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La figura del explicador en los inicios del cine español

Daniel Sánchez Salas






ArribaAbajo1. La figura inaprensible

Para la historiografía española que se ha ocupado de nuestro cine, la figura del explicador no ha pasado hasta ahora de ser poco más que un personaje citado en contadas ocasiones, casi siempre por haber protagonizado alguna anécdota curiosa o divertida. Fuera de nuestras fronteras, los autores que se han ocupado del tema suelen reconocer que todavía no se sabe demasiado sobre el explicador y, frecuentemente, formulan sus opiniones sobre el mismo en forma de suposición.

Lo cierto es que esta figura parece poseer cierto halo inaprensible. El carácter oral de su tarea y el hecho de que, en cierto sentido, cumpliera una función en la película desde una posición físicamente externa a la misma, justifican la carencia de un rastro fílmico o escrito generados por el propio explicador. Así que, a menudo, se tiene la impresión de que los datos recabados sobre él tan sólo ayudan a fijar su contorno, eso sí, tan sugerente que promueve la elaboración de múltiples hipótesis sobre su auténtica personalidad y su trascendencia para la historia del cine.




ArribaAbajo2. Sobre los orígenes

La búsqueda de antecedentes del explicador ha llevado a los estudiosos a establecer diferentes relaciones según el país del que se esté hablando. Las opciones van desde la más generalizada del comentarista que acompañaba las proyecciones de la linterna mágica, hasta ejemplos tan específicos como la relación del benshi japonés con las formas teatrales autóctonas del Kabuki y el No. En el caso español, podría avanzarse una hipótesis que buscara enraizar al explicador en una tradición cultural y espectacular que tendría una de sus primeras manifestaciones en la exposición de los llamados romances de ciego. Este tipo de actuación existió en España desde los inicios de la imprenta hasta finales del siglo XIX, y ya reproducía el esquema de un narrador oral y la representación iconográfica de la historia que contaba.

Pero sin irnos tan lejos en el tiempo, parece bastante asumido por algunos historiadores españoles la relación de nuestro explicador con el comentarista de la linterna. Yo no creo que deba hacerse una asociación completa entre ambos personajes, pero me parecen innegables ciertas concomitancias que ya se pueden rastrear en un ejemplo temprano del reflejo de la labor del linternista. Me refiero al poema El mono y el titiritero del escritor neoclásico Tomás de Iriarte1. En ausencia de su amo -dueño de una linterna mágica-, el mono procede a sustituirlo y realiza una peculiar exhibición del aparato:


Luego que la atención del auditorio
con un preparatorio
exordio concilió, según es uso,
detrás de aquella máquina se puso;
y durante el manejo de los vidrios pintados,
fáciles de mover de todos lados,
las diversas figuras
iba explicando con locuaz despejo.
Estaba el cuarto a obscuras
cual se requiere en casos semejantes;
y aunque los circunstantes
observaban atentos,
ninguno ver podía los portentos
que con tanta parola y grave tono
les anunciaba el ingenioso mono...

El comportamiento de este ocasional linternista recuerda a la idea que se suele tener sobre el explicador cinematográfico, al menos a la idea más tópica. Incluso la parola y el grave tono son características de la forma de hablar que también se relacionan con el personaje.

Ya en plena era cinematográfica, 1907, la revista musical del autor Ramón López Montenegro Al cine, una de las primeras obras literarias españolas que utilizó el cinematógrafo como argumento, simula un espectáculo cinematográfico con explicador mediante otro de linterna mágica. Resulta verosímil creer que si López Montenegro planteó esta posibilidad es porque pensó que al espectador de la época no le iba a parecer extraño la sustitución del mundo del cine por el de la linterna, incluyendo elementos como el comentarista. Pero, además, el escritor añade la siguiente nota al final de la obra: «Las Empresas que, teniendo facilidades para ello, deseen introducir en esta obra algún número de verdaderas películas cinematográficas, pueden hacerlo en el lugar del diálogo que estime más apropósito el director de escena, cuidando el 'Intérprete' de conocer de antemano las películas que hayan de exhibirse, para explicarlas al público durante de la representación, en la forma más ingeniosamente disparatada que se le ocurra»2.

Es decir, Montenegro, más allá de la sustitución, también plantea la posibilidad de combinar ambos espectáculos -como, por otro lado, fue habitual en los primeros tiempos del cine-. Y en ese caso, el explicador -el intérprete- es un elemento común que encarnaría sobre el escenario la misma persona.




