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La imagen y la palabra

(Reflexiones en torno a una conversación)

Ulises Wensell





Hace tiempo mantuve una grata conversación con un amigo pintor, a quien le extrañaba el constatar que en el mundillo de los ilustradores de libros infantiles se hablara tanto de «lectura visual» o de «lectura de imágenes».

- Que se hable de lectura visual pase -me decía-. Aunque para leer se utiliza la herramienta visual, de algún modo hay que diferenciarla de la lectura táctil que hacen los invidentes gracias al método Braille. Pero lo de leer imágenes, no lo entiendo. Nadie diría que se lee un perfume que se ofrece al olfato o una forma sinfónica que se ofrece al oído. ¿Por qué ha de leerse la imagen que se ofrece a la mirada? ¿Porque la percibimos con los ojos, como la palabra escrita? Pues nadie diría que se lee un paisaje o una puesta de sol, así que se dejen de lecturas.

Estábamos en la terraza de un bar. Pedimos dos cervezas y continuó, evidentemente animado:

- La imagen no se lee. Se mira, se remira, se contempla, se disfruta. Lo que expresa, está ante los ojos, se ofrece «d'emblée» a la mirada sin que tengamos necesidad de ningún método de lectura, ni de ningún mediador. No se necesita un mediador entre la creación plástica y su disfrute. La presencia plástica habla directamente al ojo y al espíritu del contemplador. Lo que se lee son las palabras que la describen y tratan de explicar su impacto como presencia, recuerdo o evocación.

A lo que yo aspiro como pintor es que el contemplador de mis obras comparta lo que a la simple mirada, que capta y aprehende la forma que concentra mi expresión, expresa lo que hago. Por que no lo hago para que sea leído y explicado. Lo hago para que sea compartido y disfrutado y produzca esa peculiar experiencia placentera que es el goce estético. Del mismo modo que un perfumista crea un aroma para que sea disfrutado, o que el músico crea una forma sinfónica para que sea compartida por quienes la escuchan y produzca en ellos el goce que sólo la música produce... Ya me entiendes.

Enseguida arremetió contra los críticos «lectores»:

- Si un crítico dice que en una de mis obras lee algo, me hace reír. No soy de los que incluyen letras ni palabras escritas. No hago eso que se ha dado en llamar pintura literaria, metafísica o simbolista, ni pintura con significados ocultos, ni cuadros con misterio del tipo de aquellos del tiempo de Holbein, con contenidos descifrables por una elite intelectual. Sé que va a escribir, con las palabras más bien abstrusas que dan prestigio a sus discursos, bobadas sobre contenidos evidentes e intenciones presumibles, o a descubrir no sé qué sentido que cree que tiene lo que hago, todo de cosecha propia. El que podrá leer su crítica seré yo porque, esa sí, estará hecha para ser leída. Como dijo Croce, la crítica de arte se expresa en términos lingüísticos, pero el valor del arte es inefable.

Su animación iba en aumento:

- Me espanta ese tipo de críticos con formación de lingüistas y semióticos que mantienen la tesis de que el arte es un lenguaje (y como tal entra en la «lingüística general») y que adjudican un estatuto semiótico a la forma, como si consistiera en un enunciado informativo. Asimilan la expresión plástica a la comunicación verbal escrita y hablan de ella en términos extra-plásticos.

No hablan de la forma o los componentes formales, ni del color o la organización de unidades cromáticas, ni de los esquemas de equilibrio y los ritmos gráficos... Hablan de «mensajes», «enunciados», «contenidos semánticos» y cosas por el estilo. ¿Y pretenden que aceptemos que lo que hacen es «lectura visual» o «lectura de la imagen»?

