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«La Florida» del Inca y otras relaciones de la expedición de Hernando de Soto: (historia y ficción)

Rosa Pellicer





Es bien sabido que la consideración de la historia como un «artefacto literario» pone en duda la legitimidad de contraponer el relato ficticio al histórico. La distinción entre historia y ficción era todavía más compleja en los siglos XV y XVI. No se ha dejado de señalar la confusión existente entre historia y libros de caballerías, que se presentaban a los lectores como historia, término que se aplicaba indistintamente a lo que se podría llamar relato verídico y ficticio. La diferencia parecía residir en la presencia del componente fabuloso; no obstante, no era fácil distinguir entre ambos en este momento en que la historia incorporaba gran número de elementos novelados y el relato ficticio otorgaba a su obra un carácter didáctico-doctrinal propio de la historia, a la vez que insistía en la veracidad de sus hechos fabulosos.

Podemos recordar que el bachiller Sansón Carrasco explica a don Quijote la diferencia que hay entre el poeta épico y el historiador (Segunda parte, capítulo III):

[...] pero uno es escribir como poeta y otro como historiador: el poeta puede contar o cantar las cosas, no como fueron, sino como debían ser, y el historiador las ha de escribir, no como debían ser, sino como fueron, sin añadir ni quitar a la verdad cosa alguna.


(Cervantes, 1999: 649-650)                


El interés por distinguir entre ficción e historia ya había sido puesto de manifiesto, entre otros, por Montalvo en el prólogo al Amadís, donde diferencia tres categorías dentro del género de la historia, según la presencia de lo verdadero y lo fingido. Así, tenemos la historia de afición, «las antiguas historias de los griegos y troyanos», hechas para conmemorar a hombres por quienes sintieron afición sus autores y para que «fuesen en grande admiración»; las historias de Tito Livio de «más convenible crédito», en las que está ausente lo maravilloso; y las «historias fengidas en las que se hallan las cosas admirables fuera de la orden de natura, que más por nombre de patrañas que de crónicas con mucha razón deven ser tenidas y llamadas», en las cuales no hay rastro de verdad. (Rodríguez de Montalvo 1987, I: 221-223). Como señala Fogelquist, dentro de su sistema de clasificación de la historia, Montalvo establece una jerarquía: la historia verdadera es la categoría de más prestigio y la fingida la de menos. (Fogelquist 1982: 13-14).

Encontramos ecos de estas reflexiones en los cronistas de Indias, que insisten en la verdad de su historia por increíble que parezca. Como ya señaló Irving Leonard, era inevitable que existiesen interacciones entre los hechos históricos y la literatura de creación, entre lo real y lo imaginario, engendrando cierta confusión en la mente de todos. (Leonard, 1979, p. 43). Respecto al Inca Garcilaso de la Vega, la crítica tradicional ha discutido largo y tendido sobre si estamos ante una obra de carácter histórico o una versión novelesca, imaginativa, de los hechos, con escaso valor documental. Respecto a La Florida la actitud de su autor es semejante a la que muestra en los Comentarios reales: al igual que los escritores de historias fingidas, se preocupará de acreditar sus palabras1. No hay que perder de vista que Garcilaso se presenta como «escribiente» no como «autor» de la historia, que no relación, de la fracasada expedición de Hernando de Soto a La Florida. En el «Proemio al lector», comienza por justificar la probidad del soldado, «hombre noble hidalgo», que le cuenta la historia, tan fidedigno testigo ocular de los acontecimientos que el mismísimo Consejo Real de las Indias lo tenía como tal y lo llamaba para dar fe de esta jornada así como de otras en las que se encontró. La verdad de su relato reside tanto en su participación en los hechos, como en lo que le contaron sus compañeros cuando no estaba presente, y que siempre verificó «por vista de ojos»:

[...] desta manera pudo aver noticia de todo lo que me relató para que yo lo escribiesse. Y no le ayudaron poco, para bolver a la memoria los sucesos passados, las muchas preguntas y repreguntas, que yo sobre ellos, y sobre las particularidades y calidades de aquella tierra le hazía.


(Garcilaso, 1988: 100)2                


Por su parte, Oviedo también sale al paso de posibles objeciones sobre la verdad de su historia:

No se maraville el lector si tan puntualmente el historiador procede por las jornadas y ríos y pasos que este Adelantado y gobernador Hernando de Soto y su ejército llevaron por aquellas provincias y partes septentrionales, porque entre aquellos hidalgos que en todo ello se hallaron, hobo uno, llamado Rodrigo Ranjel, de quien se ha fecho y adelante se hará mención, que militaba en aquese ejército, que queriendo entender lo que vía y cómo se le pasaba la vida, escrebía a la jornada, a vueltas de sus trabajos, y aún por su recreación.


(Fernández de Oviedo, 1959: 167)                


Rangel dio relación escrita y oral a Oviedo en la Audiencia Real de Santo Domingo, por esta razón también encontramos, como en el caso de La Florida del Inca, un diálogo en que el historiador pregunta a su testigo de vista, insistiendo siempre en su condición de hidalgo. En la relación del Hidalgo de Elvas la apelación a la verdad aparece en el epigrama del Señor de las Sauzedes, quien afirma que


es historia deleitosa,
y cierta, no fabulosa,
digna de ser estimada, leída y tratada


y en las palabras del impresor Andrés de Burgos al prudente lector

Y creo sin duda que escrita en la verdad, no contando fábulas ni cosas fabulosas; porque se debe creer que el escritor, no yéndole en el caso interés, no se apartaría de la verdad. Y además de eso, él afirma que todo lo que aquí va escrito pasó delante de él.


