Ya se maravillaban los que al desamorado
Lenio escuchando iban, de ver con cuanta mansedumbre las cosas de amor trataba,
-fol. 154v [144v]-
llamándole dios y de mano poderosa,
cosa que jamás le habían oído decir. Mas, habiendo
oído los versos con que acabó su canto, no pudieron dejar de
reírse, porque ya les pareció que se iba colerizando, y, que si
adelante en su canto pasara, él pusiera al amor como otras veces
solía; pero faltóle el tiempo, porque se acabó el camino.
Y así, llegados al templo y hechas en él por los sacerdotes las
acostumbradas ceremonias, Daranio y Silveria quedaron en perpetuo y estrecho
ñudo ligados, no sin envidia de muchos que los miraban, ni sin dolor de
algunos que la hermosura de Silveria codiciaban; pero a todo dolor sobrepujara
el que sintiera el sin ventura Mireno, si a este espectáculo se hallara
presente. Vueltos, pues, los desposados del templo con la mesma
compañía que habían llevado, llegaron a la plaza de la
aldea, donde hallaron las mesas puestas, y adonde quiso Daranio hacer
públicamente demostración de sus riquezas, haciendo a todo el
pueblo un generoso y sumptuoso convite. Estaba la
-fol. 145r-
plaza tan enramada que una hermosa verde floresta parescía, entretejidas
las ramas por cima de tal modo, que los agudos rayos del sol en todo aquel
circuito no hallaban entrada para calentar el fresco suelo, que cubierto con
muchas espadañas y con mucha diversidad de flores se mostraba.
Allí, pues, con general contento de
todos, se solemnizó el generoso banquete, al son de muchos pastorales
instrumentos, sin que diesen menos gusto que el que suelen dar las acordadas
músicas que en los reales palacios se acostumbran. Pero lo que
más autorizó la fiesta fue ver que, en alzándose las
mesas, en el mesmo lugar, con mucha presteza, hicieron un tablado, para efecto
de que los cuatro discretos y lastimados pastores, Orompo, Marsilo, Crisio y
Orfenio, por honrar las bodas de su amigo Daranio, y por satisfacer el deseo
que Tirsi y Damón tenían de escucharles, querían
allí en público recitar una égloga que ellos mesmos de la
ocasión de sus mesmos dolores habían compuesto. Acomodados,
-fol. 145v-
pues, en sus asientos todos los pastores y pastoras
que allí estaban, después que la zampoña de Erastro y la
lira de Lenio y los otros instrumentos hicieron prestar a los presentes un
sosegado y maravilloso silencio, el primero que se mostró en el humilde
teatro fue el triste Orompo, con un pellico negro vestido y un cayado de
amarillo boj en la mano, el remate del cual era una fea figura de la muerte;
venía con hojas de funesto ciprés coronado, insinias todas de la
tristeza que en él reinaba por la inmatura muerte de su querida Listea;
y, después que con triste semblante los llorosos ojos a una y a otra
parte hubo tendido, con muestras de infinito dolor y amargura, rompió el
silencio con semejantes razones:
Con esta última canción del
celoso Orfinio dieron fin a su égloga los discretos pastores, dejando
satisfechos de su discreción a todos los que escuchado los
habían; especialmente a Damón y a Tirsi, que gran contento en
oírlos rescibieron, paresciéndoles que más que de pastoril
ingenio parescían las razones y argumentos que para salir con su
propósito los cuatro pastores habían propuesto. Pero,
habiéndose movido contienda entre muchos de los circunstantes sobre
cuál de los cuatro había alegado mejor de su derecho, en fin se
vino a conformar el parecer de todos con el que dio el discreto Damón,
diciéndoles que él para sí tenía que, entre todos
los disgustos y sinsabores que el amor trae consigo, ninguno fatiga tanto al
enamorado pecho como la incurable pestilencia de los celos; y que no se
podían igualar a ella la pérdida de Orompo, ausencia de Crisio,
ni la desconfianza de Marsilo.
