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Capítulo VIII

Alberto

Estaban quietos los remos para no hacer ruido; y las lanchas se deslizaban a merced de la corriente. Mezclábanse las suaves armonías con la brisa...

Jorge Sand



Los últimos rumores de la tormenta se escuchaban todavía mezclados al murmullo de las olas y al graznido de los cuervos que en inmensas bandadas remontaban su vuelo y se escondían tras los últimos vapores que cubrían el azul del cielo.

La arena, húmeda aún por la lluvia, exhalaba ese aroma fresco y penetrante de las marinas que rejuvenece los ánimos; y el silencio de la playa, interrumpido por músicas alegres y risotadas estrepitosas, parecía haberse alejado con ligero paso de aquel lugar en que había gozado largos días de calma y de reposo.

Un elegante y ligero vapor se mecía blandamente sobre las aguas cercano a la orilla, con las airosas velas caídas lánguidamente a lo largo de los palos, cual si se hubiesen rendido al cansancio y a la fatiga, las azules banderas húmedas y agitadas apenas por una leve brisa que parecía despreciarlas porque no eran ya hermosas, y desierta la cubierta, cual si sus gentes quisieran dejarle en reposo, sobre el lecho inquieto en que tan valerosamente acababa de combatir. Semejaba en aquellos instantes pájaro de lejanos climas que cansado en su rápido vuelo desciende hasta las olas para tomar descanso sobre ellas.

El silencio más profundo reinaba en su interior, en tanto que multitud de marineros esparcidos en numerosos grupos por la playa, con las ropas húmedas y ajadas, desgreñado el cabello y el sudor de la fatiga no enjuto aún en sus morenos rostros, parecían querer olvidar en el bullicio y el placer de unos instantes el peligro que acababa de amenazar su existencia, siempre combatida y expuesta al furor de los elementos.

El soplo de alegría que rodaba sobre la playa les prestaba la vida y animación de los seres felices y, ahuyentando de su memoria los malos recuerdos, iluminaba las tinieblas en que se hallaban sumidas aquellas almas y las acariciaba en cuanto encierran de hermoso las imágenes del olvido.

No presentaban ellas a sus ojos más que las esencias embriagadoras del placer presente, incisivas, penetrantes y con todo el poder de esas armonías que en un solo sonido abarcan los delirios y los sueños de cien notas vibrantes y conmovedoras, escogidas en cada día hermoso de la existencia.

Su corazón estaba ansioso de placeres y querían hastiarse de ellos para no recordarlos después con dolor, porque el recuerdo de la felicidad es un tormento si comprendemos que no volverá tan presto a nuestro lado y que, cuando pudimos estrecharla en nuestros brazos y bañarnos en su luz y en su armonía, no hemos hecho más que tomar apenas las orlas de su ligero manto... ¡Oh! ¡Y es esta idea eterno remordimiento para aquellos que no cuentan en su vida más que algunas horas de felicidad por siglos de amarguras!...

Los panderos hacían compás a las guitarras y bandurrias que unas manos callosas pero hábiles hacían resonar armoniosamente aunque con ese estilo áspero, ruidoso y un tanto duro que acostumbra la gente de mar.

Voces destempladas unas veces, otras vibrantes, entonaban en coro hermosos cantos populares, aun cuando algunos de ellos no fuesen para escuchados por oídos castos.

Circulaban las botellas de mano en mano, sucedíanse las libaciones con harta rapidez y las cabezas, cediendo al suave influjo del vino, enloquecían cada vez más y llegaban hasta el delirio de la embriaguez.

Voces no muy santas se mezclaban a las preces que dirigían a Dios corazones contritos por haberles salvado del naufragio, infame blasfemia en que se unían escandalosamente las palabras del obsceno a las lágrimas del verdadero arrepentimiento.

Ellos cantaban y reían, gritaban frenéticos y lanzaban al aire sus sombreros vitoreando al mar.

Locos y beodos se revolcaban en la arena y jugaban la última moneda de sus bolsillos y la última copa de ron que ya no podían beber.

Tornáronse las voces más roncas: formaban un sordo ruido los panderos y las bandurrias, pues las cuerdas no vibraban ya bajo las pesadas y entorpecidas manos que las tañían, y la gritería, bajando un punto en entonación, aumentaba en murmullos y estrepitosas carcajadas que se ahogaban en una penosa respiración.

La fiesta iba degenerando en orgía y ésta se presentaba ya en sus últimos detalles con todo el repugnante colorido propio de tan groseras escenas, horribles sin duda alguna a nuestros ojos, pero no tanto como debían serlo las que se ocultan bajo dorados techos al son de armoniosas músicas.

Aquel desorden a la luz del sol, aquella orgía después de una tormenta, aquel olvido del momento que pasó lleno de tinieblas y del que llegará presto no menos oscuro y tenebroso, encerrando tal vez en su seno fría tumba que no pueden visitar los vivos, oculta en las entrañas del mar y acompañada de una soledad de la que la muerte debe horrorizarse, aquella orgía, repetimos, en que se trataba de ahogar el sentimiento, de ahuyentar la ternura del corazón para endurecerle con un valor en que hay mucho de desesperación, y de abarcar en un solo instante el placer de veinte años estériles en felicidad y regados con el amargo sudor de un trabajo jamás recompensado tenía, sin embargo, alguna disculpa de que ciertamente carecen los desórdenes de los salones cínicos y obscenos por sólo el placer de serlos.

Siempre he creído que algunos defectos imperdonables en el hombre deben, sin embargo, ser absueltos en el marino.

El soldado perece, y cien poetas cantan su heroica muerte, el recuerdo de su valor vuela en alas de la fama y sus cenizas son respetadas, pues las guardan los mármoles del obelisco: pero a la muerte del marino sigue el silencio más profundo.

Nadie canta su valor, ni nadie puede contar sus últimos momentos, los más llenos de desesperación y más horribles que existen en la tierra.

Eacute;l sucumbe después de una lucha sublime y terrible, y al hundirse en la húmeda tumba que le recibe y le esconde para siempre, lleno de vida y de esperanzas, sabe que el recuerdo de sus días pasará como una sombra que se disipa por la memoria de los que le esperan en la tierra, y el de su muerte quedará sepultado tal vez con su cuerpo inanimado en el fondo de las arenas.

Al lanzar su último suspiro no hay para él ni una lágrima, ni un beso cariñoso que endulce las angustias de aquel instante postrero, ni aun el ruido de la metralla que destroza heroicamente y de un golpe solo nuestras entrañas, ni un pensamiento de gloria, ni un destello de esa esperanza bienhechora de que sobreviva nuestro nombre a la materia que fenece, postrera vanidad, postrera ambición del hombre que le sonríe al borde de la tumba y le anima para marchar al último destierro.

El paso del marino sobre la tierra es como el de las águilas de los Andes, que sólo descienden un instante sobre las cumbres para dirigir de nuevo su vuelo a la región de las nubes. Perdonadle, pues, que cuando llegue a la playa, beba y jure y se apresure a ser feliz aun cuando no sea más que un solo día: el cañón de leva sonará pronto y su dicha se disipará como el humo en el postrer acento de un adiós que tal vez será el último.

Un viento norte que soplaba entonces con alguna fuerza agitó las banderas del vapor tranquilo y casi inmóvil hasta entonces, sus pequeñas velas se desplegaron graciosamente desdoblando sus rizados pliegues y las olas, estrellándose con alguna violencia contra los costados del buque, debieron parecerle la voz de alerta que debía despertarle de su sueño.

Pero él, negligente y perezoso, no hizo más que dejarse acariciar y, balanceándose pausadamente sobre las aguas por algunos instantes, hizo escuchar el ruido que formaban sus banderas y volvió a quedar en completa inmovilidad.

Entonces aparecieron sobre cubierta dos figuras esbeltas y elegantes.

En sus rostros se leía la felicidad; parecía que respiraban un mismo aliento, experimentaban las mismas sensaciones, estaban sus almas unidas en una sola y que sus corazones latían a un mismo tiempo a impulsos de la pasión más vehemente.

Ella era alta, morena; sus negros ojos despedían una luz brillante que parecía abrasar cuanto alcanzaba en torno suyo; sus labios de carmín un tanto gruesos y entreabiertos respiraban una voluptuosidad fascinadora; y el vestido de terciopelo que la cubría, negro como sus rizados cabellos, le daba el aspecto de una diosa digna de ser adorada por su hermosura en los mejores tiempos de la Grecia artista, en la Grecia creadora.

Sus manos diminutas y torneadas se distinguían apenas entre los oscuros encajes que pendían de las mangas de su traje, y su leve pie se escondía en la ondulante y larga falda de su vestido con la que parecía acariciar la cubierta del buque al pasar sobre ella.

Era él uno de esos seres en quien se reconoce un poder irresistible en la primera mirada que nos dirigen, en el primer acento que escuchamos de sus labios bañados de miel.

Sus ojos son azules, rodeados de largas y sedosas pestañas negras; sus párpados son largos, también pálidos y dormidos: la mirada que descubren cuando se levantan tiene la atracción de la serpiente y la dulzura de la paloma.

Son sus modales hijos de la más refinada elegancia, y en ellos se descubre al hombre de mundo, al lion de los salones, gastado y sin corazón, pero con toda la deslumbradora brillantez de la buena sociedad que oculta los defectos más detestables en un alma empeñada por los vapores del vicio.

Los dos se dirigieron pausadamente hacia la proa, desde la cual se descubría la playa llena de los desórdenes de la pasada orgía.

-Mis gentes duermen como lirones -dijo aquel hombre señalando los marineros-; la fiesta ha sido completa y ahora descansan sobre la arena como sobre un lecho de plumas; una tormenta cual la que ha pasado no sería capaz de dispertales. Sentémonos sobre cubierta, amada mía, y respiremos el aire libre y aromático que rueda sobre las olas.

Entonces, dando un silbido con su silbo de plata, tomaron asiento sobre blandos divanes orientales que se habían dispuesto a propósito, y una música suave y melodiosa, rompiendo el silencio de aquella muda soledad, llenó el espacio de armonías incomprensibles que una mano hábil hacía vibrar en un magnífico piano oculto sin duda en el fondo de la cámara.

Aquellas notas llenas de sentimiento, escuchadas sobre la cubierta de una hermosa embarcación en medio de ese aislamiento grandioso que envuelve en sus pálidas alas a las apartadas riberas, aquella música llena de suspiros y de quejas, delicada como las primeras ilusiones, armoniosa como el murmullo que se levanta de la naturaleza a la hora del anochecer, aquella fantástica creación de un alma poeta y sensible que sueña con el cielo y se halla de pronto transportado a este valle de dolor y sube de nuevo hasta el trono del eterno después de derramar sus lágrimas en la tierra, no podían ser más a propósito para exaltar la imaginación de aquellos dos seres que parecían sumidos en el éxtasis inefable de una felicidad deseada largo tiempo y realizada al fin en uno de esos venturosos días que tiene nuestra vida y que uno cree delirios del pensamiento o dichoso ensueño del que creemos no despertar jamás.

Escucharon largo tiempo, como sumidos en la dulcísima percepción de la melodía, pero al fin los ojos de la mujer se llenaron de lágrimas y los del hombre de una voluptuosidad contagiosa y ardiente que, reflejándose en el rostro de ella, secó su llanto e hizo cubrir sus mejillas con el carmín delicado de ese rubor próximo a extinguirse en la palidez de una emoción mil veces más vehemente que la más abrasadora fiebre.

Sus rostros se confundieron, sus labios se tocaron, el ruido de un beso cruzó el espacio, y nadie pudo escucharle sino las olas y los vientos que le arrebataron entre sus murmullos.