(Hidalgo de Helvas, 1952: 30 y 31)                


El concepto de la verdad histórica, entonces, se basa en la verdad de lo visto y lo vivido frente a los historiadores que escriben por «relación». Desde Heródoto y Tucidides, este tipo de concepción de la historia se caracteriza por la proximidad temporal a los hechos narrados, lo que garantiza su fiabilidad y credibilidad, y se mantiene más cerca de la realidad empírica de los hechos individuales, como señaló Victor Frankl. La idea tuvo un gran desarrollo en los historiadores de Indias, que limitaron la historiografía legítima a lo visto y lo vivido por el mismo historiador o a lo averiguado por él mediante un fidedigno testigo ocular de los acontecimientos. Se trata de la antigua asociación entre «ojo» e «historia», la autopsia de los griegos. Este criterio de verdad se difundió tanto que entra como pretexto en la novela y en la épica (Hartog, 1988, y Lozano, 1987).

Prueban también la verdad de la historia del Inca los testimonios de Alonso de Carmona y Juan Coles, incorporados en un segundo momento de la escritura3:

Y, aunque es verdad que yo avía acabado de escribir esta historia, viendo estos dos testigos de vista tan conformes con ella, me pareció, volviéndola a escribir de nuevo, nombrarlos en sus lugares y referir en muchos passos las mismas palabras que ellos dizen sacadas a la letra, por presentar dos testigos contestes con mi autor, para que se vea como todas las tres relaciones son una misma.


(101)                


La inquietud de Garcilaso no se limita al «Proemio», sino que aparece reiteradamente a lo largo de su historia y no sólo como referencia eventual, sino que dedica el capítulo XXVII del Libro II, «Donde responde a una objeción», al problema de verdad y ficción. Después de acudir a la autoridad del Padre Acosta, que también escribe cosas semejantes sobre los indios y otras igualmente admirables, reitera que si bien escribe por «relación», el testigo es completamente fidedigno, «de manera que yo no puse más de la pluma, como escriviente». A continuación, muestra su rechazo a los libros mentirosos; el fragmento es muy conocido pero ineludible:

Por lo cual, con verdad podré negar que sea ficción mía, porque toda mi vida -sacada la buena poesía- fui enemigo de ficciones como son los libros de caballerías y otras semejantes. Las gracias desto devo dar al illustre cavallero Pedro Mexía, de Sevilla, porque con una reprehensión, que en su Heroica obra de los Césares haze a los que se ocupan en leer y componer los tales libros, me quitó el amor que como muchacho les podía tener y me hizo aborrecerlos para siempre.


(220-221)                


Desde la publicación del catálogo de la biblioteca del Inca, sabemos que en ella no figuran tales libros mentirosos, al igual que faltan los de «buena poesía», sin embargo conoció y gustó de ellos. Su desaparición, puede deberse, según Durand, a que se trata de la biblioteca de los últimos años de su vida, más especializada, y tal vez en su traslado de Montilla a Córdoba se deshiciese de algunos volúmenes4.

Íntimamente unido al problema de la verdad de los hechos está el de su expresión, la retórica. Se ha señalado que la historiografía humanista del siglo XVI es el modelo para la escritura del Inca, y ésta daba cabida a la elaboración artística e imaginativa. Como indica Roberto González Echevarría, esta historiografía otorgaba un «lugar prominente al valor estético de la historia, al deber organizar los hechos de modo coherente y armonioso de manera que causase no sólo placer, sino que además fuese, en el mismo acto de mediación retórica, una suerte de interpretación» (González Echevarría, 1984, p. 157)5. La diferencia fundamental que presenta la historia de Garcilaso con las Peregrinaciones de Alonso de Carmona y con la relación de Juan Coles radica, no en los hechos contados, sino en que éstos no ordenan la materia. Las razones de semejante desorden pueden encontrarse en que Carmona no la quiso imprimir, y la de Coles, que tampoco puso su relación «en modo historial», va escrita «en modo procesal, que paresce que escrivía otro lo que él dezía». Leemos en el «Proemio al lector»:

Verdad es que en su proceder no llevan sucesión de tiempo, si no es al principio, ni orden en los hechos que cuentan, porque van anteponiendo unos y posponiendo otros, ni nombran provincias, sino muy pocas y salteadas. Solamente van diciendo las cosas mayores que vieron, como se ivan acordando dellas; empero, cotejados los hechos que cuentan con los de nuestra historia, son ellos mesmos; y algunos casos dizen con adición de mayor encarecimiento y admiración, como los verán anotados con sus mismas palabras.


(101)                


Son conocidas las lamentaciones del Inca sobre su falta de habilidad para hacer «historia» -un tópico entre los historiadores de América-, principalmente por ser indio, lo que produce, como ha señalado Enrique Pupo-Walker (1982), un mecanismo de autoglosa, que alude a la producción del relato, que se desarrolla también como su propio referente. Para Julio Ortega «el discurso se vuelve hecho él mismo de cultura», porque:

Es de ese modo que el discurso equivale a la historia. No sólo porque su voluntad de veracidad supone el cotejo y la apelación de textos probatorios, sino también porque esta historia escrita se quiere testimonio hablado, acopio de lo visto y lo oído. Pura actividad de escritura, una persona discursiva se construye en estas operaciones y transmutaciones.


