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La fuente del collar. Leyenda

Jove G. Eladio




Al inspirado vate y reputado literato, D. Jesús
Pando y Valle, autor del libro Marinas
su amigo el Autor.








I

Decidme, carísimos lectores, ¿habéis tenido la dicha de nacer en Asturias? ¿En ella habéis cruzado aquella serie de montañas que llaman Peñamayor, a cuyas faldas anidan multitud de pintorescas aldeas, y en cuyas crestas se rasgan los celajes de los cielos? ¿No habéis arrojado piedras en el Pozo de Funeres, para después recrearos con el dulcísimo ruido que se percibe, parecido al de multitud de campanillas que vacilasen? ¿No os habéis asomado al borde de ese pozo, para vislumbrar los reflejos que de su fondo emanan, como si fueran de un sol que en lo insondable de aquel abismo naciera?

Decidme, ¿después de cruzar esos montes y haber dormido  junto a ese pozo misterioso, cuando ya descendíais y  fatigados llegabais a las primeras aldeas, si por casualidad  os dirigisteis al valle de Laviana y llegasteis al pueblo de  Muñera, al penetrar en ese pueblo, no os tentó a beber,  una fuente de cristalina agua, que nace entre verde césped  y se vierte junto a una cruz, que señala una tumba?

¡Ah! pues sí esas montañas cruzasteis, sí en ese pozo arrojasteis piedras y en esa fuente bebisteis, debéis seguirme en el relato de esta leyenda.

Adelante, pues.

¡Covadonga inmortal, el sol de tu gloria ya había brillado en el poético cielo de Asturias!; ya el lago Enol, había retratado en sus claras aguas, el pendón de la independencia, que orgulloso tremolaba en la cumbre del Auseva; ya en tus cóncavas rocas habían murmurado un himno de gloria las brisas de la libertad; ya el gran Pelayo había arrancado de la media luna musulmana, el laurel de su imperecedera corona, cuando tuvo lugar el trágico suceso de esta leyenda.

Un mes habría pasado después de la memorable batalla, en que Pelayo recogió la corona arrojada por D. Rodrigo a las ensangrentadas aguas del Guadalete; y aun dominaban los árabes puntos importantes de la provincia de Asturias. El muy noble D. Segismundo, que al lado del primer rey  asturiano había luchado por la independencia, regando con  su sangre aquel suelo inmortal, habitaba en un hermoso  castillo que hacía poco tiempo había pertenecido al joven  cuanto rico y valiente Abdalah, y en él curaba sus heridas D. Segismundo, asistido por su bella hija Urmesinda1, y defendido  de las hordas árabes que cerca acampaban, por unos  valientes y fieles servidores que mandaba su sobrino Rodolfo,  joven de veinte y cinco años, el cual ya había dado pruebas  de valor y destreza, salvando a su tío gravemente herido, del  poder de los infieles, y era el prometido de su bella prima  Urmesinda, perla cristiana nacida en lo más pintoresco de  aquel valle, y de la cual se decía entre los cristianos, estaba  locamente enamorado el valiente Abdalah.

Juntos se habían criado Rodolfo y Urmesinda, a un mismo  tiempo habían latido sus vírgenes corazones, y a impulsos  de una misma pasión vivían, esperando con indecible  júbilo el restablecimiento del noble D. Segismundo, para  unirse en el santo lazo del amor, bendito por el cielo y cantado  por los ángeles.

El castillo donde D. Segismundo curaba sus heridas y donde los jóvenes primos alimentaban con palabras su amor, estaba situado cerca de Beloncio, a la falda de Peñamayor, y desde los elevados picos del Rosellón, era contemplado por su antiguo dueño Abdalah, que no apartaba de él sus amenazadoras miradas.

¿Por qué Abdalah triste y melancólico unas veces, y otras febril y amenazador, contemplaba desde aquellas inaccesibles rocas a su antiguo castillo, y día y noche no apartaba de él sus ojos?

Misterios del corazón; el más intrépido de los árabes, el de más valor, el de más bríos, al cubrirle por la tarde la densa niebla que aquellos picos corona, apoyaba su cabeza entre las manos y empezaba a llorar; llanto que calcinaba la roca sobre que caía, lava de un volcán avivado por el amor, los celos y la desesperación.