- Si los ilustradores lo aceptáis, sólo puede ser debido bien a que pensáis que eso justifica y legitima vuestro trabajo, ya que ilustráis libros cuya función es ser leídos, o bien a que lo que hacéis depende totalmente de los contenidos literarios y os limitáis a representarlos de modo que se pueda leer «niña preciosa» «pelota de tenis» «dama con cuello de cisne», una simple traducción visual de las palabras escritas... ¡O quizás a que os han comido el coco esos lingüistas semióticos que entienden toda comunicación visual como un «texto» que se ofrece a la interpretación del lector! Un «texto» añadido al verdadero texto, qué curioso. La redundancia está servida.

- Algo de eso hay -tuve que reconocer-. A veces se cuestiona nuestro trabajo porque se considera que la ilustración es un añadido prescindible en el libro y nos vemos obligados a defender que también la imagen puede leerse...

A veces nos encargan libros de imágenes para niños no lectores, con el fin de que «lean» en lo representado la palabra que lo designa y enriquezcan su vocabulario... Y por lo general, nuestro trabajo consiste en ilustrar un texto que lo precede y lo motiva. Como suele ser una narración, un cuento, se espera que en la secuencia de imágenes pueda «leerse» una especie de narración visual de la historia escrita. Esa es la expectativa del lector-contemplador a no ser que entienda que la imagen puede estar en el libro como pura ornamentación o como oferta de una información independiente y distinta, no sólo en la forma de expresión, sino también en el contenido y en el sentido, a la de la narración textual.

Por otra parte, nuestros críticos suelen ser profesores con más formación lingüística que artística. Es lógico que vean en las imágenes enunciados y mensajes, y que presupongan que están hechas conforme a las reglas de un código «icónico» que puede asimilarse al código lingüístico. Ante la imposibilidad de deducir esas reglas, ya que cada generador de imágenes establece las suyas, suelen conformarse con aseverar que la imagen es «ambigua» y «polisémica», sin decir porqué lo es y cómo expresa lo que expresa. Hacen un análisis de lo que ven en términos de contenidos asimilables a los del lenguaje verbal escrito, sí. Pero ese tipo de análisis puede descubrir aspectos interesantes...

- Ya, ¡pobres ilustradores! - me cortó mi amigo-. Tendríais que dejar muy claro que una imagen no es una palabra dibujada o pintada (ni esculpida, por supuesto) y que no equivale exactamente a la palabra escrita ni su valor está en eso. Si no lo hacéis, algún día os dirán como debéis «escribir» las ilustraciones, os darán reglas de gramática y sintaxis para estructurar vuestros «párrafos» y os pedirán que los adornéis con metáforas, hipérboles o anacolutos, ya lo verás.

Sonreí. Pedimos otras cervezas y cambiamos de tema.

Ahora rememoro aquella conversación y pienso en las veces que yo mismo he hablado de «lectura visual» y de la posibilidad de leer las imágenes en mesas redondas, entrevistas o charlas con docentes. Siempre que lo he hecho, ha sido, efectivamente, para justificar y legitimar de algún modo su presencia en el libro infantil, ya que las preguntas que se me formulaban parecían cuestionarla.

En una de esas «entrevistas» por correo que nos hacen a veces a los ilustradores me preguntaban... ¿por qué hacer libros para niños que no saben leer?

Contesté que debía ser porque si no son esos «libro-objeto» con páginas de tela, plástico o cartón -que se ofrecen a los niños muy pequeños para ser tratados como un juguete más, e incorporan algunas palabras o algunas líneas de texto-, se supone que serán los adultos quienes se las lean para que puedan identificar lo representado en las imágenes, vean en las ilustraciones los personajes, ambientes o situaciones de una narración escrita y puedan seguir visualmente el desarrollo de la historia, del cuento que se les lee. Y que además, aunque nadie les lea el texto, los niños pueden «leer» las imágenes. «La lectura visual no es lineal, pero es comprensiva -escribí-. La psicología de la percepción ha demostrado que la mirada capta un conjunto, va de un punto a otro, se detiene donde encuentra un centro de interés, y vuelve a observar el conjunto, apreciando un significado. Y así en todas las páginas. Esa lectura permite que los niños puedan contar una breve historia narrada en la secuencia de imágenes, aunque no sepan leer el texto que ilustran».