(Ortega 1990: 32)                


En el citado capítulo titulado «Donde responde a una objeción», el Inca finge que reproduce un diálogo que mantuvo con su autor, Gonzalo Silvestre, en el que éste le encarece la verdad de lo dicho, aunque parezca poco creíble:

Todo esto, como lo he dicho, me passó con mi autor, y yo lo pongo aquí para que se entienda y crea que presumimos escrevir verdad antes con falta de elegancia y retórica necessaria para poner las hazañas en su punto que con sobra de encarecimiento porque no lo alcanço y porque adelante, en otras cosas tan grandes y mayores que veremos, será necesario reforçar de nuestro crédito.


(222-223)                


En varias ocasiones el Inca se lamenta de su incapacidad para dar cuenta de cosas o hechos admirables, de su falta de retórica. El lugar común sirve en estos casos para corroborar la verdad de lo escrito, a la vez que apela a la imaginación del lector. No deja de ser significativo que el no saber cómo contar se refiera con frecuencia a descripciones de personas, hechos o edificios que no vio. Así, antes de describir el «templo de enterramiento» de los señores de Cofachiqui, después de indicar que su autor tenía mucho interés en que diera cuenta de su grandeza y extrañeza, por lo que en última instancia el responsable de la «verdad» sería Gonzalo Silvestre, no su escribiente, leemos:

Recíbase mi voluntad, y lo que no acertare a decir quede para la consideración de los discretos que suplan con ella lo que la pluma no acierta a escrevir. Que cierto, particularmente en este passo y en otros tan grandes que en la historia se hallarán, nuestra pintura queda muy lexos de la grandeza dellos y de lo que se requería para los poner como ellos fueron. De donde diez y diez veces, frasis del lenguaje del Perú, por muchas vezes, suplicaré encarecidamente se crea de veras que antes quedo corto y menoscabado de lo que convenía dezirse que largo y sobrado en lo que se uviere dicho.


(340)6                


Como ha estudiado Rodríguez-Vecchini, ante el dilema de ganar credibilidad, alegando lo exacto de los hechos, y su elaboración artística, que lo acercaría a la ficción, Garcilaso opta por las dos alternativas, y es consciente del problema que supone acreditar una historia y hacerla verosímil, consciente de las semejanzas con las ficciones que presenta su discurso7.

Es precisamente la vertiente imaginativa la que acerca La Florida del Inca a la narración literaria, y la separa del resto de las relaciones conservadas. En palabras muy citadas de Aurelio Miró Quesada, «Hay en La Florida como una especie de equilibrio entre la historia y la literatura, entre la crítica y la creación, entre lo que el Inca Garcilaso había aprendido en sus lecturas y lo que de él brotaba espontáneamente» (Miró-Quesada 1989: 153). Aunque no de modo tan sostenido como otros aspectos de la obra, la crítica ha considerado las relaciones con los discursos novelescos de la época y el sistema retórico que, según Susana Jákfalvi-Leiva, se aparta en ocasiones de la preceptiva escolástica8. Así, tanto el citado Miró-Quesada como Amalia Iniesta Cámara han señalado episodios que recuerdan las novelas italianas, bizantinas y los libros de caballerías. Respecto a este último género hay que recordar que las hazañas de los heroicos caballeros y de los no menos esforzados conquistadores, así como el carácter de nobleza común a ambos han sido aspectos considerados con detenimiento por los estudiosos, e incluso en la hagiografía de Miguel Albornoz aparece Hernando de Soto, desde el título, como «Amadís de América»9. Pero a estos aspectos de contenido hay que añadir las técnicas expositivas y compositivas comunes. El orden de la materia es fundamental en la historia; los preceptistas hacían hincapié en que todo debía contribuir a formar una unidad hermosa y agradable. Podemos recordar el propósito de Gómara enunciado en el prólogo a su Hispania Vitrix:

Contar cuándo, dónde y quién hizo una cosa, bien se acierta; empero decir cómo, es dificultoso; y así, siempre suele haber diferencia. Por tanto, debe contentar quien lee historias de saber lo que desea en suma y verdadero, teniendo por cierto que particularizar las cosas es engañoso y aun odioso... la brevedad a todos aplace.


(López de Gómara 1925: 155)                


El «particularizar» las cosas, que lleva necesariamente a la amplificación de la materia, es una característica de la ficción novelesca, y así lo siente Bernal Díaz del Castillo:

[...] e no lo pongo aquí por capítulos lo que cada día hacíamos, porque me parece que sería de gran prolijidad o sería cosa para nunca acabar, y parecía a los libros de Amadís e de otros de caballería.


(Díaz del Castillo, 1982: 384)                


Es precisamente la cuidadosa construcción de los casos particulares, los episodios intercalados, el cómo se cuenta de López de Gómara, lo que acerca La Florida a la literatura de la época10. Antes de continuar, notaremos que Garcilaso suele advertir la inclusión de este tipo de material; para ello utiliza la palabra «caso», que además de ser «particular», puede calificarse de «extraño», «extrañísimo», «raro», «singular», «extraordinario», «de grande admiración», «notable y digno de memoria». El término «cuento» o «cuento gracioso» lo emplea al referirse a dichos de españoles. «Fábula» sólo lo usa en la invención de los españoles que hacían guardia, para justificar la huida del cacique gordo Capasi ante el gobernador:

Al general y a los demás capitanes dixeron mil fábulas en descargo de su descuido y en abono de su honra, certificando todos que avían sentido aquella noche cosas estrañíssimas y que no era posible sino que se avía ido por los aires con los diablos, porque de otra manera juraron que era imposible según la buena guarda que le tenían puesta.


