recién estrenado contexto revolucionario. El triunfo de la Revolución significaba el comienzo de otro tiempo; otra literatura buscaba su lugar, y quizá esos textos no eran sino una especie de ritual parricida con el que hacer pública y muy sonada la ruptura de los nuevos autores con la generación anterior y su poética.

     De hecho, aquel episodio no tuvo mayores consecuencias, y ni siquiera cortó las relaciones de Lezama con el semanario ni con sus redactores: publicó en Lunes de Revolución un total de diez textos, y ocho con posterioridad a los ataques de Padilla, llevado siempre por su inamovible convicción de estar haciendo lo que debía hacer. Apenas superadas aquellas tensiones, escribió:

                Mi vida ha sido toda un hilo continuo, ha seguido siempre la misma línea. No creo haber hecho nada que pueda traer odio o venganza. Si esos hechos se engendran, es por viejos resentimientos que nadie puede evitar. En mi tierra he sufrido hasta el desgarramiento, he trabajado, he hecho poesía. En los dominios de la expresión y el intelecto he trabajado en una zona donde no hay dualismos, donde los hombres no se separan. No he oficiado nunca en los altares del odio. He creído siempre que Dios, lo bello y el amanecer pueden unir a los hombres. Por eso trabajé en mi patria, por eso hice poesía.(532) [202]           

     El único hito grave en la relación entre los dos protagonistas de aquella polémica del 59 lo marcaría un hecho posterior: el célebre mea culpa de Padilla, pronunciado doce años después, aunque Lezama volvió a ser el único que, a sabiendas, rehusó la invitación para asistir a aquella reunión en la UNEAC.

     El poeta Heberto Padilla, después de haber sido el centro de numerosas polémicas que desde 1967 lo habían situado en la peligrosa postura de haber defendido a escritores sospechosos al menos de desviación ideológica(533), fue arrestado por la policía política el 20 de marzo de 1971, acusado de disidencia intelectual. Desde la cárcel, Padilla firmó un extenso documento de autocrítica (y de imaginativas delaciones que convirtieron las letras cubanas en un paisaje plagado de agentes de la CIA) que le devolvió la libertad. Un mes después fue conducido ante la Unión de Escritores y Artistas de Cuba, donde hizo pública una retractación de sus «errores imperdonables» que lo disculpó a él, pero que habría de provocar el primer distanciamiento serio entre el régimen cubano y los medios intelectuales internacionales, que hasta entonces habían compartido la confianza en esa Revolución Humanista que vio Jean Paul Sartre en su paradigmático viaje a Cuba a mediados de 1960.

     En aquella confesión pública, y entre otras autodefensas que no dudó en pronunciar, Padilla señaló un «contagio» del «resentimiento amargo», según él característico de su antiguo amigo Guillermo Cabrera Infante, que lo había llevado a adoptar una pose de «poeta y enfant terrible político» que había podido interpretarse como contrarrevolucionaria.(534) Pero su lamentable alegato incluía la acusación a otros escritores bajo la apostilla de que sus juicios y sus obras tampoco podían quedar totalmente libres de aquella acusación, entre ellos, Pablo Armando Fernández, César López, Norberto Fuentes, Manuel Díaz Martínez y Lezama, que se llevó la peor parte en aquella intervención. Dijo Padilla: [203]

                Yo sé, por ejemplo... No sé si está aquí, pero me atrevo a mencionar su nombre con todo el respeto que me merece su obra, su conducta en tantos planos y su persona; yo sé que puedo mencionar a José Lezama Lima. Y lo puedo mencionar por una simple razón: la Revolución Cubana ha sido justa con Lezama, la Revolución Cubana le ha editado a Lezama este año dos libros hermosísimamente impresos... pero los juicios y las actividades de Lezama no han sido siempre justos con la Revolución Cubana. Y todos esos juicios, compañeros, todas esas actitudes y actividades a las que yo me refiero son muy conocidas, muy conocidas en todos los sitios y además muy conocidas en Seguridad del Estado. Yo no estoy dando noticias aquí a nadie; esas actitudes las conoce Seguridad del Estado, esas opiniones dichas entre cubanos y extranjeros, opiniones que van más allá de la opinión en sí, opiniones que constituyen todo un punto de vista que instrumenta el análisis de libros que después difaman a la Revolución sobre la base de apoyarse en juicios de escritores connotados. Y yo me decía: Lezama no es justo y no ha sido justo, en conversaciones que ha tenido delante de mí con otros escritores extranjeros, no ha sido justo con la Revolución. Ahora: yo estoy convencido de que Lezama sería capaz de venir aquí a decirlo, a reconocerlo; estoy convencido porque Lezama es un hombre de una honestidad extraordinaria, de una capacidad de rectificación sin medida. Y Lezama sería capaz de venir aquí y decirlo, y decir: sí, chico, tú tienes razón...(535)           

     Las opiniones sobre las consecuencias que esas acusaciones tuvieron para Lezama varían mucho. Hay quienes consideran que aquello fue «lo que propició su caída en desgracia, su ostracismo junto con el de muchos otros, durante sus últimos cinco años de vida»(536) y quienes defienden que aquella crisis marcó el comienzo de su más decidida rehabilitación. Así lo entendió Cintio Vitier:

                En un momento dado, la dirección más alta del país se da cuenta de que todo ha sido un disparate, de que ese hombre [se refiere a Lezama] no se va, de que ese hombre no es un contrarrevolucionario, que es una figura que está adquiriendo realce fuera y que todo estaba bien encaminado para que volviera a publicar, para que volviera a ocupar el primer lugar que le correspondía..., cuando sobreviene la muerte de Lezama, que nos coge a todos por sorpresa. Pero había un firme propósito de rectificar todo eso.(537) [204]           

     Tiempo después, Ambrosio Fornel resumía el ambiente de aquellos años como «El triunfo de la mediocridad»: «No me refiero a personas -explicaba- sino a una concepción puramente escolástica de la cultura, mejor dicho, de la llamada 'alta cultura' (...) En realidad, aquello parece haber sido un intento, no siempre deliberado, de sustituir a la 'vieja intelectualidad' -nuestra generación- por una intelectualidad 'nueva' no contaminada por el pecado original»(538). Parece que en algunos momentos la edad se convirtió en uno de los principales «méritos» que compartían los escritores seguros de ser intachables para determinados representantes de la Revolución: haber dejado la adolescencia a las puertas de 1959 parecía suficiente garantía de pureza ideológica o de asunción de la nueva circunstancia sin connotaciones sospechosas ni lastres vinculados a responsabilidades del pasado, sobre todo a partir de que el Che Guevara diera a conocer sus tesis sobre «el pecado original de los intelectuales cubanos», que no era otro sino haber permanecido indiferentes ante la lucha insurreccional contra la dictadura de Batista(539).