-La causa es -dijo- que no cabe en
razón natural que las cosas que están imposibilitadas de
alcanzarse,
-fol. 162v-
puedan por largo tiempo apremiar la
voluntad a quererlas, ni fatigar al deseo por alcanzarlas, porque el que
tuviese voluntad y deseo de alcanzar lo imposible, claro está que,
cuanto más el deseo le sobrase, tanto más el entendimiento le
faltaría. Y por esta mesma razón digo que la pena que Orompo
padece no es sino una lástima y compasión del bien perdido; y,
por haberle perdido de manera que no es posible tornarle a cobrar, esta
imposibilidad ha de ser causa para que su dolor se acabe; que, puesto que el
humano entendimiento no puede estar tan unido siempre con la razón que
deje de sentir la pérdida del bien que cobrar no se puede, y que en
efecto, ha de dar muestras de su sentimiento con tiernas lágrimas,
ardientes sospiros y lastimosas palabras, so pena de que quien esto no hiciese,
antes por bruto que por hombre racional sería tenido, en fin fin, el
discurso del tiempo cura esta dolencia, la razón la mitiga y las nuevas
ocasiones tienen mucha parte para borrarla de la memoria.
»Todo
-fol. 163r-
esto es al revés en el ausencia, como apuntó bien Crisio en sus
versos, que, como la esperanza en el ausente ande tan junta con el deseo, dale
terrible fatiga la dilación de la tornada, porque, como no le impide
otra cosa el gozar su bien sino algún brazo de mar, o alguna distancia
de tierra, parécele que tiniendo lo principal, que es la voluntad de la
persona amada, que se hace notorio agravio a su gusto que cosas que son tan
menos como un poco de agua o tierra le impidan su felicidad y gloria.
Júntase asimesmo a esta pena el temor de ser olvidado, las mudanzas de
los humanos corazones; y, en tanto que la ausencia dura, sin duda alguna que es
estraño el rigor y aspereza con que trata al alma del desdichado
ausente; pero, como tiene tan cerca el remedio, que consiste en la tornada,
puédese llevar con algún alivio su tormento, y si sucediere ser
la ausencia de manera que sea imposible volver a la presencia deseada, aquella
imposibilidad viene a ser el remedio, como en el de la muerte.
»El dolor de que Marsilo se queja,
puesto que es como el mesmo que yo padezco, y por esta causa me había de
parescer mayor que otro alguno, no por eso dejaré de decir lo que en
él la razón me muestra, antes que aquello a que la pasión
me incita. Confieso que es terrible dolor querer y no ser querido, pero mayor
sería amar y ser aborrecido. Y si los nuevos amadores nos
guiásemos por lo que la razón y la experiencia nos enseña,
veríamos que todos los principios en cualquier cosa son dificultosos, y
que no padece esta regla excepción en los casos de amor, antes en ellos
más se confirma y fortalece; así que, quejarse el nuevo amante de
la dureza del rebelde pecho de su señora, va fuera de todo razonable
término, porque, como el amor sea y ha de ser voluntario, y no forzoso,
no debo yo quejarme de no ser querido de quien quiero, ni debo hacer caudal del
cargo que le hago, diciéndole que está obligada a amarme porque
yo la
-fol. 164r-
amo; que, puesto que la persona amada debe, en
ley de naturaleza y en buena cortesía, no mostrarse ingrata con quien
bien la quiere, no por eso le ha de ser forzoso y de obligación que
corresponda del todo y por todo a los deseos de su amante; que si esto
así fuese, mil enamorados importunos habría que por su solicitud
alcanzasen lo que quizá no se les debría de derecho. Y, como el
amor tenga por padre al conocimiento, puede ser que no halle en mí la
que es de mí bien querida, partes tan buenas que la muevan e inclinen a
quererme; y así, no está obligada, como ya he dicho, a amarme,
como yo estaré obligado a adorarla, porque hallé en ella lo que a
mí me falta. Y por esta razón no debe el desdeñado
quejarse de su amada, sino de su ventura, que le negó las gracias que al
conocimiento de su señora pudieran mover a bien quererle. Y así,
debe procurar con continos servicios, con amorosas razones, con la no importuna
presencia, con las ejercitadas virtudes, adobar
-fol. 164v-
y
enmendar en él la falta que naturaleza hizo, que este es tan principal
remedio, que estoy por afirmar que será imposible dejar de ser amado el
que con tan justos medios procurase granjear la voluntad de su señora.
