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La inocencia de Isabel Allende

Carlos Franz





«Chile maltrata a su gente. Gabriela Mistral pasó casi toda su vida afuera, Pablo Neruda gran parte de ella, José Donoso también. Tantos chilenos que han tenido que irse, porque aquí te aplastan». Quejas recientes de Isabel Allende. Ahora ya no es el establishment literario nacional el que la ningunea, sino Chile, el país, tal como antes habría hecho con esos maestros. Me parece una exageración más en esta polémica exagerada. Yo he visto a Isabel Allende aclamada por masas de lectores en las orillas del Mapocho. Que además quiera que la vitoreen los escritores exquisitos -y se compare con esas ligas mayores que menciona- me parece un rasgo de inocencia suya. Una inocencia que es precisamente parte del encanto masivo de sus libros (más sobre esto, luego).

Por mi parte, no tengo inconveniente en que Isabel Allende escriba harto, venda mucho, y millones de lectoras de edad mediana lagrimeen sobre las páginas de su libro anual. Es más, me parece interesante que una de las escritoras de best sellers más importante del mundo sea originaria de esta provincia «en la región antártica famosa». Hasta será bueno para los mismos escritores que la desprecian. De vez en cuando se producirán equívocos y un editor japonés publicará a una autora chilena nueva, simplemente porque tiene en el catálogo a «esa otra chilena que vende tanto». Sospecho que ya ha ocurrido.

Más seriamente, si vamos a bogar por la diversidad cultural no debiéramos reclamar una excepción para la producción literaria. Es legítimo que haya escritoras de best sellers y de novelas rosa, así como es perfectamente adecuado que existan escritores de novelas policiales o de aventuras. Es legítimo -e inevitable- que las librerías tengan una gran sección de superventas y otra -mucho más chica- para el gusto de los preciosos. Escupir sobre la primera huele a esnobismo cultural. Y a inseguridad. Escritores verdaderamente de élite y potentes, como Borges -que se nombró en esta polémica-, supieron que ese esnobismo es estéril, que la pulp fiction, los subgéneros como el policial, o las milongas sentimentales, que a él le fascinaban, pueden alimentar a la alta cultura, y en todo caso no le hacen daño. Tampoco Cervantes le temía a los best sellers. Al contrario, el Quijote, entre otras cosas espléndidas, es una parodia graciosa del género superventas del siglo XVI que eran las novelas de caballerías. Y el propio Quijote fue tan superventas que hasta lo piratearon y lo plagiaron. Lo único a reclamar, por supuesto, es que los autores supervendidos nos dejen leer a Borges o a Cervantes, si lo preferimos (y no los consignen al olvido como ha hecho, espero que en un momento de ofuscación, Isabel Allende).

El asunto interesante en esta polémica ha sido más bien proferido que discutido: los méritos literarios de nuestra supervendida. Isabel Allende no es Neruda, ni Mistral, ni Donoso -como parece recomendarse en su última queja, ella. Pero tampoco es una simple plagiaria como vociferan algunos en nuestra ínsula. Es una escritora de lectura fácil -y no es tan fácil ser fácil-, dotada de una mirada sentimental, pero aguda, y un raro sentido común, que bordea peligrosamente el lugar común. Habilidades que le aseguran su comunicación con millones de lectores que ni amarrados leerían, digamos, a Donoso, por mucho que nos pese a sus adeptos. ¿Es tan malo eso? ¿Le quita lectores a Donoso, la lectura de Allende? ¿No será más bien al revés: que quien fue seducido fácilmente por los Espíritus de Allende, puede que mañana desee el complejo Obsceno Pájaro de Donoso?

Por mi parte, y aunque algunos mandarines de nuestras letras rechinen los dientes, creo que su primera novela, La casa de los espíritus, es bastante interesante. Es más, la he releído y encontré que la historia ha envejecido bien, que incluso ha crecido. Es ágil, ingeniosa, tiene humor -cosa rarísima en nuestro embravecido parnaso latinoamericano-, andan sueltas por ella frases y personajes memorables.

Pero sí, La casa de los espíritus es deudora de García Márquez y sus Cien años de soledad, en un grado tan superlativo que casi sugiere candidez, inocencia. ¡Mire que ponerle a una de sus protagonistas Rosa la bella, cuando el personaje de García Márquez se llama Remedios la bella! ¿O quizás esa inocencia disfraza una astucia? Me consta que en Cambridge, Inglaterra, severos catedráticos enseñan esta novela como un ejercicio paródico de García Márquez. Parodia o no, el peligro estético de La Casa... es el melodrama, que nunca anda lejos de sus puertas, y su peligro ideológico es la demagogia, que se le cuela por la chimenea. Pero esos son los riesgos de los géneros populares, democráticos. Mientras el riesgo inverso, como lo advirtió Neruda -que definitivamente no era un inocente-, es el de los modales aristocráticos: el que huye del mal gusto puede caer en el hielo.

Todas estas cosas irán encontrando su sitio con el tiempo. Hasta Isabel Allende encontrará su lugar -grande o pequeño- en el triste Panteón de las Letras Nacionales del que hoy la expulsan. Que no se ofusque, entonces, que no se pelee por el beso de Judas de la literatura chilena, que no pierda su inocencia. Las medallas y los premios, el reconocimiento de las letras mapochinas, tiene sus precios, hay que corear amenes, y hacer genuflexiones, atacar a los previstos y palmear a los debidos. Todo para terminar como nombre de liceo. Y tal vez no valga la pena. ¿Para qué apurar a la posteridad? ¿Quién le dice si a la vuelta de las décadas, sus libros, que hoy los obispos del gusto reputan malos, pasan a leerse de otro modo, como le ocurrió, digamos, a Dickens, que fue considerado un autor populachero por los exquisitos de su tiempo y hoy es casi un clásico? Nada sabemos del futuro, excepto que su gusto tampoco será infalible.





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