     El camino que prosiguió la cultura en la Revolución a partir de entonces parece que estuvo marcado por esas directrices: «La autoridad moral de Guevara, acentuada por su posterior muerte en Bolivia -comenta Pío Serrano-, dio paso a una nueva clase de intelectuales que, abrumados por la culpa, se dieron a la urgente tarea de lavar su pecado», o bien se entregaron a la práctica de cierta autocensura ideológica, «en beneficio de su supervivencia como intelectuales en activo de la revolución»(540). Y la tensión tras el caso Padilla dio nuevas razones para la disidencia a quienes no habían escogido la crisis anterior, sellada en 1961 con las Palabras a los intelectuales de Fidel Castro, como motivo para el exilio.

     En algún momento aquel pecado original llegó a confundirse con un presunto pecado origenista, pero creo que la verdadera «desgracia» de Lezama consistió en seguir convencido de su visión humanista, [205] poética y hasta litúrgica de la revolución en un contexto real que no la compartía y para el que su insistencia en evocar la inicial vocación martiana del proceso debía resultar un recordatorio por lo menos incómodo en ciertos momentos de acusado dogmatismo: «Nuestra solución tiene que ser poética a lo Martí -había insistido en 1966-, no antipoética, no preconcebida ni seudocientífica»(541).

     El «pecado original» de Lezama fue seguir siendo tercamente él, «un hombre que vivía en la libertad irreductible», como dijo de otros(542), y persistir con su terquedad de siempre en lo que era: un poeta. Como tal, apoyó el significado profundo de la Revolución, su imagen, el símbolo de impulsión histórica que era para él, pero rechazó siempre cualquier relación de dependencia entre la cultura y el poder. Ya había definido qué entendía por libertad en su primer editorial de la revista Orígenes:

                La libertad consiste para nosotros en el respeto absoluto que merece el trabajo por la creación, para expresarse en la forma más conveniente a su temperamento, a sus deseos o a su frustración, ya partiendo de su yo más oscuro, de su reacción o de su acción ante las solicitaciones del mundo exterior, siempre que se manifieste dentro de la tradición humanista y de la libertad que se deriva de esa tradición, que ha sido el orgullo y la apetencia del americano.(543)           

Y cuando tuvo que explicar públicamente las relaciones de su obra con la revolución que había vivido su país, supo conjugar ambos elementos -poesía y política-, sin traicionar sus convicciones en ninguno de los dos. Un buen ejemplo son las respuestas que dio a una entrevista publicada en Casa de las Américas en 1969(544), como parte de una campaña de política cultural emprendida entonces para afianzar las simpatías internacionales hacia la Revolución. Los responsables de aquella entrevista quedarían defraudados si pretendían encontrar en las respuestas de Lezama propaganda explícita: no subordinó sus [206] respuestas a ninguna defensa del régimen, ni siquiera a una exaltación de sus innegables logros culturales, como sí hicieron algunos de sus colegas en esa misma encuesta. Pero no lo condenó tampoco: no podría haber rechazado nunca lo que de posibilidad había en esa realidad histórica. La revolución que invoca allí Lezama es sólo y exactamente eso. Ante la pregunta «¿Cuál diría usted que es la mejor forma en que la Revolución se ha expresado en la cultura cubana?», contestó:

                Una revolución no se expresa en una forma, sino en la acrecida de un devenir, imposibilidades que se rinden ante posibilidades, hechos que terminan en imágenes que aclaran una perspectiva. Es el camino de lo increado creador.(545)           

     Semejantes sentencias no eran, aunque pudieran parecerlo, «retórica contra censura», según la fórmula de José Sánchez Reboredo(546), ni cautas indefiniciones para esquivar la cuestión, sino el resultado de una convicción poética inamovible. Mejor dicho: el resultado de una convicción política fundada en una poética que era también una cosmovisión. Él mismo lo explicó a su modo, cuando contestó a la delicada pregunta «¿Ve usted relaciones entre su producción literaria y la Revolución?»:

                Como en la primera pregunta reaccionaba contra la concepción de las formas, ahora reacciono contra lo que se ve. Es algo más profundo que lo que se ve, lo que encuentro en esa relación. Está no tan sólo en lo que se ve, sino en la fundamentación, en la raíz, que se extiende más allá de su finalidad visible (...) En vísperas de la Revolución yo escribía incesantemente sobre las infinitas posibilidades de la imagen en la historia. Y, de pronto, se verifica el hecho de la Revolución. Nuestra historia se vuelve un sí, una inmensa afirmación, el potens nuestro comienza a actuar en la infinitud. Eso es para mí su lección fundamental.(547)           

     Pero no hay duda de que aquel caso Padilla y sus derivaciones provocaron en Lezama, al menos, una profunda conmoción. Sus cartas sobre el asunto permiten comprobarlo: «El cuadro no puede ser más sombrío, incierto y aterrador -escribía a su hermana entonces-. [207] Vivo para el temor y la más arrasante melancolía. Las últimas semanas han sido las más trágicas que he pasado en mi vida. Vivo en la ruina y la desesperación»(548). El «cuadro» venía a agravar la desolación en que lo había sumido el exilio voluntario de parte de su familia, la muerte de su madre en 1964 y, finalmente, su delicado estado de salud. Encerrado en su casa y en sí mismo, Lezama atraviesa desde entonces su más honda crisis personal:

                Si morirnos es separarnos de todo lo nuestro, la separación de todos los nuestros es también morirse. Es la soledad metafísica, el silencio aterrador que nos rodea. Ahora comprendo, al final todo se aclara, por qué hace tanto tiempo que decía que vivo en una dimensión egipcia: como viviente soy un muerto, pero como muerto soy un fantasma que golpeo. Soy un fantasma que paso algodonoso golpeándome mis entrañas deshechas. Soy un fantasma que ni paso, miro la puerta (...) Jamás pensé que los temas del existencialismo, la nada, la náusea, pudieran tener una presencia tan amenazadora.(549)           


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5.1. Sombras del paraíso

     En ese ambiente de «soledad metafísica» y en el contexto de lo que se ha llamado en Cuba el Quinquenio Gris (1971-1976) se gestan las dos últimas obras de Lezama, la novela inconclusa Oppiano Licario y los poemas de Fragmentos a su imán, ambos de publicación póstuma en 1977.