En las mejillas de la hermosa no apareció, sin embargo, ese rubor que cubre la frente de las doncellas cuando les sorprende un beso de amor, y en el rostro del hombre no se notó tampoco esa alegría inexplicable que no se confunde con otra alguna y que sólo produce la victoria alcanzada sobre la inocencia de una virgen o la virtud austera de una mujer. Y era que aquel beso había sido un beso de esposos, una caricia concedida de antemano por las leyes..., aquella no era fruta prohibida ni

... de cercado ajeno;

era, sí, la abandonada largo tiempo por capricho y vuelta a recoger por un sentimiento de dulces reminiscencias en él, y en ella porque era la gloria de su vida, la felicidad que con sus brazos de rosa la había arrancado a la desesperación transportándola a un cielo que creía ser eterno.

Esa mujer era Teresa, aquel hombre su marido, su marido que había sido tan locamente llorado y esperado durante tantas horas de amargura.

Pero cuando la felicidad se digna visitarnos en nuestra terrenal morada, cuando la hermosa deidad nos sonríe no se contenta sólo con llamarnos hacia sí: como mujer acaricia, embriaga, arroja sus bienes a manos llenas en nuestro regazo; así fue que Teresa no sólo halló en aquel día de ventura al que esperaba su alma, sino que aun el sol no se acercara a las peladas colinas detrás de cuyos blancos picachos se oculta todas las tardes cuando el previsor, el obsequioso marido le había traído para ella lujosas galas que sustituyeron al pobre y mezquino traje de aquellos lugares.

Al renunciar Teresa a sus viejos trajes, tuvo que renunciar también a su choza ahumada, triste y pestilente.

Así como cambió sus groseros vestidos por los terciopelos y encajes, así también aquella solitaria choza fue abandonada por las agradables comodidades que se disfrutaban en el vapor y que eran tantas como podían reunirse en aquellos palacios flotantes, tan hermosos y también tan desdichados.

Los marineros les habían dejado solos. ¿Por qué el capitán no había de ser feliz mientas ellos se alegraban? -se dijeron, y miraron de reojo a la hermosa Teresa, que volvía a hallarla su marido más dulce y más bella que en otros días.

Si el dolor había añadido una tinta más de serenidad a su semblante, el amor que dominaba su corazón prestaba una luz radiante y luminosa a sus miradas, a sus movimientos, a todo aquel conjunto, en fin, de perfecciones sin tacha, capaces de conmover el corazón de otro hombre que no fuera Alberto hasta volverle loco de amor, pero de amor eterno, mientras a él sólo alcanzaría a satisfacerle por algunos meses, por algunos días..., ¡tal vez por algunas horas!...

Pero esta volubilidad, este cinismo, ese desprendimiento falsamente razonado de todo lo que es bueno y santo, semejante esterilidad de sensaciones nobles y constantes se ocultaba bajo la máscara más fascinadora y el semblante más bello y lleno de dulzura.

Teresa, la pobre Teresa enamorada y loca, ciega antes por la desesperación, hoy más ciega aún por el amor, ¿sería capaz de penetrar, tras aquel antifaz de rosa, el cúmulo de iniquidades que se escondía a sus ojos?

Pero ella es dichosa cuanto puede serlo una criatura en la tierra, ella no recuerda ya el ayer, no piensa en la desgracia...; aun cuando ésta se presentase otra vez ante sus ojos con toda su horrible desnudez, ella los cerraría para no mirarla, porque quería soñar, quería vivir en medio de su engañoso delirio.

-Los marineros que has enviado en busca de mi hija -dijo a Alberto después de pasados algunos momentos de cariñosa contemplación- no han vuelto todavía, y esto me tiene en un cuidado que sólo tu presencia puede mitigar..., pero es necesario que antes que el sol se oculte baje yo a la playa y la recorra para ver si la encuentro. ¡Oh, Dios mío! -añadió con lágrimas en los ojos-, ¡si hubiese perecido durante la terrible tormenta!... Sería para mí un golpe demasiado duro que turbaría esta felicidad que hoy llena todo mi ser.

-¿Tanto amas a esa niña? -le preguntó el marino con dulce acento y mirada un tanto celosa.

-¡Oh, sí, la amo, la amo como hubiera amado a nuestro hijo..., porque has de saber que ella fue mi compañera, mi amiga; la amo porque es buena y hermosa como deben ser los ángeles.

-¿Es tan hermosa?

-Jamás has podido imaginártela más bella.

-¿Y no la igualas tú, diosa mía? Tú, con esos cabellos negros, esos ojos fascinadores, esos dientes de perlas, ese talle esbelto... tú, que pareces hija de la Grecia con tu airoso cuello y tus formas que pudieran servir de modelo a las mejores estatuas... tú te engañas, Teresa, esa niña no puede aventajarte en belleza, tu tipo es puro, perfecto...; hasta ahora, te lo juro, no he hallado nada comparable a tu hermosura.

Escuchó la pobre pescadora este extraño y para ella incomprensible lenguaje, y escuchóle con alegría porque el corazón de la mujer, lo han dicho ya muchas veces célebres escritores y yo lo digo también, con nada se trastorna mejor que con el viento de la lisonja.

Fueron escuchadas tan tentadoras frases con la sonrisa del contento en los labios y las lágrimas que le había hecho derramar el recuerdo de su hija, suspendidas en sus largas pestañas; pero aquellas lágrimas enjugadas por el suave beso del esposo le hicieron olvidarse de nuevo que su hija no había aparecido desde la mañana y que debía bajar a buscarla a la playa antes que se ocultara el sol...

El amor, cuando es verdadero, es una locura..., una embriaguez que lo hace olvidar todo..., todo, hasta la misma vida: perdonemos pues a esta pobre mujer, tanto tiempo ansiosa de las caricias de su esposo, falta del aliento de su vida; no amará menos por eso a su hija, y al despertar de su loco sueño derramará lágrimas por su olvido. ¡Pobre Teresa!

En tanto Fausto y Esperanza habían llegado a la playa y examinaban, llenos de asombro, aquellos hombres de hediondo aspecto tendidos sobre la arena.

Miraba Esperanza con ojo atento y curioso aquel hermoso buque anclado a corta distancia de la playa y que se balanceaba graciosamente entre el vaivén de las olas; flotaban todavía las húmedas banderolas y el agua transparente de aquellos mares reflejaba la movible sombra del vapor, que parecía dormirse al suave impulso de la marea.

De pronto un agudo grito cruzó el espacio e hirió el oído de aquellos dos curiosos vagamundos.

Levantaron éstos la vista, y una hermosa y enlutada figura se les apareció sobre cubierta desde donde les hacía señas..., era Teresa que decía a su marido:

-¡Mi hija! ¡Mi hija!..., es aquélla -y señalaba a los pobres niños-. ¡Pobrecita mía y cuánto me he olvidado de ella en este tiempo! Vamos, Alberto, di que la traigan pronto a mi lado, que la traigan pronto...

Y Teresa, llena de contento por verla, pues la amaba como si fuese su verdadera hija, le hacía señas con un pañuelo, señas que Esperanza no comprendía, pues no acertaba a creer que era su madre aquella que se cubría con tan elegante como hermoso traje.

-¿Quién será la que nos hace señas desde el buque? -preguntaba a su amigo.

Y éste no le contestaba; miraba a aquel hombre que les miraba a su vez con el lente y con una tenacidad terrible..., su corazón latía con violencia..., agolpábasele la sangre a sus mejillas..., aquel hombre le era muy conocido..., su presencia le hería de muerte sin comprender por qué; le reconoció a pesar de la distancia, su odio le hubiera adivinado entre una multitud. ¿Quién eran aquellos marineros, quién era él que tan arrogante se paseaba por la cubierta del buque tan locamente envidiado aquella mañana, que tanto miedo le había causado, que le hacía sufrir como el pobre niño no había sufrido nunca?

¡Oh! Fausto se puso trémulo de cólera..., de asombro..., de envidia; faltó poco para que las lágrimas llenaran sus ojos...

Una voz vibrante resonó entonces en el espacio, una voz clara, una voz de marido, y al punto aparecieron en el mar, como si fueran evocados, dos pequeños botes que se acercaron a la orilla.

De cada uno de ellos saltaron dos hombres en tierra que traían dos grandes látigos en la mano, los cuales hicieron ondear en el aire con suma rapidez.

Después otro hombre, en cuyos bruscos movimientos se leía serle naturales los hábitos de mando, saltó a tierra y se acercó a los dos niños.

Fausto sintió que le abandonaban las fuerzas, turbáronse sus ojos, flaquearon sus piernas y tambaleóse su cuerpo como si fuese el de un beodo.

El hombre se acercó a Esperanza, y cogiendo suavemente entre sus manos aristocráticas aquel hermoso rostro, pudo contemplarle entonces; le vio de lleno en toda su sorprendente belleza y quedó suspenso.

Sin duda le había deslumbrado la hermosura de aquel ángel.

Después, cogiéndola en sus brazos y dándole un beso que hirió, como si fuera un puñal, el corazón de Fausto, se dirigió con ella hacia la ribera, en donde les esperaban los elegantes botes del vapor. Pero Esperanza, que hasta entonces había permanecido muda, prorrumpió en gritos diciendo:

-¡Déjeme usted! ¡Déjeme usted! ¿A dónde me llevan de este modo? ¡Fausto, Fausto, sálvame!

El niño entonces, ebrio de furor, partió como un relámpago y poniéndose delante del que llevaba a Esperanza, le dijo con acento salvaje y entrecortado por la ira y los celos:

-¡Déjela usted o le mato!...

Y se adelantó con aire resuelto.

Tal vez el niño hubiera entonces cumplido su amenaza, tal vez aquel pequeño David hubiera hecho caer exánime a sus pies al nuevo gigante, pero en aquel mismo momento un agudo silbido hirió sus oídos, una flexible cuerda ciñó su frente y la apretó cual si fuera de hierro. El gaucho no hiere con su bola de hierro más pronto al toro salvaje que le amenaza en medio de las desiertas pampas de América, el infeliz niño cayó en tierra.

¡Inocente! Mucho menos hubiera bastado; hizo el huracán lo que la más débil brisa hubiera hecho, ¡pobre hoja suspensa en la rama y expuesta a todos los vientos que soplan despiadados sobre el bosque!

Oyó entonces, y como en confuso, el eco de una carcajada sardónica que él creyó reconocer, y al mismo tiempo llegaron a él como amenazadora promesa estas palabras:

-Ese pilluelo es demasiado atrevido..., le prometo una buena lección.

Cuando el pobre niño salió de su letargo recordó confusamente toda la pasada escena..., los gritos de Esperanza, el latigazo que le hizo caer sin sentido, y sobre todo, ¡aquel hombre infernal!... Y entonces, aguijoneado por la curiosidad, como si saliera de un loco sueño, quiso saber si todo aquello era cierto, o si era vaga creación de su delirio, si era verdad o ilusión de sus sentidos...; pocos momentos de reflexión le bastaron, levantóse y miró al mar. El vapor estaba lleno de gente, las banderas desplegadas, hinchadas las velas, la chusma empeñada en la maniobra, la chimenea arrojando al cielo pausadamente gruesas y negras columnas de humo.

Distinguió sobre cubierta, al lado de aquel hombre pálido que aborrecía, a una mujer toda vestida de negro y a Esperanza, que se conocía por su chambra encarnada con cinturón de terciopelo negro, por su falda de percal claro, que dejaba descubiertos sus rosados pies, por la gracia, en fin, y la sencillez que encierra el tocado de las hermosas hijas de aquel país desierto. Tiene su traje en aquellos puertos cierto encanto que no he notado hasta ahora en parte alguna; han logrado seguramente descifrar el gran enigma, resolver el dificultoso problema de las mujeres, pues a la sencillez añaden la gracia, y a la gracia, la originalidad.