Razón tenían algunos cristianos, al creer que Abdalah estaba enamorado de Urmesinda. He aquí cómo se enamoró.

Cuando los musulmanes acosados por los cristianos se retiraron a Peñamayor, el padre de Abdalah abandonó su castillo, del que tomó posesión el noble D. Segismundo, pero Abdalah, meditando ciertos planes, se quedó dentro, no tardando en ser encontrado por los escuderos de D. Segismundo, los cuales, no estando su señor en aquella ocasión en el castillo, presentaron al prisionero a Urmesinda, para que esta determinara el castigo que merecía aquel atrevido musulmán.

Abdalah, al verse ante tan bella criatura, quedó anonadado; los ojos de Urmesinda le parecieron más brillantes que el sol que en los desiertos de África había tostado el rostro de sus padres; aquella frente, pura como la religión de Jesucristo, le pareció más hermosa y serena que el cielo meridional, bajo el que él había nacido, y las palabras que ella le dirigió, le parecieron más gratas y cariñosas, que la armonía que se siente en los oasis.

La linda cristiana, sin saber el porqué, sintió cierta repugnancia hacia el gentil y casi hermoso árabe, pues aunque le habló con dulzura, fue para decir a sus escuderos que le encerraran hasta que viniera su padre.

Abdalah, hábilmente enterado de todas las habitaciones del castillo, pudo salirse de su encierro y volvió a presentarse ante Urmesinda, en ocasión que esta se hallaba sola; así que se vio ante ella, trató de tranquilizarla dando a sus palabras todo el sentimiento de que es capaz el lenguaje de los árabes, y la manifestó su inmenso amor inspirado por su extraordinaria belleza.

Urmesinda se irguió como una leona que se cree ofendida, y llamando a sus criados mandó que volvieran al encierro a aquel miserable.

Cuando llegó D. Segismundo, como venía herido, no pudo ocuparse del prisionero y la misma Urmesinda, preocupada con la enfermedad de su padre, y pensando en su prometido Rodolfo, que ya le tenía otra vez a su lado, olvidó  también al joven musulmán; pero éste, viéndose despreciado por la encantadora cristiana, valiéndose de sus conocimientos en el castillo, pudo una noche burlar la vigilancia de los centinelas y fugarse a su campo.

Por eso, después se contentaba con ir todos los días a los picos del Rosellón, y desde allí contemplaba con dolor su antiguo castillo, del que se había fugado dejando en él su corazón.

Una tarde se irguió de repente sobre aquellos elevados picos, dos lágrimas quedaron pendientes de sus párpados, y dirigiendo sus ojos al cielo, exclamó:

-¡Oh gasas de melancolía, que Alá cruza desde el firmamento para que ocultéis a los ojos de la más bella de las cristianas el llanto que corre por las mejillas del pobre Abdalah; rizad vuestros suaves pliegues, elevaos otra vez al trono de Alá, y dejadme solo, solo con mis lágrimas, que así tendré al menos el consuelo de ver el castillo donde ella mora... ¡ah! no me obedecéis, cada vez os hacéis más densas; ¡ay de mí! ya nada absolutamente veo, hasta el abismo que nos separaba le habéis invadido vosotras; ya que sois tan felices que hasta ella podéis llegar, llevad en vuestras leves alas una de estas lágrimas que por ella vierto: ya veis, ella me desprecia, y yo aún la amo, ¡es tan hermosa!...

Después dejó caer sus brazos, inclinó su cabeza, y rodeado por la niebla de la tarde estuvo meditando algunos instantes; de pronto volvió a levantar su cabeza, apretó los puños, y gritó golpeando el suelo con sus pies:  

-¡Oh, tú, gigante de granito que me sostienes, si como estoy sobre tú, estuviera sobre su corazón, aunque fuera más duro que tú, ya le habría desecho con mis lágrimas! Si tú al sentirlas te estremeces, ¿qué no haría su corazón, que al fin es de mujer?

No había acabado de pronunciar estas palabras, cuando un hombre de tostada faz y ojos más negros que el crimen, se acercó a él, y le dijo con respetuoso acento:  

-Señor, vos, el hijo de Abdalah el grande, descendiente de Mahoma, vos, el de corazón más valeroso que los leones de nuestros bosques; vos, el de rostro más brillante que la media luna que se ostenta en nuestra bandera, ¿vos, vertiendo lágrimas sobre una roca que no ha recibido el hálito de nuestro profeta? Señor, contadme, por Alá, vuestras penas.