Y, pues este mal del desdén tiene el bien deste remedio,
consuélese Marsilo y tenga lástima al desdichado y celoso
Orfinio, en cuya desventura se encierra la mayor que en las de amor imaginar se
puede.
»¡Oh celos, turbadores de la
sosegada paz amorosa; celos, cuchillo de las más firmes esperanzas! No
sé yo qué pudo saber de linajes el que a vosotros os hizo hijos
del amor, siendo tan al revés, que por el mesmo caso dejara el amor de
serlo si tales hijos engendrara. ¡Oh celos, hipócritas y
fementidos ladrones, pues, para que se haga cuenta de vosotros en el mundo, en
viendo nascer alguna centella de amor en algún pecho, luego
procuráis mezclaros con ella, volviéndoos de su color, y aun
procuráis usurparle el mando y señorío que tiene! Y de
aquí nasce que, como os ven tan
-fol. 165r-
unidos con el
amor, puesto que por vuestros efectos dais a conoscer que no sois el mesmo
amor, todavía procuráis que entienda el ignorante que sois sus
hijos, siendo, como lo sois, nascidos de una baja sospecha, engendrados de un
vil y desastrado temor, criados a los pechos de falsas imaginaciones, crescidos
entre vilísimas envidias, sustentados de chismes y mentiras. Y, porque
se vea la destruición que hace en los enamorados pechos esta maldita
dolencia de los rabiosos celos, en siendo el amante celoso, conviene -con paz
sea dicho de los celosos enamorados-; conviene, digo, que sea, como lo es,
traidor, astuto, revoltoso, chismero, antojadizo y aun mal criado; y a tanto se
estiende la celosa furia que le señorea, que a la persona que más
quiere es a quien más mal desea. Querría el amante celoso que
sólo para él su dama fuese hermosa, y fea para todo el mundo;
desea que no tenga ojos para ver más de lo que él quisiere, ni
oídos para oír, ni lengua para hablar; que sea retirada,
desabrida, soberbia
-fol. 165v-
y mal acondicionada; y aun a
veces desea, apretado desta pasión diabólica, que su dama se
muera y que todo se acabe.
»Todas estas pasiones engendran los
celos en los ánimos de los amantes celosos; al revés de las
virtudes que el puro y sencillo amor multiplica en los verdaderos y comedidos
amadores, porque en el pecho de un buen enamorado se encierra
discreción, valentía, liberalidad, comedimiento y todo aquello
que le puede hacer loable a los ojos de las gentes. Tiene más, asimesmo,
la fuerza deste crudo veneno: que no hay antídoto que le preserve,
consejo que le valga, amigo que le ayude, ni disculpa que le cuadre; todo esto
cabe en el enamorado celoso, y más: que cualquiera sombra le espanta,
cualquiera niñería le turba y cualquier sospecha, falsa o
verdadera, le deshace; y a toda esta desventura se le añade otra: que
con las disculpas que le dan, piensa que le engañan. Y no habiendo para
la enfermedad de los celos otra medicina que las disculpas,
-fol. 166r-
y no queriendo el enfermo celoso admitirlas,
síguese que esta enfermedad es sin remedio, y que a todas las
demás debe anteponerse. Y así, es mi parecer que Orfinio es el
más penado, pero no el más enamorado, porque no son los celos
señales de mucho amor, sino de mucha curiosidad impertinente; y si son
señales de amor, es como la calentura en el hombre enfermo, que el
tenerla es señal de tener vida, pero vida enferma y mal dispuesta; y
así, el enamorado celoso tiene amor, mas es amor enfermo y mal
acondicionado. Y también el ser celoso es señal de poca confianza
del valor de sí mesmo. Y que sea esto verdad nos lo muestra el discreto
y firme enamorado, el cual, sin llegar a la escuridad de los celos, toca en las
sombras del temor, pero no se entra tanto en ellas que le escurezcan el sol de
su contento, ni dellas se aparta tanto que le descuiden de andar
solícito y temeroso; que si este discreto temor faltase en el amante, yo
le tendría por soberbio y demasiadamente confiado, porque, como
-fol. 166v-
dice un común proverbio nuestro: «quien
bien ama, teme»; teme, y aun es razón que tema el amante que, como
la cosa que ama es en estremo buena, o a él le pareció serlo, no
parezca lo mesmo a los ojos de quien la mirare, y por la mesma causa se
engendre el amor en otro que pueda y venga a turbar el suyo. Teme y tema el
buen enamorado las mudanzas de los tiempos, de las nuevas ocasiones que en su
daño podrían ofrecerse, de que con brevedad no se acabe el
dichoso estado que goza; y este temor ha de ser tan secreto que no le salga a
la lengua para decirle, ni aun a los ojos para significarle; y hace tan
contrarios efectos este temor del que los celos hacen en los pechos enamorados,
que cría en ellos nuevos deseos de acrescentar más el amor, si
pudiesen; de procurar con toda solicitud que los ojos de su amada no vean en
ellos cosa que no sea digna de alabanza, mostrándose liberales,
comedidos, galanes, limpios y bien criados; y tanto cuanto este virtuoso temor
es justo se alabe, tanto y más
-fol. 167r-
es digno que
los celos se vituperen.