En aquel momento el cañonazo de leva resonó en la mar y en la playa silenciosa; partió el vapor rápidamente y alegres vivas y cantos estrepitosos llegaron a sus oídos en alas del viento.

La frente de Fausto ardía, sus mejillas estaban lívidas como las de un cadáver y, en aquellos instantes, tan crueles para él, hubiera querido morir..., pero él no comprendía aún el suicidio.

Llamó a Esperanza, gritó, se arrojó sobre la arena como un verdadero poseído; cuando la noche envolvió la tierra con su manto de sombras, Fausto había desaparecido ya de la playa.

Capítulo IX

Tormentos

-Voyez-vous ces nuages épais qui obscurcissent en ce moment la terre? Il est de même bien des coeurs enveloppés de ténèbres impénétrables.

-Mais le soleil brille au dessus des nuages.

-C'est possible, mais qu'importe à ceux qui ne le voient pas?

Miss Cummings



A un cuarto de legua del pueblo de Mugía y siguiendo aquel tortuoso camino que deja a un lado el antiguo priorato de Morayme, se encuentra una pequeña casa de campo rodeada de naranjos y limoneros, de altos tilos y floridas y olorosas acacias en donde hacen sus nidos los pocos pájaros que se encuentran en aquel país estéril. Solitarios huéspedes cuyo canto monótono y triste no hace más que aumentar la melancolía de tan áridos lugares, aunque al saltar de rama en rama parezca que dan alguna vida a la naturaleza, de quien siempre les he llamado hermanos.

Una alta tapia circunda los jardines y en ellos crecen a fuerza de cuidado las flores más raras y caprichosas.

La huerta de sabrosas frutas sigue a los jardines, y a la huerta los frescos bosquecillos, con cristalinos arroyos y fuentes que murmuran. Pudiera decirse muy bien que semejan allí, huerta, jardines y bosques, un paraíso en medio del infierno, un ramo de violetas arrojado en un zarzal, mi rayo de luz iluminando una noche sombría.

Sólo al abrigo de aquella tapia protectora había arboles y frutas, flores, aromas, pájaros: después, todo cuanto rodeaba aquel lugar privilegiado se presentaba árido e inculto, todo tenía impreso el sello de la desolación y de la tristeza. Sólo en los aristocráticos salones de aquella vivienda existían la riqueza y el lujo, el refinado gusto de la elegancia y todo lo que puede hacer soportable y aun querido un destierro. Fuera de allí, las casuchas que se hallaban diseminadas a corta distancia de aquel pequeño palacio, que parecía insultar osadamente la miseria que le rodeaba, eran de un aspecto lúgubre, llenas de pobreza y faltas de todo lo que puede hacer agradable la vida. Al mirarlas no podría menos de preguntarse uno a sí mismo si los que vivían en semejantes barracas tenían razón como nosotros, si eran hombres que pensaban y vivían y si, siendo así, no desesperaban de su suerte maldiciendo lo que todos los del universo deben maldecir.

Cuando las nieblas que a la hora del anochecer vienen del mar cubrían la tierra como un sudario y cada cual se retiraba a su miserable vivienda falta de fuego y de luz, en el interior de la casa de que venimos hablando resonaban los acordes de un piano, las luces resplandecían a través de las cortinas de raso blanco que caían en graciosos pabellones, el humo de las viandas empañaba los cristales demasiado cerca de la mesa y los aromáticos trozos de cedro ardían en la chimenea crujiendo al paso de las llamas.

El luto reinaba en el cielo y en la tierra en tanto que en aquellos dichosos recintos todo era alegría y riqueza.

¿Podríamos asegurar, sin embargo, que allí no se derramaban lágrimas? ¿Que en medio de aquellas suntuosas costumbres no se encerraba algún misterio doloroso, algún alma llena de pesares que mezclase sus suspiros de amargura a los melodiosos acordes de una música enervadora?

El dolor es el eterno compañero de lo creado... ¿qué hay en la tierra que no caiga herido por su dardo?

Algunas veces he querido penetrar el misterio de las humanas existencias con la turbia mirada de mi entendimiento rodeado de tinieblas, para convencerme de que los dolores que yo creía aquejaban a la humanidad entera eran, tal vez, exageración de mi espíritu enfermizo y visionario, pero bien pronto he tenido que cerrar los aterrados ojos cuando la luz de la verdad, descorriendo el paño rosado con que parecen cubiertas todas las bajezas de los que pretendemos elevarnos a la altura de dioses, presentó a mi vista la fúnebre túnica que envuelve entre sus sombríos pliegues todas las santas aspiraciones que brotan del hombre hacia la felicidad..., y una sonrisa amarga a través de todas nuestras pobres alegrías..., vano oropel de ventura y fingidas esperanzas con que llenamos la tierra los mortales para engañar de algún modo nuestras miserias.

Todas las comodidades que llenaban la casa que hemos descrito no eran capaces de disipar las negras melancolías que pesaban en la existencia de los que vivían en ella.

Aquel lujo y aquella ostentación eran por el contrario un tormento horrible que mortificaba su alma, y un motivo de continua envidia para los que faltos de todas las comodidades que sobraban allí, tenían que contentarse con admirarle de lejos, pero sin aspirar siquiera el aroma de una de sus flores y adivinar tan sólo los ocultos misterios que se encerraban en aquellos secretos gabinetes.

Era uno de estos envidiosos Fausto, el pobre inocente cuya miserable cabaña se hallaba situada en frente casi del palacio tan maravilloso a sus ojos, y tan lleno de todas las bellezas que pudiera ambicionar su corazón desgarrado ya por tormentos que marchitan en flor la vida del hombre.

El rostro del pobre marinero estaba pálido y macilento, sus negros cabellos caían con abandono sobre las sienes enjutas y comprimidas, y su nariz afilada y sus labios cárdenos indicaban demasiado qué padecimientos físicos y morales iban minando aquella naturaleza vigorosa al tiempo mismo en que debía desarrollarse.

Compadezcamos los sufrimientos del pobre enamorado que se muere por falta de luz y de ambiente, que se muere delirando de amor sin que pueda acercarse un solo instante a la amada de su alma, al niño que siente venir la muerte en medio de su miseria y su soledad, teniendo delante de sus ojos a todas horas la abundancia y el lujo, y unas paredes infernales que esconden a sus miradas el tesoro de su alma, el aliento de su vida.

Un paso más allá de aquellas puertas que se cierran para él, como se cierra el cielo para los condenados, y Fausto hubiese vuelto a la vida, Fausto se hubiera levantado de su postración como la flor que próxima a marchitarse por falta de rocío vuelve a entreabrir sus hojas perfumadas al sentir su frescura.

Pero aquellas puertas permanecerán cerradas, y el joven marinero se sentirá morir de cólera, de celos y de envidia, tres furias que desgarraban su corazón de una manera impía.

¿Ignoráis, acaso, lo que es esa envidia mortificadora, que se pega al alma como fría concha a la roca, creando en ella el odio y la maldad que la endurece y la irrita volviéndola al fin estúpida o cruel? ¡Oh!, si sabéis lo que es, sabréis también cuán grande era el sufrimiento de Fausto comprendiendo a la vez que su envidia es la más perdonable y la más digna que puede abrigar el corazón del hombre.

Fausto ronda día y noche aquella codiciada casa, se complace en admirarla, aunque siente entonces aumentarse el odio en su corazón, y algunas veces, ¡pobre insensato!, besa con transporte las húmedas piedras de la tapia.

¿Y sabéis por qué? Porque el roce de los vestidos de Esperanza ha llegado por aquella parte a su oído atento..., tal vez un eco de su voz..., un doloroso suspiro.

Allí es donde vive el ángel de sus sueños, allí le esconden y le aprisionan.

¡Ah! ¡Y estos tormentos eran infernales!

Por eso vagaba solitario por la playa, por todas las cumbres, en torno de la hermosa quinta en cuyos encantados salones sólo podía entrar su pensamiento.

Creyóle loco su padre, y al verle cruzar a media noche, como sombra ligera, bajo los árboles cuyas ramas salían fuera de las tapias, figurábanse los sencillos moradores de aquella comarca que era un alma en pena que venía a pedir a los vivos sepultura para sus cenizas abandonadas tal vez en algún paraje maldito.

Pero y Esperanza y Teresa, ¿eran acaso más felices que el pobre niño?

Desde el momento mismo en que por primera vez traspasaron el dintel de una puerta que cerraba a todos el hermoso misterio y el lujo de tan suntuosa estancia, la libertad de Esperanza murió con su felicidad.

Sobre su existencia hasta entonces tan alegre y risueña, pesaba la voluntad de un tirano que la mortificaba a todas horas: él se había posesionado de su vida como un dueño inclemente y avaro hasta la crueldad; y la hermosura de la pobre niña la ocultaba a todas las miradas, cerrando para ella las ventanas del palacio y las puertas de los jardines.

Los juegos de su infancia, a los que prestaba vida Fausto, el dulce compañero; los sueños juveniles y llenos de inocencia con que sonreían el uno al otro, tímidos precursores de una felicidad vacilante como la superficie de aquel mar que amaban, ya no son más que un recuerdo doloroso que se reproduce cercado de dolores en su enferma imaginación, y las lágrimas que derraman sus ojos no hacen otra cosa que abrasar sus frescas mejillas para no dar alivio a su corazón.

El recuerdo de Fausto le persigue incesante, y el ruido de aquel horrible latigazo suena todavía en sus oídos como el eco de un torrente, como la pesadilla de un sueño de que no se despierta.

Un día, un triste día, uno de aquellos en que las primeras lluvias de noviembre azotaban los cristales de su ventana, oyó un quejido lastimero que atravesando el espacio vino rectamente a herir su corazón: aquel gemido doloroso parecía un adiós lleno de amargura que iba a despertarla en su agonía.

Sintióle ella en su alma como una reconvención amarga y, llena de espanto, pues había reconocido la voz de Fausto entre el leve y quejumbroso gemido de los vientos de octubre, quiso entonces huir de su prisión, quiso volar en su auxilio, pero todo era en vano; unos brazos de hierro la sujetaron al punto y una voz ronca por la ira la amenazó de muerte e hizo acallar sus gemidores lamentos.

¡Dios mío! ¿En dónde se halla esa felicidad tan buscada en la tierra, pues ni aun en la áspera soledad de aquellas desiertas riberas la halla la pobre niña?

¿Qué le importaba que aquellos brazos y aquella ronca voz, endulzándose, la llenasen de caricias si eran éstas para ella mucho más amargas que los más crueles padecimientos? La infeliz niña se ahogaba en una atmósfera envenenada y, para colmo de desgracia, desde aquel momento persiguióla su tirano con más encarnizamiento que nunca.

¡Oh! ¡Señor de justicia! ¡Brazo del débil y del pobre! ¿Por qué no te alzas contra el rico y el poderoso que así oprimen a la mujer, que la cargan de grillos mucho más pesados que los de los calabozos, y que ni aun la dejan quejarse de su desgracia? Infelices criaturas, seres desheredados que moráis en las desoladas montañas de mi país, mujeres hermosas y desdichadas que no conocéis más vida que la servidumbre, abandonad vuestras cumbres queridas en donde se conservan perennes los usos del feudalismo, huid de esos groseros tiranos y venid aquí en donde la mujer no es menos esclava, pero en donde se le concede siquiera el derecho del pudor y de las lágrimas.