En otra ocasión la coordinadora de una mesa redonda me había formulado una curiosa pregunta: «¿Por qué la palabra de los ilustradores en lugar de la voz o simplemente la palabra escrita?». Contesté que cuando ilustramos nos expresamos mediante la imagen, que permite denotar y connotar significados como la palabra oral o escrita, y como la palabra permite transmitir información, sentimientos y emociones, pero no tiene que atenerse a las reglas del código lingüístico para lograrlo. Expliqué que cada ilustrador elige sus propias reglas, sus propios sistemas de denotación y connotación, sus propios códigos y subcódigos estilísticos y puede optar entre muy variadas técnicas Y muy variados procedimientos de representación y composición. Que tenemos cada cual nuestra «palabra» que aportar y nuestra «voz» propia, y que sólo si se entiende que el libro debe limitarse a ser un medio de transmisión de contenidos expresados mediante la palabra escrita o que basta la narración oral para que los pequeños imaginen lo que escuchan, puede considerarse que nuestra palabra y nuestra voz son perfectamente prescindibles, pero los niños siempre la agradecen y se sienten decepcionados si no ven ilustraciones en sus libros. Tuve que recordar que las imágenes contribuyen a que los pequeños que aún no han alcanzado la madurez lectora se interesen por la historia narrada y hagan el esfuerzo de leer; que posibilitan que se sitúen imaginariamente en cierto tiempo y en cierto lugar y puedan reconstruir mentalmente personajes, acciones o situaciones que muchas veces el texto apenas describe, y que favorecen además que se inicien en una lectura que no es la de la palabra escrita, sino la de la escena representada.

Mi amigo me haría notar que al hablar tanto de «lectura» estaba dando alas al discurso extra-plástico de quien aprecia en las imágenes sólo contenidos «legibles» y que con mis afirmaciones cabría pensar que la ilustración depende de lo que diga o calle el texto, sin que los ilustradores puedan expresarse con autonomía y libertad...

Quizás, pero aunque creo que el ilustrador goza de autonomía y libertad para elegir los momentos que va a ilustrar, el modo de visualizarlos o las técnicas y las convenciones estilísticas que va a adoptar, siempre he pensado que la calidad ilustrativa de las imágenes no consiste en que puedan interpretarse como un mero ornamento en las páginas, una creación artística incorporada al texto como por añadidura, o un mensaje visual muy distinto al textual, sino en que ilustren el texto que las motiva y respeten sus características.

En más de una ocasión he afirmado que al crear imágenes para ilustrar una historia dada, los ilustradores no gozamos de la total libertad que tiene un pintor para crear sus obras y que nuestra libertad creativa está condicionada, tanto por las características del texto como por las características del público de destino, el infantil, que no es precisamente el de las galerías de arte.

En mi opinión, toda ilustración lo es de un texto y ha de estar en relación de dependencia con él.

Sólo recuerdo un caso de clara independencia de la ilustración respecto al texto. Cuando encargaron a Matisse ilustraciones para el Ulises de Joyce, el pintor creó imágenes que poco tenían que ver con el texto. Las había creado pensando en La Odisea (un bonito caso de intertextualidad, se diría ahora). Y la familia del escritor se negó desde entonces a que su obra se ofreciera ilustrada a los lectores.

Me parece que la dependencia del texto ha caracterizado a la ilustración hasta ahora. Así es como la han entendido muchos ilustradores a lo largo de la historia del libro Desde Boticceli al ilustrar La Divina Comedia, a Quentin Blake al ilustrar obras de Roald Dahl. Pasando por Doré, Tenniel, Rackham, Sendak, y tantos otros «grandes».

El público que compraba libros ilustrados debía apreciar el esfuerzo que suponía para los ilustradores ofrecer a los lectores una interpretación visual que, no por original y reveladora de un estilo o modo de hacer muy personal, pudiera considerarse «independiente» del texto.