Calló en diciendo esto el famoso
Damón, y llevó tras la suya las contrarias opiniones de algunos
que escuchado le habían, dejando a todos satisfechos de la verdad que
con tanta llaneza les había mostrado. Pero no se quedara sin respuesta
si los pastores Orompo, Crisio, Marsilo y Orfinio hubieran estado presentes a
su plática, los cuales, cansados de la recitada égloga, se
habían ido a casa de su amigo Daranio.
Estando todos en esto, ya que los bailes y
danzas querían renovarse, vieron que por una parte de la plaza entraban
tres dispuestos pastores, que luego de todos fueron conoscidos, los cuales eran
el gentil Francenio, el libre Lauso y el anciano Arsindo, el cual venía
en medio de los dos pastores con una hermosa guirnalda de verde lauro en las
manos; y, atravesando por medio de la plaza, vinieron a parar adonde Tirsi,
Damón, Elicio y Erastro y todos los más principales pastores
estaban, a los cuales con corteses palabras saludaron, y con no
-fol. 167v-
menor cortesía fueron dellos rescebidos,
especialmente Lauso de Damón, de quien era antiguo y verdadero amigo.
Cesando los comedimientos, puestos los ojos Arsindo en Damón y en Tirsi,
comenzó a hablar desta manera:
-La fama de vuestra sabiduría, que
cerca y lejos se estiende, discretos y gallardos pastores, es la que a estos
pastores y a mí nos trae a suplicaros queráis ser jueces de una
graciosa contienda que entre estos dos pastores ha nascido; y es que la fiesta
pasada, Francenio y Lauso, que están presentes, se hallaron en una
conversación de hermosas pastoras, entre las cuales, por pasar sin
pesadumbre las horas ociosas del día, entre otros muchos juegos,
ordenaron el que se llama de los propósitos. Sucedió, pues, que,
llegando la vez de proponer y comenzar a uno destos pastores, quiso la suerte
que la pastora que a su lado estaba y a la mano derecha tenía, fuese,
según él dice, la tesorera de los secretos de su alma, y la que
por más discreta y más enamorada en la opinión de todos
estaba. Llegándosele, pues,
-fol. 168r-
al oído,
le dijo: «Huyendo va la esperanza». La pastora, sin detenerse en
nada, prosiguió adelante, y al decir después cada uno en
público lo que al otro había dicho en secreto, hallóse que
la pastora había seguido el propósito, diciendo: «Tenella
con el deseo». Fue celebrada por los que presentes estaban la agudeza
desta respuesta, pero el que más la solemnizó fue el pastor
Lauso; y no menos le pareció bien a Francenio. Y así, cada uno,
viendo que lo propuesto y respondido eran versos medidos, se ofreció de
glosallos; y, después de haberlo hecho, cada cual procura que su glosa a
la del otro se aventaje; y, para asegurarse desto, me quisieron hacer juez
dello. Pero, como yo supe que vuestra presencia alegraba nuestras riberas,
aconsejéles que a vosotros viniesen, de cuya estremada sciencia y
sabiduría questiones de mayor importancia pueden bien fiarse. Han
seguido ellos mi parecer, y yo he querido tomar trabajo de hacer esta
guirnalda, para que sea dada en premio al que vosotros, pastores,
viéredes
-fol. 168v-
que mejor ha glosado.