Hombres que gastáis vuestra vida al fuego devorador de la política, jóvenes de ardiente imaginación y de fe más ardiente, almas generosas que tantos bienes soñáis para esta triste humanidad, pobres ángeles que Dios manda a la tierra para sufrir el martirio, ¡no pronunciéis esas huecas palabras civilización, libertad! No, no las pronunciéis, mirad a Esperanza y decidme después qué es vuestra civilización, qué es vuestra libertad. Dejad, pues, tan hermosos sueños, dejad al mundo que marche como quiera, siempre habrá para vosotros un solitario rincón de la tierra en donde poder ser libres..., pero no, ya que nada pasa aquí que no deba pasar, seguid soñando, levantad vuestra voz armoniosa como un himno de redención, vuestra palabra fructificará, lo sé bien, ¡pero, por Dios, no seáis tan egoístas como los hombres que pasaron!... El día en que el mundo se eche en vuestros brazos, acordaos de Esperanza..., es decir, ¡de la mujer débil, pobre, ignorante!...

No menos desgraciada Teresa que su hija adoptiva, tenía que presenciar silenciosa tan insultantes escenas que su marido no se tomaba siquiera el trabajo de ocultar.

Pobre mujer que, al verse de nuevo en los brazos del que amaba, creyó penetrar en el paraíso, cuyas puertas doradas no guardan ya para ella los serafines de espada centellante; pero ella no hizo más que dar vida a su corazón oprimido en una atmósfera de fuego, que debía hacerla morir.

Todos los delirios, todas las ilusiones de aquella imaginación ensoñadora habían desaparecido en un instante, dejando, sin embargo, un doloroso recuerdo de su paso.

Las protestas de cariño que habían escuchado sus oídos faltos tanto tiempo de esas armonías del corazón, de esas notas melodiosas que saliendo de los labios de la persona amada penetran hasta el alma, devolviéndole la vida y la felicidad, habían sido vanas; mentirosos halagos de un instante que pasando como un relámpago le habían deslumbrado con su viva luz para dejarla después entre tinieblas.

Eacute;l le devolvió un momento sus caricias y la atrajo hacia el lecho de flores del engaño con sus palabras bañadas en miel: le prometió una fe eterna, una dicha sin término; presentó ante sus ojos la felicidad que se escondía tras los días venideros y ella, creyéndole, le amó con toda la vehemencia de que era capaz aquella naturaleza de fuego. Entregóse de lleno a esos sueños sin nombre, velados siempre por nubes de color de rosa, sueños que se suceden rápidamente para tomar un tinte más hermoso cada vez, ensanchándose en el horizonte purísimo de nuestras risueñas ilusiones.

Pero ¡cuán pronto concluyó su dicha!

Cambióse en un instante en largas horas de sufrimiento; no pudo soportar tan rudo desengaño, y su corazón lleno de dolores parecía pronto a romperse bajo el peso de sus desgracias.

Había veces que dentro de aquella casa sobre la que estaba fija eternamente la mirada de Fausto, tenían lugar escenas que nadie podría presenciar sin estremecerse.

Alberto, el dueño, el señor de aquellas vidas, se complacía en amargarlas. En medio de Teresa y Esperanza, brutal sultán, que pretendía como los de Oriente echar su pañuelo y hallar una voluntad sumisa a la suya, se hacía acariciar por aquellas dos mujeres que si alguna vez obedecían era con la desesperación en el alma y la muerte en el corazón.

Burlábase él de lo que llamaba en su cínico lenguaje ligeros escrúpulos de conciencia; las hacía padecer y nada ablandaba su corazón, ni las súplicas, ni el llanto, ni la pasiva resistencia de tan pobres criaturas.

Gruesas lágrimas rodaban entonces por las mejillas de aquellas dos mujeres tan hermosas y tan ultrajadas, pero ambas permanecían atadas al victorioso carro de su dueño, la una sujeta por los robustos brazos que la oprimían, la otra... ¡por su corazón!: cadenas que en aquellos instantes supremos no podían romperse a pesar de todas las violencias de la tierra.

La hiel más amarga rebosaba en el alma de aquella madre..., de aquella esposa..., y, sin embargo, faltábale valor para separarse de un hombre que la retenía a su lado por medio de tormentos, pues éstos, en el amor, tienen su parte de atracción así como las caricias. Atracción desesperada que forma el delirio y la locura; atracción que arrastra en pos de sí un alma enamorada, como arrastra el viento a las nubes y el huracán las hojas secas que encuentra a su paso.

La contemplaba ya su marido como un juguete olvidado y que sólo cogemos de nuevo para gozar el placer de destrozarle.

Pero ¿qué importaba todo esto si él era el único objeto que llenaba todos los días de su existencia, si desde que él estaba a su lado todo era indiferente para la pobre loca, todo, hasta el recuerdo de su hijo?

Vosotros, los que no hayáis sentido nunca esas pasiones devoradoras en donde muere el orgullo y se pisan los celos, en donde no se vive otra vida que la del ser que amamos; vosotros, los que no os hayáis olvidado de vosotros mismos para pedir de rodillas al tirano que os domina una sola mirada de amor o una efímera promesa que sabemos morirá mañana con el desencanto de una ilusión, quizá no comprenderéis a Teresa, pero sabed que esto sucede y que tales tormentos son los más horribles de la vida, los que hieren de muerte.

Ella se arrodilló a los pies de Alberto, arrastró en el polvo su frente y pasó largas noches de insomnio y desesperación en que rogaba a su esposo y se olvidaba del cielo.

Tuvo momentos de locura y borrascas turbulentas en que sus pensamientos y los latidos de su corazón y sus lágrimas se mezclaban tumultuosamente..., aquello era ya más que un vértigo, era una cosa sin nombre, que parecía no tener término ni aun en la muerte; era una chispa del infierno, una gota de amargura destilada del corazón de Luzbel en el de aquella infeliz destinada a vivir muriendo.

Llegó hasta maldecir el instante en que recogiera en el rincón de su cabaña a aquella pobre huérfana con quien había partido el pan ganado con su trabajo, a aquella que había visto crecer, gozándose en verla hermosa.

-Sin esa niña -decía- yo hubiera sido tan feliz como los ángeles en el cielo..., él me amaría... ¡Oh! Sí, él me amaría como en el primer momento en que le he visto volver a mis brazos más amante que nunca..., me amaría como me amó en todo aquel día de felicidad en que aún no la había visto a ella.

Y fue tal la exaltación de sus celos que pensó en el crimen; nube negra que pasó ante sus ojos como un relámpago y rehusó manchar sus manos en sangre inocente que, como la de Macbeth, teñiría los mares; rehusó al crimen, y tuvo que resignarse a su suerte, aunque sabía muy bien que ella sucumbiría en la lucha.

Eacute;ranle a su esposo indiferentes sus ruegos y sus lágrimas, y aun pudiéramos decir que le servían de distracción en algunos instantes de aburrimiento.

Eacute;l se había retirado a aquel lugar salvaje en donde nadie podía penetrar el misterio de su vida para reinar en él como un pequeño reyezuelo y para llenar su corazón de los únicos placeres que no había experimentado en la tierra, el absoluto dominio de su voluntad sobre los que le rodeaban y la tiranía puesta en toda su fuerza, sin ley que contuviese sus maldades ni jueces que le juzgaran.

He aquí por qué la única esperanza de aquellas dos mujeres no era otra que una desesperación amarga y una lenta agonía que duraría tal vez una eternidad de siglos. Aquellos débiles seres no tenían otro apoyo sobre la tierra que el Dios que vela por los desvalidos y los huérfanos.

¡Infelices expósitos! Infelices los que, abandonados a la caridad pública desde el momento en que vienen a la vida, vagan después por la tierra sin abrigo y sin nombre; pobres desheredados de las caricias maternales y de todo cuanto puede dar felicidad al hombre en este valle de dolor. ¡Infelices!... de ellos es el pan de las lágrimas y de ellos la soledad y el abandono.

Lucha

Comme les flots capricieux de l'Océan, les sentiments humains ont leur flux et leur reflux, qui voudrait se fier à une âme qui troublent toujours d'orageuses passions?

Lord Byron



A pesar de que se dice vulgarmente que el tiempo corre lento para los desgraciados, pasaba sin embargo veloz para aquellas dos víctimas, y la desesperación aumentaba más en su alma en medio del silencio que las rodeaba.

Alberto había llegado a hacer insoportable su yugo, y la lucha era encarnizada entre aquellos tres seres, sin que ninguno de ellos retrocediese un paso de su propósito.

Primero había usado él, para con Esperanza, los medios de seducción más dulces y cariñosos; degeneró después esta dulzura en una mimosa severidad y, al fin, comprendiendo que esto no bastaba y que de semejante manera no conseguiría nunca su objeto, resolvió que la fuerza de un hombre venciese la débil voluntad de una niña.

Pero Teresa, aguijoneada por la ira y los celos, velaba día y noche a su hija con una tenacidad y una resolución inmutables, retardando de este modo la más horrible profanación de la inocencia. Esta vigilancia le costaba, sin embargo, tantos tormentos que la infeliz contaba de antemano con sucumbir a ellos.

Despótico señor, sultán engreído, a quien ni el temor de las leyes ni el de Dios contenía, su marido no podía perdonarla jamás se rebelase tan clara y directamente contra su voluntad, y por eso la pobre Teresa, la esposa desdichada, esperaba el momento de presenciar algún terrible acto de violencia o ser arrojada ignominiosamente de aquella casa, como si fuera una cosa importuna.

La hora de media noche había sonado ya y los tres se hallaban reunidos en un elegante gabinete iluminado por la luz opaca de una lámpara de mármol negro que pendía del techo; parecían querer alejar de sí el sueño concedido en tales horas a los mortales. Tal vez se acercaba el momento, tantas veces temido, pues en los semblantes se notaba cierto recelo misterioso que consonaba con la tristeza y el silencio que les rodeaba.

Esperanza, envuelta en su bata blanca, con un brazo apoyado en el suntuoso lecho al lado del cual se hallaba sentada, parecía afligida y moribunda.

Costaba trabajo reconocer en aquella melancólica figura, que parecía rodeada de la misteriosa aureola de las vírgenes que padecen doloroso martirio en este mundo, a la niña inocente y alegre de otros días, a la rosada azucena de aquel país inculto y desolado, a la diosa, en fin, salida del fondo de los mares para alegrar la tierra con sus dulces sonrisas.

Sus pálidas mejillas, su mirada triste y sus cabellos rubios como el oro, rozando apenas sus hombros le daban el aspecto de ángel desterrado próximo a cumplir su condena en este valle de dolor para volar otra vez al cielo, su verdadera patria.

El aire fresco que penetraba de cuando en cuando por las ventanas abiertas todavía, no sabemos si por descuido, agitando su bata suelta y flotante y los bucles de su cabellera, parecía que amenazaba arrebatarla en su ligero y frío soplo cual si fuera vaporoso espíritu, de esos que se forman y desvanecen en un instante a nuestros ojos.

La vida y frescura de otros días no se notaban ya en el conjunto de aquella pobre niña que, como una blanca rosa de invierno, parecía próxima a deshojarse al primer viento que la agitara. Tal era el estrago que en aquel alma inocente habían hecho los pesares y las lágrimas.

A su lado estaba Teresa, con la mirada sombría, fruncidas las cejas y recogida hacia atrás con negligencia, y en una sola trenza, su negra cabellera.

Vestida de negro, con las manos cruzadas sobre las rodillas y enteramente inmóvil, parecía rodeada de cierto prestigio mágico y solemne que no sabemos si atraía o rechazaba.

Era Luzbel transformado en una mujer hermosa pero circundada siempre por ese reflejo sombrío que jamás abandona el ángel que, después de haber sido el preferido del Eterno, vióse despeñado del cielo y azotado con la flamígera espada que Dios puso en las manos de Miguel para escarmiento de la soberbia.