     Oppiano Licario es continuación indiscutible de la primera novela de Lezama, Paradiso (1966), que supuso el reconocimiento (o conocimiento) internacional del autor, pero ahora Lezama se arriesga a una concepción de la novela como reescritura de lo escrito y lo leído, personajes que hablan de sí mismos como personajes y una peripecia como suma de fragmentos en los que el autor se nutre de su propia obra. Esa autorreferencialidad encontraría explicación en la soledad y el encierro a que lo condenó la enfermedad en sus últimos años:

                Oppiano Licario se gesta en un momento de su vida en que escasean los nutrientes naturales. Necesita fagocitarse (...) Ya se ha desvanecido la casa trepidante del entra y sale familiar. Es una casa llena [208] de sombras donde sólo viven dos personas y el recuerdo de los ausentes. En una de sus cartas me dice: «En mi vida no hay anécdotas. Perdona que sólo te hable de cosas intelectuales».(550)           

     Fragmentos a su imán recoge la versión poética de esa misma situación, en un libro que resulta ser el más circunstancial de Lezama, y rompe en cierto modo esa continuidad metapoética que se ha señalado tantas veces en su poesía, desde Muerte de Narciso (1937) -«una revelación», según Max Henríquez Ureña- y Enemigo rumor (1941) -«una revolución»(551)-, hasta Dador (1960), su «logro mayor», cuyo título nombraría ya a la poesía como esa divinidad generosa pero huidiza que el poeta perseguía en sus Aventuras sigilosas (1945) y asía por fin en La fijeza (1949)(552).

     Tras Dador, Lezama no publica ningún nuevo libro de poemas hasta que en 1970 aparece su Poesía completa, en la que incluye desde Muerte de Narciso hasta poemas aún inéditos. Entre ellos destaca la «Oda a Julián del Casal»(553):

                          Sea maldito el que se equivoque y te quiera
ofender riéndose de tus disfraces.
(...)
Todos sabemos ya que no era tuyo
el falso terciopelo de la magia verde,
los pasos contados sobre las alfombras,
la daga que divide las barajas
para unirlas de nuevo con tizne de cisnes.
No era tampoco tuya la separación
que la tribu de malvados te atribuye,
entre el espejo y el lago...
Ninguna estrofa de Baudelaire
puede igualar el sonido de tu tos alegre.
Podemos retocar,
pero en definitiva lo que queda
es la forma en que hemos sido retocados
¿por quién? [209]
Respondan la chispa errante de tus ojos verdes
y el sonido de tu tos alegre.
Ahora ya sabemos el esplendor de esa sentencia tuya,
llevaste nuestra luciérnaga verde al valle de Proserpina...
Habiendo vivido como un delfín muerto de sueños,
alcanzaste a morir muerto de risa.
Tu muerte podía haber influenciado a Baudelaire...

Víctima tan a menudo de la búsqueda de influencias y antecedentes, Casal es elegido por Lezama precisamente para desplegar a partir de él su teoría de «los misterios del eco», esa nueva posición crítica con que el pensamiento cultural del autor propone al americano releerse a sí mismo e iniciar la búsqueda de su originalidad fuera del «desteñido complejo de epígono» que deriva del historicismo buscador de fuentes(554) y que empieza por rebatir la imagen que convierte a Casal en mera réplica de descubrimientos ajenos. «Tu muerte habría influenciado a Baudelaire», anima Lezama a Casal en la Oda, convirtiéndolo a él en el antecedente y burlando así el causalismo de las influencias y su «furibundo pesimismo».

     Pero el poema se ha considerado además el mejor ejemplo de «transición» hacia un nuevo registro, que será el que predomine en Fragmentos a su imán. Abel Prieto, por ejemplo, ha visto en ese registro una nueva actitud «más complaciente con el lector» y un lenguaje «más accesible, más elegante en la elección del vocablo»(555). Serían éstas «cualidades nuevas» en las que Virgilio López Lemus ha creído detectar «el modo de acercarse Lezama a la poesía de los coloquialistas cubanos que escriben por los años en que surge ese poema»(556). Puede ser, pero habría que subrayar rápidamente que una siempre posible evolución en la poesía de Lezama se habría desarrollado, en todo caso, desde su Sistema; sin variar en lo fundamental una concepción previa de la poesía ya muy consolidada y que estuvo siempre muy lejos del coloquialismo. Digo esto porque la apreciación de Virgilio López Lemus llega más lejos al hablar de Fragmentos a su imán: [210]

                Como gran Poeta, Lezama sintió el latido del pueblo en el alto momento de su historia, y tal vez sin proponérselo haya sido influido en su poesía por el lenguaje directo, preciso, a veces más cercano a lo narrativo que a lo lírico, de la mejor poesía coloquial que en la década del 60 se hacía (...) Como legítimo creador, renovarse a sí mismo no debería ser para él una profanación de su sistema poético, a pesar de que el poeta tiene otra formación, lo que naturalmente le podría afectar alguna desgarradura.(557)           

     Me parecen más convincentes las apreciaciones de Cintio Vitier cuando subraya que «siempre hemos podido ver ese enigmático carácter narrativo, novelesco e incluso a veces francamente épico, que tienen los poemas de Lezama», y ve intensificados esos rasgos en los de su último libro(558). Eso es quizá lo más «nuevo» de Fragmentos a su imán: la intensificación de un procedimiento que ya existía antes en una poesía empeñada en transmitir lo metafísico, incluso lo metapoético, sin rehuir lo histórico ni apartarse de la realidad, porque aun «queriendo ver en ella lo mágico, lo sorprendente, no abandona, para tal sorpresa, la cotidianidad», como ya había observado Roberto Fernández Retamar(559). En eso consisten los «perplejos» de Lezama y su «metafísica sensible», en trascender la realidad a través de la imagen, pero una imagen que arranca siempre de esa realidad; la realidad natural («Variaciones del árbol», «Culebrinas»), el paisaje («Himno para la luz nuestra», «Bahía de La Habana», «El arco invisible de Viñales»), la realidad personal («La esposa en la balanza», «Llamado del deseoso») e incluso la realidad material, los objetos cotidianos: «El retrato ovalado», «La rueda», «Cuento del tonel», «Los dados de medianoche». Por tanto, Fragmentos a su imán no procedía a «profanación» alguna del Sistema Poético: la «desgarradura» del poeta es de otro tipo.