ArribaAbajo3. El periodo de vigencia

André Gaudreault y François Jost escriben que el explicador del cine existió «al menos entre 1900 y 1910»3. Charles Musser, por su parte, señala que el explicador habría tenido vigencia en general entre 1897 y 1908 ó 9. En Estados Unidos habría sufrido un primer declive a comienzos de siglo, se habría recuperado con la llegada de los Hale's Tours hacia 1904 ó 5 y habría entrado en su declive definitivo hacia 1908 ó 9; mientras, en Francia, el comentarista habría mantenido su regularidad durante toda la época de feria4. Para Sarah Kozloff, en cambio, el explicador en Estados Unidos no habría desaparecido hasta 19125. Lo justifica aduciendo las razones ligadas al desarrollo de la técnica narrativa que se dio en el cine, a las que añade las apuntadas por Charles Berg6 a propósito de la arquitectura poco propicia de las salas cinematográficas fijas y del perfeccionamiento del engranaje industrial del espectáculo cinematográfico.

En España, la acotación del periodo de existencia del explicador estaría a expensas de realizar un examen más detallado de la prensa de la época, tanto de la dedicada a la información general como de la especializada. Los datos sobre la cuestión que se pueden encontrar en los libros dedicados a la historia del cine español son mínimos, y suelen oscilar entre el comentario general e impreciso, y la anécdota aislada.

La primera referencia directa a un explicador real de que dispongo es la que realiza el historiador Fernando Méndez Leite7 de Federico Mediante Noceda, personaje del que hablaremos más adelante y que, según parece, se hizo muy popular realizando esta labor en Madrid entre 1900 y 1904. Precisamente, a partir de ese año y, sobre todo, 1905, es posible seguir, más o menos, el rastro del explicador hasta 1913. Este hecho encajaría, en principio, con el comentario que el historiador Fernando Vizcaíno Casas realiza en su Historia y Anécdota del Cine Español, donde afirma que entre 1904 y 1905 «lo que comienza a vivirse es la gran época de los explicadores»8.

No considero que los datos que poseo hasta el momento sumen entre unos y otros una cantidad suficiente que permita avanzar alguna hipótesis sobre la estabilidad o discontinuidad del fenómeno dentro de su periodo de actividad. Sin embargo, no cabe duda de que la figura del explicador estuvo, en ciertos momentos, realmente consolidada dentro del espectáculo cinematográfico español. Una prueba de ello son los números 2, 3, 4 y 5 del boletín quincenal Artístico-Cinematográfico9, publicación dedicada a las actualidades del mundo del teatro y las variedades editada en Madrid. Entre otras secciones, incluía una en sus últimas páginas donde figuraban los nombres de artistas y técnicos cinematográficos disponibles para su contratación. En esta sección y, al menos, en los cuatro números citados, aparece un apartado en el que se ofrecen explicadores. Bajo esta misma idea de consolidación se puede interpretar la aparición del explicador en la solicitud de solar10 que el propietario del Cine-Mirandés hizo al ayuntamiento de Calahorra el 11 de agosto de 1909, en la que se compromete a mostrar en sus sesiones «hermosos programas con asuntos cómicos, naturales y dramáticos y al mismo tiempo serán explicadas las cintas por el explicador de esta empresa». Aquí vemos al explicador considerado como un miembro de la empresa y citado en un documento administrativo de circulación restringida.

Al igual que estas informaciones, la mayoría de las que he encontrado corresponden a los años transcurridos hasta 1910, y van disminuyendo hasta llegar al significativo 1913. Junto al enflaquecimiento del cuerpo informativo, encontramos datos que hablan del explicador como un elemento en vías de desaparición. En Lleida, en un número de 1911 del periódico El Pallaresa, un articulista anónimo comenta la instalación de un tardío cronófono Gaumont en un cine de la ciudad y añade que «La ciencia viene á sustituir á los antiguos explicadores de películas, que tanto se hechan (sic) de menos en los cines»11. Según este comentario, el explicador no sólo estaría a punto de desaparecer, sino que ya habría dejado de existir y se le consideraba algo propio del pasado. Pero, junto a esta noticia, podemos colocar el hecho de que la supresión del explicador en uno de los principales cines de la ciudad de Zaragoza -ya por entonces, una de las más importantes del estado español- no se produjo hasta el 3 de febrero de 191312. Y para completar este confuso panorama podemos añadir una noticia del diario La Rioja correspondiente al 18 de octubre de ese mismo año. En ella se nos cuenta cómo en el teatro-cine Bretón de Logroño -una ciudad que entonces, como ahora, poseía unas dimensiones mucho más cercanas a las de Lleida que a las de Zaragoza-, la noche anterior se había elegido por votación popular al joven Joaquín Montero como explicador de la sala13. Así que, aunque no cabe duda de que el explicador vivía en esos años sus últimos momentos como presencia habitual en las salas cinematográficas, no parece posible saber todavía de forma exacta cómo fue el proceso.