Abdalah sonrió de un modo terrible, y llevando sus manos a los ojos, dijo:

-¡Yo llorar!, eso nunca; no ves que mis ojos despiden fuego; de rocío que la niebla dejó en mi rostro  serán esas gotas que en mis mejillas brillan.

Después se llevó una mano al corazón, ahogó un suspiro, y con siniestra mirada preguntó:

-Dime, ¿te acuerdas de nuestro castillo?

-Sí -dijo el interrogado-, bajo estas rocas se encuentra, ostentando en su torre el pendón morado y la cruz de Cristo.

-Pues bien -rugió Abdalah-, esta noche es necesario que sea devorado por las llamas, que yo oiga desde aquí el lamento de esos perros viejos que Alá confunda; quiero ver cómo esas almas de que los cristianos hablan, ascienden en las llamas; quiero ver si ese castillo ardiendo, es más horroroso que mi pensamiento. Y se dijo para sí con satánica  sonrisa: veré si las llamas tienen más fuego que mis lágrimas,  veré si ese corazón que con mi llanto no se ha fundido  se calcina con el incendio; ya lo oyes, continuó alzando  la voz, como se arrastran los tigres en las selvas, arrastraos  vosotros entre esas peñas, y las llamas de ese castillo  vengan a besar mis  pies2.




II

La ligera niebla, que al caer la tarde coronaba las crestas de Peñamayor, como la invisible gasa que nubla nuestros ojos al caer sobre el alma el sentimiento, desaparecía en el espacio ante los poéticos rayos de la luna, como el sentimiento se aleja ante el refulgente destello de la esperanza.

Serían las diez de la noche.

La luna, desde un cielo sereno, bañaba con su pálida luz las rocas de Peñamayor y el castillo de D. Segismundo, las crestas del Rosellón y la campiña de Belencito, el abismo y el espacio, dando un aspecto sublime a aquel cuadro fantástico.

Allá... en lo más alto de las peñas, donde los rayos de la  luna parecía que se quebraban, estaba Abdalah sentado, con  el rostro sombrío apoyado en una mano y los ojos cerrados;  no dormía, meditaba, parecía la efigie de las tinieblas, iluminada  por el sol de los sepulcros.

Abdalah, en aquella altura donde se confundían dos abismos, entre la tierra y el cielo, estaba hermoso.

El silencio que reinaba era el de la muerte, la soledad que existía era la del desierto.

Las horas pasaban con lentitud y el tiempo se deslizaba silencioso, como las sombras que proyectaban en las rocas las nubes al pasar por delante de la luna.

Abdalah, después de una hora de meditación, levantó la cabeza, y dirigiendo sus ojos con vaguedad, exclamó:

-La luna parece que se va alejando, y yo siento frío, un frío intenso y, no obstante, aquí, y señalaba el corazón, siento un fuego capaz de abrasar un mundo; ¿por qué, pues, mis miembros tiemblan? ¡Pronto, pronto! dijo con desesperación levantándose: ese sepulcro de mi corazón sea devorado por las llamas, y entre las ruinas quede mi corazón, con los restos de esa cristiana, que el mismo Alá amaría: mas ¡ah! ¿qué oigo?... es el ruido estridente de aceros que se chocan...  ya en aquella parte del castillo se ve luz, ya asoman  las llamas; dentro de esa tumba ya anida el fuego; ese castillo,  en estos instantes, es como mi corazón, por fuera todo  de granito, por dentro todo fuego... y la lucha sigue; y las  llamas crecen, y la luna se oculta, y yo siento cada vez más  frío... ¡valor, corazón, valor! que ya veo a mis gentes vencer... ya rodean el castillo, así, así, que nadie se salve, y  el fuego que ha de consumir el cuerpo de la bella Urmesinda,  y la llama, que ha de llevar en su luz su vida, esa vida  que es la mía, que llegue hasta mí, que consuma también  mi cuerpo, porque aquí solo siento mucho frío.