     Abel Prieto afina más al señalar en ese libro, junto a cierta «claridad» formal, algo mucho más profundo: «Fragmentos a su imán es la gran entrada, a torrente abierto, de la angustia en la poesía de Lezama». Pero establece las coordenadas de esa angustia en una «frustración» de tipo literario: [211]

                En Fragmentos a su imán Lezama vuelve con características nuevas sobre el tema -recurrente en toda su obra- de la gestión infructuosa del poeta en busca de las esencias que huyen (...) No es posible aprehender, definir ese cuerpo que siempre se escapa. El cambio de tono es muestra inequívoca del proceso que nos presenta [el libro]. La suficiencia del poeta se ha quebrado en una muy humana impaciencia por conseguir resultados tangibles (...) Aquí Lezama está percibiendo la tragedia de la poesía «pura». El mito de la poesía que se alimenta a sí misma encuentra en Fragmentos a su imán un mentís angustioso e indudable.(560)           

     Creo que puede hacerse otra lectura de toda esa evolución que termina en «tragedia». El propio Lezama, en el ensayo mencionado sobre Julián del Casal, había definido como «frustración involuntaria» la característica principal del poeta cubano, y había establecido que en ella la imaginación «ocupa su posición más legítima», esto es: «encontrar en la frustración de una búsqueda pasada una justificación de la posible plenitud que anhelamos». E insistía para concluir:

                No se trata de un universo poético, cosa poetizada, que sería después de todo candorosa reducción. Todo parece dirigirse, imantarse o provocarse alrededor de una sustancia que suprime toda incoherencia. Pero de esta última posición poética, ¿cómo podría yo hablar ahora? (...) ¿No veis en la frustración de Casal, en su sacrificio, el cumplimiento del destino armonioso que anhelamos?(561)           

     En mi opinión es una frustración de ese tipo la que genera la filosofía de la peculiar fragmentariedad de Fragmentos a su imán, en un momento en que la obra de Lezama sí podía abordar ya «esa última posición poética». El libro despliega una dialéctica entre esos dos términos, la «frustración» y «el destino que anhelamos», apoyado en una estructura dual de universos contrapuestos. En ella una armoniosa visión cósmica que celebra jubilosamente los ciclos naturales y recrea mundos lejanos por la fantasía o el recuerdo, contrasta estrepitosamente con horribles pesadillas y poemas de interior en los que la angustia es la de quien confiesa «Esperar la ausencia» mientras se pregunta «¿Y mi cuerpo?», e intenta en vano ahuyentar una aplastante soledad que lo mantiene «adherido a la madera del sillón» mientras «los cigarros van reemplazando / los ojos de los que no van a llegar». [212]

     Un mundo cerrado, desolado, gris, frente a otro abierto, luminoso y pleno coexisten angustiosamente en los poemas del libro, como coexisten el anhelo escapista y el martilleo sordo de que se trata de un intento inútil: hasta las ensoñaciones luminosas apuntan al final también hacia esa «Doble noche» que «no logra terminar, / malhumorada permanece». Incluso el famoso poema último de Lezama, «Pabellón del vacío», además de ser una premonición de la muerte que sentía ya cercana, o plasmar el interés que despertaba en él lo que llamó wu wei, tokonoma o vacío creador, brota de esa misma necesidad de escapar de la soledad:

                          Estoy en un café
multiplicador del hastío,
el insistente daiquirí
vuelve como una cara inservible
para morir, como la primavera.
Recorro con las manos la solapa
que me parece fría.
No espero a nadie
e insisto en que alguien tiene que llegar.
De pronto, con la uña,
trazo un pequeño hueco en la mesa.
Ya tengo el tokonoma, el vacío,
la compañía insuperable
la conversación en una esquina de Alejandría...

     Sin duda todo eso tiene algo que ver con la dolorosa circunstancia histórica y personal que vivió el poeta en los años de composición del libro. Lezama ha visto cómo se derrumbaba a su alrededor el sueño utópico que creyó acariciar con el triunfo de la Revolución, y su mundo familiar se ha desintegrado. Su paradiso está hecho añicos: «Todo allí está roto, con soplos arenosos, / con fondos de botellas que se clavan» («Retroceder»). Por eso «abrir los ojos es romperse por el centro» y la noche «reparte por mi rostro enormes cicatrices» («Los fragmentos de la noche»). Hasta de los objetos cotidianos brota angustia: un colchón escoltado por la muerte («¿Y mi cuerpo?»), «un zapato que crece hasta la silla / y nos ponemos a temblar» («Brillará»), una mesa que «camina y lanza su reojo» («Enemigos»), un cenicero que muestra los dientes, o un sillón que aprisiona misteriosamente («Esperar la ausencia»). Pero el exterior no es mucho mejor: es «una muchedumbre de ciempiés destartalada» («Estoy»), «una multitud / que escandaliza su nombre, / aunque él apenas lo oye» [213] («La caja»), «juramentos, perogrulladas, testigos» («Sorprendido»), o un extraño acantilado («Retroceder»).