El espíritu indomable de aquella mujer poeta como ninguna y llena de aspiraciones hacia esa felicidad suprema de amor eterno, de ese amor que en el alma de algunos seres sólo concluye en el sepulcro, ese espíritu que había luchado siempre con el vacío y que al hallar lo que ella creía el complemento de toda la felicidad que podía caberle en la tierra, sólo había encontrado la hiel más amarga y dolores sin término, ese espíritu, repetimos, tan ardiente y tan contrariado desde la cuna en todas sus aspiraciones se rebelaba ya con toda la fuerza de que era capaz contra su opresor más inicuo, luchando tras de haber implorado en balde, y devolvía en esta lucha, en cuanto la era posible, toda la hiel que rebosaba en su corazón despedazado por la ira y los celos.

Y, sin embargo, aquella alma tan lacerada y llena de dolores punzantes no aborrecía a la pobre huérfana, quien, aunque involuntariamente, era el perenne manantial de todas sus desgracias.

Ella trataba de atraerla hacia sí y de librarla de aquella atmósfera devoradora que hería a las dos de muerte y a un mismo tiempo; pero todo era en vano, la desgracia estaba suspendida sobre sus cabezas y la tormenta próxima a estallar en los cercanos horizontes dejaba escuchar ya sus primeros rumores.

Como ligero y pintado tigre pasea inquieto en las abrasadas llanuras en donde busca su presa, así Alberto paseaba inquieto por la estancia y sus ojos azules lanzaban un reflejo de malignidad diabólica que destruía la falsa dulzura habitual de sus miradas.

La serpiente estaba próxima a lanzarse sobre sus inocentes víctimas, cansada de esperar que ellas mismas viniesen a ofrecerse voluntarias al altar del sacrificio.

-Las lágrimas, querida esposa -decía con acento burlón-, son fruta amarga que por lo general agrada a los que han gustado demasiadas dulzuras...

-¡Demasiadas! -murmuró la pobre Teresa.

Pero Alberto, sin hacer caso de aquella palabra de reconvención que le dirigía la pobre víctima, prosiguió sonriendo:

-Yo soy uno de ellos... y he aquí cómo tú, sin querer, tomas a tu cargo aumentar mis placeres, bien escasos por cierto en este rincón del mundo; si ahora llevado de un falso instinto de piedad pretendiese enjugártelas, obraría contra unos principios a que no puedo faltar sin hacerme daño.

-Las lágrimas no pueden ser buenas nunca -añadió Esperanza, en tono tímido pero enojado-. No pueden ser buenas, bien me lo dice mi corazón, y el de mi madre, desde que tú nos haces derramarlas... ¡Oh, Dios mío! ¡Cuán desgraciadas somos!...

-¿Desgraciadas? -murmuró Alberto con acento cómico, en tanto apartaba con sus manos blancas como el mármol los blondos y sedosos cabellos que caían sobre su frente-, ¿conque tú eres también desgraciada, hermosa niña? Lo que tú eres, es ingrata -añadió en tono duro-, y es éste el sentimiento más vil que puede abrigar el corazón del hombre. Tal vez no aciertes tú a comprender esto, pero no importa, algún día te lo explicaré todo y sabrás entonces que, de cuantas maldades viven en la tierra la más inicua, la más digna del desprecio, es la ingratitud.

-¡Ingrata! -replicó Esperanza con enojo-. No necesito que me expliques semejante palabra, pues creo que me haría daño, como todo lo que acostumbras a decirme; yo no necesito saber más, sino que lo que me haces sufrir es ya demasiado, y que lo único que tengo que pedirte es que dejes de atormentarme más.

-Todo eso está bien dicho -repuso Alberto con la mayor sangre fría-, y se conoce que aprendes bastante bien las lecciones que te da tu madre, pero a tan lindas palabras no tengo otra cosa que hacer que advertirte, niña, ya que la experiencia no ha podido hacértelo conocer todavía, que exasperar al que tiene algún poder sobre nosotros es arrojarse al precipicio... ¡Si no has caído ya en él, puedes decir a tu madre que es sólo por ser mucha la bondad de mi corazón!... ¿Has comprendido bien?

-Demasiado sabes tú que jamás acierto a comprenderte -contestó la pobre joven-, aunque es verdad que me haces sufrir y llorar siempre que te escucho. ¡Mi madre! -añadió después de un momento de silencio-. ¿Es acaso cierto que me hable alguna vez de ti? ¿Necesito que nadie venga a decirme que padezco si lo siento dentro de mi alma? Si yo no te quiero, si te aborrezco casi, es porque me cierras las puertas de esta casa, es porque ya no puedo ir a correr por mi querida playa, porque no puedo ver a mi pobre amigo Fausto, a quien has maltratado, a quien dejaste tendido en la arena y como muerto, mientras a mí me llevabas contra mi voluntad al hermoso buque que tanto había él ambicionado para mí; no, no -repitió haciendo un mohín en que se leía toda la voluntariosa terquedad de una niña mimada-, yo no te quiero ni puedo quererte nunca.

-¿Nunca? -interrogó Alberto con una risa sardónica que hizo estremecer a la pobre niña.

Y empujando una butaca hasta colocarle frente a las dos mujeres, tomó asiento en ella y añadió con la mayor calma:

-¡Pues yo pienso que hoy nos hemos de reconciliar! -Y cogiendo una mano de Esperanza parecía querer hacer paces con aquella pobre paloma que osaba desafiar al gavilán.

Teresa, siempre inmóvil, parecía indiferente a cuanto pasaba en torno suyo, pero el reflejo calenturiento de sus miradas y el leve rosado que coloreaba su frente ancha y tersa indicaban bastante la terrible lucha a que estaba entregado su corazón en aquellos momentos.

A pesar de esto, su rostro estaba impasible, no se vio en él ni un solo gesto de disgusto o indignación, diríase que era lago de tranquila superficie a donde no llegaba el más leve rumor de la tormenta que se formaba en su seno.

Pero Esperanza miró a su madre, comprendió su martirio, las lágrimas llenaron sus ojos e intentó, aunque en vano, retirar su mano de entre las de Alberto.

¡Oh, no! -exclamó éste-, eso no, niña; mis fuerzas son superiores a tu voluntad; ven a mi lado, quiero que estés aquí -y le señalaba un asiento vacío al lado de su butaca.

-¡Nunca, nunca! -gritó Esperanza, replegándose sobre el lecho que cedía blandamente a la ligera presión de su cuerpo-. ¡Oh, madre mía! -añadió bañada en lágrimas-, dile tú cuánto padezco a su lado, pídele que me deje..., ya ves que a su lado no puedo ser feliz...

-Lo siento, hija mía -respondió Alberto con expresión maligna-, bien sabe el cielo que te quiero y deseo que a mi lado seas dichosa; pero ¿qué quieres tú, inocente, que así huyes del que es tu dueño? Mira, aquí sobre mi pecho puedes descansar, nadie turbará tu sueño de inocencia, pero es necesario que no tengas miedo, que vengas confiada..., además, tengo un gran secreto que decirte, y eso sólo te lo diré cuando tu cabeza repose tranquila sobre mi seno, más seguro, más cariñoso que el de un padre. ¿Podrá usted, señora, oponer alguna razón a mi voluntad? -añadió volviéndose hacia Teresa con aire amenazador-. Y tú, niña -continuó-, ¿por qué temes acercarte a mí?

-¿A qué preguntas esas cosas a mi pobre hija? -dijo entonces Teresa, con temblorosa voz-. ¿Sabes tú acaso por qué se presienten las desgracias antes de que nos hieran?

-Lo que yo sé, señora, es que más fastidian altamente las respuestas que yo no pido.

-Lo siento -replicó fríamente Teresa.

-Me alegro de eso, señora; y por lo mismo le ruego me favorezca con su silencio, ya que no es usted tan amable que me favorezca igualmente con su ausencia.

-La de usted sería más a propósito -contestó Teresa con una calma que no creeríamos posible después de tan grosero insulto-; la hora de media noche es ya y observo con disgusto que los cortos instantes de calma y reposo que usted nos concede todos los días, quiere que nos falten hoy...

-Usted se equivoca, señora; su lecho de usted le espera siempre...

-Y yo espero a mi hija; ni yo ni ella sabemos vivir separadas..., es decir, que nos deje usted.

-No seguramente -replicó Alberto de un modo brusco-. ¿Quiere usted acaso decirme con esto que sobra alguno en este sitio?

Teresa hizo un gesto de indiferencia y permaneció callada.

-¿No me responde usted? ¿O es que adivina que si en alguna ocasión sobra una persona en una casa, nunca esta persona será su dueño?

Por toda respuesta, Teresa, que se había levantado, volvió a sentarse tranquilamente y volvió de nuevo a su acostumbrada inmovilidad.

Alberto se levantó a su vez, se leía en su rostro la ira y la impaciencia, sus ojos brillaban coléricos; el león despertaba.

Dio dos o tres inquietos paseos a lo largo del gabinete, paróse, pareció reflexionar, y, volviendo a ocupar su butaca, la hizo girar sobre sus ruedas hasta ponerse de espaldas a Teresa; entonces, dirigiéndose a Esperanza que con el rostro escondido entre las manos sollozaba amargamente, dijo:

-Tu madre, hermosa niña, quiere, con la mayor prudencia del mundo, escuchar las enamoradas confidencias que tengo que hacerte; pero, ¡qué diablos!, le perdonaremos semejante curiosidad y hablaremos como si estuviéramos completamente solos; es cuanto podemos hacer en su obsequio.

Y diciendo esto trató de apartar suavemente las manos de Esperanza del hermoso rostro que ocultaban.

-Es necesario que sepas, niña -le decía al mismo tiempo-, que yo sólo soy el que puede quererte... y el que puede servirte de algo en la tierra. Tu madre, a quien tanto amas y por quien tanto sacrificas, es pobre... y es loca...

Y a estas palabras añadió otras acres, incitantes, impúdicas, que la pluma se niega a escribirlas; palabras que ninguna mujer puede escuchar sin sonrojo porque son al mismo tiempo un ataque a la virtud y un insulto a la mujer.

-¡Dios mío! ¡Dios mío! -sollozaba Esperanza, en tanto que la chispeante mirada de Teresa y sus manos crispadas, que arrugaban convulsivamente el terciopelo del vestido, daban a entender bien claro que rugía en su pecho una tormenta horrible y que estaba ya cercana a desencadenarse.

-En cuanto a Fausto, a ese pilluelo de playa -añadió Alberto sonriendo-, ¿qué has de esperar del pobre inocente?... Mis criados se encargaron de enseñarle cómo se habla con los ricos y, creo, si no recuerdo mal, que a estas horas...

Al notar el significativo movimiento con que Alberto concluyó su frase, Esperanza dio un grito horrible, sintióse desfallecer y su cabeza fría, inerte casi, cayó sobre el seno de Alberto que se acercara para evitar que la pobre niña cayera sobre el mármol del pavimento.

Eacute;l quiso entonces besarla..., pero Teresa, loca de furor, se acercó a él, le retuvo y le dijo con sombrío acento:

-¡Eso no! ¡Preciso sería antes que yo hubiese muerto!...

Y siguió a estas palabras una pequeña lucha en que, victorioso Alberto, amenazó a la pobre mujer con un puñal que llevaba oculto.

-¡Vete! -gritó agarrándola de un brazo e impeliéndola hacia la puerta de la habitación-. ¡Vete!

Pero en aquel momento se escuchó un ruido seco, cayó el puñal de las manos de Alberto que las llevó a la frente inundada de sangre.

-¡Fuego del infierno!... -gritó Alberto- ¡Que me muero! ¡Que me muero!... y llamó a grandes voces a los criados.

Cuando acudieron éstos en revuelto tropel, oyeron a su mano que les decía:

-¡Por esa ventana!... ¡Buscadle!, por esa ventana me han herido... cerrad todo, que no salga Teresa... ¡Pronto!..., no quiero morir sin venganza.

Estas órdenes fueron cumplidas, cerráronse las puertas y se buscaron con avidez las huellas del agresor.