Y Abdalah, como si estuviera loco, oprimía su corazón con una mano, y la otra la dirigía al castillo, que ya era una inmensa hoguera que, llenando aquel abismo, estrellaba sus llamas contra el cielo.

-¡Qué espectáculo tan sublime! -decía-, ¡cuánta luz! ¡cuánto calor! ya no siento frío, me parece verla entre el fuego, voy con ella, allí, entre tanta luz, seremos felices... mas ¡ah! está más cerca de las llamas aquella otra roca, voy a ella, desde allí me arrojaré.


III

No había dado el joven musulmán muchos pasos para  atravesar el escabroso espacio que mediaba entre las dos rocas, cuando una aparición fantástica le detuvo.

Una joven, que cualquiera hubiera tomado por un ángel, y cuyas pisadas en el escabroso terreno no se sentían, se dirigía a él en rápido paso; su rostro hermosísimo, descompuesto por el terror, poetizado por la angustia e iluminado por el rojizo tinte de la inmensa hoguera, le daba un aspecto divino; sus negros cabellos, destrozados por las llamas y llevando aun en sí el fuego que les destruía, parecían una diadema de luz; y sus vestidos, que eran blancos como el plumón del cisne, llevaban en sus pliegues llamas de fuego, que iban plegándose hacia su delicado cuerpo.

Nada más encantador y fantástico.

En medio de la hoguera, a través de las llamas, hubiera parecido la esencia de la luz, dando vida a aquel mundo de fuego.

La linda aparición, presa de las llamas, al verse frente de un hombre, como ya se sentía desfallecida, exhaló un suspiro de esperanza; en lo más negro de sus ojos brilló una mirada de compasión, y en sus labios se dibujó una sonrisa de gratitud anticipada.

Abdalah, al ver en aquel semblante el paso rápido del dolor a la esperanza, exclamó, tendiendo hacia ella sus brazos.

-¿Eres la bella Urmesinda, o un ideal de mi delirio? ¿Brotaste de entre esas llamas, o bajaste de los cielos en un rayo de la luna?

Urmesinda, que era aquella joven, la cual, tal vez milagrosamente  había salido del incendio, pues entre sus llamas  había ofrecido su virginidad a la Virgen de Covadonga por  su salvación, pues Urmesinda al oír las palabras del árabe,  por las que conoció a su enemigo Abdalah, exhaló un ay  lastimero, y cayó desmayada en los brazos de éste, que se  había acercado a ella para libertarla del fuego de sus vestidos,  y envolviéndola en su blanco alquicel3, con el que ahogó  las llamas, la cogió en sus brazos y huyó.




IV

Las tinieblas elevaban su denso velo sobre la rojiza línea que el alba mostraba sobre las más elevadas crestas de Peñamayor, como una gigantesca águila que se remontase con sus negras alas entre los rubicundos rayos del sol; el humo de la creación se perdía en el espacio, para que solo brillase el fuego que había dado vida a los mundos.

Aparecía en el horizonte la línea de luz que separa la noche del día, cuando Abdalah, fatigado, y con los pies destrozados por lo áspero del camino, llegó a una pequeña llanura cubierta de verde césped, que se encuentra tras una de las grandes rocas de Peñamayor.

Allí, el intrépido árabe, debajo de una gigantesca haya, colocó a la bella Urmesinda, que aún continuaba desmayada, y se sentó a su lado, quedando estático al volver a contemplarla.

Urmesinda, tendida sobre el césped, con una palidez  mortal en su semblante, sin movimiento, y envuelta en el  blanco alquicel del musulmán, parecía el cadáver de un ángel,  cuyo sudario era un celaje de la aurora; y Abdalah,  envuelto en las tenues sombras del amanecer, inclinado sobre  aquella criatura, con una sonrisa terrible en sus labios  y con sus ojos más brillantes que el carbunclo, fijos en aquel  rostro de mármol, era un sectario4 de la muerte, contemplando  con satisfacción a aquella divinidad que había robado  al amor.

De cuando en cuando la agitaba con sus manos, y exclamaba:

-Despierta, bella cristiana, abre esos ojos, ante los que el sol que calcina las arenas de los desiertos sería una leve brisa; despierta, y muestra en esos labios y ojos como las flores que  crecen en los oasis junto a las cristalinas fuentes que nos dan vida, una de esas sonrisas que los querubes de tu Dios dibujan en tu boca, y que no serían capaces de imitar todas las hurís5 de Alá.