     A la entusiasta invocación al Ángel de la Jiribilla y al optimismo que otorga la infinita posibilidad suceden ahora los poemas más desgarrados que escribió nunca Lezama, donde el alma devastada se proyecta en una especie de Caprichos que recogen la herencia del Quevedo expresionista y esperpéntico y del Goya visionario. Los sobrecogedores paisajes interiores de aquel «Esperar la ausencia», «La caja» («Vive en una caja de acero / y por la noche se asoma a la mirilla») o «¿Y mi cuerpo?», son buenos ejemplos de esa angustia: «Siento que nado dormido / dentro de un tonel de vino. / Nado con las dos manos amarradas».

     Muchos otros poemas son la reiteración de esa misma impotencia y de una misma frustración: «¿En dónde encontrar sentido?» («Consejos del ciclón»). El poeta descubre un ciervo que lame su mesa de lectura, pero «cuando lo voy a acariciar / queda un vacío barbado» («Retroceder»), o intenta dibujar un espárrago y «brota un fantasma dificultoso» («Me hace propenso»). Es el mismo deseo siempre insatisfecho que se plasma también en abundantes poemas gastronómicos, donde «un apetito / del tamaño de todo el cuerpo» deja «la boca infinitamente abierta», o se intenta «avanzar hacia la pulpa de una fruta» pero «se verifica la horrible bifurcación» («Desembarco al mediodía»). En otros se analiza la materia anhelada queriendo entrar en ella para saborearla mejor o para descifrar sus significados ocultos, como en «Se desprendió» con una patata, en «Estoy» con las espinas del pescado, o en «El cuello» -es el de una botella de vino-, que acaba siendo expresión de «el barroco carcelario» y hasta una nueva constatación (inalcanzable) de la amorosa interrelación universal donde «la uva emparienta con el cristal / un equilibrio indescifrable / como el aire en la balanza de Osiris».

     No creo desacertado interpretar esa imaginación material que en algunos poemas del libro indaga en los objetos y dibuja siniestros bodegones como nuevo contrapunto al paraíso genésico que dibujan otros, habitados por la inquieta fauna que recorre sus versos (pájaros, peces, hormigas, culebras, abejas, caracoles); además de ser un modo peculiar de expresión metafísica, en la que el significado (impotencia, alienación, angustia) a menudo se expresa a través de un significante que denotativamente nada tiene que ver con lo que sugiere en el cuerpo del poema. El caso extremo sería la incoherencia objetual de «Sorprendido»: [214]

                          No puedo. Es así. Y el caballo dobla el naipe.
Voy. La toronja escampa, deletreo.
¿Qué pregunta cabe? ¿Qué codo se entremezcla?
Un índice torcido como una nariz.
No sirve. Ceniza, redondea.
Una estocada de cartón. Presunciones.
Araño, voy y me sumerjo, ya no hay navegantes.
Toco, vuelvo la cara, ya las persianas repiqueteando.
Cruce de peces por las piernas abiertas. Tijeras.
La salamandra sigue saltando
del chaquetón con mucha fiebre.
No puedo. Voy a acostarme. Despertaré sin el resguardo.

     Al leer en Fragmentos a su imán visiones fabulosas del origen del mundo, amables «Décimas de la querencia», fuerzas amorosas en perpetua realización y luminosos cantos panenteístas, es cuando -por contraste- adquiere verdadera autoridad ese existencialismo del que hablaba Lezama: la extrañeza, el vacío, «la soledad metafísica, el silencio aterrador, mis entrañas deshechas», ensombrecen poderosamente aquella otra vertiente jubilosa que se convierte así en el testimonio de un destino traicionado. Como dice Lezama en el poema dedicado a Virgilio Piñera:

                          Sabemos, qué carcajada,
que lo lúdico es lo agónico
(...)
Sobre un tablón,
jugando lo terrible,
el bien y la ausencia.
          («Virgilio Piñera cumple sesenta años»)

     Ese «bien» armónico se expresa en Fragmentos a su imán a través de textos que quieren ser algo así como cosmogonías, mundos fabulosos que vuelven al «Nacimiento del día», a la cópula universal de los elementos o al agua del arco iris «donde hierve el caldo de la vida». Hay varios ejemplos muy notables, como «Oigo hablar», donde la mirada y el oído atentos acaban descubriendo el «ombligo» del mundo y el gran concierto universal a partir del canto de un pájaro y de una hormiga posada en la hoja de un árbol. O como «El abrazo», donde la desnudez paradisíaca da pie a un encuentro sexual con resonancias cósmicas.

     Pero ni siquiera esa vertiente mítica de Fragmentos a su imán puede explicarse acudiendo sólo a una fantasía de cuño surrealista donde «la imaginación, fecundación fabulosa, crea poemas contemporáneos [215] de las teogonías»(562). El espíritu que se refugia en ese paraíso no es un alma satisfecha, sino angustiada.

     El poema «Los dioses», con toda la solemnidad que le da su asunto mitológico, acaba con una gran apoteosis en la que esos dioses salen del mar, pero nos ofrecen la respuesta. Al salir, «alzan sus caracolas retorcidas / y ladean sus colas verdinegras». Moraleja:

                     Ésa es nuestra morada:
la pureza que se recibe
y la siniestra semilla que se hunde.

     En esa misma línea desmitificadora se sitúan muchos otros poemas como «Antonio y Cleopatra», por ejemplo, donde la descripción del mundo que rodea a la fastuosa reina de Egipto, para la que Lezama no ahorra barroquismo, queda al final bruscamente resuelta en la visión prosaica pero real de una cochinilla caminando por una hoja de lechuga:

                          Decimos galeras de seda
y cerramos los ojos.
La reminiscencia milenaria
mueve de nuevo la sierpe.
Vean la cochinilla caminando la lechuga.

