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La frutera de Murillo

Anónimo

Pilar Vega Rodríguez (ed. lit.)

«La frutera» de Murillo no es solamente una de las obras maestras de este gran pintor sevillano, sino una de las mejores acciones de este hombre, en quien brillaba tanto la honradez como el genio.

Un rico comerciante llevó un día al ilustre pintor a la plaza del mercado de Sevilla, y enseñándole una vendedora de diez y seis años, de la casta de los gitanos, bonita y encantadora, a más no poder, sentada al lado de una banasta de frutas y de pescado:

-Si queréis hacerme de aquí a un mes -le dijo-, el retrato de esa niña, tal cual la veis vos mismo, podréis señalar el precio del cuadro.

Aceptó la oferta Murillo, y pidió cien escudos de oro, que le fueron prometidos con alegría.

Después, separándose de su compañero fue a concertarse con los parientes de la joven para que viniese a retratarse a su casa.

Estos parientes eran un tío, hombre duro y avaro, y un primo joven, que no podía mirar a la gitana sin llorar.

Habló largamente el artista con cada uno de ellos, y estrechó la mano del último dándole una cita.

Comenzaron las sesiones desde el día siguiente, y las primeras pinceladas anunciaron ya una obra maestra: empero cuando el comerciante vino al taller el pintor le dijo que en lugar de cien escudos serían seiscientos.

El comerciante reclamó en contra de esta exorbitante cantidad, declaró roto el trato y se marchó echando chispas y venablos...

Volvió después aquella misma tarde a ofrecer los seiscientos escudos, que entonces con la mayor frialdad hizo Murillo subir a mil.

¿Creerán nuestros lectores que rehusó el comerciante?

Así fue por el pronto, pero para aceptar luego y asegurando el contrato con buenas firmas.

Al cabo del mes quedó concluido el retrato. ¡Admirable era la semejanza, el dibujo, la luz y el colorido!...

Solamente una sorpresa aguardaba al comprador cuando vino a pagar y llevarse el cuadro.

Encontró en casa del artista, enfrente de la copia el original primorosamente vestida, con su tío y su primo acompañado de dos testigos y un cura.

Murillo le explicó así este misterio, después de haber cobrado los mil escudos de oro.

-Caballero, mientras que vuestra merced regateaba el retrato de esta joven, la regateabais a ella misma a su tío, habiéndola vendido de antemano a un pirata que la destinaba al harem de un bajá. Es inútil protestar, lo sé todo por su primo, que todo lo había descubierto. El tío, encontrando mis ofertas más seguras que las vuestras, y habiéndose dado su palabra de casamiento el primo y la prima, he tenido a bien casar a estos jóvenes, y por conveniente el hacer que los dotéis vos mismo. Este será el empleo que doy a vuestros mil escudos de oro. Ved aquí los esposos, los testigos y el cura. Figurareis en el convite de boda, y a falta de modelo tendréis el retrato. Enviadlo al bajá si creéis que puede gustarle.

Verificóse, en efecto, el matrimonio aquel mismo día, y el chasqueado comerciante revendió su cuadro, perdiendo la mitad de su valor.

Si hubiese vivido en nuestros días hubiera ganado un ciento por ciento en su negocio.

Y aun así y todo la obra maestra no hubiera sido pagada sino por el talento del pintor y no por la grandeza de alma de Murillo que ningún precio podía tener.

El grabado que presentamos a nuestros lectores es copia de la célebre frutera de Murillo...

FUENTE

Sin autor, «La frutera de Murillo», Museo de las Familias, (Madrid), año XIII, vol. 13-14, 1855, pág. 266.

Edición: Pilar Vega Rodríguez.