-Urmensinda, vida de mi vida, despierta, despierta, ilumina tu rostro con una de tus miradas, refresca mis mejillas con el hálito de tu boca despierta, despierta y estréchame en tus brazos, y dame, aunque sea la muerte, con un beso de tus labios.

-¡Ah! tu Dios debe de ser más grande que Alá, cuando tal belleza da a sus criaturas: óyeme, yo creo en tu Dios, ¿no he de creer en él, creyendo en ti? Yo también debo de tener alma como la tuya, porque amo y siento en mí algo desconocido, un no sé qué de sublime.

Abdalah calló por algunos instantes, y las lágrimas de sus ojos sustituyeron a las palabras de su boca: algunas gotas de aquel llanto, fueron a perderse en el seno de Urmensinda. ¡Cómo estaría aquel pecho, cuando ni al contacto  de una lágrima de amor se estremecía!

Y Abdalah volvió a continuar hablando.

-Tras ese rostro de mármol -decía-, adivino yo algo inmortal, algo que no puede morir; no, no, tu Dios no ha hecho tanta belleza, para destruirla con la muerte: Alá es muy pequeño, tu Dios es más grande, más hermoso: ¿no me oyes? Yo te amo, yo creo en el amor y creo en Dios, ¿en qué  creerás tú que yo no crea?... ¡Ay! pero no, vuelve en sí, exclamó  levantándose, y aquí no veo agua que de la vida, voy  a buscarla por entre esos peñascos.

Y desapareció entre las rocas, murmurando:

-¡Si la lluvia de fuego que destiló mi corazón no la ha despertado al caer sobre su seno, mal lo podrán conseguir las gotas de agua que broten de estas rocas!6



*  *  *


V

 Urmesinda siguió inmóvil algunos instantes, luego abrió sus ojos mostrando dos tenebrosas noches y entreabrió sus labios mostrando el fondo de una concha llena de brillantes perlas, y exclamó, desenvolviéndose con sus delicadas manos del alquicel que la cubría, ¡tengo sed!

Más tarde se incorporó, llevó sus manos a la cabeza, y notó la falta de su cabellera, y vio su vestido de boda hecho pedazos; solo el fuego había respetado un hermoso collar de piedras preciosas que llevaba rodeado a su cuello, y era el regalo de boda de su primo Rodolfo.

Entonces Urmesinda lo recordó todo: a su padre moribundo, a su amante luchando con los infieles, ella con el traje nupcial esperando a su prometido para recibir la bendición del sacerdote, el castillo ardiendo, los infieles vagando por todas partes sedientos de sangre, y, por fin, recordó cuando ya abandonada por todos y dominada por el terror, se vio rodeada por las llamas, y cerrando sus ojos y ofreciendo su virginidad a la Virgen de Covadonga, cruzó por entre el fuego y salió al campo, y corrió, corrió, hasta que la detuvo Abdalah.

-¡Ay de mí! -exclamó entonces-, soy perdida, mi salvador  es él, el atrevido musulmán, mi enemigo cruel, el que sin  duda incendió mi castillo, el que habrá matado a mi amante...  ¡ah! siento ruido entre aquellas ramas, debe de ser él, que se  acerca para ver si he vuelto en mí... ¿pero dónde estoy? Este manto blanco que me cubre es de un infiel, apártese de mí, y arrojó el alquicel entre unas zarzas; todo lo comprendo, se dijo con sentimiento, estoy prisionera, soy la esclava de un infiel; eso nunca, primero la muerte, mi honra está ofrecida a la Virgen, ella me salvó, y para ella será.

Y dirigió su mirada a todas partes, dando algunos pasos hacia una roca que inmediata habla.

-¿Qué es esto? -exclamó al llegar junto a ella- un pozo profundísimo, ¡qué horrible oscuridad!... pero no, allá, en su fondo, se vislumbran resplandores, es la luz que está detrás de la muerte, entre esa luz debe de estar Rodolfo; sí, sí, aquí está la libertad; en lo más profundo de ese abismo se ven destellos de vida.

Y alzando sus ojos al cielo, se dejó caer en aquel antro terrible.