     Lo que se describe jubilosamente es siempre un mundo fuera del tiempo. La irrupción de la realidad (como esa cochinilla) rompe la magia evocadora y construye una cosmovisión marcadamente dual que subraya la interrelación -imantación- de los fragmentos contrapuestos. Fragmentos que podemos llamar pasado y presente, fantasía y realidad, mito e historia o utopía y decepción: una promesa rota, una dicha robada, un paraíso perdido. El mensaje central del libro queda así resaltado: la desolación de un ahora gris u oprimente destruye lo que podría haber sido un paraíso, a cuya evocación se dedica el poeta. Es de ahí de donde brota la frustración y esa «angustia paradisíaca» que no puede proceder exclusivamente de «una fantasía genésica al lezámico modo», como quiso ver Cintio Vitier:

                Ese despertamiento fabuloso, que puede convertir a una hormiga en una doncella planetaria, situación paradisíaca, no está exento, como todo paraíso, de peligros y de engaños, porque allí surgió la maldición de la culpa y la relación trágica con el padre.(563) [216]           

Pero es verdad que esa interpretación permitía dar una explicación «políticamente correcta» al delicado contenido ideológico del libro:

                Dice Martí, en palabras preciosas para nosotros: «Preservad la imaginación, hermana del corazón, fuente ampia y dichosa. Los pueblos que perduran en la historia son los pueblos imaginativos. La imaginación es la hembra de la inteligencia, sin cuyo consorcio no hay nada fecundo.» Sentencia esta última que nos reafirma en nuestra interpretación. Compañera de la inteligencia, hermana del corazón, la imaginación en estado naciente, soplando en las hojas del libro como si fueran las hojas de los árboles en el alba del mundo, campea en los pasos de danza de este discurso (...), balanza de aire cuyo platillo de sombras a veces parece pesar más, alzando el otro platillo, el de la luz, para iniciar la gran aventura cotidiana que tiene un final feliz.(564)           

     Me inclino a pensar que ese desenfoque, sorprendente en quien más y mejor conocía la obra de Lezama, pudo ser un modo de protegerla, una manera de evitar, con el prestigio que le daba ser un opinante tan cualificado, otras interpretaciones menos idealizadas.

     Si la fascinante Paradiso ya fue considerada en su momento una novela «peligrosa»(565), Fragmentos a su imán ofrecía con su ambigüedad un peligro doble: la fascinación de dos abismos. En un extremo, el de esos «temas del existencialismo» que decía Lezama, la nada, el vacío, la autodestrucción; en el otro, el de la tentación paradisíaca. La dialéctica del libro, que arranca de una circunstancia histórica precisa y contrapone a un hoy inhóspito o desencantado el ayer de una utopía que no llegó a realizarse, llevaba implícita una condena del entorno mucho más audaz que la que pudo verse en la novela. En ese contraste de luces y sombras resuena a menudo una filosofía que Lezama pudo aprender de Vicente Aleixandre y su Sombra del paraíso [217] (1943)(566): la recreación de un mundo paradisíaco como expresión de una frustración que a la vez formula un veredicto contra el entorno que la produce. O una que pudo tomar de Julián del Casal: la expresión de una «frustración involuntaria» a través de la imaginación que realiza su labor más legítima y «encuentra en la frustración de una búsqueda pasada la plenitud que hoy anhelamos».

     En cualquier caso, creo que Fragmentos a su imán ofrece como claro mensaje final un no era esto dirigido a sus contemporáneos; el mensaje que resumen los versos de «Aquí llegamos»:

Aquí llegamos, aquí no veníamos.

     «¿Qué misión le confiere usted a la literatura?», le preguntaron a Lezama en 1970. Y respondió: «Nunca un sentido directo o inmediato de catequesis, pues nadie ve porque se le indique en la dirección del índice, sino cuando se nos caen las escamas de los párpados»(567). Con Fragmentos a su imán no hizo más que seguir fiel a ese método y a su creencia en el poder salvador de «la poesía que estructura la marcha de la imaginación como historia, la imaginación encarnando en otra clase de actos y de hechos»(568). Su mensaje no exhortaba a la acción tampoco aquí, pero la evocación de un mundo idílico era otra «soberbia insinuación de brisa» que activaba ese poder subversivo de la imago que sostuvo su obra desde siempre, porque «ninguna aventura, ningún deseo donde el hombre ha intentado vencer una resistencia ha dejado de partir de una imagen»(569).

     Una lectura global de la obra de Lezama permite ver que entre sus complejas propuestas se perfilaba también un proyecto humanista «revolucionario», orientado por esa acción-transformación artística en la que nunca dejó de insistir, o, al menos, una apuesta intelectual [218] a favor de la poesía que puede orientar la marcha de la historia porque ofrece principios en los que creer.

     Con esa perspectiva, el proyecto de Lezama y Orígenes aparece más político e incluso más a tono con el primer impulso revolucionario de lo que se pensó entonces -y a veces se sigue pensando- desde fuera de aquella ínsula origenista: a lo largo de más de cuarenta años, en un contexto cambiante, pero casi siempre sordo y a veces hostil, su obra intentó atesorar y mantener vivos ciertos valores de identidad, no sólo literaria, que el autor vio en peligro en la Cuba de entonces por amenazas externas e internas.

     A lo que hoy conocemos como Grupo Orígenes Lezama le dio con la elección de ese título más de una señal que los definía: búsqueda de las raíces, de lo esencial, de lo original, sí, pero también principio, fundamento, fase inicial de algo que debía venir después. Recordemos que él sólo encontraba poético lo germinativo, lo posible, lo que debía encontrar confirmación en una realidad posterior. Creyó acariciar ese sueño con el triunfo en su país de una revolución incruenta, con bases humanistas y sin una militancia definida que parecía ofrecer inmunidad contra cualquier dogmatismo, pero, con el tiempo, un contexto de creciente rigidez frustró sus esperanzas de una solución «poética» a la crisis nacional.

     Por supuesto, la hermosa República de la Poesía que él quiso instaurar proponía fórmulas irrealizables de «salvación por la cultura». Pero a medida que se profundiza en él, ese proyecto va revelando su coherencia como propuesta regeneracionista de raíz martiana y demuestra que sus enemigos fueron idénticos a los de quienes confiaron en una revolución para ofrecerle a Cuba un futuro mejor. Aunque ese acercamiento va haciendo evidente también que la labor intelectual del autor fue siempre como él quiso que fuera: supo mantener el suficiente grado de inconnu -y la suficiente independencia- como para desconcertar a quienes, desde uno u otro extremo, pretendieron instrumentalizarla. [219]



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6. Bibliografía

1. OBRAS DE JOSÉ LEZAMA LIMA

1.1. Poesía

     Muerte de Narciso, La Habana, Úcar, 1937.

     Enemigo rumor, La Habana, Úcar, 1941.