Calló Arsindo y esperó la
respuesta de los pastores, que fue agradecerle la buena opinión que
dellos tenía, y ofrecerse de ser jueces desapasionados en aquella
honrosa contienda. Con este seguro, luego Francenio tornó a repetir los
versos y a decir su glosa, que era ésta:
En acabando Lauso de decir su glosa, dijo
Arsindo:
-Veis aquí, famosos Damón y
Tirsi, declarada la causa sobre que es la contienda destos pastores;
sólo resta agora que vosotros deis la guirnalda a quien viéredes
que con más justo título la meresce: que Lauso y Francenio son
tan amigos, y vuestra sentencia será tan justa, que ellos tendrán
por bien lo que por vosotros fuere juzgado.
-No entiendas Arsindo -respondió
Tirsi-, que con tanta
-fol. 170r-
presteza, aunque nuestros
ingenios fueran de la calidad que tú los imaginas, se puede ni debe
juzgar la diferencia, si hay alguna, destas discretas glosas. Lo que yo
sé decir dellas, y lo que Damón no querrá contradecirme,
es que igualmente entrambas son buenas, y que la guirnalda se debe dar a la
pastora que dio la ocasión a tan curiosa y loable contienda. Y si deste
parecer quedáis satisfechos, pagádnosle con honrar las bodas de
nuestro amigo Daranio, alegrándolas con vuestras agradables canciones y
autorizándolas con vuestra honrosa presencia.
A todos pareció bien la sentencia
de Tirsi; los dos pastores la consintieron y se ofrecieron de hacer lo que
Tirsi les mandaba. Pero las pastoras y pastores que a Lauso conoscían se
maravillaban de ver la libre condición suya en la red amorosa envuelta,
porque luego vieron en la amarillez de su rostro, en el silencio de su lengua y
en la contienda que con Francenio había tomado, que no estaba su
voluntad tan esenta como solía; y andaban entre sí imaginando
-fol. 170v-
quién podría ser la pastora que de su
libre corazón triunfado había. Quién imaginaba que la
discreta Belisa, y quién que la gallarda Leandra, y algunos que la sin
par Arminda, moviéndoles a imaginar esto la ordinaria costumbre que
Lauso tenía de visitar las cabañas destas pastoras, y ser cada
una dellas para subjectar con su gracia, valor y hermosura otros tan libres
corazones como el de Lauso. Y desta duda tardaron muchos días en
certificarse, porque el enamorado pastor apenas de sí mesmo fiaba el
secreto de sus amores. Acabado esto, luego toda la joventud del pueblo
renovó las danzas, y los pastoriles instrumentos formaron una agradable
música. Pero, viendo que ya el sol apresuraba su carrera hacia el ocaso,
cesaron las concertadas voces, y todos los que allí estaban determinaron
de llevar a los desposados hasta su casa. Y el anciano Arsindo, por cumplir lo
que a Tirsi había prometido, en el espacio que había desde la
plaza hasta la casa de Daranio, al son de la zampoña de
-fol. 171r-
Erastro, estos versos fue cantando:
Con grandísimo gusto fueron
escuchados los rústicos versos de Arsindo, en los cuales más se
alargara si no lo impidiera el llegar a la casa de Daranio, el cual, convidando
a todos los que con él venían, se quedó en ella, si no fue
que Galatea y Florisa, por temor que Teolinda
-fol. 172v-
de
Tirsi y Damón no fuese conocida, no quisieron quedarse a la cena de los
desposados. Bien quisiera Elicio y Erastro acompañar a Galatea hasta su
casa, pero no fue posible que lo consintiese; y así, se hubieron de
quedar con sus amigos, y ellas se fueron cansadas de los bailes de aquel
día; y Teolinda con más pena que nunca, viendo que en las
solemnes bodas de Daranio, donde tantos pastores habían acudido,
sólo su Artidoro faltaba. Con esta penosa imaginación,
pasó aquella noche en compañía de Galatea y Florisa, que
con más libres y desapasionados corazones la pasaron, hasta que, en el
nuevo venidero día, les sucedió lo que se dirá en el libro
que se sigue.