Espero que un necesario análisis documental más profundo arroje en el futuro datos que delimiten mejor la demarcación del periodo de actividad del explicador en España. En cualquier caso, pienso que el hecho de una mayor existencia de datos sobre el periodo comprendido entre 1904 y 1910 corresponde a que fue durante esa época cuando el personaje llegó a ser realmente popular dentro del espectáculo cinematográfico español.




ArribaAbajo4. La popularidad

Según demuestran las noticias que dan cuenta de las sesiones con explicador y los comentarios de algunos historiadores que vivieron aquellos años, el personaje llegó a ser muy popular. Es, precisamente, este adjetivo, popular, el que más se repite en las crónicas periodísticas de la época que hacen referencia al personaje. Algunos explicadores llegaron a aparecer anunciados en los programas que la empresa exhibidora o el salón para el que trabajaban publicaban en la prensa. Los muy conocidos resultaron, incluso, un reclamo decisivo para atraer más espectadores a la proyección, extremo que elevaba considerablemente su cotización.

Las escasas historias generales del cine español suelen hacerse eco de dos explicadores que llegaron a ser muy conocidos en Madrid: Tomás Borrás14 y el ya citado Federico Mediante Noceda. Como señalé antes, parece que Noceda realizó esta labor a comienzos de siglo, mientras que Borrás trabajó en el cine que su padre tenía en el Retiro, seguramente alrededor de 191015.

Pero también es posible encontrar en otras provincias españolas nombres de explicadores que han pasado a la historia local del sitio donde alcanzaron popularidad. En Cádiz, por ejemplo, hacia 1907, trabajaba en el salón La Rosa Juan del Cid, un explicador que, por su «gracejo y oportunidad» al vertir sus comentarios «a lo gaditano», recibió el sobrenombre de «voz pública»16. Y en el otro extremo del país, Bilbao, entre 1910 y 1912, alcanzó gran popularidad como comentarista del Salón Vizcaya Eduardo Pérez, Pérez, el explica. Este protagonizó una anécdota siempre repetida en los libros que se ocupan de la historia del cine del País Vasco, al dejar muy impresionado al ministro de la Gobernación en su visita a la ciudad. El impacto fue tal que el ministro le expresó su admiración por Pérez al alcalde mientras subía al tren que le llevaba de regreso a Madrid.

Por último, otro extremo que confirma la popularidad del personaje es el que componen las diversas prácticas que surgieron en el terreno de la exhibición cinematográfica alrededor del explicador. Así, podemos leer anuncios de sesiones cinematográficas donde se avisa que el último día de exhibición se realizará a beneficio del explicador o -como ya vimos antes- noticias sobre concursos donde el público elegía al explicador que mejor desarrollaba su trabajo, bien con la intención de premiarlo, o de seleccionarlo para que fuera él quien siguiera desempeñando esa tarea en un cine determinado.




ArribaAbajo5. La tarea del explicador

A tenor de los datos reunidos parece que el trabajo de explicador en España solían desempeñarlo -concursos aparte- personas que muchas veces estaban vinculados familiarmente a la empresa exhibidora -como en el caso de Borrás su vinculación con el cine en el que trabaja por ser hijo del dueño-, empleados de sala con más de una tarea que realizar a lo largo del tiempo que duraba el espectáculo o, por supuesto, el propio dueño del salón. Cabe la duda de saber quiénes o cuántos de estos comentaristas eran lo que Noël Burch llama «profesionales del discurso»17. Algunas noticias y anécdotas nos hablan de la dificultad del explicador de turno para hablar y hacerse con el oficio o, al contrario, del éxito alcanzado por cierto comentarista debido a lo brillante de su discurso. En cualquier caso, no es posible deducir a partir de estas informaciones el nivel cultural medio del explicador español. A esto hay que añadir, por supuesto, nuestro deconocimiento del discurso real del comentarista.