(260)                


Hay que señalar que, exceptuando algunos casos, estas amplificaciones no llegan a romper el orden de los acontecimientos, sino que suelen estar unidos al hilo central del discurso. Pero como señala Pupo-Walker, la gran abundancia de digresiones que presentaba la historia

motivó una actitud crítica y a veces ansiosa, desde la que el relator comenta y justifica la configuración prolija de su propio discurso. Esta postura, evidente en varios cronistas, nos revelará hasta qué punto la digresión anecdótica y otras duplicaciones internas de la escritura se habían convertido en un aspecto conjetural de la secuencia narrativa.


(Pupo-Walker, 1982: 156)                


Garcilaso es consciente de que con las digresiones corre el riesgo de salirse del curso de su historia, por eso en numerosas ocasiones se ve impelido a justificar su inclusión. Así, antes de explicar causas del odio hacia los españoles que sentía el cacique de Hirrihigua, escribe: «aunque nos alarguemos algún tanto, no saldremos del propósito, antes aprovechará mucho para nuestra historia» (147), y así es, porque a continuación viene el relato del cruel cautiverio que padeció Juan Ortiz a manos de este indio. En otras ocasiones, la digresión no está en el lugar que le corresponde, pero viene al caso. Así, en la descripción sobre el ejercicio continuo en el arco y la flecha que tenían todos los indios de La Florida, incluye un caso posterior: «y porque viene a propósito, aunque el caso sucedió en Apalache donde el governador quedó, será bien contarlo aquí, que cuando lleguemos a aquella provincia no nos faltará qué contar de las valentías de los naturales della» (279). La supuesta impertinencia del caso en el orden del discurso, debida al olvido de nuestro escribiente, se justifica, de forma algo irónica por su carácter extraordinario: «Olvidádosenos ha de aver dicho atrás, en su lugar, un ejemplar castigo que el capitán Patofa hizo en un indio de los suyos, por ser tan extraño será razón que no quede en el olvido y caerá bien donde quiera que se ponga» (320). Puede ocurrir que en un momento determinado haya poco que contar, así que para mantener la cuidada proporción de los capítulos, añade en el ejemplo siguiente la descripción del pueblo de Ossachile, que valdrá para el resto de las poblaciones:

Acaecieron pocos casos que contar más de lo que se han dicho. Por lo cual será razón, porque no salgamos tan prestos della, descrivamos el sitio, traça y manera deste pueblo Ossachile para que por él se vea el asiento y la forma de los demás pueblos deste gran reino llamado la Florida.


(230)                


Para dar una idea cabal del hambre y las penurias que pasaron los expedicionarios, piensa que con narrar un «cuento particular» será suficiente para «que por él se considere y vea lo que padecía en común, que decir cada cosa en particular será de nunca acabar y hazer nuestra historia muy prolixa» (321). De modo que la digresión se presenta como una forma de la abreviatio11.

Un modo de acercamiento a la sabiduría narrativa del Inca Garcilaso es hacer un simple cotejo con otras relaciones que cuentan el mismo asunto. Como señala Carmen de Mora en su «Introducción» a La Florida, basta con leer el capítulo XIX del Libro VI de La Florida para comprender «la distancia que media entre la historia y el discurso, entre lo episódico y su desarrollo textual. [...] Surge, entonces, la comprobación de que lo importante no son esos episodios, comunes a otros textos sobre la expedición, sino la manera de contarlos» (47). Pupo-Walker ya señaló que no siempre es posible ver el diseño general en la distribución de las interpolaciones; en general se puede observar que son suscitadas por alguna aventura de los españoles, o por situaciones en las que el episodio sirve para ilustrar el valor, o la cortesía, de los indios. En otras ocasiones, un suceso trae el recuerdo de otro semejante de la Antigüedad -el entierro de Soto da pie para contar el del rey godo Alarico- o de la historia más reciente. La mención de lo que hizo Julio César en el río Albis se relaciona con un episodio cercano y un dicho de Alonso Vivas contado por el tío de Garcilaso, Alonso de Vargas. Finalmente, puede evocar la memoria de recuerdos personales, al referir con emoción cómo pasaba durante su niñez los ríos en el Perú. Quizá no sea ocioso añadir que por lo menos en dos ocasiones, pone uno al lado del otro casos particulares opuestos: en la terrible batalla de Mauvilla matan a un valiente caballero, sobrevive un vil cobarde (389); en de Chicaca muere carbonizada la única mujer española, logra huir un soldadillo «que no valía nada» (408-409).

Buena parte de los relatos interpolados quieren servir de ejemplo general, por ello el Inca suele cerrarlos con un comentario moral, como sucede con el cuento de Juan Terrón y las perlas o el del jugador Diego de Guzmán12. También están al servicio de la ideología del Inca, el providencialismo uniformista, como sucede con el célebre estornudo de Guachoya que provocó grandes saludos, «De donde se puede creer que esta manera de salutación sea natural en todas las gentes y no causada por una peste, como vulgarmente se suele decir, aunque no falta quien lo rectifique» (472-473)13.