Mi amigo me haría ver que, al aceptar que nuestro trabajo está en estrecha relación de dependencia del texto, estoy dando alas a quienes están convencidos de que lo que hacemos es una especie de «texto figurado», que traduce fielmente el texto literario, y me insistiría en que hay que remarcar claramente que la imagen no es la traducción visual de la palabra ni su valor está en eso.

Bueno, creo que todo el mundo tiene claro que la imagen no es la palabra y aprecia en ella valores de orden estético y calidades gráficas o pictóricas. Pero se necesitaría un curso entero para explicar con cierto detalle los muchos valores y calidades que se pueden apreciar y cuáles son los principios globales que caracterizan un estilo o un modo de hacer. Yo creo que eso sólo puede hacerse considerando que el contexto de la ilustración es el texto, que ofrece diferentes posibilidades de interpretación visual, y que el ilustrador puede variar sus códigos estilísticos y sus técnicas dependiendo del modo como lo imagine y lo interprete y de su voluntad de provocar determinado impacto al lector-contemplador.

Que la ilustración está en relación de dependencia del texto que ilustra me parece un aserto difícilmente rebatible.

Hay ilustradores que, defendiendo la independencia y la autonomía de la ilustración, optan por una gráfica de formas sorpresivas o por un estilo pictórico de sentido abstracto y no muy descriptivo, pero aún así, lo que ilustran es determinada historia escrita. Puede haber alguno que tome el texto como pretexto para una obra que se quiere autónoma e independiente, cuando el proyecto editorial contempla esa posibilidad. Pero aún así, mantendrá cierta relación de dependencia respecto al texto, porque está ilustrando ese y no otro. Creo que no cabe hablar de independencia del texto cuando lo que se intenta es llenar sus silencios o hacer una narración paralela, correlativa o contradictoria.

Por otra parte, los niños -destinatarios finales de nuestro trabajo- pueden ver retadas sus expectativas si no encuentran en las imágenes cierta relación de dependencia respecto a la historia narrada o leída. Si el protagonista es un pato, un gato o un ogro, esperarán verlo en la imagen, se represente como quiera que sea.

Hoy se alaba la libertad expresiva de quienes parecen desprenderse de toda atadura o dependencia de los contenidos textuales, se valoran las formas gráficas o gráfico-pictóricas estilizadas y sorpresivas como las únicas merecedoras de interés, y se considera que está «trillada» la ilustración «verosímil», que intenta proporcionar a los niños cierta ilusión de realidad en la representación de personajes y escenas sin acudir a muy efectistas deformaciones de las figuras, utilizando algo parecido a la perspectiva renacentista para imitar el modo con que el ojo humano percibe las formas y las distancias en la naturaleza, o empleando las gradaciones del color para dar sensación de relieve, profundidad o lejanía...

Todo sucede como si desde determinados ámbitos se estuviera animando a las jóvenes vanguardias a huir de procedimientos trillados y ofrecer atrevidas innovaciones formales.

Pero todos los ilustradores utilizamos procedimientos y recursos ya trillados por empleados en la pintura, el grabado, la gráfica, la caricatura humorística, el cómic o la propia ilustración, a lo largo de la historia. Pueden observarse en el tipo de ilustración que acude a los conocidos procedimientos de deformación de las figuras a base de alargarlas, estrecharlas o ensancharlas, o de aumentar o disminuir el tamaño de la parte inferior o superior. Y en la que mezcla varias perspectivas distintas en la representación de los elementos de una misma composición, la que aplica colores planos a una forma gráfica estilizada o la que crea formas difusas con trazos de pincel, tratando con esos procedimientos de subrayar la irrealidad de lo representado. Y claro está, en la que se inspira en el llamado «arte infantil», en el arte de otras culturas o en la gráfica y las publicaciones de los años 20, 30, 40, 50 o 60...