Ni un ay se oyó; solo el dulce aleteo de algunos pajarillos, que desde el pozo remontaron su vuelo, turbó aquel silencio de muerte; tenía razón Urmesinda, en aquel abismo había luz, porque allí anidaban los pájaros que solo entre luz respiran7.




VI

 Cuando volvió Abdalah trayendo sus manos entre algunas hojas una pequeña cantidad de agua, quedó sorprendido, al ver su alquicel arrojado entre unas zarzas, la incierta claridad de la mañana en todas partes, y en ninguna a su prisionera.

-¡Oh! -rugió como un león-, ¿quién se atrevió a robar mi presa? ¡Ay del que tal haya osado! ni Alá le salvará.

Y con desesperación, vagaba de un punto a otro sin darse cuenta do lo que hacía: cansado de recorrer inútilmente aquellos alrededores, tomó el camino que habrá seguido la noche anterior, y llegó a la roca desde la que había fraguado el pensamiento de quemar el castillo de D. Segismundo, y allí se sentó.

Sobre su cabeza empezaban a brillar los primeros rayos  del sol, y allá... en el fondo de aquel valle, se extinguían  las últimas llamaradas del incendió; el sol caía sobre un  montón de ruinas.

-¡Qué cuadro tan terrible! -exclamó- anoche el espectáculo era grandioso; cuánto fuego, qué claridad tan hermosa iluminaba el valle, qué arrebol tan bello matizaba los cielos; pero ahora, ¡qué triste parece el sol! ¡Qué palidez tan extraña  da a ese montón de escombros! Vuelvo a sentir frío, y bajo esas ruinas aún hay fuego, aunque no hay vida... y allí, en aquel campo, el sol ilumina una pirámide de cadáveres; deben de ser de cristianos; allí habrán entregado su vida los criados de D. Segismundo. ¿Y éste? ¡Ah! éste debe de estar carbonizado bajo esos escombros... Ahí solo anida la muerte, ahí no está ella, y levantándose furioso, elevó los ojos al firmamento, y dijo:

-Hermosa aurora que recorriste el espacio, ¿has llevado entre la luz a la más bella de las criaturas? O vosotras, llamas, que en el cielo os habéis perdido, ¿habéis arrebatado al ser que anidasteis entre vuestro fuego? O tú, encumbrado sol envidioso de que en la tierra hubiese más hermosura que tú, ¿has llevado entre tus rayos a mi Urmesinda?... No hay duda, ella, o salió del fuego, o cayó de la luna, y ahora, o volvió a la luna, o de seguro vive en tú, claro sol.

-¿Pero dónde están mis valientes musulmanes? ¿Qué se ha hecho mi ejército? Todo soledad y frío, el frío terrible de la muerte, ya ni en mi corazón me queda fuego, ni aun la esperanza de verla, me la arrebató el sol; ¿tinieblas, para qué os habéis extinguido? Con vosotras era feliz: no quiero ver la luz, ni al día, ni al sol, porque les tengo celos... ¡oh roca en que vertí mis lágrimas y deposité mis secretos!; bajo de ti se arrastran las parcas8; en ese valle que cobijas, desapareció el castillo que desde aquí contemplaba y me hacía sentir... voy a morir entre esas ruinas. ¿Quién sabe si ella habrá desaparecido con las últimas llamaradas que en esos escombros desaparecieron, y vivirá entre esas ruinas? ¡Ah Urmesinda, si ahí estas, te encontraré!

Y dando un salto sobre la roca, desapareció en aquel abismo.

Poco después el cuerpo de Abdalah se perdía entre los escombros, levantando una nube de cenizas.

El sol continuó brillando cada vez con más intensidad, la roca quedó silenciosa, la nube de ceniza levantada volvió a cubrir los escombros, y solo ese lúgubre quejido que exhalan las maderas de los edificios, que aun sienten circular por su interior el fuego, era el que interrumpía el silencio de aquel cuadro del terror.




VII

 El sol, lleno de melancolía, iba caminando a su ocaso;  terminaba la tarde de aquel día cuya aparición había  contemplado dos muertes, y cuya luz había alumbrado un  montón de ruinas.

Junto a la fuente de Muñera, situada a la falda de Peñamayor, en la parte opuesta a esta que había sido escena del terrible incendio del castillo de D. Segismundo, estaba recostado un joven y apuesto caballero, cuya posición angustiosa, pálido semblante y ensangrentado pecho, denotaban estaba herido.