Aunque sea muy conocida, hay que comenzar con la historia de Juan Ortiz, que figura en todas las relaciones conservadas, y que es uno de los episodios más importantes14. Frente a la parquedad de los demás testimonios, Garcilaso desarrolla el episodio del cautiverio muy por extenso (capítulos II al VII), constituyendo una unidad narrativa prácticamente independiente y tiene importancia su inclusión al comienzo del la Primera Parte del Libro II, «Donde trata de cómo el gobernador llegó a la Florida y halló rastro de Pámphilo Narváez, y un christiano cautivo», ya que el tema tópico del cautiverio se revitaliza y adquiere una significación importante en la historia, puesto que Juan Ortiz no sólo será fundamental en la empresa de Soto al convertirse en intérprete, sino porque nos muestra uno de los modos de relación con el «otro», que irán apareciendo a lo largo de La Florida. La relación de Rodrigo Rangel recogida por Oviedo apenas le dedica unas líneas en las que no da ninguna noticia de su cautiverio y sólo nombra a Mocozo. Al poco de desembarcar, aparecen unos indios preparados para dar batalla:

E como corrieron los cristianos contra ellos, los indios, huyendo, se metieron en un monte, e uno de ellos salió al camino dando voces e diciendo: «Señores, por amor de Dios y de Sancta María no me matéis; que soy cristiano, como vosotros, y soy natural de Sevilla y me llamo Joan Ortiz».


(Fernández de Oviedo, 1959: 155)                


El carácter informativo y despasionado del factor Luis Hernández de Biedma no impide en este caso que se detenga un poco más de lo que le es habitual, e interesa su testimonio porque aparecen los elementos fundamentales de este tipo de relatos: el aspecto totalmente aindiado del cautivo y la pérdida de la lengua materna. El cacique le pregunta si quiere volver con los españoles:

i el dixole que si e imbio nuebe Yndios con el, venia desnudo como elos, con un arco i unas flechas en la mano labrado el cuerpo como indio como los cristianos los toparon pensaron que heran indios que benian a espiar la gente fueron para ellos, i ellos huyeron para un montecillo que estaba cerca llegaron los caballos dieron una lanzada a un Yndio i aina olieran muerto al christiano por quel sabia poco nuestra lengua que la tenia olbidada acordose de llamar a nuestra Señora, por donde fue conocido ser el christiano traximosle con mucho regocijo a donde el Gobernador estaba avia doce años que estava entre aquellos Indios, i sabia también la lengua dellos, i era tanta la continuación que tenia hablarla que estubo mas de quatro dias entre nosotros que no sabia juntar una razon con otra sino que ablando un vocablo español ablaba otros quatro o cinco en la lengua de los Indios.


(Hernández de Biedma, 223, r. y v.)                


Era de esperar que el desconocido Hidalgo de Elvas diera más detalles. Señala que fue Baltasar de Gallegos quien encontró al cautivo desnudo, «quemado por el sol y traía los brazos labrados, a uso de los indios, y en ninguna cosa difería de ellos». Cuando los españoles están a punto de clavarle una lanza, gritó: «Cristiano soy, señores; no me matéis ni matéis estos indios que ellos me han dado la vida» (Hidalgo de Elvas, 1952: 46). Como Hernández de Biedma, señala que pasó un total de doce años entre los indios: tres con Ucita (Hirrihigua en Garcilaso), durante los cuales el cacique lo sometió a terribles tormentos, y penosos trabajos, como el guardar una «mezquita», y relata el episodio del lobo y el niño; el resto del tiempo permaneció con Mocozo, cuyo favor había perdido en el momento de la llegada de los cristianos. También da cuenta de la intervención de la dama, la hija de Ucita, que lo salva primero de morir quemado; luego, de ser sacrificado a los dioses y, finalmente, lo envía con Mocozo.

Como vemos, los tres cronistas comienzan, con mayor o menor brevedad, el episodio de Juan Ortiz en el momento de su encuentro con los hombres de la expedición de Soto; su historia se relata después. En cambio, con sagacidad narrativa, el Inca lo inicia en el capítulo titulado «De los tormentos que un cacique dava a un español esclavo suyo», que continúa la historia del Pánfilo de Narváez y el cacique Hirrihigua, como dijimos antes, no con el encuentro del español cautivo. De los cuatro españoles que quedaron en su poder, sobrevivió un «moço que apenas llegava a los diez y ocho años, natural de Sevilla, llamado Juan Ortiz» (p. 148). Los trabajos y malos tratos son continuos. La intervención de las mujeres en su favor logra evitar en una segunda ocasión su muerte en una barbacoa, donde iba a ser asado. Hirrihigua, por alejarlo de su mujer e hijas, lo envió a guardar los cuerpos de los muertos para que no los robaran los leones, bajo amenaza de muerte si eso llegara a ocurrir. Un león se lleva el cuerpo de un niño, Ortiz le dispara en la oscuridad sin saber si le ha dado. Encomendándose a Dios, termina el capítulo.

El siguiente (III), «Prosigue la mala vida del cautivo christiano y cómo se huyó de su amo», termina felizmente la aventura del león (lobo para el Hidalgo de Elvas). Por tercera vez, Hirrihigua, por el odio que tiene a los españoles, decide acabar con su esclavo a flechazos durante una fiesta. Una vez más la intervención de la hija del cacique lo salva, y logra huir hasta el pueblo del magnánimo Mucoço, que lo trató como a un hermano. En el capítulo V volvemos a la jornada de Hernando de Soto, sabemos que conocía la existencia de Ortiz, y que envió a Baltasar Gallegos y otros caballeros a buscarlo «assí por sacarlo del poder de los indios como porque lo avía menester para lengua e intérprete de quien se pudiesse fiar» (157). En el capítulo VI tiene lugar el encuentro; casi lo mata un español, Álvaro Nieto, al confundirlo inevitablemente con un indio, y viendo que éste volvía sobre él, «dio grandes vozes diziendo: "Xibilla, Xibilla", por decir Sevilla, Sevilla». Garcilaso añade que en la relación de Juan Coles, «no acertando Juan Ortiz a hablar castellano, hizo con la mano y el arco la señal de la cruz para que el español viesse que era christiano» (160). En el capítulo siguiente, «La fiesta que todo el exército hizo a Juan Ortiz y cómo vino Mucoço a visitar al gobernador», es cuando Ortiz cuenta la larga historia que hemos leído: «y amplió la relación que de su vida hemos dado y de nuevo relató otros muchos tormentos que avía passado, que causaron compasión a los oyentes. Y lo dexaremos, por escusar prolijidad» (164).