Por otra parte, la creación de formas no es patrimonio exclusivo de la gráfica ni la deformación sorpresiva lo único que cabe valorar en la ilustración, me parece. Todos los ilustradores creamos formas, porque esa es la naturaleza de nuestro trabajo. Y en ellas, por verosímiles que puedan parecer, siempre se perciben rasgos de deformación respecto a las formas que percibimos en la naturaleza. En unos casos la deformación será muy sutil e intimista y en otros, voluntariamente llamativa y espectacular. Al crear cualquier imagen estamos creando siempre una abstracción formal en armonía con nuestro temperamento y nuestras aptitudes.

No hace mucho se juzgaban las ilustraciones con la conciencia de que ni la oferta de formas más o menos deformadas, ni la autonomía o la independencia del texto proporcionaban un firme criterio valorativo. Pero entonces, es verdad, no había adquirido carta de naturaleza la idea de que la imagen es un texto añadido al texto.

Es ahora cuando se admira la no verosimilitud y la sorpresiva deformación, como si el público infantil o el adulto que compra libros para niños estuviera sediento de innovaciones formales. Es ahora cuando se alaba la independencia de la imagen respecto al texto y se insiste en que no debe decir lo mismo que el texto dice.

Puede decir menos, puede decir otra cosa, puede aportar contenidos visuales muy distintos a los que permitiría imaginar la lectura del texto. Pero decir lo mismo, no parece ser de recibo. Sería caer en la redundancia.

Imagino a mi amigo pintor murmurando: «Ya te lo decía yo. Los críticos que sólo vean mensajes y enunciados en la imagen y estén convencidos que lo que hacéis es una especie de texto figurativo, pueden pensar que la información que proporciona es redundante si "dice" lo mismo e imponeros la obligación de que escribáis vuestro texto de modo que se note que aportáis algo más».

Vuelvo a mi reflexión. Me preocupa eso de la redundancia. Me preocupa que alguien piense que la imagen puede decir exactamente lo mismo que el texto. Yo creo que siempre dice algo más y algo distinto. Por aquello de que la imagen denota y connota significados pero, para hacerlo, no utiliza los procedimientos que pone a su disposición el código lingüístico. Por aquello de que cada ilustrador elige sus propios sistemas de denotación y connotación, sus propios códigos y subcódigos estilísticos, y puede optar entre muy variadas técnicas y entre muy variados procedimientos de representación y composición. Por aquello de que tenemos cada cual nuestra «palabra» que aportar y nuestra «voz» propia.

No es por no defraudar a mi amigo, pero me parece necesario insistir en que las imágenes no son las palabras del autor del texto ni las palabras con las que el autor ha descrito un personaje, una situación o una escena. No son la traducción fiel de lo expresado por medio del lenguaje verbal escrito. No son copia fiel de algo que puede observarse en la naturaleza y tiene una palabra correspondiente en el léxico de un idioma. Son la expresión del ilustrador, el producto de su imaginario. Y hay montones de maneras de imaginar y representar un personaje o una escena de la misma historia, como puede observarse en cualquier biblioteca.

Si se piensa que la imagen dice lo mismo que el texto, se da por supuesto que representa un único momento temporal de la historia textual o es la fiel traducción visual de la narración a la que corresponde punto por punto. Quizás se olvida que es el ilustrador quien decide el momento que va a ilustrar (momento que puede no estar en absoluto descrito en el texto) y que la imagen puede producir de manera sincrética momentos que en el texto serían sucesivos y describir el tiempo de un modo distinto. Quizás no se tiene en cuenta que los momentos y los personajes que estamos viendo en una página necesitarían montones de palabras a la hora de ser descritos. Y muy distintas las que ha empleado el autor del texto, aunque sea el propio ilustrador. Habría que dedicar algunas para hablar de las características de la forma, la línea, el color o la composición, me parece.

El pretendido mensaje redundante sería siempre un mensaje productor de información diferente a la que proporciona el mensaje textual.