     Aventuras sigilosas, La Habana, Ediciones Orígenes, 1945.

     La fijeza, La Habana, Ediciones Orígenes, 1949.

     Dador, La Habana, Úcar, 1960.

     Fragmentos a su imán, La Habana, Editorial Arte y Literatura, 1977; México, Biblioteca Era, 1978; Barcelona, Lumen, 1978.

     Poesía completa, La Habana, Instituto del Libro, 1970; ed. de Emilio de Armas, La Habana, Letras Cubanas, 1985; Madrid, Aguilar, 1988.

     Poesía, Antología crítica de Emilio de Armas, Madrid, Cátedra, 1992.



1.2. Novela

     Paradiso, La Habana, Ediciones Unión, 1966; ed. de Julio Cortázar, en México, Biblioteca Era, 1968; Madrid, Fundamentos, 1974; Madrid, Alianza, 1983; ed. crítica de Cintio Vitier, en Madrid, Colección Archivos, 1988; ed. de Eloísa Lezama Lima, en Madrid, Cátedra, 1989; ed. de Cintio Vitier, en La Habana, Letras Cubanas, 1991. La novela ha sido traducida al inglés, francés, italiano, ruso y alemán.

     Oppiano Licario, La Habana, Arte y Literatura, 1977; México, Biblioteca Era, 1977; Roma, Editori Riuniti, 1981; Madrid, Alianza Tres, 1983; Madrid, Bruguera, 1985; ed. crítica de César López, en Madrid, Cátedra, 1989.



1.3. Narrativa breve (recopilaciones)

     Cangrejos, golondrinas, Buenos Aires, Calicanto, 1977.

     Juego de las decapitaciones, ed. de José Ángel Valente, Barcelona, Montesinos Editor, 1982.

     Cuentos, La Habana, Letras Cubanas, 1987.

     Relatos, ed. de Reynaldo González, en Madrid, Alianza, 1987. [220]



1.4. Ensayo

     Coloquio con Juan Ramón Jiménez, La Habana, Publicaciones de la Secretaría de Educación, 1938; Reeditado en Cintio Vitier (ed.), Juan Ramón Jiménez en Cuba, La Habana, Arte y Literatura, 1981.

     Arístides Fernández, La Habana, Publicaciones del Ministerio de Educación, 1950.

     Analecta del reloj, La Habana, Ediciones Orígenes, 1953.

     La expresión americana, La Habana, Instituto Nacional de Cultura, 1957; Madrid, Alianza, 1969; La Habana, Letras Cubanas, 1993; ed. de Irlemar Chiampi, México, Fondo de Cultura Económica, 1993.

     Tratados en La Habana, Santa Clara (Cuba), Universidad Central de Las Villas, 1958.

     La cantidad hechizada, La Habana, Ediciones Unión, 1970; Madrid, Júcar, 1974.

     Esferaimagen. Sierpe de don Luis de Góngora. Las imágenes posibles, ed. de José Agustín Goytisolo, Barcelona, Tusquets Editor, 1970.

     Las eras imaginarias (selección de ensayos), Madrid, Fundamentos, 1971.

     Introducción a los vasos órficos (selección de ensayos), Barcelona, Barral Editores, 1971.

     Algunos tratados en La Habana (selección de ensayos), Barcelona, Anagrama, 1971.

     Imagen de América Latina, en César Fernández Moreno (ed.), América Latina en su literatura, México, Siglo XXI-UNESCO, 1972; págs. 462-468.

     Imagen y posibilidad (selección de ensayos), ed. de Ciro Bianchi Ross, La Habana, Letras Cubanas, 1981.

     El reino de la imagen (selección de ensayos), ed. de Julio Ortega, Caracas, Ayacucho, 1981.

     Confluencias. Selección de ensayos, ed. de Abel Enrique Prieto, La Habana, Letras Cubanas, 1988.

     La Habana. Un poeta interpreta su ciudad, ed. de José Prats Sariol, Madrid, Verbum, 1991.

     Albur de la literatura cubana (conferencias, 1966), ed. de Iván González Cruz, La Habana, Instituto Superior de Arte, 1992.

     La visualidad infinita (crítica de pintura cubana), ed. de Leonel Capote, La Habana, Letras Cubanas, 1994.

     La materia artizada (críticas de arte), ed. de José Prats Sariol, Madrid, Tecnos, 1996.



1.5. Ediciones críticas y antologías

     La nómina de ediciones de clásicos españoles y cubanos cuya publicación dirigió o recomendó Lezama, desde su cargo en el Consejo Nacional de Cultura, y luego desde el Centro de Investigaciones Literarias de Casa de las [221] Américas, es amplísima. Recojo sólo los títulos que aparecieron bajo su responsabilidad como editor:

     FEDERICO GARCÍA LORCA, Conferencias y charlas, edición y prólogo de José Lezama Lima, La Habana, Consejo Nacional de Cultura, 1964.

     Antología de la poesía cubana, selección, edición y estudio preliminar de José Lezama Lima, La Habana, Consejo Nacional de Cultura, 1965, 3 vols.

     VENTURA PASCUAL FERRER, El Regañón y El Nuevo Regañón, edición y estudio preliminar de José Lezama Lima, La Habana, Comisión Nacional Cubana de la UNESCO, 1965.

     JUAN CLEMENTE ZENEA, Poesía completa, edición y prólogo de José Lezama Lima, La Habana, Editora Nacional, 1966.

     JUAN CLEMENTE ZENEA, Prosa completa, edición y prólogo de José Lezama Lima, La Habana, Editora Nacional, 1967.



1.6. Textos inéditos (varios géneros)

     Monográfico de la Revista de la Biblioteca Nacional José Martí, núm. 2 (1988).

     Ligereza y sombra. Textos inéditos de José Lezama Lima, ed. de Ernesto Hernández Busto, en Biblioteca de México, núms. 11-12 (1992); páginas I-XIX.

     Fascinación de la memoria (textos inéditos de José Lezama Lima), ed. de Iván González Cruz, La Habana, Letras Cubanas, 1993.

     Archivo de José Lezama Lima. Miscelánea, ed. de Iván González Cruz, Madrid, Centro de Estudios Ramón Areces, 1998.