Este relato tiene interés tanto porque es una excelente muestra de elaboración narrativa de un suceso histórico, como porque contiene elementos caracterizadores de la escritura del Inca. Ahora nos interesa la digresión; las páginas dedicadas a la historia de Juan Ortiz contienen variantes de la amplificatio muy usadas por el Inca Garcilaso, que suelen mostrar su pensamiento, dentro de la articulación del discurso verosímil y persuasivo. La referencia a la crueldad por la proscripción que aplicaron Antonio, Lépido y Octavio, y «otros príncipes cristianos» sirve para mostrar las cualidades superiores de los indios, utilizando la figura de sobrepujamiento, puestas de manifiesto en este caso en el comportamiento de Mucoço, que se convierte en el modelo a seguir. El interés por cuestiones de lenguaje aparece cuando el gobernador recibe en La Habana a un indio vasallo de Hirrihigua, capturado por Juan de Añasco, y que ilustra una vez más los malentendidos entre indios y españoles:

El cual indio, cuando en su relación nombrava en La Havana a Juan Orotiz, dexando el nombre de Juan porque no lo sabía, dezía Ortiz, y como a este mal hablar del indio, se añadiesse el peor entender de los buenos intérpretes que declaravan lo que él quería decir, y como todos los oyentes tuviessen por principal intento el ir a buscar oro, oyendo dezir al indio Orotiz, sin buscar otras declaraciones, entendían que llanamente dezía que en su tierra avía mucho oro, y se holgavan y regocijavan sólo con oírlo nombrar, aunque en tan diferente significación y sentido.


(157)                


La aventura con el león desencadena una digresión sobre el nombre y el carácter del león americano. En ella se compara el león americano, lo desconocido, con el africano, lo conocido; y contrapone lo «pintado» a lo real; de modo que el «refrán común» queda desacreditado; la conclusión obvia es que la naturaleza americana en general en ningún modo es inferior a la del mundo conocido. El episodio concluye que el nombre de «león» es suficiente para connotar ferocidad, y en este caso, Garcilaso no propone el nombre americano:

Y, aunque es verdad que los leones de la Florida, México y Perú no son tan grandes ni tan fieros como los de África, al fin son leones y el nombre les basta, y aunque el refrán común diga que no son tan fieros como los pintan, los que se an hallado cerca dellos dizen que son tanto más fieros que los dibuxados, cuanto va de lo vivo a lo pintado.


(152)                


Particular interés tiene la digresión de carácter subjetivo que provoca la pérdida de la lengua materna tras el largo cautiverio. Hemos visto, que en La Florida Juan Ortiz ha olvidado casi por completo el español, como cuenta también Biedma, mientras que en las relaciones de Rangel y del Hidalgo de Elvas aparece articulando frases. Cuando el cautivo está a punto de ser muerto por Álvaro Nieto, el Inca introduce un largo párrafo en el que alude a su experiencia personal, en este caso inversa: si Ortiz entre los indios ha olvidado el castellano por falta de uso, Garcilaso entre los españoles ha perdido su lengua materna. La pausa autobiográfica sirve también para confirmar la veracidad de su discurso, al presentarse a sí mismo como testigo de un caso similar:

Porque, con el poco o ningún uso que entre los indios avía tenido de la lengua castellana, se le avía olvidado hasta el pronunciar el nombre de la propia tierra, como yo podré decir también de mí mesmo que por no aver tenido en España con quién hablar mi lengua natural y materna [...] se me ha olvidado de tal manera que, con saberla hablar también [sic] y mejor y con más elegancia que los mismos indios que no son incas, porque soy hijo de palla y sobrino de incas [...] no acierto ahora a concertar seis o siete palabras en una oración para dar a entender lo que quiero decir, y más, que muchos vocablos se me han ido de la memoria, que no sé cuáles son, para nombrar en indio tal o cual cosa.


(161)                


El encuentro con la señora de Cofachiqui es otro de los episodios paradigmáticos de La Florida del Inca y aparece en las relaciones conservadas. Como ha sido bien estudiado por Carmen de Mora (1993) y Raquel Chang-Rodríguez (1989), no me demoraré en él. Al igual que en el caso de Juan Ortiz, Garcilaso desarrolla por extenso el encuentro con la cacica, narrado mucho más escuetamente en los demás testimonios. En esencia, son coincidentes, pero hay un silencio y una información en la historia del Inca que tienen interés. Tanto Hernández de Biedma como el Hidalgo de Elvas cuentan que Hernando de Soto se llevó consigo a la cacica en contra de su voluntad; de camino a Xualla, lo burló y logró escapar. Escribe el portugués:

yendo un día con las esclavas que la llevaban se apartó del camino y entró por un matorral, diciendo que quería hacer sus necesidades. Y así los engañó y se escondió por el matorral. Y aunque la buscaron, no se pudo hallar.