Ahora parece que se está imponiendo un nuevo canon para estar a la moda y en la vanguardia: la abstracción formal sorprendente y la obligación de evitar la redundancia con el mensaje escrito.

Todo sucede como si, al haberse descubierto que la expresión plástica, gráfica o gráfico-pictórica es un lenguaje y que la imagen es un texto, hubiera que exigir a los ilustradores que escribieran «su palabra» y describieran sus escenas de manera que se apreciara claramente que no pretenden traducir lo que mi amigo llamaría «el verdadero texto».

Todo sucede como si el público previsto como destinatario del libro tuviera que hacer de ambos textos una «lectura comparada» con el fin de encontrar contenidos literarios distintos en un texto y en otro. Y como si los contempladores, dispuestos a disfrutar ante la presencia de la imagen, tuvieran que obligarse a encontrar en la expresión gráfica o gráfico-pictórica figuras del lenguaje coloquial o literario.

Quizás por eso, en la convocatoria de un premio de ilustración, se haya precisado que se valorarán ...¡las metáforas!

Como si la imagen no fuera a la vez signo, símbolo y metáfora.

Como si la figuración no hiciera presente a la vista una realidad en sentido «figurado», algo que «literalmente» no es eso ni es así.

Si se piensa que una imagen traduce «literalmente» un enunciado o representa una realidad objetiva en mismo sentido literal de un lexema, habría que recordar la conocida frase de Korzibsky, el creador de la semántica general: «el mapa no es el territorio». O la no menos conocida frase que escribió Magritte bajo su imagen de una pipa: «Esto no es una pipa».

La palabra significa por convención. No tiene ninguna relación de analogía o semejanza con lo que designa. Aquello de «Vox significativa ad placitum» no se me ha olvidado todavía. El diccionario distingue el sentido recto o literal y el sentido figurado, y define la metáfora como tropo que consiste en trasladar el sentido recto de una voz a otro figurado, en virtud de una comparación tácita.

Pero una imagen, por muy esquemática, estilizada o deformada que aparezca, significa siempre en razón de semejanza o analogía y en virtud de una comparación tácita. El carácter metafórico de la imagen se da por supuesto.

¿Por qué entonces el constatar que en una ilustración hay metáforas representadas es algo que puntúa en el criterio para su valoración? ¿Quizás porque hay quien piensa que un texto no tiene valor literario si no tiene metáforas y traslada el mismo criterio a la imagen?

Mi amigo pintor diría que es debido a que las metáforas son muy fácilmente identificables en un texto literario y encontrarlas en las escenas ilustradas llenaría de satisfacción a los adultos menos dados a apreciar lo verdaderamente valioso de una imagen o un estilo. Podrían descubrir la traducción visual de un «mar de lágrimas» en la figuración de un charco con peces, observar que la figura de una joven tiene «un cuello de cisne», que aquellos personajes con uniforme «son unos cuervos» o que aquella señora es evidentemente «una fiera» y pensar que efectivamente, en la imagen hay contenidos claramente literarios, metafóricos, incluidos por el ilustrador. Unas veces porque ya estaban en el texto y otras veces como añadido personal.

Me divertía su predicción de que algún día se valoraría que incluyéramos otras figuras del lenguaje literario en nuestro «texto figurado», pero cabe pensar que es muy posible que sea así. Los ilustradores siempre podremos encontrar el modo de expresarlas de forma que puedan «leerse» en la imagen, menos mal. Y los niños, que pueden no saber siquiera qué es una metáfora o una figura retórica, posiblemente encuentren algún adulto que les explique que aquello que están viendo en la imagen lo es.

En fin, no sé si con estas reflexiones habré logrado convencer a alguien de que la imagen no es la palabra ni puede decir exactamente lo mismo que la palabra, de que eso que llaman redundancia entre los dos «mensajes» de un libro ilustrado no existe, o de que el carácter metafórico de la imagen se da por supuesto.

Pero lo he intentado. Que conste.





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