1.7. Obras completas

     Obras completas, ed. de Cintio Vitier, México, Aguilar, 2 vols., 1975 y 1977.



2. CORRESPONDENCIA

     José Lezama Lima. Cartas (1939-1976), ed. de Eloísa Lezama Lima, Madrid, Editorial Orígenes, 1979.

     RODRÍGUEZ FEO, José (ed.), Mi correspondencia con Lezama Lima, La Habana, Ediciones Unión, 1989.

     José Lezama Lima. Cartas a Eloísa y otra correspondencia, ed. de José Triana, Madrid, Verbum, 1998.



3. ENTREVISTAS

     ÁLVAREZ BRAVO, Armando, «Suma de conversaciones», en Órbita de Lezama Lima, La Habana, UNEAC, 1966. [222]

     BIANCHI, Ciro, «Momento cubano de Juan Ramón Jiménez. Entrevista a José Lezama Lima, Cintio Vitier y Fina García Marruz», en La Gaceta de Cuba, núm. 77 (1969), págs. 6-10.

     ___, «Asedio a Lezama Lima» (1975), en Quimera núm. 30 (1983), págs. 29-46.

     BUENO, Salvador, «Un cuestionario para José Lezama Lima» (l972), en Paradiso, ed. crítica de Cintio Vitier, Madrid, Colección Archivos, 1988, págs. 725-730.

     Centro de Investigaciones Literarias de Casa de las Américas, «Literatura y Revolución», en Casa de las Américas, núms. 51-52 (1968-1969), páginas 131-133.

     ___, Interrogando a Lezama Lima (1970), Barcelona, Cuadernos Anagrama, 1971.

     «Encuesta generacional», en La Gaceta de Cuba, núm. 50 (1966), pág. 8.

     FUENTES, Carlos, y CARBALLO, Enmanuel, «Ceremonial de lo visible», Revista Mexicana de Literatura, núm. 7 (1956), págs. 50-51.

     GONZÁLEZ, Reynaldo, «Entre la magia y la infinitud. Conversación con Lezama» (1972), en su José Lezama Lima: el ingenuo culpable, La Habana, Letras Cubanas, 1988, págs. 111-152.



4. BIBLIOGRAFÍA CRÍTICA SOBRE EL AUTOR

     ÁLVAREZ BRAVO, Armando, Órbita de Lezama Lima, La Habana, Unión, 1966.

     ___, «Aproximación a la poesía de José Lezama Lima», en Nueva Estafeta, núm. 39 (1982), págs. 39-51.

     ___, «Órbita de Lezama Lima», en Voces, núm. 2 (1984), págs. 9-19.

     ARCOS, Jorge Luis, La solución unitiva. Sobre el pensamiento poético de José Lezama Lima, La Habana, Editorial Academia, 1990.

     ___, Orígenes: la pobreza irradiante, La Habana, Letras Cubanas, 1994.

     ARIAS, Arturo, «Lezama Lima: un gato para dejarse definir», en Barataria Cubana (1898-1998), monográfico de Barataria, pliegos de la Ínsula, núm. 4 (1998), págs. 71-82.

     ARMAND, Octavio, «Lezama Lima: la escritura después del punto», en Quimera, núm. 12 (1981), págs. 31-33.

     ARMAS, Emilio de, «Inicio y escape de José Lezama Lima», en su ed. de José Lezama Lima, Poesía completa, Madrid, Aguilar, 1988; vol. II, págs. 199-201.

     ___, «Introducción» a su ed. de José Lezama Lima, Poesía, Madrid, Cátedra, 1992, págs. 13-69.

     BARQUET, Jesús, Consagración de La Habana. Peculiaridades del Grupo Orígenes en el proceso cultural cubano, Miami, Letras de Oro, 1991.

     ___, «La poética de Gastón Baquero y el Grupo Orígenes», Cuadernos Hispanoamericanos, núm. 496 (1991), págs. 121-128. [223]

     ___, «El Grupo Orígenes y España», en Cuadernos Hispanoamericanos, núm. 513 (1993), págs. 32-48.

     BARRADAS, Efraín, «Chesterton, Lezama Lima y la función social del arte», en Unión, núm. 1 (1983), págs. 89-99.

     BENEDETTI, Mario, «José Lezama Lima, más allá de los malentendidos», en su Crítica cómplice, Madrid, Alianza, 1988, págs. 85-91.

     BEJEL, Emilio, «La imagen de Lezama Lima: una subversión de la metafísica racionalista», en Cuadernos de Poética, núm. 12 (1987), págs. 45-56.

     ___, José Lezama Lima: Poeta de la imagen, Madrid, Huerga & Fierro, 1994.

     BUENO, Salvador, «José Lezama Lima entre mis recuerdos», en Revista de la Biblioteca Nacional José Martí, núm. 29 (1988), págs. 205-211.

     CABRERA INFANTE, Guillermo, «Encuentros y recuerdos con José Lezama Lima», en Vuelta, núm. 3 (1977), págs. 46-48.

     ___, Mea Cuba, Barcelona, Plaza & Janés, 1992.

     CAÑAS, Dionisio, «La oquedad creadora: Juan Ramón Jiménez y José Lezama Lima», en Ínsula, núm. 426 (1982), págs. 1 y 10.

     CARIGNANO, Dante, «Lezama: volubilidad electiva y deleite libidinal», Texto Crítico, núm. 11 (1985), págs. 100-108.

     CORTÁZAR, Julio, «Para llegar a Lezama Lima» (1966), en La vuelta al día en ochenta mundos, Madrid, Debate, 1991, págs. 189-209.

     ___, «Literatura en la Revolución y revolución en la literatura (I)», en Marcha, núm. 1477 (1970), págs. 30-31.

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     CHACÓN, Alfredo, «La experiencia de Orígenes», en Cuadernos Hispanoamericanos, núm. 511 (1993), págs. 25-31.

     CHIAMPI, Irlemar, «La expresión americana de Lezama Lima: la dificultad y el diabolismo del caníbal», en Escritura, núm. 10 (1985), págs. 103-115.

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     ___, «Cangrejos, golondrinas: metástasis textual», en Revista Iberoamericana, núm. 154 (1991), págs. 91-100.

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