Mientras los criados acudían al rico insolente, Teresa se acercó a su pobre hija de quien nadie se acordaba en aquellos momentos de confusión; la hizo volver de su desmayo y encerrándose con ella en una de las más apartadas habitaciones pasaron allí el resto de aquella noche turbulenta.

La elegante casa de campo se había convertido en cárcel sombría, tal vez en el fúnebre asilo que recibe los postreros acentos del infeliz sentenciado al último suplicio.

Capítulo XI

Otra vez libre

¿Quién me podrá estorbar que yo la siga?


B. Saint-Pierre



Pocos días habían transcurrido desde el acontecimiento de que acabamos de hablar cuando una nublosa y fría tarde, cual acostumbran a serlo en aquellos sitios, penetraba Alberto en un pequeño y elegante gabinete situado en la parte baja del suntuoso edificio.

Hallábanse allí Teresa y Esperanza que reclinaba en el regazo de su madre aquella rubia y hermosa cabeza que Teresa acariciaba con aire de triste cariño.

Suspiraban ambas de un modo que indicaba bastante el profundo dolor en que estaban anegados sus corazones, y nadie creería que la felicidad pudiese haber posado allí nunca su encantado vuelo, tal era el helado aspecto de tristeza y amargura que cubría los semblantes y las paredes en donde parecía reflejarse aquella ruda tristeza.

Cuando Alberto entró en la habitación Esperanza se levantó con viveza y exhalando un gemido doloroso murmuró llena de espanto:

-¡Madre mía! Aquí está ya, ¿qué va a ser de nosotras? -y cogió con su mano temblorosa la helada mano que instintivamente le alargaba Teresa, como si quisiese tomarla bajo su débil amparo.

Al ver a su marido, Teresa se estremeció ligeramente, mas su rostro pálido y severo permaneció impasible ante aquel formidable enemigo que venía, sin duda, a confundirlas bajo el peso de su ira y de sus maldades.

-He aquí el instante que temía -se dijo a sí misma-, Dios tenga misericordia de nosotras.

El balcón estaba abierto, la niebla fría y húmeda entraba como helada y parda y movible fantasma, cubriendo el paisaje de más oscuridad y de más tristeza, y Alberto, que había dirigido desde allí su mirada inquieta sobre la oculta campiña, dijo volviéndose hacia las dos pobres mujeres:

-La atmósfera está cargada, la noche se acerca y es necesario disipar, antes que ésta llegue, los malos vapores que han inundado estas habitaciones para que al cerrarse las puertas y las ventanas, no se queden como enfermos espíritus envenenando el sueño de los que viven en esta casa -calló un momento y añadió después apartándose de la ventana, volviéndose hacia Teresa con aire de afectada galantería-. Veamos -exclamó-, ¿cuál te parece mejor, que yo con mis propias manos te arroje de este balcón, o que mis criados se molesten en hacerte salir por la puerta principal?

Teresa palideció de ira al escuchar tan insolentes palabras y su primer impulso fue, sin duda alguna, arrojarse a aquel hombre impío y ahogarle entre sus manos pequeñas, pero vigorosas; mas un instante de reflexión bastó a hacerla ver cuán inútil sería su lucha, cuán en balde gastaría sus fuerzas; cómo ella, débil mujer, sería aplastada bajos los pies del coloso que se llama hombre; y por eso, comprimiendo sus primeros impulsos, respondió con la mayor sangre fría:

-En el caso de que yo juzgase conveniente salir, creería más aceptables los golpes de tus criados..., su contacto, me honraría más que el de tus manos; sin embargo, no creo todavía necesario el que yo opte por ninguno de esos dos extremos, o mejor dicho de esos dos ofrecimientos tan dignos de ti.

Reprimió Alberto un rápido impulso de cólera que llenó su pecho al escuchar estas palabras que, sin duda alguna, no esperaba oír, y la respondió sonriendo:

-En ese caso volveré al momento a recibir tus órdenes -y salió del gabinete.

Cuando volvió a entrar, le acompañaba un criado que traía un pequeño envoltorio de ropa al parecer tosca y vieja.

-Ruego a usted -dijo Alberto, dirigiéndose a Teresa con grosero tono-, que se despoje de ese traje, impropio de su clase y de su cuna, para sustituirle con éste que debe usted conocer bastante -y le señalaba el que el criado había empezado a desdoblar entre sus manos como para hacerle ver de este modo cuán triste era su extremada pobreza.

Teresa quedó suspensa por algunos momentos, pero, al fin, levantándose resueltamente del asiento cogió la ropa que le presentaban diciendo al propio tiempo:

Mucho me alegro que me devuelva usted lo que un día me ha arrebatado juntamente con mi tranquilidad. Abandono de muy buena gana, y no por obedecerle, este terciopelo cambiándolo gustosa por mi antiguo traje de pescadora. Usted no era digno de verle y tocarle a todas horas pues que sólo se ha humedecido con el agua del mar y con el sudor de mi trabajo, y éste que voy a dejarle como un despojo, usted lo sabe mejor que yo, es fruto del robo y tal vez está manchado en sangre inocente.

-¡Silencio! -gritó Alberto trémulo de ira-. ¡Sella tus labios o no sales viva de aquí!...

-Me probarías más y más -repuso imperturbable Teresa- que la mordaza que acostumbras poner a los que pueden delatarte es la muerte. Sin embargo, debo advertirte que te haría pagar cara la mía -y volviendo la espalda a su marido se entró en la alcoba del gabinete.

Hizo entonces Alberto una seña a su criado y dirigiéndose a Esperanza que se hallaba muda de terror, le dijo con voz suave:

-En tu madre vas a ver los efectos de una resistencia inútil y de una fuerza gastada en vano..., ya ves la suerte que te espera si sigues su ejemplo.

-¡Yo no quiero esperar nada...! -contestó Esperanza bañada en llanto-. Lo que quiero es que me dejen marchar con mi madre.

-¡Bien, muy bien! -dijo Alberto con maligna sonrisa-. Tú misma haces que se acerque tu suplicio...

En aquel momento Teresa salió de su alcoba vestida con su antiguo traje de pescadora y aunque, a decir verdad, desmerecía éste bastante del que acababa de abandonar, la belleza de la desdichada mujer no había disminuido nada bajo la tosca tela de su ropaje.

-Aquí me tienes otra vez, la misma de otros días -exclamó dirigiéndose a Alberto con altivo ademán-. Soy Teresa la expósita, Teresa la pescadora, que desceñida de la ropa de infamia que le has cubierto no quiere sufrir no ya los golpes de tus criados, ni aun la más pequeña insolencia tuya... Silencio por un instante -dijo a Alberto que iba a interrumpirle-. ¡Silencio! -añadió con un acento que indicaba una fuerza de voluntad indomable, pues el soberbio espíritu de aquella mujer se revelaba ahora en toda la nobleza y con todo el orgullo de sus instintos-. Esta casa es tanto tuya como mía -prosiguió con altanería-, yo soy tu esposa legítima y cuanto posees me pertenece como a ti; pero yo me avergüenzo de ello y me desdeñaría de ir ante ninguna persona a reclamar unos derechos que no quisiera tener sobre ti. Los crímenes de tu vida pesarían demasiado sobre mi conciencia y sólo el amor que te profesaba sería capaz de retenerme a tu lado..., pero mi corazón está ya marchito y no cabe en él el pasado amor... Yo me alejo de tu casa para siempre por mi propia voluntad..., tu mano no tocará uno solo de mis cabellos. Y diciendo esto se acercó al balcón que se alzaba a poco trecho del suelo.

Alberto permanecía a su pesar subyugado por el acento e imponente aspecto de aquella mujer que tan humilde había visto a sus plantas y que ahora la veía alzarse en todo él, lleno de un orgullo que nadie era capaz de domar.

Ella le acosaba, le irritaba con sus palabras, con su ademán, con su terrible mirada, sin tener en cuenta que Alberto podía lanzarse sobre ella, ahogarla entre sus poderosos brazos y apagar de este modo aquella voz vibrante que le lastimaba. Muchas veces el débil cuenta con sus flacas fuerzas para vencer al fuerte.

Al notar la actitud de Teresa, Esperanza conoció que iba a faltarle su único amparo y acercándose a su madre le cogió las manos, las besó con tristeza, las inundó de lágrimas y le pidió con aquellos besos y con aquel llanto que no la abandonase, que no dejase la paloma en las garras del águila.

-No te abandonaré, hija mía -le dijo estrechándola cariñosamente en sus brazos-, vendrás conmigo..., no quedarás en poder de ese hombre -e hizo un gesto de desprecio.

Alberto entonces, ciego de ira, se abalanzó a Teresa y la detuvo en tanto no llegaban los criados a quienes llamaba a grandes voces, pero aun éstos no habían acudido al llamamiento de su amo cuando Teresa, logrando desasirse de los brazos de hierro que la sujetaban, saltó del balcón y huyó diciendo al mismo tiempo a Esperanza:

-No temas, hija mía, luego vuelvo a buscarte.

El rico insolente, el fuerte, tembló entonces y no pudo hacer más que decir a sus criados en medio de la furiosa exaltación que le dominaba.

-¡Todo el dinero que quiera al que la traiga! ¡Ea, marchad pronto, no dejéis piedra sobre piedra, buscadla en todos los sitios, no haya el más pequeño rincón en que vosotros no penetréis..., traédmela, ya sabéis cómo es vuestro amo..., no volváis hasta encontrarla!...

Los criados salieron, Alberto entonces se halló frente a frente y solo con Esperanza, acercóse a ella con aire resuelto, toda la ira de su corazón le rebosaba en la mirada colérica; al verle, Esperanza tembló como la hoja del árbol agitada por el viento. Carecía la pobre niña del valor y las fuerzas de su madre para combatir con aquel hombre cuya sola presencia le amedrentaba; no obstante, reunió instintivamente sus pobres fuerzas contra aquel coloso que se lanzaba hacia ella con los ojos inyectados de sangre y lívidas las mejillas. La paloma se rebelaba contra el milano sin pensar siquiera que iba a morir aleteando inútilmente y queriendo herirle con su pico suave y acostumbrado sólo a las caricias.

Halláronse ya, como hemos dicho, frente a frente, solos, sin que el menor auxilio pudiese venir en favor de aquella débil niña.

Cualquiera diría que allí iba a pasar una cosa horrible...

Alberto cerró la puerta y se acercó a Esperanza: sólo Dios podía saber con certeza quién saldría vencedor de aquella lucha porque la lucha empezaba; sin término, sin piedad.

Capítulo XII

Lorenzo

He aquí lo que pasaba en su cabaña.


Smith



El socorro que acaba de recibir Esperanza, aunque inesperado y como llovido del cielo, no era sin embargo ningún milagroso auxilio, y en estos tiempos en que en todo se pone mano impía, en que ya no hay velados misterios en que refugiarse el alma crédula, se explica fácilmente aquel suceso y nosotras, como buenas mujeres, y por seguir la moda, lo explicaremos también a nuestros lectores.

En tanto que en aquella lujosa habitación que os hemos descrito sucedían las horribles escenas que acabamos de contar, a muy pocos pasos de allí, en una cabaña sucia, oscura, pobre en fin, otros acontecimientos tristísimos, otras escenas de lágrimas y de miedos, de delirios y de supersticiones tenían lugar durante aquella noche.

Lorenzo, el buen marinero, el caritativo hijo de tan desoladas playas, velaba silencioso al pie del lecho en que se agitaba su hijo moribundo. Gruesas lágrimas caían de sus ojos, empañando la compasiva mirada que lanzaba sobre el pobre niño, y se levantaba en medio de las inciertas sombras de aquella estancia como pálida figura de los cuadros de Rembrandt.