El discurso sería, además, la llave para saber de manera exacta qué hacía el explicador. Existen diferentes versiones sobre la cuestión, todas ellas coincidentes en asociar la existencia del comentarista a la narratividad primitiva del cine y la necesidad de hacerla entendible al público. Pero frente a algunos estudiosos que -todavía hoy- ponen su labor en relación exclusivamente con la lectura de los títulos que empiezan a aparecer en las películas sobre 1903, también podemos encontrar algún testimonio como el recogido por el historiador Santos Zunzunegui18, consistente en el pregón pronunciado por un tal Jokintxo Ilundain en 1946, donde el explicador es calificado de «necesario, en el cine mudo y sin rótulo».

Es evidente que el explicador y los rótulos convivieron, pero conviene observar ambos fenómenos con independencia uno de otro. Al inicio de la película Vida en sombras (Llorenç Llobet-Gràcia, 1948), un explicador comenta una sesión compuesta por una cinta de la entrada de un tren a la estación, una de actualidades, otra de vistas y otra de magia; obviamente, ninguna de ellas tiene rótulos. Los guiones del film sitúan la secuencia en 1906, fecha que puede parecer tardía para un programa compuesto exclusivamente con las cintas indicadas. Pero lo que más me interesa de este ejemplo es que un director que vivió parcialmente esa época y que hizo una película especialmente cuidada en su reproducción de los aspectos históricos del cine, asocia la figura del explicador a películas sin rótulos. Aprovecho para recordar que este tipo de films -vista, actualidades, etc.- es también el que simula comentar el explicador de la obra Al cine, espectáculo teatral -no lo olvidemos- escrito en 1907.

Así que resulta lógico pensar que el explicador leyera los rótulos de aquellas películas que los tuvieran19, pero no que esa fuera su única labor o la razón de su existencia. Tampoco es del todo acertada la opinión de Joaquín de Entrambasaguas, para quien el rotulado «había venido a sustituir a su vez la primitiva voz del explicador»20. Tal vez el origen de este último sea el mismo que el de los rótulos: la necesidad de «abrir» la película. Pero no creo que se deba establecer una relación de dependencia del comentarista respecto a los intertítulos. Es cierto que el cine permitió la pervivencia de los rótulos hasta el fin de la época muda; no así la del explicador, lo que podría reforzar la idea de que los rótulos acaban por absorber las funciones del comentarista. Es más, desde su aparición, los rótulos cumplen una función informativa y, con el tiempo, reproducen diálogos, tareas que, seguramente, compartiría con el comentarista. Pero los rótulos, al ser parte física de la película, cuentan con una limitación de tiempo y espacio que obliga a cierta concisión de la que el comentarista se encuentra mucho más liberado, no sólo por tener la posibilidad de actuar a lo largo de todo el metraje de la película, si no también por contar con la ventaja de poder dar vida a aquello que se lee o se ve, acto que conlleva una interpretación de las imágenes.

Vuelvo a fijar mi atención en la obra Al cine para rescatar un detalle ya citado: el nombre bajo el cual aparece la figura a lo largo de todo el espectáculo es intérprete. El concepto de interpretación de las imágenes nos conduce a otros tales como selección y jerarquización. Estas son operaciones que, por un lado, los rótulos sólo podían asumir en una pequeña parte y, por otro lado, encarnan los cambios del sistema cinematográfico en el desarrollo general de su sistema de representación. El explicador, mediante su discurso, realizaba las operaciones citadas antes de que el propio cine las asumiera, y acabó siendo su víctima cuando llegaron a formar parte del sistema de representación, dejándole sin funciones que realizar.

Desgraciadamente, la falta del discurso auténtico del explicador impide la delimitación exacta de su tarea y, por tanto, de su importancia en el desarrollo inicial del cine. Tan sólo contamos con testimonios indirectos, como el del director de cine Eduardo García Maroto, que reproduce al comienzo de sus memorias21 el discurso de un explicador al que asegura haber oído en su infancia, comentando a una película dramática:

«El violador, espantado por su deleznable delito y repugnante acción huye cobardemente; pero el padre de la inocente víctima sale en su persecución dispuesto a cargárselo. El violador tuerce por la calle 23; el padre le sigue raudo por la calle 22, en una carrera 'macanuda'. Ahora entra en la plaza de la Libertad y, ya a tiro, el padre saca una Colt y dispara. El violador cae muerto; la víctima ha sido vengada. ¡Qué el Altísimo perdone al criminal!»