(Hidalgo de Elvas, 1952: 71)                


El Hidalgo de Elvas añade otro dato: la señora de Cutifachiqui, según testimonio de Alaminos y otros, se quedó en Xualla con un esclavo de Andrés de Vasconcelos, «que con ellos no se quiso venir, y que era muy cierto que tenían trato de marido y mujer y determinaban irse ambos para Cutifachiqui» (Hidalgo de Elvas, 1952, p. 71). El factor Hernández de Biedma relaciona el saqueo de la «mezquita» con la huida de la cacica. Es decir, se invierte la relación de Garcilaso en la que la señora ofrece sus riquezas a los españoles:

i luego se alzo y se fue al monte, el Gobernador la hizo buscar y como no se pudo allar abrio una mezquita que alli estaba donde estavan enterrados los principales de aquella tierra i sacamos de alli cantidad de perlas que serian asta seis arrobas i media o siete della a un que no heran buenas, etc.


(Hernández de Biedma, 227 v.)                


La variante que presenta La Florida interesa, puesto que las relaciones corteses y generosas entre la señora de Cofachiqui y el Adelantado representarían el encuentro ideal entre los dos mundos, la posibilidad de conciliación; de ahí la digresión sobre el encuentro semejante entre Marco Antonio y Cleopatra en el río Cindo, que es otro ejemplo más del pensamiento uniformista del Inca Garcilaso. Hay que apuntar que no sólo son comparables los dos encuentros entre civilizaciones distintas, sino que las mismas palabras del no citado historiador valdrían para este caso:

del cual, pues, se asemejan tanto los passos de las historias, pudiéramos hurtar aquí lo que bien nos estuviera, como lo han hecho otros del mismo autor, que tiene para todos, y si no temiéramos que tan al descubierto se avía de descubrir su galaníssimo brocado entre nuestro baxo sayal.


(328)                


El incidente que cuenta Garcilaso y al que no aluden las otras relaciones, es el suicidio el indio embajador, criado por la madre de la señora, que lo envía para que negociar su encuentro con los cristianos. Encontramos a este «cavallero moço» muy contento de acompañar a los españoles; pero poco a poco «empeçó a entristecerse y ponerse imaginativo con la mano en la mexilla». Desde el capítulo anterior el Inca insiste en el arco y las flechas que llevaba, haciendo una digresión sobre el tema, que prepara el desenlace; al volver al «indio embaxador», cuenta cómo delante de los españoles que estaban admirando sus flechas, sacó una con la que «se hirió en la garganta de tal suerte que se degolló y cayó luego muerto» (334). Este «caso estraño» produce, como los demás, «admiración», sobre todo porque los cristianos no se explican la conducta del indio. La razón que da el Inca es el conflicto de lealtades entre sus dos señoras, la joven y la vieja15.

Este no es el único caso de suicidio que encontramos en La Florida. Ya en el capítulo XII del Libro Primero, alude a un «caso notable de los naturales de aquellas islas»: se trata del ahorcamiento colectivo de los indios de la isla de Cuba, «que era la mayor lástima del mundo verlos colgados de los árboles, como pájaros zorzales cuando les arman lazos» (134). La causa es la expulsión del paraíso en que vivían por parte de los españoles que los obligan a buscar oro, metal que no aprecian, y «sentían demasiadamente, por poca que fuesse, la molestia que sobre ello les davan los españoles» (133)16. A ello hay que añadir, la participación del demonio que los incitó a «esta plaga abominable». El suicidio de un indio tras la batalla de Mauvilla colgándose de un árbol con la cuerda de su arco para no caer en manos de los españoles, también despertó la admiración entre los soldados. Nuevamente un suceso particular sirve para deducir e ilustrar el sentimiento y el comportamiento comunes, en este caso de los indios de Mauvilla: «Donde se puede bien conjecturar la temeridad y desesperación con que todos ellos pelearon pues uno que quedó vivo se mató él mismo» (385). Hernández de Biedma también alude al caso coincidiendo con Garcilaso; tras la terrible batalla: «uno solo que quedo por no se nos rendir subio a un arbol que estaba en la misma cerca, i quito la cuerda del arco, i atosela al pescuezo, i a una rama del arbol a orcarse» (Hernández de Biedma: 230 v.). Por su parte, Rangel alude a que el suicidio fue general: «Las muchachas y aun muchachos de cuatro años reñían con los cristianos, y muchachos indios se ahorcaban por no venir a sus manos, e otros se metían en el fuego de su grado. Ved de qué voluntad andarían aquellos tamemes» (Fernández de Oviedo, 1959: 175). Estos dos últimos casos de suicidio ilustran bien a las claras el comportamiento de extremo rechazo hacia los españoles que sentían parte de los indios, y pone en evidencia la imposibilidad de un encuentro, de una posible de armonía entre los dos mundos.