Efectivamente, digno del pincel de este artista era el lugar de la escena y la escena misma; aquel viento que azotaba las olas y las montañas, entrando a bocanadas, aquel gran candil negro, lanzando pálidos resplandores sobre el hogar frío y desierto, aquel niño de mirada febril y de locas palabras, aquel anciano cuyo triste semblante saliendo de entre la sombra era iluminado por el furtivo rayo de una opaca y nublosa luz de saín, todo podía inspirar al sombrío artista una de sus mejores obras.

La pobreza y el hambre habían visitado aquella morada en donde vivía ya la desgracia; muchas veces levantáronse aquel padre y aquel hijo con sus hermanos hambrientos, igual que amenazadores espectros, caminando hacia el palacio del rico para lanzarse en medio de su opulencia. Pero en el palacio no se oían sus voces lastimeras y en vano, como dice el profeta, «clamó la piedra de la pared y respondió la viga del maderaje», y pudieron como él decir aquellos infelices: «pisóme, cuidó más de sus puercos que de mí, infeliz que moría de hambre». El rico era frío como las olas que se estrellan en aquellas costas y sordo como el viento que lleva nuestra voz. Había entrado en aquella cabaña la pobreza, el hambre, la desgracia, la muerte debía entrar también muy pronto.

-Perdóneme usted, padre mío -decía Fausto, respondiendo a su padre que le miraba con lágrimas en los ojos-; no ha sido locura, ha sido un odio implacable que consumió mi vida..., ¡ha sido una cosa horrible!...

Y el inocente padre miró con ojos de espanto al moribundo, que añadió con febril y entrecortado acento:

-¡Ah, padre mío, qué triste es esto! Busque usted quien me sane..., ¡yo no quiero morir..., yo no quiero morir!... ¡Yo me muero!... -gritó desesperado...

El pobre Lorenzo cruzó sus brazos sobre el pecho y murmuró entre dientes santas plegarias que el cielo oyó, sin duda, porque el cielo no podía ser sordo a aquella súplica de lágrimas y de oración que la virtud y la ignorancia levantaban hasta el padre de los afligidos.

-Hijo mío, ¿en dónde hallaré el hombre que te salve? Esto es el desierto, aquí no podemos más que levantar nuestros ojos hasta Dios, que es grande y misericordioso; reza, hijo mío, reza conmigo, que acabo de pedirle tu salud, tu vida.

-¡Recemos, padre, recemos! -murmuró Fausto como si en aquello consistiera su salvación-. Recemos hasta que asome el día... ¡Ah, si al penetrar el sol por nuestra cabaña me hallara fuerte y ágil como en otros días!... Recemos, padre... empiece usted...

Y el pobre Fausto hizo con mano incierta y tratando de incorporarse la señal de la cruz.

Su padre se hincó de rodillas y alzó de nuevo su oración, rústica y sencilla, llena de sentimiento, de ternura, que el enfermo repetía con ansiedad. Largo tiempo duró aquella plegaria, largo tiempo aquellos dos desdichados unieron sus rezos hasta que Lorenzo quedó sumido en una triste meditación, en largo y silencioso éxtasis.

Pero de pronto alza la cabeza; la voz de su hijo sonó en su alma como un grito de agonía; Fausto proseguía su interrumpida oración, y la proseguía en voz cada vez más alta, con fervor delirante, con la exaltación de un loco.

-¡Salvadme, Virgen María, salvadme!...; yo os doy gracias, señora, porque me permitisteis matarle, sí, porque él ha debido morir. Ahora, pues, ¿quién me la arrebatará? Yo la esconderé en donde nadie pueda verla..., no me abandonéis ahora que ha muerto, ¡salvadme!

Oyó Lorenzo estas palabras que cayeron sobre su corazón como gotas de metal hirviendo. Dirigióse a su hijo...

-¿Tú qué hiciste, desdichado? -y se acercó a él, levantando el brazo.

-Es la muerte, padre mío, es la muerte -añadió Fausto-, apartadla de mi lado, me hace señas, me sonríe, sus ojos son de llamas... ¡Oh, decidle que se aleje de aquí..., que se vaya..., que me deje! Enfrente está él, que lo lleve..., él es el que debe morir.

El pobre padre bajó el brazo e inclinó la cabeza sobre el seno.

-¡Dios mío -murmuró-, amparad a mi pobre hijo! No le dejéis morir antes que pida perdón al que quiso matar..., porque él quiso matarle -añadió el buen viejo con tristeza-, yo lo he oído de su propia boca. ¡Oh, señor, señor!, no permitáis que muera antes que le pida perdón y antes que él se lo conceda. -Y acercándose a Fausto y llamándole le preguntó con la más tranquila tristeza, con la más santa compasión-: Pero ¿a quién has querido matar, desdichado, a quién has querido matar?

-¿Lo sé yo acaso? -respondió Fausto como quien recuerda, pero preso todavía de su vago delirio-. Yo ignoro su nombre, pero no las lágrimas que hacía verter... Pero aquella noche, ¡qué noche...!, el infierno debía jugar con los hombres..., yo le vi un puñal..., Esperanza lloraba... ¡lloraba Esperanza!... después no sé más... yo me lancé sobre aquel hombre del látigo y del puñal, aquel que sonreía y nos helaba la sangre de terror... entonces pasó... en fin, todo fue rápido como el rayo; oí un grito, vi sangre, él decía ¡yo muero!, y yo que iba huyendo contesté a su grito de agonía con un medroso regocijo que llenó toda mi alma. ¡Mucha felicidad fue para mí, trabajó mucho mi odio y este lecho me esperaba, pero, desde entonces, ¡cuánto no habrá pasado en su opulenta mansión! ¡Padre -dijo después de un breve momento de silencio-, id a ver si ha muerto!...

Cuando dijo esto el pobre niño cayó sin sentido, y Lorenzo, que creyó era llegada su última hora, temió por la salvación de aquella alma criminal.

-¡Dios mío! -exclamó entre sollozos, levantando sus manos al cielo-. No permitáis que se muera sin que le perdonen: ¡tened lástima, Señor, de este pobre viejo! Voy a buscarle...

Y salió corriendo y se dirigió al palacio de Alberto.

Era precisamente aquella hora en que mayor confusión reinaba en todos sus ámbitos. Teresa había huido, dejando clavada en el alma de Alberto su amenaza como víbora roedora; ella huyera como corzo a quien persiguen cazadores y que se interna en lo más escabroso del bosque. Alberto había echado tras ella su jauría, aquellos criados suyos, criaturas más viles que él porque vivían de las migajas del crimen, contentos con sus oprobios. El buen Lorenzo halló franca la entrada, cruzó salas y habitaciones desiertas cuyas paredes parecían repetir como un eco las postreras palabras de sus dueños y conservaban todavía el calor de los moradores que acababan de abandonarlas.

De repente detienen su marcha solitaria sollozos y gemidos, voces que pedían socorro...

Lorenzo creyó reconocer aquella voz, se dirige entonces hacia el sitio de donde parecían salir las voces, llega y por primera vez halla una puerta cerrada: le da un fuerte golpe y la puerta salta hecha astillas.

Entonces vio lo que nunca pensó haber visto...

Un hombre se adelantó hacia él, pálido de cólera, los ojos chispeando, un hombre que le puso los puños en los ojos, preguntándole:

-¿Qué queréis aquí, miserable?...

Lorenzo le separó a un lado y le dijo:

-¿Qué es esto? ¿Miserable yo? ¿Quién de los dos? Veámoslo.

Y mientras aquellos dos hombres se acercaban y se injuriaban como si quisiesen dejar hervir su cólera para que su explosión fuese más siniestra, Esperanza se deslizó como una blanca y tímida sombra sobre las paredes de raso y huyó como Teresa...

¡Dejadla! ¡El cielo proteja a la paloma que cayó de las garras del águila! Los ángeles guíen su vuelo.

Capítulo XIII

La fuga

Calla un instante, ¡oh viento!, solamente un instante,

¡oh torrente!, que mi voz resuene a lo largo del valle,

y que él la escuche; él, mi amor errante. Salgar, soy yo,

yo, que te llamo. He aquí el árbol, he aquí la roca.

Salgar, mi bienamado, heme aquí, ¿Por qué tardas?


Ossian



Cuando Esperanza, más contenta y ligera que el pájaro a quien abren la jaula, huyó de aquella casa en donde había pasado tantos tormentos y donde tantas amargas lágrimas había vertido, una menuda lluvia, fría y penetrante, se desprendía pausadamente de las nubes y humedecía la tierra.

Estaba oscura la noche y la pobre niña, al cruzar vestida de blanco las sombras que envolvían la campiña, semejaba vaporoso fantasma, alma errante, ser sutil como el viento que no podía tocar nuestras manos sin que le viésemos desaparecer.

Rápida como el vuelo de los pájaros sin nombre de aquella triste y desolada ribera, pasó por delante de la cabaña de Fausto sin acordarse de que allí vivía el amigo de su corazón, tal la azuzaban en su huida los recuerdos de la amarga esclavitud que acababa de romper. El espacio de todo el universo le parecía estrecho para cruzar en su rápida carrera. Su dirección era, como por instinto, hacia los sitios queridos que habían visto pasar los risueños días de su infancia, y corría con congojosa fatiga sin pararse ni tomar descanso un solo instante.

Como una sombra detrás de otra, otra persona marchaba en pos de Esperanza con el mismo precipitado paso, con la misma ligereza; pero siempre a igual distancia, como si le estuviese prohibido adelantar un paso en el espacio que les separaba. Caminaba, sin embargo, con paso vacilante, no parecía sino que obedecía sólo a un superior impulso que le arrastraba en seguimiento de Esperanza, de aquella aérea fantasma que pasaba sin pisar casi el áspero camino que sus pies trémulos pisaban. Con los brazos tendidos hacia adelante y murmurando inconexas palabras cuyo sonido quedaba sofocado en su garganta parecía querer alcanzar con ellos aquella misteriosa fada de albo ropaje que huía más a medida que se le acercaba y que a pesar de esto no le permitía retroceder.

Si los habitantes de aquellas cercanías pudieran contemplar entre la oscuridad de la noche aquel extraño cuadro, incomprensible a sus ojos; si escucharan la anhelante respiración de aquellos dos seres que marchaban uno en pos de otro sin que pudieran reunirse una sola vez y sin que cedieran en su rápida carrera, cual si la mano de Dios les negara el descanso que necesitaban, hubieran huido tal vez despavoridos, hubieran prorrumpido en gritos de espanto, creyéndoles malditos del cielo que venían a llenar de consternación sus solitarias riberas, sus tranquilas viviendas, sus campos bendecidos que venían a profanar aquellos dos espíritus de las tinieblas.

El silencio y la soledad de la noche podían favorecer sus conjuros y sus misterios, y la tierra desierta prestaba ancho campo para sus círculos mágicos, pero ellos seguían en su incesante carrera interminable y sin fin.

El sonido de una campana se dejó escuchar entonces lúgubre y melancólico, el viento pareció gemir con sus acentos llenos de misterios y el mar que llaman allí del Rostro lanzó sus terribles bramidos, agitado por el viento sur.

Todo cuanto existía de triste y lastimero en aquella aislada tierra dejó escapar un suspiro que resonó en el espacio, y las dos sombras se pararon a su vez para escuchar aquellas quejas que, sin duda, resonaron en el fondo de su alma.

Volvieron la cabeza como para mirar el camino que dejaban detrás de sí, y vieron lejos, bastante lejos, luces que se apagaban y volvían a encenderse, que caminaban lentamente y parecían móviles puntos luminosos que se adelantaban en dos largas y oscilantes líneas.

El que caminaba detrás de Esperanza, más persona humana sin duda que espíritu del otro mundo, aceleró, lleno de espanto, la interrumpida carrera, y Esperanza, creyéndole entonces el guía misterioso de aquellas fantásticas luces, volvió de nuevo y con doble rapidez a emprender su huida como si quisiese escapar también a aquellos espectros que le perseguían.