Era Rodolfo, el prometido de Urmesinda, que sin fuerzas,  y casi sin vida, yacía allí en lamentable estado; de su pecho,  al mismo tiempo que la sangre, salían suspiros, y sus cárdenos  labios murmuraban palabras. Oigamos lo que decía:

-¡Qué noche tan terrible me espera, no hay duda, moriré aquí, abandonado, perseguido, y solo con mi triste pensamiento! ¿Quién lo diría? Ayer a estas horas, cuando el sol se  ocultaba, empezaba a lucir para mí la antorcha de Himeneo. ¡Cuán hermosa estaba ella con su blanco vestido, que tan bien modelaba sus esbeltas formas, aquella corona que ceñía sus negros cabellos, y aquel lindo collar, mi regalo de boda, que brillaba en su garganta, como si fuera una cadena de estrellas! Y pocas horas después iba a ser mía; el amor nos conducía al altar, y el amor iba a arrullar nuestro Himeneo9. Pero ¡ay de mí! al penetrar en la capilla, un humo sofocante nublaba aquel silencioso recinto; la voz de «fuego» corrió rápida por todo el castillo, con la rapidez que el fuego de la pasión circulaba por mis venas, luego la voz de  «a las armas», se unió a la de «fuego» entonces dejé a mi querida Urmesinda al lado del sacerdote y de sus ayas, y me alejé diciendo: pronto volveré a ser tu esposo; me lancé al campo, mis gentes luchaban como héroes; pero los de Abdalah eran más... poco después me sentí herido, me faltaron las fuerzas y caí. ¡Ay! el castillo ya era todo fuego, y el campo todo sangre. D. Segismundo, que estaba en el lecho esperando que el sacerdote nos uniera para darnos él su bendición, habrá perecido entre las llamas, porque sus servidores todos estaban en el campo de la lucha. ¿Y ella? ¡ay! no lo sé. ¡Pluguiera a Dios que hubiese muerto! porque si no estará en poder de Abdalah... Yo, al sentirme con alguna fuerza, me arrastré como pude. ¡Qué ruido tan infernal producía el incendio! Me arrastré toda la noche, anduve todo el día, y aquí moriré sin haberla visto, sin saber dónde está. Mis heridas vuelven a abrirse; la sangre vuelve a correr; en estas últimas gotas marcha mi vida ¡Qué sed tengo! Y aquí, casi junto a mis labios hay una fuente; voy a beber.

Y el infeliz joven levantó un poco su cabeza; pero al mirarse en el agua, lanzó una exclamación, diciendo:

-¿Qué es esto? ¿no es este mi regalo de boda? -e introduciendo una mano en el agua, sacó un hermoso collar de perlas-; sí, sí, es el mismo, ¡ah! ¡bajo este cristal tan puro, encuentro el sello de tu muerte!, no hay que dudarlo, se arrojó al pozo de Funeres, y estas aguas que pasan por su fondo, arrastraron hasta aquí su collar10 para decirme que ya no existe y que me espera... ¡Oh!, sí, Urmesinda de mi vida, no tardaré en estar a tu lado, ya no tengo sangre... me muero...

 Y dejó caer su cabeza, que se sumergió en el agua de la fuente, y murmuró:

-Las aguas que purifican tu cuerpo... recojan mi último... suspiro.

Al día siguiente, los astures que mandaba D. Pelayo se posesionaron de Peñamayor, derrotando a los árabes, y al pasar triunfantes por junto a Muñera, vieron el cadáver de D. Rodolfo, y allí mismo le abrieron una fosa, dándole sepultura, sobre la que colocaron una cruz de piedra.

El collar de Urmesinda, quedó en las manos de Rodolfo.

Por eso aquel manantial de agua cristalina, lleva el nombre de Fuente del collar, y muchos encuentran aquella agua muy dulce, y hasta hay quien asegura, que es porque en ella se baña el alma de Urmesinda.







FUENTE

Eladio G. Jove, «La fuente del collar. Leyenda», La Opinión: periódico de intereses morales y materiales, Año III, Número 243 - 1879 diciembre 21, pp. 2-3.



Edición: Pilar Vega Rodríguez.



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