Un medio fundamental para conseguir esa armonía virtual es la evangelización. El concepto providencialista de la historia del Inca Garcilaso se manifiesta desde el principio hasta el final de La Florida. Los reproches fundamentales que hace a Hernando de Soto son que no puebla y que no predica la doctrina cristiana, críticas presentes también en las relaciones de Rangel y del Hidalgo de Elvas. Un buen ejemplo de la facilidad con que los indios serían convertidos a la verdadera religión es lo sucedido en el pueblo de Casquin o Casqui, que entraría dentro de los milagros de conversión. Vista la superioridad de los españoles, entre otras cosas porque como relata Hernández de Biedma «sabían que heramos ombres del cielo i que no nos podian hacer mal sus flechas e por eso no querian guerra ninguna con nosotros sino serbirnos» (Hernández de Biedma, 232 v.), y según el Hidalgo de Helvas, el Adelantado «era hijo del sol»; el curaca pide a Hernando de Soto una señal para pedir ayuda a su «genio» en caso de necesidad. El gobernador le promete una cruz, que hacen con dos pinos muy grandes y la colocan en un alto. Tanto el Hidalgo de Elvas como Rangel hablan de que llevaron a Soto indios cojos y ciegos para que la señal los sanara. Casquin pide que llueva, petición común a todas las relaciones. Mientras que el portugués se limita a decir que: «El gobernador y los suyos se pusieron delante de ella de rodillas y los indios hicieron lo mismo» (Hidalgo de Elvas, 1952, p. 98); Rodrigo Rangel cuenta que «Recibiéronla y adoráronla con mucha devoción», y Hernández de Biedma describe una procesión:

nosotros fuimos en procesion hasta el pueblo i ellos tras nosotros allegados a el pueblo [...] i fuimos todos con mucha debocion incados de rodillas a besar en el pie de la cruz; los Indios hicieron como nos bieron hacer a nosotros ni mas ni menos.


(Hernández de Biedma: 233 r. y v.)                


Como no podía ser de otra manera, Garcilaso con todo lujo de detalles describe esta procesión, que terminó así:

Aviendo todos adorado la cruz de la manera que se ha dicho, se bolvieron todos con la misma orden de procesión que avían llevado, y los sacerdotes ivan cantando el Te Deum laudamus hasta el fin del cántico, con que se concluyó la solemnidad de aquel día, aviéndose gastado en ella largas cuatro horas de tiempo.


(430)                


Hay una variación importante que atañe a la composición de la materia. En las relaciones consideradas se nos informa que llovió un número variable de días, al hablar de la huida de Casquin y el nuevo encuentro con Soto y su cacique enemigo Pacaha. Sin embargo, Garcilaso indica que llovió inmediatamente después de la mencionada procesión, de modo que la presencia del agua adquiere el carácter de milagro prácticamente inmediato. Todos los autores mencionan la predicación que hizo Soto a los indios, aunque no se bautizó a nadie perdiendo así una ocasión preciosa de conversión. Tanto Rangel como el Inca terminan el episodio dando cuenta de la paz que puso el adelantado entre Casqui, o Casquin, y Pacaha y con el ofrecimiento de unas indias al gobernador. La diferencia entre ambos reside en la actitud del Adelantado. Mientras que para Garcilaso éste las aceptó para que no hubiera discordia entre ambos -«El gobernador, porque el curaca no se desdeñase, le dixo que, por ser dádiva de mano, las aceptava» (442)-; Rangel tiene un punto de vista completamente distinto:

Pero quisiera yo que, juntamente con las excelencias de la cruz y de la fe que este gobernador les dijo a esos caciques, les dijera que él era casado e que los cristianos no han de tener más de una mujer ni haber exceso a otra, ni adulterar, ni tomara la hija muchacha que le dio Casqui, ni la mujer propria y hermana otra, y otra principal que le dio Pacaha, ni que les quedara concepto que los cristianos como los indios, pueden tener cuantas mujeres e concubinas quieren; e así como esos adúlteros viven, así acaban.


(Fernández de Oviedo, 1959: 180)                


Se podría añadir a lo anterior un «caso estraño» que cuenta Garcilaso. Uno de los dos indios que capturaron los españoles en la provincia de Apalache, llamado Pedro, aunque todavía estaba sin bautizar, una noche se siente atacado por los demonios y es duramente maltratado. Los españoles, a la vista de las magulladuras, hinchazones, cardenales y golpes que ostenta, piensan que no es «fingido» y lo bautizan. De este caso particular, como en tantas ocasiones, extrae una consideración general, basada también en el testimonio personal:

Por lo que hemos dicho del indio Pedro se podrá ver cuán fáciles sean estos indios y todos los nuevo mundo a la conversión de la Fe Católica, y yo, como natural y testigo de vista del Perú, osaré afirmar que bastava la predicación deste indio, sólo con lo que avía visto, para todos los de su provincia se convirtieran y pidieran el bautismo, como él lo hizo; mas los nuestros, que llevavan intención de predicar el evangelio después de aver ganado y pacificado la tierra, no hizieron entonces más de lo que se ha dicho.


(314)                


Otros casos significativos como la muerte y el doble entierro de Hernando de Soto; las descripciones del gigante Tascaluza o del feroz Vitachuco, de las riquezas del templo de enterramiento o las penalidades pasadas, corroborarían también que el Inca Garcilaso logra por medio de una muy cuidada elaboración de la materia histórica el difícil equilibrio entre verdad y ficción, problema subyacente a todo el discurso de La Florida, desde el proemio hasta su final. Cuando en el capítulo XXI del Libro VI exhorta al rey para que no se pierda ni para España, como así sucedió, ni para el catolicismo esas cosas tan difíciles de creer, escribe:

muchas veces me pesó hallarlas en el discurso de la historia tan políticas, tan magníficas y excelentes, porque no se sospechasse que eran ficciones mías y no cosecha de la tierra, de lo cual me es testigo Dios Nuestro Señor, que no solamente no he añadido cosa alguna a la relación que se me dio, antes confieso con vergüenza y confusión mía no aver llegado a significar las hazañas como me las recitaron que passaron en efecto, de que pido perdón a todo aquel reino y a los que leyeren este libro.


(583)                







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