El sonido de la campana resonó entonces con más fuerza, sus ecos parecieron extenderse por el espacio como un canto fúnebre o un rezo de difuntos que entonasen a falta de sacerdotes afiladas lenguas de metal. El espanto creció en el alma de aquellos dos seres, y su carrera entonces no fue ya carrera, fue un vértigo, una locura horrible con largos intervalos de una sana razón desesperada.

Siguieron así largo tiempo y la voz de la campana dejó de escucharse.

Caminaron después por un sendero tortuoso y angosto, después penetraron en la playa, siempre el uno en pos del otro; y, al fin, el ruido de dos cuerpos pesados que cayeron sobre la arena se dejó escuchar en medio del silencio que reinaba en torno.

El remanso de las olas dejaban en la orilla su luz fosfórica y brillante que se extendía a lo largo de la ribera, azulada y blanquizca, apareciendo y desapareciendo a medida que las olas avanzaban o retrocedían, amortiguándose aquí y reflejándose allá más viva y refulgente, ocultándose a veces por completo y volviendo a presentarse después como una franja de azul y plata tornasolada y oscilante. Aquel reflejo luminoso en medio de las sombras, que brilla, sí, como ascua encendida pero que no alumbra, aquel aparecer y desaparecer instantáneo y fugaz, a quien las olas prestaban voz y movimiento, semejaba reunión de espíritus que se juntaban para contemplar unidos alguna cosa extraña, espíritus que ocultaban sus ropajes fantásticos en el fondo oscuro de las olas, dejando aparecer sólo en la superficie el reflejo de su mirada inquieta y luminosa.

Tenía mucho de fantástico aquel arenal vasto y silencioso que presentaba a la vista el cuadro más solemne y grandioso.

Aquellos dos cuerpos inertes tendidos sobre la arena, blancos como las espumas que se forman en las rompientes y fríos como el aliento de una mañana de invierno, aquellos dos seres, igual a dos lirios tronchados por el huracán y arrojados a la arena, pudieran juzgarse dos muertos envueltos en su blanco sudario, por quien la noche se vestía de luto y a quien velaban los espíritus de fosfóricas miradas, en tanto los lloraban las olas y las nubes derramaban sobre ellos sus húmedos vapores. Parecía aquello una noche de duelo para la naturaleza, unas cuantas horas de dolor que dejaban transcurrir en las sombras, un conciliábulo misterioso que nadie más que ella comprendía.

De cuando en cuando un viento frío y glacial que venía del mar agitaba el blanco vestido de Esperanza y, silbando entre las rocas que se levantaban como monumentos sombríos en redor del vasto océano, semejaba el gemido de algún ser infernal escondido entre los agitados remolinos de las encontradas olas.

Todo es misterioso y lúgubre en las altas horas de la noche; en esas horas eternas para el que vela, y llena de supersticiones y tenebrosos rumores para el que esconde en su corazón el roedor remordimiento, sólo las almas inocentes se meten con los ángeles entre los pliegues sombríos de las tinieblas y ven con los ojos de su inocencia la sonrisa de la felicidad.

Esperanza sueña en medio de aquel caos sombrío que un ángel ha venido a arrancarla del infierno en que estaba sumida, y que este ángel es Fausto. Ella le ve sonreírse con la alegría de los bienaventurados y se prometen uno al otro no separarse jamás. Los dos recorren juntos vergeles llenos de flores, ven árboles cargados de doradas frutas y ríos de plata y mares de olas brillantes cuyos tornasoles son como los rayos de un sol de mediodía. Todo es luz, todo felicidad, todo armonía. Dios ha penetrado en su alma con un reflejo de sus miradas y les ha comunicado la eternidad de su existencia...

Las ilusiones de felicidad, las brillantes perspectivas que puede forjar una imaginación delirante y juvenil, todo se realiza en el halagador sueño de la pobre niña, ¡y qué horrible es el despertar de esos sueños!...

El alba asoma ya en el horizonte y blancas nubes esparcidas por el azul del firmamento se alzan pausadamente y como si saludasen la luz que les alumbra; después crecen y se ensanchan y forman la espesa y densa niebla que cubre los más elevados peñascos, y desciende después a la tierra. Pero el sol disipando los vapores de la mañana parece dar nueva vida a la naturaleza y que todas las cosas dormidas despiertan al tibio calor de los primeros rayos. El mismo silencio de la playa parece animado por una voz misteriosa que no sabe ni de dónde viene ni de dónde nace, porque tú, ¡oh sol!, eres la vida, eres el aliento creador del universo, ojo brillante de Dios que todo animas, que todo haces revivir...

Un rayo de sol cayendo sobre los cerrados ojos de Esperanza la hizo despertar a la hora en que despiertan las olas, sus frescas hermanas.

Sus vestidos están mojados y sus cabellos hielan las manos al tocarlos.

-¡Dios mío! ¿En dónde estoy? -exclamó exhalando un grito de angustia tan pronto lanzó en torno suyo una mirada de espanto.

Pasó entonces la mano por la frente como si quisiese recordar; palpó la húmeda arena que le había servido de lecho y vio las olas que tocaban casi sus pequeños pies. Aquellas olas parecían pedirle una caricia, parecían darle la bienvenida y regocijarse con su presencia cual con la llegada de una compañera ausente por largo tiempo: un rayo de alegría apareció entonces en su semblante pálido, asomó a sus labios una dulce sonrisa y arrodillándose sobre la arena cruzó las manos, tomando una actitud de celestial recogimiento; acarició largo tiempo con su mirada aquellas hermosas aguas que veía agitarse con grato murmullo.

Después postrándose en el suelo hasta tocarlas con la frente:

-¡Queridas olas! -exclamó con apasionado acento-, ¡cuánto tiempo he estado lejos de vosotras!... ¡Ah! Yo os amo más que a todo cuanto existe en la tierra, yo he llorado vuestra ausencia tanto como la de Fausto... Olas brillantes y hermosas como ese sol que os ilumina, yo quiero besaros, quiero sentir vuestra frescura en mis labios que abrasan -y acercando sus labios ardientes por la fiebre que la devoraba a las olas que huían y se acercaban como si quisiesen jugar con ella, trataba de imprimir sus besos suaves y cariñosos en aquellas aguas salobres que salpicaban su rostro.

Levantóse de pronto, porque creyó oír pronunciar su nombre en medio de aquella playa desierta, y al tiempo de retroceder lanzó un grito de alegría que se confundió con otro de terror. Fausto estaba tendido en la arena, ella le veía sin movimiento, descarnados los brazos y los ojos entreabiertos y opacos en donde brillaban dos lágrimas, que heló tal vez sobre las pálidas mejillas el frío de la noche.

Corrió Esperanza hacia su antiguo compañero, arrodillóse a su lado, llenóle de caricias y besó sus heladas manos..., llamóle, ¡llamóle cien veces...!, pero Fausto no respondía... ¡Fausto estaba muerto!

La voz que había creído escuchar Esperanza no era la suya, había sido sin duda esa voz misteriosa que nos avisa casi siempre una desgracia próxima.

-¡Fausto! ¡Fausto! ¿Qué tienes? ¿Por qué no me respondes? ¡Oh, Dios mío! ¡Qué helado y qué pálido estás!

Colocó cuidadosamente entonces la cabeza de Fausto sobre su regazo y le contempló largos instantes. Su melena negra y rizada, cayendo hacia atrás, dejaba libre su frente pálida y hermoseada por la triste severidad que le prestaba la muerte, pero Esperanza tuvo miedo a aquella mirada fría y a aquellos labios que no murmuraban un solo acento y huyó de él, llenando antes la playa de gritos desgarradores con que pedía auxilio la pobre niña, hasta que se dirigió a la cabaña de Fausto.

Estaba el camino cubierto de escarcha y la niebla de la mañana, no disipada todavía en algunos parajes, penetraba su ropa haciéndola tiritar de frío. Cuando llegó a la cabaña, la puerta estaba abierta; entró, pues, silenciosa y un grito de admiración salió a la vez de muchos labios, pues la choza estaba llena de pescadores. Pero Esperanza nada vio ni oyó.

-Fausto está en la playa -balbuceó-, id a buscarle... -y cayó sobre el duro suelo rendida por la fatiga y las emociones.

Los marineros no quisieron escuchar más y corrieron en tropel hacia la playa, el bueno y desdichado Lorenzo el primero. Caminaban rezando en coro para que Dios perdonase al niño endemoniado a quien los diablos habían arrancado del lecho cuando iba a recibir los divinos socorros; era aquélla una triste y sombría procesión.

Cuando Lorenzo salió de casa de Alberto, en donde tan a tiempo había llegado para socorrer a Esperanza, las campanas de la parroquia repicaban alegremente: el Señor de los cielos se dignaba visitar la morada del pobre y del moribundo. ¡Cuán tristemente se destacaban en medio de la oscuridad de la noche las oscilantes luces que acompañaban el santo Viático!

El sacerdote penetró en la cabaña y se acercó al mismo lecho que allí había, pero, hallándole vacío, preguntó:

-¿En dónde está el enfermo? -y volviéndose hacia Lorenzo añadió-: ¿En dónde está tu hijo?

-Señor, ¿no está ahí?

-No..., aquí no hay nadie...

-La puerta estaba abierta cuando entramos -añadieron algunos-; habrá huido en los momentos de delirio.

-Vamos, hijos míos -dijo entonces el cura a los marineros-, aquí nada tenemos que hacer ya..., rogad a Dios que se apiade del pobre niño -y salieron.

Las luces oscilaron de nuevo en el espacio, las campanas doblaron otra vez alegremente: sólo en la cabaña de Lorenzo se oían sollozos y lamentos.

¡Qué noche tan larga, qué noche tan amarga para el pobre padre!

Cuando Esperanza huyó de casa de Alberto, pasó por delante de la cabaña, la puerta estaba abierta, y el enfermo, que podía ver desde su lecho cuanto pasaba por fuera, oyó su voz, escuchó sus ayes, la vio pasar como blanca silfa, y la herida de su corazón se renovó, brotó sangre de nuevo.

Dióle fuerzas el dolor, azuzóle la loca alegría que sintió al ver pasar tan cerca de sí aquella celeste aparición, y entonces fue que él abandonó su lecho, que la llamó, que siguió sus huellas jadeante, moribundo.

Su carrera fue la postrera convulsión de su agonía, un loco delirio que le arrastró tras de la mujer amada para llevarle a perecer cerca de ella. ¡Pobre mártir de un deseo y de una esperanza loca que se extinguió en su pensamiento cuando terminó su vida! Una lágrima de compasión para el desdichado niño cuyo corazón aniquilaron los más acerbos dolores!

A vosotros, los que descansáis ya en el frío hueco de la tumba, a donde os ha arrastrado un fingido sueño, una ilusión mentida, un desengaño más amargo que la hiel, que en vuestros últimos momentos vino a refrescar vuestros labios enjutos por la sed de la muerte..., ¡a vosotros dirijo mi voz para que coronéis, con vuestras manos purificadas por la desgracia, la frente del mártir niño con el laurel de la inmortalidad! ¡Recibidle en vuestro reino como reciben los ángeles a las almas bienaventuradas!

¡Perdonad mi desvarío, vosotros, los que creáis injusto ceñir con laureles al que no fue ni guerrero ni poeta! Yo concibo otros seres dignos de una inmortalidad más grande que aquella que los hombres pretenden hacer eterna, erigiendo pedestales de bronce sobre la tierra que conmuevan los huracanes. El pedestal que ha de recordar la memoria de los mártires como Fausto le erige cada hombre que nace en su corazón..., ¡está en la inmortalidad del sentimiento!...