Maroto reproduce un discurso que debió oír más de setenta años antes, lo que me hace dudar de su fidelidad. Pero lo cierto es que el tono de su texto es compartido por otro tipo de pieza escrita que parecía estar, a veces, en la base de los comentarios que realizaban los explicadores: el argumento reproducido en los catálogos de las compañías distribuidoras. En uno de la casa Pathé editado para España en 1907, podemos leer, por ejemplo, un argumento como el de una película titulada Un día de campo. En ella, la familia Poire sale hacia la propiedad campestre de sus amigos los Lemufle, y una vez que están allá, el texto dice:

«Lemufle los invita a dar una vueltecita por el jardín y para iniciar a sus amigos a los goces de la campiña, ruega a los Poire a (sic) que rieguen las coles y las lechugas, los hacen serrar y arreglar las ramas que habían (sic) esparcidas por el suelo, los hacen cavar la tierra... Sus caras estaban chorreando del sudor que tenían (sic), y no llega aquí la cosa, sino que les dicen que van ahora a arreglar las casetas de los conejos todo (sic) para que gocen de las delicias del campo, pero al Sor. Poire no le gustan esas delicias campestres.

Protesta enérgicamente y después de una explicación borrascosa, se retira con su baúl, sus maletas, su mujer y sus hijos».22



Aunque, en este caso, se trate de una historia de carácter cómico, si comparamos este texto con el anterior veremos que es posible detectar las operaciones que debían conllevar el discurso del explicador: en primer lugar, una narración -«El violador tuerce por la calle 23; el padre le sigue raudo por la calle 22...»-; en segundo lugar, una inevitable interpretación de la misma que se manifiesta en ambos casos con una expresividad similar -«La víctima ha sido vengada. ¡Qué el Altísimo perdone al criminal», o «Lemufle (...) ruega a los Poire que rieguen las coles y las lechugas»-; y, por último, una ordenación determinada -«El señor Poire (...) se retira con su baúl, sus maletas, su mujer y sus hijos»-.

Pero a pesar de que el explicador utilizara en algunas ocasiones los textos de este tipo de catálogos como guión de su actuación, está claro que tenía que inventar. Así lo indican las referencias a su necesidad de una visión de la película previa a su proyección pública. Seguramente, todo era más fácil cuando el filme se basaba en una historia conocida23. Pero, aunque esta su posición fuera cierta, la tarea del explicador no dejaba de estar rodeada de circunstancias que la convertían en un auténtico trabajo.

Las anécdotas suelen hablar de un explicador que debía tener voz potente que dominara sobre todos los ruidos de la sala, y un verbo fácil que le permitiera no sólo realizar un discurso atractivo, sino también reaccionar y responder ante los comentarios que le dirigía el público, con el que en ocasiones se establecía un juego de réplicas y contrarréplicas. Un puntero, instrumentos para imitar los ruidos que se veían pero no se oían en la pantalla -bocinas para reproducir el ladrido de los perros u otros animales, una rueda hueca de madera con perdigones en su interior para reproducir el sonido del mar o las clásicas cáscaras de coco para simular el galope de los caballos- e incluso megáfonos eran algunos de los artilugios que ayudaban al explicador español en la realización de su tarea. No me consta, por el momento, que existiera en esa época una persona diferente del explicador encargada de realizar en la sala los ruidos correspondientes. Pero, en cualquier caso, cualquier instrumento era secundario frente a la voz y la habilidad dialéctica. Estas eran las únicas herramientas realmente imprescindibles para poder enfrentarse al trabajo de hacer una película entendible para todo tipo de público.




Arriba6. Palabras finales

Y esta es, precisamente, la idea sobre la que quiero hacer hincapié para acabar: el explicador como medium entre el público -cada vez más amplio- y la película. A mitad de camino entre el empleado de sala y el artista, su misión es conseguir que los espectadores, no sólo entiendan, sino que disfruten con un espectáculo cambiante, en pleno desarrollo e imbuido por aquellos años en un viaje que le llevó de la barraca ambulante al salón de mampostería y de las gacetillas de espectáculos a la pluma de Ricciotto Canudo. Evidentemente, el explicador español también cumplió esa misión. Nuestra cinematografía, como otras, probablemente no dio lugar a una aparición y extinción fulgurantes del personaje, sino que lo fue reclamando poco a poco, lo utilizó de un modo general en todos sus géneros y lo fue arrinconando hasta hacerlo desaparecer, una vez que el cine no necesitaba de ninguna explicación que no estuviera contenida en la propia pantalla»24.





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